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Número 74

El corazón delator / Edgar Allan Poe

Revista Malabia número 74

El corazón delator / Edgar Allan Poe

¡Cierto! He sido, y soy, horrorosamente nervioso, ¿pero por qué dicen que estoy loco? La enfermedad ha afilado mis sentidos, no los ha destruido ni embotado. Por encima de todo, el sentido del oído se ha agudizado: he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y muchas del infierno. ¿Cómo puedo entonces estar loco? ¡Atención! Observen con cuánta calma y cordura puedo contarles la historia completa.
Es imposible decir cómo entró la idea en mi mente por primera vez, pero una vez concebida me obsesionó día y noche. No había en ella objeto ni pasión. Yo amaba al viejo, que nunca me había hecho mal alguno ni insultado. Nunca he sentido deseo por su oro. ¡Pienso que era su ojo! Sí, era eso. Uno sus ojos, azul pálido y con una catarata, me recordaba al de un buitre. Cuando aquel ojo se fijaba en mí, mi sangre se enfriaba, así que por grados y lentamente se me metió en la cabeza terminar con la vida del viejo para librarme así de aquel ojo para siempre. Ahora, este es el asunto. Me consideran loco, pero los locos no saben nada. Deberían verme. Verían que procedo sabiamente, que comencé el trabajo con precaución, con previsión, con disimulo. Nunca fui tan amable con el viejo que durante la entera semana anterior a matarlo. Cada noche, alrededor de la medianoche, descorría el pestillo de su puerta y la abría suavemente. Y cuando había entreabierto lo suficiente para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna oscura, toda cerrada, cerrada, para que no asomase ni un rayo de luz, y entonces metía la cabeza. ¡Oh, se hubieran reído al ver cuan astutamente la introducía! Me movía lentamente, muy lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Una hora tardaba en acomodar mi cabeza en la rendija hasta que podía ver bien su cuerpo tendido en la cama. ¿Habría sido un loco tan sabio? Y entonces, con la cabeza ya en la habitación, abrí la linterna con precaución, con mucha precaución porque las bisagras crujían, hasta permitir que sólo un débil rayo encontrase el ojo de buitre. Y lo hice durante siete largas noches -cada una a medianoche-, pero encontré siempre el ojo cerrado, por lo que me fue imposible hacer mi trabajo. No era el viejo el problema, sino el Ojo Maldito. Cada mañana, apenas amanecía, entraba resueltamente en su habitación y le hablaba con valentía, llamándolo cordialmente por su nombre y preguntándole cómo había pasado la noche. Por lo que queda claro que muy profundo debía ser el viejo, por supuesto, para sospechar que cada noche a las doce lo observaba mientras dormía.
La octava noche fui más cauteloso que nunca al abrir la puerta. La aguja de un reloj se mueve más rápido de lo que se movió mi mano. Nunca antes de aquella noche había sentido el alcance de mis poderes y de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta poco a poco y él ni siquiera soñaba mis hechos secretos y mis pensamientos. Reí entre dientes ante la idea y quizá él me oyó, porque se movió de repente en la cama como si se hubiera sorprendido. Pueden pensar que me retiré, pero no lo hice. La habitación estaba totalmente a oscuras (las ventanas estaban cuidadosamente cerradas por miedo a los ladrones), por lo que sabía que él no podía verme abrir la puerta, así que continué empujándola cuidadosamente.
Ya había introducido la cabeza y me disponía a abrir la linterna cuando mi pulgar resbaló sobre el cierre de lata. El viejo se incorporó en la cama gritando ¿quién anda ahí?
Me quedé absolutamente inmóvil sin decir nada. Durante una hora no moví un músculo y no oí que él se volviera a acostar. Permanecía sentado en la cama escuchando, como yo había hecho noche tras noche escuchando los relojes muertos en la pared. Ahora escuchaba un leve gemido, que reconocía como el gemido del terror mortal. No era de dolor o disgusto -¡oh no!-, era el débil sonido ahogado que surge desde el fondo del alma cuando está sobrecargada de espanto. Conocía bien el sonido. Muchas noches, a medianoche, cuando todo el mundo dormía, había brotado de mi propio seno, profundizando, con su terrible eco, los terrores que me distraían. Digo que conocía bien aquel ruido, y por eso sabía lo que el viejo sentía y me apiadaba de él, aunque riera de corazón. Sabía que estaba tendido en la cama despierto desde el primer ruido leve, cuando se había movido en la cama. Desde ese momento sus temores habían ido creciendo. Había estado tratando de considerarlos sin causa, pero no había podido. Se decía a sí mismo: «No es más que el viento en la chimenea o un ratón corriendo o un grillo chirriando». Había tratado de consolarse con esas suposiciones, pero había sido en vano, porque la Muerte, aproximándose, acechaba con su negra sombra delante suyo y envolvía a la víctima. Y era la triste influencia de la sombra no percibida la que hacía que sintiera -pese a no haberla visto ni oído- la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de esperar pacientemente un largo rato, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir un poco, muy poco, la linterna. La abrí con un sigilo que no pueden imaginar, hasta que un rayo tenue como un hilo de araña salió y fue a dar al ojo de buitre. Estaba abierto, muy abierto, tanto que apenas lo miré monté en cólera. Esta vez lo vi perfectamente: era todo de un azul opaco, y cubierto con una membrana horrible que me heló hasta la médula de los huesos. Pero no pude ver nada más de la cara o el cuerpo del viejo, porque por instinto había dirigido el rayo de luz al sitio maldito. Ahora bien: ¿no les dije que aquello que consideraban locura no era más que un refinamiento de los sentidos? Llegó a mis oídos un ruido sordo, apagado y rápido, como el que hace un reloj cuando lo envuelven en algodón. Yo conocía bien aquel sonido: era el latir del corazón del viejo. Aquel redoble de tambor incrementó mi furia y estimuló el coraje del soldado.
Pero, pese a todo, me abstuve y permanecí quieto. Apenas respiraba y mantenía la linterna inmóvil, tratando de mantener su rayo de luz continuamente en el ojo. Mientras tanto, el latido infernal del corazón aumentaba, cada instante más rápido y más fuerte. ¡El terror del viejo debía estar siendo extremo! Me dije que los latidos crecían con fuerza a cada momento. ¿Me siguen? Les dije que estaba nervioso, y lo estoy. Y ahora, en las horas muertas de la noche, en medio del silencio de la vieja casa,, cualquier sonido extraño me excitaba causándome un terror incontrolable. Sin embargo, por muchos minutos, seguí absteniéndome y permanecí quieto de pie. Pero los latidos iban siendo más fuertes, tanto que creí que el corazón me iba a reventar. y de repente una nueva ansiedad se apoderó de mí: el sonido podría ser oído por algún vecino. La hora del viejo había sonado. Dando un alarido abrí del todo la linterna y salté dentro de la habitación. Él chilló una vez, sólo una vez. En un instante lo arrojé al suelo y le tiré la pesada cama encima. Entonces sonreí satisfecho al ver mi obra casi hecha. Durante unos minutos mi corazón latió con un sonido ahogado, pero ya no me atormentó como antes, no podía ser escuchado a través de la pared. Al fin, cesó. El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cuerpo. Estaba rígido, muy rígido. Coloqué mi mano sobre su corazón y la mantuve un tiempo. No había pulsaciones. Estaba muerto y su ojo ya no me atormentaría más.
Si todavía piensan que estoy loco, dejarán de hacerlo cuando les describa las inteligentes precauciones que usé para ocultar el cuerpo. La noche se desvanecía y yo trabajaba rápido y en silencio. Primero descuarticé el cuerpo, primero la cabeza y luego los brazos y las piernas. Luego arranqué tres tablones del suelo y deposité todo entre ellos, volviendo a colocarlos tan hábil y con tanta destreza, que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido detectar nada extraño. No había nada para eliminar, ni mancha de cualquier tipo ni rastro de sangre. Había tenido mucha precaución poniendo una cubeta que lo recogiera todo. ¡Ah, ah!
Al concluir todas estas labores eran las cuatro y estaba tan oscuro como a medianoche. Daba el reloj esa hora cuando golpearon la puerta de calle. Bajé a abrir con el corazón sereno, porque ¿qué tenía que temer? Entraron tres hombres que se presentaron, de forma cordial, como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y sospechando alguna desgracia había dado aviso a la policía, en vista de lo cual habían sido enviados los agentes.
Sonreí porque no tenía nada que temer. Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. El viejo, añadí, está de viaje en el campo. Los llevé por toda la casa y les pedí que la registrasen bien. Al final fuimos a la habitación del viejo y, imperturbable y seguro, les mostré sus tesoros. En el entusiasmo que me daba mi confianza, traje sillas para que descansaran de sus fatigas, mientras que yo, en la loca audacia de mi triunfo perfecto, colocaba mi propia silla en el sitio bajo el cual reposaba el cuerpo de la víctima.
Los oficiales estaban satisfechos, mis modales los habían convencido. Me encontraba totalmente sereno. Se sentaron y hablaron de temas familiares, alternando yo con el mismo tono jocoso. Pero al cabo de un corto espacio de tiempo sentí que me estaba poniendo pálido y deseaba que se fueran. La cabeza me dolía y me zumbaban los oídos, pero ellos seguían sentados charlando. El zumbido pasó a ser más perceptible y así continuó. Animé la conversación para sacarme de encima aquella sensación tan tenaz, pero el ruido continuó hasta ser tan claro que comprendí que no estaba en mis oídos.
Sin duda debí ponerme más pálido, pero seguí hablando con más fluidez y levantando la voz. El ruido, sin embargo, seguía en aumento. ¿Qué podía hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, semejante al de un reloj envuelto en algodón. Los agentes. Respiré profundamente. Los agentes todavía no habían escuchado nada. Aceleré la conversación y hablé con mayor vehemencia, pero el ruido crecía sin cesar. Me levanté y argumenté sobre bagatelas en alta voz y con gesticulación violenta. El ruido crecía continuamente. ¿Por qué no se habían ido? Caminé por la habitación dando grandes y ruidosos pasos, como si estuviera exasperado por las observaciones que me hacían los hombres, pero el ruido seguía creciendo continuamente. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer? Me puse furioso, despotriqué, maldije y arrastré la silla sobre la que había estado sentado haciéndola resonar sobre el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y crecía continuamente cada vez más fuerte. Y todavía los hombres seguían charlando animadamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todopoderoso, no, no! Ellos oían, sospechaban, sabían! Estaban burlándose de mi horror. Eso pensé entonces y lo pienso ahora. Cualquier cosa hubiera sido mejor que esta agonía, que esta burla. No podía soportar por más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que debía gritar o morir. Y ahora escuchen: más alto, más alto, siempre más alto.
¡Villanos! No especulen más. Admito los hechos. Desarmen los tablones. Aquí, aquí está latiendo su horrible corazón.

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Número 74

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Revista Malabia número 74

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror.
También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: «El terror no es de Alemania, es del alma».
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es su figura como poeta, legada a la imaginación de los hombres (lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable -Was it not Fate, that, on this July midnight- honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton.
Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

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Prólogo a los cuentos completos de Edgar Allan Poe / Julio Cortázar

Revista Malabia número 74

Prólogo a los cuentos completos de Edgar Allan Poe / Julio Cortázar

Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar temía la oscuridad, que no podía dormir, que Muddie debía quedarse horas a su lado, teniéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los ojos. “Todavía no, Muddie, todavía no…” Pero de día se puede pensar con ayuda de la luz, y Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones intelectuales. De ellas va a nacer “Eureka”, así como del fondo de la noche, del balbuceo mismo del terror, rezumará la maravilla de “Ulalume”.
El año 1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a una adoración por completo espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que Las campanas nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe, sus imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus aventuras. Mrs. Shew admiraba el genio de Edgar y tenía una profunda estima por el hombre. Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a comprometerla, se alejó apenada, como lo había hecho Frances Osgood. Y entonces entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su primer amor de adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda, pertenecía a los literati y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de aquellos. Poe descubrió de inmediato sus afinidades con Helen, pero el mejor índice de su creciente desintegración lo da el hecho de que, en 1848, mientras por una parte mantiene correspondencia amorosa con Mrs. Whitman, que aún hoy conmueve a los entusiastas del género, por otra parte conoce a Mrs. Annie Richmond, cuyos ojos le causan profunda impresión (uno piensa en los dientes de Berenice), y de inmediato la visita, gana la confianza de su esposo, de toda la familia, la llama “hermana Annie” y descansa en su amistad, encuentra ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una sola era ya incapaz de darle.
Los movimientos de Edgar en estos últimos tiempos son complicados, fluctuantes, a veces desconocidos. Dio alguna conferencia. Volvió a “su” Richmond, donde bebió terriblemente y recitó largos pasajes de “Eureka” en los bares, para estupefacción de honestos ciudadanos. Pero también en Richmond, cuando recobró la normalidad, pudo vivir sus últimos días felices porque tenía allí viejos y leales amigos, familias que lo recibían con afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas y juegos en los que “Eddie” se divertía como un chico. Asoma entonces (parece que en una de sus conferencias) la imagen de Elmira, su novia de juventud, que había quedado viuda y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura familiar. Edgar debió de verla y pensar en ella. Pero Helen lo atraía mágicamente y volvió al Norte con expresa intención de proponerle matrimonio. Helen era incapaz de resistir la fascinación de Poe, pero no se sentía muy dispuesta a casarse de nuevo. Prometió reflexionar y decidirse. Edgar se fue a esperar su decisión a casa de Annie Richmond, lo cual es perfectamente característico.
El resto se vuelve cada vez más brumoso. Poe recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto, su afecto por Annie parece haber aumentado tanto que, al separarse de ella, le arrancó la promesa de que acudiría a su lecho de muerte. Desgarrado por un conflicto entre imaginario y real, Edgar partió dispuesto a visitar a Helen, sin llegar a su destino. “No me acuerdo de nada de lo sucedido”, diría luego en una carta. Pero él mismo narra su tentativa de suicidio. Compró láudano y bebió la mitad del frasco en Boston. Antes de tener tiempo de tomar la otra mitad (que lo hubiera matado) sobrevino la reacción de un organismo ya habituado al opio, y Edgar vomitó el exceso de láudano. Cuando más tarde llegó a casa de Helen tuvo lugar una escena desgarradora, hasta que ella consintió en el matrimonio si Edgar le prometía abstenerse para siempre de toda droga o estimulante. Poe lo prometió, volviendo al cottage de Fordham, donde Mrs. Clemm lo esperaba angustiada por su larga ausencia y los rumores que llegaban sobre las locuras de “Eddie”. (…) Quizá este mismo infierno le ayudó a levantarse una vez más, la última, Asqueado por los rumores, la maledicencia, la sociedad de los literati y sus mezquinas querellas, se encerró en el cottage con Mrs. Clemm y luchó con los restos de su energía para salir adelante, editar, por fin, su nunca olvidada revista y reanudar el trabajo creador. De enero a junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un poema, “Para Annie”, en el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez (…)
En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a su ciudad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, como no fuera movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre “Muddie”, que no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamo desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en toda su fuerza. Estaba convencido de que “Muddie” había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero el “fantasma” de Virginia lo había detenido (…) La alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar. Entonces pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía: “Apenas recibas esta ven inmediatamente… Hemos de morir juntos. Inútil tratar de convencerme: de morir…” Sus desolados amigos reunieron algún dinero y lo embarcaron rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor, escribió otra carta a “Muddie” reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de alguien que lo acompañara y cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más solitario de los hombres no sabía estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió otra vez (…)
Pero los amigos de Richmond le proporcionaron sus últimos días tranquilos. Bien atendido, respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente suya, Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que recitara “El cuervo”, que en su boca se convertía en “el poema inolvidable” (…)
A las cuatro de la madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a Baltimore. Como siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos. Su partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho suyo. Y desde ese instante todo es niebla, que se desgarra aquí y allá para dejar entrever el final (…)
El 29 de septiembre el barco atracó en Baltimore; Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia, pero se hacía necesario esperar varias horas. En una de estas horas se selló su destino. Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó después es sólo materia de conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero “más bien mal vestido” necesitaba urgentemente su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acaba de reconocer a Edgar Poe en un borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore. Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo. La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones. El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela. Ni “Muddie”, ni Annie, ni Elmira estuvieron juntos a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: “No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. “Que Dios ayude a mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.

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Extractos del prólogo de Cortázar al libro «Cuentos completos de Edgar Allan Poe».
La Jornada, 15 febrero 2009 (México).

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Número 74

El centenario olvidado / George Bernard Shaw

Revista Malabia número 74

El centenario olvidado / George Bernard Shaw

Hubo un tiempo en el que América, la tierra de la libertad y el lugar de nacimiento de Washington, parecía la patria natural de Edgar Allan Poe. Hoy en día algo así se ha vuelto inconcebible: ningún joven puede leer las obras de Poe sin preguntarse con incredulidad qué demonios pinta Poe en ese barco. América ha quedado al descubierto, y Poe no. Esta es la situación. ¿Cómo pudo vivir allí el mejor de los artistas, este aristócrata de las letras? No vivió allí; sólo murió, y se le tachó con presteza de borracho y fracasado, aunque sigue abierta la cuestión de si realmente bebió tanto alcohol en su vida como bebe hoy un moderno triunfador americano, sin mayor comentario, en seis meses.
Si el Día del Juicio estuviera previsto para el día del centenario del nacimiento de Poe, sólo habría dos hombres entre los fallecidos desde el día de la Declaración de Independencia cuya súplica de gracia pudiera revocar una inmediata sentencia condenatoria para toda la nación; y no está claro si a esos dos se les podría convencer de que pervirtieran la justicia eterna pronunciando esa súplica. Esos dos, son, por supuesto, Poe y Whitman; entre ellos existe la notable diferencia de que Whitman es aún creíble como americano, mientras que incluso los propios americanos, aunque están bastante faltos de hombres de genio, omiten el nombre de Poe de su Panteón, ya sea porque tengan la sensación de que es inútil reclamar una figura tan extranjera, o por simple monroísmo. Uno se pregunta: ¿es que la América de los días de Poe ha muerto o es que acaso nunca existió?
Probablemente nunca existió. Era una ilusión, como la respetable y liberal Inglaterra victoriana de Macaulay. Karl Marx ya desenmascaró lo blanqueado que estaba ese sepulcro; desde entonces, nosotros combatimos, convencidos del pecado social que hace que consideremos un infierno cada país en el que el capitalismo industrial está en alza. Pues ningún americano ha de temer que América, en ese hipotético Día del Juicio, vaya a perecer sola. América se condenará junto con lo mejor de Europa y se sentirá orgullosa y feliz, y despreciará a los que se salven. Ni siquiera alegará la influencia de la madre de la que heredó sus peores vicios. Si hoy América destaca con escandalosa preeminencia como anarquista y rufián, mentirosa y bravucona, idólatra y sensualista, es sólo porque se ha arrancado los ropajes del catolicismo y el feudalismo que aún dan a Europa un aire de decencia, y peca abiertamente, conscientemente, en lugar de hacerlo furtiva, hipócrita y confusamente, como nosotros. Hasta que no adquiera los modales europeos, el anarquista americano no se convertirá en ese caballero que afirma que una ley parlamentaria no logrará que la gente se vuelva moral (cuando la verdad es que sólo mediante leyes parlamentarias pueden los hombres de extensas comunidades moralizarse, incluso cuando así lo quieren); el rufián americano no entregará su revólver o su machete para que lo usen por él los policías o los soldados; el mentiroso y el bravucón americano no adoptará el tono de los periódicos, del púlpito y del estrado; el idólatra americano no escribirá biografías autorizadas de millonarios; ni el sensualista americano se garantizará el patronato de todas las musas para su pornografía.
Sea como sea, Poe sigue sin tener techo. No hay nada como él en América: nada, en cualquier caso, que sea visible desde el otro lado del Atlántico. A esa distancia podemos ver bastante bien a Whistler y a Mark Twain. Pero Whistler, en algunos aspectos, era muy americano: tan americano que sólo otro americano podría haber escrito sus aventuras y celebrarlas sin reservas. Mark Twain, semejante a Dickens en su combinación de espíritu público e irresistible poder literario con una incapacidad congénita para la mentira y la bravuconería, y un odio congénito por la crueldad y el derroche, sigue siendo americano por el color local de sus historias. Hay además otra diferencia. Tanto Mark Twain como Whistler son tan filisteos como Dickens o Thackeray. Lo más desolador de Dickens, el más grande de los victorianos, es que en sus novelas no hay nada personal por lo que vivir, excepto comer, beber y simular estar felizmente casado. Para él no existen los grandes ideales ni las grandes síntesis, ni tampoco los grandes preludios y tocatas de Bach, las sinfonías de Beethoven, la pintura de Giotto y Mantegna, Velázquez o Rembrandt. En lugar de convertirse en el heredero de todas las edades, sólo le correspondió una propiedad literaria, pequeña y mohosa en comparación, que le legaron Smollett y Fielding. Su crítica del Hamlet de Fechter y su empleo de un discurso de Macbeth para ilustrar el personaje de la señora Mac-Stinger, muestran lo poco que significaba Shakespeare para él. Thackeray es aún peor: las nociones de pintura que pescó en la escuela de Heatherley superaban la ignorancia de Dickens; en música está igualmente en la más completa oscuridad; y, si cuando quería ser inmensamente alegre y agradable no se dedicaba, como Dickens, a describir las comilonas y los gorgoritos que hacen de la Navidad nuestra desgracia anual, es porque nunca quiso ser tan alegre y agradable, no porque tuviera mejores ideas sobre la diversión personal. La verdad es que ni Dickens ni Thackeray serían tolerables si no fuera porque la vida es un fin en sí mismo y un medio únicamente para su propia perfección; por tanto, cualquier hombre que describe la vida con vivacidad nos entretendrá, por poco cultivada que sea esa vida que describe.
Mark Twain ha vivido lo suficiente como para convertirse en un filósofo mucho mejor que Dickens o Thackeray: por ejemplo, cuando inmortalizó al general Funston dejándolo en el más absoluto de los ridículos, lo hizo científicamente, sabiendo exactamente lo que quería decir, y llegando hasta los cimientos de la historia natural del carácter humano. Igualmente, extrajo del Mississippi algo que Dickens no pudo obtener en Chatham o Pentonville. Pero escribió Un yanqui en la corte del rey Arturo, al igual que Dickens escribió Una historia de Inglaterra para los niños. Como despreciaba los ideales de la caballería católica, los desenmascaró, mas no mediante el conflicto con la realidad, como hizo Cervantes, sino en conflicto con los prejuicios de un filisteo; uno tan grande que, comparado con él, Sancho Panza es un admirable Crichton, un Abelardo o, incluso, un Platón. También describió Lohengrin como «una melopea», aunque le gustó el coro nupcial; y esto demuestra que Twain, como Dickens, no recibió una educación adecuada. Wagner hubiera sido su hombre si se le hubiera adiestrado para entender y usar la música de la misma manera que se adiestró a Rockefeller para entender y usar el dinero. América no le enseñó el lenguaje y los grandes ideales, así como Inglaterra no se los enseñó a Dickens y a Thackeray. Por tanto, aunque nadie pueda sospechar que Dickens o Mark Twain carecían de las cualidades y los impulsos que forman el alma de esos cuerpos grotescos e improvisados que son la Iglesia y el Estado, la Caballería, el Clasicismo, el Arte, la Nobleza y el Sacro Imperio Romano; y aunque nadie los culpa por haber visto que esos cuerpos estaban en su mayoría tan descompuestos que se habían convertido en una molestia intolerable, no hay más que compararlos con Carlyle o Ruskin, o con Eurípides, o con Aristófanes para ver cómo, faltos de un lenguaje sobre el arte y de un corpus filosófico, estaban mucho más interesados en la risa y el pathos de la aventura personal que en la comedia y la tragedia del destino humano.
Whistler también era un filisteo. Fuera del rincón del arte en el que era un virtuoso y un propagandista, era el gran Hazmerreír. Con todo lo importante que fue su propaganda, con todo lo admirada que fue su obra, ninguna sociedad pudo asimilarlo. Ni siquiera consiguió convencer a un jurado británico de que fallara a su favor y le concediera una indemnización en un juicio contra un crítico rico que «le había dejado sin trabajo»; y ésta es sin duda la cumbre del fracaso social en Inglaterra.
Edgar Allan Poe no era en lo más mínimo un filisteo. Escribió siempre como si su nativa Boston fuera Atenas, como si la Universidad de Charlottesville fuera la Academia Platónica y como si su hogar coronara las cumbres de Fiesole. Fue el mayor crítico periodístico de su tiempo e hizo visible el buen arte europeo en un momento en que los críticos europeos esperaban a alguien que les dijera qué decir. Su poesía es tan exquisita y refinada que la posteridad se negará a creer que pertenece a la misma civilización que la gloria de las lilas de la señora Julia Ward Howe o las honradas rimas de Whittier. Tennyson, que, si algo era, era un virtuoso, nunca produjo un éxito capaz de soportar ser leído tras cualquiera de los fracasos de Poe, quien producía magia de una forma constante e inevitable allí donde sus mejores contemporáneos producían sólo belleza. Las piezas más populares de Tennyson, The May Queen y La carga de la brigada ligera, no aguantan la repetición; tras algún tiempo se vuelven directamente nauseabundas. El cuervo, Las campanas y Annabel Lee resultan tan fascinantes tras mil lecturas como lo fueron la primera vez.
La supremacía de Poe a este respecto le ha costado su reputación. Es éste un fenómeno que ocurre cuando un artista alcanza tal perfección que se coloca a sí mismo «fuera de concurso». El mejor pintor que ha producido Inglaterra es Hogarth, un dibujante milagroso y un colorista exquisito y poético. Pero los críticos nunca lo mencionan. Hablan hasta la saciedad de Romney, el Gidson de su época, hablan libremente sobre Reynolds, con nerviosismo sobre el gran Gainsborough; pero nada sobre Rowlandson y Hogarth; se pierden la gracia inextinguible de Rowlandson porque asumen que todas las caricaturas de esa época son feas y evitan instintivamente a Hogarth porque es inmanejable para la crítica. De la misma forma, han dejado de mencionar a Poe: por eso los americanos lo olvidaron cuando grabaron los nombres de sus glorias en su Panteón. Y, sin embargo, es el primer nombre, casi el único nombre, que el verdadero conneisseur busca allí.
Poe, con todo su virtuosismo, es siempre un poeta y nunca un mero virtuoso. Poe consideraba que Eureka, la formulación de su filosofía, era lo más importante que había hecho. Sus poemas siempre tienen como telón de fondo el universo. También los personajes de sus relatos. Incluso sus cuentos de humor, ante los que meneamos la cabeza en señal de desaprobación como si fueran errores, tienen esta cualidad elemental. El mismo Toby Dammit, aunque la simple mención de su nombre dispara el desdén del crítico culto, es más impresionante y termina más trágicamente que las serias invenciones de la mayoría de los narradores. El miope caballero que se casó con su abuela no es el blanco habitual que proporcionaría una farsa vulgar: la abuela tiene la elegancia y libertad de espíritu de Ninon de Lenclos y el nieto el porte de un marqués. Poe envió esta historia a Horne -cuyo Orión, por cierto, había reseñado como debe reseñarse la poesía-, con la petición de que lo vendiera a una revista inglesa. La revista inglesa lamentó que la deplorable inmoralidad de la historia la hiciera de todo punto impublicable en Inglaterra.
En sus cuentos de misterio e imaginación, Poe estableció un récord mundial para la lengua inglesa: quizá para todas las lenguas. La historia de la dama Ligeia no es sólo una de las maravillas de la literatura: no tiene parangón. Realmente no se puede decir nada de ella; nosotros, los demás, sencillamente nos quitamos el sombrero y abrimos paso al señor Poe. Es interesante comparar las historias de Poe con las de William Morris. No son meros relatos; son obras de arte completas, como las alfombras de rezo; y son, por emplear la expresión de Poe, «historias de imaginación». Son obras maestras del estilo. Lo que la gente llama estilo en Macaulay es, por comparación, simple método. Y son todo lo distintas que dos obras de arte del mismo tipo puedan ser. Morris no quiere tener nada que ver con el misterio. «Las historias de fantasmas», solía decir, «tienen todas la misma explicación: la gente miente». Su Sigurd tiene la belleza del misterio como contiene todas las otras clases de belleza, pues es, sin comparación, la mayor épica inglesa; pero sus historias se desarrollan a cielo abierto de principio a fin, mientras que en las historias de Poe nunca brilla el sol.
La limitación de Poe era su altivez frente a la gente corriente. Criaturas grotescas, negros, locos con delirium tremens, incluso gorilas, ocupan en su teatro el lugar de los campesinos corrientes, de los cortesanos, ciudadanos y soldados. Sus casas son casas encantadas; sus bosques, bosques mágicos; y los convierte en algo tan real que la realidad no aguanta la comparación. Su reino no es de este mundo.
Sobre todas las cosas, Poe es grande porque es independiente de las atracciones baratas, independiente del sexo, del patriotismo, de las peleas, del sentimentalismo, del esnobismo, de la gula y de todo el resto de las mercancías vulgares que circulan en su profesión. Eso es lo que le confiere una soberbia distinción. Aborda algo tan trillado como la emoción de una niña moribunda en Annabel Lee, y lo desvulgariza al instante. Ni siquiera pudo entretenerse con historias de detectives sin antes purificar la atmósfera de éstas hasta que se volvieron más edificantes que la mayoría de los himnos antiguos o modernos. Sus versos a veces alarman y confunden al lector dejando entrever su propia belleza; pero esa belleza no es nunca la belleza de la carne. Nunca se le podría decir, como hay que decir con cierta inquietud a tantos artistas modernos: «Sí, amigo mío, pero éstas son cosas que las mujeres y los hombres deben vivir, no escribir sobre ellas. La literatura no es el agujero de una cerradura para que gente con hambre de afectos espíe los banquetes del cuerpo». Desde luego, nunca se convirtió en algo así en manos de Poe. La vida no puede dar lo que él nos da, excepto mediante el gran arte; y su instintiva observancia de esta distinción y el hecho de que nunca mendigó, como mendigaría la mayoría de los escritores, hacen de él el más legítimo y el más clásico de los escritores modernos.
También explica por qué no le importa demasiado a América, y por qué se le ha mencionado tan poco en Inglaterra en todos estos años. América e Inglaterra están regodeándose en la sensualidad que el inmenso aumento de riquezas ha colocado al alcance de sus manos. No les culpo: la sensualidad es un elemento de la vida muy necesario, y saludable y educativo. Desgraciadamente, está mal repartida; nuestras masas lectoras la buscan, piensan en ella, suspiran por ella y sólo obtienen unas muestrecillas de regalo. No se reparte con temperancia y de manera continua para que así deje de ser una preocupación. Cuando la distribución se ajuste mejor y la preocupación cese, habrá una noble reacción a favor de los grandes escritores como Poe, que empiezan justo donde el mundo, la carne y el diablo nos abandonan.

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Escrito en 1909.

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Número 74

Sobre una estética del cine / György Lukács

Revista Malabia número 74

Sobre una estética del cine / György Lukács

No salimos nunca de la situación de confusión conceptual: en nuestros días ha nacido algo nuevo y hermoso, pero en vez de tomarlo tal como es, queremos encasillarlo por todos los medios posibles en unas categorías viejas e inconvenientes, despojándolo de su verdadero sentido. Hoy se interpreta el cine o bien como instrumento de una enseñanza instructiva, o bien como una competencia nueva y barata del teatro; por un lado en sentido pedagógico y por el otro lado’ en sentido económico. Pero sólo una minoría piensa que una nueva belleza es ante todo belleza y corresponde a la Estética determinarla y valorarla.
Un conocido dramaturgo fantaseó en cierta ocasión que el cine (gracias al perfeccionamiento de la técnica y de la reproducción de la palabra) podría substituir al teatro. Cuando se logre esto -opina-, ya no existirá ningún conjunto incompleto: el teatro ya no estará sujeto a la dispersión local de los buenos elementos interpretativos; en las obras sólo actuarán los mejores artistas, y únicamente actuarán bien, puesto que aquellas representaciones en que alguien no está a la altura no serán captadas por las cámaras. Las buenas representaciones serán eternas; el teatro perderá su fugacidad para convertirse en un gran museo de todas las producciones verdaderamente perfectas.
Este hermoso sueño es sin embargo una equivocación. Pasa por alto la principal condición del efecto escénico, es decir, la vida auténtica del actor. Porque la raíz del efecto teatral no se encuentra en las palabras y en los gestos de los actores o en los sucesos del drama, sino en el poder mediante el cual un hombre, el vivo deseo de un hombre vivo, se transmite sin mediación y sin ningún conducto obstaculizador a una masa igualmente viva. El escenario es el presente absoluto. Lo pasajero de la representación no es ninguna desgraciada debilidad, sino más bien un límite productivo: es la necesaria correlación y la expresión sensible de la fatalidad en el drama. Porque el destino es lo propiamente presente. El pasado únicamente es armazón, bajo el aspecto metafísico es algo completamente inútil. (Si fuese posible una metafísica pura del drama, que ya no precisara una categoría meramente estética, no conocería los conceptos exposición, desarrollo, etc.) En cuanto al futuro, es algo completamente irreal y sin importancia para el destino: la muerte que cierra las tragedias, es el símbolo más convincente. Gracias a la representación del drama, este sentimiento metafísico se acrecienta hacia lo inmediato y patente: la más honda verdad del hombre y su posición dentro del cosmos se convierte en una realidad evidente. El presente, la existencia del actor, es la expresión más manifiesta y por ello profunda para el aspecto consagrado por el destino en sus personajes del drama. Porque ser presente, esto es, vivir verdaderamente, exclusivamente y lo más intensamente posible, ya es de por sí destino; sólo que la llamada vida no alcanza nunca tanta intensidad vital que pudiese alzarlo todo a la esfera de lo fatal. Debido a ello, la mera aparición en escena de un actor verdaderamente importante (por ejemplo la Duse) incluso sin representar un gran drama ya está consagrada por el destino, ya es tragedia, misterio, servicio divino. La Duse es la persona completamente presente, en la cual según las palabras de Dante el essere es idéntico a la operazione. La Duse es la melodía de la música fatal, que debe sonar en toda ocasión sin depender del acompañamiento.
La ausencia de la situación presente es la característica esencial del cine. No porque las películas fuesen incompletas, no porque los protagonistas aún se han de mover mudos, sino por el hecho de ser únicamente movimientos y acciones de hombres, pero no hombres. No se trata de defecto del cine, sino de su límite, su principium stilisationis. Debido a ello las imágenes del cine semejantes en su esencia a la naturaleza y sobremanera fieles a la vida, no sólo por su técnica sino también por su efecto. No son menos orgánicas y vivas que aquellas del escenario, sino que su vida es completamente diferente; son -en una palabra- fantásticas. Lo fantástico no es sin embargo una contradicción de la vida viva, sólo es un nuevo aspecto de ella: una vida sin presente, una vida sin fatalidad, sin bases, sin motivos; una vida con la cual lo más íntimo nunca quiere ni puede identificarse; y aunque anhela -a menudo-dicha vida, este anhelo se dirige únicamente hacia un abismo extraño, hacia algo lejano, internamente distanciado. El mundo del cine es una vida sin trasfondo ni perspectiva. Sin diferenciación de los valores y de las cualidades. Pues sólo el presente confiere a las cosas destino y peso, luz y ligereza: es una vida sin medida ni orden, sin esencia ni valor; una vida sin alma, de superficie simple.
La temporalidad del escenario y lo que acontece en ella es siempre algo paradójico: es la temporalidad y la corriente de los grandes instantes, la profunda tranquilidad interna, casi transida, eternizada. Precisamente a consecuencia del atormentador y fuerte presente. Pero la temporalidad y la corriente del «cine» son puras y claras: la esencia del cine es el movimiento propiamente dicho, la eterna alterabilidad, el continuo cambio de las cosas. A conceptos distintos del tiempo corresponden diferentes principios básicos de la composición en el escenario y en el cine: uno de ellos es puramente metafísico. alejando de sí todo lo empíricamente vivo, el otro tan fuerte y exclusivamente empírico y vivo, a metafisico, que debido a su agudización externa nace una metafísica completamente nueva. En una palabra: La ley fundamental de la asociación es la inexorable necesidad para el escenario y el espectáculo, para el cine la posibilidad no limitada por nada. Los instantes aislados, cuya asociación origina la sucesión temporal de las escenas del «cine», sólo están unidos entre sí por el hecho de que se siguen de forma inmediata y sin transición. No existe ninguna causalidad que los uniese: su causalidad no está frenada o controlada por ningún contenido. Todo es posible: esta es la intuición del mundo del «cine», y puesto que en cada instante aislado su técnica expresa la verdad absoluta (aunque empírica) de este momento. La vigencia de la «posibilidad» queda suprimida como categoría contrapuesta a la «realidad»: ambas categorías son equiparadas, se convierten en una identidad. «Todo es verdadero y real, todo es igualmente verdadero e igualmente real»: esto nos lo enseñan las secuencias de imágenes del cine.
De este modo surge en el cine un mundo nuevo, homogéneo y armónico, uniforme y rico en cambios, al cual corresponden en los mundos de la Literatura y de la vida el cuento y el sueño: la máxima viveza, sin una tercera dimensión interna; una sugestiva unión mediante la simple sucesión; realidad rigurosa y fiel a la naturaleza y extrema fantasía; el aspecto decorativo de la vida común. No patética. En el cine puede realizarse todo aquello que el romanticismo había operado -en vano del teatro: movimiento extremado y no cohibido de los personajes, completa viven del fondo, de la naturaleza y del interior, de las plantas y de los animales: pero una viveza que de ningún modo esté unido al contenido y a los limites de la vida común. Los románticos intentaron por consiguiente imponer al escenario el carácter fantásticamente cercano a la naturaleza (le su sentimiento del mundo. Pero el escenario es el imperio de las almas y de los sentimientos desnudos; todo escenario es, en lo más hondo de su ser, griego: los personajes que lo pisan se visten de forma abstracta y representan su juego del destino delante de unas grandiosas y abstractas salas vacías. Trajes, decoración, ambiente, riqueza, variación de los acontecimientos externos, constituyen un simple compromiso para el escenario; en el instante verdaderamente decisivo siempre son superfluos y por consiguiente resultan molestos. El cine sólo representa acciones, pero no su fondo y sentido, sus personajes sólo tienen movimientos, pero no alma, y aquello que les ocurre sólo son acontecimientos, pero no fatalidad. Debido a ello -y al parecer sólo debido él la actual imperfección de la técnica o las escenas del cine son mudas: la palabra hablada, el concepto sonoro, constituyen el vehículo del destino; la continuidad obligatoria en la psyche de las personas dramáticas únicamente se forma en ellos y debido a ellos. La substracción de la palabra, y con ella de la memoria, de la obligación y de la fidelidad hacia sí mismo y hacia la idea de la propia ipseidad lo hace todo fácil, alado, frívolo y alegre cuando la falta de palabra se convierte en totalidad. Lo que tiene importancia en los acontecimientos representados, se expresa y debe expresarse exclusivamente por medio de sucesos y gestos; toda apelación a la palabra significa una desentonación de este mundo, una destrucción de su valor esencial. Pero de este modo todo aquello que subyugaba la fuerza abstracta y monumental del destino florece hacia una rica y exuberante vida: tan sobrecogedor es el efecto de su valor fatal, que ya no tiene importancia ni lo que ocurre en escena; en el cine el cómo de los acontecimientos tiene una fuerza que domina todo lo demás. Por vez primera lo vivo de la naturaleza recibe forma artística: el murmullo del agua, el viento entre los árboles, el silencio de la puesta del sol y el bramido de la tormenta como procesos naturales se convierten en arte (no como en el arte, a través de sus valores adquiridos en otros mundos). El hombre ha perdido su alma, pero en compensación gana su cuerpo. Su grandeza y poesía se halla en relación con su fuerza o su destreza al superar los obstáculos físicos, y su comicidad consiste en su fracaso frente a ellos. Los progresos de la técnica moderna, completamente indiferentes para cualquier gran arte, actuarán aquí de forma fantástica e impresionantemente poética. Por ejemplo, sólo en el «cine» el automóvil se ha hecho poético, en la secuencia palpitante de romanticismo de una persecución en rápidos coches. Del mismo modo la actividad cotidiana en las calles y en los mercados se impregna de vivo humor y poesía natural; el sentimiento ingenuamente animal de felicidad del niño tras una travesura lograda o ante la desamparada actitud de desconcierto de un desgraciado queda configurado de modo inolvidable. En el teatro, delante del impresionante escenario del gran drama nos reunimos y alcanzamos nuestros mayores momentos; en el «cine» debemos olvidar esos momentos culminantes y hacernos irresponsables: el niño, vivo en toda persona, queda en libertad y se convierte en dueño sobre la psyché del espectador.
Pero la verdad natural del cine no está ligada a nuestra realidad. Los muebles se mueven en la habitación de un borracho, la cama vuela con él -en el último instante aún pudo asirse al borde de su cama, y su camisa ondea como una bandera en derredor suyo- por encima de la ciudad. Las bolas con las que se disponía a jugar un grupo de personas se rebelan y aquellas las persiguen por las montañas y los campos, vadeando los ríos, saltando sobre los puentes, y subiendo con rapidez altas escaleras, hasta que por fin también los bolos se ponen en movimiento y recogen a las bolas. Incluso en un aspecto puramente mecánico el «cine» puede hacerse fantástico: cuando las películas se proyectan en sentido inverso y las personas se levantan bajo los rápidos coches, cuando la colilla de un cigarro va aumentando cada vez más al fumar, hasta que en el momento de encenderla el cigarro intacto es devuelto a la cajetilla. O bien invertimos las películas, de manera que vemos actuar a unos extraños seres que desde la Pantalla se lanzan de repente hacia la profundidad, escondiéndose allá como orugas. Son cuadros y escenas de un mundo como lo fue el de E. T. A. Hoffmann o de Poe, el de Arnim o de Barbey d’Aurevilly -con la diferencia de que su gran poeta que los habría interpretado y ordenado, que habría salvado su fantasía sólo técnicamente casual en un estilo puro, aún no ha llegado. Lo que ha llegado hasta hoy nació de manera ingenua y a menudo en contra del deseo de los hombres, sólo a partir del espíritu de la técnica del cine: pero un Arnim o un Poe de nuestros días hallaría aquí para ansiedad escénica un instrumento tan rico e internamente adecuado, como lo era por ejemplo el escenario griego para Sófocles.
Es cierto: un escenario del reposo de uno mismo. Un lugar de diversión, de la más sutil y la más refinada. De la más ruda y primitiva a la vez, pero nunca la diversión edificante y de elevación, fuese cual fuese su clase. Pero precisamente por ello el «cine» verdaderamente desarrollado y adecuado a su idea puede despejar el paso para el drama (una vez más: para el drama verdaderamente grande y no para aquello que hoy es llamado drama), El drama ha desarraigado casi por completo de nuestros escenarios el impulso insuperable de diversión: desde las novelas dialogadas por entregas hasta las novelas fuertemente anémicas o las acciones de grandes palabras vacías, lo podemos ver todo en el actual escenario -con la sola excepción del drama. El «cine» puede realizar aquí la clara división: posee la capacidad de estructurar aquello que pertenece a la categoría de la diversión y puede ser manifestado, de modo más efectivo y a la vez sutil de lo que puede hacerlo el teatro. Ninguna tensión de una obra de teatro podría competir en intensidad de movimiento con la ofrecida aquí, la naturaleza figurada en escena apenas es una sombra de lo que se puede lograr aquí, y surge un mundo de la inanimidad consciente y necesariamente existente, un mundo puramente externo en lugar de las crudas abreviaciones de almas que. Debido a la forma del drama hablado, deben medirse involuntariamente y por lo que las encontramos distantes: lo que en el escenario era brutalidad, puede transformarse aquí en infantilidad, tensión propiamente dicha, o en farsa. Y si alguna vez -me refiero aquí a una meta muy alejada pero por ello más profundamente anhelado por aquellos que se interesan en serio por el drama- la literatura de entretenimiento de los escenarios fuese aniquilada por su competencia, el teatro se vería obligado a cultivar su verdadero significado: la gran tragedia y la gran comedia. Y la diversión que en el escenario estaba condenada a la crudeza, debido a que sus contenidos contradicen a las formas del escenario del drama, puede hallar una forma adecuada en el «cine», que podría ser tan ajustada internamente y tan verdaderamente artística, aunque en el «cine» actual no lo sea a menudo. Y cuando se aparta a los psicólogos sutiles y con aptitudes novelísticas de ambos escenarios, tanto ellos como la cultura teatral resultan beneficiados y esclarecidos.

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Escrito en 1913. Publicado en el «Frankfurtcr Zeitung» del 10 de septiembre de 1913.

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Número 74

El western, génesis del cine (2010) / Federico Nogara

Revista Malabia número 74

El western, génesis del cine (2010) / Federico Nogara

En “The last movie show” (La última película, 1971), de Peter Bogdanovich, los jóvenes protagonistas entretienen su hastío en el pequeño pueblo tejano donde han nacido. Estamos en los 50, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, un tiempo en el que el cine, principal entretenimiento en los lugares perdidos del planeta, comienza a decaer ante el advenimiento de la televisión. El cierre de la sala de proyección simboliza el cambio social y es un golpe psicológico para esos muchachos cuyo paso de la adolescencia a la edad adulta viene cargado de soledad, de desesperanza, de fracaso, de desconfianza en el dudoso porvenir, y cuya única posibilidad de escape es labrarse un futuro en las grandes ciudades. No es casual que Bogdanovich haya elegido como última película proyectada en el cine del lugar un film del Oeste, género que en la época de filmación, principios de los 70, también entraba en un proceso de decadencia y cuya única esperanza era la transformación planteada por los nuevos realizadores.
El western nació a principios de siglo XX con (“The great train robbery” 1903), pero no alcanzó su verdadera personalidad hasta 1939, fecha en que John Ford presenta “Stagecoach” (La diligencia), que funda y resume las que serían las convenciones y recursos narrativos del género. El héroe de las películas de cowboys es un ser solitario y desinteresado, sin raíces en la sociedad y defensor del bien, entendido éste casi como una abstracción, como un bando que se elige voluntariamente. Los malos, por el contrario, andan en grupo, forman bandas o tribus con la intención de robar bancos, trenes, ranchos, o atacar a los indefensos colonos. Entre esos caracteres extremos –que refleja el micromundo de la diligencia- hay mujeres que han dado el mal paso, buenas señoras casadas con pequeños rancheros abnegados que darán hijos a la patria, borrachines de buen corazón golpeados por la vida pero capaces de redimirse, individuos codiciosos que se pierden por dinero y, acompañando al héroe -aunque a veces no se comprendan con éste-, militares dispuestos al sacrificio de unificar el territorio luchando a brazo partido contra el indio salvaje. Ford hizo de esta lucha una gesta y del cuerpo capaz de moverse en terreno tan escarpado, la caballería, un mito. Su configuración, la codificación de sus elementos y, sobre todo, la clara y rigurosa exposición de éstos, es patrimonio fundamental de este director, único realizador del género que ha mostrado la vida militar de forma suficientemente compleja como para huir de la apología o el patrioterismo fácil. Su trilogía sobre la misma (Fort Apache, She wore a yellow ribbon (La legión invencible) y Río Grande) se apoya en una tradición popular (el propio título de la segunda película citada alude a una típica canción sureña) y da una visión que fluctúa entre el desencanto por la institución y el apego a los hombres que la integran y sostienen. Hay en la trilogía, y en toda la obra de Ford, una constante puesta en duda de la jerarquía, especialmente en lo que afecta a la imposibilidad de los grados inferiores de influir en las decisiones de los jefes. En Fort Apache esa imposibilidad causará la muerte a varios soldados. Y en Río Grande, el soldado Kirky Yorke (Wayne), se verá obligado a asumir la responsabilidad de una invasión ilegal a territorio mexicano para salvar de la culpa a su superior, el ególatra coronel Sheridan. Más allá de la trilogía, el tema de los desencuentros entre los mandos de la caballería vuelve a aparecer en el enfrentamiento del capitán y el doctor en The horse soldiers (Misión de audaces); en la acusación de violación y posterior proceso, ambos sin base, originados por el racismo, de un sargento de color en Sergeant Rutledge (Sargento negro) y en la impotencia del capitán Archer para solucionar el problema de los indios que quieren volver a su tierra en Cheyenne’s autumn (El ocaso de los Cheyenes).
Los héroes de los westerns de Ford, estoicos, duros, de una sola pieza, enfrentados a la jerarquía, parecen remitirnos a los valores a los que apelaba William Faulkner cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1950: coraje, honor, orgullo, compasión, piedad y sacrificio. Hay mucho del escritor sureño en algunos ambientes de las películas de Ford y en ciertos personajes, por ejemplo en el desequilibrado racista Ethan de The searchers (Centauros del desierto), que busca -durante años y desesperadamente, sólo alentado por su odio a los indios- a su sobrina secuestrada cuando era una niña. Luego de encontrarla y devolverla a su casa ya no tiene cabida en la familia y regresa solitario a la llanura inmensa mientras la puerta se dispone a cerrarse tras él, en una de las imágenes más bellas, más conocidas y logradas del cine.
Pero mientras en Faulkner hay rechazo al capitalismo naciente, horror al advenimiento de una sociedad dominada por el dinero, Ford percibe esa nueva sociedad como el progreso. Este aspecto se percibe claramente en The man who shot Liberty Valance. El senador Ransom vuelve al pueblo donde forjó su fama para acudir al entierro de su amigo Tom, un vaquero dueño de un pequeño rancho. Pese a que desea pasar desapercibido, su fama por haber matado al malvado Valance hace que un periodista lo persiga hasta lograr entrevistarlo. Entonces decide contar la verdad: él no ha librado al pueblo del forajido, en realidad lo ha hecho Tom. Abrumado ante la fama del personaje, un senador, y el daño que puede inferir, el periodista decide romper la entrevista y mantener también el secreto. El cowboy, el ser errante, indómito, independiente, dueño de la pradera sin fin, debe desaparecer para dar paso a los doctores de la ciudad y sus leyes. Esas leyes, que defendían los derechos de las grandes compañías (sobre todo el ferrocarril) y de los propietarios de tierras y ganado, la moral pública y la patria, dieron lugar a la aparición del alambrado, a la captura de los “vagos y maleantes” y a la leva, convirtiendo a los orgullosos “señores” de la pradera (junto a los indios, sus verdaderos dueños) en peones, soldados, cazadores de recompensas o marginados merecedores de la cárcel o la muerte. Y los periodistas -otra profesión en pleno desarrollo- debían callar y hacerse cómplices. Al fin y al cabo, ellos también formaban parte de los nuevos tiempos.
Más al sur, en la Pampa inmensa, el gaucho sufrió el mismo tipo de proceso de exterminio. Quienes lo liquidaron traían también consigo el “progreso”.
El film, de 1962, último de Ford con Wayne y el que podría considerarse el testamento cinematográfico del director, clausura la etapa más clásica del género. Por esos años comenzaba a decaer el número de films del Oeste y los pocos que se hacían traían fuertes aires renovadores. En ellos la caballería, mito de Ford, empieza a ser desmitificada. Tanto Blue Sergeant (Sargento azul), crónica de un ataque a un poblado indio que se convierte en una carnicería, como Little Big Man, el relato de uno de los guías del ejército en la batalla de Little Big Horn sobre el más que dudoso estado mental del general Custer, mostraban la existencia de una clara paranoia racista y de poder en la institución. Ambas películas eran plausibles intentos, pero no llegaban a las raíces del problema. Es Sam Peckinpah, en un film de 1965, Major Dundee, quien propone una visión certera y profunda del ejército. El cinismo, la rapiña y la mezquindad hacen de este film, que fue muy mutilado por la productora, la más amarga crónica sobre el real sentido de la intervención militar en el Oeste. La afabilidad que muestra Ford con sus personajes es indignación en Peckinpah. Los antihéroes que propone este último en su film ilustran la verdadera significación de esa intervención contra los pueblos fronterizos supuestamente liberados: fue una invasión, un expolio, un acto de colonialismo.
El Oeste de Peckinpah difiere bastante del de John Ford. Ha dejado de ser ese sitio indómito, ese horizonte abierto donde el vaquero cabalga a su antojo y se detiene donde le da la gana porque es bien recibido por la gente de buena voluntad y sólo debe preocuparse por erradicar la maldad para vivir tranquilo mientras espera los nuevos venturosos tiempos de bienestar. Peckinpah, como Faulkner, siente horror ante esos nuevos tiempos que se avecinan. Sus personajes no son héroes de una sola pieza, son gente acorralada que hace lo que puede tratando de sobrevivir. En The wild bunch (La pandilla salvaje), el veterano pistolero interpretado por Robert Ryan es chantajeado por los dueños del tren para que persiga a sus viejos compañeros de andanzas con la amenaza de meterlo en la cárcel por largo tiempo, extremo que lo llevaría a una muerte segura. Los miembros de su antigua banda, que todavía sigue en activo, capitaneados por William Holden, ya no son los mismos: han envejecido y sospechan que nunca dejarán esa vida a menos que puedan dar ese golpe que se les ha negado siempre. Esa circunstancia parece presentarse cuando conocen a un general mexicano que combate la revolución y les promete mucho dinero si le consiguen un cargamento de armas de un tren. Todo se tuerce cuando el general descubre que uno de los pistoleros, un mexicano simpatizante de la revolución, le ha robado parte de las armas y decide torturarlo hasta la muerte. El resto de la pandilla duda entre marcharse con el oro y dejar al amigo o resistirse. Al final pueden más la compasión, la amistad y el orgullo y todos mueren en una batalla desigual. En The ballad of Cable Hogue (La balada del Oeste), su protagonista es abandonado en el desierto y al encontrar agua decide fundar en el lugar una parada de diligencias. Tras muchas peripecias sale adelante, pero al final muere atropellado por el coche que trae de nuevo a la mujer que ha sido su compañera, convertida ahora en una gran dama con dinero. Junior Bonner es un western moderno sobre un vaquero que vuelve a su pueblo para un rodeo. Mientras los demás tratan de adaptarse a los nuevos tiempos, a él sólo le importa mantenerse sobre el caballo el tiempo suficiente, beber en la cantina y amar a una mujer. Pat Garret and Billy the Kid cuenta la historia tantas veces repetida de estos dos hombres, pero presentando a Billy the Kid como un hombre fiel a la vida que abrazó y a Pat Garret como el ex-bandolero que decidió venderse y hacerse sheriff. Peckinpah parece decirnos en sus westerns que la desaparición del cowboy (y del indio) no fue la simple consecuencia de una evolución social (como lo dejaba entrever Ford), sino que se trató de un acto de genocidio y nos da a entender que la sociedad que se avecinaba no significaba una elevación moral, más bien todo lo contrario.
Durante 1964 se estrena A fistful of dollars (Por un puñado de dólares) del italiano Sergio Leone. La película encierra varias curiosidades: da inicio al spaghetti western (películas de cowboys realizadas por directores italianos), está filmada en España como la mayoría de su género, lanza al estrellato a Clint Eastwood y es copia casi fiel de una película japonesa, Yojimbo de Akira Kurosawa. Leone es, desde sus inicios, muy poco considerado por la crítica. Se lo acusa, entre otras cosas de haberse inventado un Oeste particular. Esa crítica negativa olvida que el western clásico tampoco reflejaba la realidad, era otro invento. Quizás no se toleraba que Leone hubiera llevado ese invento al extremo, a la parodia. Su trilogía del hombre sin nombre, interpretado siempre por Eastwood, culmina con su film más conocido: The good, the bad and the ugly (El bueno, el malo y el feo), que ya desde el título nos advierte de sus personajes estereotipados.
El western de Leone, en el que es importante destacar la excelente música épica de Ennio Morricone, parece discurrir en un onírico territorio sin ley donde la fuerza se impone y la justicia sólo puede venir de la mano de unos vengadores salidos de la nada. Las fuentes de sus historias podrían encontrarse más en las historias medievales y de samurais que en el western clásico. Por eso no es de extrañar que en su primera película copie a Kurosawa y que en esa época de renovación la huella del director japonés se hiciera muy visible en el cine norteamericano. John Sturges copiaría su película Los siete samurais y la convertiría en The magnificent seven y Martín Ritt haría lo mismo con Rashomon haciendo con ella The outrage.
La relación de ida y vuelta del cine y el arte en general queda explícita en el caso de Sturges: Kurosawa admiraba la forma de hacer cine de este director y citaba entre sus films favoritos Bad day at Black Rock (Conspiración de Silencio), un western moderno en el que un héroe solitario y manco (Spencer Tracy) llegaba a un pueblo perdido de la América profunda a investigar el asesinato de un granjero japonés durante la Segunda Guerra Mundial y se encontraba con terribles secretos escondidos.
De toda esta mezcla surge uno de los directores más importantes del cine actual, Clint Eastwood, que toma elementos de Kurosawa, de Leone y de Don Siegel, quien lo dirigiera en Dirty Harry (Harry el sucio), para elaborar dos muy buenos westerns, The outlaw Josey Wales y The pale rider (El jinete pálido), y una indiscutida obra maestra, Unforgiven. Esta última se acerca al Oeste sin concesiones: el sheriff es un canalla, el valiente pistolero al que persigue el periodista para retratar sus hazañas es un farsante dedicado a asesinar chinos (el tema de los chinos -cinco mil de los cuales murieron construyendo el ferrocarril de costa a costa de los Estados Unidos-, que le costaría la carrera a Michel Cimino, aparece citado), el protagonista es un antiguo pistolero violento que ha participado en el pasado en acciones deleznables y todo el entorno humano y físico es pintado con el rigor correspondiente a la época. La gran labor de los actores y la potencia de diálogos e imágenes acercan al film al gran cine de todos los tiempos.
Por encima de las diferencias de concepción, cabe preguntarse por qué es el western un género al que se vuelve y cuál es la razón por la que gusta al espectador. Personalmente pienso que las películas del Oeste sentaron las bases del cine, por lo menos de gran parte del cine. Todas las películas generadas por la novela negra pueden considerarse en clave de western urbano. También, por ejemplo, Heat, cuyo enfrentamiento entre los dos protagonistas, Pacino y De Niro, da la impresión de ser la continuación del de Cooper y Lancaster en Veracruz. Y Matrix, donde la acción nos remite a Yojimbo y la estética a El árbol de la horca. Y Dirty Harry, en la que Eastwood da la impresión de ser un Ethan (“The searchers”) moderno. Se podría estar citando ejemplos indefinidamente.
Aparte de génesis, el western es sencillez. Sus personajes son mujeres y hombres simples enfrentados a un medio hostil y a problemas que no consiguen captar demasiado bien por su complejidad. Cuando esos problemas aparecen los enfrentan como lo ha hecho siempre la mayoría de la gente del planeta: con coraje, orgullo y sacrificio, aquellos valores de los que hablara Faulkner. Por eso no extraña que en nuestras rutinarias existencias hayamos querido ser, alguna vez, como el Gary Cooper o la Grace Kelly de High Noon, el Gregory Peck o la Jean Simmons de The big country o la inmensa Joan Crawford de Johnny Guitar. De ellas y ellos están hechos nuestros sueños, que siempre vuelven a los horizontes abiertos, a la vida libre. Y, parafraseando a Borges, todos quisiéramos morir en un duelo cara a cara bajo el cielo limpio de algún Oeste.

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Número 73

Editorial / Revista Malabia

Editorial / Revista Malabia

En los últimos meses estuvimos trasladando el hospedaje de Malabia desde su sede en Inglaterra a territorio español. El proyecto se complementa con una adaptación de toda la serie a los actuales formatos de internet, que permiten una mejor y completa experiencia lectora en cualquier plataforma digital. El Fondo Malabia también ha sido modificado en ese sentido.

Esperamos que sepan disculpar las eventuales “ausencias en internet”, seguros de una mayor valoración de antiguos y nuevos números de la revista.

En este número 73 nos ocupa una importante cuestión: el funcionamiento del idioma compartido entre España y América. Ponemos al alcance del lector diversas aportaciones sobre el tema, provenientes de referentes culturales.

Completamos esta entrega con dos relatos cortos, uno de la estadounidense Flannery O’Connor y el otro de la brasileña Clarice Lispector, ambos en versión original y traducidos, y con siete poemas inéditos de la poeta argentina Ana Romano.

El lector comprobará que la perspectiva sobre el tema principal del número es esencialmente americana. En una lectura más profunda comprenderá nuestra decisión de darle voz a quienes se sienten y se han sentido agredidos, menospreciados por la actual situación, debida al mal uso de un idioma que nos pertenece a todos por partes iguales.



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Número 73

Apuntes sobre el idioma compartido / Federico Nogara

Revista Malabia número 73

Apuntes sobre el idioma compartido / Federico Nogara

«El lema actual de la Real Academia Española (RAE), “Unidad en la diversidad”, anuncia la mirada globalizadora sobre el conjunto del área idiomática. Podría entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas explícitas en la conformación de diccionarios, gramáticas y ortografías, el matiz de “diversidad” que propone termina perdiéndose en el marco de decisiones normativas y reguladoras que responden a su tradicional espíritu centralista. Las instituciones de la lengua son globalizadoras cuando piensan el mercado y monárquicas cuando tratan la norma. La noción pluricéntrica, entendida en sentido estricto (diversos centros no sometidos a autoridad hegemónica), queda cabalmente desmentida entre otros ejemplos por el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el que el 70 por ciento de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. El mito de que el español es una lengua en peligro cuya unidad debe ser preservada ha venido justificando la ideología estandarizadora, que supone una única opción legítima entre las que ofrece el mundo hispanohablante». (…) En marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes, situándolo en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. La fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas al proceso político de rápida integración europea en el que en ese período, entre mediados de la década del ’80 y la década del ’90, se encontraba España, obligada entonces a poner en línea con la Unión no sólo los índices de regulación fiscal y un conjunto de estrategias económicas para ingresar plenamente al mercado común europeo, sino también sus políticas de administración pública, educativas y culturales. Es en el marco general de esas reformas que el gobierno español asume la determinación de proyectar institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien estratégico. Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca en Francia en el siglo XIX con la Alliance Française. (…) El propósito de la institución, equivalente del tardío Instituto Cervantes, fue también el de difundir la lengua y la cultura francesas en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este objetivo enlaza evidentemente con las políticas de expansión y reparto de zonas de influencia de las potencias imperiales europeas. A cuenta del ingeniero Lesseps (uno de los fundadores de la Alliance) no sólo hay que poner esa iniciativa “cultural”, también la construcción del canal de Panamá y del canal de Suez (el uno indispensable conexión oceánica para las nuevas configuraciones del mercado mundial y el otro pieza fundamental de la política imperial francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot, la construcción argentina de la zanja de Alsina, foso fronterizo con el mundo indio. Esta brevísima descripción de los organismos europeos creados para la difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar que fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación entre el valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de expansión y aclimatación de la economía mundial en el período. La lengua queda así principalmente comprometida en su rasgo instrumental, como dispositivo técnico de penetración económica por una parte, y a la vez como fórmula de colonización y propagación cultural. No muy distinto es el caso del Instituto Cervantes. Adaptado a las exigencias de la integración española a Europa en el auge de la globalización, se propuso sin embargo y desde el comienzo como apéndice de una articulación mayor y específica con la vieja institución reguladora de la lengua, la Real Academia, y sus sedes y correspondientes americanas. El Cervantes se define así en un doble escenario funcional: instrumento de promoción de la enseñanza del español y de divulgación cultural en países y regiones no hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras y normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble función la distingue del resto de los organismos europeos equivalentes. La Academia Francesa o la italiana (Accademia della Crusca) no buscan imponer significativamente formas normativas a través de la Alliance o la Dante; y en el contexto anglófono, como se sabe, no hay institución que rija las mutaciones y variedades de la lengua inglesa. En esos años, los ’90, el Cervantes se asume como correlato y “avanzada” del intenso crecimiento de los negocios españoles en Sudamérica (privatización de las comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década anterior, las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse como un campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como cifra hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los bruscos procesos de concentración del sector. Desde entonces, el Instituto Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la construcción de la “marca” España. La palabra “marca”, con la que el Instituto Cervantes y sus organismos satélites tienden a identificarse, y referida para nombrar los desplazamientos de mercado, las astucias y fetichismos de la publicidad, constituye una huella histórica evidente del papel que viene asignándose a la lengua». (1)

El descubrimiento de América, que en principio favoreció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron hacia Holanda primero y luego hacia Inglaterra, dominador de Europa por largo tiempo. Las viejas clases dominantes españolas intentaron conservar sus viejas pretensiones, pero sin los recursos anteriores. En 1820 se separaron las colonias latinoamericanas y en 1898 se perdió Cuba. Las posteriores aventuras en Marruecos arruinaron el país y generaron el descontento en las regiones. El siglo XX fue totalmente convulso. En los primeros años se sucedieron los gobiernos hasta la dictadura de Primo de Rivera, luego el breve paréntesis de la República (cuatro años hasta la Guerra Civil) y al final cuarenta años de dictadura.
«Europa no es un continente, es una idea. El continente real es Eurasia. Las fronteras europeas, más allá de los países poderosos, centrales, se han diseñado según los acontecimientos. Tal es así que en Centro Europa ha habido personas, durante la primera mitad del siglo pasado, que han tenido hasta tres nacionalidades». (2)
Por esa razón durante la dictadura se decía en el exterior que Europa terminaba en los Pirineos y los españoles eran norteafricanos.
A finales de siglo XX, en los años 80, España entró en la Comunidad Europea. Aunque esa entrada fuera de rodillas, aceptando todas las condiciones impuestas (otras naciones no las aceptaron y se negaron a entrar o impusieron límites). Para la mayoría de los españoles fue una entrada triunfal, porque el «gobierno progresista» trajo consigo el «Estado de Bienestar», la tan manida «modernización»: cambio del blanco y negro típico del país por el color, gasto sin límite, coches al alcance de todos, viajes al extranjero, las Olimpíadas, el AVE Madrid-Sevilla, las carreteras y autovías y como guinda del pastel la entrada en la OTAN. Dentro de ese panorama, el ciudadano medio español comenzó, por primera vez, a sentirse europeo de verdad después de siglos de ser tratado desde los países centrales como inferior. Pudo entonces, desde el jardín privilegiado ubicado en las alturas, observar la jungla de la que escapara con un sentimiento de superioridad y seguridad, ya formaba parte, el eurocentrismo era algo propio. España pasaba a ser parte del centro del mundo y América Latina un suburbio al que se había ido a llevar civilización en el pasado y que en el presente sólo servía (y sirve) si se obtenían (obtienen) réditos económicos, y los que ponían (ponen) impedimentos eran (son) consideradas dictaduras. Por si fuera poco, el país asume también su superioridad militar al entrar a formar parte de la OTAN.
«La liberalización de la economía se llevó a cabo entre 1982 y 1995. Las medidas clave incluían la liberalización de los mercados, la privatización de empresas públicas y bancos, la libre convertibilidad y la flexibilización del mercado laboral (…) A la estrategia de liberalización la acompañó (siendo causa y consecuencia) la entrada en la Comunidad europea. La integración implicaba fundamentalmente especialización, desde el momento que España sólo era capaz de competir con éxito en un número limitado de áreas. Esa inserción, por lo tanto, tuvo por resultado la expansión de los servicios, especialmente el turismo, y un declive relativo de la industria. Inserción e integración implicaron básicamente dos procesos asimétricos interrelacionados: una transferencia desproporcionada de fondos de la Comunidad Europea a España (en relación con los pagos) y una balanza comercial muy desfavorable para el país. La entrada creciente de España en el mercado internacional condujo también a flujos desproporcionados de préstamos, inversiones y beneficios: más préstamos e inversiones hacia España que viceversa; como consecuencia hubo una mayor salida de beneficios e intereses devengados a inversores extranjeros que afluencias derivadas de los inversores extranjeros en España». (3)
Resumiendo: el «Estado de Bienestar» fue la consecuencia de un proceso de privatización de las empresas públicas, que nunca se detuvo (hoy le toca a la Sanidad), y de venta de las empresas del país a las multinacionales. Por esa razón la transferencia de dinero hacia España no iba a durar para siempre. En el 2008 todo se derrumba y comienza el declive hacia una sociedad en crisis: una deuda externa del 116 al 120% del PIB (siendo optimistas), los salarios más bajos entre los países centrales de Europa, el mayor desempleo, un gasto mínimo en educación, propio del subdesarrollo (agravado por la diferencia en calidad cada vez mayor entre la enseñanza pública y privada), unas universidades que no entran entre las mejores 170 del mundo, una Sanidad que era ejemplar y hoy está en decadencia y, como sociedad dedicada al turismo de baja calidad como fuente principal de ingresos, índices crecientes de prostitución, consumo de drogas y alcohol y graves problemas de convivencia. La juventud, en la encrucijada, es la principal víctima de la situación: desempleo cercano al 50%, salarios mínimos para la mayoría de quienes trabajan, violencia inter-juvenil creciente, problemas mentales y suicidio en aumento. No olvidemos, al «juzgarla», que quienes tienen entre 20 y 30 años fueron criados en la mentalidad «que no les falte nada, que tengan todo lo que yo no pude tener». Al final, han terminado viviendo en peores condiciones económicas que sus padres. Y conste que me estoy refiriendo a las clases populares y medias bajas, porque las clases acomodadas envían a sus hijos a estudiar al extranjero o a colegios privados de alto nivel, lugares donde los preparan para la política o las grandes empresas. Se da entonces la paradoja de que son los privilegiados los que tienen conciencia de clase y de país, los demás viven, en su mayoría, en una «libertad» ilusoria: «En estos tiempos de auto explotación, el sujeto “libre”, cuando es despedido o baja su rendimiento, dirige la agresión hacia sí mismo, no puede identificar el lugar que ocupa él/su país/su región. En el ecosistema del capital a nivel mundial, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo. No es casual entonces que los liberales del siglo XXI reaccionen violentamente cuando su amo, el capital, debe ceder ante el Estado o ante los gastos que se destinan hacia los enemigos del capital (aquellos no productivos, los excluidos, marginales, los condenados de la tierra). Es en ese momento cuando ellos explotan, gritan, patalean. Cuando claman por una libertad, que no debemos confundirnos, es una libertad de corral». (4)
¿Qué pasó mientras tanto con la cultura? «La cultura en España se ha transformado sumiendo al país en el posmodernismo: ideología de género, ecologismo, lobby gay, hostilidad contra la Iglesia y en todo aquello que sea incidir en un estilo de vida alternativo al tradicional. Los radicalismos políticos casi se han extinguido totalmente siendo sustituidos por expresiones de la revolución cultural. Al mismo tiempo, la sociedad española está anestesiada por anti-valores que desmovilizan a la gente: la telebasura, los deportes, el hedonismo, el consumismo». (5) Aclaro que es la opinión de un historiador estadounidense liberal.
Actualmente España ha asumido, como socia menor de EEUU y dentro del proceso de norteamericanización de la cultura europea, un rol neocolonial en la economía y en la cultura. Los “booms” literarios latinoamericanos han pasado a mejor vida y la metrópolis, en lugar de importar, intenta hacer tragar al subcontinente sus subproductos culturales. Esa nueva colonización no mejora la cultura, la complica: “También en Europa el Estado-Nación está en crisis. Al firmar el tratado de Maastricht los países se replantearon su identidad frente a un proceso de homogeneización cultural que parece acelerarse con los nuevos medios. La integración implica, como se dijo, cierta renuncia a la soberanía. También afecta a la misma la mundialización de la economía y al avance de una civilización tecno-industrial que no se cimenta ya en principios filosóficos ni éticos y se desentiende de todo problema que no tenga que ver de modo directo con los beneficios empresariales”. (6)

Los acontecimientos históricos han dividido América en dos partes diametralmente opuestas. A la del norte llegaron en 1620 los primeros colonos ingleses a bordo del Mayflower. Un siglo después, a sus granjas de comercio floreciente de la zona se han agregado las grandes plantaciones del Sur, explotadas utilizando mano de obra esclava. En 1693 Francia cedió el Canadá y el territorio al Oeste del Mississipi a Inglaterra, cuyo intento de hacer participar a los habitantes de su colonia norteamericana de las cargas tributarias termina con la declaración de independencia de ésta en julio de 1776 y la guerra posterior, culminada en la paz de Versalles. Los 13 primeros estados independientes resultantes del conflicto se unieron a través de la Constitución del 87, todavía vigente, creando el Estado Federal (Unión). A partir de esa fecha arranca la política expansiva con la adquisición de Louisiana a Napoleón y Florida a España. El lema de esa expansión, «América para los americanos», no impide que en 1846 se inicie una guerra de dos años con México (los mexicanos, como bien se sabe, viven en el norte, pero son sub-americanos), mediante la cual la Unión se anexionará los territorios de Texas, Nuevo México y California, alcanzando de esa forma el Pacífico. Luego de la inevitable Guerra Civil (1861-65) entre el Norte pujante, lanzado al capitalismo, y el Sur latifundista, comienza la colonización del salvaje oeste. En 1869 el ferrocarril alcanza el Pacífico y se crea una gran industria moderna. Mc Kinley y Roosevelt, a principios del siglo veinte, comienzan la época del imperialismo. A partir de la Primera Guerra Mundial los EEUU se elevan a primera potencia industrial y económica.
América Latina, por el contrario, no ha podido convertirse en los Estados Unidos del Sur, quedando dividida en países creados, en su mayoría, por los intereses imperiales. De esa fragmentación histórica surgen sus males, aunque algunos «intelectuales», periodistas en grupos mediáticos dudosos y la imaginería popular barrunten otras razones. “En nuestra cultura auténtica, la cultura del pueblo, ¿cuál es la explicación del desempeño mediocre?: clima y mestizaje. Otra respuesta es la colonización ibérica como algo inferior, miserable. También la idea de la culpa del catolicismo, una religión loca en la que se peca, se confiesa y se comulga, para volver a pecar, confesar y comulgar. También es muy frecuente y generalizada la idea de que la pobreza y el desempeño mediocre de América Latina con respecto a Norteamérica se debe a que ellos eran muy ricos y nosotros muy pobres; sin embargo es todo lo contrario, ellos eran miserables, se vendían para trabajar por cinco años a cambio de un pedazo de tierra. América Latina multiplicó la riqueza del mundo. Tan sólo Brasil multiplicó por tres veces y media la cantidad de oro; México diez veces la de plata, y además otros géneros alimenticios. No hay comparación entre el aporte de América Latina a la economía mundial y el de Norteamérica. No es cierto que ellos hayan sido los ricos y nosotros los pobres. No es verdad, tampoco, que nosotros hemos sido atrasados y ellos avanzados. Norteamérica nunca tuvo nada como la ciudad de México, como Lima, Bahía, Río, Recife. Sin embargo, con sus iglesitas de madera se organizaron de forma tal que ellos, que eran los pobres, se quedaron ricos y nosotros, que éramos los ricos, nos quedamos pobres. La explicación de eso no está dada en la cultura popular, todo se ve como fracasos nuestros, a los que agrego otros. En Brasil es muy clara la idea de que es un país joven, que un día de estos alcanzará la mayoría de edad. Y sin embargo, Brasil es 104 años más viejo que Norteamérica. Entonces no es por joven que no ha cuajado, es por otras razones. (…) El gran mal fue que desde el primer día fuimos estructurados y seguimos estando estructurados como proletariados externos. Proletariado externo es Cartago con respecto a Roma. Cartago, con toda su esclavitud y poderío, no existía para Cartago, existía para Roma. Nosotros nunca hemos existido para nosotros, siempre existimos para el otro, para producir para el otro. Brasil tiene una agricultura poderosa que es capaz de sustituir la gasolina con alcohol de caña, que es capaz de ser el segundo productor mundial de soja y simultáneamente disminuir la producción de alimentos. Porque la agricultura es socialmente irresponsable; no existe para dar de comer al pueblo, existe para dar ganancia, existe en la economía de mercado». (7)
«Desde sus orígenes, la literatura de la América hispana fue política. Es decir: estuvo comprometida con la circunstancia específica de cada nacionalidad y con las alternativas de una historia que pronto habría de demostrar que la liberación de la tiranía de España no significaba la libertad. Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada, y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo) habrían de demostrar muy pronto que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un largo siglo de anarquía, guerras civiles y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales que trataron de aprovechar al descalabro del imperio español (Inglaterra y Francia en la cuenca del Plata, la últimas en México) y la emergencia del poder imperial de Estados Unidos (que se hizo sentir sobre todo en el expolio de México y en la intervención en la cuenca del Caribe), confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX». (8)
¿Puede desarrollarse en esas circunstancias tan negativas una cultura propia? Por raro que parezca, los grupos humanos han dado al mundo sus mejores obras en sus peores momentos históricos, quizá porque “la cultura no es una válvula de escape sino una tabla de salvación”. (9) Esta positiva constatación no debe hacernos minimizar el grave problema al que nos enfrentamos: en la sociedad del dinero el resultado final del trabajo cultural es un objeto de consumo, una mercancía que tiene un precio, se vende y se compra como cualquier otro producto, y los países económicamente poderosos cuentan con los principales centros de edición, promoción, distribución y venta de esas “mercancías”. De ese modo pueden imponer con facilidad sus nociones de cultura sobre los demás.
¿Cómo se ha desarrollado este proceso en América Latina? “El esfuerzo de la independencia ha sido tan tenaz que consiguió desarrollar, en un continente donde la marca cultural más profunda y perdurable lo religa estrechamente a España y Portugal, una literatura cuya autonomía respecto a las peninsulares es flagrante, más que por tratarse de una invención histórica sin fuentes conocidas, por haberse emparentado con varias literaturas extranjeras occidentales (…) En la originalidad de la literatura latinoamericana está presente, a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista, el cual enmascara otra más vigorosa y persistente fuente nutricia: la peculiaridad cultural desarrollada en lo interior, la cual no ha sido obra única de sus élites literarias sino el esfuerzo ingente de vastas sociedades construyendo sus lenguajes simbólicos”. (9)
Borges, dentro de este contexto se preguntaba: ¿cómo llegar a ser universal en un suburbio del mundo?, ¿cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser del lugar?, ¿hay que ser del lugar o resignarse a ser un europeo exiliado? “La tesis central de Borges es que las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las grandes tradiciones. Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esta sería la gran tradición argentina (y latinoamericana)”. (10)

Durante el período colonial no se escribieron novelas en el subcontinente. La administración española no quería que se propagara un género que estimulaba la imaginación y la crítica, al presentar imágenes no oficiales de la realidad colonial. Establecidas las repúblicas, la primera corriente literaria que irrumpe es el Romanticismo (por el camino de la poesía de habla inglesa), pero lo hace cuando ya había agotado su vitalidad en Europa y EEUU, sustituida por el realismo, el simbolismo, el naturalismo, el decadentismo. Los románticos buscaron trascender, pero su esfuerzo no prosperó debido a la incomunicación entre los países americanos. Será el Modernismo el que sacará por primera vez de las fronteras nacionales a la literatura latinoamericana. «Las consecuencias de la saturación de cultura transnacional que tenía su centro en Nueva York y reflejaba el laboratorio cosmopolita que era París, se hicieron sentir durante décadas en la cultura hispanoamericana. Gracias a ese nuevo contexto internacional, los modernistas pudieron abandonar la pesada y provinciana retórica española del siglo XIX y comenzar a escribir de una forma más flexible y elegante». (11)
Es en el siglo XX cuando la literatura latinoamericana obtiene el reconocimiento internacional. La novela se abre paso lentamente hasta el llamado «boom» de la década de los sesenta. «Fue el descubrimiento de una nueva dimensión narrativa en una obra que no atiende a las dimensiones conocidas de la novela europea y que busca, en el mito y en la leyenda, sus verdaderas raíces» (…) La poesía, por su parte, estaba en manos de una élite que cuando pudo viajar a Europa comenzó el proceso de asimilación y metamorfosis en la fuente. Por su condición de extranjeros provenientes de culturas que el eurocentrismo del siglo XIX había reducido a la marginalidad, estos escritores encararon el fenómeno de las vanguardias con una originalidad en que no faltaban el enfoque paródico o la lectura carnavalesca». (12)

Como se ha dicho y repetido, el colonialismo actual en la región no es sólo económico (las grandes compañías internacionales son más poderosas que los gobiernos democráticos), sino también cultural. ¿Pero hasta dónde es posible separar lo cultural de lo económico en la sociedad del dinero? Los ministerios de cultura occidentales, cuando emiten algún comunicado o hacen alguna declaración, utilizan siempre la denominación industria cultural. Como ya se dijo, los productos de cualquier industria son mercancías, por lo que también lo son los productos culturales. Es por esa razón que España domina el funcionamiento del idioma común a través de la Real Academia de la Lengua, que dicta las normas de su uso, y el Instituto Cervantes que la proyecta como bien estratégico. Las principales editoriales que publican libros en el idioma común son españolas, lo que les permite elegir a los autores que serán publicados y, muy importante, difundidos. Es necesario volver a reiterar que cuando un escritor español es publicado su libro no tiene fronteras, pero cuando una sucursal de esa misma editorial publica a un latinoamericano, éste tiene las de su propio país, de las que no sale a menos que sea muy rentable. Por un lado, no es difundido más que en su país o en un país vecino por las editoriales españolas y las editoriales locales, de escasos recursos, no lo pueden difundir en toda el área americana. Porque el objetivo de las grandes editoriales no es promover y promocionar productos que ayuden a crecer al lector en el plano cultural, al contrario, lo suyo es publicar libros que abunden en un discurso adecuado a la venta y difusión de sus libros y para eso la cultura de masas, el posmodernismo y, sobre todo, la posverdad, son perfectos. Con esas herramientas se ataca el racionalismo poniendo en duda las referencias históricas y literarias, se deja de lado cualquier profundización en lo social y en lo económico, que queda en manos de técnicos, los hechos pierden validez porque son opinables y la utopía es sustituida por la distopía. La consecuencia es un lector sumido en un individualismo acrítico basado en el gusto personal y limitado siempre por las reseñas elogiosas de los grandes medios (la crítica literaria profunda ha desaparecido) cuando difunden y publicitan a algún acólito que vende mucho. La política de negocios de la sociedad de consumo pertenece al mundo globalizado, es colectiva (hay que llegar a las masas), de ahí su enorme fuerza disuasoria. Una realidad invertida: las masas sociales sumidas en el individualismo y la élite económica cultural en tareas colectivas.
La cultura euronorteamericana se vuelve, en esas condiciones, unidireccional y unilineal. Los latinoamericanos quedan en la disyuntiva de ser “europeos exiliados” o de defender lo propio. No deberíamos olvidar que “en sociedades sin estabilidad, sin unidad, no puede crearse un arte estable, un arte definitivo. Es de la inquietud de los espíritus de esta organización social inacabada de donde nace una explicable necesidad individual”. (13) Y recordar que “toda cultura, en definitiva, sirve al grupo que la crea, por estar hecha a su medida. Renunciar a esta cultura propia es renunciar también a la resistencia cultural contra la opresión, y andar desnudos o con un traje prestado que nos ridiculiza y nos impide ocupar un lugar digno en el concierto mundial”. (14)
Que los latinoamericanos se adapten a ser una corriente accesoria y secundaria de la cultura euronorteamericana, tentación siempre presente en sus creadores, es el camino más transitado y fácil. «Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del Estado que a pensar y definir el proyecto latinoamericano». (15) Esta frase, acuñada en 1995, tiene hoy plena vigencia. Muchos son los autores que reciben premios, difusión en los grandes medios y publicaciones repentinas, por atacar ─siempre con los argumentos de los sectores ultraneoliberales─ a los países latinoamericanos que se han atrevido a desafiar las políticas económicas y sociales euronorteamericanas.
El otro camino, el que debe tener en cuenta que “toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot” (16) lleva a los creadores, necesariamente, a plantearse el desafío y a dar la lucha también en el terreno cultural.

«Español (que antes se llamó castellano) y portugués (que es la otra cara del gallego) fueron, como sabemos bien, dialectos que hace cosa de un milenio (es un decir) se desgajaron del latín. Y a su vez el latín se desgajó de una lengua previa, llamada a posteriori “indoeuropea”, de la que provienen la mayoría de los idiomas hablados hoy en Europa, con excepciones como el vasco (que probablemente ya se hablaba cuando llegó el “indoeuropeo”), el finés y el húngaro, cuyo antepasado fue llevado por las invasiones mongólicas: no en vano “Atila” es nombre simpático en húngaro. Del “indoeuropeo” provienen también lenguas asiáticas como el sánscrito y el persa. (…) ¿Qué fueron el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el germano, el sajón sino formas que, en épocas más recientes, asumió el “indoeuropeo”? Y el español o el portugués (como el gallego, el catalán, el francés, el italiano o el rumano), ¿qué son sino formas que asumió el latín? Por lo que, cuando en nuestra América nos valemos del español o el portugués, que durante la mitad de sus vidas hemos reelaborado también nosotros, no hay manera de que nos sintamos utilizando una lengua extraña. En ambas orillas del Atlántico tenemos el mismo derecho a decir que somos dueños de idiomas». (…) «Las lenguas en forma alguna están maridadas con etnias fijas. No sólo hay incontables ejemplos individuales de esto (el primer gran escritor ruso fue el mulato Pushkin, y ningún poeta actual escribe un inglés más puro e intenso que el del mulato Derek Walcott, mientras la poesía en español no tuvo acentos más hondos que los que le dieron los cholos Rubén Darío y César Vallejo), sino sobre todo incontables ejemplos colectivos: véase el caso del español, que en Europa, América, Asia y África es hablado por las comunidades más diversas. Por ello, el criterio según el cual la lengua “indoeuropea” habría sido hablada sólo por una supuesta raza “indoeuropea” (criterio que sirvió de base a las teorías racistas) carece de toda base científica. Por el contrario, como tantas otras realidades culturales, los idiomas se desentienden de esas estrecheces y ratifican la esencial unidad del ser humano». (17)

El filólogo comienza señalando que el español se llamó antes castellano. Parece un apunte sin importancia, pero según desde dónde lo analicemos, la va adquiriendo. Llamar a un idioma con el nombre de una región es quitarle su universalidad, centralizarlo. Imaginemos que el inglés comienza a llamarse «la lengua del condado de York» y el francés, el portugués, el italiano, pasan por un proceso similar. Nos parecería raro, incluso gracioso, sobre todo en el caso del inglés, la lengua más utilizada en Occidente. El español es la segunda y, sin embargo, en el lugar de origen siguen llamándola castellano. La causa podría encontrarse en dos aspectos del tema. En primer lugar es una forma de decirle a los americanos (quienes más la utilizan) la lengua es y siempre fue nuestra, nació en esa región que fue el centro del imperio y hoy lo es de España, y de paso señalarle a las otras regiones que Castilla sigue siendo el centro del país. Porque España arrastra un problema que se agravó en 1898 con la pérdida de las últimas colonias y luego se enquistó por la pobreza de recursos: las tendencias centrífugas de sus provincias históricas. En Cataluña que, «con sus judíos, cartógrafos, burgueses, humanistas y artesanos, era la provincia capitalista por excelencia en la tradición española, el núcleo social dinámico de la Península» (18), cerca de un 40% de sus habitantes en la actualidad no se sienten españoles, por lo que llamar castellano al español es quitarle su internacionalidad, hacerlo regional.
Esa actitud de superioridad española sería entendible si nos estuviéramos refiriendo a un centro enorme con pequeños satélites. ¿Avalan los números a España para llamar al idioma como le da la gana y además imponer las normas de uso? Para nada. Hablan el español 600 millones de personas en el mundo y la población española ronda los 45 millones. Sólo en USA la cifra de hispanohablantes (que lo llaman spanish) es de 60 millones y hay unos 20 millones de jóvenes aprendiéndolo. Y por otra parte, España no es un país decisorio en Europa y tiene poco peso a nivel internacional. No es Alemania, ni Francia, ni los Estados Unidos. Hace poco, una cantante causó la hilaridad de la audiencia en un concierto en un país anglosajón cuando dijo desde el escenario que ella hablaba en castillian. Creían que estaba bromeando.
«La descolonización que siguió al segundo período de la guerra mundial (guerra entre imperios), llevó a la gran mayoría de las colonias tradicionales de ayer a ser no países liberados sino neocolonias, explotadas gracias a mecanismos como el intercambio desigual y la deuda externa». (19)
Los latinoamericanos deberían llamar a su lengua, de la que son propietarios mayoritarios, hispanoamericano, o iberoamericano por la gran influencia del portugués. Y no estoy promoviendo un enfrentamiento con España, sino una clarificación. Que los españoles la llamen como quieran dentro de sus fronteras.
«Nacidas de una violenta y drástica imposición colonizadora que ─ciega─ desoyó las voces de quienes reconocían la valiosa «otredad» que descubrían en América; nacidas de las espléndidas lenguas y suntuosas literaturas de España y Portugal, las letras latinoamericanas nunca se resignaron a sus orígenes y nunca se reconciliaron con su pasado ibérico (…) Casi desde sus orígenes procuraron reinstalarse en otros linajes culturales, sorteando el «acueducto» español, que en la Colonia estuvo representado por Italia o el clasicismo y, desde la independencia por Inglaterra y Francia, sin percibirlas como las nuevas metrópolis colonizadoras que eran, antes de recalar en el auge de las letras norteamericanas. Siempre, más aún que la búsqueda de enriquecimiento complementario las movió el deseo de independizarse de las fuentes primeras, al punto de poder decirse que, hasta nuestros días, esa fue la consigna principal: independizarse». (20) Afán de independencia que no ha acabado y que también es necesaria en lo relativo al idioma común, porque dejando de lado que ha sido impuesto en el pasado, su uso actual no es igual a ambos lados del Atlántico. Y no sólo porque miles de cosas tienen nombres diferentes, sino porque la influencia del italiano, el inglés y el francés ha dado lugar a formas de expresarse, giros y maneras de decir exclusivas de América. No debemos olvidar que en los primeros años del siglo XX Buenos Aires era una de las ciudades con más población italiana (3 millones) y que en Montevideo hasta hace poco se resolvían las elecciones de Galicia. El lunfardo, un argot orillero construido desde el idioma italiano, de gran influencia en el tango, es una consecuencia de lo anterior, como el hecho de llamar gallegos a todos los españoles. Pero más allá de las anécdotas que podríamos seguir amontonando, en España se hace, a nivel popular, un uso directo del idioma (al pan, pan, y al vino, vino), mientras en América el litote, la ironía, el sarcasmo, el doble sentido, el humor ácido o negro, tropos que encontramos en la literatura anglosajona (en la novela negra, por ejemplo) son de uso corriente en todos los ambientes. La literatura latinoamericana tiene como una de sus características «la interpretación del lenguaje como refracción arbitraria de la realidad y el ejercicio de la libertad lingüística por medio de la experimentación formal (neologismos, yuxtaposición del lenguaje coloquial y el culto, anacronismos, juegos de palabras, sintaxis barroca)». (21)
Es lógico pensar que en un subcontinente donde las intervenciones extranjeras, los golpes de estado, las revoluciones, las guerras civiles, las dictaduras, han sido hechos corrientes, el idioma haya sido usado muchas veces en forma pragmática y en otras ocultando, desviando o manipulando la realidad.
Está claro que el español usado en España (que no lo inventó, viene del Indoeuropeo) es muy diferente al latinoamericano. Deberían ambos convivir e influenciarse de forma «democrática» (como repiten tantos como consigna vacía), pero todavía estamos lejos de llegar a ese punto. La Real Academia marca las normas desde su 8% y el otro 92% debe acatarlas. Y no se queda ahí. Como hemos visto, el idioma también es un negocio. La palabra se vende.
Llegados a este punto sería muy importante la creación de una Academia Americana de la Lengua. No para enfrentarse a la Real Academia ni para trabajar juntas, imposible a estas alturas, sino para funcionar como centro del idioma americano (hispanoamericano o iberoamericano). Esta Academia, sin fines de lucro, no debería fijar normas ni funcionamientos idiomáticos, sólo encargarse de la divulgación: dar a conocer, a los jóvenes sobre todo, las creaciones de sus tierras (de cada país y de los demás países americanos), clásicas y actuales. Y como se trata de un continente mestizo, habría que dar importancia fundamental a las expresiones culturales e idiomas de los pueblos autóctonos. Es parte de la tarea que tenemos por delante.

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Bibliografía

1) Irene Agoff / Susana Aguad / Jorge Alemán / Fernando Alfón / Esteban Bér/ Germán Alvarez / María Teresa Andruetto / Julián Axat / Cristina Banegas / Silvia Battle / Diana Bellessi / Gabriel Bellomo / Carlos Bernatek / Emilio Bernini / Martín Baigorria (Por una soberanía idiomática).
2) Eric Hobsbawm.
3) James Petras (El informe Petras).
4) Facundo di Vincenzo (El posmoprogresismo del siglo XXI).
5) Stanley Paine.
6) Adolfo Colombres (El desafío del tercer milenio).
7, 15) Darcy Ribeiro.
8, 11, 12, 13, 14) Emir Rodríguez Monegal.
9, 20) Ángel Rama “Transculturación narrativa en A. L.»
10, 16) Ricardo Piglia.
17) Fernández Retamar.
18, 19)) Abelardo Ramos.
21) Donald Shaw.

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Número 73

Carnaval / Antropofagia / Parodia / Emir Rodríguez Monegal

Revista Malabia número 73

Carnaval / Antropofagia / Parodia / Emir Rodríguez Monegal

A partir de 1945, con la emergencia de los países del Tercer mundo y la liquidación del colonialismo del siglo XIX, en la propia Europa comenzó a realizarse el proceso al eurocentrismo. Ese proceso ha llevado a nuevas concepciones políticas, sociales, económicas y, sobre todo, antropológicas. La sospecha de que la esterilización que se practicaba en los centros europeos pudiese ser otra manifestación de una ignorancia profunda de la ecología cultural, ha empezado a minar la arrogancia de las viejas metrópolis.
La posibilidad de una nueva concepción de la historia literaria se ha ido abriendo paso lentamente. Los teorizadores de la estética de la recepción han mostrado que un estudio del contexto cultural, en sus convenciones concretas fijadas por el horizonte de expectación del lector, resulta fundamental para la reconstrucción de un momento literario determinado. Ya en 1932, Borges había mostrado (en El arte narrativo y la magia, de Discusión) que era necesaria una estética de la narrativa que no dependiese de las mediocres categorías al uso. En 1939, un cuento titulado Pierre Menard, autor del Quijote, mostraba por el absurdo que bastaba cambiar la atribución de unas líneas de la novela de Cervantes e imaginarlas escritas por un simbolista francés, para que esas líneas significasen otra cosa. La operación de las lecturas era paródicamente desvelada en este texto pionero.
En otra frontera del mundo occidental, y por la misma época, el crítico ruso Mijail Bajtin publicó un estudio fundamental sobre Dostoievski (1929), en el que atacaba la teoría sobre el origen épico de la novela, y mostraba que la novela deriva de los géneros paródicos y carnavalescos, que instauran el dialoguismo (o sea: la pluralidad de voces dentro del texto) como principio fundamental de estructuración. Una inversión de la serie narrativa, que daba papel principal a los géneros considerados hasta entonces marginales, permitía mostrar que lejos de alcanzar su culminación con la novela burguesa del siglo XIX (teoría sustentada por Lukacs), la novela alcanzaba con el polifonismo de Dostoievski su momento más alto. Un segundo estudio (que el oficialismo stalinista no permitió publicar hasta 1963) amplió la teoría de Bajtin. Dedicado a François Rabelais, se mostraban allí las relaciones profundas entre el carnaval, con su inversión de valores, y el polifonismo narrativo.
Por la misma fecha que Bajtin realizaba ese giro copernicano en el estudio de la novela, un grupo de escritores brasileños que se habían congregado bajo la bandera del Modernismo (equivalente a la vanguardia hispánica), desarrolló una teoría de la antropofagia, o asimilación radical de las culturas metropolitanas. En un manifiesto de 1928, y en tres novelas (Memórias sentimentais de Joâo Miramar, 1923, de Oswald de Andrade; Macunaima, 1928, de Mario de Andrade; Serafim Ponte Grande, 1933, de Oswald) y en innúmeros de ensayos y poemas, se ilustró una teoría y práctica de deconstrucción del eurocentrismo que privilegiaba el carnaval (como inversión de los valores consagrados) y la parodia (como desacralización de los modelos). Aunque este movimiento sólo ha sido conocido en el mundo hispánico en la década de los 70, algunos de sus postulados ya habían sido anticipados tanto en la práctica como en la teoría de los mejores escritores hispanoamericanos.
La obra entera de Borges no puede entenderse sin la clave de la parodia. Lejos de ser el europeísta que sólo repite fórmulas ya consagradas en la metrópoli, Borges es el bárbaro que antropofagiza la cultura occidental. Sus lecturas de Dante o de Cervantes (El Aleph es una parodia grotesca de la Divina Comedia, como Pierre Menard lo es del Quijote) construyen homenajes irrisorios, a través de los cuales lo que se exalta es precisamente lo contrario de lo que la crítica académica lee en aquellos clásicos. Es su irreverencia, su monstruosidad, lo que los textos de Borges ponen a la vista. Siguiendo esta pista es posible leer toda la literatura latinoamericana desde una clave distinta. En vez de reprochar a Darío que tratara de cantar imposibles Versalles en medio de las sórdidas dictaduras centroamericanas, se puede reconocer bajo la clave carnavalesca toda la poesía de Prosas profanas como una entronización (y desentronización) kitsch de una cultura ya degradada en el origen.
Este proceso de carnavalización y parodia, de antropofagia activa, habrá de acentuarse en este siglo. En gran medida la obra de Huidobro, de Vallejo y Neruda, de Paz en sus mejores momentos, contiene la semilla de una desconstrucción de los grandes modelos líricos. En cuanto a Lezama Lima, su barroquismo delirante sólo puede ser leído a partir de una renuncia al sentido lógico, a la sintaxis regular, a la analogía perfecta. En él, la desconstrucción metafórica llega a su máximo poder expresivo.

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Número 73

El escritor argentino y su tradición / Jorge Luis Borges

Revista Malabia número 73

El escritor argentino y su tradición / Jorge Luis Borges

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.
Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y las soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.
Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esa opinión sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.
Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece un lugar común y que es una astucia. Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.
Sospecho que hay un grave error en esa afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poesía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón. Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.
Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mexicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.
Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehúye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro. El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esa preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando estos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las dos orillas; éstos rehúyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.
La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna. Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “… El sol en los tejados/ y en las ventanas brilla. Ruiseñores/ quieren decir que están enamorados”.
Aquí parece inevitable condenar: “el sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Banchs al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa; significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de las dificultades que tenemos para las confidencias, para la intimidad.
Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos o latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino al color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esa confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esa ausencia de camellos para comprobar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo; sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en el color local.
Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano. Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Güiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si lo comparamos con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Mississipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Güiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hace muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.
Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.
Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.
Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.
Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años en Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos muy graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos porqué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.
Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la derecha?; y luego la toco con la derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tocar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.
Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift, que al escribir Los Viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.
Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.
Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores.