Siento que este honor no se confiere a mi persona sino a mi trabajo, la obra de toda una vida sobre la agonía y vicisitudes del espíritu humano, escrita sin pensar en la gloria y mucho menos en el lucro, sino para crear, desde las esencias del espíritu humano, algo que no existía antes. De manera que este premio solo me pertenece en calidad de depósito. No será difícil encontrar, para la parte monetaria que entraña, un destino acorde con el objetivo y el significado de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con este reconocimiento, aprovechándolo como un pináculo desde el que debería estar siendo escuchado por los hombres y mujeres jóvenes dedicados a la misma lucha y tarea, entre los cuales se encuentra quien un día estará donde yo estoy ahora. Nuestra tragedia actual es un temor físico universal, sufrido por tan largo tiempo que hemos aprendido a soportarlo. Ya no hay problemas del espíritu. Sólo queda la interrogante: ¿cuándo estallaré? A causa de ello, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos vale la pena de escribir y justifican la agonía y los afanes. Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad de todas es sentirse temeroso, y trabajando eso olvidar el temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y está predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio. Mientras no lo haga, continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas. Hasta que no se libere, seguirá escribiendo como si estuviera entre los demás observando el fin del ser humano. Yo rehúso aceptar el fin del ser humano. Es fácil decir que el hombre es inmortal porque perdurará; que cuando resuene el último sonido de la destrucción y su eco se haya apagado entre las últimas rocas inservibles que deja la marea y que enrojecen los rayos del crepúsculo, aun entonces se escuchará otro sonido: el de su voz débil e inextinguible todavía hablando. Me niego a aceptar esto. Creo que el hombre no perdurará simplemente, sino que prevalecerá. Es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia. El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estas cosas. Es su privilegio ayudar al hombre a perseverar, elevando su corazón, recordándole el coraje y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y prevalecer.
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I feel that this award was not made to me as a man, but to my work – a life’s work in the agony and sweat of the human spirit, not for glory and least of all for profit, but to create out of the materials of the human spirit something which did not exist before. So this award is only mine in trust. It will not be difficult to find a dedication for the money part of it commensurate with the purpose and significance of its origin. But I would like to do the same with the acclaim too, by using this moment as a pinnacle from which I might be listened to by the young men and women already dedicated to the same anguish and travail, among whom is already that one who will some day stand here where I am standing. Our tragedy today is a general and universal physical fear so long sustained by now that we can even bear it. There are no longer problems of the spirit. There is only the question: When will I be blown up? Because of this, the young man or woman writing today has forgotten the problems of the human heart in conflict with itself which alone can make good writing because only that is worth writing about, worth the agony and the sweat. He must learn them again. He must teach himself that the basest of all things is to be afraid; and, teaching himself that, forget it forever, leaving no room in his workshop for anything but the old verities and truths of the heart, the old universal truths lacking which any story is ephemeral and doomed – love and honor and pity and pride and compassion and sacrifice. Until he does so, he labors under a curse. He writes not of love but of lust, of defeats in which nobody loses anything of value, of victories without hope and, worst of all, without pity or compassion. His griefs grieve on no universal bones, leaving no scars. He writes not of the heart but of the glands. Until he relearns these things, he will write as though he stood among and watched the end of man. I decline to accept the end of man. It is easy enough to say that man is immortal simply because he will endure: that when the last dingdong of doom has clanged and faded from the last worthless rock hanging tideless in the last red and dying evening, that even then there will still be one more sound: that of his puny inexhaustible voice, still talking. I refuse to accept this. I believe that man will not merely endure: he will prevail. He is immortal, not because he alone among creatures has an inexhaustible voice, but because he has a soul, a spirit capable of compassion and sacrifice and endurance. The poet’s, the writer’s, duty is to write about these things. It is his privilege to help man endure by lifting his heart, by reminding him of the courage and honor and hope and pride and compassion and pity and sacrifice which have been the glory of his past. The poet’s voice need not merely be the record of man, it can be one of the props, the pillars to help him endure and prevail.
Tres novelas de William Faulkner / Jorge Luis Borges
Absalom, Absalom!
Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales y el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de «bizantino» y exaltar con el nombre de «artista puro». El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios «profundo», «humano», «profundamente humano» y el halagüeño vituperio de «bárbaro». El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo, Céline o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Víctor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora: podemos observar que también contiene a Dostoievski. Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner. Faulkner gusta de exponer la novela a través de los personajes. El método no es absolutamente original —El anillo y el libro de Robert Browning (1868) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas—, pero Faulkner le infunde una intensidad que es casi intolerable. Una infinita descomposición, una infinita y negra carnalidad hay en este libro de Faulkner. El teatro es el estado de Mississippi: los héroes, hombres desintegrados por la envidia, por el alcohol, por la soledad, por las erosiones del odio. ¡Absalom, Absalom! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor.
The Unvanquished
Es norma general que los novelistas no presenten una realidad, sino su recuerdo. Escriben hechos verdaderos o verosímiles, pero ya revisados y ordenados por la memoria. (Ese proceso, claro está, nada tiene que ver con los tiempos de verbo que se utilicen). Faulkner, en cambio, quiere a veces recrear el presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención. El «presente puro» no pasa de ser un ideal psicológico; de ahí que ciertas descomposiciones de Faulkner resulten más confusas —y ricas— que los hechos originarios. Faulkner, en obras anteriores, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. Esta novela —directa, irresistible, straightforward— viene a desbaratar esa sospecha. Faulkner no trata de explicar a sus personajes. Nos muestra lo que sienten, lo que obran. Los hechos son extraordinarios, pero su narración es tan vívida que no podemos concebirlos de otra manera. Le vrai peut quelquefois n’étre pas vraisemblable, ha dicho Boileau. (Lo verdadero puede no parecer verosímil.) Faulkner prodiga las inverosimilitudes para parecer verdadero, y lo consigue. Mejor dicho: el mundo que imagina es tan real, que también abarca lo inverosímil. William Faulkner ha sido comparado con Dostoievski. La aproximación no es injusta, pero el mundo de Faulkner es tan físico, tan carnal, que junto al coronel Bayard Sartoris o a Temple Drake, el homicida explicativo Raskolnikov es tenue como un príncipe de Racine… Ríos de agua morena, quintas desordenadas, negros esclavos, guerras ecuestres, haraganas y crueles: el mundo peculiar de The Unvanquished es consanguíneo de esta América y de su historia, es criollo también. Hay libros que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Éste —para mí— es uno de ellos.
The Wild Palms
Que yo sepa, nadie ha ensayado todavía una historia de las formas de la novela, una morfología de la novela. Esa historia hipotética y justiciera destacaría el nombre de Wilkie Collins, que inauguró el curioso procedimiento de encomendar la narración de la obra a los personajes; de Robert Browning, cuyo vasto poema narrativo La sortija y el libro (1888) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas; de Joseph Conrad, que alguna vez mostró dos interlocutores que iban adivinando y reconstruyendo la historia de un tercero. También —con evidente justicia— de William Faulkner. Éste, con Jules Romains, es de los pocos novelistas a quienes interesan por igual los procedimientos de la novela y el destino y carácter de las personas. En las obras capitales de Faulkner —en Luz de agosto, en El sonido y la furia, en Santuario— las novedades técnicas parecen necesarias, inevitables. En The Wild Palms son menos atractivas que incómodas, menos justificables que exasperantes. El libro consta de dos libros, de dos historias paralelas (y antagónicas) que se alternan. La primera —Wild Palms— es la de un hombre aniquilado por la carnalidad; la segunda —Old Man—, la de un muchacho de ojos descoloridos que trata de asaltar un tren, y a quien, después de muchos y borrosos años de cárcel, el Mississippi desbordado confiere una libertad inútil y atroz. Esta segunda historia, admirable a veces, corta y vuelve a cortar el penoso curso de la primera, en largas interpolaciones. Es verosímil la afirmación de que William Faulkner es el primer novelista de nuestro tiempo. Para trabar conocimiento con él, la menos apta de sus obras me parece The Wild Palms, pero incluye (como todos los libros de Faulkner) páginas de una intensidad que notoriamente excede las posibilidades de cualquier otro autor.
Faulkner pertenece a la tradición de los grandes escritores «reaccionarios» del siglo XX como Borges, Pound, Mishima o Céline, definidos básicamente por el anticapitalismo y en consecuencia por el antiliberalismo. Son escritores que, desde posiciones y criterios distintos, han resistido el proceso de mercantilización de la sociedad y han defendido valores precapitalistas y en muchos casos han sido antidemocráticos. Creo que Faulkner es el que mejor ha dramatizado estos conflictos en su obra. De hecho construyó un mito sobre los valores perdidos y el horror al dinero. La tensión entre los Sartoris y los Snopes define, como sabemos, la gran saga social de Faulkner (Flag in the dust, Sanctuary, The Hamlet, The town, The mansion). Los valores vencidos del Sur, la óptica «arcaica» y aristocrática, son el fundamento de una crítica violentísima a la moral pragmática del capitalismo. Muchos elementos arcaizantes de la novela «latinoamericana» (centralmente García Márquez) heredaron del autor sureño esa perspectiva. Siempre me pareció fundamental lo que dice Faulkner en la Introducción de 1933 a The Sound and the Fury: «Escribí este libro y aprendí a leer». La idea de que escribir cambia el modo de leer y de que un escritor construye la tradición y arma su genealogía literaria a partir de su propia obra. No importa el canon «objetivo» de los libros: el canon de un escritor tiene que ver con lo que escribe (o con lo que quiere escribir). La red de Faulkner incluye, digamos, la traducción inglesa de la Biblia por el rey James, la prosa de Conrad, ciertos climas de Nathaniel Hawthorne, las técnicas de Joyce, etc., pero lo único que permite unir estos textos y armar una trama (o una tradición) es la escritura de Faulkner. El lugar desde el que leía la cultura (el contexto periférico y afrancesado del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde fuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este. Podía leer de otro modo («como un campesino», según él mismo decía con una ironía muy sofisticada) porque estaba en otro lugar. Esa combinación de leer «como un escritor» (y no como un intelectual) y leer «como un campesino» (y no como un hombre de letras) hace de Faulkner un lector extraordinario. Por ejemplo todo lo que dice sobre la literatura contemporánea es muy inteligente. Joyce debe ser el autor más estudiado del siglo XX, pero nadie lo leyó tan bien como William Faulkner. En Absalom, Absalom!, Quentin investiga la historia del Sur y la historia de Sutpen por medio de Rosa Colfield, y las teorías se mezclan con los hechos y las versiones. Como en Faulkner, a menudo, la primera persona es plural, la investigación es siempre más compleja y más abierta. Lo que no está narrado, según enseña Faulkner, lo que sostiene secretamente la intriga sólo debe ser revelado parcialmente y nunca por el propio novelista. Una noción «faulkneriana» de la experiencia parece indicar que los hechos siempre vienen filtrados. Los acontecimientos no son nunca directos, cuando llegan ya han sido interpretados, por relatos de otros, por versiones inciertas, por voces que llegan del pasado y también, muy a menudo, por libros. (La Biblia en ese sentido funciona como un modelo, una suerte de plan o una rejilla que permite juzgar y comparar la experiencia cotidiana y prepararse a vivir lo que no se conoce). «Hay que leer el Ulysses con fe», decía Faulkner en la entrevista de la Paris Review: hay que leer la literatura con fe, es decir como un modelo de la vida, como un oráculo personal. Y eso han sido los libros de Faulkner para muchos de nosotros: formas de la experiencia, acontecimientos importantes en la vida personal. Creo que lo que más me impresiona de Faulkner es la autonomía del que narra: importa más la voz del narrador que la historia propiamente dicha. A menudo el narrador alucina, divaga, se va por las ramas, se olvida de lo que estaba narrando y vuelve a empezar. Una especie de narrador amnésico, medio borracho, perdido en el relato. Es extraordinario. La utopía en Faulkner es la búsqueda de un mundo que se ha perdido, que se trata de recordar y reconstruir como si estuviera sumergido en las ruinas del presente. La utopía importa porque es la antirrealidad, porque es un modo de no aceptar el mundo tal cual es y aspirar a otra cosa. Por eso es un gran novelista (el gran novelista del siglo XX), porque aspira a una realidad más verdadera que la realidad en la que vivimos. Onetti ha sido el escritor «latinoamericano» más influenciado por Faulkner. Me parece que saca de éste la figura de un narrador que no entiende lo que narra y también la certidumbre de que el tono de la prosa define la trama (y no al revés). Para mí lo mejor de Onetti está en las nouvelles: ahí es único, más literario y más virtuoso que Faulkner, un narrador excepcional, capaz de fragmentar una historia hasta convertirla en un destello de luz en un vaso. Jorge Malabia, como Quentin Compson, es un hijo de Stephen Dedalus (que a su vez es hijo del príncipe Hamlet): el joven poeta, que detecta el mundo práctico y se niega a actuar. No me gusta como termina sus días, prefiero el final de Compson, que se suicida (pero la degradación es el modelo de la tragedia para Onetti). «Él, Jorge Malabia, había cambiado. Compraba tierras y casas y las vendía. Ya no sufría por cuñadas suicidas y por poemas imposibles. Ahora era un hombre abandonado por los problemas metafísicos, por la necesidad de atrapar la belleza con un poema o un libro». El astillero me parece ligado a Santuario. La mujer con zapatos de hombre viene de ahí, lo mismo que la casilla de Gálvez. La idea de que las historias se heredan de generación en generación está por supuesto en Absalom, Absalom! y en toda la obra de Faulkner.
Mi primer encuentro con Faulkner fue peripatético. Este comienzo que parece prometedor de estremecimientos no es más que la imagen, el recuerdo de un pequeño accidente, de una casualidad. Una tarde, al salir de la oficina donde trabajaba pasé por una librería y compré el último número de Sur, revista fundada y mantenida por Victoria Ocampo. Creo que el nombre le fue sugerido por Ortega y Gasset. La intención del título fue desvirtuada porque Sur se convirtió –afortunadamente- en un instrumento que nos permitió conocer lo mejor de la literatura europea y la de U.S.A. Se trató, reitero, de una casualidad porque yo leía la revista esporádicamente debido a que las poesías que publicaba eran intercambiables. Es decir: recogía poemas que parecían todos de un mismo autor. Cuántas veces jugué a dar a leer las poesías de un número cualquiera de la revista y, escondiendo el nombre del poeta, preguntar quien era. Fue una broma y una tortura para amigas y amigos. Vuelvo atrás, recuerdo que abrí el ejemplar en la calle, encontré por primera vez en mi vida el nombre de William Faulkner. Había una presentación del escritor desconocido y un cuento mal traducido al castellano. Comencé a leerlo y seguí caminando, fuera del mundo de peatones y automóviles, hasta que decidí meterme en un café para terminar el cuento, felizmente olvidado de quienes me estaban esperando. Volví a leerlo y el embrujo aumentó. Aumentó, y todos los críticos coinciden en que aún dura. En muchos comentarios y sobre todo en solapas de libros, he visto las palabras alucinante o alucinado referidas a obras de Faulkner. Según mi diccionario, el término puede significar ceguera o engaño. Aquí recuerdo que Bernard Shaw se vanagloriaba de sus ojos que por ser totalmente normales eran anormales por cuanto es muy reducido el número de personas que disfrutan o padecen de una vista perfecta. El irlandés atribuía a esto el desconcierto y hasta las iras que provocaban sus comedias. Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso (Sartoris, Gambito de caballo, El intruso en la riña, Los rateros, etcétera) aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y ajenos. De ahí que todo lo nombrado (panoramas, gente, anécdotas) resulte creíble pero fantasmal. El ejemplo más violento de lo que digo tal vez sea el reportero innominado de Pylon. Éste, ausente y profundamente metido en el relato hace pensar en el mismo Faulkner, capacitado para ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos. Si los lectores meditan podrán atribuir la misma cualidad fantasmal a los personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias. Pero lo que más me deslumbró y me unió en aquel primer encuentro con su genio fue aquella manera de largarse, como uno de los caballitos que creó para nosotros en El villorrio, él solo, seguro de que nadie podía acompañarlo o que no tenían lo necesario para enfrentar un fracaso idiomático, heredado, puesto para siempre frente a una barrera que maestros viejos habían colocado para reventar los morros de los potrillos audaces y nuevos. Ésa fue la historia y los siete años sin obras en los bookstores forman la más exacta apreciación de la cultura norteamericana en materia literaria. Los hombrecitos del tren de regreso a las 5.15 p.m., polluelos del más feroz matriarcado conocido por la historia contemporánea, traían los viernes –puntuales- el libro del mes, el libro elegido por solteronas o no solteras y tampoco satisfechas; el libro seleccionado por el pastor de cualquier iglesia antipapista y su rebaño feliz. ¿Cómo imaginar que un hombre sin pecado atravesara la sucia red puritana y llegara a casa llevando escondido en el portafolio un libro del maldito W. F., del sadista que había escrito Santuario? De manera que no había más y ninguna miss tenía motivo para ruborizarse y ninguna mistress se privaba de leerlo cuando el ganapán respectivo comenzaba a roncar. Claro que nunca se trataba de una novela comprada en una librería y al aire libre; eran préstamos sigilosos de amigas y al diablo los derechos de autor. Pero esta pobre gente no pensaba que en un rincón de Oxford o Memphis un maniático llamado William Faulkner persistía escribiendo libros incomparables que flotaban muy por encima de lo que ellos consideraban literatura. Degenerado dentro de la sociedad norteamericana, no buscaba dólares; se contentaba con ser, párrafo tras párrafo, él mismo dentro de su genio o su locura; se contentaba -lo dijo- con un poco de tabaco, un poco de whisky sureño y su maravillosa soledad nocturna en un granero al borde de la ruina, desbordante de marlos resecos, alfombrado por suciedad de gallinas. La vida tiene una asombrosa imaginación y fuerza suficientes para inventar e imponer infiernos privados, efímeros paraísos subjetivos. Nadie sabrá nunca si el mencionado granero contenía un paraíso o un infierno para el amo y propietario de Yoknapatawpha. Ambas cosas, supongo. Todos los vicios ofrecen o imponen lo mismo. Ambas cosas, también, cuando uno está hundido en un amor, sin remisión. En el proyecto -inútil y fracasado antes de iniciarlo- de descubrir al hombre, debe tenerse en cuenta su timidez enfermiza, su corta estatura, su repugnancia y desdén por «la feria en la plaza”, su obsesiva resolución de no permitir, en las pocas entrevistas que regaló a críticos y reporteros, ninguna pregunta de índole personal. Sabemos que tenía una hija adolescente cuando estuvo de paso en París, rumbo a Estocolmo y al cheque del premio. Pero no lo sabemos de verdad; se dice que la hermosa criatura había nacido mucho antes de su casamiento con una señora divorciada que aportó dos hijos al matrimonio; su nombre era Stelle Oldham Franklin. El misterio que él usó como valla para que nadie penetrara en su vida privada fue mantenido por sus deudos. Nadie conoce la causa de su muerte. Se habló de una caída al intentar descender, en la madrugada o la mañana, los escalones de madera podrida del mencionado granero. Y, como en la canción de Stevenson, el bourbon hizo lo demás. El bourbon y los fantasmas que seguían poblándolo cuando consideró que la cuota diaria de escritura había terminado. Pero esto no está probado y tampoco interesa. Los deudos, los Faulkners o Falkners, eran en Oxford tan importantes como los Sartoris, los Sutpen, los Compson, o Miss Emily Grierson -«una tradición, un deber y una preocupación”- personaje de aquel cuento tan envidiado como inmortal: Una rosa para Emily. Tenían poderes feudales nacidos de los sufrimientos y la derrota del Sur en la Guerra de Secesión. Y sabían usarlos. Dócilmente, el doctor Martino escribió un certificado: falla del corazón. De modo que ordenaron al sheriff que declarara persona no grata a todo periodista, curioso o admirador que se acercara a la casa blanca de Oxford, donde Faulkner vivió sus últimos años y en cuyo cementerio fue puesto a descansar, bajo un olmo ya quemado por el verano incipiente. Y el velatorio se hizo con el ataúd cerrado. Como es natural e irremediable, al día siguiente de su muerte todas las agencias de noticias norteamericanas cubrieron el mundo con obituarios ditirámbicos y desolados. Al fin y al cabo -aunque los redactores no lo hubieran leído nunca- se trataba de un Premio Nobel. Pero este animal de estirpe extraña había dicho una vez: «Espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso”. Los elogios, las interpretaciones críticas («Entre los aplausos, entre los desdenes y las tonterías de la multitud”; y «la fama es siempre un malentendido”) habrían resbalado sobre su genio como una lluvia molesta que nos coge desprevenidos. Pero tal vez hubiera sonreído con ironía afectuosa de haber podido mirar los letreros colocados en los escaparates de los negocios de Oxford el día de su entierro:
En memoria de William Faulkner este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 p.m. Julio 7 de 1962.
Es decir: ¡quince minutos sin ganar un mísero cent! El muerto no podría imaginar una homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños gold diggers de su país.
(EFE 4/1976)
William Faulkner
Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aún desde los años en que ni siquiera soñaba escribir. Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos más desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un intelectual, nunca se preocupó de la política de las letras. Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas. Su amor –casi incomparable en el siglo– por abandonarse a sí mismo, a su frecuente caos, a sus frases de cientos de palabras, reflejaba dos cosas de valor indudable y equivalente: respeto por la vida, por los seres que la pueblan y la hacen.Y, en estos tiempos de «rodeos”, parece prudente un recuerdo. Desciendo del reciente difunto inmortal a este humilde necrólogo a pedido, reiteraremos que no fue hombre de academias, de discursos patrióticos, de asociaciones literarias. Y si se le hubiera permitido escribir sobre su muerte no habría aportado ni una gota a los chaparrones de cursilería que julio promete sobre el tema y cumplirá, sin duda alguna. Rodeándonos, claro, presumimos.
(ACCIÓN, Montevideo, 15-7-1962)
Réquiem por Faulkner (Padre y maestro mágico)
Nunca jugó en el glorioso Wanderers aunque estamos seguros de que habría amado ese nombre. Tal vez culpa de los dirigentes, acaso de los seleccionadores. Nunca se preocupó del problema de Laos ni, siquiera, de las próximas elecciones uruguayas. No nos dejó opinión sobre la generación del 45. No hizo testamento acerca de la influencia decisiva de la del 45 respecto del futuro de la literatura mundial. El autor de estas líneas se lava cortésmente las manos afirmando que está fuera del asunto, que pertenece a la generación del 44 y desde allí mira, se divierte y, es inevitable, padece. Se llama, el obituado, William Faulkner. No se volcaron los ómnibus en las calles, el Superior Gobierno no decretó ni un par de días de duelo, las campanas no repicaron con mansedumbre y tristeza. Ni siquiera nos acordamos del plan de buena voluntad. El difunto sigue llamándose William Faulkner y ése será su nombre hasta que explote la primera bomba nuclear. Nadie, nada después, como es fácil de comprender. En este momento exacto estará endurecido, vestido de frac, adornado con medallas que alguna pobre gente, que nada podía saber de él, que morirá ignorando el sentido de su olor, le impuso en el pecho y en la solapa izquierda. Pero esta humillación -incluyendo la definitiva humillación de morirse, también él- pierde importancia cuando pensamos en lo que vendrá. En el torrente -ordenado y sabio en apariencia- firmado por críticos de prestigio mundial que derramarán lágrimas o correcciones encima del pobre tipo que murió a los 64 años en un granero del Sur de U.S.A., burlándose de una página virgen, con un vaso de whisky bourbon junto al codo. Nuestros diarios están, felizmente, dirigidos por intelectuales de talento indiscutible y probado. ¿Les costaría mucho manejar una regla centimetrada y establecer cuánto espacio dedicaron a la muerte, al estudio de un genio, y cuánto al match de Peñarol y Nacional? Si algún rector de la opinión pública se encuentra atareado o perezoso, bastará con que nos haga una seña. Tendrá de inmediato, las cifras correspondientes a 6 de julio, hoy, noche en que escribimos. Pero, sucede, hace algunos años tradujimos para nuestros amigos de Acción varios fragmentos de un reportaje hecho a William Faulkner por El Europeo. Acción lo reproduce hoy, 6 de julio, calificándolo erróneamente de «póstumo”. En aquel tiempo nos limitamos a dar, en un modesto español, lo que menos podía molestar, herir. Pero en este 6 de julio de 1962 se nos ocurre que nuestro amor por ese finado flaco y tieso merece decir nuestra pobre verdad frente al reportaje completo de El Europeo que reproduce Acción. Comencemos por afirmar nuestra total solidaridad con las citas elegidas (por nosotros, claro). Pero, con muchos años vividos en el periodismo y de él, nos vemos obligados a confesar de inmediato que el difunto de turno, William Faulkner, no actuó en Maracaná ni tuvo nada que ver con ninguna de nuestras generaciones literarias. Por algo impersonal lo reiteramos. La lealtad con el lector es el primer deber del escriba. Ah! El muerto ya hediendo, nunca dijo que sí ni que no. Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo. Alguien que no domina el inglés y, mucho menos, el español, profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare. Oiremos de buena voluntad a G. B. Shaw, si se le ocurre terciar en el asunto. Pero ya hablamos de periodismo y de lectores, ya que estamos perdidos y en algún plano, ustedes también. Hace algunos años Malcolm Cowley, uno de los críticos literarios más inteligentes y amenos de U.S.A., reporteó a otro difunto que merecía -y lograba- mayor difusión e interés que el muerto del 6 de julio. Se llamaba Hemingway, había cazado elefantes, osos y leones, se había casado varias veces, inventó el Martini Montgomery -15 contra uno- y también una extraordinaria novela: «Adiós a las armas”. Cowley preparó el terreno y dijo finalmente: «¿Cuál es el novelista norteamericano más importante de nuestra época?”. Hemingway rió unos segundos y mezcló el contenido de las cantimploras que cargaba en el cinturón. ”No puede discutirse, no puede preguntarse. Lejos, muy adelante de todos nosotros, está Faulkner. Yo dejaría gustoso de escribir si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo, de decirle basta y ser obedecido. Porque Faulkner no es perfecto, precisamente por eso. Por continuar trabajando cuando está cansado y borracho, cuando el mundo ha desaparecido y ya no puede saberse si la noche se mantiene protectora -para él- o la mañana llegó para todos los hombres, para el trabajo inquerido, para las preocupaciones no buscadas. Pero si yo pudiera dirigirlo…” Hemingway no tenía aún el premio Nobel. Estamos escribiendo de memoria, sin originales para copiar o traducir. Tal vez por eso, y sin querer, estamos mejorando su estilo. Las anécdotas son muchas, tontas -en su mayor parte-, como corresponde esperar de un hombre tímido, iluminado alternativamente por la gloria al estilo yanqui y olvidado en la sombra, la soledad auténtica y dichosa. Muchas de ellas deben haber sido reproducidas en estos días. Conviene recordar que cuando le dieron el Nobel en el 50 sus libros estaban ya agotados en U.S.A. desde siete años antes. No había editores ni público que permitieran arriesgarse a nuevas ediciones. Aunque recientemente reproducido entre nosotros, el casi póstumo reportaje de El Europeo permite algunas prolongaciones de este réquiem. En primer lugar, define a lo que entendemos como un artista: un hombre capaz de soportar que la gente -y para la definición- cuanto más próxima mejor, se vaya al infierno, siempre que el olor a carne quemada no le impida continuar realizando su obra. Y un hombre que, en el fondo, en la última profundidad, no dé importancia a su obra. Porque sabe, no puede olvidar -y ésta es su condena y su diferencia- que todo terminará como en este 6 de julio que comentamos; o en cualquier otra fecha que alguien se moleste en elegir por nosotros. Gracias.
IN THE PICTURES, the snapshots hurriedly made, a little faded, a little dog-eared with the thirteen years, they swagger a little. Lean, hard, in their brass-and-leather martial harness, posed standing beside or leaning upon the esoteric shapes of wire and wood and canvas in which they flew without parachutes, they too have an esoteric look; a look not exactly human, like that of some dim and threatful apotheosis of the race seen for an instant in the glare of a thunderclap and then forever gone.
Because they are dead, all the old pilots, dead on the eleventh of November, 1918. When you see modern photographs of them, the recent pictures made beside the recent shapes of steel and canvas with the new cowlings and engines and slotted wings, they look a little outlandish: the lean young men who once swaggered. They look lost, baffled. In this saxophone age of flying they look as out of place as, a little thick about the waist, in the sober business suits of thirty and thirty-five and perhaps more than that, they would look among the saxophones and miniature brass bowlers of a night club orchestra. Because they are dead too, who had learned to respect that whose respect in turn their hardness had commanded before there were welded center sections and parachutes and ships that would not spin. That’s why they watch the saxophone girls and boys with slipstream-proof lipstick and aeronautical flasks piling up the saxophone crates in private driveways and on golf greens, with the quick sympathy and the bafflement too. «My gad,» one of them, warrant officer pilot, captain and M. C. in turn said to me once; «if you can treat a crate that way, why do you want to fly at all?.»
But they are all dead now. They are thick men now, a little thick about the waist from sitting behind desks, and maybe not so good at it, with wives and children in suburban homes almost paid out, with gardens in which they putter in the long evenings after the 5:15 is in, and perhaps not so good at that either: the hard, lean men who swaggered hard and drank hard because they had found that being dead was not as quiet as they had heard it would be. That’s why this story is composite: a series of brief glares in which, instantaneous and without depth or perspective, there stood into sight the portent and the threat of what the race could bear and become, in an instant between dark and dark.
II
IN 1918 I was at Wing Headquarters, trying to get used to a mechanical leg, where, among other things, I had the censoring of mail from all squadrons in the Wing. The job itself wasn’t bad, since it gave me spare time to experiment with a synchronized camera on which I was working. But the opening and reading of the letters, the scrawled, brief pages of transparent and honorable lies to mothers and sweethearts, in the script and spelling of schoolboys. But a war is such a big thing, and it takes so long. I suppose they who run them (I don’t mean the staffs, but whoever or whatever it is that controls events) do get bored now and then. And it’s when you get bored that you turn petty, play horse.
So now and then I would go up to a Camel squadron behind Amiens and talk with the gunnery sergeant about the synchronization of the machine guns. This was Spoomer’s squadron. His uncle was the corps commander, the K. G., and so Spoomer, with his Guards’ Captaincy, had also got in turn a Mons Star, a D. S. O., and now a pursuit squadron of single seaters, though the third barnacle on his tunic was still the single wing of an observer.
In 1914 he was in Sandhurst: a big, ruddy-colored chap with china eyes, and I like to think of his uncle sending for him when the news got out, the good news. Probably at the uncle’s club (the uncle was a brigadier then, just recalled hurriedly from Indian service) and the two of them opposite one another across the mahogany, with the newsboys crying in the street, and the general saying, «By gad, it will be the making of the Army. Pass the wine, sir.»
I daresay the general was put out, not to say outraged, when he finally realized that neither the Hun nor the Home Office intended running this war like the Army wanted it run. Anyway, Spoomer had already gone out to Mons and come back with his Star (though Ffollansbye said that the general sent Spoomer out to get the Star, since it was going to be one decoration you had to be on hand to get) before the uncle got him transferred to his staff, where Spoomer could get his D. S. O. Then perhaps the uncle sent him out again to tap the stream where it came to surface. Or maybe Spoomer went on his own this time. I like to think so. I like to think that he did it through pro patria, even though I know that no man deserves praise for courage or opprobrium for cowardice, since there are situations in which any man will show either of them. But he went out, and came back a year later with his observer’s wing and a dog almost as large as a calf. That was 1917, when he and Sartoris first came together, collided. Sartoris was an American, from a plantation at Mississippi, where they grew grain and Negroes, or the Negroes grew the grain or something. Sartoris had a working vocabulary of perhaps two hundred words, and I daresay to tell where and how and why he lived was beyond him, save that he lived in the plantation with his great-aunt and his grandfather. He came through Canada in 1916, and he was at Pool. Ffollansbye told me about it. It seems that Sartoris had a girl in London, one of those three-day wives and three-year widows. That’s the bad thing about war. They, the Sartorises and such, didn’t die until 1918, some of them. But the girls, the women, they died on the fourth of August, 1914. So Sartoris had a girl. Ffollansbye said they called her Kitchener, «because she had such a mob of soldiers.» He said they didn’t know if Sartoris knew this or not, but that anyway for a while Kitchener Kit appeared to have ditched them all for Sartoris. They would be seen anywhere and any time together, then Ffollansbye told me how he found Sartoris alone and quite drunk one evening in a restaurant. Ffollansbye told how he had already heard that Kit and Spoomer had gone off somewhere together about two days ago. He said that Sartoris was sitting there, drinking himself blind, waiting for Spoomer to come in. He said he finally got Sartoris into a cab and sent him to the aerodrome. It was about dawn then, and Sartoris got a captain’s tunic from someone’s kit, and a woman’s garter from someone else’s kit, perhaps his own, and pinned the garter on the tunic like a barnacle ribbon. Then he went and waked a corporal who was an ex-professional boxer and with whom Sartoris would put on the gloves now and then, and made the corporal put on the tunic over his underclothes. «Namesh Spoomer,» Sartoris told the corporal. «Cap’m Spoomer»; swaying and prodding at the garter with his finger. «Dishtinguish Sheries Thighs,» Sartoris said. Then he and the corporal in the borrowed tunic, with his woolen underwear showing beneath, stood there in the dawn, swinging at one another with their naked fists.
III
YOU’D THINK that when a war had got you into it, it would let you be. That it wouldn’t play horse with you. But maybe it wasn’t that. Maybe it was because the three of them, Spoomer and Sartoris and the dog, were so humorless about it. Maybe a humorless person is an unflagging challenge to them above the thunder and the alarms. Anyway, one afternoon it was in the spring, just before Cambrai fell I went up to the Camel aerodrome to see the gunnery sergeant, and I saw Sartoris for the first time. They had given the squadron to Spoomer and the dog the year before, and the first thing they did was to send Sartoris out to it.
The afternoon patrol was out, and the rest of the people were gone too, to Amiens I suppose, and the aerodrome was deserted. The sergeant and I were sitting on two empty petrol tins in the hangar door when I saw a man thrust his head out the door of the officers’ mess and look both ways along the line, his air a little furtive and very alert. It was Sartoris, and he was looking for the dog.
«The dog?» I said. Then the sergeant told me, this too composite, out of his own observation and the observation of the entire enlisted personnel exchanged and compared over the mess tables or over pipes at night: that terrible and omniscient inquisition of those in an inferior station.
When Spoomer left the aerodrome, he would lock the dog up somewhere. He would have to lock it up in a different place each time, because Sartoris would hunt until he found it, and let it out. It appeared to be a dog of intelligence, because if Spoomer had only gone down to Wing or somewhere on business, the dog would stay at home, spending the interval grubbing in the refuse bin behind the men’s mess, to which it was addicted in preference to that of the officers. But if Spoomer had gone to Amiens, the dog would depart up the Amiens road immediately on being freed, to return later with Spoomer in the squadron car.
«Why does Mr. Sartoris let it out?» I said. «Do you mean that Captain Spoomer objects to the dog eating kitchen refuse?» But the sergeant was not listening. His head was craned around the door, and we watched Sartoris. He had emerged from the mess and he now approached the hangar at the end of the line, his air still alert, still purposeful. He entered the hangar. «That seems a rather childish business for a grown man,» I said.
The sergeant looked at me. Then he quit looking at me. «He wants to know if Captain Spoomer went to Amiens or not.»
After a while I said, «Oh. A young lady. Is that it?» He didn’t look at me. «You might call her a young lady. I suppose they have young ladies in this country.»
I thought about that for a while. Sartoris emerged from the first hangar and entered the second one. «I wonder if there are any young ladies any more anywhere,» I said.
«Perhaps you are right, sir. War is hard on women.»
«What about this one?» I said. «Who is she?
«He told me. They ran an estaminet, a «bit of a pub» he called it, an old harridan of a woman, and the girl. A little place on a back street, where officers did not go. Perhaps that was why Sartoris and Spoomer created such a furor in that circle. I gathered from the sergeant that the contest between the squadron commander and one of his greenest cubs was the object of general interest and the subject of the warmest conversation and even betting among the enlisted element of the whole sector of French and British troops. «Being officers and all,» he said.
«They frightened the soldiers off, did they?» I said. «Is that it?» The sergeant did not look at me. «Were there many soldiers to frighten off?»
«I suppose you know these young women,» the sergeant said. «This war and all.
«And that’s who the girl was. What the girl was. The sergeant said that the girl and the old woman were not even related. He told me how Sartoris bought her things: clothes, and jewelry; the sort of jewelry you might buy in Amiens, probably. Or maybe in a canteen, because Sartoris was not much more than twenty. I saw some of the letters which he wrote to his great-aunt back home, letters that a third-form lad in Harrow could have written, perhaps bettered. It seemed that Spoomer did not make the girl any presents. «Maybe because he is a captain,» the sergeant said. «Or maybe because of them ribbons he don’t have to.»
«Maybe so,» I said.
And that was the girl, the girl who, in the centime jewelry which Sartoris gave her, dispensed beer and wine to British and French privates in an Amiens back street, and because of whom Spoomer used his rank to betray Sartoris with her by keeping Sartoris at the aerodrome on special duties, locking up the dog to hide from Sartoris what he had done. And Sartoris taking what revenge he could by letting out the dog in order that it might grub in the refuse of plebeian food.
He entered the hangar in which the sergeant and I were: a tall lad with pale eyes in a face that could be either merry or surly, and quite humorless. He looked at me. «Hello,» he said.
«Hello,» I said. The sergeant made to get up.
«Carry on,» Sartoris said. «I don’t want anything.» He went on to the rear of the hangar. It was cluttered with petrol drums and empty packing cases and such. He was utterly without self-consciousness, utterly without shame of his childish business.
The dog was in one of the packing cases. It emerged, huge, of a napped, tawny color; Ffollansbye had told me that, save for Spoomer’s wing and his Mons Star and his D. S. O., he and the dog looked alike. It quitted the hangar without haste, giving me a brief, sidelong glance. We watched it go on and disappear around the corner of the men’s mess. Then Sartoris turned and went back to the officers’ mess and also disappeared.
Shortly afterward, the afternoon patrol came in. While the machines were coming up to the line, the squadron car turned onto the aerodrome and stopped at the officers’ mess and Spoomer got out. «Watch him,» the sergeant said. «He’ll try to do it like he wasn’t watching himself, noticing himself.»
He came along the hangars, big, hulking, in green golf stockings. He did not see me until he was turning into the hangar. He paused; it was almost imperceptible, then he entered, giving me a brief, sidelong glance. «How do,» he said in a high, fretful, level voice. The sergeant had risen. I had never seen Spoomer even glance toward the rear, toward the overturned packing case, yet he had stopped. «Sergeant,» he said.
«Sir,» the sergeant said.
«Sergeant,» Spoomer said. «Have those timers come up yet?»
«Yes, sir. They came up two weeks ago. They’re all in use now, sir.»
«Quite so. Quite so.» He turned; again he gave me a brief, sidelong glance, and went on down the hangar line, not fast. He disappeared. «Watch him, now,» the sergeant said. «He won’t go over there until he thinks we have quit watching him.»
We watched. Then he came into sight again, crossing toward the men’s mess, walking briskly now. He disappeared beyond the corner. A moment later he emerged, dragging the huge, inert beast by the scruff of its neck. «You mustn’t eat that stuff,» he said. «That’s for soldiers.»
IV
I DIDN’T KNOW at the time what happened next. Sartoris didn’t tell me until later, afterward. Perhaps up to that time he had not anything more than instinct and circumstantial evidence to tell him that he was being betrayed: evidence such as being given by Spoomer some duty not in his province at all and which would keep him on the aerodrome for the afternoon, then finding and freeing the hidden dog and watching it vanish up the Amiens road at its clumsy hard gallop. But something happened. All I could learn at the time was, that one afternoon Sartoris found the dog and watched it depart for Amiens. Then he violated his orders, borrowed a motor bike and went to Amiens too. Two hours later the dog returned and repaired to the kitchen door of the men’s mess, and a short time after that, Sartoris himself returned on a lorry (they were already evacuating Amiens) laden with household effects and driven by a French soldier in a peasant’s smock. The motor bike was on the lorry too, pretty well beyond repair. The soldier told how Sartoris had driven the bike full speed into a ditch, trying to run down the dog. But nobody knew just what had happened, at the time. But I had imagined the scene, before he told me. I imagined him there, in that bit of a room full of French soldiers, and the old woman (she could read pips, no doubt; ribbons, anyway) barring him from the door to the living quarters. I can imagine him, furious, baffled, inarticulate (he knew no French) standing head and shoulders above the French people whom he could not understand and that he believed were laughing at him. «That was it,» he told me. «Laughing at me behind their faces, about a woman. Me knowing that he was up there, and them knowing I knew that if I busted in and dragged him out and bashed his head off, I’d not only be cashiered, I’d be clinked for life for having infringed the articles of alliance by invading foreign property without warrant or something.
«Then he returned to the aerodrome and met the dog on the road and tried to run it down. The dog came on home, and Spoomer returned, and he was just dragging it by the scruff of the neck from the refuse bin behind the men’s mess, when the afternoon patrol came in. They had gone out six and come back five, and the leader jumped down from his machine before it had stopped rolling. He had a bloody rag about his right hand and he ran toward Spoomer stooped above the passive and stiff-legged dog. «By gad,» he said, «they have got Cambrai!»
Spoomer did not look up. «Who have?»
«Jerry has, by gad!»
«Well, by gad,» Spoomer said. «Come along, now. I have told you about that muck.»
A man like that is invulnerable. When Sartoris and I talked for the first time, I started to tell him that. But then I learned that Sartoris was invincible too. We talked, that first time. «I tried to get him to let me teach him to fly a Camel,» Sartoris said. «I will teach him for nothing. I will tear out the cockpit and rig the duals myself, for nothing.»
«Why?» I said. «What for?»
«Or anything. I will let him choose it. He can take an S. E. if he wants to, and I will take an Ak. W. or even a Fee and I will run him clean out of the sky in four minutes. I will run him so far into the ground he will have to stand on his head to swallow.»
We talked twice: that first time, and the last time. «Well, you did better than that,» I said the last time we talked.
He had hardly any teeth left then, and he couldn’t talk very well, who had never been able to talk much, who lived and died with maybe two hundred words. «Better than what?» he said.
«You said before that you would run him clean out of the sky. You didn’t do that; you did better: you have run him clean off the continent of Europe.»
V
I THINK I said that he was invulnerable too. November, 1918, couldn’t kill him, couldn’t leave him growing a little thicker each year behind an office desk, with what had once been hard and lean and immediate grown a little dim, a little baffled, and betrayed, because by that day he had been dead almost six months.
He was killed in July, but we talked that second time, that other time before that. This last time was a week after the patrol had come in and told that Cambrai had fallen, a week after we heard the shells falling in Amiens. He told me about it himself, through his missing teeth. The whole squadron went out together. He left his flight as soon as they reached the broken front, and flew back to Amiens with a bottle of brandy in his overall leg. Amiens was being evacuated, the roads full of lorries and carts of household goods, and ambulances from the Base hospital, and the city and its immediate territory was now interdict.
He landed in a short meadow. He said there was an old woman working in a field beyond the canal (he said she was still there when he returned an hour later, stooping stubbornly among the green rows, beneath the moist spring air shaken at slow and monstrous intervals by the sound of shells falling in the city) and a light ambulance stopped halfway in the roadside ditch.
He went to the ambulance. The engine was still running. The driver was a young man in spectacles. He looked like a student, and he was dead drunk, half sprawled out of the cab. Sartoris had a drink from his own bottle and tried to rouse the driver, in vain. Then he had another drink (I imagine that he was pretty well along himself by then; he told me how only that morning, when Spoomer had gone off in the car and he had found the dog and watched it take the Amiens road, how he had tried to get the operations officer to let him off patrol and how the operations officer had told him that La Fayette awaited him on the Santerre plateau) and tumbled the driver back into the ambulance and drove on to Amiens himself.
He said the French corporal was drinking from a bottle in a doorway when he passed and stopped the ambulance before the estaminet. The door was locked. He finished his brandy bottle and he broke the estaminet door in by diving at it as they do in American football. Then he was inside. The place was empty, the benches and tables overturned and the shelves empty of bottles, and he said that at first he could not remember what it was he had come for, so he thought it must be a drink. He found a bottle of wine under the bar and broke the neck off against the edge of the bar, and he told how he stood there, looking at himself in the mirror behind the bar, trying to think what it was he had come to do. «I looked pretty wild,» he said.
Then the first shell fell. I can imagine it: he standing there in that quiet, peaceful, redolent, devastated room, with the bashed-in door and the musing and waiting city beyond it, and then that slow, unhurried, reverberant sound coming down upon the thick air of spring like a hand laid without haste on the damp silence; he told how dust or sand or plaster, something, sifted somewhere, whispering down in a faint hiss, and how a big, lean cat came up over the bar without a sound and flowed down to the floor and vanished like dirty quicksilver.
Then he saw the closed door behind the bar and he remembered what he had come for. He went around the bar. He expected this door to be locked too, and he grasped the knob and heaved back with all his might. It wasn’t locked. He said it came back into the shelves with a sound like a pistol, jerking him off his feet. «My head hit the bar,» he said. «Maybe I was a little groggy after that.» Anyway, he was holding himself up in the door, looking down at the old woman. She was sitting on the bottom stair, her apron over her head, rocking back and forth. He said that the apron was quite clean, moving back and forth like a piston, and he standing in the door, drooling a little at the mouth, «Madame,» he said. The old woman rocked back and forth. He propped himself carefully and leaned and touched her shoulder. «‘Toinette,» he said. «Ou est-elle, ‘Toinette?» That was probably all the French he knew; that, with vin added to his 196 English words, composed his vocabulary.
Again the old woman did not answer. She rocked back and forth like a wound-up toy. He stepped carefully over her and mounted the stair. There was a second door at the head of the stair. He stopped before it, listening. His throat filled with a hot, salty liquid. He spat it, drooling; his throat filled again. This door was unlocked also. He entered the room quietly. It contained a table, on which lay a khaki cap with the bronze crest of the Flying Corps, and as he stood drooling in the door, the dog heaved up from the corner furthest from the window, and while he and the dog looked at one another above the cap, the sound of the second shell came dull and monstrous into the room, stirring the limp curtains before the window.
As he circled the table the dog moved too, keeping the table between them, watching him. He was trying to move quietly, yet he struck the table in passing (perhaps while watching the dog) and he told how, when he reached the opposite door and stood beside it, holding his breath, drooling, he could hear the silence in the next room. Then a voice said:
«Maman?»
He kicked the locked door, then he dived at it, again like the American football, and through it, door and all. The girl screamed. But he said he never saw her, never saw anyone. He just heard her scream as he went into the room on all fours. It was a bedroom; one corner was filled by a huge wardrobe with double doors. The wardrobe was closed, and the room appeared to be empty. He didn’t go to the wardrobe. He said he just stood there on his hands and knees, drooling, like a cow, listening to the dying reverberation of the third shell, watching the curtains on the window blow once into the room as though to a breath.
He got up. «I was still groggy,» he said. «And I guess that brandy and the wine had kind of got joggled up inside me.» I daresay they had. There was a chair. Upon it lay a pair of slacks, neatly folded, a tunic with an observer’s wing and two ribbons, an ordnance belt. While he stood looking down at the chair, the fourth shell came.
He gathered up the garments. The chair toppled over and he kicked it aside and lurched along the wall to the broken door and entered the first room, taking the cap from the table as he passed. The dog was gone.
He entered the passage. The old woman still sat on the bottom step, her apron over her head, rocking back and forth. He stood at the top of the stair, holding himself up, waiting to spit. Then beneath him a voice said: «Que faites-vous en haut?»
He looked down upon the raised moustached face of the French corporal whom he had passed in the street drinking from the bottle. For a time they looked at one another. Then the corporal said, «Descendez,» making a peremptory gesture with his arm. Clasping the garments in one hand, Sartoris put the other hand on the stair rail and vaulted over it.
The corporal jumped aside. Sartoris plunged past him and into the wall, banging his head hollowly again. As he got to his feet and turned, the corporal kicked at him, striking for his pelvis. The corporal kicked him again. Sartoris knocked the corporal down, where he lay on his back in his clumsy overcoat, tugging at his pocket and snapping his boot at Sartoris’ groin. Then the corporal freed his hand and shot pointblank at Sartoris with a short-barreled pistol.
Sartoris sprang upon him before he could shoot again, trampling the pistol hand. He said he could feel the man’s bones through his boot, and that the corporal began to scream like a woman behind his brigand’s moustaches. That was what made it funny, Sartoris said: that noise coming out of a pair of moustaches like a Gilbert and Sullivan pirate. So he said he stopped it by holding the corporal up with one hand and hitting him on the chin with the other until the noise stopped. He said that the old woman had not ceased to rock back and forth under her starched apron. «Like she might have dressed up to get ready to be sacked and ravaged,» he said.
He gathered up the garments. In the bar he had another pull at the bottle, looking at himself in the mirror. Then he saw that he was bleeding at the mouth. He said he didn’t know if he had bitten his tongue when he jumped over the stair rail or if he had cut his mouth with the broken bottle neck. He emptied the bottle and flung it to the floor.
He said he didn’t know then what he intended to do. He said he didn’t realize it even when he had dragged the unconscious driver out of the ambulance and was dressing him in Captain Spoomer’s slacks and cap and ribboned tunic, and tumbled him back into the ambulance.
He remembered seeing a dusty inkstand behind the bar. He sought and found in his overalls a bit of paper, a bill rendered him eight months ago by a London tailor, and, leaning on the bar, drooling and spitting, he printed on the back of the bill Captain Spoomer’s name and squadron number and aerodrome, and put the paper into the tunic pocket beneath the ribbons and the wing, and drove back to where he had left his aeroplane.
There was an Anzac battalion resting in the ditch beside the road. He left the ambulance and the sleeping passenger with them, and four of them helped him to start his engine, and held the wings for his tight take-off.
Then he was back at the front. He said he did not remember getting there at all; he said the last thing he remembered was the old woman in the field beneath him, then suddenly he was in a barrage, low enough to feel the concussed air between the ground and his wings, and to distinguish the faces of troops. He said he didn’t know what troops they were, theirs or ours, but that he strafed them anyway. «Because I never heard of a man on the ground getting hurt by an aeroplane,» he said. «Yes, I did; I’ll take that back. There was a farmer back in Canada plowing in the middle of a thousand-acre field, and a cadet crashed on top of him.»
Then he returned home. They told at the aerodrome that he flew between two hangars in a slow roll, so that they could see the valve stems in both wheels, and that he ran his wheels across the aerodrome and took off again. The gunnery sergeant told me that he climbed vertically until he stalled, and that he held the Camel mushing on its back. «He was watching the dog,» the sergeant said. «It had been home about an hour and it was behind the men’s mess, grubbing in the refuse bin.» He said that Sartoris dived at the dog and then looped, making two turns of an upward spin, coming off on one wing and still upside down. Then the sergeant said that he probably did not set back the air valve, because at a hundred feet the engine conked, and upside down Sartoris cut the tops out of the only two poplar trees they had left.
The sergeant said they ran then, toward the gout of dust and the mess of wire and wood. Before they reached it, he said the dog came trotting out from behind the men’s mess. He said the dog got there first and that they saw Sartoris on his hands and knees, vomiting, while the dog watched him. Then the dog approached and sniffed tentatively at the vomit and Sartoris got up and balanced himself and kicked it, weakly but with savage and earnest purpose.
VI
THE AMBULANCE DRIVER, in Spoomer’s uniform, was sent back to the aerodrome by the Anzac major. They put him to bed, where he was still sleeping when the brigadier and the Wing Commander came up that afternoon. They were still there when an ox cart turned onto the aerodrome and stopped, with, sitting on a wire cage containing chickens, Spoomer in a woman’s skirt and a knitted shawl. The next day Spoomer returned to England. We learned that he was to be a temporary colonel at ground school.
«The dog will like that, anyway,» I said.
«The dog?» Sartoris said.
«The food will be better there,» I said.
«Oh,» Sartoris said. They had reduced him to second lieutenant, for dereliction of duty by entering a forbidden zone with government property and leaving it unguarded, and he had been transferred to another squadron, to the one which even the B. E. people called the Laundry.
This was the day before he left. He had no front teeth at all now, and he apologized for the way he talked, who had never really talked with an intact mouth. «The joke is,» he said, «it’s another Camel squadron. I have to laugh.»
«Laugh?» I said.
«Oh, I can ride them. I can sit there with the gun out and keep the wings level now and then. But I can’t fly Camels. You have to land a Camel by setting the air valve and flying it into the ground. Then you count ten, and if you have not crashed, you level off. And if you can get up and walk away, you have made a good landing. And if they can use the crate again, you are an ace. But that’s not the joke.»
«What’s not?»
«The Camels. The joke is, this is a night-flying squadron. I suppose they are all in town and they don’t get back until after dark to fly them. They’re sending me to a night-flying squadron. That’s why I have to laugh.»
«I would laugh,» I said. «Isn’t there something you can do about it?»
«Sure. Just keep that air valve set right and not crash. Not wash out and have those wing flares explode. I’ve got that beat. I’ll just stay up all night, pop the flares and sit down after sunrise. That’s why I have to laugh, see. I can’t fly Camels in the daytime, even. And they don’t know it.»
«Well, anyway, you did better than you promised,» I said. «You have run him off the continent of Europe.»
«Yes,» he said. «I sure have to laugh. He’s got to go back to England, where all the men are gone. All those women, and not a man between fourteen and eighty to help him. I have to laugh.»
VII
WHEN JULY CAME, I was still in the Wing office, still trying to get used to my mechanical leg by sitting at a table equipped with a paper cutter, a pot of glue and one of red ink, and laden with the meager, thin, here soiled and here clean envelopes that came down in periodical batches: envelopes addressed to cities and hamlets and sometimes less than hamlets, about England when one day I came upon two addressed to the same person in America: a letter and a parcel. I took the letter first. It had neither location nor date:
Dear Aunt Jenny, Yes I got the socks Elnora knitted. They fit all right because I gave them to my batman he said they fit all right. Yes I like it here better than where I was these are good guys here except these damn Camels. I am all right about going to church we don’t always have church. Sometimes they have it for the ak emmas because I reckon a ak emma needs it but usually I am pretty busy Sunday but I go enough I reckon. Tell Elnora much oblige for the socks they fit all right but maybe you better not tell her I gave them away. Tell Isom and the other niggers hello and Grandfather tell him I got the money all right but war is expensive as hell.
Johnny.
But then, the Malbroucks don’t make the wars, anyway. I suppose it takes too many words to make a war. Maybe that’s why.
The package was addressed like the letter, to Mrs Virginia Sartoris, Jefferson, Mississippi, U. S. A., and I thought, What in the world would it ever occur to him to send to her? I could not imagine him choosing a gift for a woman in a foreign country; choosing one of those trifles which some men can choose with a kind of infallible tact. His would be, if he thought to send anything at all, a section of crank shaft or maybe a handful of wrist pins salvaged from a Hun crash. So I opened the package. Then I sat there, looking at the contents.
It contained an addressed envelope, a few dog-eared papers, a wrist watch whose strap was stiff with some dark dried liquid, a pair of goggles without any glass in one lens, a silver belt buckle with a monogram. That was all.
So I didn’t need to read the letter. I didn’t have to look at the contents of the package, but I wanted to. I didn’t want to read the letter, but I had to.
Squadron, R. A. F. France. 5th July, 1918.
Dear Madam,
I have to tell you that your son was killed on yesterday morning. He was shot down while in pursuit of duty over the enemy lines. Not due to carelessness or lack of skill. He was a good man. The E. A. outnumbered your son and had more height and speed which is our misfortune but no fault of the Government which would give us better machines if they had them which is no satisfaction to you. Another of ours, Mr R. Kyerling 1100 feet below could not get up there since your son spent much time in the hangar and had a new engine in his machine last week. Your son took fire in ten seconds Mr Kyerling said and jumped from your son’s machine since he was side slipping safely until the E. A. shot away his stabiliser and controls and he began to spin. I am very sad to send you these sad tidings though it may be a comfort to you that he was buried by a minister. His other effects sent you later.
I am, madam, and etc. C. Kaye, Major
He was buried in the cemetary just north of Saint Vaast since we hope it will not be shelled again since we hope it will be over soon by our padre since there were just two Camels and seven E. A. and so it was on our side by that time.
C. K. Mjr.
The other papers were letters, from his great-aunt, not many and not long. I don’t know why he had kept them. But he had. Maybe he just forgot them, like he had the bill from the London tailor he had found in his overalls in Amiens that day in the spring.
… let those foreign women alone. I lived through a war mysetf and I know how women act in war, even with Yankees. And a good-for-nothing hellion like you…
And this:
… we think it’s about time you came home. Your grandfather is getting old, and it don’t look like they will ever get done fighting over there. So you come on home. The Yankees are in it now. Let them fight if they want to. It’s their war. It’s not ours.
And that’s all. That’s it. The courage, the recklessness, call it what you will, is the flash, the instant of sublimation; then flick! the old darkness again. That’s why. It’s too strong for steady diet. And if it were a steady diet, it would not be a flash, a glare. And so, being momentary, it can be preserved and prolonged only on paper: a picture, a few written words that any match, a minute and harmless flame that any child can engender, can obliterate in an instant. A one-inch sliver of sulphur-tipped wood is longer than memory or grief; a flame no larger than a sixpence is fiercer than courage or despair.
En las fotos, instantáneas hechas deprisa y corriendo, ahora descoloridas, con los cantos doblados al cabo de trece años, alardean y se jactan un poco. Delgados, endurecidos, con sus arreos marciales de latón y de cuero, posan de pie, al lado o apoyados, en las formas esotéricas, de alambre, madera y lona en las que volaban sin paracaídas. También ellos tienen un aire esotérico, un aire no del todo humano, como el de la sombría y amenazadora apoteosis de una raza vista por un instante al fulgor de un relámpago y acto seguido desaparecida para siempre.
Porque todos los pilotos están muertos desde 11 de noviembre de 1918. Cuando miras fotografías modernas de ellos, las fotografías recientes, hechas junto a las nuevas formas de acero y lona, con una cobertura abatible sobre el motor, con alerones articulados, aquellos jóvenes delgados que en su día se pavoneaban, parecen perdidos, aturdidos, un tanto extravagantes. En esta era del saxo parecen fuera de lugar para la aviación , un tanto anchos de cintura, con los sobrios trajes de chaqueta de hace treinta o treinta y cinco o más años, como a buen seguro lo estarían entre los saxos y las sordinas en miniatura de una orquesta en un night-club. Y es que también están muertos los que aprendieron a respetar aquello cuyo respeto fue ganado con dureza, antes de que existieran fuselajes de sección central soldada y paracaídas y aparatos que no entran en barrena. Por eso miran a las chicas y los chicos de los saxos, ellas con carmín que ya no se corre como el de antes, ellos con cantimploras aerodinámicas apiladas como saxofones, a la entrada de un garaje particular o en el green de un campo de golf, con rápida simpatía y también con desconcierto. «Dios del cielo… —me dijo una vez un piloto de una escuadrilla y buen mecánico, suboficial en su día, capitán después y, a la larga, comandante—. Si se puede tratar así un cacharro, ¿para qué quieres volar?».
Pero ya están todos muertos. Ahora han engordado, andan bastante anchos de cintura de tanto sentarse en los despachos, y puede que ya no sean tan buenos en eso, con sus esposas y sus hijos y sus casas casi terminadas de pagar en los buenos barrios de la periferia, en donde juegan al golf toda la tarde, tras llegar en el tren de las 5:15, y puede que eso tampoco se les dé bien del todo; los hombres flacos y endurecidos, que alardeaban en serio y bebían en serio, porque habían descubierto que morir y estar muerto no era algo tan apacible como tenían entendido. Por eso está hecho a retazos este relato: una serie de vistazos en los que, instantáneos, sin profundidad ni perspectiva, salen a relucir el portento y la amenaza que presagiaban lo que la raza pudiera soportar y llegar a ser, en instantes fugaces, entre tinieblas y tinieblas.
II
En 1918 estuve en el Cuartel General del Ala mientras trataba de adaptarme a una pierna ortopédica, donde, entre otras cosas, me encargaba de la censura de la correspondencia enviada por todas las escuadrillas del Ala. El trabajo en sí no era malo, pues me dejaba tiempo libre para experimentar con una cámara sincronizada que intentaba perfeccionar. Aquello iba de abrir y leer cartas, páginas breves y garabateadas de cualquier manera, llenas de mentiras transparentes y honrosas, dirigidas a las madres y a las novias, con la caligrafía y la ortografía de un simple colegial. Pero una guerra es una cosa descomunal y lleva mucho tiempo. Y supongo que quienes mandan (no me refiero al alto mando, sino a quien sea, o a lo que sea, a eso que controla los acontecimientos) también se aburren de vez en cuando, y cuando alguien se aburre se vuelve mezquino y se dedica a las travesuras.
Así que de vez en cuando visitaba un escuadrón de Camels que estaba acuartelado poco más allá de Amiens y charlaba con el sargento de artillería sobre la sincronización de las ametralladoras. Era el escuadrón de Spoomer. Su tío era comandante del cuerpo y era caballero de la Orden de la Liga, así que siendo capitán del Primer Regimiento de Dragones, a su debido tiempo obtuvo una Estrella de Mons y una condecoración de la Orden de Distinción al Servicio Prestado, y estaba al mando de una escuadrilla de cazas monoplazas, aunque el tercer percebe que llevaba prendido en la pechera seguía siendo el ala única del observador y no la doble ala del piloto.
En 1914 estuvo en la Academia Militar de Sandhurst: un tipo de gran envergadura, rubio, con ojos de porcelana. Prefiero pensar que su tío dio la orden de que lo llamaran en cuanto le llegó la noticia, la buena noticia. Probablemente fue en el club del tío (el tío ya era general de brigada, recién regresado a toda prisa de su puesto en la India), sentados los dos frente a frente en una mesa de caoba, mientras el vendedor de prensa daba voces en la calle. «Por Dios —debió de decir el general—, esto va a ser el no va más para el ejército. Pásame el vino».
Me atrevería a decir que el general se llevó un chasco, por no decir que se ofendió, cuando se dio cuenta de que ni los hunos ni el primer ministro se proponían llevar a cabo esta guerra tal como hubiese querido el ejército. De todos modos, Spoomer ya fue destinado a Mons y volvió con la Estrella (aunque Ffollansbye decía que el general mandó a Spoomer derecho a por la Estrella, porque era una condecoración que sólo se obtenía estando a mano) antes de que el tío ordenase su traslado a su regimiento, donde Spoomer podría obtener su condecoración en Distinción al Servicio Prestado. Luego, es posible que el tío lo enviase a ver qué sacaba en claro allí donde el arroyo subterráneo afloraba a la superficie. O puede que Spoomer esta vez fuese por su cuenta, porque prefiero pensar que lo hizo por la patria, aunque de sobra sé que nadie merece el elogio por su valentía ni el oprobio por su cobardía, puesto que hay situaciones en las que cualquiera dará muestras de ambas. Pero allá fue, y volvió al año con su ala, distintivo de observador, y un perro grande como un ternero.
Esto fue en 1917, cuando Sartoris y él se encontraron y colisionaron. Sartoris era americano, de una plantación de Mississippi donde cultivaban cereales y criaban negros, o los negros cultivaban cereales, o lo que sea. Sartoris tenía un vocabulario funcional de unas doscientas palabras, no más, y me atrevería aquí a decir que el dónde y el cómo y el por qué vivía como vivía era algo que se hallaba fuera de su alcance, quitando que vivía en la plantación con su tía abuela y con su abuelo. Vino pasando por el Ejército Canadiense, antes de que Estados Unidos entrase en guerra, y estaba en lista de espera, en el cuartel de Ayr. Eso me contó Ffollansbye. Parece ser que Sartoris tenía una novia en Londres, una de esas aspirantes a esposa por tres días y viuda por tres años. Es lo malo que tiene la guerra. Los de esa ralea, los Sartoris y compañía, no murieron hasta 1918, al menos algunos. En cambio las chicas, las novias, las mujeres, murieron todas el 4 de agosto de 1914.
Total, que Sartoris tenía una novia. Ffollansbye contó que la apodaban Kitchener, «porque tenía soldados a puñados». Dijo que no sabían si Sartoris lo sabía o no, pero que al menos por un tiempo Kitchener, o Kit, pareció darles calabazas a todos y quedarse con Sartoris. Se les veía juntos por todas partes y a todas horas; Ffollansbye me contó entonces que una noche, en un restaurante, se encontró con Sartoris, que estaba solo y bastante borracho. Ffollansbye ya se había enterado que dos días antes Kit y Spoomer se habían largado a no sé dónde. Dijo que Sartoris estaba sentado en una mesa, bebiendo hasta ponerse ciego, esperando a que llegase Spoomer. Dijo que al final fue él quien metió a Sartoris en un taxi y lo mandó al aeródromo. Ya estaba casi amaneciendo, y Sartoris se hizo con una guerrera de capitán que tomó del equipaje de otro y una liga de mujer que robó de la maleta de otro aviador, o quizás de la suya, y prendió la liga en la pechera como si fuese un percebe o una condecoración. Después fue a despertar a un cabo que había sido boxeador profesional, con el que Sartoris se calzaba los guantes de vez en cuando. «Se llama Spoomer —dijo Sartoris al cabo—. El capitán Spoomer». Lo dijo tambaleándose, señalando la liga con el dedo. «Distinción al Mérito Muslero de Mujer.» Luego, el cabo y él, con la guerrera puesta, bajo la cual se le veía el calzón de lana, se repartieron unos cuantos puñetazos, con las manos sin guantes, al amanecer.
III
Cualquiera pensaría que cuando una guerra lo arrastra dentro de ella, lo tiene que dejar en paz. Que no le gastará bromas pesadas. Pero puede que no fuera así. Puede que fuera porque los tres, Spoomer y Sartoris y el perro, todo se lo tomaban sin ningún humor. Puede que una persona sin humor fuese para ellos una especie de desafío infalible, por encima de truenos y alarmas. De cualquier forma, una tarde —fue en primavera, antes de la caída de Cambrai— fui al aeródromo en donde estaban los Camels, a charlar con el sargento de artillería, y vi a Sartoris por primera vez. El año anterior habían dado a Spoomer y el perro el mando de la escuadrilla y lo primero que hicieron fue ordenar que Sartoris se destacase allí.
Había salido la patrulla vespertina y el resto del personal, supongo que a Amiens, y el aeródromo estaba desierto. Estábamos sentados el sargento y yo en sendos bidones de gasolina vacíos a la puerta del hangar cuando vi a un hombre asomar la cabeza por la puerta del comedor de los oficiales y mirar a un lado y a otro, abarcando todo el campo, con aire un tanto furtivo y muy alerta. Era Sartoris, que había salido en busca del perro.
—¿El perro? —dije. Entonces el sargento me dijo, y también esto a retazos, fruto de su propia observación y de las observaciones que todo el personal alistado intercambiaba y comparaba en las mesas del comedor, o de noche, fumándose una pipa: la indagación terrible y omnisciente de quienes ocupan un estadio inferior en el escalafón.
Cuando Spoomer se marchaba del aeródromo, dejaba al perro encerrado en alguna parte. Tenía que encerrarlo cada vez en un sitio distinto, porque Sartoris emprendía la búsqueda del animal y no cejaba hasta dar con él y sacarlo fuera. Era por lo visto un perro inteligente, porque si Spoomer había ido tan sólo al cuartel del Ala, o a donde fuese, a resolver un asunto pendiente, él se quedaba allí en el aeródromo escarbando en el cubo de la basura que había detrás del comedor de los soldados, al cual tenía adicción y prefería con mucho antes que el de los oficiales. En cambio, si Spoomer se había marchado a Amiens, emprendía el camino de Amiens en el instante mismo en que se veía libre, para regresar después con el propio Spoomer en el coche de la escuadrilla.
—¿Y por qué lo suelta el señor Sartoris? —dije—. ¿Quiere decir usted que el capitán Spoomer no ve con buenos ojos que el perro se coma los desperdicios de la cocina?
Pero el sargento no me estaba escuchando. Había estirado el cuello para mirar por la puerta y vimos a Sartoris. Había salido del comedor y se aproximaba al hangar que le quedaba al final de la calle, todavía con aire alerta, moviéndose con toda intención. Entró en el hangar.
—Me parece una niñería para un hombre hecho y derecho —dije. El sargento me miró y luego dejó de mirarme.
—Lo que quiere saber es si el capitán Spoomer ha ido o no a Amiens. Al cabo de un rato dije:
—Oh! Una señorita. ¿Es eso?
—Llámela señorita si quiere —dijo sin mirarme—. Supongo que en este país también tiene que haber algunas señoritas.
Pensé en lo que había dicho por un instante. Sartoris salió del primer hangar y entró en el segundo.
—Me pregunto si quedan señoritas en alguna parte —dije.
—Es posible que tenga usted razón. La guerra es muy dura para las mujeres.
—¿Y qué hay de ésta? —dije—. ¿Quién es ella? Me lo contó. Regentaban un cafetín, «una especie de pub», lo llamó él, entre una vieja arpía y la chica. Era un local pequeño, en una calle de difícil acceso, al que no iban los oficiales. Tal vez por eso Sartoris y Spoomer crearon tanto furor en ese círculo. Deduje, por lo que dijo el sargento, que la competencia entre el comandante de la escuadrilla y uno de sus pilotos más novatos e inexpertos era objeto de interés general y el motivo de las conversaciones más acaloradas y las apuestas entre los elementos alistados de todo el sector de las tropas francesas y británicas.
—Siendo además oficiales —dijo.
—Entiendo. Han amedrentado a los soldados, los han espantado, ¿no es así? —dije—. ¿No es eso? -El sargento ni siquiera me miró-. ¿Fueron muchos los soldados amedrentados?
—Supongo que sabrá usted cómo son estas jovencitas , y más con esta guerra -dijo el sargento.
Y eso es lo que la chica era, o quien era la chica. El sargento dijo que la señorita y la vieja arpía ni siquiera eran parientes. Me contó que Sartoris le había hecho algunos regalos, ropa y bisutería, el tipo de bisutería que se podría comprar en Amiens probablemente. O acaso se los había comprado en una cantina, porque Sartoris apenas pasaba de los veinte años. Vi algunas de las cartas que había escrito a su tía abuela, la de América, y eran, quizá mejoradas, las que podría haber escrito un chaval de tercero matriculado en Harrow. Parecía que Spoomer no le había hecho ningún regalo a la chica.
—Tal vez sea porque es capitán —dijo el sargento—. O porque por esas condecoraciones no tiene necesidad de hacérselos.
—Debe de ser eso —dije.
Y eso era la chica, la chica que, adornada con la bisutería de a céntimo que le regalaba Sartoris, servía la cerveza y el vino a los soldados británicos y franceses en una callejuela de difícil acceso en Amiens, la chica por culpa de la cual Spoomer se aprovechaba de su rango para traicionar a Sartoris con ella, al tiempo que obligaba a Sartoris a permanecer en el aeródromo, ocupado en cumplir tareas especiales, y encerrando al perro para que Sartoris no tuviera forma de saber lo que había hecho él. Y Sartoris se vengaba en la medida de lo posible soltando al perro para que pudiera escarbar a su antojo en la basura a donde iban a parar los desperdicios de la plebe.
Entró en el hangar en que estábamos el sargento y yo un muchacho alto, de ojos claros, en una cara que podía ser, según se mirara, hosca o feliz, pero, sobre todo, carente de humor. Me miró.
—Hola —dijo.
—Hola —dije.
El sargento hizo ademán de levantarse.
—Adelante, sigan a lo suyo —dijo Sartoris—. No tengo necesidad de nada.
Se dirigió al fondo del hangar, que estaba lleno de bidones de gasolina, de embalajes vacíos y demás. Carecía por completo de todo rastro de inhibición, obraba sin cohibirse, con una total desvergüenza, a pesar de lo pueril de aquella operación en la que tanto se afanaba.
El perro estaba en uno de los embalajes. Salió tal como era, enorme, con un pelaje crespo, de color leonado; Ffollansbye ya me había contado que quitando el ala que lucía Spoomer y su Estrella de Mons y su condecoración de la Orden de Distinción al Servicio Prestado, él y su dueño eran muy parecidos. Salió del hangar sin premura, lanzándome una breve mirada de lado. Lo vimos marchar y desaparecer al doblar la esquina, camino del comedor de los soldados. Entonces Sartoris se giró, fue también hacia el comedor de los oficiales y desapareció.
Poco después llegó la patrulla vespertina. Mientras los aparatos formaban en fila apareció en el aeródromo el coche de la escuadrilla y se detuvo ante el comedor de los oficiales. Bajó Spoomer.
—Mírelo —dijo el sargento—. Intentará que no se le note que estaba atento, que no estaba pendiente de todo.
Se acercó caminando a lo largo de los hangares, grande, enorme y torpe, con unas medias verdes de jugar al golf. No reparó en mí hasta que giró hacia el hangar. Se detuvo con un gesto casi imperceptible y entonces entró lanzándome una breve mirada de lado.
—Qué tal —dijo con un tono de voz agudo, nervioso, tenso. El sargento se había puesto en pie. Aunque se había detenido, no vi si miraba hacia el fondo, hacia el embalaje que había caído de costado.
—Sargento —dijo.
—Señor —dijo el sargento.
—¿Han llegado ya esos cronómetros? -preguntó.
—Sí, señor. Se recibieron hace dos semanas. Ya están todos en uso.
—Eso está bien, está muy bien —se dio la vuelta, me lanzó de nuevo una breve mirada de lado y siguió, sin prisa, hacia el hangar. —Ahora fíjese bien —me dijo el sargento—. Seguirá por allí hasta que crea que ya no le estamos mirando.
Seguimos observando. De nuevo apareció, atravesando el campo hacia el comedor de los soldados, ahora a paso más ligero. Desapareció al doblar la esquina. Apareció de nuevo un momento más tarde arrastrando a la bestia enorme, inerte, por el cogote.
—Tú no debes comer esa bazofia —dijo—. Eso es para los soldados.
IV
No supe entonces qué sucedió después. Sartoris no me lo dijo hasta más adelante, pasado un tiempo. Puede que hasta ese momento no tuviera a su favor más que el instinto y alguna prueba circunstancial que le indicasen que estaba siendo objeto de traición: pruebas como que Spoomer le encargase algún cometido que nada tenía que ver con sus atribuciones obligándolo a pasar toda la tarde fuera del aeródromo, para encontrar después al perro escondido y ponerlo en libertad y verlo desaparecer por la carretera de Amiens con su galope torpe.
Pero algo sucedió. Todo lo que llegué a saber entonces fue que una tarde Sartoris encontró al perro y lo vio marcharse para Amiens. Entonces incumplió las órdenes recibidas, tomó prestada una motocicleta y también se fue a Amiens. Dos horas después volvió el perro y se pasó por la puerta de cocina del comedor de los oficiales. Poco más tarde retornó Sartoris en un camión (ya estaban evacuando Amiens) cargado con enseres domésticos y conducido por un soldado francés con delantal de campesino. La moto iba cargada en el camión, aunque no parecía que tuviera arreglo. El soldado contó cómo Sartoris había terminado con la moto en una cuneta tratando de atropellar al perro.
Pero nadie conocía exactamente lo ocurrido, por lo menos entonces, aunque yo había imaginado la escena antes de que me la contase. Me lo imaginé allí, en un cuartucho lleno de soldados franceses, y la vieja arpía (sabía interpretar las insignias, seguro; al menos los galones) impidiéndole el paso a la vivienda. Me lo imagino furioso, aturdido, expresándose con dificultad (no sabía hablar francés), sacándoles más de una cabeza a todos los franceses a los que no era capaz de entender y creyendo que se estaban burlando de él.
—Fue por eso —me dijo—. Se reían en mi cara sin mover un músculo, y todo por culpa de una mujer. Yo sabía que él estaba allí arriba y ellos sabían que si yo lo sacaba a la calle a rastras y le abría la cabeza, no sólo sería desechado, sino que me caería una condena a cadena perpetua por haber infringido los artículos de la alianza al invadir propiedad extranjera sin la debida autorización.
Volvió entonces al aeródromo y se encontró con el perro por la carretera e intentó atropellarlo. El perro llegó por sus propios medios y Spoomer regresó algo más tarde y ya se lo llevaba sujeto por el collar, para que no metiera el hocico en los desperdicios del comedor de los soldados, cuando llegó la patrulla vespertina. Salieron seis y regresaron cinco, y el jefe de la patrulla saltó de la máquina antes de que se detuviera del todo el rotor de la hélice. Llevaba un trapo ensangrentado en la mano derecha y fue corriendo hacia Spoomer, que estaba agachado delante del perro, pasivo y con las patas tiesas.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Han tomado Cambrai!
Spoomer ni siquiera lo miró.
—¿Quiénes?
—¡Jerry, por Dios!
—Bueno, pues sea por Dios —dijo Spoomer—. Ahora, largo de aquí, ya te he dicho que esa bazofia no es para ti.
Un hombre así es invulnerable. Cuando Sartoris y yo hablamos por primera vez se lo quise decir, pero entonces me enteré que él también era invencible. Aquella primera vez hablamos:
—Intenté convencerle de que me dejara enseñarle a pilotar un Camel —dijo Sartoris—. Le dije que le enseñaría sin pedir nada a cambio. Le dije que desmantelaría la carlinga para montar los mandos dobles y todo a cambio de nada.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Para qué?
—O lo que fuera. La idea era que eligiese él. Que tomase un Scout Experimental, si quería, y yo cogería un Armstrong F. K. 8, e incluso un F. E. 2, y que lo limpiaba del cielo en cuatro minutos. Que lo iba a dejar tan clavado en tierra que iba a tener que hacer el pino para poder tragar un buche de agua. Dos veces hablamos: aquella primera vez y la última. —Bueno, pues se ve que has hecho algo aún mejor —le dije la última vez. Apenas le quedaban dientes entonces y no podía hablar muy bien y eso que nunca se le dio bien hablar de nada. Vivió y murió con doscientas palabras.
—¿Mejor que qué? —dijo.
—Dijiste que lo ibas a borrar del cielo. Pero no has hecho eso, has hecho algo aún mejor. Lo has echado a patadas del continente europeo.
V
Creo haber dicho que era invulnerable. El 11 de noviembre de 1918 no pudo acabar con él, no pudo condenarle a engordar año tras año, sentado tras la mesa de un despacho, con lo que fue algo endurecido y flaco que de inmediato fue entrando en la penumbra, aturdido, traicionado, porque para ese día ya llevaba casi seis meses muerto.
Lo mataron en julio, pero hablamos aquella segunda vez, otra vez antes de todo aquello. Esta última vez fue una semana después de que aterrizase la patrulla vespertina e informase de la caída de Cambrai, una semana después de que oyésemos caer las bombas en Amiens. Me lo contó él mismo a través de sus dientes perdidos. Despegó la escuadrilla entera. Él abandonó su ruta de vuelo tan pronto llegaron al frente roto y volvió pilotando su avión hasta Amiens con una botella de coñac en la pernera del overall de piloto. Amiens estaba siendo evacuado, las carreteras llenas de camiones y carros cargados con enseres domésticos y ambulancias del hospital de la Base. La ciudad y los terrenos colindantes tenían prohibida la entrada.
Aterrizó en un prado corto. Dijo que había una anciana trabajando en el campo al otro lado del canal (dijo que seguía estando allí cuando regresó una hora después, agachada terca entre las filas de hortalizas, bajo el aire húmedo de la primavera, sacudido a intervalos lentos y monstruosos por el sonido de las bombas que caían en la ciudad) y una ambulancia ligera, detenida a mitad de camino, en la cuneta.
Fue hacia la ambulancia. El motor aún estaba en marcha. El conductor era un joven con gafas. Parecía un estudiante y estaba más borracho que una cuba, medio despatarrado fuera de la cabina. Sartoris le pegó un lingotazo a su botella y trató en vano de despertar al conductor. Bebió otro buen trago (imagino que para entonces ya iba bastante puesto; me contó que esa misma mañana, cuando Spoomer se marchó en el coche y él encontró al perro y lo vio tomar la carretera de Amiens, intentó que el oficial que estaba al mando de las operaciones le permitiera abstenerse de patrullar, y que el oficial le dijo que la escuadrilla La Fayette lo esperaba en la meseta de Santerre), introdujo al conductor en la ambulancia y se puso al volante para llegar a Amiens.
Dijo que el cabo del ejército francés bebía de la botella en un portal cuando pasó por delante y detuvo la ambulancia frente al cafetín. La puerta estaba cerrada. Terminó de beber la botella de coñac y echó abajo la puerta del cafetín de un empellón, como hacen quienes juegan al fútbol americano. El local estaba desierto, los bancos, taburetes y mesas estaban volcados, en los estantes no había botellas. Al principio ni siquiera supo a qué había ido, así que pensó que debía ser para beber. Encontró una botella de vino bajo el mostrador, partió el cuello de un golpe contra el canto de la barra y se quedó allí de pie, mirándose al espejo que había detrás de la barra tratando de recordar a qué había ido. «Estaba como loco», dijo.
Cayó entonces el primer obús. Me lo imagino: él allí de pie, en una sala silenciosa, apacible, maloliente, devastada, con la puerta rota, la ciudad meditabunda y a la espera, algo más allá. Entonces le llegó ese sonido lento, sin prisa, reverberante, que taladra el aire espeso de la primavera como una mano posada sin premura en el húmedo silencio. Contó como el polvo o la arena o el yeso, o lo que fuera, se espolvoreó por alguna parte susurrando en un tenue cuchicheo y que un gato grande y delgado saltó por encima del mostrador en perfecto silencio y voló hasta el suelo, para esfumarse acto seguido como el mercurio sucio.
Vio entonces la puerta cerrada tras el mostrador y se acordó de lo que le había llevado allí. Dio la vuelta al mostrador. Supuso que la puerta también estaría cerrada, por eso agarró el pomo y tiró con toda su fuerza. No lo estaba. Dijo que el portazo contra los estantes hizo un ruido como el de un disparo que le llevó a dar un respingo. «Me di la cabeza contra el mostrador —dijo—. A lo mejor después me quedé un poco groggy».
Fuera como fuese, seguía sosteniéndose en la puerta mientras miraba a la vieja arpía. Ella estaba sentada en el último peldaño, meciéndose con el delantal por encima de la cabeza. Él dijo que llevaba bastante limpio el delantal, que se movía como el pistón de un motor, y se quedó quieto contra la puerta babeando un poco.
—Madame —le dijo. La mujer seguía meciéndose. Él se enderezó con cuidado y se inclinó a tocarle el hombro—. Toinette —dijo—. Où est-elle, Toinette?
Probablemente, ese era todo el francés que sabía, el cual, sumado a vin y las 196 palabras en inglés, componía todo su vocabulario.
La mujer no le respondió. Se mecía hacia delante y atrás como si fuese un juguete de cuerda. Él pasó con cuidado por encima de ella y subió la escalera. Había una segunda puerta al final, ante la que se detuvo a escuchar. Su garganta se llenó de un líquido caliente y salado. Escupió babeando y la boca se volvió a llenar. Esa puerta tampoco estaba cerrada con llave. Entró sin hacer ruido. Dentro vio una mesa y en ella una gorra de color caqui con la insignia en bronce del Ejército del Aire. Y mientras miraba la habitación, de pie junto a la puerta y babeando, el perro saltó desde el rincón más alejado de la ventana. Ambos quedaron mirándose por encima de la gorra. De repente el estruendo del segundo obús llegó apagado y monstruoso a la habitación, agitando las cortinas lacias de la ventana.
Al dar la vuelta a la mesa, el perro también se movió, manteniendo la mesa entre ambos. Quedaron mirándose. Él trató de moverse sin hacer ruido, pero golpeó la mesa al pasar (tal vez mientras miraba al perro) y contó cómo, al llegar a la puerta opuesta y ponerse al lado con la respiración contenida, babeando, oyó el silencio en la habitación contigua.
—Maman? —dijo una voz.
Dio una patada contra la puerta y luego cargó de un empellón como en el fútbol americano, atravesando la puerta y todo. La muchacha dio un chillido. Pero él dijo que no llegó a verla, que nunca llegó a ver a nadie. Tan sólo oyó el chillido al caer a cuatro patas en la otra habitación. Era un dormitorio; en uno de los rincones había un armario ropero enorme, cerrado, de dos puertas. La habitación parecía desierta. No se dirigió al armario. Dijo que se limitó a seguir donde estaba, a cuatro patas, babeando como una vaca, escuchando apagarse la reverberación del tercer obús, viendo las cortinas abombarse hacia el interior como si alguien respirase tras ellas.
Se puso en pie. «Aún estaba grogui —dijo—. Y me imagino que el coñac y el vino me habían revuelto el estómago». Yo hubiera dicho que sí, seguro. Había una silla con unos pantalones bien doblados encima, una guerrera con el ala del observador, dos condecoraciones y un cinturón reglamentario. Mientras miraba la silla, llegó el estruendo del cuarto obús. Recogió las prendas. La silla cayó de costado. La apartó de una patada y fue tambaleándose hasta la puerta destrozada para entrar en la primera habitación, donde recogió la gorra de la mesa cuando pasó junto a ella. Salió al rellano. La mujer seguía sentada en el último peldaño con el delantal por encima de la cabeza, meciéndose como antes. Permaneció en lo alto de la escalera, aguantando, esperando para escupir. Debajo suyo una voz dijo: «Que faites-vous en haut?»
Miró hacia abajo y vio el rostro alzado, con bigote, del cabo francés con el que se había cruzado por la calle, el que bebía de la botella. Se miraron unos instantes. Se miraron uno al otro durante unos instantes, hasta que el cabo dijo «Descendez» con un gesto apremiante de su mano.
Sujetando las prendas en una mano, Sartoris se apoyó con la otra en el pasamanos y saltó por encima.
El cabo se hizo a un lado. Sartoris siguió hacia abajo pasando a su lado hacia la pared, contra la que se dio un golpe que sonó a hueco. Al tratar de ponerse en pie y darse vuelta, el cabo le asestó una patada intentando darle en la pelvis. El segundo intento de patearlo falló y Sartoris dio con él en tierra, donde quedó tendido boca arriba, buscando algo en el bolsillo del incómodo capote y lanzando una nueva patada a la entrepierna de Sartoris. El cabo liberó la mano y disparó a quemarropa con una pistola de cañón corto.
Sartoris saltó sobre él sin darle tiempo a disparar de nuevo, pisoteando la mano con que empuñaba el arma. Dijo que notó los huesos del otro bajo la bota, y que el cabo se puso a chillar como una mujer tras el bigote de bandolero. Eso fue lo que le hizo gracia, dijo Sartoris, que ese sonido llegase de detrás de un bigotazo de pirata al estilo como el de Gilbert and Sullivan. Después le puso fin a todo sujetando al cabo con una mano y descargándole con la otra un puñetazo en el mentón hasta que el ruido cesó. Dijo que la mujer mayor no había dejado de mecerse en ningún momento bajo el delantal almidonado: «Como si se hubiese vestido de domingo a la espera del saqueo y la rapiña».
Recogió las prendas. En el bar dio otro trago a la botella y volvió a mirarse en el espejo. Vio entonces que sangraba por la boca. Dijo que no sabía si se había mordido la lengua al saltar el pasamanos de la escalera o si se había cortado con el cuello partido de la botella. La terminó y la arrojó al suelo.
Dijo que no sabía entonces qué hacer. Ni siquiera se dio cuenta de nada cuando sacó a rastras de la ambulancia al conductor inconsciente y lo vistió con los pantalones, la gorra y la guerrera condecorada del capitán Spoomer, antes de volver a echarlo dentro de la ambulancia.
Recordaba haber visto un polvoriento tintero detrás del mostrador. Fue a buscarlo y encontró en un bolsillo del overall de piloto un trozo de papel, una factura que le había emitido ocho meses atrás un sastre de Londres. Apoyado sobre el mostrador, babeando, entre un escupitajo y otro, anotó al dorso del papel el nombre del capitán Spoomer, su número de escuadrilla, su aeródromo, lo puso en el bolsillo de la guerrera, debajo de las condecoraciones y el ala y volvió al volante de la ambulancia al campo donde había dejado su avión.
Había un batallón de Anzac descansando en la zanja junto a la carretera. Dejó con ellos la ambulancia y el pasajero durmiente. Cuatro de ellos lo ayudaron a poner en marcha el motor y sujetaron las alas para el despegue.
Regresó al frente. Dijo que no recordaba ni siquiera haber llegado allí, que lo último que recordaba era a la anciana en el campo y que de pronto se encontró en medio del fuego de artillería, volando tan bajo que percibía los impactos en el aire, entre sus alas y la tierra, y distinguía los rostros de los soldados. No llegó a saber qué tropas eran, nuestras o de ellos, pero las ametralló. «Porque nunca he sabido yo que un hombre en tierra haya sido herido por un avión —dijo—. Bueno, sí, lo retiro. Una vez, en Canadá, un cadete se estrelló contra un agricultor que labraba en medio de un campo de mil acres de extensión».
Luego volvió a la base. En el aeródromo le dijeron que había pasado entre dos hangares en vuelo rasante, despacio, tanto que vieron las válvulas de las dos ruedas, y que tras rodar por la pista levantó de nuevo el vuelo. El sargento de artillería me contó que ascendió en vertical hasta calar el motor y que mantuvo el Camel en vuelo invertido. «Estaba mirando al perro —dijo el sargento—. Había vuelto una hora antes y estaba detrás del comedor, escarbando en el cubo de la basura». Dijo que Sartoris cayó en picado hacia el perro trazando un bucle con dos giros y de nuevo puso el aparato en ascenso vertical, librando por poco un ala y en todo momento en vuelo invertido. El sargento dijo luego que probablemente no dio entrada suficiente al aire en el motor, porque a cien pies de altura el motor dijo basta y Sartoris atravesó las copas de los dos únicos álamos que habían dejado sin talar.
El sargento dijo que salieron corriendo hacia la humareda, hacia el amasijo de cables y madera. Antes de que la alcanzaran, el perro salió trotando de detrás del comedor de los soldados. El perro fue el primero en llegar. Vieron a Sartoris gateando, vomitando, mientras el perro lo miraba. Entonces el perro se acercó y husmeó el vómito. Sartoris se puso en pie y, en precario equilibrio, le dio una patada sin fuerza pero con rabia.
VI
El conductor de la ambulancia, con el uniforme de Spoomer, fue devuelto al aeródromo por orden del capitán de los Anzac. Lo acostaron, y cuando el general de brigada y el comandante del Ala llegaron por la tarde seguía durmiendo. Todavía estaban allí cuando una carreta tirada por una pareja de bueyes apareció en el aeródromo y se detuvo. Sentado sobre las jaulas de alambre llenas de gallinas iba Spoomer, con una falda de mujer y un chal de punto. Al día siguiente Spoomer regresó a Inglaterra. Nos enteramos de que iba a ser coronel interino en una academia de vuelo.
—Eso al perro le gustará —dije.
—¿Al perro? —dijo Sartoris.
—Allí tendrá mejor comida —dije.
—¡Oh! — exclamó Sartoris. A él lo habían rebajado a subteniente por incumplimiento del deber al entrar en una zona prohibida con un aparato propiedad del Gobierno y dejarlo sin vigilancia, razón por la que fue trasladado a una escuadrilla, una a la que hasta los ingobernables pilotos de los F. E. 2 llamaban a Lavandería.
Esto sucedió la víspera de su partida. No le quedaba ni un diente en su sitio y pidió disculpas por lo mal que hablaba, aunque tampoco sabía hablar cuando tenía la boca intacta.
—Lo bueno —dijo— es que es otra escuadrilla de Camels. Es para morirse de risa.
—¿Reírse? —dije.
—Puedo manejarlos. Sé aguantarme con la ametralladora en ristre y mantener las alas niveladas de vez en cuando. Pero no sé pilotar un Camel. Para aterrizar a los mandos de uno hay que aflojar la válvula de aire y dejar que se vaya posando. Entonces cuentas hasta diez, y si no chocas lo puedes enderezar. Si luego te puedes poner de pie y echar a andar has tenido un buen aterrizaje. Y si pueden usar el trasto otra vez, eres un as. Pero esa no es la broma.
—¿Cuál es?
—Los Camels. La broma es que ésta es una escuadrilla de vuelo nocturno. Supongo que estarán todos en la ciudad y que no vuelven hasta que es de noche para volar. Me han enviado a una escuadrilla de vuelo nocturno. Es eso lo que me causa risa.
—Yo no me reiría —dije—. ¿No hay nada que se pueda hacer para remediarlo?
-Claro. Accionar la válvula de aire como es debido y no estrellarme. Impedir que los indicadores de posición revienten. Eso lo llevo bien. Pasaré la noche entera volando, apagaré los indicadores y tomaré tierra al amanecer. Comprende por qué debo reírme. No puedo pilotar un Camel en pleno día, y ellos no lo saben.
—De todos modos, lo has hecho mejor de lo que prometiste —dije—. Lo has echado a patadas del continente europeo.
—Sí —dijo—. Eso sí que tiene gracia. Ha tenido que volver a Inglaterra, de donde los hombres se han ido. Todas esas mujeres y él sin un solo hombre entre dieciocho y ochenta que le eche una mano. Es para morirse de risa.
VII
Cuando llegó julio, yo seguía en las oficinas del Ala, todavía tratando de acostumbrarme a mi pierna ortopédica. Sentado ante una mesa, con unas tijeras, un tarro de cola y otro de tinta roja, y los sobres delgados, unos manchados y otros limpios llegados en tandas periódicas, sobres destinados a ciudades y aldeas y muchas veces a lugares que no eran ni siquiera aldeas, repartidos por toda Inglaterra. Un día me encontré con dos envíos dirigidos a la misma persona en Estados Unidos: una carta y un paquete. Primero me ocupé de la carta. No indicaba ni lugar ni fecha:
Querida Tía Jenny:
Sí, recibí los calcetines que Elnora tejió. Me quedan muy bien, porque se los di a mi ordenanza y él dice lo mismo. Sí, me gusta más aquí que en donde estaba, son buenos muchachos, lo único malo son los dichosos Camels. Me siento bien yendo a la iglesia, aunque no siempre hay iglesia. A veces sí hay servicios para los mecánicos, porque supongo que un mecánico tiene esa necesidad, pero yo suelo estar muy ocupado los domingos, pero reconozco que voy lo suficiente. Dile a Elnora que muchas gracias por los calcetines, que están muy bien, aunque mejor no le digas que los regalé. Saluda de mi parte a Isom y a los otros negros y al Abuelo le dices que me ha llegado el dinero sin problemas pero que la guerra es cara que no veas.
Johnny
De cualquier forma, me parece que no son los Malbroucks los que hacen las guerras. Supongo que para hacerlas hacen falta demasiadas palabras. Puede que esa sea la razón.
El paquete iba dirigido, como la carta, a la señora Virginia Sartoris, de Jefferson, Mississippi, y yo pensé qué demonios se le habrá ocurrido enviarle. No me lo imaginaba eligiendo un regalo para una mujer en un país extranjero, una de esas bagatelas que algunos hombres saben escoger con una especie de tacto infalible. El suyo sería, si es que algo se le había ocurrido enviar, el mango de una manivela o, a lo mejor, unas cuantas bielas rescatadas de un aparato enemigo que se hubiera estrellado. Así que abrí el paquete. Y me quedé sentado mirando lo que había dentro.
Contenía un sobre con una dirección escrita, unos cuantos papeles con los cantos doblados o rotos, un reloj de pulsera con la correa rígida y embadurnada de un líquido oscuro, seco, unas gafas de aviador a las que les faltaba un cristal, una hebilla de plata con un anagrama. Eso era todo.
Por lo tanto, no necesitaba leer la carta, ni tenía por qué ver el contenido del paquete, pero quise verlo. No quise leer la carta, pero tenía que hacerlo:
Escuadrón de la R. A. F., Francia,
5 de julio de 1918
Mi querida señora:
Es mi deber comunicarle que su hijo fue abatido y murió ayer por la mañana. Lo derribaron cuando volaba en cumplimiento del deber tras las líneas enemigas. No fue por un descuido, ni por impericia. Era un buen hombre. Las unidades de la aviación enemiga eran en ese momento más numerosas y disponían de mayor altitud y velocidad, como suele ser nuestro infortunio aunque no sea culpa del Gobierno, que nos suministraría máquinas mejores si las tuviera, aunque eso no le sirva a usted de consuelo. Otro de los nuestros, el señor R. Kyerling, se encontraba mil pies más abajo porque su hijo pasó demasiado tiempo en el hangar y la semana pasada instalaron un motor nuevo en su aparato. El avión de su hijo se incendió en menos de diez segundos al decir del señor Kyerling, y saltó del aparato porque volaba en ese momento de lado, en descenso, y era seguro, hasta que el enemigo tiroteó el estabilizador y los controles y entró en barrena. Me entristece mucho enviarle esta penosa noticia, aunque tal vez le consuele saber que se le enterró con el concurso de un pastor. El resto de sus efectos personales se le enviarán más adelante.
Yo soy, señora, y etc.
C. Kaye, comandante
El resto de los papeles eran cartas de su tía abuela, no muchas, no muy largas. Desconozco por qué las había conservado, pero lo hizo. Acaso las hubiera olvidado, como olvidó la factura del sastre londinense que encontró en su overall de piloto aquel día de primavera en Amiens.
… y deja en paz a esas mujeres extranjeras. Yo he pasado ya una guerra y sé cómo se comportan las mujeres en la guerra, incluso con los yanquis. Y un granuja como tú, que no sirve para nada…
Y esta otra:
… creemos que va siendo hora de que vuelvas a casa. Tu abuelo se va haciendo viejo, y no parece que alguna vez se vaya a terminar esa guerra allá tan lejos. Así que vuelve a casa. Ahora hasta los yanquis se han metido en esto. Que peleen ellos si quieren. Es su guerra, no la nuestra.
Y eso es todo. Eso es. La valentía, la temeridad, llámesele como se quiera llamar, es un destello, un instante de sublimación, y ¡zas!, la oscuridad otra vez. Es por eso. Es demasiado fuerte para una dieta constante. Y si fuera una dieta constante, no sería un destello, un resplandor. Por eso, porque es momentáneo, se puede preservar y perpetuar sólo en papel: una imagen, unas cuantas palabras que cualquiera puede hacer coincidir, una llama momentánea e inofensiva que cualquier chiquillo puede encender, pueden ser borradas en un instante. Una astilla de madera de dos centímetros de largo con una punta de azufre es más larga que la memoria o el dolor. Una llama no más grande que una moneda de seis peniques es más feroz que el coraje o la desesperación.
La aventura poética de Roberto Juarroz / Jorge Rodríguez Padrón
El título común que acoge toda la obra poética del argentino Roberto Juarroz, Poesía vertical, determina la precisa e inalterada dirección de esta escritura: un ejercicio unitario y progresivo, un discurso intelectual implicado en la exigencia moral y conceptual desplegada en su obra y, simultáneamente, en la insólita aventura de su enfrentamiento, siempre sereno, siempre riguroso, con la palabra y con el poema: este último no será nunca subsidiario de aquella exigencia; con ella forma una sola fuerza naciente, capaz de iluminar las zonas más oscuras de la experiencia existencial, y hasta de traspasar los límites con los cuales el lenguaje se resiste a una experiencia intelectual como la desarrollada por este poeta, nunca sometida a la mera especulación lógica. «Una poesía que procede por inversión de signos«, ha dicho Julio Cortázar. En efecto,los poemas de Roberto Juarroz se despliegan siempre según un orden contrario al esperado y, precisamente por ello, nos proponen vislumbres cada vez más insólitas. El escritor se expresa con meridiana claridad, pero no por ello se sustrae a las más arduas incertidumbres. La verticalidad que su palabra busca es -ya lo advertimos- una dirección; pero también un sentido: se origina en una mirada aséptica, desprovista de todo condicionamiento previo; resistente a toda contingencia (mirada que es abstracción esencial), deriva en una acuciante reflexión interrogativa, dejando aquella presunta seguridad inicial al borde de la duda, en la inquietud de lo posible. Entonces es cuando -de verdad- comienza todo. Volvemos, sí, a aquella mirada del principio; pero ya no puede ser la misma, ni participará de su pureza primordial; inaugura lo que Guillermo Sucre ha llamado «una secuencia virtualmente infinita de relaciones y motivaciones»: vértigo de un final que es siempre principio:
El fondo de las cosas no es la vida o la muerte Me lo prueban el aire que se descalza en los pájaros, un tejado de ausencias que acomoda el silencio y esta mirada mía que da vuelta en el fondo, como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban.
Roberto Juarroz usa la poesía como instrumento para conocer el mundo, y para conocerse a sí mismo: cosmología y ontología, en la línea dramática donde existencia y ausencia confluyen. Una cara, dos espejos; miradas que en la inversión se identifican o interrogan. Pero el poeta no se detiene en la satisfacción de lo contemplado; su escritura existe porque es un impulso, un deseo de comprensión (de penetración) cada vez más tensa e intensa en la realidad (si convenimos en que la realidad sea cuerpo, que aquí es transparencia), aprovechando las posibilidades de una palabra verdaderamente libre, como es la de Juarroz, y manejada además, como él lo hace, desde la más absoluta libertad. Y con un extremado rigor. Porque nada de lo dicho impedirá que en sus poemas (fragmentos de una voz única, alzada e imparable en su verticalidad) habite (y se discuta) el drama acuciante de los límites del lenguaje. Una tensión vertical, pues, eleva la palabra; otra fuerza, vertical también, pero descendente, neutraliza (o niega) la afirmación inicial; o -al menos- pone en evidencia la incapacidad del instrumento verbal para mantener esa delicada equidistancia entre enigma y lucidez, donde el poeta se debate, y donde quiere que se debata su escritura. Dinamismo interior, flujo constante y subterráneo que si, por una parte, define el movimiento intelectual del escritor, descubre -por otra- la progresión imparable y fecundante de la palabra misma, ajena ya a la servidumbre de los significados:
Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y le dé vuelta
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía,
y no se detendrá ni cuando mueras.
Otra característica fundamental también, y complementaria de lo anterior: la poesía de Juarroz procura (y alcanza) una síntesis muy rigurosa de la realidad, reduciéndola a su imagen primera, a una imagen anterior incluso a la misma palabra que la dice. El escritor se aplica a un proceso de reducción, de intensa concentración intelectual, reivindicando así el conocimiento poético como único saber de los elementos y de los principios; y por serlo, es un saber de lo absoluto. Abstracciones iniciales; pero para que se constituyan en decir poético, es imprescindible que se realicen verbalmente, que se configuren con una matizada sensualidad:
El poema respira por sus manos,
que no toman las cosas: las respiran
como pulmones de palabras,
como carne verbal ronca de mundo.
Debajo de esas manos
todo adquiere la forma
de un nudoso dios vivo,
de un encuentro de dioses ya maduros.
Las manos del poema
reconquistan la antigua reciedumbre
de tocar las cosas con las cosas.
Poesía como acto y como reflexión, a un tiempo; acto puro del nombrar, de fundar la palabra que es (y dice) la realidad; reflexión exigente en torno al compromiso generado precisamente a partir de ese acto creador. Pero es, sobre todo, poesía esencial: despliega ese flujo vertical para tocar el hervor primordial del oscuro (del silencio) anterior («Yo he aprendido en la noche el silencio de ser. / El silencio de no ser no se aprende. / Pero los dos se nombran en la noche»). Acerquémonos y observemos con algún pormenor la precisa construcción de estos poemas. Para Guillermo Sucre, la poesía de Roberto Juarroz «no está dominada por el vértigo de la originalidad, mucho menos por el de la experimentación de nuevas técnicas verbales; es una obra que parece no serlo». Sin embargo, al estudiar al poeta argentino, se refiere, en diversas ocasiones, a Mallarmé. Habrá que matizar esta aparente discordancia. Los textos de Juarroz no optan (aunque esto sólo en apariencia) por la experimentación; se diría que el poema se limita voluntariamente al manejo de recursos muy elementales, a repetir una simple fórmula constructiva. Pero sucede que las estrofas enumerativas que constituyen el poema, retornan recurrentes, como un repetido comienzo, ofreciéndose como alternativas al conjunto de la unidad cerrada que supone el texto, y al conjunto de textos que, en última instancia, configuran la unidad de la obra toda. Son estrofas que, asimismo, determinan un equilibrio, una proporción simétrica sutilmente interrumpida por el desajuste intencionado que el poeta introduce en la sucesión interior de la idea, asaltada siempre por una suerte de vértigo o perplejidad, por la duda constante que nace de las ya referidas limitaciones:
Algunos de nuestros gritos se detienen junto a nosotros
Algunas palabras que hemos dicho regresan y se paran a nuestro lado
Algunos de nuestros silencios toman la forma de una mujer que nos abraza
Algunas de nuestras miradas retornan para comprobarse en nosotros
Hay momentos y hasta quizá una edad de nuestra imagen en que todo cuanto sale de ella
vuelve como un espejo a confirmarla en la propia constancia de sus líneas
Así se va integrando nuestro pueblo más secreto.
Control riguroso sobre la forma, en consecuencia; aunque el poema acoge también -de manera paradójica- la presencia ineludible e imprescindible del azar que determina las relaciones allí establecidas entre el poeta que intenta conocer el mundo y este mismo mundo hurtándose a tal conocimiento, deslizándose y escapando por los intersticios de un lenguaje que se esfuerza inútilmente en contenerlo, en incorporarlo a su precisa trama. Resistencia de la realidad a ser expresada por (y fijada en) la forma, de ahí, el drama nuclear de la poesía de Juarroz: cuanto más firme y segura aparenta ser la palabra, más radical resulta su vacío ulterior; lo revelado por la poesía no es la solución del enigma, sino la aparición de nuevos -y más vertiginosos- interrogantes; porque «Sí, hay un fondo / Pero hay también un más allá del fondo, / un lugar hecho con caras al revés». Poesía afirmativa y fundacional, y por ello vigorosa y transparente; pero también -dramática bipolaridad- poesía de evidencias negativas, donde la inseguridad y la sugerencia no clausuran la posibilidad de conocimiento; la multiplican de manera inquietante. Cuando Juarroz utiliza (y lo hace muy a menudo) formas verbales del subjuntivo o del condicional, está dejando al lector en la misma situación de abierta perplejidad por él padecida; lo abandona en esa zona equidistante entre la afirmación del mundo y la negación de la palabra; allí donde se origina un repetido comienzo. Hasta ese momento, el poema parece iluminarnos con su clarividente seguridad; a partir de entonces, todo se transfigura -con sólo fijar la mirada; con sólo insistir un poco en los perfiles de la imagen -en una realidad de muy difícil aprehensión: sustancia y misterio, antes que realidad y forma:
Los árboles y las otras cosas que se apoyan contra la noche
sienten de pronto que la noche pasa a apoyarse en ellos,
como si debieran guiarla en su inédito tanteo,
en su búsqueda de otro tono del negro.
Y la luna, que era la luna en el estilo de la noche,
pasa a ser la piel de un bautismo inminente,
la precoz inicial de una aventura parecida a una forma,
pero más densa que ella,
algo así como una forma que contuviera la masa de todo.
Ante tan compleja disyuntiva, ante la presencia de estas fuerzas concurrentes, en medio de las cuales se baten el poeta y su palabra, Juarroz se resiste a ser víctima. No se contenta con lograr una construcción simétrica y serena, esa quietud exacta y vertical que hemos visto; sabe que la experiencia de la poesía requiere un aprendizaje permanenete, esfuerzos sin desmayo (esperanzados hasta donde ello sea posible, sabiendo -como sabe- cuáles son sus limitaciones), para habitar ambos mundos: el dominado por la escritura; el inaugurado en ese límite del final del poema. El escritor se impone entonces una estrategia que es una disciplina: afirmar su ser, su identidad, por su estar, por su existencia. Y el amor desempeña un papel decisivo en tal proyecto; aparece como la única realidad capaz de consumar la plena comunión entre la presencia incontestable del mundo y el siempre inquietante azar de los encuentros:
Ayer fuimos y mañana seremos él y ella,
pero hoy somos el sitio donde es posible hallarlo todo.
Quien pierda hoy algo puede buscarlo aquí.
Toda la bruma del mundo se hace pan en tus ojos.
Todo el sueño del mundo se despierta en mis manos.
Todo el hambre del mundo se sacia en tu cabello.
Toda la muerte del mundo se enjuga como una sola lágrima
con el borde lento de tu piel o mi voz.
El principio del poema es siempre una actitud extática y contemplativa (quietud y asombro) que dispara el proceso verbal del texto; pero éste sólo parcialmente se realiza: discurre (agitación y duda) en una constante alternativa entre lo vacío y lo lleno, movido por los signos de la escritura, y halla su término en la soledad o en la impotencia -siempre en el silencio expectante que la palabra deja tras de sí. Poemas, apenas, como prueba, como apuesta; discurso que avanza entre las quebraduras de sucesivas estrofas, cuyo destino no es otro que el brevísimo instante donde todos esos fragmentos anteriores se concentran y anudan para sugerir la posibilidad de una nueva sucesión, aunque ésta nunca llegue a materializarse en escritura. Los textos de Juarroz no acaban en sí mismos; no son unidades independientes. Entre todos generan un movimiento conjunto, y definen con él los límites de un espacio cuyo ritmo interior viene determinado por la cohesión lograda entre esas unidades yuxtapuestas, declarando así la voluntad unitaria y progresiva que -aun en lo contradictorio- habita como fuerza matriz (y motriz) de esta poesía. («Voy llegando al comienzo: / la palabra sin nadie / el último silencio / la página que ya no se numera. / Y así encuentro la forma / de probar que la vida / calla más que la muerte»), alcanzando -tras sucesivas ampliaciones del elemento axial de este proceso, leit motiv en el comienzo de cada estrofa -la deslumbradora certeza de la identidad entre existencia y esencia. («El cuidador de la noche / sabe que la edad de la noche / es mayor que la del día»). Certeza que apenas dura: en ese mismo instante el escritor (y el lector) se dará de bruces con el vacío ulterior, con el silencio. Esa es la verdadera culminación en los poemas de Roberto Juarroz. El lector, como digo, siente, la orfandad de la palabra, cuando más necesitado está de ella; no se trata, sin embargo, de una carencia, sino de la radicalización del drama ontológico que es -al propio tiempo- debate moral. En sus poemas, Juarroz resume el resultado moral de una experiencia de conocimiento; enseñanza que no proviene del mayor o menor grado de sabiduría; deriva de la mostración inmediata -plástica, diríamos- de ese acto de vivir que es el acto de escribir. «El poema -explica Guillermo Sucre- es un acto que al abrirse y ahondar en sus posibilidades nos abisma y nos regresa al acto inicial, nos (en)cierra en él, en la literalidad (¿en la soledad?) del texto»:
Y ya en la zona del más puro menos colocar todavía un signo menos y empezar hacia atrás a unir de nuevo la primera palabra, a unir su forma de contacto oscuro, su forma anterior a sus letras, la vértebra inicial del verbo oblícuo donde se funda el tiempo transparente del firme aprendizaje de la nada. Y tener buen cuidado de no errar otra vez el camino y aprender nuevamente la farsa de ser algo.
La escritura de Juarroz discurre en la frontera con lo invisible, se asoma vertiginosa y simultáneamente a dos ámbitos, a dos espacios decisivos, lugar y espejo -respectiva y recíprocamente- de la existencia, de la escritura y de la reflexión; dos espacios que confluyen, y hasta cierto punto se anulan, en un poema abierto siempre a un otro lado sin sucesión ni muerte. (Pero el hombre / allí no tendrá peso / allí no será nadie»). La visión que ella (esta poesía) despliega no es expansiva ni horizontal (puramente histórica); es una visión en profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo esencial, con lo que de alguna manera ha sido inesencial en la historia, sobre todo en nuestra historia contemporánea.
Tensión afirmativa del poema y evidencia de las limitaciones del lenguaje: la bipolaridad en la cual se establece la poesía de Juarroz. Nos movemos, sin lugar a dudas, en los dominios de una poesía del conocimiento, materializada -a su vez- como una experiencia de comunicación: sus poemas resumen, de modo admirable, el poder y la miseria del lenguaje en el trance del decir primordial; la gozosa incertidumbre de la revelación y la evidencia descreída del final. Pero habrá que subrayar la actitud irónica desde la cual el poeta afronta esa situación, pues su poesía se origina (y se consuma) en el absoluto convencimiento de cuanto -evidente u oculto- impide la plenitus del hallazgo expresivo. («Tal vez la existencia del hombre consista simplemente / en perfeccionar el no existir»). El poeta ve (y siente) cómo las palabras (sucedía en el Gargantúa rabelaisiano) se congelan en el aire, inútiles o mostrencas. («Ha llegado para ella (la mano) el momento / de escribir en el aire, / de conformarse casi con un gesto. / Pero el aire también es insaciable / y sus límites son oblícuamente estrechos»). Lo sabe -y digo-; y lo palpa en su inmediatez sensorial. Sin embargo, fuerza el límite, pone a prueba el lenguaje, se juega con él la última posibilidad. («Detrás del silencio / detrás del espacio vacío, / detrás de lo que no existe / repta por lo menos una ausencia roedora / que a menudo interrumpe el mensaje. / Hasta la nada suele interceptar la nada»). Ironía contenida en la escueta pero intencionada utilización del adjetivo (véase, por ejemplo, esa «ausencia roedora» que acabo de citar) o en la manipulación de un lenguaje muy simple, muy elemental, que deja al descubierto -incisiva agresividad- su afirmación y su negación fundamentales: vida y muerte, contrarios complementarios y confluyentes, generadores de una interrogación urgida ante el enigma de la permanencia:
Es como si prestásemos la vida por un rato, sin la seguridad de que nos va a ser devuelta, y sin que nadie nos lo haya pedido, pero sabiendo que es usada
para algo que nos concierne más que todo.
¿No será también la muerte un préstamo,
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso?
Ámbitos complementarios para construir la paradoja del discurso existencial; visión espejeante que los relaciona, por medio de su doble reflejado en las imágenes concretas del pozo, o del cristal, o del espejo; que establece una distancia, siempre notoria, entre lo dentro y lo fuera («Hay un pozo de nubes donde se juntan todas las palabras, / húmedamente ellas mismas, / entidades más despiertas que perfectas, / cuyas sombras han tropezado casualmente con la boca de los hombres»), o una correlación entre presencia (árbol, cuerpo) y ausencia (pájaro, pensamiento), o una antítesis cruda y simple entre la palabra y su contrario, entre voz y silencio. Poesía, la de Juarroz, que desarrolla una acción muy peculiar, teñida de plenitud y neutralizadora de los opuestos, porque los contiene todos:
Caer de vacío en vacío,
como un pájaro que cae para morir
y de pronto siente que va a seguir volando.
Caer de lleno en lleno,
como un antipájaro que enrola en su anticaída
los espacios compactos donde no se cae.
Caer de línea en línea,
hasta abandonar el dosel de las líneas
y caer en lo abierto,
desnudo hasta de forma.
Caer de vida en vida,
pero dentro de esta vida,
hasta que nos detenga como un cuerpo plenario
el resumen de ser.
Y entonces dar vuelta la caída
y volver a caer.
La caída de este poema no presupone una acción negativa, o anuladora, sino penetrativa del conocimiento: el pájaro cae «para morir pero siente que va a seguir volando»; la palabra cae, pero en lo «desnudo hasta de forma» (libertad insólita plena, vencedora incluso de la forma); cae la vida, por último, pero para alcanzar mejor el ser, y para retornar finalmente a su indeclinable tensión vertical. Un movimiento, como ya indicábamos, que genera su propio espacio (o espacios), pero un movimiento que revierte en el propio individuo y traza la imagen de la insistente búsqueda de identidad (Tiene que haber un punto / donde cesen los turnos del olvido / y las formas recuerden»), de la urgencia por superar la soledad y el desamparo («La incongruencia de estar solo / toma el tren más puntual / hacia las emergencias del olvido»). Esos dos ámbitos espejeantes y confluyentes, ya explicados, vuelven ahora a ser fundamentales; explican el enigma de esa doblez por medio de la cual el poeta se define, utilizando un lenguaje que mezcla -no sin cierto contenido apasionamiento- el lenguaje poético y la palabra coloquial, la celebración optimista de la palabra y un cierto tono de desolación y tristeza que apunta también en algunas ocasiones. Nuestro autor se propone resolver el misterio de la existencia al margen de los hechos, alumbrando la dimensión colectiva de la palabra esencial («El corazón más plano de la tierra / me hizo aprender a saltar en el abismo / de una sola mirada»). Juarroz destierra de su poesía cualquier suceso; elimina de forma radical toda anécdota, al igual que despoja a su palabra de todo aditamento adjetivo, concentrando la actividad del texto en una tenaz y minuciosa búsqueda interior. Su palabra -diríamos- recorre un doble itinerario de ida y vuelta; discurrir, primero, en una explosión expresiva, liberación del dinámico vuelo verbal; recorrer el camino inverso, más tarde, y, de forma paralela, orientarse hacia el origen, hacia el centro intelectual y emotivo donde se había generado:
He llegado a mis inseguridades definitivas.
Aquí comienza el territorio
donde es posible quemar todos los finales
y crear el propio abismo
para desaparecer hacia dentro.
Pero pronto notamos que ambas tensiones se resurgen en una sola; que ese recorrido nos ha revelado la voluntad de conocimiento que anima la palabra de Juarroz. Ver y asumir el mundo tiene su exacto correlato en el proceso subsiguiente, cumplido cuando se ve y se asume la propia identidad con reflejo (reflexión) de aquella mirada. Este itinerario encierra un vigoroso optimismo inicial y participativo; pero concluye en la evidencia de la imposible revelación de cuanto se halla más allá de las palabras, eso que tan sólo puede ser aludido (o entrevisto, en el relámpago de la iluminación poética) instantáneamente. Lo certifica el propio escritor: «la palabra es el único pájaro / que puede ser igual a su ausencia».
Con su poesía, Roberto Juarroz ha abierto los ojos a la evidencia del todo y la nada de la palabra, sin sustraerse ni doblegarse a esa constitutiva doblez. Con su poesía, no sólo dice la experiencia, también la hace patente, la encarna: la rigurosa síntesis esencial, la absoluta y atractiva desnudez del verbo como principio, descubre -en esa misma operación de despojamiento- su propia miseria, los peligrosos augurios del vértigo de la nada que, por su intermedio, se iluminan. Ello obligará al poeta a concluir lo siguiente: «la palabra no es el grito / sino recibimiento o despedida. / La palabra es el resumen del silencio, / del silencio, que es resumen de todo». Confianza en el silencio (hueco de la palabra, de su cuerpo y de su sentido) como espacio de plenitud original. Y no deja de ser sintomático que esto se produzca, con mayor notoriedad, a partir de 1975. Con la Séptima poesía vertical, Juarroz establece esta cuestión en el centro de su experiencia poética; precisamente cuando el mundo entra en una de las más profundas crisis de identidad de la época contemporánea. El escritor argentino transita entonces los caminos de la trágica incertidumbre de la palabra como un medio de conocimiento capaz de superar las simples evidencias superficiales de la historia: la poesía no como instrumento para decir; como testimonio que deriva (en singular parábola) de esa batalla particular entablada contra la credibilidad de la palabra. Los textos de Juarroz alcanzan, por esos años, los linderos más lejanos, y atrevidos, de su territorio verbal, y quedan aleteando en la inquietud del silencio que ellos mismos generan y que dejan sonando tras la última palabra.
La aventura poética de Roberto Juarroz supone -lo hemos dicho- un enfrentamiento sereno y riguroso con la materia del poema. Pero también muy arriesgado. No sólo por la compleja experiencia de la escritura que en ella se realiza (exigente adelgazamiento de la expresión y de la frase; sólida implicación en el conjunto de las estrofas-fragmento; voluntaria manifestación del silencio o la nada finales…); es arriesgada también porque con ella, siguiendo su propio discurrir, el poeta y el lector quedan inesperada y dolorosamente solos ante su propia confundida identidad; y se les hace trágicamente presente su imagen de huérfano impenitente que interroga con desasosiego a su mundo y su lenguaje; mientras ambos, mundo y lenguaje, se resisten -hostiles- a ser propicios para su indagación entusiasta. Poeta y lector insisten en sus preguntas, aun a pesar de tal hostilidad; o, tal vez, por encima de ella.
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Nota: La obra de Juarroz no establece diferencia alguna entre las diversas entregas: el título es siempre el mismo; los poemas sólo se numeran, como parte que son de un todo; la estructura de los textos presenta muy escasa -y yo diría que irrelevantes- variaciones.
Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia
Para sofocar de antemano cualquier revuelta, no hay que utilizar la violencia. Los métodos como los que utilizaba Hitler son obsoletos. Basta con desarrollar un condicionamiento colectivo tan poderoso que la idea misma de la revuelta ni siquiera pase por la mente de la gente. Lo ideal sería condicionar a los individuos limitando sus capacidades biológicas innatas desde el nacimiento. Luego se continuaría el proceso de condicionamiento reduciendo de forma drástica la educación para reconducirla a una forma de integración en el mundo del trabajo. Un individuo inculto sólo tiene un horizonte de pensamiento limitado, y cuanto más se limiten sus pensamientos a preocupaciones mediocres, menos podrá rebelarse. El acceso al conocimiento debe hacerse cada vez más difícil y elitista. Hay que ampliar el abismo entre el pueblo y la ciencia. Hay que eliminar todo contenido subversivo de la información destinada al público en general. Sobre todo, no debe haber filosofía. También en este caso debemos utilizar la persuasión y no la violencia directa: difundiremos masivamente por televisión un entretenimiento que ensalce siempre las virtudes de lo emocional e instintivo. Llenaremos la mente de la gente con lo que es fútil y divertido. Es bueno impedir que la mente piense utilizando la música y la cháchara incesantes. La sexualidad se situará en el primer plano de los intereses humanos. Como tranquilizante social, no hay nada mejor. En general, nos aseguraremos de desterrar la seriedad de la vida, de ridiculizar todo lo que se valora y de defender constantemente la frivolidad: para que la euforia de la publicidad se convierta en la norma de la felicidad humana y en el modelo de la libertad. El condicionamiento producirá así una integración tal que el único temor -que debe mantenerse- será el de quedar excluido del sistema y, por tanto, no poder acceder a las condiciones necesarias para la felicidad. El hombre masa producido de esta manera debe ser tratado como lo que es: un ternero, y debe ser vigilado de cerca, como cualquier rebaño. Todo lo que aplaque su lucidez es bueno socialmente, y todo lo que pueda despertarla debe ser ridiculizado, sofocado y combatido. Cualquier doctrina que cuestione el sistema debe ser designada primero como subversiva y terrorista, y quienes la apoyen deben ser tratados como tales».
Günther Anders (La obsolescencia del hombre1956)
La revolución cultural de finales del siglo XX debe entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor dicho, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido social. Y este tejido no estaba formado sólo por las relaciones reales entre los seres humanos y su forma de organización, sino también por los modelos generales de esas relaciones y por las pautas de conducta que era de prever que siguiesen en su trato mutuo los individuos, cuyos papeles estaban predeterminados, aunque no siempre escritos.
Eric Hobsbawm
Las claves para llegar a buen puerto en la vida son: conseguir tener una personalidad equilibrada y un proyecto de vida coherente y realista que hospede cuatro grandes notas en su interior: amor, trabajo, cultura y amistad. La felicidad absoluta es una quimera y está en la imaginación. Hemos de aspirar a la felicidad relativa, que consistiría en intentar sacar el máximo jugo posible a la existencia personal, sobre todo en dos temas que son los grandes pilares: el amor y el trabajo, la vida afectiva y la vida profesional. Los jóvenes están acostumbrados a la cultura de la inmediatez, y en esta vida hay cinco pretensiones de largo alcance que son las que proporcionan el puente para llegar al castillo de la felicidad relativa: el orden, la constancia, la voluntad y la capacidad de observación. La más importante es la voluntad, que es la base de la educación, y que lleva la voz cantante porque es más importante que la inteligencia. Hoy hay un desdén muy grande por la voluntad en general, que en los colegios se trabaja muy poco. Educar es proporcionar raíces y alas, amor y disciplina, es seducir con valores que no pasan de moda. Y la clave está en hacer atractiva la exigencia. En la exigencia entra la labor del educador. Las redes sociales tienen una parte buena y una mala. La buena es la posibilidad de comunicarse con mucha gente y conocer otras vidas y otros estilos. La mala es que quedan atrapados como si fuera una adicción y lo que podía ser una posibilidad de comunicarse se convierte en una amistad superficial. Y creo que la juventud no está hecha para el placer sino para el heroísmo, y por eso mi mensaje a los jóvenes es «atrévete a sacar lo mejor de tu persona poniendo entre paréntesis el bombardeo informativo que llega por las redes».
Enrique Rojas
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Gabriel García Márquez
Hace unos días volví a ver Lawrence de Arabia, la película de David Lean con Peter O´Toole como protagonista. Mientras las imágenes y los diálogos se sucedían en la pantalla, mi mente voló hacia Alejandro Magno de Oliver Stone y Los siete mensajeros, el libro de Buzzati. Lawrence viajaba a Arabia en plena expansión del imperio británico, del cual formaba parte, aunque en realidad viajaba para encontrarse a sí mismo (que es más o menos lo mismo que perderse). Magno emprendía una huída hacia delante enloquecido por el poder. El príncipe del escritor italiano quería encontrar una frontera que se le iba haciendo cada vez más lejana, por lo que cada tanto enviaba un mensajero a trabar contacto con su lugar de origen, ya totalmente diferente, donde casi no se le recordaba. En un momento imaginé que este último era yo mismo. Y ese es el centro del asunto. La literatura (y el cine) tiene vasos comunicantes, trata temas universales, enseña, es reflexión o no es nada, como señalaba un escritor uruguayo. Si a la literatura le quitamos ese aprendizaje, esa reflexión y el aporte a la causa de la humanidad para convertirla en una expresión de «genios», en algo individual, inocente, un puro juego o, peor, en una mercancía para ganar dinero, le quitamos su razón de ser, la convertimos en un entretenimiento y, lo que es peor, en un arma peligrosa que nos termina dañando.
Federico Nogara
En el arte actual existe un orden social local que responde a un orden social global organizado con la idea de industria cultural, que responde a una Hollywoodización de la cultura. La industria de la cultura tiene que llenar los agujeros que produce la adopción de la nueva religión, el dinero, y que, como toda industria que genera bienes de consumo, debe reemplazar algunas necesidades y generar otras, dentro de sus necesidades, a diario. La dinámica que se sigue responde a la rentabilidad del dinero invertido: en el caso de agentes particulares, la rentabilidad económica; en el caso del Estado, la rentabilidad política medida en votos. Y según las leyes del mercado, a mayor productividad, mejor paga. Sería deseable que el Estado financiara las prácticas artísticas, pero siempre que las administraciones de cultura tendieran a considerar otros criterios sociales, culturales y humanos. Hoy vemos que la tendencia es la inversa: cada día son mayores las alianzas estratégicas con empresas para brindar la ilusión de un mundo democrático, participativo y de diversidad cultural. Estamos muy lejos de la utopía. En realidad vamos en el sentido contrario. Prevalece, sobre el trabajo del verdadero artista, que vive de lo que puede, la idea de la estrella, del genio, medido siempre por las ventas.
Guillermo Pérez Raventós
En 1917 los Writers Resist (Los escritores que resisten) escribieron: “Para sanarnos y avanzar queremos eludir el discurso político directo y centrarnos inspiradamente en el futuro y en cómo nosotros, escritores, podemos ser una fuerza unificadora en la tarea de proteger la democracia. Urgimos a los organizadores y oradores locales a evitar la mención de nombres de políticos o servirse de un lenguaje ‘anti’ durante el acto del Writers Resist. Es importante garantizar que las organizaciones sin ánimo de lucro, que tienen prohibida la participación en campañas políticas, se sientan cómodas en el patrocinio de este acto.” Compárese esta basura palabrera con las declaraciones del Congreso de Escritores Norteamericanos celebrado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1935 y, luego, dos años más tarde, en 1937. Se trató de actos electrizantes, con escritores que debatían cómo hacer frente a hechos ignominiosos que estaban aconteciendo en Abisinia, China y España. Se leyeron telegramas de Thomas Mann, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein, en los que se reflejaba el miedo al gran poder rampante y la convicción de que no era ya posible debatir de arte y literatura no ya sin política, sino sin entrar en la acción política directa. “Un escritor”, declaraba la periodista Martha Gellhorn en el segundo congreso, “debe ser ahora un hombre de acción… Un hombre que haya dedicado un año de su vida a las huelgas del acero, o que haya estado un año en el desempleo, o que haya sufrido los problemas del prejuicio racial, no ha perdido o desperdiciado su tiempo. Es un hombre que ha llegado a conocer cuál es su sitio. Si has sobrevivido a eso, lo que tendrás que decir luego no será otra cosa que la verdad, lo necesario y real, y por eso será duradero”. Que la amenaza del poder rapaz ha sido bien encajada por escritores, muchos de ellos privilegiados y celebrados, y por los guardianes de las puertas de la crítica literaria y de la cultura (incluida la cultura popular), es cosa fuera de discusión. No se trata de un fenómeno norteamericano. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en dos siglos, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”. No hay un Shelley que hable a favor de los pobres, ni un Blake que escriba a favor de sueños utópicos; no hay un Byron que condene la corrupción de la clase dominante, ni un Thomas Carlyle y un John Ruskin que desvelen el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw no tienen hoy su equivalente. Harold Pinter fue el último en levantar la voz. Entre las insistentes voces del actual feminismo de consumo, ninguna se hace eco de Virginia Woolf, que tan bien describió “las mañas para dominar a otros por la vía de someter, matar o adquirir tierra y capital”.
El pasado día 10 de abril el Parlamento Europeo aprobó el que se denomina Pacto sobre Migración y Asilo (PEMA), unos acuerdos que tienen como objetivo dirigir de manera coordinada la política de los estados miembros de la Unión Europea sobre estos asuntos humanamente tan importantes y sensibles.
¿Nos acordamos todavía de aquellos tiempos en que las personas nos podíamos mover libremente por el mundo o, cuando menos, bastante libremente? Si bien todavía no hace muchos años Europa era un continente dividido en dos bloques de políticas enfrentadas ideológica y económicamente y que el resto del mundo se alineaba con uno de los dos bloques según sus intereses, los ciudadanos y las ciudadanas de los respectivos bloques podíamos ir y venir por los países del bloque al que pertenecíamos sin más impedimento que el de mostrar el pasaporte en la frontera o, en casos excepcionales, el correspondiente visado obtenido antes con facilidad. Este era un gesto que casi era una formalidad y sólo pretendía controlar el paso de posibles criminales perseguidos por la justicia. Se podía viajar y realizar estancias de tres meses en el extranjero como turista y, si convenía, elegir sin grandes obstáculos el país donde queríamos vivir y buscar trabajo. Y allá donde las condiciones laborales nos eran más propicias, podíamos incluso escoger otro país para vivir y trabajar porque hacía mejor clima o porque nos parecía más bonito. Sabíamos que personas extranjeras cuya vida corría peligro por razones políticas podían pedir asilo en el nuestro y que nosotros lo podríamos pedir a otro país si alguna vez corríamos el mismo riesgo. Ya hace mucho tiempo que circular, trabajar y vivir en cualquier país de la UE es para la ciudadanía de los territorios que pertenecen a la Unión totalmente libre. Desde hace años incluso es mucho más fácil para los ciudadanos del Espacio Schengen. Pero no para todo el mundo, claro. Los ciudadanos de los países empobrecidos en general están excluidos. Mientras para nosotros las fronteras han desaparecido para los «otros» acontece ahora ya prácticamente imposible; la verdadera frontera la marcan ahora el dinero y el color de la piel.
Europa se ha jactado siempre de ser el continente que ha salvaguardado los valores humanos y de manera similar los EE. UU. se han erigido en adalides mundiales de los valores occidentales en una línea parecida (la libertad, la paz, la tolerancia, la democracia, la defensa de los derechos humanos…).
De hecho, hemos vivido suficientes experiencias como para saber que una cosa son las intenciones o las declaraciones y la otra —muy diferente— los hechos. Sabemos que a menudo palabras y hechos se contradicen, a pesar de todo, siempre se puede apelar al derecho y a la justicia cuando este derecho y esta justicia están acogidos por instancias internacionales que los amparan. Por eso es tan importante que estas instancias estén atentas para que no se pierda terreno en ganancias tan esenciales. Y hace falta que se tomen activamente medidas de cumplimiento obligado cuando estos valores, estos derechos, se vean amenazados o cuando, directamente, no se respeten.
Lo que ha sucedido recientemente con el Pacto de Migración y Asilo (PEMA) que ha votado el Parlamento Europeo es un enorme paso atrás en este sentido, como reconocen organizaciones de Derechos Humanos importantes: Oxfam Intermon, Lafede.cat, Save the Children, Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado, Comisión Española de Ayuda al Refugiado, Amnistía Internacional, entre otras muchas…
Si hasta ahora las personas migrantes y las solicitantes de asilo de todo el mundo tenían serios impedimentos para encontrar protección y/o arraigar en una tierra foránea donde poder encontrar trabajo o donde su vida no se viera amenazada, ahora, con el Pacto de Migración y Asilo recientemente asumido por la UE, los obstáculos serán mucho mayores. En este sentido podríamos decir que el Pacto incumple el derecho de asilo que está regulado por el Derecho Internacional como derecho humano fundamental, que lo declara una obligación de los Estados, recogido en el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y desarrollado en la Convención de Ginebra del 1951 y su protocolo (Protocolo de Nueva York de 1967).
Como estas organizaciones denuncian, el Pacto refuerza las políticas de externalización de fronteras y los retornos a terceros países, como Marruecos, Túnez o Libia, donde no se respetan los derechos humanos y las vidas de las personas devueltas pueden correr grave peligro. Además, se pretende considerar que una persona no ha llegado a la UE hasta que el Estado del país al que ha llegado no lo reconozca como «llegado» y lo autorice, aunque ya viva físicamente allí. Se trata de una ficción jurídica que se puede sostener por tiempo indefinido y dejar a la persona en un limbo mientras dure. También facilita la aplicación de procedimientos fronterizos acelerados y las detenciones sistemáticas y, si esto no fuera suficiente, permite que cada país de la UE pueda elegir entre acoger o pagar a un tercer país para evitarse la acogida. Prácticas éstas que, si bien ya se habían aplicado en más de un caso, ahora se normalizarán. Que esta devaluación de la situación haya sido un acuerdo del Parlamento Europeo es alarmante, porque normaliza lo que significa un gravísimo retroceso en la reivindicación del respecto a los Derechos Humanos más fundamentales.
En cuanto al ámbito de la política hay que preguntarse: ¿es inteligente este Pacto para frenar la inmigración hacia Europa?; porque éste es el objetivo que persigue la UE con este acuerdo. Es más que evidente que no, que no es inteligente. Nunca ha sido inteligente —menos aún en cuestiones políticas y sociales— poner parches; las soluciones a los problemas nunca se han conseguido tapándolos o remendándolos, sino analizando las causas. Y tampoco hay que tener gran capacidad de análisis para hacer el diagnóstico de las razones de las migraciones, las de nuestro tiempo y las de siempre. Las razones son la pobreza, la guerra, la amenaza climática, los países autócratas donde cualquier opositor corre peligro de muerte, la pena capital que amenaza a personas cuya identidad sexual no se corresponde con la oficialmente admitida en su tierra… Así pues lo que hace falta con urgencia es orientar las políticas de la UE a combatir todas estas causas, si no lo hace, las migraciones no sólo seguirán como hasta ahora, sino que aumentarán; porque el cambio climático se agrava a una velocidad exponencial, porque la pobreza está íntimamente relacionada con el cambio climático (si bien no exclusivamente) y con el expolio de la riqueza de los territorios de los migrantes por parte de Europa y otros países del mundo occidental, porque las guerras se hacen con las armas que nuestros países (los que se sienten amenazados por la inmigración creciente) fabrican, exportan y venden… Llegados a este punto de la lectura habréis deducido hace rato que este Pacto se basa en la más grande de las hipocresías, porque de estas razones somos culpables o cómplices los países del así llamado «mundo occidental», del cual Europa forma parte.
Inteligente —y ahora ya no hablo de Derechos Humanos ni de justicia— sería para la clase política de cualquier ideología, incluidas las que quieran hacer prevalecer argumentos xenófobos o económicos para frenar la inmigración, trabajar en políticas dirigidas a eliminar las causas.
Hace falta pues ayudar a los territorios empobrecidos con proyectos de desarrollo real que repercutan en la industrialización y la creación de puestos de trabajo en los países de procedencia de los inmigrantes, políticas que den perspectiva de futuro a las generaciones jóvenes en sus países. Inteligente sería ser consecuente y abandonar la postura hipócrita de quien fabrica y vende armas a terceros países a escondidas, mientras critica y se lamenta de la cantidad de guerras que se libran en todo el mundo (un ejemplo: España, sin ir más lejos, que se posiciona contra Israel y defiende la creación de un Estado Palestino como única vía para conseguir la paz estable en la región —cosa loable, acertada y urgente por necesaria— al tiempo que vende armas a Israel). Y no es éste el único caso, España también exporta a Arabia Saudí, Turquía y Ucrania. Según cifras del año 2022, el Estado español ocupa el séptimo lugar en la exportación de armas después de los EE. UU., Rusia, China, Francia, el Reino Unido y Alemania, con una falta de transparencia amparada en una ley de secretos de estado que remite al franquismo. Sus compradores mayoritarios son países de la OTAN. Es el gobierno español —sea cual sea— el que tiene que autorizar a las empresas la venta de armas a terceros países, y la decisión la toman once funcionarios en reuniones a puerta cerrada…
El refranero y los dichos forman parte de lo que llamamos sabiduría popular tradicional; recogen realmente la sabiduría. Lo que pretende la UE con el Pacto de la Vergüenza es poner puertas al campo. Aun así todo el mundo sabe que es imposible. El Parlamento Europeo también lo sabe. ¿Por qué, pues, no abordar seriamente una política de causas?
Contra el Pacto de la Vergüenza propondría que el Parlamento Europeo firmara un Pacto de la Decencia con decisiones acordadas a orientar la política de la UE a evitar seriamente la tragedia de la inmigración. Sí, la tragedia. Porque es una tragedia tener que emigrar por obligación y es una tragedia morir en el intento de hacerlo.
Comprometido con la enseñanza de la Filosofía durante más de treinta años siempre me cuestioné el valor de tal actividad docente y nunca dudé de la utilidad de lo aparentemente inútil de tal dedicación. Ya desde hace mucho tiempo que el modelo tecnológico y cientifista de pensamiento ha intentado despreciar la Filosofía como una rémora puramente metafísica, una antigualla fomentadora de fantasías inconsistentes, de juegos del lenguaje sin referentes claros respecto a la realidad. Pero, más allá del uso deshonesto del lenguaje y sus retóricas cuya función era embaucar al público en creencias irracionales e irrazonables , una educación sin la Filosofía sería un mundo mucho más pobre, o mejor dicho, un mundo no propiamente humano, sino el sueño realizado de una Inteligencia Artificial al servicio del control absoluto del pensamiento y la acción.
La Filosofía desde Sócrates -en nuestro ámbito occidental- ha sido la capacidad de pensar por uno mismo, la capacidad crítica del sujeto frente a la realidad física, social, personal, la capacidad autónoma de la reflexión más allá de las creencias, de la tradición, en definitiva, la apertura del sujeto liberado de la servidumbres contemporáneas y su disponibilidad discursiva para contrastar mediante el diálogo, la comunicación, en un espacio común (ágora), el pensamiento y la acción en el mundo. Este cometido no tiene por qué establecerse en una asignatura exclusiva sino que debería estar imbuida en todas las materias propias del conocimiento. Algunos llegaron a proponer que no deberían existir unos estudios específicos universitarios con el rótulo de Filosofía sino que ésta debería estar presente en todos los ámbitos académicos. De hecho le debemos a la reflexión filosófica los criterios de demarcación de la ciencia empírica así como el desarrollo del pensamiento lógico-matemático. Las grandes reflexiones sobre las consecuencias de los desarrollos tecnológicos en las sociedades humanas están también cuestionadas por una actividad reflexiva profunda y vital para entender la dimensión humana de la praxis en todos los sentidos.
¿Podemos renunciar a poseer, clarificar, preservar nuestra identidad moral? La conflictividad, las guerras de este siglo XXI -Siria, Ucrania, Palestina….- la capacidad autodestructiva de nuestra especie con sus modelos productivos y sociales, nos obligan a plantearnos las grandes cuestiones filosófícas sobre nuestra naturaleza, sobre las condiciones de vida que hemos creado y la naturaleza del poder político y sus consecuencias en la existencia de los seres humanos y de la vida planetaria. No podemos renunciar a educar a las nuevas generaciones en las cuestiones básicas de la reflexión ética, en el buen vivir individual y colectivo, en despertar a las conciencias en un mundo complejo en que la digitalización ha acelerado e intensificado las distorsiones cognitivas, un mundo que permite el aislamiento del sujeto y distorsiona la comunicación hasta extremos desconocidos hasta ahora.
¿Podemos renunciar a la enseñanza de las teorías de la verdad, y sobre todo a la teoría clásica de la correspondencia ? Una realidad social en que impera la credulidad ante informaciones, hipótesis a cual más extravagante o disparatada, un mundo de comunicación virtual donde los foros devienen en puros intereses comerciales, monetarios, ideológicos, sin importar la veracidad o no de los contenidos, un mundo en que los filtros del criticismo, la duda razonable, están ausentes debido a que los instrumentos cognitivos básicos estás debilitados o sencillamente muertos. Un mundo así necesita más que nunca de una educación reflexiva y compartida dentro de las normas básicas de la comunicación para generar nuevos y más sólidos conocimientos.
¿Podemos doblegarnos ante las supersticiones, a la patologización de nuestro pensamiento, a los mitos antiguos y modernos, seguir en la minoría de edad de las creencias mágicas? El pensamiento crítico, la metodología científica, las teorías sobre la racionalidad teórica y empírica, merecen un estudio básico , un acercamiento que nos permita discernir entre la expresión poética, el mundo de las emociones y sentimientos humanos y la capacidad racional. Gran parte del descrédito de la filosofía en los últimos tiempos creo pensar que se lo debemos a la llamada postmodernidad. La Filosofía se convirtió durante lustros en una práctica en muchos casos fraudulenta, en que el relativismo se consideró la única posibilidad de su desarrollo. Los discursos ininteligibles cuya pretensión seductora y esotérica ha dominado gran parte de la producción filosófica y, en muchos casos, obnubilados por lecturas de Nietzsche cuyas consecuencias no quisieron ser evaluadas en su justa medida, crearon un estado de desconcierto en el panorama del pensamiento. El daño al incompleto siempre proyecto de la Ilustración ha sido incalculable. La brillantez estética del discurso se sobrepuso a una reflexión sobre los contenidos expuestos, no es de extrañar que el nazismo y todo supremacismo racial y cultural tomara como oráculo algunos textos de Nietzsche, y que filósofos con ínfulas sobre los discursos de dominación tomaran al maestro como modelo de pensamiento cuestionador de la realidad social. La nueva jerga filosófica alejó más si cabe a esa actividad noble que nunca tuvo que dejar de expresar en el discurso la claridad y la profundidad como axioma de toda solvente filosofía. No obstante, hubo aspectos importantes en toda esta corriente de la sospecha sobre los discursos totalizantes sobre la realidad con el fin de expresar la voluntad de poder sobre la conciencia, alienaciones que los grandes críticos como Marx y Freud supieron ver. Ahondar en las debilidades de las cuestiones primordiales del pensamiento seguirá siendo la tarea de una filosofía que aborda radicalmente la esencia de todo preguntar. Asimismo, preguntarse qué es el ser humano, la cuarta pregunta kantiana que debe dilucidar desde una antropología filosófica las posibilidades del ser finito hombre en su quehacer histórico, seguirá siendo una tarea fundamental como parte de la educación humanística de toda generación. Comprender, desvelar la naturaleza humana y sus encrucijadas, poseer el conocimiento para que el interés de un desarrollo sostenible sea factible, todo ello requiere de la autorreflexión básica que la filosofía ha venido brindando desde su orígenes. ¿Podemos renunciar, hurtar a las nuevas generaciones la posibilidad de tener los instrumentos cognitivos y emocionales que les permitan vivir en un mundo más habitable, menos inhóspito?
Aprender a pensar, aprender a filosofar, aprender con aquellos que lo hicieron con talento -el imprescindible estudio de la Historia de la Filosofía- , entender las condiciones de posibilidad de aquellos que nos precedieron, de aquellos seres humanos que vivieron las mismas cuestiones que nos preocupan a nosotros. Todo ello son razones de peso para que ayudemos dentro de lo posible a las nuevas generaciones a pensar por sí mismos sin ninguna tutela. Hacer posible la construcción de identidades personales que estén capacitadas para afrontar el mundo y responder a él. La enseñanza de la Filosofía jamás tenía que haber olvidado esa tarea formativa para el sujeto humano. Más que aprender las diferentes concepciones del mundo, necesario para ubicarse en la realidad y analizar conceptualmente los contenidos de todo pensamiento, la tarea en una sociedad democrática es crear ciudadanos autónomos que conozcan las reglas del razonamiento solvente y las reglas de comunicación en un mundo plural. Renunciar a ello supondría dejar de pensar en teorías sobre la justicia, sobre una sociedad lo más digna posible, sobre la naturaleza de un poder cuyos límites les viene dictado por el desarrollo de los derechos humanos, o la herencia y futuro del más básico de los humanismos. Dejar de pensar supondría dejar de proyectar los ideales de una sociedad de comunicación racional en que los ciudadanos encuentran en sus instituciones los cauces para construir colectivamente las sociedades. Dejar de pensar sería renunciar al discurso humano como creador de la realidad social. Una sociedad en que el pensamiento colectivo está vivo, activo, comprometido, hace más factible la sociedad como tarea común que sin la capacidad personal de cada individuo sería imposible articular una sociedad básicamente libre. Sabemos, no obstante, que a menudo algunas filosofías han traicionado esta labor cívica y han querido pasar como pensamiento verdadero una imagen absoluta de la realidad para poder ejercer el poder de la misma forma.
Pero no olvidemos que la Filosofía es hija de la polis desde sus orígenes. La palabra desacralizada se convierte en el vehículo para plantearse la vida en común mediante un lenguaje que quiere ser compartido y, con él, esclarecer la complejidad del mundo. La palabra, el logos, es el instrumento humanizador, la participación discursiva que más allá de los intereses -imposibles de eliminar- intenta crear un marco de conocimiento y de decisiones colectivas. La reflexión ética está inextricablemente unida al mundo de lo político y las razones siempre son y será la naturaleza de cualquier decisión. Los aciertos y los errores serán parte de esa experiencia que permite plantearnos la realidad constantemente en un mundo esencialmente abierto, un mundo en que las certezas absolutas en la práctica humana jamás llegan a lograrse.., por eso debemos seguir pensando y discutirlo con nuestros congéneres hasta que el silencio acabe por vencernos.
Pero la Filosofía es mucho más que lo mencionado hasta el momento. Su naturaleza implica no reducir su ámbito en la dimensión práctica del ser humano. Antes las grandes preguntas se nos abre un horizonte no exento de cierto vértigo. La contemplación de nuestra realidad , de nuestra vida más o menos efímera nos abre a un mundo de impresiones, sentimientos a veces encontrados, paradójicos. Hacerse las grandes preguntas existenciales nos proporciona un acercamiento a nuestra común naturaleza, nos proporciona que Lo Otro es también el rostro que tenemos enfrente, la realidad ética de nuestro mundo compartido desde la misma dimensión a veces enigmática, donde el misterio nos puede acercar a la compasión más sincera tal y como las grandes religiones testificaron. Compartir ciertas experiencias intelectuales y emocionales nos permite desde el ateísmo o desde las creencias religiosas, percatarnos de que nos hallamos en el mismo barco rodeados de un mar infinito. La enseñanza de la Filosofía proporciona la verdad íntima de que cada mente es un universo de posibilidades, una fuente de creatividad, un respeto por libertad de cada sujeto.
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Desde que empecé mi carrera docente las diferentes leyes educativas y sus curriculos han tendido a disminuir la enseñanza de la Filosofía. Creo que en todo ello ha habido un paulatino desprecio por las disciplinas humanísticas y una valorización del pensamiento empírico-tecnológico. Nunccio Ordine, en su Utilidad de lo inútil, y en sus otras obras (1) ya señaló el error cometido con la última generación al privarles del mundo literario y la posibilidad de entender la experiencia humana a través de las grandes obras. Irene Vallejo en su El infinito en un junco (2) ha señalado brillantemente la importancia de la lectura de los clásicos, y la lectura en general de los grandes autores, para la formación de nuestros jóvenes y adultos. Debemos destacar, también, el libro de Martha C.Nussbaum, en defensa de las humanidades (3).
Una realidad sin Literatura, Filosofía, Arte, es empobrecedora y limita drásticamente la experiencia vital de los individuos y las sociedades. Quizás algunos reformadores educativos no supieron superar sus nefastas experiencias escolares, su mala educación recibida por un nacional-catolicismo aquí en España, en que la Filosofía consistía en adoctrinar en la Escolástica Medieval a alumnos cuyo tedio se convertía en depresión o en rechazo furibundo. No es de extrañar que cuando mi generación empezó a liberarse de semejante sistema torturador, encontráramos en Nietzsche la otra cara de la moneda frente a la Teología y las morales ascéticas. Fue más tarde cuando empezamos a descubrir los autores que nos fueron marcando el camino de la inquietud, del anhelo por una vida que tenía que nutrirse de experiencias renovadoras, de paisajes inexplorados. En definitiva, nos hicimos lectores a pesar de los maestros de sotana raída y de voz autoritaria en que el único medio pedagógico era el miedo y la sumisión en una atmósfera de rancia sacristía. Salimos de las oscuros claustros medievales a la luz de una calle plagada de reclamos.
Durante años he visto que las miradas se iluminan en un aula al formular la pregunta adecuada para que las mentes despierten sus capacidades, sus talentos dormidos, su curiosidad sin límite. Durante años he visto que un aula puede ser un lugar de reflexión colectiva a partir de lo que nos han legado los grandes autores del pensamiento. Que enseñar a pensar, a encontrar en uno mismo el sentido de ciertas realidades, es una de las tareas más agradecidas. La enseñanza de la Filosofía es un darse, un volcar aquello que nos hace agitar en lo más íntimo, un ofrecimiento de lo que como humanos nos ha preocupado y ocupado desde siempre. Cada realidad personal es una ventana a la que debemos ofrecer los más variados de los paisajes; a veces luminosos, otras lóbregos, unos misteriosos e inalcanzables, otros próximos y posibles. Y es un dar que tiene su recibir, su agradecimiento, el sentir que hemos acompañado a alguien hacia los sitios más insospechados. Enseñar Fiosofía es lo contrario a adoctrinar porque su cometido es simplemente proporcionar las alas para que cada cual emprenda su propio vuelo. Así es como entendí mis treinta y cinco años de docencia, así es como cada año aprendí algo nuevo con cada uno de mis alumnos. Valorar el pensamiento, la palabra del otro, recorrer la aventura finita de este pasar. No despreciar ninguna opinión por más absurda que parezca porque ella es la antesala para poder avanzar en este mundo a veces oscuro o mal iluminado. Saber que los errores son la posibilidad de los futuros aciertos.
Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil. Acantilado 2013; Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir. Acantilado 2022. Irene Vallejo. El infinito en un junco. Siruela 2020. Martha C. Nussbaum. Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Katz 2010.
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Ángel Secorún. Doctor en Filosofía y Letras (Universidad de Barcelona). Además de ejercer la docencia, ha colaborado con algunas revistas de pensamiento como Anthropos, basando su actividad intelectual principalmente en el ámbito de la Estética literaria y la Antropología política.