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Número 73

Los restos del naufragio / Ricardo Piglia

Revista Malabia número 73

Los restos del naufragio / Ricardo Piglia

Lo que salva a Robinson Crusoe del horror, lo que le permite escapar de la locura y reconstruir el sentido de lo que está viviendo, son los libros que rescata entre los restos del naufragio (mejor sería decir el libro). En el principio de la historia se insinúa la imagen de un Robinson asediado por la locura y el terror: luego de sobrevivir varias semanas en la isla, enfermo y con fiebre, tiene pesadillas que lo acosan. Entonces rememora su experiencia en Brasil: «recordé que los brasileños no toman otra cosa que el tabaco para la mayoría de las enfermedades», y va en busca de lo que ha rescatado del barco. Pero junto con la medicina que procura encuentra allí, de manera milagrosa, el verdadero remedio salvador: «Abrí el arcón y encontré el tabaco que buscaba. También estaban allí los pocos libros que había conseguido rescatar. Tomé una de las Biblias que he mencionado antes, que hasta ese momento no había leído por falta de tiempo o de ganas».
Y entonces vemos a Robinson leer. Está solo en la isla, mal vestido, enfermo, y con un libro en la mano. «Me puse a leer la Biblia, pero estaba demasiado mareado para leer. Sin embargo al abrir el libro al azar las primeras palabras con las que me encontré fueron éstas: «Invócame en el día de la angustia y te libraré y tú me darás gloria».
La lectura de la Biblia tiene, para Robinson, el sentido de una explicación de la experiencia: de manera deliberada, el sentido está colocado en el interior de esa lectura. Lo que lee le está personalmente dirigido, el contexto de su vida decide el sentido. Desde luego, esa lectura lo cura de la enfermedad. En ese aspecto, Robinson es la inversa que don Quijote, que se enferma al leer. Pero, al igual que don Quijote (y que Hamlet), por ser un lector es uno de los grandes héroes de la subjetividad moderna.
De hecho, se trata de una conversión. Tendríamos que hablar de una conversión por la lectura. Sólo después de leer la Biblia, Robinson podrá sobrevivir y salvarse. Recién encontrará el sentido posible de su vida verdadera cuando lo lea en un libro. Robinson no lee para descifrar un sentido velado, lee para encontrar lo que se ha perdido, para descifrar la verdad oculta en su existencia. Robinson cree en cuanto empieza a leer, y la lectura se realiza en su vida. Hay cierto quijotismo en Robinson: lee para vivir.
Varias veces recurre a la Biblia a lo largo de la novela para resolver sus problemas. Las circunstancias son siempre las mismas: de inmediato vincula lo que lee con su experiencia personal, vislumbra en lo que lee su destino. Ecos muy arcaicos de la lectura del oráculo se cifran en esta situación: «Una mañana en la que me sentía muy triste, abrí la Biblia y leí lo siguiente: No te dejaré ni te abandonaré. Enseguida pensé que esas palabras estaban dirigidas a mí. (…) Desde ese momento llegué a la conclusión de que era posible ser más feliz en estado de soledad de lo que hubiera sido probablemente si hubiera estado en cualquier otra situación». La Biblia es leída como respuesta a una pregunta personal. Mejor, el libro responde a una pregunta personal. El texto enigmático encuentra su sentido y su realización en lo real.
No se trata, por otra parte, de una lectura lineal, sino de una lectura fragmentada, a libro abierto, que permite establecer una relación inesperada, mística, diría, entre la letra y el azar. La lectura casual, no intencionada y no lineal es una prueba de su verdad. El sujeto siempre encuentra lo que busca. (Todo el que narra una lectura da con el libro preciso en el momento justo).
Robinson nunca lee relatos, sólo definiciones, sentencias explícitas que le están dirigidas. Siempre busca la palabra revelada. La fe es un suplemento del sentido, es decir, la fe asegura el sentido (y supone una doble lectura). Si el Bovarismo es verse en la lectura como otro del que se es, Robinson hace lo contrario: descubre quién es al leer la Biblia y se despoja de todas las falsas identificaciones que lo han llevado a la ruina.
Piensa que su permanencia en la isla es la vida verdadera, una experiencia de individualización y de salvación que lo aleja de la perversión que ahora reconoce en su pasado. La Biblia lo salva de la locura y de la animalización porque le restituye el sentido a su propia experiencia. Ya no es un comerciante, ya no es un traficante, ni siquiera un náufrago: es un pecador que espera la salvación y confía en ella. La única alegoría es la de su propia vida: el extravío, el naufragio, la lectura, la fe, la soledad, la austeridad, la salvación.
Desde luego, todo el protestantismo está ahí. Tal vez deberíamos decir el calvinismo: la lectura personal de la Biblia, sin la mediación del intérprete o el sacerdote, y la lectura igualitaria, la Biblia en lengua vulgar y al alcance de todos, gracias a la imprenta. (La primera traducción de la Biblia al inglés es de 1935 y la novela se publica en 1719). Las distintas Biblias que Robinson trae consigo desde Inglaterra son un ejemplo de la amplia circulación que ha implicado el impacto de la imprenta. «También encontré tres Biblias en buen estado que venían con mi cargamento de Inglaterra y que había incluido en mi equipaje. Un par de libros de oraciones que utilizaban los papistas. Asimismo, puse a salvo algunos libros escritos en portugués».
La lectura de la Biblia le ordena el mundo, lo estabiliza. La experiencia se organiza y se expande a partir del acto de leer: «Había dividido mi tiempo de manera regular, según las distintas tareas de las que debía ocuparme, de acuerdo con el siguiente plan. Primero la lectura de las sagradas escrituras para las que reservaba cierto tiempo tres veces al día».
La regla que se impone es clara: antes de actuar, hay que leer.
El héroe del ascetismo protestante, que reproduce la economía capitalista en un aislamiento perfecto, es antes que nada un lector solitario. El lector solitario por excelencia, habría que decir. La soledad de Robinson se asimila con el aislamiento del lector. Se han perdido ya los vestigios de la lectura colectiva. La lectura se disfruta en la soledad: no importa si en el boudoir, en el escritorio o en la biblioteca. De hecho, hay una relación formal entre la lectura y la isla desierta. Robinson es el ejemplo perfecto de lector aislado. Lee solo y lo que lee le está personalmente dirigido. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento y la lectura es su metáfora. El lector ideal es el que está fuera de la sociedad.
«¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?» es una de las preguntas claves de la sociedad de masas. Sin duda, se funda en Robinson Crusoe y supone que para salir de la multiplicidad o de la proliferación del mercado hay que estar en una isla desierta. La pregunta es precavida e incluye varias a la vez: «¿Qué libro leería si no puede hacer otra cosa?» Y también: «¿Qué libro cree usted que le sería de utilidad personal para sobrevivir en condiciones extremas?» Hay, por supuesto, una teoría de la lectura implícita en la pregunta. El sujeto que lee en soledad se aísla porque está inmerso en la sociedad, de lo contrario no precisaría hacerlo. Marx ha criticado la idea de grado cero de la sociedad en el mito del robinsonismo, porque incluso un sujeto aislado por completo lleva con él las formas sociales que lo han hecho posible. El aislamiento presupone la sociedad de la cual el individuo quiere huir. «El hombre es, en el sentido más literal, un zóom politikón, no sólo un animal social, sino un animal que sólo en la sociedad se puede aislar», escribe Marx en la Introducción a la crítica de la economía política, y agrega una idea que anticipa la noción del lenguaje privado de Wittgenstein: «La Producción de un individuo aislado fuera de la sociedad es tan absurda como el desarrollo de una lengua sin individuos que vivan juntos y hablen entre ellos».
El individualismo es un efecto de la sociedad y no su condición. De hecho, podemos pensar que Robinson es el delirio propio de un inglés, la cristalización de la más extrema insularidad: un hombre aislado, rodeado por el mar y con toda la tierra para él, que lee la Biblia y se dispone a dominar su reino, su castillo, sus posesiones. Joyce lo ha dicho bien y antes que nadie. En una conferencia en Trieste, en 1912, habló de la novela de Defoe como «la profecía del imperio, el verdadero símbolo de la conquista británica», y de Robinson Crusoe como «el verdadero prototipo del colonizador británico».
Por cierto, la verdad oculta de la colonización no es tan idílica. En el aire limpio de la isla, bajo el sol blanco de los trópicos, se esconde «el corazón de las tinieblas»: ahí está Kurtz, el personaje arrogante y despótico de Conrad. Ese otro náufrago de la civilización, la realización pura del colonialismo (y su secreto), es el doble delirante de Robinson. Le faltan la creencia y el libro sagrado porque él mismo se ha colocado en el lugar de Dios, atrapado por el demonio del comercio y la superstición. Ése es el horror del que escapó Robinson gracias a la Biblia (y al tabaco brasileño).
Con Robinson estamos en plena historia de América. Brasil, el país donde ha estado viviendo tres años como plantador, está muy presente en la novela, y también la crítica inglesa al imperio español (y ya sabemos el papel que juega Gran Bretaña en la independencia de muchas de las provincias españolas en el siglo XIX). De hecho, el último barco que naufraga en la novela viene de Buenos Aires. Estamos en 1682, el virreinato del Río de la Plata todavía no se ha constituido, pero Defoe registra a Buenos Aires y al Río de la Plata como un puerto que contacta con La Habana, un dato muy preciso ya que se trata del tráfico de carne salada a los mercados de esclavos. Y lo que Robinson encuentra en ese barco encallado son licores y armas. Los americanos están, por su parte, encarnados en Viernes, el caribe, el caníbal. Viernes es el colonizado americano en estado puro.
La colonización y la conquista suponen la dominación y la violencia. El terror de Viernes ante el fusil repite el terror de los aztecas frente a los cañones y a los caballos de Cortés, modelo de las nuevas relaciones sociales. Pero la conquista y la civilización también suponen la Biblia. Quiero decir, suponen el acto de leer como fundador del dominio territorial y espiritual. En la tradición española, el rey insiste en el acto de hacer leer en voz alta sus proclamas como fundador del dominio. Los derechos sobre la tierra y sobre las almas se estabilizan en esta acción. Los registros indígenas se refieren a «lienzos que hablan» y señalan que los conquistadores «hablaban en lienzos», aludiendo al tipo de papel, hecho de telas. En Rulfo hay todavía ecos de esa práctica legal y jurídica. En Nos han dado la tierra, los representantes del gobierno exhiben, ante los campesinos analfabetos, los documentos de posesión.
Muchas escenas de lectura de esta índole recorren la historia de la conquista. En el proceso de domesticación de Viernes, Robinson se instala en esa tradición. «Cuando leía las Escrituras siempre le explicaba a Viernes, lo mejor que sabía, cuál era el significado de esas lecturas».
Su dominación y metamorfosis se concentran en la lectura y explicación de la Biblia. «El salvaje era ahora un buen cristiano», dirá más tarde Robinson.
Cómo recibe Viernes esas lecturas no lo sabemos más que por su docilidad. La idea de la lectura en voz alta referida a los analfabetos -o, más en general, la lectura en voz alta como una forma de sociabilidad- ejemplifica la imagen de las clases populares como sujetos neutros que deben ser educados, cuyas características básicas son la infantilización y la creencia extrema.
La metáfora de la recepción popular como creencia supersticiosa e ingenua es clarísima en El evangelio según Marcos de Borges. Durante una inundación en unos campos de la provincia de Buenos Aires, aislado por el agua, un inglés lee la Biblia a los peones analfabetos de la estancia. Ellos creen al pie de la letra en la historia que escuchan y terminan por crucificarlo. En Borges, como en Defoe, el aislamiento aparece como condición de la lectura perfecta, pero a la vez da cuenta de una fantasía paranoica.
La inversa de esas relaciones entre lectura y creencia está presente en Roberto Arlt, desde luego, y se condensa en la frase de Ergueta en Los siete locos (una de las más irónicas y memorables de la literatura argentina): «Rajá, turrito, rajá. ¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario».
Un lector sería entonces el que encuentra el sentido en un libro y preserva un resto de la tradición en un espacio donde impera otra serie (el terror, la locura, el canibalismo) y otro modo de leer los signos (del que la huella de un pie en la arena sería un ejemplo). En un sentido, podemos pensar que sin la lectura el náufrago se animaliza.
La lectura es una defensa más fuerte que la valla. En los objetos salvados del naufragio, precisos y útiles, se encarnan la sociedad y las relaciones sociales. La utilidad es la clave de la moral de Robinson: «En una palabra, la naturaleza y la experiencia me habían llevado a percatarme, después de reflexionar sobre ello, de que todas las cosas en este mundo carecen de valor, a menos que podamos utilizarlas de algún modo», escribe.
En este sentido, la Biblia es un instrumento tan útil como el cuchillo, la pólvora y el tabaco. Es el vínculo con la sociedad (junto con las herramientas). Para Robinson, la posibilidad de lectura de la Biblia es una prueba de que la Providencia existe: ¿cómo habría rescatado, si no, los libros en el barco hundido?
En la novela de Defoe, la Providencia está vinculada a lo que logra salvar, y la Biblia aparece para darle sentido a la suerte. Pero, al mismo tiempo, una fuerte determinación está en juego en el hallazgo: los objetos que rescata son la cristalización de las relaciones sociales y de la sociedad que ha perdido. Robinson está solo (una utopía) pero lleva consigo el estadio de la sociedad que ha dejado atrás; lo lleva en sus saberes, pero también en los objetos recuperados: además de las herramientas, la Biblia. «Nunca abría o cerraba la Biblia», recuerda, «sin dar gracias a Dios por haber hecho que mi amigo incluyese ese libro entre mis pertenencias mientras me encontraba en Inglaterra, aunque yo no se lo había pedido. También le daba gracias por haberme ayudado a salvar la Biblia del naufragio».
Lo que vemos en la cita es, además, el acto de leer como resultado de una catástrofe, de un naufragio, de una pérdida de realidad. Ese acto se narra porque algo trágico ha sucedido y el libro que sobrevive ayuda a reconstruir el mundo que se ha desmoronado (una idea que ha tenido una circulación amplia en la ciencia ficción).
Dos son, entonces, los grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros.