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Número 73

Un encuentro tardío con el enemigo / Flannery O’Connor

Revista Malabia número 73

Un encuentro tardío con el enemigo / Flannery O’Connor

El general Sash tenía ciento cuatro años. Vivía con su nieta, Sally Poker Sash, que tenía sesenta y dos. Ella rezaba de rodillas todas las noches rogando que él viviera hasta el día de su graduación. Al general le importaba un bledo, pero jamás había dudado que viviría hasta ese día. Vivir había llegado a ser un hábito tan arraigado que no podía concebir ninguna otra condición. Una ceremonia de graduación no era exactamente su idea de pasar un buen rato, incluso si, como ella dijera, se esperaba que él estuviera sentado en el escenario. Ella había agregado, además, que habría una larga procesión de profesores y estudiantes con togas, pero que eso no sería nada comparado con su presencia vistiendo su uniforme. Él lo sabía muy bien sin necesidad de que ella se lo dijera. En cuanto a la maldita procesión, podía irse al infierno y volver sin causarle el menor efecto. Personalmente le gustaban los desfiles con carrozas llenas de Miss América, Miss Daytona Beaches y Miss Cotton Products. Las procesiones no tenían ningún sentido para él, y las de maestros eran, para su forma de pensar, tan letales como el río Styx. No obstante, estaba deseando sentarse en el escenario con su uniforme para que lo pudieran ver.
Sally Poker no estaba tan segura de que viviera hasta su graduación. A pesar de no haber habido ningún cambio perceptible en él durante los últimos cinco años, tenía la sensación de que su triunfo personal podría serle arrebatado como le pasara a menudo. Al comenzar a enseñar, no existía nada parecido a una licenciatura. En aquellos tiempos, decía ella, todo era normal. Pero había dejado de serlo desde que cumpliera los dieciséis y durante los últimos veinte años, cuando en lugar de haber estado descansando había tenido que llevar, bajo un calor sofocante, un baúl hacia el colegio de profesores del Estado. Y a pesar de que cuando regresaba en otoño daba clases en la exacta manera en que le habían enseñado que no debía hacerlo, esta era una venganza muy leve que no satisfacía su sentido de la justicia. Por eso quería al General en su graduación, para demostrar lo que ella representaba o, como decía, para mostrar «qué había detrás suyo» que no tenían los otros. Estos «otros» no eran nadie en particular. Eran todos los advenedizos que habían puesto el mundo patas arriba y perturbado las formas de vida decentes.
Tenía la intención de estar de pie en esa plataforma en agosto con el General sentado detrás suyo, manteniendo la cabeza bien alta como si estuviera diciendo: «¡Mírenlo, mírenlo! Uno de los míos, advenedizos. Anciano íntegro y glorioso que defiende las viejas tradiciones. ¡Dignidad! ¡Honor! ¡Coraje! ¡Mírenlo!». Una noche había gritado en sueños: «¡Mírenlo, mírenlo!» y al girar la cabeza a un costado lo encontró sentado en su silla de ruedas con una terrible expresión en el rostro y sin otro atuendo que su gorra de General. No se atrevió a volver a dormirse en toda la noche.
Por su parte, él no habría consentido siquiera en asistir a la graduación si ella no le hubiera prometido que se ocuparía de sentarlo en el escenario, porque a él le gustaba sentarse en cualquier escenario. Consideraba que todavía era un hombre muy apuesto. En la época en que podía ponerse en pie, medía un metro setenta de puro gallo de riña. Tenía el pelo blanco hasta los hombros por la espalda y no usaba dientes porque pensaba que su perfil era más llamativo sin ellos. Cuando se ponía el uniforme de gala, sabía perfectamente que no había nadie en ninguna parte que se le pudiera comparar.
No era el mismo que había llevado en la guerra entre los Estados. En realidad, no había sido General en esa guerra. Probablemente había sido soldado raso. No recordaba lo que había sido, ni recordaba nada de esa guerra. Era como sus pies, que ahora colgaban marchitos al final de él, sin que los sintiera, cubiertos con la manta azul grisácea afgana que Sally Poker había tejido cuando era una niña. No recordaba la guerra entre Estados Unidos y España en la que había perdido un hijo; ni siquiera se acordaba de su hijo. No le daba ningún uso a la historia porque nunca esperó volvérsela a encontrar. En su cerebro estaba relacionada con procesiones y la vida con desfiles, y a él le gustaban los desfiles. La gente le preguntaba siempre si recordaba esto o aquello, en un triste y oscuro proceso de preguntas sobre el pasado. Había un solo acontecimiento que tenía alguna relevancia para él y del que le interesaba hablar: cuando, doce años atrás, había acudido a la gala en la que recibiera el uniforme de General.

— Fue esa gala que hicieron en Atlanta —explicaba a los visitantes sentado en el porche. Estaba rodeado de chicas hermosas. No era uno de esos actos locales, no había nada local en él. Me explico. Fue un gran acontecimiento y me pusieron en el mismo escenario sin ningún tipo de restricción. Todo el mundo tenía que pagar diez dólares para entrar y vestir de gala. Una muchacha hermosa me entregó el uniforme esa tarde en la habitación del hotel.

— No estabas solo con ninguna muchacha hermosa en una habitación de hotel. Era una suite y yo también estaba allí, abuelo —decía Sally Poker.

— Si hubiera estado solo, habría sabido qué hacer —afirmaba el general con una expresión traviesa y los visitantes lanzaban ruidosas risas—. Esa chica era de Hollywood, California —continuaba—. Y no tenía ningún papel en la película. Allí tienen tantas chicas guapas que no necesitan que se llame a una extra. Sólo las usan para entregar cosas a la gente y para que les saquen fotos. Ella se fotografió conmigo. No, fueron dos muchachas. Una a cada lado y yo en el medio con los brazos en sus cinturas, y sus cinturas no eran más grandes que medio dólar.

Sally Poker lo interrumpió otra vez.

— Fue el señor Govisky quien te entregó el uniforme, papá, y a mí me dio una pulsera floral. De veras, ojalá la hubieras visto. Estaba hecho con pétalos de gladiolo arrancados y pintados de dorado y vueltos a unir para que parecieran una rosa. Era preciosa. Ojalá la hubieras visto, era…

— Era tan grande como su cabeza —gruñía el general—. Lo estaba contando yo. Me dieron este uniforme y también esta espada y me dijeron:

— Ahora, General, esperamos que no declare una guerra contra nosotros. Lo único que queremos es que suba directo al escenario cuando lo presentemos y conteste algunas preguntas. ¿Cree que lo podrá hacer?

— ¡Creo que lo podré hacer! Escuchen esto. Yo hacía muchas cosas antes de que ustedes hubieran nacido.

Ellos lanzaron una carcajada.

— Fue el centro del espectáculo —dijo Sally Poker.

Pero a ella no le gustaba recordar la gala debido a lo que sucediera con sus pies. Como debía subir al escenario con él para evitar que se cayera, había comprado un vestido nuevo para la ocasión (un vestido negro y largo de noche, de crespón, con una hebilla con un diamante de imitación y un bolero) y unas sandalias plateadas. Todo estaba preparado para ellos. Una limusina llegó a las ocho menos diez para llevarlos al teatro. Los dejó ante la marquesina a la hora acordada, después de la llegada de las grandes estrellas, del director, del autor, del gobernador, del alcalde y de algunas estrellas de menor importancia. La policía controlaba el tráfico para que no hubiera embotellamientos y habían colocado cuerdas para impedir el acceso a la gente que no podía entrar. Toda esa gente los vio apearse de la limusina y avanzar hacia las luces. Luego atravesaron el vestíbulo rojo y dorado, hasta que una acomodadora con una gorra de la Confederación y falda corta los condujo hasta sus asientos. El público ya estaba allí y un grupo de las Hijas de la Confederación Americana empezó a aplaudir cuando vio al general uniformado, lo que hizo que todo el mundo aplaudiera. Unas cuantas celebridades más llegaron después y luego se cerraron las puertas y se apagaron las luces.

Un joven de cabello rubio y ondulado que dijo representar a la industria cinematográfica hizo su aparición y comenzó a presentar a todo el mundo. Cada uno de los presentados se dirigía al escenario y decía lo contento que estaba de participar en tal acontecimiento. El General y su nieta estaban en el puesto dieciséis de la lista del programa. Él fue presentado como el general Tennessee Flintrock Sash del Ejército Confederado del Sur, a pesar de que Sally Poker había dicho al señor Govisky que su nombre era George Poker Sash y que solo había llegado a tener el rango de Comandante. Ella lo ayudó a levantarse de la silla, pero le latía tanto el corazón que no sabía si podría llegar a la plataforma.

El anciano caminó despacio por el pasillo con su fiera cabeza blanca bien erguida y el sombrero sobre el corazón. La orquesta empezó a tocar muy suavemente el himno de batalla de la Confederación y las Hijas de la Confederación Americana se pusieron de pie en grupo y no volvieron a sentarse hasta que el general estuvo en el escenario. Cuando se situó en el centro, con Sally Poker justo detrás guiándolo por el codo, la orquesta inició una estruendosa interpretación del himno de batalla y el anciano, con verdadera presencia escénica, hizo un vigoroso saludo tembloroso y quedó en posición de firmes hasta que desapareció el último sonido. Detrás de ellos, dos de las acomodadoras con gorras confederadas y faldas cortas sostenían, cruzadas, sendas banderas de la Unión y de la Confederación.

El general quedó de pie en el centro exacto del foco que iluminaba una misteriosa porción en forma de luna de Sally Poker, con el ramillete, la hebilla con el diamante de imitación, una mano cerrada sobre un guante blanco y un pañuelo. El joven de cabellos rubios y ondulados se metió en el círculo de luz y dijo que estaba realmente contento de tener allí esa noche, con ocasión de esa gran celebración, a alguien, dijo, que había luchado y vertido su sangre en batallas que muy pronto verían representadas con toda valentía en la pantalla.

— Dígame, general —preguntó—, ¿qué edad tiene usted?

— ¡Nooooventa yyy dos! —vociferó el anciano.

El joven dio la sensación de que para él eso era lo más impresionante que se había dicho en toda la velada.

— ¡Damas y caballeros —dijo—, tributemos al general el más caluroso de los aplausos!

De inmediato sonó una ovación. El joven indicó a Sally Poker con un movimiento del pulgar que ahora podía llevar al anciano a su asiento para poder presentar a la siguiente persona; pero el general no había terminado. Se quedó inmóvil en el centro del foco, con el cuello hacia delante, la boca apenas abierta y sus voraces ojos grises bebiendo el resplandor y el aplauso. Se sacó a la nieta de encima con un rudo movimiento del codo.

— ¡Como me mantengo tan joven —chilló—, beso a todas las muchachas hermosas!

La frase fue celebrada con un ensordecedor aplauso espontáneo. Justo en ese instante Sally Poker se miró los pies. Dos zapatones marrones de girl scout asomaban bajo el ruedo de la falda. Con la agitación de los preparativos para el evento se había olvidado de ponerse las sandalias. Dio un tirón al general y casi salieron corriendo del escenario. Él iba muy enojado porque no había tenido oportunidad de decir cuánto se alegraba de estar en esa celebración. En el camino de regreso a los asientos continuó hablando a viva voz:

— ¡Estoy muy contento de estar aquí en la gala, muy contento de estar con todas estas muchachas hermosas!

Nadie le prestó atención porque un nuevo personaje subía por el otro pasillo. El General se sentó y durante la posterior película se durmió farfullando con tono enfadado entre sueños.

Desde entonces su vida no había sido muy interesante. Ahora sus pies estaban totalmente exánimes, sus rodillas eran como bisagras viejas, los riñones funcionaban cuando les daba la gana, aunque el corazón se empeñara, con terquedad, en seguir latiendo. El pasado y el futuro eran lo mismo para él, uno olvidado y el otro no recordado; no tenía más nociones de la muerte que un gato. Todos los años, en el día en Memoria de los Confederados, lo arropaban y lo prestaban al Museo del Capitolio de la ciudad, donde quedaba expuesto de una a cuatro en una sala con olor a cerrado repleta de viejas fotografías, viejos uniformes, vieja artillería y documentos históricos. Todo esto se conservaba con sumo cuidado en vitrinas para que los niños no les pusieran las manos encima. Vestía su uniforme de general del estreno y permanecía sentado, con el entrecejo fruncido, dentro de una parte acordonada. No había nada en él que indicase que estaba vivo, excepto algún que otro movimiento de sus grises ojos lechosos, o como una vez, en que su brazo salió disparado para darle un manotazo a un niño atrevido que se atrevió a tocarle la espada. En la primavera, cuando se abrían las casas viejas para las peregrinaciones, lo invitaban a vestir su uniforme y sentarse en algún sitio donde llamara la atención y diera cierto color a la escena. Algunas veces solo gruñía a los visitantes, otras, contaba historias acerca del estreno y de las muchachas hermosas.

Si hubiera muerto antes de la graduación, ella hubiera muerto también, pensó Sally. Al principio del curso de verano, aun antes de saber si iba a aprobar el examen, dijo al decano que su abuelo, el general Tennessee Flintrock Sash, de la Confederación, iría a la ceremonia de su graduación, porque a pesar de sus ciento cuatro años de edad tenía todavía la cabeza tan clara como una campana. Lo hizo porque los visitantes ilustres siempre eran bienvenidos, se podían sentar en el escenario y eran presentados al público. Sally habló con su sobrino, John Wesley Poker Sash, un boy scout, para que él se hiciera cargo de la silla de ruedas del general. Pensó qué bonito sería tener a sus espaldas, cuando recibiera el título, lo viejo y lo nuevo, al anciano enfundado en su gris valiente y al chico en su caqui limpio.

Todo salió casi como había planeado. Durante el verano, mientras ella estaba en el colegio, el general se quedó con unos parientes. Ellos llevaron al anciano y al boy scout a la ceremonia. Un periodista fue al hotel donde se alojaban e hizo una fotografía al general con Sally Poker a un lado y John Wesley, que era un chico rubio y gordo de diez años con cara de ejecutivo, al otro. El general, a quien habían sacado fotos con muchachas hermosas, no le dio demasiada importancia. Se había olvidado a qué tipo de acontecimiento iba a asistir. Sólo recordaba que vestiría el uniforme y luciría la espada.

La mañana de la graduación, Sally Poker tuvo que participar en la procesión académica para recibir el diploma en educación elemental y no pudo ocuparse personalmente de llevarlo hasta el estrado, pero su sobrino le garantizó que se encargaría de todo. Luego fue al hotel vestida con la toga académica y le puso el uniforme al anciano. Notó que era tan frágil como una araña disecada.

— ¿No estás emocionado, papá? —le preguntó—. ¡Yo me muero de emoción!

— Ponme la espada sobre el regazo, maldita sea —replicó el anciano—. Allí donde brille.

Ella lo hizo y dio unos pasos atrás para mirarlo.

— Estás magnífico.

— Maldita sea —espetó el anciano con un tono firme, lento y monótono, como si lo estuviera diciendo al ritmo de los latidos de su corazón—. Que se vayan todas esas malditas cosas al infierno.

— Ahora, ahora —dijo ella y se marchó alegremente para sumarse a la procesión.

Los graduados estaban en fila detrás del edificio de Ciencias y ella encontró su sitio justo cuando la fila comenzó a moverse. No había dormido mucho la noche anterior y, cuando lo hizo, soñó con la ceremonia murmurando «mírenlo, mírenlo», pero siempre despertando antes de volver la cabeza para mirarlo detrás de ella. Los graduados tenían que caminar tres manzanas bajo un sol abrasador con sus togas de lana negra. Mientras andaba con lentitud e impasibilidad pensaba que si alguien consideraba que en la procesión había algo digno de contemplar solo tenía que esperar a ver al viejo general en su gris valiente y al limpio y joven boy scout llevando animoso la silla de ruedas por el escenario con el reflejo del sol en la espada. Supuso que John Wesley ya debía de tener preparado al anciano detrás del escenario.

La negra procesión recorrió las dos primeras manzanas y comenzó a avanzar por el camino principal que llevaba al auditorio. Los visitantes estaban de pie en el césped, buscando a sus graduados. Los hombres se echaban atrás el sombrero y se secaban la frente sudorosa y las mujeres se levantaban un poco los vestidos en los hombros para evitar que se les pegaran a la espalda. Los graduados, con las pesadas togas, parecían arrojar con el sudor las últimas gotas de ignorancia. El sol hacía resplandecer los guardabarros de los automóviles, rebotaba en las columnas de los edificios y conducía los ojos de un punto luminoso a otro. Guió los de Sally Poker hacia la enorme máquina roja de Coca-Cola que habían colocado a un costado del auditorio. Allí vio al General estacionado en la silla bajo el sol abrasador, con el semblante ceñudo y sin sombrero, mientras el boy scout, con la camisa salida por detrás, la cadera y la mejilla apoyadas contra la máquina roja, bebía una Coca-Cola. Salió de la fila, corrió hasta él y le arrebató la botella. Zarandeó al muchacho, le puso bien la camisa y colocó el sombrero en la cabeza del anciano.

— ¡Ahora llévalo allí! —dijo señalando con un dedo rígido la puerta lateral del edificio.

El chico empujó la silla de ruedas rápidamente por un camino, la subió por una rampa, la metió en el edificio, la hizo pasar dando tumbos por la entrada del escenario y la llevó hasta el sitio que le habían indicado. Por su parte, el General sentía como si un agujero pequeño estuviera ensanchándose en su coronilla mientras miraba con cara de enfado las cabezas que parecían flotar juntas ante él y los ojos que se movían de un rostro al otro. Varias figuras con negras togas se acercaron y le estrecharon la mano. La negra procesión inundaba los dos pasillos y formaba un charco al compás de una música majestuosa que parecía entrar en su cabeza a través del agujero pequeño. Por un instante pensó que la procesión también trataría de entrar por allí. A pesar de no saber de qué procesión se trataba, había algo en ella que le resultaba familiar. Tenía que serle familiar ya que venía a su encuentro, pero cualquier procesión, pensó con irritación, debería tener carrozas con muchachas hermosas como las carrozas aquellas de la gala. No le gustaban las procesiones negras. Ésta debía de ser algo relacionado con la historia, como esas cosas que siempre celebraban. A él le traía sin cuidado. Lo que había sucedido antaño no tenía ningún valor para un hombre que vivía ahora, y él vivía ahora.

Cuando toda la procesión desembocó en el negro charco, una figura oscura comenzó a pronunciar un discurso delante de él. Hablaba sobre historia y el general decidió no escuchar. Las palabras, no obstante, continuaron filtrándose por el agujero pequeño de su coronilla. Oyó mencionar su nombre, su silla fue empujada bruscamente hacia delante y el boy scout hizo una gran reverencia. «Maldito seas, trató de decir, sal de mi camino, puedo levantarme». Pero lo empujaron hacia atrás de nuevo antes de que pudiera hacer la reverencia. Supuso que el ruido que armaban le estaba dedicado. Si había terminado su parte, no pensaba escuchar nada más. A no ser por el agujero en la coronilla, ninguna palabra habría llegado hasta él. Pensó en poner el dedo allí arriba para taparlo, pero era un poco más ancho que su dedo y parecía hacerse más profundo.

Otra toga negra había tomado el lugar de la primera y ahora hablaba. Oyó de nuevo su nombre, aunque no hablaban de él, se referían a la historia.

— Si olvidamos nuestro pasado —decía el orador—, no recordaremos nuestro futuro y para eso sería mejor no haberlo tenido.

El general oía gradualmente algunas de estas palabras. Él había olvidado la historia y no pensaba volver a recordarla. Por olvidar, había olvidado el nombre y el rostro de su mujer y el nombre y el rostro de sus hijos, e incluso si los había tenido. También había olvidado el nombre de los lugares, los mismos lugares y lo que allí había sucedido.

El inesperado agujero en la cabeza lo irritaba sobremanera. La lenta música negra lo había puesto ahí, y pese a que la mayor parte se había detenido fuera, todavía le quedaba un poco en el agujero. Ese resto iba haciéndose cada vez más profundo y moviéndose alrededor de sus pensamientos, haciendo que las palabras que oía llegasen a los sitios más oscuros de su cerebro. Al oír Chickamauga, Shiloh, Johnston, Lee, entendió que él inspiraba todas esas palabras que no le decían nada. Se preguntó si había sido general en Chickamauga o en Lee. Luego trató de verse a sí mismo y al caballo en el centro de una carroza llena de muchachas hermosas, mientras los conducían lentamente por el centro de Atlanta. No lo logró. Las viejas palabras comenzaron a revolverse en su cabeza como si trataran de salir de ahí y volver a la vida.

El orador había terminado con esa guerra y había continuado con la siguiente y ahora se aproximaba a otra más y todas sus palabras, como la negra procesión, le resultaban vagamente familiares e irritantes. Había un largo dedo de música en la cabeza del general tentando distintos puntos que eran palabras, permitiendo que les llegase un poco de luz y ayudándolas a vivir. Las palabras comenzaron a dirigirse hacia él y el anciano exclamó «¡Diablos! ¡No lo voy a tolerar!», y empezó a echarse hacia atrás para apartarse de su camino. Luego vio que la figura de negro tomaba asiento. Hubo un estruendo y el charco negro que había delante comenzó a hacer ruido y a fluir hacia él por ambos lados al compás de la lenta música. Dijo: «¡Paren, diablos! ¡No puedo hacer varias cosas a la vez!». No podía protegerse de las palabras y prestar atención a la procesión al mismo tiempo, y las palabras le atacaban velozmente. Sintió que corría hacia atrás y las palabras le atacaban como un fuego de mosquetes, que erraba por poco pero que estaba cada vez más cerca. Dio media vuelta y empezó a correr tan rápido como pudo, pero se encontró corriendo hacia las palabras. Estaba en medio de una andanada y les hizo frente con rápidas maldiciones. A medida que la música crecía en su dirección, todo el pasado se abría ante él, surgido de la nada. Sintió que su cuerpo era acribillado en cien lugares por agudas puñaladas de dolor y cayó soltando una maldición a cada golpe. Vio la delgada cara de su mujer que lo observaba y enjuiciaba a través de sus gafas de montura dorada; vio a uno de sus hijos bizcos y pelados, y a su madre que corría hacía él con expresión angustiada. Luego una serie de lugares —Chickamauga, Shiloh, Marthasville— se precipitaron hacia él como si ahora el pasado fuera el único futuro y debiera cargar con él. Entonces, de repente, tenía la negra procesión casi encima. La reconoció porque lo había perseguido toda la vida. Hizo un esfuerzo tan desesperado por ver más allá y saber qué viene después del pasado que su mano se cerró sobre la espada hasta que la hoja tocó el hueso.

Los graduados cruzaban el escenario en una larga fila para recibir sus pergaminos y dar la mano al rector. Sally Poker, que estaba casi al final, cruzó, echó una mirada al General y lo vio sentado, rígido y feroz, con los ojos abiertos de par en par. Giró la cabeza de nuevo hacia delante, la alzó perceptiblemente un poco más y recibió su diploma. Una vez que todo terminó, ya fuera del auditorio, de nuevo en el sol, localizó a sus parientes y todos esperaron juntos en un banco sombreado a que John Wesley apareciera con el anciano en su silla de ruedas. El astuto scout lo había sacado a empujones por la puerta trasera y lo había llevado a toda velocidad por un sendero de losas. Ahora esperaba, con el cadáver, en la larga fila de la máquina de Coca-Cola.