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Número 75

Por qué la filosofía / Ángel Secorún

Por qué la filosofía / Ángel Secorún

Comprometido con la enseñanza de la Filosofía durante más de treinta años siempre me cuestioné el valor de tal actividad docente y nunca dudé de la utilidad de lo aparentemente inútil de tal dedicación. Ya desde hace mucho tiempo que el modelo tecnológico y cientifista de pensamiento ha intentado despreciar la Filosofía como una rémora puramente metafísica, una antigualla fomentadora de fantasías inconsistentes, de juegos del lenguaje sin referentes claros respecto a la realidad. Pero, más allá del uso deshonesto del lenguaje y sus retóricas cuya función era embaucar al público en creencias irracionales e irrazonables , una educación sin la Filosofía sería un mundo mucho más pobre, o mejor dicho, un mundo no propiamente humano, sino el sueño realizado de una Inteligencia Artificial al servicio del control absoluto del pensamiento y la acción.

La Filosofía desde Sócrates -en nuestro ámbito occidental- ha sido la capacidad de pensar por uno mismo, la capacidad crítica del sujeto frente a la realidad física, social, personal, la capacidad autónoma de la reflexión más allá de las creencias, de la tradición, en definitiva, la apertura del sujeto liberado de la servidumbres contemporáneas y su disponibilidad discursiva para contrastar mediante el diálogo, la comunicación, en un espacio común (ágora), el pensamiento y la acción en el mundo. Este cometido no tiene por qué establecerse en una asignatura exclusiva sino que debería estar imbuida en todas las materias propias del conocimiento. Algunos llegaron a proponer que no deberían existir unos estudios específicos universitarios con el rótulo de Filosofía sino que ésta debería estar presente en todos los ámbitos académicos. De hecho le debemos a la reflexión filosófica los criterios de demarcación de la ciencia empírica así como el desarrollo del pensamiento lógico-matemático. Las grandes reflexiones sobre las consecuencias de los desarrollos tecnológicos en las sociedades humanas están también cuestionadas por una actividad reflexiva profunda y vital para entender la dimensión humana de la praxis en todos los sentidos.

¿Podemos renunciar a poseer, clarificar, preservar nuestra identidad moral? La conflictividad, las guerras de este siglo XXI -Siria, Ucrania, Palestina….- la capacidad autodestructiva de nuestra especie con sus modelos productivos y sociales, nos obligan a plantearnos las grandes cuestiones filosófícas sobre nuestra naturaleza, sobre las condiciones de vida que hemos creado y la naturaleza del poder político y sus consecuencias en la existencia de los seres humanos y de la vida planetaria. No podemos renunciar a educar a las nuevas generaciones en las cuestiones básicas de la reflexión ética, en el buen vivir individual y colectivo, en despertar a las conciencias en un mundo complejo en que la digitalización ha acelerado e intensificado las distorsiones cognitivas, un mundo que permite el aislamiento del sujeto y distorsiona la comunicación hasta extremos desconocidos hasta ahora.

¿Podemos renunciar a la enseñanza de las teorías de la verdad, y sobre todo a la teoría clásica de la correspondencia ? Una realidad social en que impera la credulidad ante informaciones, hipótesis a cual más extravagante o disparatada, un mundo de comunicación virtual donde los foros devienen en puros intereses comerciales, monetarios, ideológicos, sin importar la veracidad o no de los contenidos, un mundo en que los filtros del criticismo, la duda razonable, están ausentes debido a que los instrumentos cognitivos básicos estás debilitados o sencillamente muertos. Un mundo así necesita más que nunca de una educación reflexiva y compartida dentro de las normas básicas de la comunicación para generar nuevos y más sólidos conocimientos.

¿Podemos doblegarnos ante las supersticiones, a la patologización de nuestro pensamiento, a los mitos antiguos y modernos, seguir en la minoría de edad de las creencias mágicas? El pensamiento crítico, la metodología científica, las teorías sobre la racionalidad teórica y empírica, merecen un estudio básico , un acercamiento que nos permita discernir entre la expresión poética, el mundo de las emociones y sentimientos humanos y la capacidad racional. Gran parte del descrédito de la filosofía en los últimos tiempos creo pensar que se lo debemos a la llamada postmodernidad. La Filosofía se convirtió durante lustros en una práctica en muchos casos fraudulenta, en que el relativismo se consideró la única posibilidad de su desarrollo. Los discursos ininteligibles cuya pretensión seductora y esotérica ha dominado gran parte de la producción filosófica y, en muchos casos, obnubilados por lecturas de Nietzsche cuyas consecuencias no quisieron ser evaluadas en su justa medida, crearon un estado de desconcierto en el panorama del pensamiento. El daño al incompleto siempre proyecto de la Ilustración ha sido incalculable. La brillantez estética del discurso se sobrepuso a una reflexión sobre los contenidos expuestos, no es de extrañar que el nazismo y todo supremacismo racial y cultural tomara como oráculo algunos textos de Nietzsche, y que filósofos con ínfulas sobre los discursos de dominación tomaran al maestro como modelo de pensamiento cuestionador de la realidad social. La nueva jerga filosófica alejó más si cabe a esa actividad noble que nunca tuvo que dejar de expresar en el discurso la claridad y la profundidad como axioma de toda solvente filosofía. No obstante, hubo aspectos importantes en toda esta corriente de la sospecha sobre los discursos totalizantes sobre la realidad con el fin de expresar la voluntad de poder sobre la conciencia, alienaciones que los grandes críticos como Marx y Freud supieron ver. Ahondar en las debilidades de las cuestiones primordiales del pensamiento seguirá siendo la tarea de una filosofía que aborda radicalmente la esencia de todo preguntar. Asimismo, preguntarse qué es el ser humano, la cuarta pregunta kantiana que debe dilucidar desde una antropología filosófica las posibilidades del ser finito hombre en su quehacer histórico, seguirá siendo una tarea fundamental como parte de la educación humanística de toda generación. Comprender, desvelar la naturaleza humana y sus encrucijadas, poseer el conocimiento para que el interés de un desarrollo sostenible sea factible, todo ello requiere de la autorreflexión básica que la filosofía ha venido brindando desde su orígenes. ¿Podemos renunciar, hurtar a las nuevas generaciones la posibilidad de tener los instrumentos cognitivos y emocionales que les permitan vivir en un mundo más habitable, menos inhóspito?

Aprender a pensar, aprender a filosofar, aprender con aquellos que lo hicieron con talento -el imprescindible estudio de la Historia de la Filosofía- , entender las condiciones de posibilidad de aquellos que nos precedieron, de aquellos seres humanos que vivieron las mismas cuestiones que nos preocupan a nosotros. Todo ello son razones de peso para que ayudemos dentro de lo posible a las nuevas generaciones a pensar por sí mismos sin ninguna tutela. Hacer posible la construcción de identidades personales que estén capacitadas para afrontar el mundo y responder a él. La enseñanza de la Filosofía jamás tenía que haber olvidado esa tarea formativa para el sujeto humano. Más que aprender las diferentes concepciones del mundo, necesario para ubicarse en la realidad y analizar conceptualmente los contenidos de todo pensamiento, la tarea en una sociedad democrática es crear ciudadanos autónomos que conozcan las reglas del razonamiento solvente y las reglas de comunicación en un mundo plural. Renunciar a ello supondría dejar de pensar en teorías sobre la justicia, sobre una sociedad lo más digna posible, sobre la naturaleza de un poder cuyos límites les viene dictado por el desarrollo de los derechos humanos, o la herencia y futuro del más básico de los humanismos. Dejar de pensar supondría dejar de proyectar los ideales de una sociedad de comunicación racional en que los ciudadanos encuentran en sus instituciones los cauces para construir colectivamente las sociedades. Dejar de pensar sería renunciar al discurso humano como creador de la realidad social. Una sociedad en que el pensamiento colectivo está vivo, activo, comprometido, hace más factible la sociedad como tarea común que sin la capacidad personal de cada individuo sería imposible articular una sociedad básicamente libre. Sabemos, no obstante, que a menudo algunas filosofías han traicionado esta labor cívica y han querido pasar como pensamiento verdadero una imagen absoluta de la realidad para poder ejercer el poder de la misma forma.

Pero no olvidemos que la Filosofía es hija de la polis desde sus orígenes. La palabra desacralizada se convierte en el vehículo para plantearse la vida en común mediante un lenguaje que quiere ser compartido y, con él, esclarecer la complejidad del mundo. La palabra, el logos, es el instrumento humanizador, la participación discursiva que más allá de los intereses -imposibles de eliminar- intenta crear un marco de conocimiento y de decisiones colectivas. La reflexión ética está inextricablemente unida al mundo de lo político y las razones siempre son y será la naturaleza de cualquier decisión. Los aciertos y los errores serán parte de esa experiencia que permite plantearnos la realidad constantemente en un mundo esencialmente abierto, un mundo en que las certezas absolutas en la práctica humana jamás llegan a lograrse.., por eso debemos seguir pensando y discutirlo con nuestros congéneres hasta que el silencio acabe por vencernos.

Pero la Filosofía es mucho más que lo mencionado hasta el momento. Su naturaleza implica no reducir su ámbito en la dimensión práctica del ser humano. Antes las grandes preguntas se nos abre un horizonte no exento de cierto vértigo. La contemplación de nuestra realidad , de nuestra vida más o menos efímera nos abre a un mundo de impresiones, sentimientos a veces encontrados, paradójicos. Hacerse las grandes preguntas existenciales nos proporciona un acercamiento a nuestra común naturaleza, nos proporciona que Lo Otro es también el rostro que tenemos enfrente, la realidad ética de nuestro mundo compartido desde la misma dimensión a veces enigmática, donde el misterio nos puede acercar a la compasión más sincera tal y como las grandes religiones testificaron. Compartir ciertas experiencias intelectuales y emocionales nos permite desde el ateísmo o desde las creencias religiosas, percatarnos de que nos hallamos en el mismo barco rodeados de un mar infinito. La enseñanza de la Filosofía proporciona la verdad íntima de que cada mente es un universo de posibilidades, una fuente de creatividad, un respeto por libertad de cada sujeto.

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Desde que empecé mi carrera docente las diferentes leyes educativas y sus curriculos han tendido a disminuir la enseñanza de la Filosofía. Creo que en todo ello ha habido un paulatino desprecio por las disciplinas humanísticas y una valorización del pensamiento empírico-tecnológico. Nunccio Ordine, en su Utilidad de lo inútil, y en sus otras obras (1) ya señaló el error cometido con la última generación al privarles del mundo literario y la posibilidad de entender la experiencia humana a través de las grandes obras. Irene Vallejo en su El infinito en un junco (2) ha señalado brillantemente la importancia de la lectura de los clásicos, y la lectura en general de los grandes autores, para la formación de nuestros jóvenes y adultos. Debemos destacar, también, el libro de Martha C.Nussbaum, en defensa de las humanidades (3).

Una realidad sin Literatura, Filosofía, Arte, es empobrecedora y limita drásticamente la experiencia vital de los individuos y las sociedades. Quizás algunos reformadores educativos no supieron superar sus nefastas experiencias escolares, su mala educación recibida por un nacional-catolicismo aquí en España, en que la Filosofía consistía en adoctrinar en la Escolástica Medieval a alumnos cuyo tedio se convertía en depresión o en rechazo furibundo. No es de extrañar que cuando mi generación empezó a liberarse de semejante sistema torturador, encontráramos en Nietzsche la otra cara de la moneda frente a la Teología y las morales ascéticas. Fue más tarde cuando empezamos a descubrir los autores que nos fueron marcando el camino de la inquietud, del anhelo por una vida que tenía que nutrirse de experiencias renovadoras, de paisajes inexplorados. En definitiva, nos hicimos lectores a pesar de los maestros de sotana raída y de voz autoritaria en que el único medio pedagógico era el miedo y la sumisión en una atmósfera de rancia sacristía. Salimos de las oscuros claustros medievales a la luz de una calle plagada de reclamos.

Durante años he visto que las miradas se iluminan en un aula al formular la pregunta adecuada para que las mentes despierten sus capacidades, sus talentos dormidos, su curiosidad sin límite. Durante años he visto que un aula puede ser un lugar de reflexión colectiva a partir de lo que nos han legado los grandes autores del pensamiento. Que enseñar a pensar, a encontrar en uno mismo el sentido de ciertas realidades, es una de las tareas más agradecidas. La enseñanza de la Filosofía es un darse, un volcar aquello que nos hace agitar en lo más íntimo, un ofrecimiento de lo que como humanos nos ha preocupado y ocupado desde siempre. Cada realidad personal es una ventana a la que debemos ofrecer los más variados de los paisajes; a veces luminosos, otras lóbregos, unos misteriosos e inalcanzables, otros próximos y posibles. Y es un dar que tiene su recibir, su agradecimiento, el sentir que hemos acompañado a alguien hacia los sitios más insospechados. Enseñar Fiosofía es lo contrario a adoctrinar porque su cometido es simplemente proporcionar las alas para que cada cual emprenda su propio vuelo. Así es como entendí mis treinta y cinco años de docencia, así es como cada año aprendí algo nuevo con cada uno de mis alumnos. Valorar el pensamiento, la palabra del otro, recorrer la aventura finita de este pasar. No despreciar ninguna opinión por más absurda que parezca porque ella es la antesala para poder avanzar en este mundo a veces oscuro o mal iluminado. Saber que los errores son la posibilidad de los futuros aciertos.

Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil. Acantilado 2013; Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir. Acantilado 2022.
Irene Vallejo. El infinito en un junco. Siruela 2020.
Martha C. Nussbaum. Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Katz 2010.

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Ángel Secorún. Doctor en Filosofía y Letras (Universidad de Barcelona). Además de ejercer la docencia, ha colaborado con algunas revistas de pensamiento como Anthropos, basando su actividad intelectual principalmente en el ámbito de la Estética literaria y la Antropología política.