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Número 66

Diálogo con Manuel Puig / María Esther Gilio

Revista Malabia número 66

Diálogo con Manuel Puig / María Esther Gilio

¿Qué le parece si empezamos por su infancia, en esa lejana provincia que para muchos es La Pampa?

– No, no. No quiero hablar de mi infancia. Ya hablé mucho.

– Resulta difícil hacer una entrevista a un escritor sin hablar un poco de su infancia.

– Sí, yo entiendo. Pero es que no quiero, no quiero ir para atrás, tan lejos. No quiero.

– Lo único que me puede convencer es que ir para atrás lo ponga triste.

– No sé, no sé si es eso. No sé.

– Está bien, dejemos su infancia. ¿Cuándo descubrió que quería escribir?

– Después de que tenía empezada la primera novela.

– Eso es muy extraño. ¿Y cómo empezó?

– Yo quería hacer cine. Hacía guiones con temas muy escapistas en general que, además, copiaban películas de Hollywood y que, además, no gustaban a nadie.

– Salvo a usted.

– No, a mí tampoco. Menos que a nadie.

– ¿Y por qué los hacía?

– No sé. Mientras los hacía me gustaban. Pero cuando los terminaba me daba cuenta que había algo que no funcionaba.

– ¿Eso le ocurría siempre? ¿Por qué insistía?

– Porque yo escribía rememorando películas que me habían dado mucho placer.

– ¿Qué edad tenía en ese momento?

– Ya era grande. Estaba por cumplir 30 años y tenía que resolver mi situación económica. Vivía en Roma y estaba cansado de lo que hacía.

– Quiere decir que tomó el oficio de escribir para resolver su economía. Eso es muy curioso. Es común a los escritores que pasen hambre antes de vivir de lo que hacen.

– Yo tenía un buen manejo del lenguaje porque mi trabajo consistía en hacer traducciones de subtítulos para cine. Confiaba en que podría escribir y vender. Traducir para cine no es fácil. Hay que acortar los diálogos guardando la esencia, adaptar el humor de un país al otro y otras cosas. Toda mi actividad estaba vinculada al cine, pero nada de lo que hacía en cine era lo que yo realmente hubiera querido.

– ¿Qué pasó cuando se enfrentó a un material real como los amores de su primo?

– No me ubicaba. Decidí entonces hacer una especie de bosquejo previo de cada personaje a fin de aclarármelos. Ese bosquejo tampoco sabía cómo hacerlo. Lo que sí tenía claro en la memoria era la voz de los personajes. No sabía tampoco si quería hablar de los personajes en tercera persona.

– ¿No sabía?

– No. Hablar en tercera persona significaba juzgarlos y esto me resultaba antipático. Lo que sí me pareció posible fue comenzar a registrar la voz de cada uno de ellos.

– Quiere decir el habla, las palabras.

– Sí, sí. Las palabras, y los pensamientos. Para empezar pensé escribir una hojita con las cosas que decía una tía mía, pero esa voz empezó a dictarme y ya no pude parar. Escribí de un tiro 30 páginas.

– ¿Y qué cosas decía la voz de esa tía?

– Cosas de entrecasa, banalidades, cosas cotidianas. ¿Qué hacer con esto?, pensé. Extractar algo, tal vez. Sin embargo, no. Lo que resultaba expresivo era la suma de las banalidades. La acumulación. Y eso no era un material de cine, era literatura. Así seguí haciendo hablar a algunos personajes hasta que pasé a otras formas de expresión.

– Siempre evitando la tercera persona.

– Sí, decididamente me chocaba la tercera persona.

– ¿Por la razón que me dijo, únicamente?

– También era algo que tenía que ver con la pérdida del idioma español.

– ¿La pérdida en qué sentido?

– En el sentido del español castizo. Se me planteaba el problema de cómo pasaría el lenguaje argentino al español castizo de la tercera persona.

– ¿Usted piensa que debía hacer ese pase, que debía abandonar su lengua?

– No, creo que en el fondo eran pretextos. Creo que la verdadera razón era una resistencia a juzgar a los personajes colocándome en el lugar de la autoridad.

– Más que un dios creador quería ser un testigo.

– Sí, yo quería saber por qué habían sucedido ciertas cosas en mi infancia.

– Y la manera de saber era relatarlas.

– Sí.

– Es decir que registraba la historia a fin de entenderla. Entonces lo que llega primero es la historia.

– Más que la historia, los personajes. La anécdota se deriva del carácter de los personajes. Si se colocan varios personajes juntos y se los conoce bien, uno sabe qué hará cada uno de ellos

– ¿Cómo trabaja? ¿Con regularidad, con horarios, sólo cuando tiene ganas?

– Con regularidad. Y no puede ser de otro modo. Cuando uno hace novelas tiene que ser así. Yo trabajo todos los días. Y todos los días tengo la misma resistencia a sentarme y seguir.

– Quiere decir que, para usted, escribir es un trabajo.

– Por lo menos me demanda un enorme esfuerzo. Creo que hay allí, en esa resistencia a empezar cada día, el terror a la página en blanco, el terror a equivocarme. La cuestión es que hay, antes de sentarme, una hora o dos, en que doy vueltas y vueltas y vueltas. Todos los días es lo mismo, desde hace 20 años. Más, hace 21 años que escribo y esto no cambia. Al contrario, cada vez se hace más difícil.

– Habló de “la página en blanco”, “el temor a equivocarme”.

– Se necesita un grado de concentración muy profundo para tocar la zona que uno quiere. Entonces hay que hacer un gran esfuerzo para no escuchar la primera voz que se oye. En general, la primera voz es la de las influencias, la del conformismo. Hay que tratar de llegar a otros sustratos.

– Debe ser muy difícil eso, saber cuándo la voz que se escucha es la verdadera.

– No, no es difícil. Cuando la escucho la reconozco, sé que es ésa. Con todo, hay veces en que caigo en la facilidad. Es tiempo perdido.

– Pero todo no puede ser esfuerzo. Tiene que haber también el momento del placer.

– Cuando logro establecer un contacto con la zona que me interesa, ahí, ahí, porque llegué a la verdad, llegué a las esencias. A lo que para mí son la verdad y las esencias. Ese momento es muy remunerativo.

– García Márquez dice que él nunca deja de trabajar hasta que no llega el momento en que sabe perfectamente cómo va a seguir. Allí deja. Ese sistema me parece que le haría ganar tiempo.

– Yo tengo bastante poca resistencia. Me canso muy rápido. Si estoy cansado tengo que dejar esté donde esté. A la mañana corrijo. A veces corrijo traducciones. A la tarde, entre cuatro y ocho, escribo.

– La traducción al portugués de Sangre de amor correspondido me pareció fantástica.

– Lo que ocurre es que largos párrafos fueron tomados directamente de la cinta que yo grabé.

– Quiere decir que el protagonista está tomado de alguien que conoce de aquí, de Brasil.

– Sí, se trata de un obrero brasileño. Alguien con quien tuve una enorme empatía a pesar de ser tan diferente. Se trata de un albañil. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma de hablar. Despertó muchísimo mi curiosidad. Siempre había en su lenguaje un desvío, un trabajo metafórico.

– Sí, yo recuerdo que en un momento le dice a la mujer a la que había pasado un tiempo sin ver: “Las flores de mi jardín te están precisando”, o algo parecido.

– Sí, eso me llamó la atención y quise registrar su habla, tratar de captar su lenguaje, sin pensar que además había en ese hombre una historia. Y menos aún que esa historia podía transformarse en una novela.

– ¿Qué dijo cuando leyó el libro?

– No lo leyó, no sabe leer. Lee sólo algunas palabras separándolas en sílabas.

– ¿Cómo imagina su vida sin la literatura? ¿La imagina como algo posible, se ve haciendo otra cosa?

– No soy un lector ni un devorador de libros. Tengo un problema muy serio con la ficción, con la novela.

– Usted está hablando de usted mismo como consumidor de literatura, no como productor.

– Sí, tal vez, debido al hecho de que trabajo en ficción me cuesta muchísimo leer. Llega la noche, estoy cansado, busco una novela y la leo como si estuviera revisando un texto.

– Es decir que novela no lee jamás.

– Se me ha hipertrofiado el gusto por la ficción. No sé cómo explicarle, pero mi conducta es siempre crítica. No puedo acercarme a un texto con actitud inocente. Siempre me implico.

– Una lectura así es un martirio.

– Me agota. A las tres o cuatro páginas caigo muerto de cansado. En cambio puedo leer biografías. Yo tomo una biografía y de pronto me doy cuenta que son las tres de la mañana y me cuesta parar.

– Esto le ha cerrado toda un área de placer.

– Sí, yo recuerdo con nostalgia la época en que leía novelas y me gustaba.

– ¿Lo angustia que sus libros no sean bien recibidos?

– Me angustia cuando siento que en la crítica hay mala intención.

– Siempre se habla de ser uno mismo. Esta parece ser una búsqueda constante de los seres humanos. Pienso que esta búsqueda debe ser más intensa o desesperada en el caso de un escritor. Porque cuanto más adentro de sí mismo llegue más rico será lo que haga. Usted hablaba hace un rato de “llegar al centro”.

– Sí, a aquello que no está contaminado por las influencias y las ideas fáciles.

– ¿Cómo sería el proceso por el que llega a lo más auténtico de usted mismo? Hay algo que dice Céline: “Tal vez la razón de vivir sea sufrir lo más intensamente posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”.

– Creo que sí, porque el sufrimiento nos acerca a la muerte. Para apartarnos de ese abismo buscamos lo que hace posible la vida. Nos defendemos de la muerte recurriendo a las fuentes del deseo de vivir. En cuanto a su pregunta sobre el proceso por el que se llega a uno mismo… veamos. Cuando yo empiezo a trabajar en una novela es porque he encontrado un personaje con el que siento una afinidad especial.

– Sería a través de ese personaje que usted intenta el análisis.

– Es a través de ese personaje que yo planteo cosas que no podría plantearme en mí mismo directamente. A través de él me planteo problemas míos no resueltos.

– Deme un ejemplo.

– Pensemos en un caso extremo, el del albañil de Sangre de amor correspondido. Aparentemente nadie más alejado de mi realidad. Se trata de un muchacho mucho más joven, con una salud rebosante, muy físico, sin la menor educación, muy imbuido de machismo, de otra clase social y de otra raza.

– ¿Qué raza?

– El tiene mucha sangre india. Yo soy europeo por todos lados. Parecería que no habría nada que pudiera acercarme a él. Sin embargo yo sentí esa necesidad que él tenía de transformar las cosas, de envolverlas en poesía.

– Eso lo acercó.

– Me acercó y me provocó una inmensa curiosidad. Deseos de conocerlo a fondo haciéndolo hablar.

– Lo atraía esa gran semejanza en medio de tantas diferencias. Vamos a suponer que conoce a un ser muy perverso. ¿También sentiría curiosidad?

– No, porque yo no he desarrollado mi perversidad para nada.

– Es decir que realmente no se interesa por los que son, en esencia, totalmente diferentes a usted.

– No, no me interesa porque alrededor de un ser así no puedo construir nada. ¿Sabe por qué? Porque no consigo entenderlo. Un torturador, por ejemplo, nunca podría ser un personaje mío, porque lo rechazo de tal manera que no consigo penetrar ni sus razones ni sus sinrazones.

– Yo recuerdo un diálogo de El beso de la mujer araña, una discusión entre los dos personajes (me refiero al teatro, no a la novela). Yo sentí allí, muy claramente, que usted era cada uno de ellos, y no porque fueran muy parecidos ya que eran muy diferentes.

– Yo puedo ser los dos personajes, ambos son posibilidades mías.

– ¿Cuál es, según usted la razón que mueve al revolucionario a acostarse con el homosexual en esta pieza? Es evidente para mí que la obra de teatro resulta más impactante que la novela. ¿Piensa que es el deseo?

– No, en su comienzo no. Lo que lo mueve, para mí, es la necesidad de dar algo, a cambio o en pago, de lo mucho recibido. Se siente muy pobre, no tiene otra forma de responder a toda la bondad del otro. El factor inicial es la piedad. Luego, claro, juegan otros factores. Pero es la piedad la que hace superar los prejuicios.

– Me gustaría que recordara las experiencias que marcaron en su vida un cambio, un viraje.

– Un momento muy importante lo marcó la entrada como interno a un colegio de Buenos Aires a los 12 años. Allí conocí a un chico de 13 años, del primero del Nacional, que ya leía y vivía en un mundo de fantasías literarias, así como yo vivía en un mundo de fantasías cinematográficas. El me reveló La sinfonía pastoral que fue un hito en mi vida, un antes y un después. Yo hasta ese momento había creído que tenía que esperar mucho más para empezar a leer, me parecía una cosa de grandes, casi de viejos, leer. Con este chico se me abrieron las puertas de un mundo totalmente nuevo. Justamente en un momento en que el cine me empezaba a decepcionar. Era el año 45 o 47, plena crisis de Hollywood, comienzos del neorrealismo italiano y del cine francés, más intelectual, mientras Hollywood intentaba repetir fórmulas, pero sin acertar. Lo que habían hecho en los años 30 y en los años 40 ya no tenía cabida. Todo eso me perturbaba, era un mundo que se venía abajo.

– La literatura era un buen sustituto.

– Sí… este chico, que me metió en ese mundo, se reía de las películas de Hollywood, las encontraba tontas. Y yo, en algunos casos, quería defenderlas, pero no tenía instrumentos para hacerlo. Luego, más tarde, en Roma, un amigo al que aún veo, me llamó la atención sobre la falta de realismo de las cosas que yo escribía.

– El quería que usted hiciera realismo partiendo de la realidad.

– No, él entendía que yo procuraba hacer una cosa de otro orden, algo vinculado con lo poético. Pero para eso yo debía partir de mis propias experiencias, no de experiencias prestadas.

– Y usted lo escuchó.

– Sí, lo escuché. Encontré razón en lo que decía. Y es allí que empezó, también, una nueva etapa.

– Fíjese que las etapas en su vida están más vinculadas al trabajo que al amor.

– ¿Sí? No lo había pensado.

– Usted tuvo mucho éxito ya con su primer libro: La traición de Rita Hayworth ¿No habrá allí otra etapa? Debe haber sido importante para usted el sentimiento de que podía vivir de escribir, ¿o ese sentimiento lo tuvo recién más tarde, con Boquitas pintadas?

– Boquitas pintadas fue el libro que me hizo conocido. Pero esa primera etapa no es tan satisfactoria. Hay cierta amargura. Cuando entré al mundo de la literatura yo venía del mundo del cine, tan difícil. Donde expresarse implicaba la movilización de medios fenomenales. El cine era de pesadilla en oposición a la libertad que me daba la literatura. Durante los años de escritura del primer libro yo me sentía en un terreno muy especial.

– ¿Que luego perdió?

– Sí, que luego perdí. Yo sentía que eso que yo escribía iba dirigido a un lector especial. Que mi palabra llegaría directamente, sin transferencias, a la gente. Pero luego, al intentar publicar, y al publicar, descubrí todo ese mundo de interferencias que existe en la literatura.

– No sé a qué se refiere, ¿tal vez a la crítica?

– Sí, a la crítica, a la prensa mal intencionada, al lector mal predispuesto.

– Es decir que con esa primera publicación usted se sintió como arrojado a un mundo enemigo.

– No sé si tanto, pero a la primera sensación de haber encontrado un medio noble de expresión que me permitía corregir, revisar y que, a diferencia del cine no tenía cortes ni censura, se sobrepuso la realidad. Yo no podía como lo había creído, comunicarme directamente con mi lector.

– ¿Cómo ve ahora sus primeros libros?

– Me parecen escritos por otro. Hay cosas que no entiendo de dónde pueden haberme salido.

– Para algo está el inconsciente. Tal vez sólo para sorprendernos.

–Y… ése es el punto. Cuando digo que siento haber tocado una verdad, es que logré contacto con algo mío muy profundo y en relación con un inconsciente colectivo. Ahí, si consigo deslindar mi inconsciente del plano del inconsciente colectivo, lograré una visión de la realidad que será mía, única.

– ¿Por qué piensa que es tanto mayor el número de homosexuales hombres que el de mujeres?

– Por la mayor libertad sexual que tiene el hombre. Aun las sociedades más represivas dan libertad sexual al hombre. El hombre va al prostíbulo y tiene relaciones fuera del matrimonio como algo permitido. La mujer no. Aunque yo creo que la homosexualidad no existe. Existen personas que llevan a cabo actos homosexuales. Pero como considero las actividades sexuales totalmente intrascendentes no admito que la identidad pase por la sexualidad.

– ¿Cómo habrá el hombre conseguido esa mayor disponibilidad de sexo en comparación con la mujer?

– Lo que yo supongo es que en el patriarcado se pasó a dar peso a la sexualidad.

– A la sexualidad femenina.

– Sí, a la femenina, claro. Se le dio un peso negativo para que el hombre pudiera tener a su disposición a la santa en la casa y a la puta en la calle. Si la sexualidad no hubiera tenido ese peso, la mujer también se hubiera liberado. Así fue que la sexualidad fue perdiendo el carácter inocente, inicial, con lo cual pasaron a crearse los roles del explotado y del explotador. El orificio pasa a identificarse con el terreno a ser explotado, y el falo con el instrumento de la explotación. Se crean entonces los buenos explotados y los malos explotadores. Y no hay para los seres humanos, o no había, otra posibilidad de elección.

– ¿Qué opina sobre los movimiento de liberación de la mujer, de los homosexuales?

– Admiro los movimientos de liberación que han conseguido igualdad en terrenos laborales. Pero esos mismos movimientos han ayudado a crear ese otro gueto: el gueto gay.

– Es decir que el movimiento gay habría errado el objetivo.

– El error está en no ver que la especie humana no es ni heterosexual ni homosexual. La homosexualidad no es incuestionablemente diferenciable de la heterosexualidad. Ambas actitudes no son irreconciliables como el aceite y el vinagre. Creo que son actitudes que tienen más que ver con lo cultural, por ejemplo. Tienen que ver con las presiones que las sociedades represivas vienen ejerciendo desde hace siglos. Si la elección del rol sexual no fuera coercitiva en nuestra sociedad, si la sexualidad gozase de toda la libertad que su carácter de juego presupone, no habrían existido los personajes caricaturescos que hasta hace pocos años resultaban ser el macho, la hembra y el homosexual o la homosexual, típicos de nuestra sociedad.

Después de hacer la nota, le pedí dejar el grabador en su casa hasta el día siguiente por temor a que me lo arrancaran de las manos, como suele ocurrir sobre todo de noche en las calles de Río. Al día siguiente pasé a buscarlo. Por la ventana me gritó que no subiera, que él me lo bajaba. Bajó los cuatro pisos corriendo. Su expresión era más alegre que la del día anterior. Vestía short y camisa blanca y no representaba más de 40 años. “Venga, sentémonos un poco”, dijo sentándose en el muro del jardín. “Quiero decirle algo más sobre la sexualidad. Tome nota: la sexualidad, como le dije anoche, es algo intrascendente. Algo opuesto a la afectividad que sí es trascendente. Lo que ocurre es que se confunden esos dos planos cuando no se deberían confundir. Por eso, para mí, el concepto de hombre es un concepto reaccionario”, dijo, y enseguida comenzó a prestar atención a algo que ocurría lejos de nosotros en la esquina.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Que deben ser las 11 porque allí llega el cartero. Este es uno de los mejores momentos de mi día: las cartas.

– Entonces usted dice que “el concepto de hombre es un concepto reaccionario”.

– Sí –dijo, dirigiéndose al encuentro del cartero.

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Prólogo a la Historia del siglo XX / Eric Hobsbawm

Revista Malabia número 66

Prólogo a la Historia del siglo XX / Eric Hobsbawm

El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se desplazó súbitamente, sin previo aviso y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo, escenario central de una guerra en los Balcanes que en lo que quedaba de año se cobraría quizás 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente a la opinión mundial la gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un estadista distinguido, anciano y visiblemente debilitado bajo los disparos de las armas de fuego y de la artillería fue muy comentada y despertó una gran admiración. Sin embargo, un aspecto de la visita de Mitterrand pasó prácticamente inadvertido, aunque tenía una importancia fundamental: la fecha. ¿Por qué había elegido el presidente de Francia esa fecha para ir a Sarajevo? Porque el 28 de junio era el aniversario del asesinato en Sarajevo, en 1914, del archiduque Francisco Femando de Austria-Hungría, que desencadenó, pocas semanas después, el estallido de la primera guerra mundial. Para cualquier europeo instruido de la edad de Mitterrand, era evidente la conexión entre la fecha, el lugar y el recordatorio de una catástrofe histórica precipitada por una equivocación política y un error de cálculo. La elección de una fecha simbólica era tal vez la mejor forma de resaltar las posibles consecuencias de la crisis de Bosnia. Sin embargo, sólo algunos historiadores profesionales y algunos ciudadanos de edad muy avanzada comprendieron la alusión. La memoria histórica ya no estaba viva.

La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo xx. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca, en estos afios finales del segundo milenio. Pero por esa misma razón deben ser algo más que simples cronistas, recordadores y compiladores, aunque esta sea también una función necesaria de los historiadores. En 1989, todos los gobiernos, y especialmente todo el personal de los ministerios de Asuntos Exteriores, habrían podido asistir con provecho a un seminario sobre los acuerdos de paz posteriores a las dos guerras mundiales, que al parecer la mayor parte de ellos habían olvidado. Sin embargo, no es el objeto de este libro narrar los acontecimientos del período que constituye su tema de estudio —el siglo xx corto, desde 1914 a 1991—, aunque nadie a quien un estudiante norteamericano inteligente le haya preguntado si la expresión «segunda guerra mundial» significa que hubo una «primera guerra mundial» ignora que no puede darse por sentado el conocimiento aun de los más básicos hechos de la centuria. Mi propósito es comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa forma y qué nexo existe entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha vivido durante todo o la mayor parte del siglo xx, esta tarea tiene también, inevitablemente, una dimensión autobiográfica, ya que hablamos y nos explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). Hablamos como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han participado en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores que han intervenido en sus dramas —por insignificante que haya sido nuestro papel—, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas opiniones acerca del siglo han sido formadas por los que consideramos acontecimientos cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de nosotros. No deberían olvidar este hecho aquellos lectores que pertenecen a otra época, por ejemplo el alumno que ingresa en la universidad en el momento en que se escriben estas páginas, para quien incluso la guerra del Vietnam forma parte de la prehistoria.

Para los historiadores de mi edad y formación, el pasado es indestructible, no sólo porque pertenecemos a la generación en que las calles y los lugares públicos tomaban el nombre de personas y acontecimientos de carácter público (la estación Wilson en Praga antes de la guerra, la estación de metro de Stalingrado en París), en que aún se firmaban tratados de paz y, por tanto, debían ser identificados (el tratado de Versalles) y en que los monumentos a los caídos recordaban acontecimientos del pasado, sino también porque los acontecimientos públicos forman parte del entramado de nuestras vidas. No sólo sirven como punto de referencia de nuestra vida privada, sino que han dado forma a nuestra experiencia vital, tanto privada como pública. Para el autor del presente libro, el 30 de enero de 1933 no es una fecha arbitraria en la que Hitler accedió al cargo de canciller de Alemania, sino una tarde de invierno en Berlín en que un joven de quince años, acompañado de su hermana pequeña, recom’a el camino que le conducía desde su escuela, en Wilmersdorf, hacia su casa, en Halensee, y que en un punto cualquiera del trayecto leyó el titular de la noticia. Todavía lo veo como en un sueño. Pero no sólo en el caso de un historiador anciano el pasado es parte de su presente permanente. En efecto, en una gran parte del planeta, todos los que superan una cierta edad, sean cuales fueren sus circunstancias personales y su trayectoria vital, han pasado por las mismas experiencias cruciales que, hasta cierto punto, nos han marcado a todos de la misma forma. El mundo que se desintegró a finales de los años ochenta era aquel que había cobrado forma bajo el impacto de la revolución rusa de 1917. Ese mundo nos ha marcado a todos, por ejemplo, en la medida en que nos acostumbramos a concebir la economía industrial moderna en función de opuestos binarios, «capitalismo» y «socialismo», como alternativas mutuamente excluyentes.

El segundo de esos términos identificaba las economías organizadas según el modelo de la URSS y el primero designaba a todas las demás. Debería quedar claro ahora que se trataba de un subterfugio arbitrario y hasta cierto punto artificial, que sólo puede entenderse en un contexto histórico determinado. Y, sin embargo, aun ahora es difícil pensar, ni siquiera de forma retrospectiva, en otros principios de clasificación más realistas que aquellos que situaban en un mismo bloque a los Estados Unidos, Japón, Suecia, Brasil, la República Federal de Alemania y Corea del Sur, así como a las economías y sistemas estatales de la región soviética que se derrumbó al acabar los años ochenta en el mismo conjunto que las del este y sureste asiático, que no compartieron ese destino.

Una vez más hay que decir que incluso el mundo que ha sobrevivido una vez concluida la revolución de octubre es un mundo cuyas instituciones y principios básicos cobraron forma por obra de quienes se alinearon en el bando de los vencedores en la segunda guerra mundial. Los elementos del bando perdedor o vinculados a ellos no sólo fueron silenciados, sino prácticamente borrados de la historia y de la vida intelectual, salvo en su papel de «enemigo» en el drama moral universal que enfrenta al bien con el mal. (Posiblemente, lo mismo les está ocurriendo a los perdedores de la guerra fría de la segunda mitad del siglo, aunque no en el mismo grado ni durante tanto tiempo.)

Esta es una de las consecuencias negativas de vivir en un siglo de guerras de religión, cuyo rasgo principal es la intolerancia. Incluso quienes anunciaban el pluralismo inherente a su ausencia de ideología consideraban que el mundo no era lo suficientemente grande para permitir la coexistencia permanente con las religiones seculares rivales. Los enfrentamientos religiosos o ideológicos, como los que se han sucedido ininterrumpidamente durante el presente siglo, erigen barreras en el camino del historiador, cuya labor fundamental no es juzgar sino comprender incluso lo que resulta más difícil de aprehender. Pero lo que dificulta la comprensión no son sólo nuestras apasionadas convicciones, sino la experiencia histórica que les ha dado forma. Aquéllas son más fáciles de superar, pues no existe un átomo de verdad en la típica, pero errónea, expresión francesa tout comprendre c ‘est tout pardonner (comprenderlo todo es perdonarlo todo). Comprender la época nazi en la historia de Alemania y encajarla en su contexto histórico no significa perdonar el genocidio. En cualquier caso, no parece probable que quien haya vivido durante este siglo extraordinario pueda abstenerse de expresar un juicio. La dificultad estriba en comprender.


II

¿Cómo hay que explicar el siglo xx corto, es decir, los años transcurridos desde el estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS, que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un período histórico coherente que acaba de concluir? Ignoramos qué ocurrirá a continuación y cómo será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será el siglo XX el que le habrá dado forma. Sin embargo, es indudable que en los años finales de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990 terminó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva. Esa es la información esencial para los historiadores del siglo, pues aun cuando pueden especular sobre el futuro a tenor de su comprensión del pasado, su tarea no es la misma que la del que pronostica el resultado de las carreras de caballos. Las únicas carreras que debe describir y analizar son aquellas cuyo resultado —de victoria o de derrota— es conocido. De cualquier manera, el éxito de los pronosticadores de los últimos treinta o cuarenta años, con independencia de sus aptitudes profesionales como profetas, ha sido tan espectacularmente bajo que sólo los gobiernos y los institutos de investigación económica siguen confiando en ellos,  aparentan hacerlo. Es probable incluso que su índice de fracasos haya aumentado desde la segunda guerra mundial.

En este libro, el siglo xx aparece estructurado como un tríptico. A una época de catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial, siguió un período de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profuridamente que cualquier otro período de duración similar. Retrospectivamente puede ser considerado como una especie de edad de oro, y de hecho así fue calificado apenas concluido, a comienzos de los años setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de catástrofes. Cuando el decenio de 1980 dio paso al de 1990, quienes reflexionaban sobre el pasado y el futuro del siglo lo hacían desde una perspectiva cada vez más sombría.  Desde la posición ventajosa de los años noventa, puede concluirse que el siglo xx conoció una fugaz edad de oro, en el camino de una a otra crisis, hacia un futuro desconocido y problemático, pero no inevitablemente apocalíptico. No obstante, como tal vez deseen recordar los historiadores a quienes se embarcan en especulaciones metafísicas sobre el «fin de la historia», existe el futuro. La única generalización absolutamente segura sobre la historia es que perdurará en tanto en cuanto exista la raza humana.

El contenido de este libro se ha estructurado de acuerdo con los conceptos que se acaban de exponer. Comienza con la primera guerra mundial, que marcó el derrumbe de la civilización (occidental) del siglo XIX. Esa civilización era capitalista desde el punto de vista económico, liberal en su estructura jurídica y constitucional, burguesa por la imagen de su clase hegemónica característica y brillante por los adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el conocimiento y la educación, así como del progreso material y moral. Además, estaba profundamente convencida de la posición central de Europa, cuna de las revoluciones científica, artística, política e industrial, cuya economía había extendido su influencia sobre una gran parte del mundo, que sus ejércitos habían conquistado y subyugado, cuya población había crecido hasta constituir una tercera parte de la raza humana (incluida la poderosa y creciente corriente de emigrantes europeos y sus descendientes), y cuyos principales estados constituían el sistema de la política mundial.

Los decenios transcurridos desde el comienzo de la primera guerra mundial hasta la conclusión de la segunda fueron una época de catástrofes para esta sociedad, que durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesivos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por su supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales, a las que siguieron dos oleadas de rebelión y revolución generalizadas, que situaron en el poder a un sistema que reclamaba ser la alternativa, predestinada históricamente, a la sociedad burguesa y capitalista, primero en una sexta parte de la superficie del mundo y, tras la segunda guerra mundial, abarcaba a más de una tercera parte de la población.

La historia del imperialismo moderno, tan firme y tan seguro de sí mismo a la muerte de la reina Victoria de Gran Bretaña, no había durado más que el lapso de una vida humana (por ejemplo, la de Winston Churchill, 1874-1965). Pero no fueron esos los únicos males. En efecto, se desencadenó una crisis económica mundial de una profundidad sin precedentes que sacudió incluso los cimientos de las más sólidas economías capitalistas y que pareció que podría poner fin a la economía mundial global, cuya creación había sido un logro del capitalismo liberal del siglo XIX. Incluso los Estados Unidos, que no habían sido afectados por la guerra y la revolución, parecían al borde del colapso. Mientras la economía se tambaleaba, las instituciones de la democracia liberal desaparecieron prácticamente entre 1917 y 1942, excepto en una pequeña franja de Europa y en algunas partes de América del Norte y de Australasia, omo consecuencia del avance del fascismo y de sus movimientos y regímenes autoritarios satélites. Sólo la alianza —insólita y temporal— del capitalismo liberal y el comunismo para hacer frente a ese desafío permitió salvar la democracia, pues la victoria sobre la Alemania de Hitler fue esencialmente obra (no podría haber sido de otro modo) del ejército rojo. Desde una multiplicidad de puntos de vista, este período de alianza entre el capitalismo y el comunismo contra el fascismo —fundamentalmente las décadas de 1930 y 1940— es el momento decisivo en la historia del siglo XX. En muchos sentidos es un proceso paradójico, pues durante la mayor parte del siglo —excepto en el breve período de antifascismo— las relaciones entre el capitalismo y el comunismo se caracterizaron por un antagonismo irreconciliable. La victoria de la Unión Soviética sobre Hitler fue el gran logro del régimen instalado en aquel país por la revolución de octubre, como se desprende de la comparación entre los resultados de la economía de la Rusia zarista en la primera guerra mundial y de la economía soviética en la segunda (Gatrell y Harrison, 1993). Probablemente, de no haberse producido esa victoria, el mundo occidental (excluidos los Estados Unidos) no consistiría en distintas modalidades de régimen parlamentario liberal sino en diversas variantes de régimen autoritario y fascista. Una de las ironías que nos depara este extraño siglo es que el resultado más perdurable de la revolución de octubre, cuyo objetivo era acabar con el capitalismo a escala planetaria, fuera el de haber salvado a su enemigo acérrimo, tanto en la guerra como en la paz, al proporcionarle el incentivo —el temor— para reformarse desde dentro al terminar la segunda guerra mundial y al dar difusión al concepto de planificación económica, suministrando al mismo tiempo algunos de los procedimientos necesarios para su reforma. Ahora bien, una vez que el capitalismo liberal había conseguido sobrevivir —a duras penas— al triple reto de la Depresión, el fascismo y la guerra, parecía tener que hacer frente todavía al avance global de la revolución, cuyas fuerzas podían agruparse en torno a la URSS, que había emergido de la segunda guerra mundial como una superpotencia.

Sin embargo, como se puede apreciar ahora de forma retrospectiva, la fuerza del desafío planetario que el socialismo planteaba al capitalismo radicaba en la debilidad de su oponente. Sin el hundimiento de la sociedad burguesa decimonónica durante la era de las catástrofes no habría habido revolución de octubre ni habría existido la URSS. El sistema económico improvisado en el núcleo euroasiático rural arruinado del antiguo imperio zarista, al que se dio el nombre de socialismo, no se habría considerado —nadie lo habría hecho— como una alternativa viable a la economía capitalista, a escala mundial. Fue la Gran Depresión de la década de 1930 la que hizo parecer que podía ser así, de la misma manera que el fascismo convirtió a la URSS en instrumento indispensable de la derrota de Hitler y, por tanto, en una de las dos superpotencias cuyos enfrentamientos dominaron y llenaron de terror la segunda mitad del siglo XX, pero que al mismo tiempo —como también ahora es posible colegir— estabilizó en muchos aspectos su estructura política. De no haber ocurrido todo ello, la URSS no se habría visto durante quince años, a mediados de siglo, al frente de un «bando socialista» que abarcaba a la tercera parte de la raza humana, y de una economía que durante un fugaz momento pareció capaz de superar el crecimiento económico capitalista.

El principal interrogante al que deben dar respuesta los historiadores del siglo XX es cómo y por qué tras la segunda guerra mundial el capitalismo inició —para sorpresa de todos— la edad de oro, sin precedentes y tal vez anómala, de 1947-1973. No existe todavía una respuesta que tenga un consenso general y tampoco yo puedo aportarla. Probablemente, para hacer un análisis más convincente habrá que esperar hasta que pueda apreciarse en su justa perspectiva toda la «onda larga» de la segunda mitad del siglo xx. Aunque pueda verse ya la edad de oro como un período definido, los decenios de crisis que ha conocido el mundo desde entonces no han concluido todavía cuando se escriben estas líneas. Ahora bien, lo que ya se puede evaluar con toda certeza es la escala y el impacto extraordinarios de la transformación económica, social y cultural que se produjo en esos años: la mayor, la más rápida y la más decisiva desde que existe el registro histórico. En la segunda parte de este libro se analizan algunos aspectos de ese fenómeno. Probablemente, quienes durante el tercer milenio escriban la historia del siglo xx considerarán que ese período fue el de mayor trascendencia histórica de la centuria, porque en él se registraron una serie de cambios profundos e irreversibles para la vida humana en todo el planeta. Además, esas transformaciones aún no han concluido. Los periodistas y filósofos que vieron «el fin de la historia » en la caída del imperio soviético erraron en su apreciación. Más justificada estaría la afirmación de que el tercer cuarto de siglo señaló el fin de siete u ocho milenios de historia humana que habían comenzado con la aparición de la agricultura durante el Paleolítico, aunque sólo fuera porque terminó la larga era en que la inmensa mayoría de la raza humana se sustentaba practicando la agricultura y la ganadería.

En cambio, al enfrentamiento entre el «capitalismo» y el «socialismo», con o sin la intervención de estados y gobiernos como los Estados Unidos y la URSS en representación del uno o del otro, se le atribuirá probablemente un interés histórico más limitado, comparable, en definitiva, al de las guerras de religión de los siglos xvi y xvii o a las cruzadas. Sin duda, para quienes han vivido durante una parte del siglo xx, se trata de acontecimientos de gran importancia, y así son tratados en este libro, que ha sido escrito por un autor del siglo XX y para lectores del siglo xx. Las revoluciones sociales, la guerra fría, la naturaleza, los límites y los defectos fatales del «socialismo realmente existente», así como su derrumbe, son analizados de forma pormenorizada. Sin embargo, es importante recordar que la repercusión más importante y duradera de los regímenes inspirados por la revolución de octubre fue la de haber acelerado poderosamente la modernización de países agrarios atrasados. Sus logros principales en este contexto coincidieron con la edad de oro del capitalismo. No es este el lugar adecuado para examinar hasta qué punto las estrategias opuestas para enterrar el mundo de nuestros antepasados fueron efectivas o se aplicaron conscientemente. Como veremos, hasta el inicio de los años sesenta parecían dos fuerzas igualadas, afirmación que puede parecer ridicula a la luz del hundimiento del socialismo soviético, aunque un primer ministro británico que conversaba con un presidente norteamericano veía todavía a la URSS como un estado cuya «boyante economía … pronto superará a la sociedad capitalista en la carrera por la riqueza material» (Horne, 1989, p. 303). Sin embargo, el aspecto que cabe destacar es que, en la década de 1980, la Bulgaria socialista y el Ecuador no socialista tenían más puntos en común que en 1939. Aunque el hundimiento del socialismo soviético —y sus consecuencias, trascendentales y aún incalculables, pero básicamente negativas— fue el acontecimiento más destacado en los decenios de crisis que siguieron a la edad de oro, serían estos unos decenios de crisis universal o mundial. La crisis afectó a las diferentes partes del mundo en formas y grados distintos, pero afectó a todas ellas, con independencia de sus configuraciones políticas, sociales y económicas, porque la edad de oro había creado, por primera vez en la historia, una economía mundial universal cada vez más integrada cuyo funcionamiento trascendía las fronteras estatales y, por tanto, cada vez más también, las fronteras de las ideologías estatales. Por consiguiente, resultaron debilitadas las ideas aceptadas de las instituciones de todos los regímenes y sistemas. Inicialmente, los problemas de los años setenta se vieron sólo como una pausa temporal en el gran salto adelante de la economía mundial y los países de todos los sistemas económicos y políticos trataron de aplicar soluciones temporales. Pero gradualmente se hizo patente que había comenzado un período de dificultades duraderas y los países capitalistas buscaron soluciones radicales, en muchos casos ateniéndose a los principios enunciados por los teólogos seculares del mercado libre sin restricción alguna, que rechazaban las políticas que habían dado tan buenos resultados a la economía mundial durante la edad de oro pero que ahora parecían no servir. Pero los defensores a ultranza del laissezfaire no tuvieron más éxito que los demás. En el decenio de 1980 y los primeros años del de 1990, el mundo capitalista comenzó de nuevo a tambalearse abrumado por los mismos problemas del período de entreguerras que la edad de oro parecía haber superado: el desempleo masivo, graves depresiones cíclicas y el enfrentamiento cada vez más encarnizado entre los mendigos sin hogar y las clases acomodadas, entre los ingresos limitados del estado y un gasto público sin límite. Los países socialistas, con unas economías débiles y vulnerables, se vieron abocados a una ruptura tan radical, o más, con el pasado y, ahora lo sabemos, al hundimiento. Ese hundimiento puede marcar el fin del siglo xx corto, de igual forma que la primera guerra mundial señala su comienzo. En este punto se interrumpe mi crónica histórica. Concluye —como corresponde a cualquier libro escrito al comenzar la década de 1990— con una mirada hacia la oscuridad. El derrumbamiento de una parte del mundo reveló el malestar existente en el resto. Cuando los años ochenta dejaron paso a los noventa se hizo patente que la crisis mundial no era sólo general en la esfera económica, sino también en el ámbito de la política.

El colapso de los regímenes comunistas entre Istria y Vladivostok no sólo dejó tras de sí una ingente zona dominada por la incertidumbre política, la inestabilidad, el caos y la guerra civil, sino que destruyó el sistema internacional que había estabilizado las relaciones internacionales durante cuarenta años y reveló, al mismo tiempo, la precariedad de los sistemas políticos nacionales que se sustentaban en esa estabilidad. Las tensiones generadas por los problemas económicos socavaron los sistemas políticos de la democracia liberal, parlamentarios o presidencialistas, que tan bien habían funcionado en los países capitalistas desarrollados desde la segunda guerra mundial. Pero socavaron también los sistemas políticos existentes en el tercer mundo. Las mismas unidades políticas fundamentales, los «estados-nación» territoriales, soberanos e independientes, incluso los más antiguos y estables, resultaron desgarrados por las fuerzas de la economía supranacional o transnacional y por las fuerzas infranacionales de las regiones y grupos étnicos secesionistas. Algunos de ellos —tal es la ironía de la historia— reclamaron la condición —ya obsoleta e irreal— de «estados-nación» soberanos en miniatura.

El futuro de la política era oscuro, pero su crisis al finalizar el siglo xx era patente. Más evidente aún que las incertidumbres de la economía y la política mundial era la crisis social y moral, que reflejaba las convulsiones del período posterior a 1950, que encontraron también amplia y confusa expresión en esos decenios de crisis. Era la crisis de las creencias y principios en los que se había basado la sociedad desde que a comienzos del siglo xviii las mentes modernas vencieran la célebre batalla que libraron con los antiguos, una crisis de los principios racionalistas y humanistas que compartían el capitalismo liberal y el comunismo y que habían hecho posible su breve pero decisiva alianza contra el fascismo que los rechazaba. Un observador alemán de talante conservador, Michael Stürmer, señaló acertadamente en 1993 que lo que estaba en juego eran las creencias comunes del Este y el Oeste.

Existe un extraño paralelismo entre el Este y el Oeste. En el Este, la doctrina del estado insistía en que la humanidad era dueña de su destino. Sin embargo, incluso nosotros creíamos en una versión menos oficial y menos extrema de esa misma máxima: la humanidad progresaba por la senda que la llevaría a ser dueña de sus destinos. La aspiración a la omnipotencia ha desaparecido por completo en el Este, pero sólo relativamente entre nosotros. Sin embargo, unos y otros hemos naufragado paradójicamente, una época que sólo podía vanagloriarse de haber beneficiado a la humanidad por el enorme progreso material conseguido gracias a la ciencia y a la tecnología, contempló en sus momentos postreros cómo esos elementos eran rechazados en Occidente por una parte importante de la opinión pública y por algunos que se decían pensadores. Sin embargo, la crisis moral no era sólo una crisis de los principios de la civilización moderna, sino también de las estructuras históricas de las relaciones humanas que la sociedad moderna había heredado del pasado preindustrial y precapitalista y que, ahora podemos concluirlo, habían permitido su funcionamiento. No era una crisis de una forma concreta de organizar las sociedades, sino de todas las formas posibles. Los extraños llamamientos en pro de una «sociedad civil» y de la «comunidad», sin otros rasgos de identidad, procedían de unas generaciones perdidas y a la deriva. Se dejaron oír en un momento en que esas palabras, que habían perdido su significado tradicional, eran sólo palabras hueras. Sólo quedaba un camino para definir la identidad de grupo; definir a quienes no formaban parte del mismo. Para el poeta T. S. Eliot, «esta es la forma en que termina el mundo; no con una explosión, sino con un gemido». Al terminar el siglo xx corto se escucharon ambas cosas.


III

¿Qué paralelismo puede establecerse entre el mundo de 1914 y el de los años noventa? Éste cuenta con cinco o seis mil millones de seres humanos, aproximadamente tres veces más que al comenzar la primera guerra mundial, a pesar de que en el curso del siglo xx se ha dado muerte o se ha dejado morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro período de la historia. Una estimación reciente cifra el número de muertes registrado durante la centuria en 187 millones de personas (Brzezinski, 1993), lo que equivale a más del 10 por 100 de la población total del mundo en 1900. La mayor parte de los habitantes que pueblan el mundo en el decenio de 1990 son más altos y de mayor peso que sus padres, están mejor alimentados y viven muchos más años, aunque las catástrofes de los años ochenta y noventa en África, América Latina y la ex Unión Soviética hacen que esto sea difícil de creer. El mundo es incomparablemente más rico de lo que lo ha sido nunca por lo que respecta a su capacidad de producir bienes y servicios y por la infinita variedad de los mismos. De no haber sido así habría resultado imposible mantener una población mundial varias veces más numerosa que en cualquier otro período de la historia del mundo. Hasta el decenio de 1980, la mayor parte de la gente vivía mejor que sus padres y, en las economías avanzadas, mejor de lo que nunca podrían haber imaginado. Durante algunas décadas, a mediados del siglo, pareció incluso que se había encontrado la manera de distribuir entre los trabajadores de los países más ricos al menos una parte de tan enorme riqueza, con un cierto sentido de justicia, pero al terminar el siglo predomina de nuevo la desigualdad. Ésta se ha enseñoreado también de los antiguos países «socialistas», donde previamente reinaba una cierta igualdad en la pobreza. La humanidad es mucho más instruida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la historia puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas oficiales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años finales del siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de ese logro, pues es enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el mínimo de competencia necesario para ser calificado oficialmente como alfabetizado (frecuentemente se traduce en un «analfabetismo funcional») y el dominio de la lectura y la escritura que aún se espera en niveles más elevados de instrucción.

El mundo está dominado por una tecnología revolucionaria que avanza sin cesar, basada en los progresos de la ciencia natural que, aunque ya se preveían en 1914, empezaron a alcanzarse mucho más tarde. La consecuencia de mayor alcance de esos progresos ha sido, tal vez, la revolución de los sistemas de transporte y comunicaciones, que prácticamente han eliminado el tiempo y la distancia. El mundo se ha transformado de tal forma que cada día, cada hora y en todos los hogares la población común dispone de más información y oportunidades de esparcimiento de la que disponían los emperadores en 1914. Esa tecnología hace posible que personas separadas por océanos y continentes puedan conversar con sólo pulsar unos botones y ha eliminado las ventajas culturales de la ciudad sobre el campo. ¿Cómo explicar, pues, que el siglo no concluya en un clima de triunfo, por ese progreso extraordinario e inigualable, sino de desasosiego? ¿Por qué, como se constata en la introducción de este capítulo, las reflexiones de tantas mentes brillantes acerca del siglo están teñidas de insatisfacción y de desconfianza hacia el futuro? No es sólo porque ha sido el siglo más mortífero de la historia a causa de la envergadura, la frecuencia y duración de los conflictos bélicos que lo han asolado sin interrupción (excepto durante un breve período en los años veinte), sino también por las catástrofes humanas, sin parangón posible, que ha causado, desde las mayores hambrunas de la historia hasta el genocidio sistemático. A diferencia del «siglo XIX largo», que pareció —y que fue— un período de progreso material, intelectual y moral casi ininterrumpido, es decir, de mejora de las condiciones de la vida civilizada, desde 1914 se ha registrado un marcado retroceso desde los niveles que se consideraban normales en los países desarrollados y en las capas medias de la población y que se creía que se estaban difundiendo hacia las regiones más atrasadas y los segmentos menos ilustrados de la población.

Como este siglo nos ha enseñado que los seres humanos pueden aprender a vivir bajo las condiciones más brutales y teóricamente intolerables, no es fácil calibrar el alcance del retomo (que lamentablemente se está produciendo a ritmo acelerado) hacia lo que nuestros antepasados del siglo XIX habrían calificado como niveles de barbarie. Hemos olvidado que el viejo revolucionario Federico Engels se sintió horrorizado ante la explosión de una bomba colocada por los republicanos irlandeses en Westminster Hall, porque como ex soldado sostenía que ello suponía luchar no sólo contra los combatientes sino también contra la población civil. Hemos olvidado que los pogroms de la Rusia zarista, que horrorizaron a la opinión mundial y llevaron al otro lado del Atlántico a millones de judíos rusos entre 1881 y 1914, fueron episodios casi insignificantes si se comparan con las matanzas actuales: los muertos se contaban por decenas y no por centenares ni por millones. Hemos olvidado que una convención internacional estipuló en una ocasión que las hostilidades en la guerra «no podían comenzar sin una advertencia previa y explícita en forma de una declaración razonada de guerra o de un ultimátum con una declaración condicional de guerra», pues, en efecto, ¿cuál fue la última guerra que comenzó con una tal declaración explícita o implícita? ¿Cuál fue la última guerra que concluyó con un tratado formal de paz negociado entre los estados beligerantes? En el siglo xx, las guerras se han librado, cada vez más, contra la economía y la infraestructura de los estados y contra la población civil. Desde la primera guerra mundial ha habido muchas más bajas civiles que militares en todos los países beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos. Cuántos de nosotros recuerdan que en 1914 todo el mundo aceptaba que la guerra civilizada, según afirman los manuales, debe limitarse, en la medida de lo posible, a la desmembración de las fuerzas armadas del enemigo; de otra forma, la guerra continuaría hasta que uno de los bandos fuera exterminado. «Con buen sentido … esta práctica se ha convertido en costumbre en las naciones de Europa.» {Encyclopedia Britannica, XI ed., 1911. voz «guerra»).

No pasamos por alto el hecho de que la tortura o incluso el asesinato han llegado a ser un elemento normal en el sistema de seguridad de los estados modernos, pero probablemente no apreciamos hasta qué punto eso constituye una flagrante interrupción del largo período de evolución jurídica positiva, desde la primera abolición oficial de la tortura en un país occidental, en la década de 1780, hasta 1914. Y sin embargo, a la hora de hacer un balance histórico, no puede compararse el mundo de finales del siglo xx con el que existía a comienzos del período. Es un mundo cualitativamente di.stinto, al menos en tres aspectos. En primer lugar, no es ya eurocéntrico. A lo largo del siglo se ha producido la decadencia y la caída de Europa, que al comenzar el siglo era todavía el centro incuestionado del poder, la riqueza, la inteligencia y la «civilización occidental». Los europeos y sus descendientes han pasado de aproximadamente 1/3 a 1/6, como máximo, de la humanidad. Son, por tanto, una minoría en disminución que vive en unos países con un ínfimo, o nulo, índice de reproducción vegetativa y la mayor parte de los cuales —con algunas notables excepciones como la de los Estados Unidos (hasta el decenio de 1990)— se protegen de la presión de la inmigración procedente de las zonas más pobres. Las industrias que Europa inició emigran a otros continentes y los países que en otro tiempo buscaban en Europa, al otro lado de los océanos, el punto de referencia, dirigen ahora su mirada hacia otras partes. Australia, Nueva Zelanda e incluso los Estados Unidos (país bioceánico) ven el futuro en el Pacífico, si bien no es fácil decir qué significa eso exactamente. Las «grandes potencias» de 1914, todas ellas europeas, han desaparecido, como la URSS, heredera de la Rusia zarista, o han quedado reducidas a una magnitud regional o provincial, tal vez con la excepción de Alemania. El mismo intento de crear una «Comunidad Europea» supranacional y de inventar un sentimiento de identidad europeo correspondiente a ese concepto, en sustitución de las viejas lealtades a las naciones y estados históricos, demuestra la profundidad del declive.

¿Es acaso un cambio de auténtica importancia, excepto para los historiadores políticos? Tal vez no, pues sólo refleja alteraciones de escasa envergadura en la configuración económica, intelectual y cultural del mundo. Ya en 1914 los Estados Unidos eran la principal economía industrial y el principal pionero, modelo y fuerza impulsora de la producción y la cultura de masas que conquistaría el mundo durante el siglo xx. Los Estados Unidos, pese a sus numerosas peculiaridades, son la prolongación, en ultramar, de Europa y se alinean junto al viejo continente para constituir la «civilización occidental». Sean cuales fueren sus perspectivas de futuro, lo que ven los Estados Unidos al dirigir la vista atrás en la década de 1990 es «el siglo americano», una época que ha contemplado su eclosión y su victoria. El conjunto de los países que protagonizaron la industrialización del siglo XIX sigue suponiendo, colectivamente, la mayor concentración de riqueza y de poder económico y científico-tecnológico del mundo, y en el que la población disfruta del más elevado nivel de vida. En los años finales del siglo eso compensa con creces la desindustrialización y el desplazamiento de la producción hacia otros continentes. Desde ese punto de vista, la impresión de un mundo eurocéntrico u «occidental» en plena decadencia es superficial.

La segunda transformación es más significativa. Entre 1914 y el comienzo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en 1914. De hecho, en muchos aspectos, particularmente en las cuestiones económicas, el mundo es ahora la principal unidad operativa y las antiguas unidades, como las «economías nacionales», definidas por la política de los estados territoriales, han quedado reducidas a la condición de complicaciones de las actividades transnacionales. Tal vez, los observadores de mediados del siglo XXI considerarán que el estadio alcanzado en 1990 en la construcción de la «aldea global» —la expresión fue acuñada en los años sesenta (Macluhan, 1962)— no es muy avanzado, pero lo cierto es que no sólo se han transformado ya algunas actividades económicas y técnicas, y el funcionamiento de la ciencia, sino también importantes aspectos de la vida privada, principalmente gracias a la inimaginable aceleración de las comunicaciones y el transporte. Posiblemente, la característica más destacada de este período final del siglo xx es la incapacidad de las instituciones públicas y del comportamiento colectivo de los seres humanos de estar a la altura de ese acelerado proceso de mundialización. Curiosamente, el comportamiento individual del ser humano ha tenido menos dificultades para adaptarse al mundo de la televisión por satélite, el correo electrónico, las vacaciones en las Seychelles y los trayectos transoceánicos.

La tercera transformación, que es también la más perturbadora en algunos aspectos, es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente. Esto es sobre todo evidente en los países más desarrollados del capitalismo occidental, en los que han alcanzado una posición preponderante los valores de un individualismo asocial absoluto, tanto en la ideología oficial como privada, aunque quienes los sustentan deploran con frecuencia sus consecuencias sociales. De cualquier forma, esas tendencias existen en todas partes, reforzadas por la erosión de las sociedades y las religiones tradicionales y por la destrucción, o autodestrucción, de las sociedades del «socialismo real».

Una sociedad de esas características, constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí y que persiguen tan sólo su propia gratificación (ya se le denomine beneficio, placer o de otra forma), estuvo siempre implícita en la teoría de la economía capitalista. Desde la era de las revoluciones, observadores de muy diverso ropaje ideológico anunciaron la desintegración de los vínculos sociales vigentes y siguieron con atención el desarrollo de ese proceso. Es bien conocido el reconocimiento que se hace en el Manifiesto Comunista del papel revolucionario del capitalismo («la burguesía  ha destruido de manera implacable los numerosos lazos feudales que ligaban al hombre con sus «superiores naturales» y ya no queda otro nexo de unión entre los hombres que el mero interés personal»). Sin embargo, la nueva y revolucionaria sociedad capitalista no ha funcionado plenamente según esos parámetros. En la práctica, la nueva sociedad no ha destruido completamente toda la herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva. No puede verse un «enigma sociológico» en el hecho de que la sociedad burguesa aspirara a introducir «un individualismo radical en la economía y … a poner fin para con.seguirlo a todas las relaciones sociales tradicionales» (cuando fuera necesario), y que al mismo tiempo temiera «el individualismo experimental radical» en la cultura (o en el ámbito del comportamiento y la moralidad) (Daniel Bell, 1976, p. 18). La forma más eficaz de construir una economía industrial basada en la empresa privada era utilizar conceptos que nada tenían que ver con la lógica del libre mercado, por ejemplo, la ética protestante, la renuncia a la gratificación inmediata, la ética del trabajo arduo y las obligaciones para con la familia y la confianza en la misma, pero desde luego no el de la rebelión del individuo.

Pero Marx y todos aquellos que profetizaron la desintegración de los viejos valores y relaciones sociales estaban en lo cierto. El capitalismo era una fuerza revolucionaria permanente y continua. Lógicamente, acabaría por desintegrar incluso aquellos aspectos del pasado precapitalista que le había resultado conveniente —e incluso esencial— conservar para su desarrollo. Terminaría por derribar al menos uno de los fundamentos en los que se sustentaba. Y esto es lo que está ocurriendo desde mediados del siglo. Bajo los efectos de la extraordinaria explosión económica registrada durante la edad de oro y en los años posteriores, con los consiguientes cambios sociales y culturales, la revolución más profunda ocurrida en la sociedad desde la Edad de Piedra, esos cimientos han comenzado a resquebrajarse. En las postrimerías de esta centuria ha sido posible, por primera vez, vislumbrar cómo puede ser un mundo en el que el pasado ha perdido su función, incluido el pasado en el presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los seres humanos, individual y colectivamente, por el trayecto de la vida ya no reproducen el paisaje en el que nos desplazamos y el océano por el que navegamos.

Un mundo en el que no sólo no sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco adonde deberíamos dirigimos. Esta es la situación a la que debe adaptarse una parte de la humanidad en este fin de siglo y en el nuevo milenio. Sin embargo, es posible que para entonces se aprecie con mayor claridad hacia dónde se dirige la humanidad. Podemos volver la mirada atrás para contemplar el camino que nos ha conducido hasta aquí, y eso es lo que yo he intentado hacer en este libro. Ignoramos cuáles serán los elementos que darán forma al futuro, aunque no he resistido la tentación de reflexionar sobre alguno de los problemas que deja pendientes el período que acaba de concluir. Confiemos en que el futuro nos depare un mundo mejor, más justo y más viable. El viejo siglo no ha terminado bien.