En los últimos meses estuvimos trasladando el hospedaje de Malabia desde su sede en Inglaterra a territorio español. El proyecto se complementa con una adaptación de toda la serie a los actuales formatos de internet, que permiten una mejor y completa experiencia lectora en cualquier plataforma digital. El Fondo Malabia también ha sido modificado en ese sentido.
Esperamos que sepan disculpar las eventuales “ausencias en internet”, seguros de una mayor valoración de antiguos y nuevos números de la revista.
En este número 73 nos ocupa una importante cuestión: el funcionamiento del idioma compartido entre España y América. Ponemos al alcance del lector diversas aportaciones sobre el tema, provenientes de referentes culturales.
Completamos esta entrega con dos relatos cortos, uno de la estadounidense Flannery O’Connor y el otro de la brasileña Clarice Lispector, ambos en versión original y traducidos, y con siete poemas inéditos de la poeta argentina Ana Romano.
El lector comprobará que la perspectiva sobre el tema principal del número es esencialmente americana. En una lectura más profunda comprenderá nuestra decisión de darle voz a quienes se sienten y se han sentido agredidos, menospreciados por la actual situación, debida al mal uso de un idioma que nos pertenece a todos por partes iguales.
Apuntes sobre el idioma compartido / Federico Nogara
«El lema actual de la Real Academia Española (RAE), “Unidad en la diversidad”, anuncia la mirada globalizadora sobre el conjunto del área idiomática. Podría entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas explícitas en la conformación de diccionarios, gramáticas y ortografías, el matiz de “diversidad” que propone termina perdiéndose en el marco de decisiones normativas y reguladoras que responden a su tradicional espíritu centralista. Las instituciones de la lengua son globalizadoras cuando piensan el mercado y monárquicas cuando tratan la norma. La noción pluricéntrica, entendida en sentido estricto (diversos centros no sometidos a autoridad hegemónica), queda cabalmente desmentida entre otros ejemplos por el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el que el 70 por ciento de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. El mito de que el español es una lengua en peligro cuya unidad debe ser preservada ha venido justificando la ideología estandarizadora, que supone una única opción legítima entre las que ofrece el mundo hispanohablante». (…) En marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes, situándolo en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. La fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas al proceso político de rápida integración europea en el que en ese período, entre mediados de la década del ’80 y la década del ’90, se encontraba España, obligada entonces a poner en línea con la Unión no sólo los índices de regulación fiscal y un conjunto de estrategias económicas para ingresar plenamente al mercado común europeo, sino también sus políticas de administración pública, educativas y culturales. Es en el marco general de esas reformas que el gobierno español asume la determinación de proyectar institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien estratégico. Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca en Francia en el siglo XIX con la Alliance Française. (…) El propósito de la institución, equivalente del tardío Instituto Cervantes, fue también el de difundir la lengua y la cultura francesas en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este objetivo enlaza evidentemente con las políticas de expansión y reparto de zonas de influencia de las potencias imperiales europeas. A cuenta del ingeniero Lesseps (uno de los fundadores de la Alliance) no sólo hay que poner esa iniciativa “cultural”, también la construcción del canal de Panamá y del canal de Suez (el uno indispensable conexión oceánica para las nuevas configuraciones del mercado mundial y el otro pieza fundamental de la política imperial francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot, la construcción argentina de la zanja de Alsina, foso fronterizo con el mundo indio. Esta brevísima descripción de los organismos europeos creados para la difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar que fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación entre el valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de expansión y aclimatación de la economía mundial en el período. La lengua queda así principalmente comprometida en su rasgo instrumental, como dispositivo técnico de penetración económica por una parte, y a la vez como fórmula de colonización y propagación cultural. No muy distinto es el caso del Instituto Cervantes. Adaptado a las exigencias de la integración española a Europa en el auge de la globalización, se propuso sin embargo y desde el comienzo como apéndice de una articulación mayor y específica con la vieja institución reguladora de la lengua, la Real Academia, y sus sedes y correspondientes americanas. El Cervantes se define así en un doble escenario funcional: instrumento de promoción de la enseñanza del español y de divulgación cultural en países y regiones no hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras y normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble función la distingue del resto de los organismos europeos equivalentes. La Academia Francesa o la italiana (Accademia della Crusca) no buscan imponer significativamente formas normativas a través de la Alliance o la Dante; y en el contexto anglófono, como se sabe, no hay institución que rija las mutaciones y variedades de la lengua inglesa. En esos años, los ’90, el Cervantes se asume como correlato y “avanzada” del intenso crecimiento de los negocios españoles en Sudamérica (privatización de las comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década anterior, las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse como un campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como cifra hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los bruscos procesos de concentración del sector. Desde entonces, el Instituto Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la construcción de la “marca” España. La palabra “marca”, con la que el Instituto Cervantes y sus organismos satélites tienden a identificarse, y referida para nombrar los desplazamientos de mercado, las astucias y fetichismos de la publicidad, constituye una huella histórica evidente del papel que viene asignándose a la lengua».(1)
El descubrimiento de América, que en principio favoreció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron hacia Holanda primero y luego hacia Inglaterra, dominador de Europa por largo tiempo. Las viejas clases dominantes españolas intentaron conservar sus viejas pretensiones, pero sin los recursos anteriores. En 1820 se separaron las colonias latinoamericanas y en 1898 se perdió Cuba. Las posteriores aventuras en Marruecos arruinaron el país y generaron el descontento en las regiones. El siglo XX fue totalmente convulso. En los primeros años se sucedieron los gobiernos hasta la dictadura de Primo de Rivera, luego el breve paréntesis de la República (cuatro años hasta la Guerra Civil) y al final cuarenta años de dictadura.
«Europa no es un continente, es una idea. El continente real es Eurasia. Las fronteras europeas, más allá de los países poderosos, centrales, se han diseñado según los acontecimientos. Tal es así que en Centro Europa ha habido personas, durante la primera mitad del siglo pasado, que han tenido hasta tres nacionalidades».(2)
Por esa razón durante la dictadura se decía en el exterior que Europa terminaba en los Pirineos y los españoles eran norteafricanos.
A finales de siglo XX, en los años 80, España entró en la Comunidad Europea. Aunque esa entrada fuera de rodillas, aceptando todas las condiciones impuestas (otras naciones no las aceptaron y se negaron a entrar o impusieron límites). Para la mayoría de los españoles fue una entrada triunfal, porque el «gobierno progresista» trajo consigo el «Estado de Bienestar», la tan manida «modernización»: cambio del blanco y negro típico del país por el color, gasto sin límite, coches al alcance de todos, viajes al extranjero, las Olimpíadas, el AVE Madrid-Sevilla, las carreteras y autovías y como guinda del pastel la entrada en la OTAN. Dentro de ese panorama, el ciudadano medio español comenzó, por primera vez, a sentirse europeo de verdad después de siglos de ser tratado desde los países centrales como inferior. Pudo entonces, desde el jardín privilegiado ubicado en las alturas, observar la jungla de la que escapara con un sentimiento de superioridad y seguridad, ya formaba parte, el eurocentrismo era algo propio. España pasaba a ser parte del centro del mundo y América Latina un suburbio al que se había ido a llevar civilización en el pasado y que en el presente sólo servía (y sirve) si se obtenían (obtienen) réditos económicos, y los que ponían (ponen) impedimentos eran (son) consideradas dictaduras. Por si fuera poco, el país asume también su superioridad militar al entrar a formar parte de la OTAN.
«La liberalización de la economía se llevó a cabo entre 1982 y 1995. Las medidas clave incluían la liberalización de los mercados, la privatización de empresas públicas y bancos, la libre convertibilidad y la flexibilización del mercado laboral (…) A la estrategia de liberalización la acompañó (siendo causa y consecuencia) la entrada en la Comunidad europea. La integración implicaba fundamentalmente especialización, desde el momento que España sólo era capaz de competir con éxito en un número limitado de áreas. Esa inserción, por lo tanto, tuvo por resultado la expansión de los servicios, especialmente el turismo, y un declive relativo de la industria. Inserción e integración implicaron básicamente dos procesos asimétricos interrelacionados: una transferencia desproporcionada de fondos de la Comunidad Europea a España (en relación con los pagos) y una balanza comercial muy desfavorable para el país. La entrada creciente de España en el mercado internacional condujo también a flujos desproporcionados de préstamos, inversiones y beneficios: más préstamos e inversiones hacia España que viceversa; como consecuencia hubo una mayor salida de beneficios e intereses devengados a inversores extranjeros que afluencias derivadas de los inversores extranjeros en España».(3)
Resumiendo: el «Estado de Bienestar» fue la consecuencia de un proceso de privatización de las empresas públicas, que nunca se detuvo (hoy le toca a la Sanidad), y de venta de las empresas del país a las multinacionales. Por esa razón la transferencia de dinero hacia España no iba a durar para siempre. En el 2008 todo se derrumba y comienza el declive hacia una sociedad en crisis: una deuda externa del 116 al 120% del PIB (siendo optimistas), los salarios más bajos entre los países centrales de Europa, el mayor desempleo, un gasto mínimo en educación, propio del subdesarrollo (agravado por la diferencia en calidad cada vez mayor entre la enseñanza pública y privada), unas universidades que no entran entre las mejores 170 del mundo, una Sanidad que era ejemplar y hoy está en decadencia y, como sociedad dedicada al turismo de baja calidad como fuente principal de ingresos, índices crecientes de prostitución, consumo de drogas y alcohol y graves problemas de convivencia. La juventud, en la encrucijada, es la principal víctima de la situación: desempleo cercano al 50%, salarios mínimos para la mayoría de quienes trabajan, violencia inter-juvenil creciente, problemas mentales y suicidio en aumento. No olvidemos, al «juzgarla», que quienes tienen entre 20 y 30 años fueron criados en la mentalidad «que no les falte nada, que tengan todo lo que yo no pude tener». Al final, han terminado viviendo en peores condiciones económicas que sus padres. Y conste que me estoy refiriendo a las clases populares y medias bajas, porque las clases acomodadas envían a sus hijos a estudiar al extranjero o a colegios privados de alto nivel, lugares donde los preparan para la política o las grandes empresas. Se da entonces la paradoja de que son los privilegiados los que tienen conciencia de clase y de país, los demás viven, en su mayoría, en una «libertad» ilusoria: «En estos tiempos de auto explotación, el sujeto “libre”, cuando es despedido o baja su rendimiento, dirige la agresión hacia sí mismo, no puede identificar el lugar que ocupa él/su país/su región. En el ecosistema del capital a nivel mundial, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo. No es casual entonces que los liberales del siglo XXI reaccionen violentamente cuando su amo, el capital, debe ceder ante el Estado o ante los gastos que se destinan hacia los enemigos del capital (aquellos no productivos, los excluidos, marginales, los condenados de la tierra). Es en ese momento cuando ellos explotan, gritan, patalean. Cuando claman por una libertad, que no debemos confundirnos, es una libertad de corral».(4)
¿Qué pasó mientras tanto con la cultura? «La cultura en España se ha transformado sumiendo al país en el posmodernismo: ideología de género, ecologismo, lobby gay, hostilidad contra la Iglesia y en todo aquello que sea incidir en un estilo de vida alternativo al tradicional. Los radicalismos políticos casi se han extinguido totalmente siendo sustituidos por expresiones de la revolución cultural. Al mismo tiempo, la sociedad española está anestesiada por anti-valores que desmovilizan a la gente: la telebasura, los deportes, el hedonismo, el consumismo».(5) Aclaro que es la opinión de un historiador estadounidense liberal.
Actualmente España ha asumido, como socia menor de EEUU y dentro del proceso de norteamericanización de la cultura europea, un rol neocolonial en la economía y en la cultura. Los “booms” literarios latinoamericanos han pasado a mejor vida y la metrópolis, en lugar de importar, intenta hacer tragar al subcontinente sus subproductos culturales. Esa nueva colonización no mejora la cultura, la complica: “También en Europa el Estado-Nación está en crisis. Al firmar el tratado de Maastricht los países se replantearon su identidad frente a un proceso de homogeneización cultural que parece acelerarse con los nuevos medios. La integración implica, como se dijo, cierta renuncia a la soberanía. También afecta a la misma la mundialización de la economía y al avance de una civilización tecno-industrial que no se cimenta ya en principios filosóficos ni éticos y se desentiende de todo problema que no tenga que ver de modo directo con los beneficios empresariales”.(6)
Los acontecimientos históricos han dividido América en dos partes diametralmente opuestas. A la del norte llegaron en 1620 los primeros colonos ingleses a bordo del Mayflower. Un siglo después, a sus granjas de comercio floreciente de la zona se han agregado las grandes plantaciones del Sur, explotadas utilizando mano de obra esclava. En 1693 Francia cedió el Canadá y el territorio al Oeste del Mississipi a Inglaterra, cuyo intento de hacer participar a los habitantes de su colonia norteamericana de las cargas tributarias termina con la declaración de independencia de ésta en julio de 1776 y la guerra posterior, culminada en la paz de Versalles. Los 13 primeros estados independientes resultantes del conflicto se unieron a través de la Constitución del 87, todavía vigente, creando el Estado Federal (Unión). A partir de esa fecha arranca la política expansiva con la adquisición de Louisiana a Napoleón y Florida a España. El lema de esa expansión, «América para los americanos», no impide que en 1846 se inicie una guerra de dos años con México (los mexicanos, como bien se sabe, viven en el norte, pero son sub-americanos), mediante la cual la Unión se anexionará los territorios de Texas, Nuevo México y California, alcanzando de esa forma el Pacífico. Luego de la inevitable Guerra Civil (1861-65) entre el Norte pujante, lanzado al capitalismo, y el Sur latifundista, comienza la colonización del salvaje oeste. En 1869 el ferrocarril alcanza el Pacífico y se crea una gran industria moderna. Mc Kinley y Roosevelt, a principios del siglo veinte, comienzan la época del imperialismo. A partir de la Primera Guerra Mundial los EEUU se elevan a primera potencia industrial y económica.
América Latina, por el contrario, no ha podido convertirse en los Estados Unidos del Sur, quedando dividida en países creados, en su mayoría, por los intereses imperiales. De esa fragmentación histórica surgen sus males, aunque algunos «intelectuales», periodistas en grupos mediáticos dudosos y la imaginería popular barrunten otras razones. “En nuestra cultura auténtica, la cultura del pueblo, ¿cuál es la explicación del desempeño mediocre?: clima y mestizaje. Otra respuesta es la colonización ibérica como algo inferior, miserable. También la idea de la culpa del catolicismo, una religión loca en la que se peca, se confiesa y se comulga, para volver a pecar, confesar y comulgar. También es muy frecuente y generalizada la idea de que la pobreza y el desempeño mediocre de América Latina con respecto a Norteamérica se debe a que ellos eran muy ricos y nosotros muy pobres; sin embargo es todo lo contrario, ellos eran miserables, se vendían para trabajar por cinco años a cambio de un pedazo de tierra. América Latina multiplicó la riqueza del mundo. Tan sólo Brasil multiplicó por tres veces y media la cantidad de oro; México diez veces la de plata, y además otros géneros alimenticios. No hay comparación entre el aporte de América Latina a la economía mundial y el de Norteamérica. No es cierto que ellos hayan sido los ricos y nosotros los pobres. No es verdad, tampoco, que nosotros hemos sido atrasados y ellos avanzados. Norteamérica nunca tuvo nada como la ciudad de México, como Lima, Bahía, Río, Recife. Sin embargo, con sus iglesitas de madera se organizaron de forma tal que ellos, que eran los pobres, se quedaron ricos y nosotros, que éramos los ricos, nos quedamos pobres. La explicación de eso no está dada en la cultura popular, todo se ve como fracasos nuestros, a los que agrego otros. En Brasil es muy clara la idea de que es un país joven, que un día de estos alcanzará la mayoría de edad. Y sin embargo, Brasil es 104 años más viejo que Norteamérica. Entonces no es por joven que no ha cuajado, es por otras razones. (…) El gran mal fue que desde el primer día fuimos estructurados y seguimos estando estructurados como proletariados externos. Proletariado externo es Cartago con respecto a Roma. Cartago, con toda su esclavitud y poderío, no existía para Cartago, existía para Roma. Nosotros nunca hemos existido para nosotros, siempre existimos para el otro, para producir para el otro. Brasil tiene una agricultura poderosa que es capaz de sustituir la gasolina con alcohol de caña, que es capaz de ser el segundo productor mundial de soja y simultáneamente disminuir la producción de alimentos. Porque la agricultura es socialmente irresponsable; no existe para dar de comer al pueblo, existe para dar ganancia, existe en la economía de mercado».(7) «Desde sus orígenes, la literatura de la América hispana fue política. Es decir: estuvo comprometida con la circunstancia específica de cada nacionalidad y con las alternativas de una historia que pronto habría de demostrar que la liberación de la tiranía de España no significaba la libertad. Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada, y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo) habrían de demostrar muy pronto que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un largo siglo de anarquía, guerras civiles y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales que trataron de aprovechar al descalabro del imperio español (Inglaterra y Francia en la cuenca del Plata, la últimas en México) y la emergencia del poder imperial de Estados Unidos (que se hizo sentir sobre todo en el expolio de México y en la intervención en la cuenca del Caribe), confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX».(8)
¿Puede desarrollarse en esas circunstancias tan negativas una cultura propia? Por raro que parezca, los grupos humanos han dado al mundo sus mejores obras en sus peores momentos históricos, quizá porque “la cultura no es una válvula de escape sino una tabla de salvación”.(9) Esta positiva constatación no debe hacernos minimizar el grave problema al que nos enfrentamos: en la sociedad del dinero el resultado final del trabajo cultural es un objeto de consumo, una mercancía que tiene un precio, se vende y se compra como cualquier otro producto, y los países económicamente poderosos cuentan con los principales centros de edición, promoción, distribución y venta de esas “mercancías”. De ese modo pueden imponer con facilidad sus nociones de cultura sobre los demás.
¿Cómo se ha desarrollado este proceso en América Latina? “El esfuerzo de la independencia ha sido tan tenaz que consiguió desarrollar, en un continente donde la marca cultural más profunda y perdurable lo religa estrechamente a España y Portugal, una literatura cuya autonomía respecto a las peninsulares es flagrante, más que por tratarse de una invención histórica sin fuentes conocidas, por haberse emparentado con varias literaturas extranjeras occidentales (…) En la originalidad de la literatura latinoamericana está presente, a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista, el cual enmascara otra más vigorosa y persistente fuente nutricia: la peculiaridad cultural desarrollada en lo interior, la cual no ha sido obra única de sus élites literarias sino el esfuerzo ingente de vastas sociedades construyendo sus lenguajes simbólicos”.(9)
Borges, dentro de este contexto se preguntaba: ¿cómo llegar a ser universal en un suburbio del mundo?, ¿cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser del lugar?, ¿hay que ser del lugar o resignarse a ser un europeo exiliado? “La tesis central de Borges es que las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las grandes tradiciones. Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esta sería la gran tradición argentina (y latinoamericana)”.(10)
Durante el período colonial no se escribieron novelas en el subcontinente. La administración española no quería que se propagara un género que estimulaba la imaginación y la crítica, al presentar imágenes no oficiales de la realidad colonial. Establecidas las repúblicas, la primera corriente literaria que irrumpe es el Romanticismo (por el camino de la poesía de habla inglesa), pero lo hace cuando ya había agotado su vitalidad en Europa y EEUU, sustituida por el realismo, el simbolismo, el naturalismo, el decadentismo. Los románticos buscaron trascender, pero su esfuerzo no prosperó debido a la incomunicación entre los países americanos. Será el Modernismo el que sacará por primera vez de las fronteras nacionales a la literatura latinoamericana. «Las consecuencias de la saturación de cultura transnacional que tenía su centro en Nueva York y reflejaba el laboratorio cosmopolita que era París, se hicieron sentir durante décadas en la cultura hispanoamericana. Gracias a ese nuevo contexto internacional, los modernistas pudieron abandonar la pesada y provinciana retórica española del siglo XIX y comenzar a escribir de una forma más flexible y elegante».(11)
Es en el siglo XX cuando la literatura latinoamericana obtiene el reconocimiento internacional. La novela se abre paso lentamente hasta el llamado «boom» de la década de los sesenta. «Fue el descubrimiento de una nueva dimensión narrativa en una obra que no atiende a las dimensiones conocidas de la novela europea y que busca, en el mito y en la leyenda, sus verdaderas raíces» (…) La poesía, por su parte, estaba en manos de una élite que cuando pudo viajar a Europa comenzó el proceso de asimilación y metamorfosis en la fuente. Por su condición de extranjeros provenientes de culturas que el eurocentrismo del siglo XIX había reducido a la marginalidad, estos escritores encararon el fenómeno de las vanguardias con una originalidad en que no faltaban el enfoque paródico o la lectura carnavalesca».(12)
Como se ha dicho y repetido, el colonialismo actual en la región no es sólo económico (las grandes compañías internacionales son más poderosas que los gobiernos democráticos), sino también cultural. ¿Pero hasta dónde es posible separar lo cultural de lo económico en la sociedad del dinero? Los ministerios de cultura occidentales, cuando emiten algún comunicado o hacen alguna declaración, utilizan siempre la denominación industria cultural. Como ya se dijo, los productos de cualquier industria son mercancías, por lo que también lo son los productos culturales. Es por esa razón que España domina el funcionamiento del idioma común a través de la Real Academia de la Lengua, que dicta las normas de su uso, y el Instituto Cervantes que la proyecta como bien estratégico. Las principales editoriales que publican libros en el idioma común son españolas, lo que les permite elegir a los autores que serán publicados y, muy importante, difundidos. Es necesario volver a reiterar que cuando un escritor español es publicado su libro no tiene fronteras, pero cuando una sucursal de esa misma editorial publica a un latinoamericano, éste tiene las de su propio país, de las que no sale a menos que sea muy rentable. Por un lado, no es difundido más que en su país o en un país vecino por las editoriales españolas y las editoriales locales, de escasos recursos, no lo pueden difundir en toda el área americana. Porque el objetivo de las grandes editoriales no es promover y promocionar productos que ayuden a crecer al lector en el plano cultural, al contrario, lo suyo es publicar libros que abunden en un discurso adecuado a la venta y difusión de sus libros y para eso la cultura de masas, el posmodernismo y, sobre todo, la posverdad, son perfectos. Con esas herramientas se ataca el racionalismo poniendo en duda las referencias históricas y literarias, se deja de lado cualquier profundización en lo social y en lo económico, que queda en manos de técnicos, los hechos pierden validez porque son opinables y la utopía es sustituida por la distopía. La consecuencia es un lector sumido en un individualismo acrítico basado en el gusto personal y limitado siempre por las reseñas elogiosas de los grandes medios (la crítica literaria profunda ha desaparecido) cuando difunden y publicitan a algún acólito que vende mucho. La política de negocios de la sociedad de consumo pertenece al mundo globalizado, es colectiva (hay que llegar a las masas), de ahí su enorme fuerza disuasoria. Una realidad invertida: las masas sociales sumidas en el individualismo y la élite económica cultural en tareas colectivas.
La cultura euronorteamericana se vuelve, en esas condiciones, unidireccional y unilineal. Los latinoamericanos quedan en la disyuntiva de ser “europeos exiliados” o de defender lo propio. No deberíamos olvidar que “en sociedades sin estabilidad, sin unidad, no puede crearse un arte estable, un arte definitivo. Es de la inquietud de los espíritus de esta organización social inacabada de donde nace una explicable necesidad individual”.(13) Y recordar que “toda cultura, en definitiva, sirve al grupo que la crea, por estar hecha a su medida. Renunciar a esta cultura propia es renunciar también a la resistencia cultural contra la opresión, y andar desnudos o con un traje prestado que nos ridiculiza y nos impide ocupar un lugar digno en el concierto mundial”.(14)
Que los latinoamericanos se adapten a ser una corriente accesoria y secundaria de la cultura euronorteamericana, tentación siempre presente en sus creadores, es el camino más transitado y fácil. «Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del Estado que a pensar y definir el proyecto latinoamericano».(15) Esta frase, acuñada en 1995, tiene hoy plena vigencia. Muchos son los autores que reciben premios, difusión en los grandes medios y publicaciones repentinas, por atacar ─siempre con los argumentos de los sectores ultraneoliberales─ a los países latinoamericanos que se han atrevido a desafiar las políticas económicas y sociales euronorteamericanas.
El otro camino, el que debe tener en cuenta que “toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot”(16) lleva a los creadores, necesariamente, a plantearse el desafío y a dar la lucha también en el terreno cultural.
«Español (que antes se llamó castellano) y portugués (que es la otra cara del gallego) fueron, como sabemos bien, dialectos que hace cosa de un milenio (es un decir) se desgajaron del latín. Y a su vez el latín se desgajó de una lengua previa, llamada a posteriori “indoeuropea”, de la que provienen la mayoría de los idiomas hablados hoy en Europa, con excepciones como el vasco (que probablemente ya se hablaba cuando llegó el “indoeuropeo”), el finés y el húngaro, cuyo antepasado fue llevado por las invasiones mongólicas: no en vano “Atila” es nombre simpático en húngaro. Del “indoeuropeo” provienen también lenguas asiáticas como el sánscrito y el persa. (…) ¿Qué fueron el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el germano, el sajón sino formas que, en épocas más recientes, asumió el “indoeuropeo”? Y el español o el portugués (como el gallego, el catalán, el francés, el italiano o el rumano), ¿qué son sino formas que asumió el latín? Por lo que, cuando en nuestra América nos valemos del español o el portugués, que durante la mitad de sus vidas hemos reelaborado también nosotros, no hay manera de que nos sintamos utilizando una lengua extraña. En ambas orillas del Atlántico tenemos el mismo derecho a decir que somos dueños de idiomas». (…) «Las lenguas en forma alguna están maridadas con etnias fijas. No sólo hay incontables ejemplos individuales de esto (el primer gran escritor ruso fue el mulato Pushkin, y ningún poeta actual escribe un inglés más puro e intenso que el del mulato Derek Walcott, mientras la poesía en español no tuvo acentos más hondos que los que le dieron los cholos Rubén Darío y César Vallejo), sino sobre todo incontables ejemplos colectivos: véase el caso del español, que en Europa, América, Asia y África es hablado por las comunidades más diversas. Por ello, el criterio según el cual la lengua “indoeuropea” habría sido hablada sólo por una supuesta raza “indoeuropea” (criterio que sirvió de base a las teorías racistas) carece de toda base científica. Por el contrario, como tantas otras realidades culturales, los idiomas se desentienden de esas estrecheces y ratifican la esencial unidad del ser humano».(17)
El filólogo comienza señalando que el español se llamó antes castellano. Parece un apunte sin importancia, pero según desde dónde lo analicemos, la va adquiriendo. Llamar a un idioma con el nombre de una región es quitarle su universalidad, centralizarlo. Imaginemos que el inglés comienza a llamarse «la lengua del condado de York» y el francés, el portugués, el italiano, pasan por un proceso similar. Nos parecería raro, incluso gracioso, sobre todo en el caso del inglés, la lengua más utilizada en Occidente. El español es la segunda y, sin embargo, en el lugar de origen siguen llamándola castellano.
La causa podría encontrarse en dos aspectos del tema. En primer lugar es una forma de decirle a los americanos (quienes más la utilizan) la lengua es y siempre fue nuestra, nació en esa región que fue el centro del imperio y hoy lo es de España, y de paso señalarle a las otras regiones que Castilla sigue siendo el centro del país. Porque España arrastra un problema que se agravó en 1898 con la pérdida de las últimas colonias y luego se enquistó por la pobreza de recursos: las tendencias centrífugas de sus provincias históricas. En Cataluña que, «con sus judíos, cartógrafos, burgueses, humanistas y artesanos, era la provincia capitalista por excelencia en la tradición española, el núcleo social dinámico de la Península»(18), cerca de un 40% de sus habitantes en la actualidad no se sienten españoles, por lo que llamar castellano al español es quitarle su internacionalidad, hacerlo regional.
Esa actitud de superioridad española sería entendible si nos estuviéramos refiriendo a un centro enorme con pequeños satélites. ¿Avalan los números a España para llamar al idioma como le da la gana y además imponer las normas de uso? Para nada. Hablan el español 600 millones de personas en el mundo y la población española ronda los 45 millones. Sólo en USA la cifra de hispanohablantes (que lo llaman spanish) es de 60 millones y hay unos 20 millones de jóvenes aprendiéndolo. Y por otra parte, España no es un país decisorio en Europa y tiene poco peso a nivel internacional. No es Alemania, ni Francia, ni los Estados Unidos. Hace poco, una cantante causó la hilaridad de la audiencia en un concierto en un país anglosajón cuando dijo desde el escenario que ella hablaba en castillian. Creían que estaba bromeando.
«La descolonización que siguió al segundo período de la guerra mundial (guerra entre imperios), llevó a la gran mayoría de las colonias tradicionales de ayer a ser no países liberados sino neocolonias, explotadas gracias a mecanismos como el intercambio desigual y la deuda externa».(19)
Los latinoamericanos deberían llamar a su lengua, de la que son propietarios mayoritarios, hispanoamericano, o iberoamericano por la gran influencia del portugués. Y no estoy promoviendo un enfrentamiento con España, sino una clarificación. Que los españoles la llamen como quieran dentro de sus fronteras.
«Nacidas de una violenta y drástica imposición colonizadora que ─ciega─ desoyó las voces de quienes reconocían la valiosa «otredad» que descubrían en América; nacidas de las espléndidas lenguas y suntuosas literaturas de España y Portugal, las letras latinoamericanas nunca se resignaron a sus orígenes y nunca se reconciliaron con su pasado ibérico (…) Casi desde sus orígenes procuraron reinstalarse en otros linajes culturales, sorteando el «acueducto» español, que en la Colonia estuvo representado por Italia o el clasicismo y, desde la independencia por Inglaterra y Francia, sin percibirlas como las nuevas metrópolis colonizadoras que eran, antes de recalar en el auge de las letras norteamericanas. Siempre, más aún que la búsqueda de enriquecimiento complementario las movió el deseo de independizarse de las fuentes primeras, al punto de poder decirse que, hasta nuestros días, esa fue la consigna principal: independizarse».(20) Afán de independencia que no ha acabado y que también es necesaria en lo relativo al idioma común, porque dejando de lado que ha sido impuesto en el pasado, su uso actual no es igual a ambos lados del Atlántico. Y no sólo porque miles de cosas tienen nombres diferentes, sino porque la influencia del italiano, el inglés y el francés ha dado lugar a formas de expresarse, giros y maneras de decir exclusivas de América. No debemos olvidar que en los primeros años del siglo XX Buenos Aires era una de las ciudades con más población italiana (3 millones) y que en Montevideo hasta hace poco se resolvían las elecciones de Galicia. El lunfardo, un argot orillero construido desde el idioma italiano, de gran influencia en el tango, es una consecuencia de lo anterior, como el hecho de llamar gallegos a todos los españoles. Pero más allá de las anécdotas que podríamos seguir amontonando, en España se hace, a nivel popular, un uso directo del idioma (al pan, pan, y al vino, vino), mientras en América el litote, la ironía, el sarcasmo, el doble sentido, el humor ácido o negro, tropos que encontramos en la literatura anglosajona (en la novela negra, por ejemplo) son de uso corriente en todos los ambientes. La literatura latinoamericana tiene como una de sus características «la interpretación del lenguaje como refracción arbitraria de la realidad y el ejercicio de la libertad lingüística por medio de la experimentación formal (neologismos, yuxtaposición del lenguaje coloquial y el culto, anacronismos, juegos de palabras, sintaxis barroca)».(21)
Es lógico pensar que en un subcontinente donde las intervenciones extranjeras, los golpes de estado, las revoluciones, las guerras civiles, las dictaduras, han sido hechos corrientes, el idioma haya sido usado muchas veces en forma pragmática y en otras ocultando, desviando o manipulando la realidad.
Está claro que el español usado en España (que no lo inventó, viene del Indoeuropeo) es muy diferente al latinoamericano. Deberían ambos convivir e influenciarse de forma «democrática» (como repiten tantos como consigna vacía), pero todavía estamos lejos de llegar a ese punto. La Real Academia marca las normas desde su 8% y el otro 92% debe acatarlas. Y no se queda ahí. Como hemos visto, el idioma también es un negocio. La palabra se vende.
Llegados a este punto sería muy importante la creación de una Academia Americana de la Lengua. No para enfrentarse a la Real Academia ni para trabajar juntas, imposible a estas alturas, sino para funcionar como centro del idioma americano (hispanoamericano o iberoamericano). Esta Academia, sin fines de lucro, no debería fijar normas ni funcionamientos idiomáticos, sólo encargarse de la divulgación: dar a conocer, a los jóvenes sobre todo, las creaciones de sus tierras (de cada país y de los demás países americanos), clásicas y actuales. Y como se trata de un continente mestizo, habría que dar importancia fundamental a las expresiones culturales e idiomas de los pueblos autóctonos. Es parte de la tarea que tenemos por delante.
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Bibliografía
1) Irene Agoff / Susana Aguad / Jorge Alemán / Fernando Alfón / Esteban Bér/ Germán Alvarez / María Teresa Andruetto / Julián Axat / Cristina Banegas / Silvia Battle / Diana Bellessi / Gabriel Bellomo / Carlos Bernatek / Emilio Bernini / Martín Baigorria (Por una soberanía idiomática).
2) Eric Hobsbawm.
3) James Petras (El informe Petras).
4) Facundo di Vincenzo (El posmoprogresismo del siglo XXI).
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8, 11, 12, 13, 14) Emir Rodríguez Monegal.
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17) Fernández Retamar.
18, 19)) Abelardo Ramos.
21) Donald Shaw.
A partir de 1945, con la emergencia de los países del Tercer mundo y la liquidación del colonialismo del siglo XIX, en la propia Europa comenzó a realizarse el proceso al eurocentrismo. Ese proceso ha llevado a nuevas concepciones políticas, sociales, económicas y, sobre todo, antropológicas. La sospecha de que la esterilización que se practicaba en los centros europeos pudiese ser otra manifestación de una ignorancia profunda de la ecología cultural, ha empezado a minar la arrogancia de las viejas metrópolis.
La posibilidad de una nueva concepción de la historia literaria se ha ido abriendo paso lentamente. Los teorizadores de la estética de la recepción han mostrado que un estudio del contexto cultural, en sus convenciones concretas fijadas por el horizonte de expectación del lector, resulta fundamental para la reconstrucción de un momento literario determinado. Ya en 1932, Borges había mostrado (en El arte narrativo y la magia, de Discusión) que era necesaria una estética de la narrativa que no dependiese de las mediocres categorías al uso. En 1939, un cuento titulado Pierre Menard, autor del Quijote, mostraba por el absurdo que bastaba cambiar la atribución de unas líneas de la novela de Cervantes e imaginarlas escritas por un simbolista francés, para que esas líneas significasen otra cosa. La operación de las lecturas era paródicamente desvelada en este texto pionero.
En otra frontera del mundo occidental, y por la misma época, el crítico ruso Mijail Bajtin publicó un estudio fundamental sobre Dostoievski (1929), en el que atacaba la teoría sobre el origen épico de la novela, y mostraba que la novela deriva de los géneros paródicos y carnavalescos, que instauran el dialoguismo (o sea: la pluralidad de voces dentro del texto) como principio fundamental de estructuración. Una inversión de la serie narrativa, que daba papel principal a los géneros considerados hasta entonces marginales, permitía mostrar que lejos de alcanzar su culminación con la novela burguesa del siglo XIX (teoría sustentada por Lukacs), la novela alcanzaba con el polifonismo de Dostoievski su momento más alto. Un segundo estudio (que el oficialismo stalinista no permitió publicar hasta 1963) amplió la teoría de Bajtin. Dedicado a François Rabelais, se mostraban allí las relaciones profundas entre el carnaval, con su inversión de valores, y el polifonismo narrativo.
Por la misma fecha que Bajtin realizaba ese giro copernicano en el estudio de la novela, un grupo de escritores brasileños que se habían congregado bajo la bandera del Modernismo (equivalente a la vanguardia hispánica), desarrolló una teoría de la antropofagia, o asimilación radical de las culturas metropolitanas. En un manifiesto de 1928, y en tres novelas (Memórias sentimentais de Joâo Miramar, 1923, de Oswald de Andrade; Macunaima, 1928, de Mario de Andrade; Serafim Ponte Grande, 1933, de Oswald) y en innúmeros de ensayos y poemas, se ilustró una teoría y práctica de deconstrucción del eurocentrismo que privilegiaba el carnaval (como inversión de los valores consagrados) y la parodia (como desacralización de los modelos). Aunque este movimiento sólo ha sido conocido en el mundo hispánico en la década de los 70, algunos de sus postulados ya habían sido anticipados tanto en la práctica como en la teoría de los mejores escritores hispanoamericanos.
La obra entera de Borges no puede entenderse sin la clave de la parodia. Lejos de ser el europeísta que sólo repite fórmulas ya consagradas en la metrópoli, Borges es el bárbaro que antropofagiza la cultura occidental. Sus lecturas de Dante o de Cervantes (El Aleph es una parodia grotesca de la Divina Comedia, como Pierre Menard lo es del Quijote) construyen homenajes irrisorios, a través de los cuales lo que se exalta es precisamente lo contrario de lo que la crítica académica lee en aquellos clásicos. Es su irreverencia, su monstruosidad, lo que los textos de Borges ponen a la vista. Siguiendo esta pista es posible leer toda la literatura latinoamericana desde una clave distinta. En vez de reprochar a Darío que tratara de cantar imposibles Versalles en medio de las sórdidas dictaduras centroamericanas, se puede reconocer bajo la clave carnavalesca toda la poesía de Prosas profanas como una entronización (y desentronización) kitsch de una cultura ya degradada en el origen.
Este proceso de carnavalización y parodia, de antropofagia activa, habrá de acentuarse en este siglo. En gran medida la obra de Huidobro, de Vallejo y Neruda, de Paz en sus mejores momentos, contiene la semilla de una desconstrucción de los grandes modelos líricos. En cuanto a Lezama Lima, su barroquismo delirante sólo puede ser leído a partir de una renuncia al sentido lógico, a la sintaxis regular, a la analogía perfecta. En él, la desconstrucción metafórica llega a su máximo poder expresivo.
El escritor argentino y su tradición / Jorge Luis Borges
Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.
Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y las soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.
Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esa opinión sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.
Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece un lugar común y que es una astucia. Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.
Sospecho que hay un grave error en esa afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poesía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.
Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.
Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mexicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.
Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehúye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.
El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esa preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando estos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las dos orillas; éstos rehúyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.
La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.
Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “… El sol en los tejados/ y en las ventanas brilla. Ruiseñores/ quieren decir que están enamorados”.
Aquí parece inevitable condenar: “el sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Banchs al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa; significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de las dificultades que tenemos para las confidencias, para la intimidad.
Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos o latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino al color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esa confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esa ausencia de camellos para comprobar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo; sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en el color local.
Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.
Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Güiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si lo comparamos con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Mississipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Güiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hace muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.
Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.
Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.
Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.
Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años en Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos muy graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos porqué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.
Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la derecha?; y luego la toco con la derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tocar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.
Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift, que al escribir Los Viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.
Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.
Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores.
Lo que salva a Robinson Crusoe del horror, lo que le permite escapar de la locura y reconstruir el sentido de lo que está viviendo, son los libros que rescata entre los restos del naufragio (mejor sería decir el libro). En el principio de la historia se insinúa la imagen de un Robinson asediado por la locura y el terror: luego de sobrevivir varias semanas en la isla, enfermo y con fiebre, tiene pesadillas que lo acosan. Entonces rememora su experiencia en Brasil: «recordé que los brasileños no toman otra cosa que el tabaco para la mayoría de las enfermedades», y va en busca de lo que ha rescatado del barco. Pero junto con la medicina que procura encuentra allí, de manera milagrosa, el verdadero remedio salvador: «Abrí el arcón y encontré el tabaco que buscaba. También estaban allí los pocos libros que había conseguido rescatar. Tomé una de las Biblias que he mencionado antes, que hasta ese momento no había leído por falta de tiempo o de ganas». Y entonces vemos a Robinson leer. Está solo en la isla, mal vestido, enfermo, y con un libro en la mano. «Me puse a leer la Biblia, pero estaba demasiado mareado para leer. Sin embargo al abrir el libro al azar las primeras palabras con las que me encontré fueron éstas: «Invócame en el día de la angustia y te libraré y tú me darás gloria». La lectura de la Biblia tiene, para Robinson, el sentido de una explicación de la experiencia: de manera deliberada, el sentido está colocado en el interior de esa lectura. Lo que lee le está personalmente dirigido, el contexto de su vida decide el sentido. Desde luego, esa lectura lo cura de la enfermedad. En ese aspecto, Robinson es la inversa que don Quijote, que se enferma al leer. Pero, al igual que don Quijote (y que Hamlet), por ser un lector es uno de los grandes héroes de la subjetividad moderna. De hecho, se trata de una conversión. Tendríamos que hablar de una conversión por la lectura. Sólo después de leer la Biblia, Robinson podrá sobrevivir y salvarse. Recién encontrará el sentido posible de su vida verdadera cuando lo lea en un libro. Robinson no lee para descifrar un sentido velado, lee para encontrar lo que se ha perdido, para descifrar la verdad oculta en su existencia. Robinson cree en cuanto empieza a leer, y la lectura se realiza en su vida. Hay cierto quijotismo en Robinson: lee para vivir. Varias veces recurre a la Biblia a lo largo de la novela para resolver sus problemas. Las circunstancias son siempre las mismas: de inmediato vincula lo que lee con su experiencia personal, vislumbra en lo que lee su destino. Ecos muy arcaicos de la lectura del oráculo se cifran en esta situación: «Una mañana en la que me sentía muy triste, abrí la Biblia y leí lo siguiente: No te dejaré ni te abandonaré. Enseguida pensé que esas palabras estaban dirigidas a mí. (…) Desde ese momento llegué a la conclusión de que era posible ser más feliz en estado de soledad de lo que hubiera sido probablemente si hubiera estado en cualquier otra situación». La Biblia es leída como respuesta a una pregunta personal. Mejor, el libro responde a una pregunta personal. El texto enigmático encuentra su sentido y su realización en lo real. No se trata, por otra parte, de una lectura lineal, sino de una lectura fragmentada, a libro abierto, que permite establecer una relación inesperada, mística, diría, entre la letra y el azar. La lectura casual, no intencionada y no lineal es una prueba de su verdad. El sujeto siempre encuentra lo que busca. (Todo el que narra una lectura da con el libro preciso en el momento justo). Robinson nunca lee relatos, sólo definiciones, sentencias explícitas que le están dirigidas. Siempre busca la palabra revelada. La fe es un suplemento del sentido, es decir, la fe asegura el sentido (y supone una doble lectura). Si el Bovarismo es verse en la lectura como otro del que se es, Robinson hace lo contrario: descubre quién es al leer la Biblia y se despoja de todas las falsas identificaciones que lo han llevado a la ruina. Piensa que su permanencia en la isla es la vida verdadera, una experiencia de individualización y de salvación que lo aleja de la perversión que ahora reconoce en su pasado. La Biblia lo salva de la locura y de la animalización porque le restituye el sentido a su propia experiencia. Ya no es un comerciante, ya no es un traficante, ni siquiera un náufrago: es un pecador que espera la salvación y confía en ella. La única alegoría es la de su propia vida: el extravío, el naufragio, la lectura, la fe, la soledad, la austeridad, la salvación. Desde luego, todo el protestantismo está ahí. Tal vez deberíamos decir el calvinismo: la lectura personal de la Biblia, sin la mediación del intérprete o el sacerdote, y la lectura igualitaria, la Biblia en lengua vulgar y al alcance de todos, gracias a la imprenta. (La primera traducción de la Biblia al inglés es de 1935 y la novela se publica en 1719). Las distintas Biblias que Robinson trae consigo desde Inglaterra son un ejemplo de la amplia circulación que ha implicado el impacto de la imprenta. «También encontré tres Biblias en buen estado que venían con mi cargamento de Inglaterra y que había incluido en mi equipaje. Un par de libros de oraciones que utilizaban los papistas. Asimismo, puse a salvo algunos libros escritos en portugués». La lectura de la Biblia le ordena el mundo, lo estabiliza. La experiencia se organiza y se expande a partir del acto de leer: «Había dividido mi tiempo de manera regular, según las distintas tareas de las que debía ocuparme, de acuerdo con el siguiente plan. Primero la lectura de las sagradas escrituras para las que reservaba cierto tiempo tres veces al día». La regla que se impone es clara: antes de actuar, hay que leer. El héroe del ascetismo protestante, que reproduce la economía capitalista en un aislamiento perfecto, es antes que nada un lector solitario. El lector solitario por excelencia, habría que decir. La soledad de Robinson se asimila con el aislamiento del lector. Se han perdido ya los vestigios de la lectura colectiva. La lectura se disfruta en la soledad: no importa si en el boudoir, en el escritorio o en la biblioteca. De hecho, hay una relación formal entre la lectura y la isla desierta. Robinson es el ejemplo perfecto de lector aislado. Lee solo y lo que lee le está personalmente dirigido. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento y la lectura es su metáfora. El lector ideal es el que está fuera de la sociedad. «¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?» es una de las preguntas claves de la sociedad de masas. Sin duda, se funda en Robinson Crusoe y supone que para salir de la multiplicidad o de la proliferación del mercado hay que estar en una isla desierta. La pregunta es precavida e incluye varias a la vez: «¿Qué libro leería si no puede hacer otra cosa?» Y también: «¿Qué libro cree usted que le sería de utilidad personal para sobrevivir en condiciones extremas?» Hay, por supuesto, una teoría de la lectura implícita en la pregunta. El sujeto que lee en soledad se aísla porque está inmerso en la sociedad, de lo contrario no precisaría hacerlo. Marx ha criticado la idea de grado cero de la sociedad en el mito del robinsonismo, porque incluso un sujeto aislado por completo lleva con él las formas sociales que lo han hecho posible. El aislamiento presupone la sociedad de la cual el individuo quiere huir. «El hombre es, en el sentido más literal, un zóom politikón, no sólo un animal social, sino un animal que sólo en la sociedad se puede aislar», escribe Marx en la Introducción a la crítica de la economía política, y agrega una idea que anticipa la noción del lenguaje privado de Wittgenstein: «La Producción de un individuo aislado fuera de la sociedad es tan absurda como el desarrollo de una lengua sin individuos que vivan juntos y hablen entre ellos». El individualismo es un efecto de la sociedad y no su condición. De hecho, podemos pensar que Robinson es el delirio propio de un inglés, la cristalización de la más extrema insularidad: un hombre aislado, rodeado por el mar y con toda la tierra para él, que lee la Biblia y se dispone a dominar su reino, su castillo, sus posesiones. Joyce lo ha dicho bien y antes que nadie. En una conferencia en Trieste, en 1912, habló de la novela de Defoe como «la profecía del imperio, el verdadero símbolo de la conquista británica», y de Robinson Crusoe como «el verdadero prototipo del colonizador británico». Por cierto, la verdad oculta de la colonización no es tan idílica. En el aire limpio de la isla, bajo el sol blanco de los trópicos, se esconde «el corazón de las tinieblas»: ahí está Kurtz, el personaje arrogante y despótico de Conrad. Ese otro náufrago de la civilización, la realización pura del colonialismo (y su secreto), es el doble delirante de Robinson. Le faltan la creencia y el libro sagrado porque él mismo se ha colocado en el lugar de Dios, atrapado por el demonio del comercio y la superstición. Ése es el horror del que escapó Robinson gracias a la Biblia (y al tabaco brasileño). Con Robinson estamos en plena historia de América. Brasil, el país donde ha estado viviendo tres años como plantador, está muy presente en la novela, y también la crítica inglesa al imperio español (y ya sabemos el papel que juega Gran Bretaña en la independencia de muchas de las provincias españolas en el siglo XIX). De hecho, el último barco que naufraga en la novela viene de Buenos Aires. Estamos en 1682, el virreinato del Río de la Plata todavía no se ha constituido, pero Defoe registra a Buenos Aires y al Río de la Plata como un puerto que contacta con La Habana, un dato muy preciso ya que se trata del tráfico de carne salada a los mercados de esclavos. Y lo que Robinson encuentra en ese barco encallado son licores y armas. Los americanos están, por su parte, encarnados en Viernes, el caribe, el caníbal. Viernes es el colonizado americano en estado puro. La colonización y la conquista suponen la dominación y la violencia. El terror de Viernes ante el fusil repite el terror de los aztecas frente a los cañones y a los caballos de Cortés, modelo de las nuevas relaciones sociales. Pero la conquista y la civilización también suponen la Biblia. Quiero decir, suponen el acto de leer como fundador del dominio territorial y espiritual. En la tradición española, el rey insiste en el acto de hacer leer en voz alta sus proclamas como fundador del dominio. Los derechos sobre la tierra y sobre las almas se estabilizan en esta acción. Los registros indígenas se refieren a «lienzos que hablan» y señalan que los conquistadores «hablaban en lienzos», aludiendo al tipo de papel, hecho de telas. En Rulfo hay todavía ecos de esa práctica legal y jurídica. En Nos han dado la tierra, los representantes del gobierno exhiben, ante los campesinos analfabetos, los documentos de posesión. Muchas escenas de lectura de esta índole recorren la historia de la conquista. En el proceso de domesticación de Viernes, Robinson se instala en esa tradición. «Cuando leía las Escrituras siempre le explicaba a Viernes, lo mejor que sabía, cuál era el significado de esas lecturas». Su dominación y metamorfosis se concentran en la lectura y explicación de la Biblia. «El salvaje era ahora un buen cristiano», dirá más tarde Robinson. Cómo recibe Viernes esas lecturas no lo sabemos más que por su docilidad. La idea de la lectura en voz alta referida a los analfabetos -o, más en general, la lectura en voz alta como una forma de sociabilidad- ejemplifica la imagen de las clases populares como sujetos neutros que deben ser educados, cuyas características básicas son la infantilización y la creencia extrema. La metáfora de la recepción popular como creencia supersticiosa e ingenua es clarísima en El evangelio según Marcos de Borges. Durante una inundación en unos campos de la provincia de Buenos Aires, aislado por el agua, un inglés lee la Biblia a los peones analfabetos de la estancia. Ellos creen al pie de la letra en la historia que escuchan y terminan por crucificarlo. En Borges, como en Defoe, el aislamiento aparece como condición de la lectura perfecta, pero a la vez da cuenta de una fantasía paranoica. La inversa de esas relaciones entre lectura y creencia está presente en Roberto Arlt, desde luego, y se condensa en la frase de Ergueta en Los siete locos (una de las más irónicas y memorables de la literatura argentina): «Rajá, turrito, rajá. ¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario». Un lector sería entonces el que encuentra el sentido en un libro y preserva un resto de la tradición en un espacio donde impera otra serie (el terror, la locura, el canibalismo) y otro modo de leer los signos (del que la huella de un pie en la arena sería un ejemplo). En un sentido, podemos pensar que sin la lectura el náufrago se animaliza. La lectura es una defensa más fuerte que la valla. En los objetos salvados del naufragio, precisos y útiles, se encarnan la sociedad y las relaciones sociales. La utilidad es la clave de la moral de Robinson: «En una palabra, la naturaleza y la experiencia me habían llevado a percatarme, después de reflexionar sobre ello, de que todas las cosas en este mundo carecen de valor, a menos que podamos utilizarlas de algún modo», escribe. En este sentido, la Biblia es un instrumento tan útil como el cuchillo, la pólvora y el tabaco. Es el vínculo con la sociedad (junto con las herramientas). Para Robinson, la posibilidad de lectura de la Biblia es una prueba de que la Providencia existe: ¿cómo habría rescatado, si no, los libros en el barco hundido? En la novela de Defoe, la Providencia está vinculada a lo que logra salvar, y la Biblia aparece para darle sentido a la suerte. Pero, al mismo tiempo, una fuerte determinación está en juego en el hallazgo: los objetos que rescata son la cristalización de las relaciones sociales y de la sociedad que ha perdido. Robinson está solo (una utopía) pero lleva consigo el estadio de la sociedad que ha dejado atrás; lo lleva en sus saberes, pero también en los objetos recuperados: además de las herramientas, la Biblia. «Nunca abría o cerraba la Biblia», recuerda, «sin dar gracias a Dios por haber hecho que mi amigo incluyese ese libro entre mis pertenencias mientras me encontraba en Inglaterra, aunque yo no se lo había pedido. También le daba gracias por haberme ayudado a salvar la Biblia del naufragio». Lo que vemos en la cita es, además, el acto de leer como resultado de una catástrofe, de un naufragio, de una pérdida de realidad. Ese acto se narra porque algo trágico ha sucedido y el libro que sobrevive ayuda a reconstruir el mundo que se ha desmoronado (una idea que ha tenido una circulación amplia en la ciencia ficción). Dos son, entonces, los grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros.
Ela era gorda, baixa, sardenta e de cabelos excessivamente crespos, meio arruivados. Tinha um busto enorme, enquanto nós todas ainda éramos achatadas. Como se não bastasse, enchia os dois bolsos da blusa, por cima do busto, com balas. Mas possuía o que qualquer criança devoradora de histórias gostaria de ter: um pai dono de livraria.
Pouco aproveitava. E nós menos ainda: até para aniversário, em vez de pelo menos um livrinho barato, ela nos entregava em mãos um cartão-postal da loja do pai. Ainda por cima era de paisagem do Recife mesmo, onde morávamos, com suas pontes mais do que vistas. Atrás escrevia com letra bordadíssima palavras como “data natalícia” e “saudade”.
Mas que talento tinha para a crueldade. Ela toda era pura vingança, chupando balas com barulho. Como essa menina devia nos odiar, nós que éramos imperdoavelmente bonitinhas, esguias, altinhas, de cabelos livres. Comigo exerceu com calma ferocidade o seu sadismo. Na minha ânsia de ler, eu nem notava as humilhações a que ela me submetia: continuava a implorar-lhe emprestados os livros que ela não lia.
Até que veio para ela o magno dia de começar a exercer sobre mim um tortura chinesa. Como casualmente, informou-me que possuía As reinações de Narizinho, de Monteiro Lobato.
Era um livro grosso, meu Deus, era um livro para se ficar vivendo com ele, comendo-o, dormindo-o. E, completamente acima de minhas posses. Disse-me que eu passasse pela sua casa no dia seguinte e que ela o emprestaria.
Até o dia seguinte eu me transformei na própria esperança de alegria: eu não vivia, nadava devagar num mar suave, as ondas me levavam e me traziam.
No dia seguinte fui à sua casa, literalmente correndo. Ela não morava num sobrado como eu, e sim numa casa. Não me mandou entrar. Olhando bem para meus olhos, disse-me que havia emprestado o livro a outra menina, e que eu voltasse no dia seguinte para buscá-lo. Boquiaberta, saí devagar, mas em breve a esperança de novo me tomava toda e eu recomeçava na rua a andar
pulando, que era o meu modo estranho de andar pelas ruas de Recife. Dessa vez nem caí: guiava-me a promessa do livro, o dia seguinte viria, os dias seguintes seriam mais tarde a minha vida inteira, o amor pelo mundo me esperava, andei pulando pelas ruas como sempre e não caí nenhuma vez.
Mas não ficou simplesmente nisso. O plano secreto da filha do dono da livraria era tranqüilo e diabólico. No dia seguinte lá estava eu à porta de sua casa, com um sorriso e o coração batendo.
Para ouvir a resposta calma: o livro ainda não estava em seu poder, que eu voltasse no dia seguinte.
Mal sabia eu como mais tarde, no decorrer da vida, o drama do “dia seguinte” com ela ia se repetir com meu coração batendo.
E assim continuou. Quanto tempo? Não sei. Ela sabia que era tempo indefinido, enquanto o fel não escorresse todo de seu corpo grosso. Eu já começara a adivinhar que ela me escolhera para eu sofrer, às vezes adivinho. Mas, adivinhando mesmo, às vezes aceito: como se quem quer me fazer sofrer esteja precisando danadamente que eu sofra.
Quanto tempo? Eu ia diariamente à sua casa, sem faltar um dia sequer. Às vezes ela dizia: pois o livro esteve comigo ontem de tarde, mas você só veio de manhã, de modo que o emprestei a outra menina. E eu, que não era dada a olheiras, sentia as olheiras se cavando sob os meus olhos espantados.
Até que um dia, quando eu estava à porta de sua casa, ouvindo humilde e silenciosa a sua recusa, apareceu sua mãe. Ela devia estar estranhando a aparição muda e diária daquela menina à porta de sua casa. Pediu explicações a nós duas. Houve uma confusão silenciosa, entrecortada de palavras pouco elucidativas. A senhora achava cada vez mais estranho o fato de não estar entendendo. Até que essa mãe boa entendeu. Voltou-se para a filha e com enorme surpresa exclamou: mas este livro nunca saiu daqui de casa e você nem quis ler!
E o pior para essa mulher não era a descoberta do que acontecia. Devia ser a descoberta horrorizada da filha que tinha. Ela nos espiava em silêncio: a potência de perversidade de sua filha desconhecida e a menina loura em pé à porta, exausta, ao vento das ruas de Recife. Foi então que, finalmente se refazendo, disse firme e calma para a filha: você vai emprestar o livro agora mesmo.
E para mim: “E você fica com o livro por quanto tempo quiser.” Entendem? Valia mais do que me dar o livro: “pelo tempo que eu quisesse” é tudo o que uma pessoa, grande ou pequena, pode ter a ousadia de querer.
Como contar o que se seguiu? Eu estava estonteada, e assim recebi o livro na mão. Acho que eu não disse nada. Peguei o livro. Não, não saí pulando como sempre. Saí andando bem devagar.
Sei que segurava o livro grosso com as duas mãos, comprimindo-o contra o peito. Quanto tempo levei até chegar em casa, também pouco importa. Meu peito estava quente, meu coração pensativo.
Chegando em casa, não comecei a ler. Fingia que não o tinha, só para depois ter o susto de o ter. Horas depois abri-o, li algumas linhas maravilhosas, fechei-o de novo, fui passear pela casa, adiei ainda mais indo comer pão com manteiga, fingi que não sabia onde guardara o livro, achava-o, abria-o por alguns instantes. Criava as mais falsas dificuldades para aquela coisa clandestina que era a felicidade. A felicidade sempre ia ser clandestina para mim. Parece que eu já pressentia. Como demorei! Eu vivia no ar… Havia orgulho e pudor em mim. Eu era uma rainha delicada.
Às vezes sentava-me na rede, balançando-me com o livro aberto no colo, sem tocá-lo, em êxtase puríssimo.
Não era mais uma menina com um livro: era uma mulher com o seu amante.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como «fecha natalicio» y «recuerdos».
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del «día siguiente» iba a repetirse, para mi corazón palpitante, otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: «Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña». Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: «¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!»
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: «el tiempo que quieras» es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla. Fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
A late encounter with the enemy / Flannery O’Connor
General Sash was a hundred and four years old. He lived with his granddaughter, Sally Poker Sash, who was sixty-two years old and who prayed every night on her knees that he would live until her graduation from college. The General didn’t give two slaps for her graduation but he never doubted he would live for it. Living had got to be such a habit with him that he couldn’t conceive of any other condition. A graduation exercise was not exactly his idea of a good time, even if, as she said, he would be expected to sit on the stage in his uniform. She said there would be a long procession of teachers and students in their robesbut that there wouldn’t be anything to equal him in his uniform. He knew this well enough without her telling him, and as for the damn procession, it could march to hell and back and not cause him a quiver. He liked parades with floats full of Miss Americas and Miss Daytona Beaches and Miss Queen Cotton Products. He didn’t have any use for processions and a procession full of schoolteachers was about as deadly as the River Styx to his way of thinking. However, he was willing to sit on the stage in his uniform so that they could see him. Sally Poker was not as sure as he was that he would live until her graduation. There had not been any perceptible change in him for the last five years, but she had the sense that she might be cheated out of her triumph because she so often was. She had been going to summer school every year for the past twenty because when she started teaching, there were no such things as degrees. In those times, she said, everything was normal but nothing had been normal since she was sixteen, and for the past twenty summers, when she should have been resting, she had had to take a trunk in the burning heat to the state teacher’s college; and though when she returned in the fall, she always taught in the exact way she had been taught not to teach, this was a mild revenge that didn’t satisfy her sense of justice. She wanted the General at her graduation because she wanted to show what she stood for, or, as she said, “what all was behind her,” and was not behind them This them was not anybody in particular. It was just all the upstarts who had turned the world on its head and unsettled the ways of decent living. She meant to stand on that platform in August with the General sitting in his wheel chair on the stage behind her and she meant to hold her head very high as if she were saying, “See him! See him! My kin, all you upstarts! Glorious upright old man standing for the old traditions! Dignity! Honor! Courage! See him!” One night in her sleep she screamed, “See him! See him!” and turned her head and found him sitting in his wheel chair behind her with a terrible expression on his face and with all his clothes off except the general’s hat and she had waked up and had not dared to go back to sleep again that night. For his part, the General would not have consented even to attend her graduation if she had not promised to see to it that he sit on the stage. He liked to sit on any stage. He considered that he was still a very handsome man. When he had been able to stand up, he had measured five feet four inches of pure game cock. He had white hair that reached to his shoulders behind and he would not wear teeth because he thought his profile was more striking without them. When he put on his full-dress general’s uniform, he knew well enough that there was nothing to match him anywhere. This was not the same uniform he had worn in the War between the States. He had not actually been a general in that war. He had probably been a foot soldier; he didn’t remember what he had been; in fact, he didn’t remember that war at all. It was like his feet, which hung down now shriveled at the very end of him, without feeling, covered with a blue-gray afghan that Sally Poker had crocheted when she was a little girl. He didn’t remember the Spanish-American War in which he had lost a son; he didn’t even remember the son. He didn’t have any use for history because he never expected to meet it again. To his mind, history was connected with processions and life with parades and he liked parades. People were always asking him if he remembered this or that—a dreary black procession of questions about the past. There was only one event in the past that had any significance for him and that he cared to talk about: that was twelve years ago when he had received the general’s uniform and had been in the premiere. “I was in that preemy they had in Atlanta,” he would tell visitors sitting on his front porch. “Surrounded by beautiful guls. It wasn’t a thing local about it. It was nothing local about it. Listen here. It was a nashnul event and they had me in it — up onto the stage. There was no bob-tails at it. Every person at it had paid ten dollars to get in and had to wear his tuxseeder. I was in this uniform. A beautiful gul presented me with it that afternoon in a hotel room.” “It was in a suite in the hotel and I was in it too, Papa,” Sally Poker would say, winking at the visitors. “You weren’t alone with any young lady in a hotel room.” “Was, I’d a known what to do,” the old General would say with a sharp look and the visitors would scream with laughter. “This was a Hollywood, California, gul,” he’d continue. “She was from Hollywood, California, and didn’t have any part in the pitcher. Out there they have so many beautiful guls that they don’t need that they call them a extra and they don’t use them for nothing but presenting people with things and having their pitchers taken. They took my pitcher with her. No, it was two of them. One on either side and me in the middle with my arms around each of them’s waist and their waist ain’t any bigger than a half a dollar.” Sally Poker would interrupt again. “It was Mr. Govisky that gave you the uniform, Papa, and he gave me the most exquisite corsage. Really, I wish you could have seen it. It was made with gladiola petals taken off and painted gold and put back together to look like a rose. It was exquisite. I wish you could have seen it, it was…” “It was as big as her head,” the General would snarl. “I was tellin it. They gimme this uniform and they gimme this soward and they say, ‘Now General, we don’t want you to start a war on us. All we want you to do is march right up on that stage when you’re innerduced tonight and answer a few questions. Think you can do that?’ ‘Think I can do it!’ I say. ‘Listen here. I was doing things before you were born,’ and they hollered.” “He was the hit of the show,” Sally Poker would say, but she didn’t much like to remember the premiere on account of what had happened to her feet at it. She had bought a new dress for the occasion—a long black crepe dinner dress with a rhinestone buckle and a bolero—and a pair of silver slippers to wear with it, because she was supposed to go up on the stage with him to keep him from falling. Everything was arranged for them. A real limousine came at ten minutes to eight and took them to the theater. It drew up under the marquee at exactly the right time, after the big stars and the director and the author and the governor and the mayor and some less important stars. The police kept traffic from jamming and there were ropes to keep the people off who couldn’t go. All the people who couldn’t go watched them step out of the limousine into the lights. Then they walked down the red and gold foyer and an usherette in a Confederate cap and little short skirt conducted them to their special seats. The audience was already there and a group of UDC members began to clap when they saw the General in his uniform and that started everybody to clap. A few more celebrities came after them and then the doors closed and the lights went down. A young man with blond wavy hair who said he represented the motionpicture industry came out and began to introduce everybody and each one who was introduced walked up on the stage and said how really happy he was to be here for this great event. The General and his granddaughter were introduced sixteenth on the program. He was introduced as General Tennessee Flintrock Sash of the Confederacy, though Sally Poker had told Mr. Govisky that his name was George Poker Sash and that he had only been a major. She helped him up from his seat but her heart was beating so fast she didn’t know whether she’d make it herself. The old man walked up the aisle slowly with his fierce white head high and his hat held over his heart. The orchestra began to play the Confederate Battle Hymn very softly and the UDC members rose as a group and did not sit down again until the General was on the stage. When he reached the center of the stage with Sally Poker just behind him guiding his elbow, the orchestra burst out in a loud rendition of the Battle Hymn and the old man, with real stage presence, gave a vigorous trembling salute and stood at attention until the last blast had died away. Two of the usherettes in Confederate caps and short skirts held a Confederate and a Union flag crossed behind them. The General stood in the exact center of the spotlight and it caught a weird moon-shaped slice of Sally Poker—the corsage, the rhinestone buckle and one hand clenched around a white glove and handkerchief. The young man with the blond wavy hair inserted himself into the circle of light and said he was really happy to have here tonight for this great event, one, he said, who had fought and bled in the battles they would soon see daringly reacted on the screen, and “Tell me, General,” he asked, “how old are you?” “Niiiiiinnttty-two!” the General screamed. The young man looked as if this were just about the most impressive thing that had been said all evening. “Ladies and gentlemen,” he said, “let’s give the General the biggest hand we’ve got!” and there was applause immediately and the young man indicated to Sally Poker with a motion of his thumb that she could take the old man back to his seat now so that the next person could be introduced; but the General had not finished. He stood immovable in the exact center of the spotlight, his neck thrust forward, his mouth slightly open, and his voracious gray eyes drinking in the glare and the applause. He elbowed his granddaughter roughly away. “How I keep so young,” he screeched, “I kiss all the pretty guls!.” This was met with a great din of spontaneous applause and it was at just that instant that Sally Poker looked down at her feet and discovered that in the excitement of getting ready she had forgotten to change her shoes: two brown Girl Scout oxfords protruded from the bottom of her dress. She gave the General a yank and almost ran with him off the stage. He was very angry that he had not got to say how glad he was to be here for this event and on the way back to his seat, he kept saying as loud as he could, “I’m glad to be here at this preemy with all these beautiful guls!” but there was another celebrity going up the other aisle and nobody paid any attention to him. He slept through the picture, muttering fiercely every now and then in his sleep. Since then, his life had not been very interesting. His feet were completely dead now, his knees worked like old hinges, his kidneys functioned when they would, but his heart persisted doggedly to beat. The past and the future were the same thing to him, one forgotten and the other not remembered; he had no more notion of dying than a cat. Every year on Confederate Memorial Day, he was bundled up and lent to the Capitol City Museum where he was displayed from one to four in a musty room full of old photographs, old uniforms, old artillery, and historic documents. All these were carefully preserved in glass cases so that children would not put their hands on them. He wore his general’s uniform from the premiere and sat, with a fixed scowl, inside a small roped area. There was nothing about him to indicate that he was alive except an occasional movement in his milky gray eyes, but once when a bold child touched his sword, his arm shot forward and slapped the hand off in an instant. In the spring when the old homes were opened for pilgrimages, he was invited to wear his uniform and sit in some conspicuous spot and lend atmosphere to the scene. Some of these times he only snarled at the visitors but sometimes he told about the premiere and the beautiful girls. If he had died before Sally Poker’s graduation, she thought she would have died herself. At the beginning of the summer term, even before she knew if she would pass, she told the Dean that her grandfather, General Tennessee Flintrock Sash of the Confederacy, would attend her graduation and that he was a hundred and four years old and that his mind was still clear as a bell. Distinguished visitors were always welcome and could sit on the stage and be introduced. She made arrangements with her nephew, John Wesley Poker Sash, a Boy Scout, to come wheel the General’s chair. She thought how sweet it would be to see the old man in his courageous gray and the young boy in his clean khaki—the old and the new, she thought appropriately—they would be behind her on the stage when she received her degree. Everything went almost exactly as she had planned. In the summer while she was away at school, the General stayed with other relatives and they brought him and John Wesley, the Boy Scout, down to the graduation. A reporter came to the hotel where they stayed and took the General’s picture with Sally Poker on one side of him and John Wesley on the other. The General, who had had his picture taken with beautiful girls, didn’t think much of this. He had forgotten precisely what kind of event this was he was going to attend but he remembered that he was to wear his uniform and carry the sword. On the morning of the graduation, Sally Poker had to line up in the academic procession with the B.S.’s in Elementary Education and she couldn’t see to getting him on the stage herself—but John Wesley, a fat blond boy of ten with an executive expression, guaranteed to take care of everything. She came in her academic gown to the hotel and dressed the old man in his uniform. He was as frail as a dried spider. “Aren’t you just thrilled, Papa?” she asked. “I’m just thrilled to death!”. “Put the soward acrost my lap, damm you,” the old man said, “where it’ll shine.” She put it there and then stood back looking at him. “You look just grand,” she said. “God damm it,” the old man said in a slow monotonous certain tone as if he were saying it to the beating of his heart. “God damm every goddam thing to hell.” “Now, now,” she said and left happily to join the procession. The graduates were lined up behind the Science building and she found her place just as the line started to move. She had not slept much the night before and when she had, she had dreamed of the exercises, murmuring, “See him, see him?” in her sleep but waking up every time just before she turned her head to look at him behind her. The graduates had to walk three blocks in the hot sun in their black wool robes and as she plodded stolidly along she thought that if anyone considered this academic procession something impressive to behold, they need only wait until they saw that old General in his courageous gray and that clean young Boy Scout stoutly wheeling his chair across the stage with the sunlight catching the sword. She imagined that John Wesley had the old man ready now behind the stage. The black procession wound its way up the two blocks and started on the main walk leading to the auditorium. The visitors stood on the grass, picking out their graduates. Men were pushing back their hats and wiping their foreheads and women were lifting their dresses slightly from the shoulders to keep them from sticking to their backs. The graduates in their heavy robes looked as if the last beads of ignorance were being sweated out of them. The sun blazed off the fenders of automobiles and beat from the columns of the buildings and pulled the eye from one spot of glare to another. It pulled Sally Poker’s toward the big red Coca-Cola machine that had been set up by the side of the auditorium. Here she saw the General parked, scowling and hatless in his chair in the blazing sun while John Wesley, his blouse loose behind, his hip and cheek pressed to the red machine, was drinking a Coca-Cola. She broke from the line and galloped to them and snatched the bottle away. She shook the boy and thrust in his blouse and put the hat on the old man’s head. “Now get him in there!” she said, pointing one rigid finger to the side door of the building. For his part the General felt as if there were a little hole beginning to widen in the top of his head. The boy wheeled him rapidly down a walk and up a ramp and into a building and bumped him over the stage entrance and into position where he had been told and the General glared in front of him at heads that all seemed to flow together and eyes that moved from one face to another. Several figures in black robes came and picked up his hand and shook it. A black procession was flowing up each aisle and forming to stately music in a pool in front of him. The music seemed to be entering his head through the little hole and he thought for a second that the procession would try to enter it too. He didn’t know what procession this was but there was something familiar about it. It must be familiar to him since it had come to meet him, but he didn’t like a black procession. Any procession that came to meet him, he thought irritably, ought to have floats with beautiful guls on them like the floats before the preemy. It must be something connected with history like they were always having. He had no use for any of it. What happened then wasn’t anything to a man living now and he was living now. When all the procession had flowed into the black pool, a black figure began orating in front of it. The figure was telling something about history and the General made up his mind he wouldn’t listen, but the words kept seeping in through the little hole in his head. He heard his own name mentioned and his chair was shuttled forward roughly and the Boy Scout took a big bow. They called his name and the fat brat bowed. Goddam you, the old man tried to say, get out of my way, I can stand up!—but he was jerked back again before he could get up and take the bow. He supposed the noise they made was for him. If he was over, he didn’t intend to listen to any more of it. If it hadn’t been for the little hole in the top of his head, none of the words would have got to him. He thought of putting his finger up there into the hole to block them but the hole was a little wider than his finger and it felt as if it were getting deeper. Another black robe had taken the place of the first one and was talking now and he heard his name mentioned again but they were not talking about him, they were still talking about history. “If we forget our past,” the speaker was saying, “we won’t remember our future and it will be as well for we won’t have one.” The General heard some of these words gradually. He had forgotten history and he didn’t intend to remember it again. He had forgotten the name and face of his wife and the names and faces of his children or even if he had a wife and children, and he had forgotten the names of places and the places themselves and what had happened at them. He was considerably irked by the hole in his head. He had not expected to have a hole in his head at this event. It was the slow black music that had put it there and though most of the music had stopped outside, there was still a little of it in the hole, going deeper and moving around in his thoughts, letting the words he heard into the dark places of his brain. He heard the words, Chickamauga, Shiloh, Johnston, Lee, and he knew he was inspiring all these words that meant nothing to him. He wondered if he had been a general at Chickamauga or at Lee. Then he tried to see himself and the horse mounted in the middle of a float full of beautiful girls, being driven slowly through downtown Atlanta. Instead, the old words began to stir in his head as if they were trying to wrench themselves out of place and come to life. The speaker was through with that war and had gone on to the next one and now he was approaching another and all his words, like the black procession, were vaguely familiar and irritating. There was a long finger of music in the General’s head, probing various spots that were words, letting in a little light on the words and helping them to live. The words began to come toward him and he said, Dammit! I ain’t going to have it! and he started edging backwards to get out of the way. Then he saw the figure in the black robe sit down and there was a noise and the black pool in front of him began to rumble and to flow toward him from either side to the black slow music, and he said, Stop dammit! I can’t do but one thing at a time! He couldn’t protect himself from the words and attend to the procession too and the words were coming at him fast. He felt that he was running backwards and the words were coming at him like musket fire, just escaping him but getting nearer and nearer. He turned around and began to run as fast as he could but he found himself running toward the words. He was running into a regular volley of them and meeting them with quick curses. As the music swelled toward him, the entire past opened up on him out of nowhere and he felt his body riddled in a hundred places with sharp stabs of pain and he fell down, returning a curse for every hit. He saw his wife’s narrow face looking at him critically through her round gold-rimmed glasses; he saw one of his squinting bald-headed sons; and his mother ran toward him with an anxious look; then a succession of places—Chickamauga, Shiloh, Marthasville—rushed at him as if the past were the only future now and he had to endure it. Then suddenly he saw that the black procession was almost on him. He recognized it, for it had been dogging all his days. He made such a desperate effort to see over it and find out what comes after the past that his hand clenched the sword until the blade touched bone. The graduates were crossing the stage in a long file to receive their scrolls and shake the president’s hand. As Sally Poker, who was near the end, crossed, she glanced at the General and saw him sitting fixed and fierce, his eyes wide open, and she turned her head forward again and held it a perceptible degree higher and received her scroll. Once it was all over and she was out of the auditorium in the sun again, she located her kin and they waited together on a bench in the shade for John Wesley to wheel the old man out. That crafty scout had bumped him out the back way and rolled him at high speed down a flagstone path and was waiting now, with the corpse, in the long line at the Coca-Cola machine.
Un encuentro tardío con el enemigo / Flannery O’Connor
El general Sash tenía ciento cuatro años. Vivía con su nieta, Sally Poker Sash, que tenía sesenta y dos. Ella rezaba de rodillas todas las noches rogando que él viviera hasta el día de su graduación. Al general le importaba un bledo, pero jamás había dudado que viviría hasta ese día. Vivir había llegado a ser un hábito tan arraigado que no podía concebir ninguna otra condición. Una ceremonia de graduación no era exactamente su idea de pasar un buen rato, incluso si, como ella dijera, se esperaba que él estuviera sentado en el escenario. Ella había agregado, además, que habría una larga procesión de profesores y estudiantes con togas, pero que eso no sería nada comparado con su presencia vistiendo su uniforme. Él lo sabía muy bien sin necesidad de que ella se lo dijera. En cuanto a la maldita procesión, podía irse al infierno y volver sin causarle el menor efecto. Personalmente le gustaban los desfiles con carrozas llenas de Miss América, Miss Daytona Beaches y Miss Cotton Products. Las procesiones no tenían ningún sentido para él, y las de maestros eran, para su forma de pensar, tan letales como el río Styx. No obstante, estaba deseando sentarse en el escenario con su uniforme para que lo pudieran ver. Sally Poker no estaba tan segura de que viviera hasta su graduación. A pesar de no haber habido ningún cambio perceptible en él durante los últimos cinco años, tenía la sensación de que su triunfo personal podría serle arrebatado como le pasara a menudo. Al comenzar a enseñar, no existía nada parecido a una licenciatura. En aquellos tiempos, decía ella, todo era normal. Pero había dejado de serlo desde que cumpliera los dieciséis y durante los últimos veinte años, cuando en lugar de haber estado descansando había tenido que llevar, bajo un calor sofocante, un baúl hacia el colegio de profesores del Estado. Y a pesar de que cuando regresaba en otoño daba clases en la exacta manera en que le habían enseñado que no debía hacerlo, esta era una venganza muy leve que no satisfacía su sentido de la justicia. Por eso quería al General en su graduación, para demostrar lo que ella representaba o, como decía, para mostrar «qué había detrás suyo» que no tenían los otros. Estos «otros» no eran nadie en particular. Eran todos los advenedizos que habían puesto el mundo patas arriba y perturbado las formas de vida decentes. Tenía la intención de estar de pie en esa plataforma en agosto con el General sentado detrás suyo, manteniendo la cabeza bien alta como si estuviera diciendo: «¡Mírenlo, mírenlo! Uno de los míos, advenedizos. Anciano íntegro y glorioso que defiende las viejas tradiciones. ¡Dignidad! ¡Honor! ¡Coraje! ¡Mírenlo!». Una noche había gritado en sueños: «¡Mírenlo, mírenlo!» y al girar la cabeza a un costado lo encontró sentado en su silla de ruedas con una terrible expresión en el rostro y sin otro atuendo que su gorra de General. No se atrevió a volver a dormirse en toda la noche. Por su parte, él no habría consentido siquiera en asistir a la graduación si ella no le hubiera prometido que se ocuparía de sentarlo en el escenario, porque a él le gustaba sentarse en cualquier escenario. Consideraba que todavía era un hombre muy apuesto. En la época en que podía ponerse en pie, medía un metro setenta de puro gallo de riña. Tenía el pelo blanco hasta los hombros por la espalda y no usaba dientes porque pensaba que su perfil era más llamativo sin ellos. Cuando se ponía el uniforme de gala, sabía perfectamente que no había nadie en ninguna parte que se le pudiera comparar. No era el mismo que había llevado en la guerra entre los Estados. En realidad, no había sido General en esa guerra. Probablemente había sido soldado raso. No recordaba lo que había sido, ni recordaba nada de esa guerra. Era como sus pies, que ahora colgaban marchitos al final de él, sin que los sintiera, cubiertos con la manta azul grisácea afgana que Sally Poker había tejido cuando era una niña. No recordaba la guerra entre Estados Unidos y España en la que había perdido un hijo; ni siquiera se acordaba de su hijo. No le daba ningún uso a la historia porque nunca esperó volvérsela a encontrar. En su cerebro estaba relacionada con procesiones y la vida con desfiles, y a él le gustaban los desfiles. La gente le preguntaba siempre si recordaba esto o aquello, en un triste y oscuro proceso de preguntas sobre el pasado. Había un solo acontecimiento que tenía alguna relevancia para él y del que le interesaba hablar: cuando, doce años atrás, había acudido a la gala en la que recibiera el uniforme de General.
— Fue esa gala que hicieron en Atlanta —explicaba a los visitantes sentado en el porche. Estaba rodeado de chicas hermosas. No era uno de esos actos locales, no había nada local en él. Me explico. Fue un gran acontecimiento y me pusieron en el mismo escenario sin ningún tipo de restricción. Todo el mundo tenía que pagar diez dólares para entrar y vestir de gala. Una muchacha hermosa me entregó el uniforme esa tarde en la habitación del hotel.
— No estabas solo con ninguna muchacha hermosa en una habitación de hotel. Era una suite y yo también estaba allí, abuelo —decía Sally Poker.
— Si hubiera estado solo, habría sabido qué hacer —afirmaba el general con una expresión traviesa y los visitantes lanzaban ruidosas risas—. Esa chica era de Hollywood, California —continuaba—. Y no tenía ningún papel en la película. Allí tienen tantas chicas guapas que no necesitan que se llame a una extra. Sólo las usan para entregar cosas a la gente y para que les saquen fotos. Ella se fotografió conmigo. No, fueron dos muchachas. Una a cada lado y yo en el medio con los brazos en sus cinturas, y sus cinturas no eran más grandes que medio dólar.
Sally Poker lo interrumpió otra vez.
— Fue el señor Govisky quien te entregó el uniforme, papá, y a mí me dio una pulsera floral. De veras, ojalá la hubieras visto. Estaba hecho con pétalos de gladiolo arrancados y pintados de dorado y vueltos a unir para que parecieran una rosa. Era preciosa. Ojalá la hubieras visto, era…
— Era tan grande como su cabeza —gruñía el general—. Lo estaba contando yo. Me dieron este uniforme y también esta espada y me dijeron:
— Ahora, General, esperamos que no declare una guerra contra nosotros. Lo único que queremos es que suba directo al escenario cuando lo presentemos y conteste algunas preguntas. ¿Cree que lo podrá hacer?
— ¡Creo que lo podré hacer! Escuchen esto. Yo hacía muchas cosas antes de que ustedes hubieran nacido.
Ellos lanzaron una carcajada.
— Fue el centro del espectáculo —dijo Sally Poker.
Pero a ella no le gustaba recordar la gala debido a lo que sucediera con sus pies. Como debía subir al escenario con él para evitar que se cayera, había comprado un vestido nuevo para la ocasión (un vestido negro y largo de noche, de crespón, con una hebilla con un diamante de imitación y un bolero) y unas sandalias plateadas. Todo estaba preparado para ellos. Una limusina llegó a las ocho menos diez para llevarlos al teatro. Los dejó ante la marquesina a la hora acordada, después de la llegada de las grandes estrellas, del director, del autor, del gobernador, del alcalde y de algunas estrellas de menor importancia. La policía controlaba el tráfico para que no hubiera embotellamientos y habían colocado cuerdas para impedir el acceso a la gente que no podía entrar. Toda esa gente los vio apearse de la limusina y avanzar hacia las luces. Luego atravesaron el vestíbulo rojo y dorado, hasta que una acomodadora con una gorra de la Confederación y falda corta los condujo hasta sus asientos. El público ya estaba allí y un grupo de las Hijas de la Confederación Americana empezó a aplaudir cuando vio al general uniformado, lo que hizo que todo el mundo aplaudiera. Unas cuantas celebridades más llegaron después y luego se cerraron las puertas y se apagaron las luces.
Un joven de cabello rubio y ondulado que dijo representar a la industria cinematográfica hizo su aparición y comenzó a presentar a todo el mundo. Cada uno de los presentados se dirigía al escenario y decía lo contento que estaba de participar en tal acontecimiento. El General y su nieta estaban en el puesto dieciséis de la lista del programa. Él fue presentado como el general Tennessee Flintrock Sash del Ejército Confederado del Sur, a pesar de que Sally Poker había dicho al señor Govisky que su nombre era George Poker Sash y que solo había llegado a tener el rango de Comandante. Ella lo ayudó a levantarse de la silla, pero le latía tanto el corazón que no sabía si podría llegar a la plataforma.
El anciano caminó despacio por el pasillo con su fiera cabeza blanca bien erguida y el sombrero sobre el corazón. La orquesta empezó a tocar muy suavemente el himno de batalla de la Confederación y las Hijas de la Confederación Americana se pusieron de pie en grupo y no volvieron a sentarse hasta que el general estuvo en el escenario. Cuando se situó en el centro, con Sally Poker justo detrás guiándolo por el codo, la orquesta inició una estruendosa interpretación del himno de batalla y el anciano, con verdadera presencia escénica, hizo un vigoroso saludo tembloroso y quedó en posición de firmes hasta que desapareció el último sonido. Detrás de ellos, dos de las acomodadoras con gorras confederadas y faldas cortas sostenían, cruzadas, sendas banderas de la Unión y de la Confederación.
El general quedó de pie en el centro exacto del foco que iluminaba una misteriosa porción en forma de luna de Sally Poker, con el ramillete, la hebilla con el diamante de imitación, una mano cerrada sobre un guante blanco y un pañuelo. El joven de cabellos rubios y ondulados se metió en el círculo de luz y dijo que estaba realmente contento de tener allí esa noche, con ocasión de esa gran celebración, a alguien, dijo, que había luchado y vertido su sangre en batallas que muy pronto verían representadas con toda valentía en la pantalla.
— Dígame, general —preguntó—, ¿qué edad tiene usted?
— ¡Nooooventa yyy dos! —vociferó el anciano.
El joven dio la sensación de que para él eso era lo más impresionante que se había dicho en toda la velada.
— ¡Damas y caballeros —dijo—, tributemos al general el más caluroso de los aplausos!
De inmediato sonó una ovación. El joven indicó a Sally Poker con un movimiento del pulgar que ahora podía llevar al anciano a su asiento para poder presentar a la siguiente persona; pero el general no había terminado. Se quedó inmóvil en el centro del foco, con el cuello hacia delante, la boca apenas abierta y sus voraces ojos grises bebiendo el resplandor y el aplauso. Se sacó a la nieta de encima con un rudo movimiento del codo.
— ¡Como me mantengo tan joven —chilló—, beso a todas las muchachas hermosas!
La frase fue celebrada con un ensordecedor aplauso espontáneo. Justo en ese instante Sally Poker se miró los pies. Dos zapatones marrones de girl scout asomaban bajo el ruedo de la falda. Con la agitación de los preparativos para el evento se había olvidado de ponerse las sandalias. Dio un tirón al general y casi salieron corriendo del escenario. Él iba muy enojado porque no había tenido oportunidad de decir cuánto se alegraba de estar en esa celebración. En el camino de regreso a los asientos continuó hablando a viva voz:
— ¡Estoy muy contento de estar aquí en la gala, muy contento de estar con todas estas muchachas hermosas!
Nadie le prestó atención porque un nuevo personaje subía por el otro pasillo. El General se sentó y durante la posterior película se durmió farfullando con tono enfadado entre sueños.
Desde entonces su vida no había sido muy interesante. Ahora sus pies estaban totalmente exánimes, sus rodillas eran como bisagras viejas, los riñones funcionaban cuando les daba la gana, aunque el corazón se empeñara, con terquedad, en seguir latiendo. El pasado y el futuro eran lo mismo para él, uno olvidado y el otro no recordado; no tenía más nociones de la muerte que un gato. Todos los años, en el día en Memoria de los Confederados, lo arropaban y lo prestaban al Museo del Capitolio de la ciudad, donde quedaba expuesto de una a cuatro en una sala con olor a cerrado repleta de viejas fotografías, viejos uniformes, vieja artillería y documentos históricos. Todo esto se conservaba con sumo cuidado en vitrinas para que los niños no les pusieran las manos encima. Vestía su uniforme de general del estreno y permanecía sentado, con el entrecejo fruncido, dentro de una parte acordonada. No había nada en él que indicase que estaba vivo, excepto algún que otro movimiento de sus grises ojos lechosos, o como una vez, en que su brazo salió disparado para darle un manotazo a un niño atrevido que se atrevió a tocarle la espada. En la primavera, cuando se abrían las casas viejas para las peregrinaciones, lo invitaban a vestir su uniforme y sentarse en algún sitio donde llamara la atención y diera cierto color a la escena. Algunas veces solo gruñía a los visitantes, otras, contaba historias acerca del estreno y de las muchachas hermosas.
Si hubiera muerto antes de la graduación, ella hubiera muerto también, pensó Sally. Al principio del curso de verano, aun antes de saber si iba a aprobar el examen, dijo al decano que su abuelo, el general Tennessee Flintrock Sash, de la Confederación, iría a la ceremonia de su graduación, porque a pesar de sus ciento cuatro años de edad tenía todavía la cabeza tan clara como una campana. Lo hizo porque los visitantes ilustres siempre eran bienvenidos, se podían sentar en el escenario y eran presentados al público. Sally habló con su sobrino, John Wesley Poker Sash, un boy scout, para que él se hiciera cargo de la silla de ruedas del general. Pensó qué bonito sería tener a sus espaldas, cuando recibiera el título, lo viejo y lo nuevo, al anciano enfundado en su gris valiente y al chico en su caqui limpio.
Todo salió casi como había planeado. Durante el verano, mientras ella estaba en el colegio, el general se quedó con unos parientes. Ellos llevaron al anciano y al boy scout a la ceremonia. Un periodista fue al hotel donde se alojaban e hizo una fotografía al general con Sally Poker a un lado y John Wesley, que era un chico rubio y gordo de diez años con cara de ejecutivo, al otro. El general, a quien habían sacado fotos con muchachas hermosas, no le dio demasiada importancia. Se había olvidado a qué tipo de acontecimiento iba a asistir. Sólo recordaba que vestiría el uniforme y luciría la espada.
La mañana de la graduación, Sally Poker tuvo que participar en la procesión académica para recibir el diploma en educación elemental y no pudo ocuparse personalmente de llevarlo hasta el estrado, pero su sobrino le garantizó que se encargaría de todo. Luego fue al hotel vestida con la toga académica y le puso el uniforme al anciano. Notó que era tan frágil como una araña disecada.
— ¿No estás emocionado, papá? —le preguntó—. ¡Yo me muero de emoción!
— Ponme la espada sobre el regazo, maldita sea —replicó el anciano—. Allí donde brille.
Ella lo hizo y dio unos pasos atrás para mirarlo.
— Estás magnífico.
— Maldita sea —espetó el anciano con un tono firme, lento y monótono, como si lo estuviera diciendo al ritmo de los latidos de su corazón—. Que se vayan todas esas malditas cosas al infierno.
— Ahora, ahora —dijo ella y se marchó alegremente para sumarse a la procesión.
Los graduados estaban en fila detrás del edificio de Ciencias y ella encontró su sitio justo cuando la fila comenzó a moverse. No había dormido mucho la noche anterior y, cuando lo hizo, soñó con la ceremonia murmurando «mírenlo, mírenlo», pero siempre despertando antes de volver la cabeza para mirarlo detrás de ella. Los graduados tenían que caminar tres manzanas bajo un sol abrasador con sus togas de lana negra. Mientras andaba con lentitud e impasibilidad pensaba que si alguien consideraba que en la procesión había algo digno de contemplar solo tenía que esperar a ver al viejo general en su gris valiente y al limpio y joven boy scout llevando animoso la silla de ruedas por el escenario con el reflejo del sol en la espada. Supuso que John Wesley ya debía de tener preparado al anciano detrás del escenario.
La negra procesión recorrió las dos primeras manzanas y comenzó a avanzar por el camino principal que llevaba al auditorio. Los visitantes estaban de pie en el césped, buscando a sus graduados. Los hombres se echaban atrás el sombrero y se secaban la frente sudorosa y las mujeres se levantaban un poco los vestidos en los hombros para evitar que se les pegaran a la espalda. Los graduados, con las pesadas togas, parecían arrojar con el sudor las últimas gotas de ignorancia. El sol hacía resplandecer los guardabarros de los automóviles, rebotaba en las columnas de los edificios y conducía los ojos de un punto luminoso a otro. Guió los de Sally Poker hacia la enorme máquina roja de Coca-Cola que habían colocado a un costado del auditorio. Allí vio al General estacionado en la silla bajo el sol abrasador, con el semblante ceñudo y sin sombrero, mientras el boy scout, con la camisa salida por detrás, la cadera y la mejilla apoyadas contra la máquina roja, bebía una Coca-Cola. Salió de la fila, corrió hasta él y le arrebató la botella. Zarandeó al muchacho, le puso bien la camisa y colocó el sombrero en la cabeza del anciano.
— ¡Ahora llévalo allí! —dijo señalando con un dedo rígido la puerta lateral del edificio.
El chico empujó la silla de ruedas rápidamente por un camino, la subió por una rampa, la metió en el edificio, la hizo pasar dando tumbos por la entrada del escenario y la llevó hasta el sitio que le habían indicado. Por su parte, el General sentía como si un agujero pequeño estuviera ensanchándose en su coronilla mientras miraba con cara de enfado las cabezas que parecían flotar juntas ante él y los ojos que se movían de un rostro al otro. Varias figuras con negras togas se acercaron y le estrecharon la mano. La negra procesión inundaba los dos pasillos y formaba un charco al compás de una música majestuosa que parecía entrar en su cabeza a través del agujero pequeño. Por un instante pensó que la procesión también trataría de entrar por allí. A pesar de no saber de qué procesión se trataba, había algo en ella que le resultaba familiar. Tenía que serle familiar ya que venía a su encuentro, pero cualquier procesión, pensó con irritación, debería tener carrozas con muchachas hermosas como las carrozas aquellas de la gala. No le gustaban las procesiones negras. Ésta debía de ser algo relacionado con la historia, como esas cosas que siempre celebraban. A él le traía sin cuidado. Lo que había sucedido antaño no tenía ningún valor para un hombre que vivía ahora, y él vivía ahora.
Cuando toda la procesión desembocó en el negro charco, una figura oscura comenzó a pronunciar un discurso delante de él. Hablaba sobre historia y el general decidió no escuchar. Las palabras, no obstante, continuaron filtrándose por el agujero pequeño de su coronilla. Oyó mencionar su nombre, su silla fue empujada bruscamente hacia delante y el boy scout hizo una gran reverencia. «Maldito seas, trató de decir, sal de mi camino, puedo levantarme». Pero lo empujaron hacia atrás de nuevo antes de que pudiera hacer la reverencia. Supuso que el ruido que armaban le estaba dedicado. Si había terminado su parte, no pensaba escuchar nada más. A no ser por el agujero en la coronilla, ninguna palabra habría llegado hasta él. Pensó en poner el dedo allí arriba para taparlo, pero era un poco más ancho que su dedo y parecía hacerse más profundo.
Otra toga negra había tomado el lugar de la primera y ahora hablaba. Oyó de nuevo su nombre, aunque no hablaban de él, se referían a la historia.
— Si olvidamos nuestro pasado —decía el orador—, no recordaremos nuestro futuro y para eso sería mejor no haberlo tenido.
El general oía gradualmente algunas de estas palabras. Él había olvidado la historia y no pensaba volver a recordarla. Por olvidar, había olvidado el nombre y el rostro de su mujer y el nombre y el rostro de sus hijos, e incluso si los había tenido. También había olvidado el nombre de los lugares, los mismos lugares y lo que allí había sucedido.
El inesperado agujero en la cabeza lo irritaba sobremanera. La lenta música negra lo había puesto ahí, y pese a que la mayor parte se había detenido fuera, todavía le quedaba un poco en el agujero. Ese resto iba haciéndose cada vez más profundo y moviéndose alrededor de sus pensamientos, haciendo que las palabras que oía llegasen a los sitios más oscuros de su cerebro. Al oír Chickamauga, Shiloh, Johnston, Lee, entendió que él inspiraba todas esas palabras que no le decían nada. Se preguntó si había sido general en Chickamauga o en Lee. Luego trató de verse a sí mismo y al caballo en el centro de una carroza llena de muchachas hermosas, mientras los conducían lentamente por el centro de Atlanta. No lo logró. Las viejas palabras comenzaron a revolverse en su cabeza como si trataran de salir de ahí y volver a la vida.
El orador había terminado con esa guerra y había continuado con la siguiente y ahora se aproximaba a otra más y todas sus palabras, como la negra procesión, le resultaban vagamente familiares e irritantes. Había un largo dedo de música en la cabeza del general tentando distintos puntos que eran palabras, permitiendo que les llegase un poco de luz y ayudándolas a vivir. Las palabras comenzaron a dirigirse hacia él y el anciano exclamó «¡Diablos! ¡No lo voy a tolerar!», y empezó a echarse hacia atrás para apartarse de su camino. Luego vio que la figura de negro tomaba asiento. Hubo un estruendo y el charco negro que había delante comenzó a hacer ruido y a fluir hacia él por ambos lados al compás de la lenta música. Dijo: «¡Paren, diablos! ¡No puedo hacer varias cosas a la vez!». No podía protegerse de las palabras y prestar atención a la procesión al mismo tiempo, y las palabras le atacaban velozmente. Sintió que corría hacia atrás y las palabras le atacaban como un fuego de mosquetes, que erraba por poco pero que estaba cada vez más cerca. Dio media vuelta y empezó a correr tan rápido como pudo, pero se encontró corriendo hacia las palabras. Estaba en medio de una andanada y les hizo frente con rápidas maldiciones. A medida que la música crecía en su dirección, todo el pasado se abría ante él, surgido de la nada. Sintió que su cuerpo era acribillado en cien lugares por agudas puñaladas de dolor y cayó soltando una maldición a cada golpe. Vio la delgada cara de su mujer que lo observaba y enjuiciaba a través de sus gafas de montura dorada; vio a uno de sus hijos bizcos y pelados, y a su madre que corría hacía él con expresión angustiada. Luego una serie de lugares —Chickamauga, Shiloh, Marthasville— se precipitaron hacia él como si ahora el pasado fuera el único futuro y debiera cargar con él. Entonces, de repente, tenía la negra procesión casi encima. La reconoció porque lo había perseguido toda la vida. Hizo un esfuerzo tan desesperado por ver más allá y saber qué viene después del pasado que su mano se cerró sobre la espada hasta que la hoja tocó el hueso.
Los graduados cruzaban el escenario en una larga fila para recibir sus pergaminos y dar la mano al rector. Sally Poker, que estaba casi al final, cruzó, echó una mirada al General y lo vio sentado, rígido y feroz, con los ojos abiertos de par en par. Giró la cabeza de nuevo hacia delante, la alzó perceptiblemente un poco más y recibió su diploma. Una vez que todo terminó, ya fuera del auditorio, de nuevo en el sol, localizó a sus parientes y todos esperaron juntos en un banco sombreado a que John Wesley apareciera con el anciano en su silla de ruedas. El astuto scout lo había sacado a empujones por la puerta trasera y lo había llevado a toda velocidad por un sendero de losas. Ahora esperaba, con el cadáver, en la larga fila de la máquina de Coca-Cola.
La pandereta
que amuralla secretos
retrocede frente al tamboril
Los equilibristas
guarecen sus cuerpos
Las garras
amedrentan la voracidad
del látigo
que abroquelándose
humilla al domador.
Hoguera
Enroscados
temores
engendra
El infierno
pulsa
la plegaria
Sucumbe
la hoguera de la abstinencia.
Volatinero
Piratas
enturbian begonias
Trompetas lujuriosas
destronan zarzamoras
y las afiebradas palomas
merodean el plenilunio
El titiritero
hurguetea en el tinglado
mientras los ojos sepia
ojean la mandolina.
En el hastío
Calados los huesos por el hastío
sujetan ese cuerpo
que clama enmudecido
Creencias que se deslizan
aguijonean oscuridades
que se acomodan en los cajones
Los recuerdos descubren
a la mujer que flaquea.
Señales
La jauría
ayuna en los portones
En la claraboya
la hojarasca se acordona
y hasta simula un cerrojo
El silencio es desangrado
por la animada versión de las ranas
Y levita esta poeta
en la pesadilla.
Engatusado día
Acallan
los cuerpos desiertos
La llovizna
quema las voces
El domingo
cosecha los caprichos
y en las paredes
languidecen las súplicas
Mientras los gusanos
cierran el ciclo
un piolín
anuda la caída.
Tamborileo
Investigada
por las secuelas
y así expuesta
dilata la resolución
Réplica de su espera
en sus horas cruciales
la semana es desmenuzada
por el tamborileo
que oculta la verdad.
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ANA ROMANO (Córdoba, Argentina, 1944), reside en Buenos Aires.
Traductora y profesora de francés.
Su obra ha obtenido varios premios y menciones, además de ser integrada en antologías.
En los últimos años se viene difundiendo con frecuencia en revistas impresas y/o digitales, como así también en blogs literarios.
Ha publicado los poemarios: “De los insolentes fantasmas” (Ediciones Vela al Viento, 2010), “Expiación del antifaz” (Ediciones La Luna Que, 2014), “Zumbido de guirnaldas” (Ediciones La Luna Que, 2016) y “El Alfil Rojo” (Ediciones La Luna Que, 2020).
Poemas suyos han sido traducidos al portugués, italiano, francés, húngaro y catalán.