Categorías
Número 75

La aventura poética de Roberto Juarroz / Jorge Rodríguez Padrón

La aventura poética de Roberto Juarroz / Jorge Rodríguez Padrón

El título común que acoge toda la obra poética del argentino Roberto Juarroz, Poesía vertical, determina la precisa e inalterada dirección de esta escritura: un ejercicio unitario y progresivo, un discurso intelectual implicado en la exigencia moral y conceptual desplegada en su obra y, simultáneamente, en la insólita aventura de su enfrentamiento, siempre sereno, siempre riguroso, con la palabra y con el poema: este último no será nunca subsidiario de aquella exigencia; con ella forma una sola fuerza naciente, capaz de iluminar las zonas más oscuras de la experiencia existencial, y hasta de traspasar los límites con los cuales el lenguaje se resiste a una experiencia intelectual como la desarrollada por este poeta, nunca sometida a la mera especulación lógica. «Una poesía que procede por inversión de signos«, ha dicho Julio Cortázar. En efecto,los poemas de Roberto Juarroz se despliegan siempre según un orden contrario al esperado y, precisamente por ello, nos proponen vislumbres cada vez más insólitas. El escritor se expresa con meridiana claridad, pero no por ello se sustrae a las más arduas incertidumbres. La verticalidad que su palabra busca es -ya lo advertimos- una dirección; pero también un sentido: se origina en una mirada aséptica, desprovista de todo condicionamiento previo; resistente a toda contingencia (mirada que es abstracción esencial), deriva en una acuciante reflexión interrogativa, dejando aquella presunta seguridad inicial al borde de la duda, en la inquietud de lo posible. Entonces es cuando -de verdad- comienza todo. Volvemos, sí, a aquella mirada del principio; pero ya no puede ser la misma, ni participará de su pureza primordial; inaugura lo que Guillermo Sucre ha llamado «una secuencia virtualmente infinita de relaciones y motivaciones»: vértigo de un final que es siempre principio:

El fondo de las cosas no es la vida o la muerte
Me lo prueban
el aire que se descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias que acomoda el silencio
y esta mirada mía que da vuelta en el fondo,
como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban.


Roberto Juarroz usa la poesía como instrumento para conocer el mundo, y para conocerse a sí mismo: cosmología y ontología, en la línea dramática donde existencia y ausencia confluyen. Una cara, dos espejos; miradas que en la inversión se identifican o interrogan. Pero el poeta no se detiene en la satisfacción de lo contemplado; su escritura existe porque es un impulso, un deseo de comprensión (de penetración) cada vez más tensa e intensa en la realidad (si convenimos en que la realidad sea cuerpo, que aquí es transparencia), aprovechando las posibilidades de una palabra verdaderamente libre, como es la de Juarroz, y manejada además, como él lo hace, desde la más absoluta libertad. Y con un extremado rigor. Porque nada de lo dicho impedirá que en sus poemas (fragmentos de una voz única, alzada e imparable  en su verticalidad) habite (y se discuta) el drama acuciante de los límites del lenguaje. Una tensión vertical, pues, eleva la palabra; otra fuerza, vertical también, pero descendente, neutraliza (o niega) la afirmación inicial; o -al menos- pone en evidencia la incapacidad del instrumento verbal para mantener esa delicada equidistancia entre enigma y lucidez, donde el poeta se debate, y donde quiere que se debata su escritura. Dinamismo interior, flujo constante y subterráneo que si, por una parte, define el movimiento intelectual del escritor, descubre -por otra- la progresión imparable y fecundante de la palabra misma, ajena ya a la servidumbre de los significados:

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y le dé vuelta
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.

No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía,
y no se detendrá ni cuando mueras.


Otra característica fundamental también, y complementaria de lo anterior: la poesía de Juarroz procura (y alcanza) una síntesis muy rigurosa de la realidad, reduciéndola a su imagen primera, a una imagen anterior incluso a la misma palabra que la dice. El escritor se aplica a un proceso de reducción, de intensa concentración intelectual, reivindicando así el conocimiento poético como único saber de los elementos y de los principios; y por serlo, es un saber de lo absoluto. Abstracciones iniciales; pero para que se constituyan en decir poético, es imprescindible que se realicen verbalmente, que se configuren con una matizada sensualidad:

El poema respira por sus manos,
que no toman las cosas: las respiran
como pulmones de palabras,
como carne verbal ronca de mundo.

Debajo de esas manos
todo adquiere la forma
de un nudoso dios vivo,
de un encuentro de dioses ya maduros.

Las manos del poema
reconquistan la antigua reciedumbre
de tocar las cosas con las cosas.


Poesía como acto y como reflexión, a un tiempo; acto puro del nombrar, de fundar la palabra que es (y dice) la realidad; reflexión exigente en torno al compromiso generado precisamente a partir de ese acto creador. Pero es, sobre todo, poesía esencial: despliega ese flujo vertical para tocar el hervor primordial del oscuro (del silencio) anterior («Yo he aprendido en la noche el silencio de ser. / El silencio de no ser no se aprende. / Pero los dos se nombran en la noche»).
Acerquémonos y observemos con algún pormenor la precisa construcción de estos poemas. Para Guillermo Sucre, la poesía de Roberto Juarroz «no está dominada por el vértigo de la originalidad, mucho menos por el de la experimentación de nuevas técnicas verbales; es una obra que parece no serlo». Sin embargo, al estudiar al poeta argentino, se refiere, en diversas ocasiones, a Mallarmé. Habrá que matizar esta aparente discordancia. Los textos de Juarroz no optan (aunque esto sólo en apariencia) por la experimentación; se diría que el poema se limita voluntariamente al manejo de recursos muy elementales, a repetir una simple fórmula constructiva. Pero sucede que las estrofas enumerativas que constituyen el poema, retornan recurrentes, como un repetido comienzo, ofreciéndose como alternativas al conjunto de la unidad cerrada que supone el texto, y al conjunto de textos que, en última instancia, configuran la unidad de la obra toda. Son estrofas que, asimismo, determinan un equilibrio, una proporción simétrica sutilmente interrumpida por el desajuste intencionado que el poeta introduce en la sucesión interior de la idea, asaltada siempre por una suerte de vértigo o perplejidad, por la duda constante que nace de las ya referidas limitaciones:

Algunos de nuestros gritos
se detienen junto a nosotros

Algunas palabras que hemos dicho
regresan y se paran a nuestro lado

Algunos de nuestros silencios
toman la forma de una mujer que nos abraza

Algunas de nuestras miradas
retornan para comprobarse en nosotros

Hay momentos y hasta quizá una edad de nuestra imagen
en que todo cuanto sale de ella

vuelve como un espejo a confirmarla
en la propia constancia de sus líneas

Así se va integrando
nuestro pueblo más secreto.


Control riguroso sobre la forma, en consecuencia; aunque el poema acoge también -de manera paradójica- la presencia ineludible e imprescindible del azar que determina las relaciones allí establecidas entre el poeta que intenta conocer el mundo y este mismo mundo hurtándose a tal conocimiento, deslizándose y escapando por los intersticios de un lenguaje que se esfuerza inútilmente en contenerlo, en incorporarlo a su precisa trama. Resistencia de la realidad a ser expresada por (y fijada en) la forma, de ahí, el drama nuclear de la poesía de Juarroz: cuanto más firme y segura aparenta ser la palabra, más radical resulta su vacío ulterior; lo revelado por la poesía no es la solución del enigma, sino la aparición de nuevos -y más vertiginosos- interrogantes; porque «Sí, hay un fondo / Pero hay también un más allá del fondo, / un lugar hecho con caras al revés». Poesía afirmativa y fundacional, y por ello vigorosa y transparente; pero también -dramática bipolaridad- poesía de evidencias negativas, donde la inseguridad y la sugerencia no clausuran la posibilidad de conocimiento; la multiplican de manera inquietante. Cuando Juarroz utiliza (y lo hace muy a menudo) formas verbales del subjuntivo o del condicional, está dejando al lector en la misma situación de abierta perplejidad por él padecida; lo abandona en esa zona equidistante entre la afirmación del mundo y la negación de la palabra; allí donde se origina un repetido comienzo. Hasta ese momento, el poema parece iluminarnos con su clarividente seguridad; a partir de entonces, todo se transfigura -con sólo fijar la mirada; con sólo insistir un poco en los perfiles de la imagen -en una realidad de muy difícil aprehensión: sustancia y misterio, antes que realidad y forma:

Los árboles y las otras cosas que se apoyan contra la noche
sienten de pronto que la noche pasa a apoyarse en ellos,
como si debieran guiarla en su inédito tanteo,
en su búsqueda de otro tono del negro.
Y la luna, que era la luna en el estilo de la noche,
pasa a ser la piel de un bautismo inminente,
la precoz inicial de una aventura parecida a una forma,
pero más densa que ella,
algo así como una forma que contuviera la masa de todo.


Ante tan compleja disyuntiva, ante la presencia de estas fuerzas concurrentes, en medio de las cuales se baten el poeta y su palabra, Juarroz se resiste a ser víctima. No se contenta con lograr una construcción simétrica y serena, esa quietud exacta y vertical que hemos visto; sabe que la experiencia de la poesía requiere un aprendizaje permanenete, esfuerzos sin desmayo (esperanzados hasta donde ello sea posible, sabiendo -como sabe- cuáles son sus limitaciones), para habitar ambos mundos: el dominado por la escritura; el inaugurado en ese límite del final del poema. El escritor se impone entonces una estrategia que es una disciplina: afirmar su ser, su identidad, por su estar, por su existencia. Y el amor desempeña un papel decisivo en tal proyecto; aparece como la única realidad capaz de consumar la plena comunión entre la presencia incontestable del mundo y el siempre inquietante azar de los encuentros:

Ayer fuimos y mañana seremos él y ella,
pero hoy somos el sitio donde es posible hallarlo todo.
Quien pierda hoy algo puede buscarlo aquí.
Toda la bruma del mundo se hace pan en tus ojos.
Todo el sueño del mundo se despierta en mis manos.
Todo el hambre del mundo se sacia en tu cabello.
Toda la muerte del mundo se enjuga como una sola lágrima
con el borde lento de tu piel o mi voz.


El principio del poema es siempre una actitud extática y contemplativa (quietud y asombro) que dispara el proceso verbal del texto; pero éste sólo parcialmente se realiza: discurre (agitación y duda) en una constante alternativa entre lo vacío y lo lleno, movido por los signos de la escritura, y halla su término en la soledad o en la impotencia -siempre en el silencio expectante que la palabra deja tras de sí. Poemas, apenas, como prueba, como apuesta; discurso que avanza entre las quebraduras de sucesivas estrofas, cuyo destino no es otro que el brevísimo instante donde todos esos fragmentos anteriores se concentran y anudan para sugerir la posibilidad de una nueva sucesión, aunque ésta nunca llegue a materializarse en escritura. Los textos de Juarroz no acaban en sí mismos; no son unidades independientes. Entre todos generan un movimiento conjunto, y definen con él los límites de un espacio cuyo ritmo interior viene determinado por la cohesión lograda entre esas unidades yuxtapuestas, declarando así la voluntad unitaria y progresiva que -aun en lo contradictorio- habita como fuerza matriz (y motriz) de esta poesía. («Voy llegando al comienzo: / la palabra sin nadie / el último silencio / la página que ya no se numera. / Y así encuentro la forma / de probar que la vida / calla más que la muerte»), alcanzando -tras sucesivas ampliaciones del elemento axial de este proceso, leit motiv en el comienzo de cada estrofa -la deslumbradora certeza de la identidad entre existencia y esencia. («El cuidador de la noche / sabe que la edad de la noche / es mayor que la del día»). Certeza que apenas dura: en ese mismo instante el escritor (y el lector) se dará de bruces con el vacío ulterior, con el silencio. Esa es la verdadera culminación en los poemas de Roberto Juarroz. El lector, como digo, siente, la orfandad de la palabra, cuando más necesitado está de ella; no se trata, sin embargo, de una carencia, sino de la radicalización del drama ontológico que es -al propio tiempo-  debate moral. En sus poemas, Juarroz  resume el resultado moral de una experiencia de conocimiento; enseñanza que no proviene del mayor o menor grado de sabiduría; deriva de la mostración inmediata -plástica, diríamos- de ese acto de vivir que es el acto de escribir. «El poema -explica Guillermo Sucre- es un acto que al abrirse y ahondar en sus posibilidades nos abisma y nos regresa al acto inicial, nos (en)cierra en él, en la literalidad (¿en la soledad?) del texto»:

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblícuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.
Y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo.


La escritura de Juarroz discurre en la frontera con lo invisible, se asoma vertiginosa y simultáneamente a dos ámbitos, a dos espacios decisivos, lugar y espejo -respectiva y recíprocamente- de la existencia, de la escritura y de la reflexión; dos espacios que confluyen, y hasta cierto punto se anulan, en un poema abierto siempre a un otro lado sin sucesión ni muerte. (Pero el hombre / allí no tendrá peso / allí no será nadie»). La visión que ella (esta poesía) despliega no es expansiva ni horizontal (puramente histórica); es una visión en profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo esencial, con lo que de alguna manera ha sido inesencial en la historia, sobre todo en nuestra historia contemporánea.

Tensión afirmativa del poema y evidencia de las limitaciones del lenguaje: la bipolaridad en la cual se establece la poesía de Juarroz. Nos movemos, sin lugar a dudas, en los dominios de una poesía del conocimiento, materializada -a su vez- como una experiencia de comunicación: sus poemas resumen, de modo admirable, el poder y la miseria del lenguaje en el trance del decir primordial; la gozosa incertidumbre de la revelación y la evidencia descreída del final. Pero habrá que subrayar la actitud irónica desde la cual el poeta afronta esa situación, pues su poesía se origina (y se consuma) en el absoluto convencimiento de cuanto -evidente u oculto- impide la plenitus del hallazgo expresivo. («Tal vez la existencia del hombre consista simplemente / en perfeccionar el no existir»). El poeta ve (y siente) cómo las palabras (sucedía en el Gargantúa rabelaisiano) se congelan en el aire, inútiles o mostrencas. («Ha llegado para ella (la mano) el momento / de escribir en el aire, / de conformarse casi con un gesto. / Pero el aire también es insaciable / y sus límites son oblícuamente estrechos»). Lo sabe -y digo-; y lo palpa en su inmediatez sensorial. Sin embargo, fuerza el límite, pone a prueba el lenguaje, se juega con él la última posibilidad. («Detrás del silencio / detrás del espacio vacío, / detrás de lo que no existe / repta por lo menos una ausencia roedora / que a menudo interrumpe el mensaje. / Hasta la nada suele interceptar la nada»). Ironía contenida en la escueta pero intencionada utilización del adjetivo (véase, por ejemplo, esa «ausencia roedora»  que acabo de citar) o en la manipulación de un lenguaje muy simple, muy elemental, que deja al descubierto -incisiva agresividad- su afirmación y su negación fundamentales: vida y muerte, contrarios complementarios y confluyentes, generadores de una interrogación urgida ante el enigma de la permanencia:

Es como si prestásemos la vida por un rato,
sin la seguridad de que nos va a ser devuelta,
y sin que nadie nos lo haya pedido,
pero sabiendo que es usada para algo que nos concierne más que todo.

¿No será también la muerte un préstamo,
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso?


Ámbitos complementarios para construir la paradoja del discurso existencial; visión espejeante que los relaciona, por medio de su doble reflejado en las imágenes concretas del pozo, o del cristal, o del espejo; que establece una distancia, siempre notoria, entre lo dentro y lo fuera («Hay un pozo de nubes donde se juntan todas las palabras, / húmedamente ellas mismas, / entidades más despiertas que perfectas, / cuyas sombras han tropezado casualmente con la boca de los hombres»), o una correlación entre presencia (árbol, cuerpo) y ausencia (pájaro, pensamiento), o una antítesis cruda y simple entre la palabra y su contrario, entre voz y silencio. Poesía, la de Juarroz, que desarrolla una acción muy peculiar, teñida de plenitud y neutralizadora de los opuestos, porque los contiene todos:

Caer de vacío en vacío,
como un pájaro que cae para morir
y de pronto siente que va a seguir volando.

Caer de lleno en lleno,
como un antipájaro que enrola en su anticaída
los espacios compactos donde no se cae.

Caer de línea en línea,
hasta abandonar el dosel de las líneas
y caer en lo abierto,
desnudo hasta de forma.

Caer de vida en vida,
pero dentro de esta vida,
hasta que nos detenga como un cuerpo plenario
el resumen de ser.

Y entonces dar vuelta la caída
y volver a caer.


La caída de este poema no presupone una acción negativa, o anuladora, sino penetrativa del conocimiento: el pájaro cae «para morir pero siente que va a seguir volando»; la palabra cae, pero en lo «desnudo hasta de forma» (libertad insólita plena, vencedora incluso de la forma); cae la vida, por último, pero para alcanzar mejor el ser, y para retornar finalmente a su indeclinable tensión vertical. Un movimiento, como ya indicábamos, que genera su propio espacio (o espacios), pero un movimiento que revierte en el propio individuo y traza la imagen de la insistente búsqueda de identidad (Tiene que haber un punto / donde cesen los turnos del olvido / y las formas recuerden»), de la urgencia por superar la soledad y el desamparo («La incongruencia de estar solo / toma el tren más puntual / hacia las emergencias del olvido»). Esos dos ámbitos espejeantes y confluyentes, ya explicados, vuelven ahora a ser fundamentales; explican el enigma de esa doblez por medio de la cual el poeta se define, utilizando un lenguaje que mezcla -no sin cierto contenido apasionamiento- el lenguaje poético y la palabra coloquial, la celebración optimista de la palabra y un cierto tono de desolación y tristeza que apunta también en algunas ocasiones. Nuestro autor se propone resolver el misterio de la existencia al margen de los hechos, alumbrando la dimensión colectiva de la palabra esencial («El corazón más plano de la tierra / me hizo aprender a saltar en el abismo / de una sola mirada»). Juarroz destierra de su poesía cualquier suceso; elimina de forma radical toda anécdota, al igual que despoja a su palabra de todo aditamento adjetivo, concentrando la actividad del texto en una tenaz y minuciosa búsqueda interior. Su palabra -diríamos- recorre un doble itinerario de ida y vuelta; discurrir, primero, en una explosión expresiva, liberación del dinámico vuelo verbal; recorrer el camino inverso, más tarde, y, de forma paralela, orientarse hacia el origen, hacia el centro intelectual y emotivo donde se había generado:

He llegado a mis inseguridades definitivas.
Aquí comienza el territorio
donde es posible quemar todos los finales
y crear el propio abismo
para desaparecer hacia dentro.


Pero pronto notamos que ambas tensiones se resurgen en una sola; que ese recorrido nos ha revelado la voluntad de conocimiento que anima la palabra de Juarroz. Ver y asumir el mundo tiene su exacto correlato en el proceso subsiguiente, cumplido cuando se ve y se asume la propia identidad con reflejo (reflexión) de aquella mirada. Este itinerario encierra un vigoroso optimismo inicial y participativo; pero concluye en la evidencia de la imposible revelación de cuanto se halla más allá de las palabras, eso que tan sólo puede ser aludido (o entrevisto, en el relámpago de la iluminación poética) instantáneamente. Lo certifica el propio escritor: «la palabra es el único pájaro / que puede ser igual a su ausencia».
Con su poesía, Roberto Juarroz ha abierto los ojos a la evidencia del todo y la nada de la palabra, sin sustraerse ni doblegarse a esa constitutiva doblez. Con su poesía, no sólo dice la experiencia, también la hace patente, la encarna: la rigurosa síntesis esencial, la absoluta y atractiva desnudez del verbo como principio, descubre -en esa misma operación de despojamiento- su propia miseria, los peligrosos augurios del vértigo de la nada que, por su intermedio, se iluminan. Ello obligará al poeta a concluir lo siguiente: «la palabra no es el grito / sino recibimiento o despedida. / La palabra es el resumen del silencio, / del silencio, que es resumen de todo». Confianza en el silencio (hueco de la palabra, de su cuerpo y de su sentido) como espacio de plenitud original. Y no deja de ser sintomático que esto se produzca, con mayor notoriedad, a partir de 1975. Con la Séptima poesía vertical, Juarroz establece esta cuestión en el centro de su experiencia poética; precisamente cuando el mundo entra en una de las más profundas crisis de identidad de la época contemporánea. El escritor argentino transita entonces los caminos de la trágica incertidumbre de la palabra como un medio de conocimiento capaz de superar las simples evidencias superficiales de la historia: la poesía no como instrumento para decir; como testimonio que deriva (en singular parábola) de esa batalla particular entablada contra la credibilidad de la palabra. Los textos de Juarroz alcanzan, por esos años, los linderos más lejanos, y atrevidos, de su territorio verbal, y quedan aleteando en la inquietud del silencio que ellos mismos generan y que dejan sonando tras la última palabra.
La aventura poética de Roberto Juarroz supone -lo hemos dicho- un enfrentamiento sereno y riguroso con la materia del poema. Pero también muy arriesgado. No sólo por la compleja experiencia de la escritura que en ella se realiza (exigente adelgazamiento de la expresión y de la frase; sólida implicación en el conjunto de las estrofas-fragmento; voluntaria manifestación del silencio o la nada finales…); es arriesgada también porque con ella, siguiendo su propio discurrir, el poeta y el lector quedan inesperada y dolorosamente solos ante su propia confundida identidad; y se les hace trágicamente presente su imagen de huérfano impenitente que interroga con desasosiego a su mundo y su lenguaje; mientras ambos, mundo y lenguaje, se resisten -hostiles- a ser propicios para su indagación entusiasta. Poeta y lector insisten en sus preguntas, aun a pesar de tal hostilidad; o, tal vez, por encima de ella.

____________________

Nota:
La obra de Juarroz no establece diferencia alguna entre las diversas entregas: el título es siempre el mismo; los poemas sólo se numeran, como parte que son de un todo; la estructura de los textos presenta muy escasa -y yo diría que irrelevantes- variaciones.