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Número 75

Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia

Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia

Para sofocar de antemano cualquier revuelta, no hay que utilizar la violencia. Los métodos como los que utilizaba Hitler son obsoletos. Basta con desarrollar un condicionamiento colectivo tan poderoso que la idea misma de la revuelta ni siquiera pase por la mente de la gente. Lo ideal sería condicionar a los individuos limitando sus capacidades biológicas innatas desde el nacimiento. Luego se continuaría el proceso de condicionamiento reduciendo de forma drástica la educación para reconducirla a una forma de integración en el mundo del trabajo. Un individuo inculto sólo tiene un horizonte de pensamiento limitado, y cuanto más se limiten sus pensamientos a preocupaciones mediocres, menos podrá rebelarse. El acceso al conocimiento debe hacerse cada vez más difícil y elitista. Hay que ampliar el abismo entre el pueblo y la ciencia. Hay que eliminar todo contenido subversivo de la información destinada al público en general.
Sobre todo, no debe haber filosofía. También en este caso debemos utilizar la persuasión y no la violencia directa: difundiremos masivamente por televisión un entretenimiento que ensalce siempre las virtudes de lo emocional e instintivo. Llenaremos la mente de la gente con lo que es fútil y divertido. Es bueno impedir que la mente piense utilizando la música y la cháchara incesantes. La sexualidad se situará en el primer plano de los intereses humanos. Como tranquilizante social, no hay nada mejor.
En general, nos aseguraremos de desterrar la seriedad de la vida, de ridiculizar todo lo que se valora y de defender constantemente la frivolidad: para que la euforia de la publicidad se convierta en la norma de la felicidad humana y en el modelo de la libertad. El condicionamiento producirá así una integración tal que el único temor -que debe mantenerse- será el de quedar excluido del sistema y, por tanto, no poder acceder a las condiciones necesarias para la felicidad.
El hombre masa producido de esta manera debe ser tratado como lo que es:
un ternero, y debe ser vigilado de cerca, como cualquier rebaño. Todo lo que aplaque su lucidez es bueno socialmente, y todo lo que pueda despertarla debe ser ridiculizado, sofocado y combatido. Cualquier doctrina que cuestione el sistema debe ser designada primero como subversiva y terrorista, y quienes la apoyen deben ser tratados como tales».

Günther Anders (La obsolescencia del hombre1956)



La revolución cultural de finales del siglo XX debe entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor dicho, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido social. Y este tejido no estaba formado sólo por las relaciones reales entre los seres humanos y su forma de organización, sino también por los modelos generales de esas relaciones y por las pautas de conducta que era de prever que siguiesen en su trato mutuo los individuos, cuyos papeles estaban predeterminados, aunque no siempre escritos.

Eric Hobsbawm



Las claves para llegar a buen puerto en la vida son: conseguir tener una personalidad equilibrada y un proyecto de vida coherente y realista que hospede cuatro grandes notas en su interior: amor, trabajo, cultura y amistad. La felicidad absoluta es una quimera y está en la imaginación. Hemos de aspirar a la felicidad relativa, que consistiría en intentar sacar el máximo jugo posible a la existencia personal, sobre todo en dos temas que son los grandes pilares: el amor y el trabajo, la vida afectiva y la vida profesional.
Los jóvenes están acostumbrados a la cultura de la inmediatez, y en esta vida hay cinco pretensiones de largo alcance que son las que proporcionan el puente para llegar al castillo de la felicidad relativa: el orden, la constancia, la voluntad y la capacidad de observación. La más importante es la voluntad, que es la base de la educación, y que lleva la voz cantante porque es más importante que la inteligencia.
Hoy hay un desdén muy grande por la voluntad en general, que en los colegios se trabaja muy poco. Educar es proporcionar raíces y alas, amor y disciplina, es seducir con valores que no pasan de moda. Y la clave está en hacer atractiva la exigencia. En la exigencia entra la labor del educador.
Las redes sociales tienen una parte buena y una mala. La buena es la posibilidad de comunicarse con mucha gente y conocer otras vidas y otros estilos. La mala es que quedan atrapados como si fuera una adicción y lo que podía ser una posibilidad de comunicarse se convierte en una amistad superficial. Y creo que la juventud no está hecha para el placer sino para el heroísmo, y por eso mi mensaje a los jóvenes es «atrévete a sacar lo mejor de tu persona poniendo entre paréntesis el bombardeo informativo que llega por las redes».

Enrique Rojas



Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Gabriel García Márquez



Hace unos días volví a ver Lawrence de Arabia, la película de David Lean con Peter O´Toole como protagonista. Mientras las imágenes y los diálogos se sucedían en la pantalla, mi mente voló hacia Alejandro Magno de Oliver Stone y Los siete mensajeros, el libro de Buzzati.
Lawrence viajaba a Arabia en plena expansión del imperio británico, del cual formaba parte, aunque en realidad viajaba para encontrarse a sí mismo (que es más o menos lo mismo que perderse). Magno emprendía una huída hacia delante enloquecido por el poder. El príncipe del escritor italiano quería encontrar una frontera que se le iba haciendo cada vez más lejana, por lo que cada tanto enviaba un mensajero a trabar contacto con su lugar de origen, ya totalmente diferente, donde casi no se le recordaba. En un momento imaginé que este último era yo mismo. Y ese es el centro del asunto. La literatura (y el cine) tiene vasos comunicantes, trata temas universales, enseña, es reflexión o no es nada, como señalaba un escritor uruguayo.
Si a la literatura le quitamos ese aprendizaje, esa reflexión y el aporte a la causa de la humanidad para convertirla en una expresión de «genios», en algo individual, inocente, un puro juego o, peor, en una mercancía para ganar dinero, le quitamos su razón de ser, la convertimos en un entretenimiento y, lo que es peor, en un arma peligrosa que nos termina dañando.

Federico Nogara



En el arte actual existe un orden social local que responde a un orden social global organizado con la idea de industria cultural, que responde a una Hollywoodización de la cultura. La industria de la cultura tiene que llenar los agujeros que produce la adopción de la nueva religión, el dinero, y que, como toda industria que genera bienes de consumo, debe reemplazar algunas necesidades y generar otras, dentro de sus necesidades, a diario. La dinámica que se sigue responde a la rentabilidad del dinero invertido: en el caso de agentes particulares, la rentabilidad económica; en el caso del Estado, la rentabilidad política medida en votos. Y según las leyes del mercado, a mayor productividad, mejor paga.
Sería deseable que el Estado financiara las prácticas artísticas, pero siempre que las administraciones de cultura tendieran a considerar otros criterios sociales, culturales y humanos. Hoy vemos que la tendencia es la inversa: cada día son mayores las alianzas estratégicas con empresas para brindar la ilusión de un mundo democrático, participativo y de diversidad cultural. Estamos muy lejos de la utopía. En realidad vamos en el sentido contrario. Prevalece, sobre el trabajo del verdadero artista, que vive de lo que puede, la idea de la estrella, del genio, medido siempre por las ventas.

Guillermo Pérez Raventós



En 1917 los Writers Resist (Los escritores que resisten) escribieron: “Para sanarnos y avanzar queremos eludir el discurso político directo y centrarnos inspiradamente en el futuro y en cómo nosotros, escritores, podemos ser una fuerza unificadora en la tarea de proteger la democracia. Urgimos a los organizadores y oradores locales a evitar la mención de nombres de políticos o  servirse de un lenguaje ‘anti’ durante el acto del Writers Resist. Es importante garantizar que las organizaciones sin ánimo de lucro, que tienen prohibida la participación en campañas políticas, se sientan cómodas en el patrocinio de este acto.”
Compárese esta basura palabrera con las declaraciones del Congreso de Escritores Norteamericanos celebrado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1935 y, luego, dos años más tarde, en 1937. Se trató de actos electrizantes, con escritores que debatían cómo hacer frente a hechos ignominiosos que estaban aconteciendo en Abisinia, China y España. Se leyeron telegramas de Thomas Mann, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein, en los que se reflejaba el miedo al gran poder rampante y la convicción de que no era ya posible debatir de arte y literatura no ya sin política, sino sin entrar en la acción política directa.
“Un escritor”, declaraba la periodista Martha Gellhorn en el segundo congreso, “debe ser ahora un hombre de acción… Un hombre que haya dedicado un año de su vida a las huelgas del acero, o que haya estado un año en el desempleo, o que haya sufrido los problemas del prejuicio racial, no ha perdido o desperdiciado su tiempo. Es un hombre que ha llegado a conocer cuál es su sitio. Si has sobrevivido a eso, lo que tendrás que decir luego no será otra cosa que la verdad, lo necesario y real, y por eso será duradero”.
Que la amenaza del poder rapaz ha sido bien encajada por escritores, muchos de ellos privilegiados y celebrados, y por los guardianes de las puertas de la crítica literaria y de la cultura (incluida la cultura popular), es cosa fuera de discusión.
No se trata de un fenómeno norteamericano. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en dos siglos, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”. No hay un Shelley que hable a favor de los pobres, ni un Blake que escriba a favor de sueños utópicos; no hay un Byron que condene la corrupción de la clase dominante, ni un Thomas Carlyle y un John Ruskin que desvelen el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw no tienen hoy su equivalente. Harold Pinter fue el último en levantar la voz. Entre las insistentes voces del actual feminismo de consumo, ninguna se hace eco de Virginia Woolf, que tan bien describió “las mañas para dominar a otros por la vía de someter, matar o adquirir tierra y capital”.

John Pilger