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Número 73

Apuntes sobre el idioma compartido / Federico Nogara

Revista Malabia número 73

Apuntes sobre el idioma compartido / Federico Nogara

«El lema actual de la Real Academia Española (RAE), “Unidad en la diversidad”, anuncia la mirada globalizadora sobre el conjunto del área idiomática. Podría entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas explícitas en la conformación de diccionarios, gramáticas y ortografías, el matiz de “diversidad” que propone termina perdiéndose en el marco de decisiones normativas y reguladoras que responden a su tradicional espíritu centralista. Las instituciones de la lengua son globalizadoras cuando piensan el mercado y monárquicas cuando tratan la norma. La noción pluricéntrica, entendida en sentido estricto (diversos centros no sometidos a autoridad hegemónica), queda cabalmente desmentida entre otros ejemplos por el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el que el 70 por ciento de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. El mito de que el español es una lengua en peligro cuya unidad debe ser preservada ha venido justificando la ideología estandarizadora, que supone una única opción legítima entre las que ofrece el mundo hispanohablante». (…) En marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes, situándolo en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. La fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas al proceso político de rápida integración europea en el que en ese período, entre mediados de la década del ’80 y la década del ’90, se encontraba España, obligada entonces a poner en línea con la Unión no sólo los índices de regulación fiscal y un conjunto de estrategias económicas para ingresar plenamente al mercado común europeo, sino también sus políticas de administración pública, educativas y culturales. Es en el marco general de esas reformas que el gobierno español asume la determinación de proyectar institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien estratégico. Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca en Francia en el siglo XIX con la Alliance Française. (…) El propósito de la institución, equivalente del tardío Instituto Cervantes, fue también el de difundir la lengua y la cultura francesas en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este objetivo enlaza evidentemente con las políticas de expansión y reparto de zonas de influencia de las potencias imperiales europeas. A cuenta del ingeniero Lesseps (uno de los fundadores de la Alliance) no sólo hay que poner esa iniciativa “cultural”, también la construcción del canal de Panamá y del canal de Suez (el uno indispensable conexión oceánica para las nuevas configuraciones del mercado mundial y el otro pieza fundamental de la política imperial francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot, la construcción argentina de la zanja de Alsina, foso fronterizo con el mundo indio. Esta brevísima descripción de los organismos europeos creados para la difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar que fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación entre el valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de expansión y aclimatación de la economía mundial en el período. La lengua queda así principalmente comprometida en su rasgo instrumental, como dispositivo técnico de penetración económica por una parte, y a la vez como fórmula de colonización y propagación cultural. No muy distinto es el caso del Instituto Cervantes. Adaptado a las exigencias de la integración española a Europa en el auge de la globalización, se propuso sin embargo y desde el comienzo como apéndice de una articulación mayor y específica con la vieja institución reguladora de la lengua, la Real Academia, y sus sedes y correspondientes americanas. El Cervantes se define así en un doble escenario funcional: instrumento de promoción de la enseñanza del español y de divulgación cultural en países y regiones no hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras y normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble función la distingue del resto de los organismos europeos equivalentes. La Academia Francesa o la italiana (Accademia della Crusca) no buscan imponer significativamente formas normativas a través de la Alliance o la Dante; y en el contexto anglófono, como se sabe, no hay institución que rija las mutaciones y variedades de la lengua inglesa. En esos años, los ’90, el Cervantes se asume como correlato y “avanzada” del intenso crecimiento de los negocios españoles en Sudamérica (privatización de las comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década anterior, las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse como un campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como cifra hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los bruscos procesos de concentración del sector. Desde entonces, el Instituto Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la construcción de la “marca” España. La palabra “marca”, con la que el Instituto Cervantes y sus organismos satélites tienden a identificarse, y referida para nombrar los desplazamientos de mercado, las astucias y fetichismos de la publicidad, constituye una huella histórica evidente del papel que viene asignándose a la lengua». (1)

El descubrimiento de América, que en principio favoreció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron hacia Holanda primero y luego hacia Inglaterra, dominador de Europa por largo tiempo. Las viejas clases dominantes españolas intentaron conservar sus viejas pretensiones, pero sin los recursos anteriores. En 1820 se separaron las colonias latinoamericanas y en 1898 se perdió Cuba. Las posteriores aventuras en Marruecos arruinaron el país y generaron el descontento en las regiones. El siglo XX fue totalmente convulso. En los primeros años se sucedieron los gobiernos hasta la dictadura de Primo de Rivera, luego el breve paréntesis de la República (cuatro años hasta la Guerra Civil) y al final cuarenta años de dictadura.
«Europa no es un continente, es una idea. El continente real es Eurasia. Las fronteras europeas, más allá de los países poderosos, centrales, se han diseñado según los acontecimientos. Tal es así que en Centro Europa ha habido personas, durante la primera mitad del siglo pasado, que han tenido hasta tres nacionalidades». (2)
Por esa razón durante la dictadura se decía en el exterior que Europa terminaba en los Pirineos y los españoles eran norteafricanos.
A finales de siglo XX, en los años 80, España entró en la Comunidad Europea. Aunque esa entrada fuera de rodillas, aceptando todas las condiciones impuestas (otras naciones no las aceptaron y se negaron a entrar o impusieron límites). Para la mayoría de los españoles fue una entrada triunfal, porque el «gobierno progresista» trajo consigo el «Estado de Bienestar», la tan manida «modernización»: cambio del blanco y negro típico del país por el color, gasto sin límite, coches al alcance de todos, viajes al extranjero, las Olimpíadas, el AVE Madrid-Sevilla, las carreteras y autovías y como guinda del pastel la entrada en la OTAN. Dentro de ese panorama, el ciudadano medio español comenzó, por primera vez, a sentirse europeo de verdad después de siglos de ser tratado desde los países centrales como inferior. Pudo entonces, desde el jardín privilegiado ubicado en las alturas, observar la jungla de la que escapara con un sentimiento de superioridad y seguridad, ya formaba parte, el eurocentrismo era algo propio. España pasaba a ser parte del centro del mundo y América Latina un suburbio al que se había ido a llevar civilización en el pasado y que en el presente sólo servía (y sirve) si se obtenían (obtienen) réditos económicos, y los que ponían (ponen) impedimentos eran (son) consideradas dictaduras. Por si fuera poco, el país asume también su superioridad militar al entrar a formar parte de la OTAN.
«La liberalización de la economía se llevó a cabo entre 1982 y 1995. Las medidas clave incluían la liberalización de los mercados, la privatización de empresas públicas y bancos, la libre convertibilidad y la flexibilización del mercado laboral (…) A la estrategia de liberalización la acompañó (siendo causa y consecuencia) la entrada en la Comunidad europea. La integración implicaba fundamentalmente especialización, desde el momento que España sólo era capaz de competir con éxito en un número limitado de áreas. Esa inserción, por lo tanto, tuvo por resultado la expansión de los servicios, especialmente el turismo, y un declive relativo de la industria. Inserción e integración implicaron básicamente dos procesos asimétricos interrelacionados: una transferencia desproporcionada de fondos de la Comunidad Europea a España (en relación con los pagos) y una balanza comercial muy desfavorable para el país. La entrada creciente de España en el mercado internacional condujo también a flujos desproporcionados de préstamos, inversiones y beneficios: más préstamos e inversiones hacia España que viceversa; como consecuencia hubo una mayor salida de beneficios e intereses devengados a inversores extranjeros que afluencias derivadas de los inversores extranjeros en España». (3)
Resumiendo: el «Estado de Bienestar» fue la consecuencia de un proceso de privatización de las empresas públicas, que nunca se detuvo (hoy le toca a la Sanidad), y de venta de las empresas del país a las multinacionales. Por esa razón la transferencia de dinero hacia España no iba a durar para siempre. En el 2008 todo se derrumba y comienza el declive hacia una sociedad en crisis: una deuda externa del 116 al 120% del PIB (siendo optimistas), los salarios más bajos entre los países centrales de Europa, el mayor desempleo, un gasto mínimo en educación, propio del subdesarrollo (agravado por la diferencia en calidad cada vez mayor entre la enseñanza pública y privada), unas universidades que no entran entre las mejores 170 del mundo, una Sanidad que era ejemplar y hoy está en decadencia y, como sociedad dedicada al turismo de baja calidad como fuente principal de ingresos, índices crecientes de prostitución, consumo de drogas y alcohol y graves problemas de convivencia. La juventud, en la encrucijada, es la principal víctima de la situación: desempleo cercano al 50%, salarios mínimos para la mayoría de quienes trabajan, violencia inter-juvenil creciente, problemas mentales y suicidio en aumento. No olvidemos, al «juzgarla», que quienes tienen entre 20 y 30 años fueron criados en la mentalidad «que no les falte nada, que tengan todo lo que yo no pude tener». Al final, han terminado viviendo en peores condiciones económicas que sus padres. Y conste que me estoy refiriendo a las clases populares y medias bajas, porque las clases acomodadas envían a sus hijos a estudiar al extranjero o a colegios privados de alto nivel, lugares donde los preparan para la política o las grandes empresas. Se da entonces la paradoja de que son los privilegiados los que tienen conciencia de clase y de país, los demás viven, en su mayoría, en una «libertad» ilusoria: «En estos tiempos de auto explotación, el sujeto “libre”, cuando es despedido o baja su rendimiento, dirige la agresión hacia sí mismo, no puede identificar el lugar que ocupa él/su país/su región. En el ecosistema del capital a nivel mundial, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo. No es casual entonces que los liberales del siglo XXI reaccionen violentamente cuando su amo, el capital, debe ceder ante el Estado o ante los gastos que se destinan hacia los enemigos del capital (aquellos no productivos, los excluidos, marginales, los condenados de la tierra). Es en ese momento cuando ellos explotan, gritan, patalean. Cuando claman por una libertad, que no debemos confundirnos, es una libertad de corral». (4)
¿Qué pasó mientras tanto con la cultura? «La cultura en España se ha transformado sumiendo al país en el posmodernismo: ideología de género, ecologismo, lobby gay, hostilidad contra la Iglesia y en todo aquello que sea incidir en un estilo de vida alternativo al tradicional. Los radicalismos políticos casi se han extinguido totalmente siendo sustituidos por expresiones de la revolución cultural. Al mismo tiempo, la sociedad española está anestesiada por anti-valores que desmovilizan a la gente: la telebasura, los deportes, el hedonismo, el consumismo». (5) Aclaro que es la opinión de un historiador estadounidense liberal.
Actualmente España ha asumido, como socia menor de EEUU y dentro del proceso de norteamericanización de la cultura europea, un rol neocolonial en la economía y en la cultura. Los “booms” literarios latinoamericanos han pasado a mejor vida y la metrópolis, en lugar de importar, intenta hacer tragar al subcontinente sus subproductos culturales. Esa nueva colonización no mejora la cultura, la complica: “También en Europa el Estado-Nación está en crisis. Al firmar el tratado de Maastricht los países se replantearon su identidad frente a un proceso de homogeneización cultural que parece acelerarse con los nuevos medios. La integración implica, como se dijo, cierta renuncia a la soberanía. También afecta a la misma la mundialización de la economía y al avance de una civilización tecno-industrial que no se cimenta ya en principios filosóficos ni éticos y se desentiende de todo problema que no tenga que ver de modo directo con los beneficios empresariales”. (6)

Los acontecimientos históricos han dividido América en dos partes diametralmente opuestas. A la del norte llegaron en 1620 los primeros colonos ingleses a bordo del Mayflower. Un siglo después, a sus granjas de comercio floreciente de la zona se han agregado las grandes plantaciones del Sur, explotadas utilizando mano de obra esclava. En 1693 Francia cedió el Canadá y el territorio al Oeste del Mississipi a Inglaterra, cuyo intento de hacer participar a los habitantes de su colonia norteamericana de las cargas tributarias termina con la declaración de independencia de ésta en julio de 1776 y la guerra posterior, culminada en la paz de Versalles. Los 13 primeros estados independientes resultantes del conflicto se unieron a través de la Constitución del 87, todavía vigente, creando el Estado Federal (Unión). A partir de esa fecha arranca la política expansiva con la adquisición de Louisiana a Napoleón y Florida a España. El lema de esa expansión, «América para los americanos», no impide que en 1846 se inicie una guerra de dos años con México (los mexicanos, como bien se sabe, viven en el norte, pero son sub-americanos), mediante la cual la Unión se anexionará los territorios de Texas, Nuevo México y California, alcanzando de esa forma el Pacífico. Luego de la inevitable Guerra Civil (1861-65) entre el Norte pujante, lanzado al capitalismo, y el Sur latifundista, comienza la colonización del salvaje oeste. En 1869 el ferrocarril alcanza el Pacífico y se crea una gran industria moderna. Mc Kinley y Roosevelt, a principios del siglo veinte, comienzan la época del imperialismo. A partir de la Primera Guerra Mundial los EEUU se elevan a primera potencia industrial y económica.
América Latina, por el contrario, no ha podido convertirse en los Estados Unidos del Sur, quedando dividida en países creados, en su mayoría, por los intereses imperiales. De esa fragmentación histórica surgen sus males, aunque algunos «intelectuales», periodistas en grupos mediáticos dudosos y la imaginería popular barrunten otras razones. “En nuestra cultura auténtica, la cultura del pueblo, ¿cuál es la explicación del desempeño mediocre?: clima y mestizaje. Otra respuesta es la colonización ibérica como algo inferior, miserable. También la idea de la culpa del catolicismo, una religión loca en la que se peca, se confiesa y se comulga, para volver a pecar, confesar y comulgar. También es muy frecuente y generalizada la idea de que la pobreza y el desempeño mediocre de América Latina con respecto a Norteamérica se debe a que ellos eran muy ricos y nosotros muy pobres; sin embargo es todo lo contrario, ellos eran miserables, se vendían para trabajar por cinco años a cambio de un pedazo de tierra. América Latina multiplicó la riqueza del mundo. Tan sólo Brasil multiplicó por tres veces y media la cantidad de oro; México diez veces la de plata, y además otros géneros alimenticios. No hay comparación entre el aporte de América Latina a la economía mundial y el de Norteamérica. No es cierto que ellos hayan sido los ricos y nosotros los pobres. No es verdad, tampoco, que nosotros hemos sido atrasados y ellos avanzados. Norteamérica nunca tuvo nada como la ciudad de México, como Lima, Bahía, Río, Recife. Sin embargo, con sus iglesitas de madera se organizaron de forma tal que ellos, que eran los pobres, se quedaron ricos y nosotros, que éramos los ricos, nos quedamos pobres. La explicación de eso no está dada en la cultura popular, todo se ve como fracasos nuestros, a los que agrego otros. En Brasil es muy clara la idea de que es un país joven, que un día de estos alcanzará la mayoría de edad. Y sin embargo, Brasil es 104 años más viejo que Norteamérica. Entonces no es por joven que no ha cuajado, es por otras razones. (…) El gran mal fue que desde el primer día fuimos estructurados y seguimos estando estructurados como proletariados externos. Proletariado externo es Cartago con respecto a Roma. Cartago, con toda su esclavitud y poderío, no existía para Cartago, existía para Roma. Nosotros nunca hemos existido para nosotros, siempre existimos para el otro, para producir para el otro. Brasil tiene una agricultura poderosa que es capaz de sustituir la gasolina con alcohol de caña, que es capaz de ser el segundo productor mundial de soja y simultáneamente disminuir la producción de alimentos. Porque la agricultura es socialmente irresponsable; no existe para dar de comer al pueblo, existe para dar ganancia, existe en la economía de mercado». (7)
«Desde sus orígenes, la literatura de la América hispana fue política. Es decir: estuvo comprometida con la circunstancia específica de cada nacionalidad y con las alternativas de una historia que pronto habría de demostrar que la liberación de la tiranía de España no significaba la libertad. Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada, y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo) habrían de demostrar muy pronto que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un largo siglo de anarquía, guerras civiles y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales que trataron de aprovechar al descalabro del imperio español (Inglaterra y Francia en la cuenca del Plata, la últimas en México) y la emergencia del poder imperial de Estados Unidos (que se hizo sentir sobre todo en el expolio de México y en la intervención en la cuenca del Caribe), confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX». (8)
¿Puede desarrollarse en esas circunstancias tan negativas una cultura propia? Por raro que parezca, los grupos humanos han dado al mundo sus mejores obras en sus peores momentos históricos, quizá porque “la cultura no es una válvula de escape sino una tabla de salvación”. (9) Esta positiva constatación no debe hacernos minimizar el grave problema al que nos enfrentamos: en la sociedad del dinero el resultado final del trabajo cultural es un objeto de consumo, una mercancía que tiene un precio, se vende y se compra como cualquier otro producto, y los países económicamente poderosos cuentan con los principales centros de edición, promoción, distribución y venta de esas “mercancías”. De ese modo pueden imponer con facilidad sus nociones de cultura sobre los demás.
¿Cómo se ha desarrollado este proceso en América Latina? “El esfuerzo de la independencia ha sido tan tenaz que consiguió desarrollar, en un continente donde la marca cultural más profunda y perdurable lo religa estrechamente a España y Portugal, una literatura cuya autonomía respecto a las peninsulares es flagrante, más que por tratarse de una invención histórica sin fuentes conocidas, por haberse emparentado con varias literaturas extranjeras occidentales (…) En la originalidad de la literatura latinoamericana está presente, a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista, el cual enmascara otra más vigorosa y persistente fuente nutricia: la peculiaridad cultural desarrollada en lo interior, la cual no ha sido obra única de sus élites literarias sino el esfuerzo ingente de vastas sociedades construyendo sus lenguajes simbólicos”. (9)
Borges, dentro de este contexto se preguntaba: ¿cómo llegar a ser universal en un suburbio del mundo?, ¿cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser del lugar?, ¿hay que ser del lugar o resignarse a ser un europeo exiliado? “La tesis central de Borges es que las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las grandes tradiciones. Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esta sería la gran tradición argentina (y latinoamericana)”. (10)

Durante el período colonial no se escribieron novelas en el subcontinente. La administración española no quería que se propagara un género que estimulaba la imaginación y la crítica, al presentar imágenes no oficiales de la realidad colonial. Establecidas las repúblicas, la primera corriente literaria que irrumpe es el Romanticismo (por el camino de la poesía de habla inglesa), pero lo hace cuando ya había agotado su vitalidad en Europa y EEUU, sustituida por el realismo, el simbolismo, el naturalismo, el decadentismo. Los románticos buscaron trascender, pero su esfuerzo no prosperó debido a la incomunicación entre los países americanos. Será el Modernismo el que sacará por primera vez de las fronteras nacionales a la literatura latinoamericana. «Las consecuencias de la saturación de cultura transnacional que tenía su centro en Nueva York y reflejaba el laboratorio cosmopolita que era París, se hicieron sentir durante décadas en la cultura hispanoamericana. Gracias a ese nuevo contexto internacional, los modernistas pudieron abandonar la pesada y provinciana retórica española del siglo XIX y comenzar a escribir de una forma más flexible y elegante». (11)
Es en el siglo XX cuando la literatura latinoamericana obtiene el reconocimiento internacional. La novela se abre paso lentamente hasta el llamado «boom» de la década de los sesenta. «Fue el descubrimiento de una nueva dimensión narrativa en una obra que no atiende a las dimensiones conocidas de la novela europea y que busca, en el mito y en la leyenda, sus verdaderas raíces» (…) La poesía, por su parte, estaba en manos de una élite que cuando pudo viajar a Europa comenzó el proceso de asimilación y metamorfosis en la fuente. Por su condición de extranjeros provenientes de culturas que el eurocentrismo del siglo XIX había reducido a la marginalidad, estos escritores encararon el fenómeno de las vanguardias con una originalidad en que no faltaban el enfoque paródico o la lectura carnavalesca». (12)

Como se ha dicho y repetido, el colonialismo actual en la región no es sólo económico (las grandes compañías internacionales son más poderosas que los gobiernos democráticos), sino también cultural. ¿Pero hasta dónde es posible separar lo cultural de lo económico en la sociedad del dinero? Los ministerios de cultura occidentales, cuando emiten algún comunicado o hacen alguna declaración, utilizan siempre la denominación industria cultural. Como ya se dijo, los productos de cualquier industria son mercancías, por lo que también lo son los productos culturales. Es por esa razón que España domina el funcionamiento del idioma común a través de la Real Academia de la Lengua, que dicta las normas de su uso, y el Instituto Cervantes que la proyecta como bien estratégico. Las principales editoriales que publican libros en el idioma común son españolas, lo que les permite elegir a los autores que serán publicados y, muy importante, difundidos. Es necesario volver a reiterar que cuando un escritor español es publicado su libro no tiene fronteras, pero cuando una sucursal de esa misma editorial publica a un latinoamericano, éste tiene las de su propio país, de las que no sale a menos que sea muy rentable. Por un lado, no es difundido más que en su país o en un país vecino por las editoriales españolas y las editoriales locales, de escasos recursos, no lo pueden difundir en toda el área americana. Porque el objetivo de las grandes editoriales no es promover y promocionar productos que ayuden a crecer al lector en el plano cultural, al contrario, lo suyo es publicar libros que abunden en un discurso adecuado a la venta y difusión de sus libros y para eso la cultura de masas, el posmodernismo y, sobre todo, la posverdad, son perfectos. Con esas herramientas se ataca el racionalismo poniendo en duda las referencias históricas y literarias, se deja de lado cualquier profundización en lo social y en lo económico, que queda en manos de técnicos, los hechos pierden validez porque son opinables y la utopía es sustituida por la distopía. La consecuencia es un lector sumido en un individualismo acrítico basado en el gusto personal y limitado siempre por las reseñas elogiosas de los grandes medios (la crítica literaria profunda ha desaparecido) cuando difunden y publicitan a algún acólito que vende mucho. La política de negocios de la sociedad de consumo pertenece al mundo globalizado, es colectiva (hay que llegar a las masas), de ahí su enorme fuerza disuasoria. Una realidad invertida: las masas sociales sumidas en el individualismo y la élite económica cultural en tareas colectivas.
La cultura euronorteamericana se vuelve, en esas condiciones, unidireccional y unilineal. Los latinoamericanos quedan en la disyuntiva de ser “europeos exiliados” o de defender lo propio. No deberíamos olvidar que “en sociedades sin estabilidad, sin unidad, no puede crearse un arte estable, un arte definitivo. Es de la inquietud de los espíritus de esta organización social inacabada de donde nace una explicable necesidad individual”. (13) Y recordar que “toda cultura, en definitiva, sirve al grupo que la crea, por estar hecha a su medida. Renunciar a esta cultura propia es renunciar también a la resistencia cultural contra la opresión, y andar desnudos o con un traje prestado que nos ridiculiza y nos impide ocupar un lugar digno en el concierto mundial”. (14)
Que los latinoamericanos se adapten a ser una corriente accesoria y secundaria de la cultura euronorteamericana, tentación siempre presente en sus creadores, es el camino más transitado y fácil. «Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del Estado que a pensar y definir el proyecto latinoamericano». (15) Esta frase, acuñada en 1995, tiene hoy plena vigencia. Muchos son los autores que reciben premios, difusión en los grandes medios y publicaciones repentinas, por atacar ─siempre con los argumentos de los sectores ultraneoliberales─ a los países latinoamericanos que se han atrevido a desafiar las políticas económicas y sociales euronorteamericanas.
El otro camino, el que debe tener en cuenta que “toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot” (16) lleva a los creadores, necesariamente, a plantearse el desafío y a dar la lucha también en el terreno cultural.

«Español (que antes se llamó castellano) y portugués (que es la otra cara del gallego) fueron, como sabemos bien, dialectos que hace cosa de un milenio (es un decir) se desgajaron del latín. Y a su vez el latín se desgajó de una lengua previa, llamada a posteriori “indoeuropea”, de la que provienen la mayoría de los idiomas hablados hoy en Europa, con excepciones como el vasco (que probablemente ya se hablaba cuando llegó el “indoeuropeo”), el finés y el húngaro, cuyo antepasado fue llevado por las invasiones mongólicas: no en vano “Atila” es nombre simpático en húngaro. Del “indoeuropeo” provienen también lenguas asiáticas como el sánscrito y el persa. (…) ¿Qué fueron el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el germano, el sajón sino formas que, en épocas más recientes, asumió el “indoeuropeo”? Y el español o el portugués (como el gallego, el catalán, el francés, el italiano o el rumano), ¿qué son sino formas que asumió el latín? Por lo que, cuando en nuestra América nos valemos del español o el portugués, que durante la mitad de sus vidas hemos reelaborado también nosotros, no hay manera de que nos sintamos utilizando una lengua extraña. En ambas orillas del Atlántico tenemos el mismo derecho a decir que somos dueños de idiomas». (…) «Las lenguas en forma alguna están maridadas con etnias fijas. No sólo hay incontables ejemplos individuales de esto (el primer gran escritor ruso fue el mulato Pushkin, y ningún poeta actual escribe un inglés más puro e intenso que el del mulato Derek Walcott, mientras la poesía en español no tuvo acentos más hondos que los que le dieron los cholos Rubén Darío y César Vallejo), sino sobre todo incontables ejemplos colectivos: véase el caso del español, que en Europa, América, Asia y África es hablado por las comunidades más diversas. Por ello, el criterio según el cual la lengua “indoeuropea” habría sido hablada sólo por una supuesta raza “indoeuropea” (criterio que sirvió de base a las teorías racistas) carece de toda base científica. Por el contrario, como tantas otras realidades culturales, los idiomas se desentienden de esas estrecheces y ratifican la esencial unidad del ser humano». (17)

El filólogo comienza señalando que el español se llamó antes castellano. Parece un apunte sin importancia, pero según desde dónde lo analicemos, la va adquiriendo. Llamar a un idioma con el nombre de una región es quitarle su universalidad, centralizarlo. Imaginemos que el inglés comienza a llamarse «la lengua del condado de York» y el francés, el portugués, el italiano, pasan por un proceso similar. Nos parecería raro, incluso gracioso, sobre todo en el caso del inglés, la lengua más utilizada en Occidente. El español es la segunda y, sin embargo, en el lugar de origen siguen llamándola castellano. La causa podría encontrarse en dos aspectos del tema. En primer lugar es una forma de decirle a los americanos (quienes más la utilizan) la lengua es y siempre fue nuestra, nació en esa región que fue el centro del imperio y hoy lo es de España, y de paso señalarle a las otras regiones que Castilla sigue siendo el centro del país. Porque España arrastra un problema que se agravó en 1898 con la pérdida de las últimas colonias y luego se enquistó por la pobreza de recursos: las tendencias centrífugas de sus provincias históricas. En Cataluña que, «con sus judíos, cartógrafos, burgueses, humanistas y artesanos, era la provincia capitalista por excelencia en la tradición española, el núcleo social dinámico de la Península» (18), cerca de un 40% de sus habitantes en la actualidad no se sienten españoles, por lo que llamar castellano al español es quitarle su internacionalidad, hacerlo regional.
Esa actitud de superioridad española sería entendible si nos estuviéramos refiriendo a un centro enorme con pequeños satélites. ¿Avalan los números a España para llamar al idioma como le da la gana y además imponer las normas de uso? Para nada. Hablan el español 600 millones de personas en el mundo y la población española ronda los 45 millones. Sólo en USA la cifra de hispanohablantes (que lo llaman spanish) es de 60 millones y hay unos 20 millones de jóvenes aprendiéndolo. Y por otra parte, España no es un país decisorio en Europa y tiene poco peso a nivel internacional. No es Alemania, ni Francia, ni los Estados Unidos. Hace poco, una cantante causó la hilaridad de la audiencia en un concierto en un país anglosajón cuando dijo desde el escenario que ella hablaba en castillian. Creían que estaba bromeando.
«La descolonización que siguió al segundo período de la guerra mundial (guerra entre imperios), llevó a la gran mayoría de las colonias tradicionales de ayer a ser no países liberados sino neocolonias, explotadas gracias a mecanismos como el intercambio desigual y la deuda externa». (19)
Los latinoamericanos deberían llamar a su lengua, de la que son propietarios mayoritarios, hispanoamericano, o iberoamericano por la gran influencia del portugués. Y no estoy promoviendo un enfrentamiento con España, sino una clarificación. Que los españoles la llamen como quieran dentro de sus fronteras.
«Nacidas de una violenta y drástica imposición colonizadora que ─ciega─ desoyó las voces de quienes reconocían la valiosa «otredad» que descubrían en América; nacidas de las espléndidas lenguas y suntuosas literaturas de España y Portugal, las letras latinoamericanas nunca se resignaron a sus orígenes y nunca se reconciliaron con su pasado ibérico (…) Casi desde sus orígenes procuraron reinstalarse en otros linajes culturales, sorteando el «acueducto» español, que en la Colonia estuvo representado por Italia o el clasicismo y, desde la independencia por Inglaterra y Francia, sin percibirlas como las nuevas metrópolis colonizadoras que eran, antes de recalar en el auge de las letras norteamericanas. Siempre, más aún que la búsqueda de enriquecimiento complementario las movió el deseo de independizarse de las fuentes primeras, al punto de poder decirse que, hasta nuestros días, esa fue la consigna principal: independizarse». (20) Afán de independencia que no ha acabado y que también es necesaria en lo relativo al idioma común, porque dejando de lado que ha sido impuesto en el pasado, su uso actual no es igual a ambos lados del Atlántico. Y no sólo porque miles de cosas tienen nombres diferentes, sino porque la influencia del italiano, el inglés y el francés ha dado lugar a formas de expresarse, giros y maneras de decir exclusivas de América. No debemos olvidar que en los primeros años del siglo XX Buenos Aires era una de las ciudades con más población italiana (3 millones) y que en Montevideo hasta hace poco se resolvían las elecciones de Galicia. El lunfardo, un argot orillero construido desde el idioma italiano, de gran influencia en el tango, es una consecuencia de lo anterior, como el hecho de llamar gallegos a todos los españoles. Pero más allá de las anécdotas que podríamos seguir amontonando, en España se hace, a nivel popular, un uso directo del idioma (al pan, pan, y al vino, vino), mientras en América el litote, la ironía, el sarcasmo, el doble sentido, el humor ácido o negro, tropos que encontramos en la literatura anglosajona (en la novela negra, por ejemplo) son de uso corriente en todos los ambientes. La literatura latinoamericana tiene como una de sus características «la interpretación del lenguaje como refracción arbitraria de la realidad y el ejercicio de la libertad lingüística por medio de la experimentación formal (neologismos, yuxtaposición del lenguaje coloquial y el culto, anacronismos, juegos de palabras, sintaxis barroca)». (21)
Es lógico pensar que en un subcontinente donde las intervenciones extranjeras, los golpes de estado, las revoluciones, las guerras civiles, las dictaduras, han sido hechos corrientes, el idioma haya sido usado muchas veces en forma pragmática y en otras ocultando, desviando o manipulando la realidad.
Está claro que el español usado en España (que no lo inventó, viene del Indoeuropeo) es muy diferente al latinoamericano. Deberían ambos convivir e influenciarse de forma «democrática» (como repiten tantos como consigna vacía), pero todavía estamos lejos de llegar a ese punto. La Real Academia marca las normas desde su 8% y el otro 92% debe acatarlas. Y no se queda ahí. Como hemos visto, el idioma también es un negocio. La palabra se vende.
Llegados a este punto sería muy importante la creación de una Academia Americana de la Lengua. No para enfrentarse a la Real Academia ni para trabajar juntas, imposible a estas alturas, sino para funcionar como centro del idioma americano (hispanoamericano o iberoamericano). Esta Academia, sin fines de lucro, no debería fijar normas ni funcionamientos idiomáticos, sólo encargarse de la divulgación: dar a conocer, a los jóvenes sobre todo, las creaciones de sus tierras (de cada país y de los demás países americanos), clásicas y actuales. Y como se trata de un continente mestizo, habría que dar importancia fundamental a las expresiones culturales e idiomas de los pueblos autóctonos. Es parte de la tarea que tenemos por delante.

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Bibliografía

1) Irene Agoff / Susana Aguad / Jorge Alemán / Fernando Alfón / Esteban Bér/ Germán Alvarez / María Teresa Andruetto / Julián Axat / Cristina Banegas / Silvia Battle / Diana Bellessi / Gabriel Bellomo / Carlos Bernatek / Emilio Bernini / Martín Baigorria (Por una soberanía idiomática).
2) Eric Hobsbawm.
3) James Petras (El informe Petras).
4) Facundo di Vincenzo (El posmoprogresismo del siglo XXI).
5) Stanley Paine.
6) Adolfo Colombres (El desafío del tercer milenio).
7, 15) Darcy Ribeiro.
8, 11, 12, 13, 14) Emir Rodríguez Monegal.
9, 20) Ángel Rama “Transculturación narrativa en A. L.»
10, 16) Ricardo Piglia.
17) Fernández Retamar.
18, 19)) Abelardo Ramos.
21) Donald Shaw.