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Número 74

Filosofía y Sociedad / Revista Malabia

Revista Malabia número 74

Filosofía y Sociedad / Revista Malabia

La Filosofía está pasando por una mala época en España. La Ley de mejora de la calidad educativa (LOMCE), conocida popularmente como Ley Wert, había minimizado la Filosofía hasta convertirla en una asignatura optativa en cuarto, el último curso de la ESO, e impartida en Bachillerato a los alumnos de Humanidades y Ciencias Sociales. La oposición, futuro gobierno, aprovechó la circunstancia para asegurar que la asignatura volvería a las aulas porque estudiarla resultaba vital para entendernos unos a otros y poder desarrollar un pensamiento crítico que nos ayude a hacer frente a las injusticias. Pero parece que para el nuevo gobierno ya no necesitamos entendernos unos a otros y las injusticias se han acabado, porque la nueva ley que pone sobre la mesa, la LOMLOE (Ley Celaá), no sólo plantea continuar con los mismos cursos anteriores en el futuro, sino que elimina por completo esa condición de optativa que tenía la Filosofía en el último año escolar de la ESO, convirtiéndola en una materia nueva, denominada Valores cívicos y éticos y que, según el programa, se puede impartir en cualquier año desde primero hasta cuarto.
La comunidad educativa no tardó en reaccionar y hacerse oír:

«Siempre que hay una nueva ley educativa nos echamos a temblar, y suele ocurrir con cada cambio de gobierno. Ya con la LOMCE perdimos la ética como asignatura independiente, aunque seguía siendo obligatoria, pero es que ahora la eliminan por completo. La Filosofía se mantiene en Bachillerato, aunque son las comunidades autónomas las que eligen cuántas horas le dedican. Ahí entran en juego las ideologías en cada gobierno regional, porque si los contenidos o la enseñanza filosófica no cuadra con sus preceptos, tan solo introducirán las horas mínimas que manda el Ministerio de Educación».
Esperanza Rodríguez (Red Española de Filosofía)

«La idea fundamental de la ESO es que durante esos años se forman los ciudadanos del futuro, por eso la enseñanza es obligatoria. Hay miles de estudiantes que no siguen en Bachillerato y, con la nueva Ley, nunca aprenderán nada de filosofía. ¿Qué es la filosofía? Una materia que aporta la reflexión necesaria para que una persona tenga un pensamiento autónomo, que uno decida cuáles son sus valores y sea capaz de criticar tanto los ajenos como los propios, por eso es esencial en una democracia. La nueva normativa no quiere formar auténticos ciudadanos. La juventud necesita reflexión y no tanta productividad. De hecho, la palabra «filosofía» no aparece ni una sola vez en el currículo de la ESO, mientras que «emprendimiento» aparece hasta en 18 ocasiones. Y estamos hablando de emprendimiento, no de economía, que son cosas muy distintas. Esta ley persigue la formación de un nuevo sujeto social para otro modelo social que no es la democracia».
Enrique Mesa (Asociación de profesores de Filosofía)

«Es completamente absurdo que en la ESO tengan cabida materias como Economía y Emprendimiento. Esto significa explicar el espíritu empresarial a personas que, en su gran mayoría, jamás van a tener una empresa, porque un emprendedor no es un empresario, por mucho que se quiera vender de esa forma. Un emprendedor es un trabajador sin sindicatos, sin convenios colectivos, sin colegios profesionales detrás, un trabajador con muy poco poder negociador. Van a formar trabajadores basura y no empresarios. La LOMLOE es una estafa bien pensada para el neoliberalismo triunfante. El problema radica en que no se entiende la verdadera utilidad de la Filosofía. Más allá de fomentar el espíritu crítico de los ciudadanos, como no dejamos de repetir, sin Filosofía no se puede entender la palabra ciudadano, la más importante en nuestro ordenamiento constitucional. El hecho de que la población se olvide de lo que significa ser ciudadano es muy grave, ya que ese concepto forma parte de la arquitectura civil que se encuentra presidida en su cúspide por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, antes llamada Declaración del Hombre y el Ciudadano. Si la ley sigue adelante tal como está planteada, traerá consecuencias nefastas para la vida política del país».
Fernández Liria

«Algo pasa con la Filosofía que vuelve problemático que el alumnado aprenda que hay diferentes concepciones del mundo, de la sociedad, de las personas. Cada reforma educativa de los últimos veinte años ha llevado un inquietante subtítulo: “¿Qué hacemos con la Filosofía?”. No hay problemas con la Química ni con la Lengua. Pero algo pasa con Descartes, con Kant y con Marx, que vuelve problemático que el alumnado aprenda que hay diferentes concepciones del mundo, de la sociedad, de las personas. Que no solamente existe la que nos ofrece el neoliberalismo económico. Que las cosas podrían ser de otra manera. La asignatura de Filosofía ha pasado de ser obligatoria de cursar por el alumno a ser obligatoria de ofrecer por el centro. De figurar asociada a todos los bachilleratos a figurar asociada a las opciones “de letras”. De estar regulada desde la administración central a hacerlo desde la administración autonómica. Se ha ido. Ha vuelto. Ha cambiado de curso. Sus aumentos y descensos no ocultan una inequívoca tendencia a ir extinguiéndose gradualmente, como un Platón al que cociéramos poco a poco hasta su disolución. Esta misma semana le han dado un nuevo bocado, un recortito más, que sin duda dejará espacio para aumentar las horas de las asignaturas “Emprendimiento y plusvalía”, “Ensimismamiento socioemocional” e “Inteligencia audiovisual aplicada al uso del mando a distancia en las Smart TV”. Carguémonos la asignatura de Filosofía de todos los niveles educativos, pero creemos una asignatura nueva llamada “Crítica a la educación que nos están dando”. Contemos a los estudiantes por qué se potencian todas las materias que encaminan a los alumnos a la productividad y su inserción sumisa en el sistema laboral.
José Errasti



Corrientes filosóficas, sociales y políticas


Renacimiento

Muchos de los grandes artistas y pensadores occidentales a los que rendimos culto hoy en día formaron en su momento parte del Renacimiento y algunas de sus obras son aún íconos de la cultura moderna occidental. Fue una época marcada por el debilitamiento del poder eclesiástico debido a la Reforma protestante y a la caída del Sacro Imperio Romano Germánico y se desarrolló en una pronunciada crisis económica que auguraba el fin del modo de producción feudal. En medio de la decadencia medieval, se buscó refugio en la tradición filosófica, artística y política de la Grecia y la Roma clásicas, que durante siglos el cristianismo había tenido por pagana. De esa forma se rechazaba el dogmatismo cristiano y se iniciaba una nueva relación con la naturaleza a través de la ciencia, lo que a la larga condujo al nacimiento del humanismo, que reemplazó la fe como valor supremo y colocó al ser humano como centro del universo. Las artes comenzaron a ser patrocinadas por los ricos a través del mecenazgo quitándole protagonismo a la Iglesia. Esto permitió financiar a una importante cantidad de artistas de la época cuyas obras tenían una temática no religiosa o no cristiana.
Durante el Renacimiento tuvieron lugar los grandes descubrimientos europeos (Colón, Magallanes, Vasco da Gama) que abrieron nuevos mercados y rutas comerciales, que otorgaron cada vez más poder a la clase social en ascenso, la burguesía, que puso las bases del futuro capitalismo.
El renacimiento comenzó en Italia, en las ciudades república de Florencia y Venecia, pero también en ciudades monárquicas como Milán y Nápoles y en Roma, sometida al dominio papal.


Modernidad

La Modernidad es un periodo que principalmente antepone la razón sobre la religión. Se crean instituciones estatales que buscan que el control social esté limitado por una Constitución y a la vez se garanticen y protejan las Libertades y Derechos de todos como ciudadanos. Surgen nuevas clases sociales que permiten la prosperidad y la movilidad social. Se industrializa la producción para aumentarla y desarrollar la economía. Es una etapa de actualización y cambio permanente. Para comprenderla deben analizarse las características principales del Renacimiento, período puente entre dos épocas.
La Modernidad elabora explicaciones científicas de los fenómenos, superando la creencia de que todo puede ser explicado mediante la religión. Esa revolución científica llega acompañada de la imprenta y la Reforma protestante y alcanza su apogeo tras la transformación de la tradicional sociedad rural en sociedad industrial y urbana. Todo ello da paso a los nacientes Estados Nación, al poder republicano, la racionalidad administrativa y la industrialización. La creación de la urbe lleva a establecer leyes y normas, de lo que nace la Constitución.


Capitalismo

El capitalismo puede definirse como el sistema económico basado en el libre mercado y la propiedad privada de los medios de producción. El capital es la fuente de generación de riqueza y es el mercado el lugar teórico donde se encuentra la oferta y la demanda de productos y servicios y se determinan los precios. La titularidad de los recursos productivos pertenece a personas y organizaciones privadas, no al Estado. Los factores imprescindibles de la producción son el capital y el trabajo remunerado y la competencia es el motor fundamental para hacer funcionar el sistema económico.
El capitalismo surgió como proposición de trabajo a cambio de sueldos, eliminando las ideas feudales de esclavitud o servidumbre. Su principal objetivo es el enriquecimiento individual y empresarial que lleva a un crecimiento económico de la sociedad. Las políticas gubernamentales, por lo tanto, deben lograr un equilibrio adecuado entre las clases sociales.


Democracia

Del griego dēmos (pueblo) y kratos (poder). Forma de organización política y social nacida en Grecia que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la ciudadanía. En sentido estricto, la democracia es un tipo de organización del Estado en el cual las decisiones colectivas las toma el pueblo mediante herramientas de participación directa o indirecta. En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales y las relaciones sociales se establecen conforme a mecanismos contractuales.
Hay democracia indirecta o representativa cuando las decisiones políticas son adoptadas por representantes elegidos a través de elecciones.
Hay democracia participativa cuando se aplica un modelo político que facilita a los ciudadanos su capacidad de asociarse y organizarse de tal modo que puedan ejercer una influencia directa en las decisiones públicas o cuando se facilita a la ciudadanía amplios mecanismos plebiscitarios consultivos. Finalmente hay democracia directa cuando las decisiones son adoptadas directamente por los miembros del pueblo, mediante plebiscitos y referéndums vinculantes, elecciones primarias, facilitación de la iniciativa legislativa popular y votación popular de leyes.


John Maynard Keynes

Economista británico, considerado como como uno de los más influyentes del siglo XX. Sus ideas tuvieron una fuerte repercusión en las teorías y políticas económicas. La principal novedad de su pensamiento radicaba en considerar que el sistema capitalista no tiende al pleno empleo ni al equilibrio de los factores productivos, sino hacia un equilibrio que solo de forma accidental coincidirá con ese pleno empleo. Keynes y sus seguidores de la posguerra destacaron no sólo el carácter ascendente de la oferta agregada (cantidad total de bienes y servicios producidos y vendidos por las empresas, el PIB real), sino además la inestabilidad de la demanda agregada (monto del gasto total de una economía en bienes y servicios producidos), fruto de los shocks ocurridos en mercados privados como consecuencia de los altibajos en la confianza de los inversores. La principal conclusión de su análisis es una apuesta por la intervención pública directa en materia de gasto público, que permite cubrir la brecha o déficit de la demanda agregada.​ Gran parte del Neoliberalismo actual es anti keynesiano.


Marxismo

Sistema filosófico, político y económico basado en las ideas de Karl Marx y de Friedrich Engels, que rechaza el capitalismo y defiende la construcción de una sociedad sin propiedad privada, sin clases y sin Estado. Aporta un método de análisis conocido como materialismo histórico e influyó en movimientos sociales y en sistemas económicos y políticos.
Ninguna organización que se diga marxista puede dejar de lado el objetivo del fin de la propiedad privada y, en consecuencia, el fin de las clases sociales. Además, debe figurar en ese programa un estudio del capitalismo y de su funcionamiento. Marx planteaba, por ejemplo, que el capitalismo no era la suma de los estados nacionales que lo integraban sino un sistema económico con vida propia que puede prescindir de un estado nacional cuando le convenga. Y explicar una de sus corrientes, el bonapartismo, ayudaría a entender muchos regímenes inexplicables.


Bonapartismo

Cuando la clase dominante no cuenta con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos, se ve obligada a tolerar (para preservar la propiedad privada) la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial a cuyo mando hay un personaje al que bien podría denominarse “salvador”. Este tipo de situaciones se dan cuando las contradicciones de clase se vuelven particularmente agudas, por lo que el objetivo del bonapartismo es prevenir las explosiones políticas y sociales. De esta forma el bonapartismo aparece como un “régimen personal” que se eleva por encima de la sociedad y “concilia” con las clases sociales, pero al mismo tiempo protege los intereses de la clase dominante.

«La presencia dominante del imperialismo extranjero, de una oligarquía antinacional y de una mediocre burguesía nativa, permite al Ejército, bajo ciertas circunstancias críticas, asumir la representatividad de las fuerzas nacionales impotentes, o, por el contrario, transformarse en el brazo armado de la oligarquía. Esta dualidad se funda en el antagonismo latente que existe en la sociedad semicolonial, donde no hay una sola clase dominante, a ejemplo de los países imperialistas, sino dos, una tradicional y una moderna, aunque mucho más débil. La pugna entre un grupo vinculado al sistema agrario-exportador y otro situado junto a las clases interesadas en el crecimiento económico, se introduce en el seno del Ejército y genera en él esa misma contradicción en otro nivel. La variabilidad de sus actitudes, está influida por la situación internacional -donde el poder intimidatorio y las victorias o derrotas del imperialismo juegan un gran papel- así como por las singularidades de los fenómenos políticos nacionales. En un caso o en otro, la tendencia a regímenes bonapartistas o semi bonapartistas en la Argentina de la era industrial se funda directamente en la inestabilidad crónica de las clases poseedoras».
Abelardo Ramos

El Bonapartismo sería una explicación adecuada para entender el peronismo, el chavismo y los regímenes militares progresistas en el Tercer Mundo, así como la llamada «revolución de los claveles» en Portugal.


Neoliberalismo

Friedrich Hayek fundó la Sociedad del Mont-Pèlerin (SMP) en 1947, con el apoyo decisivo del ordo-liberal Wilhelm Röpke, para reunir a los oponentes intelectuales del socialismo que compartían su oposición a la tendencia al aumento del papel del Estado en la economía y la sociedad. Desde la creación de la SMP, e incluso antes a la ocasión del Coloquio Lippmann en 1938, los intelectuales neoliberales forman un colectivo, animado por la ambición común, de minar la hegemonía del “socialismo”. El marco general del neoliberalismo surgió en los años 30, antes de que Hayek tomara la dirección del movimiento, en 1947 en Vevey, Suiza. Ahí nació la más influyente y prestigiosa sociedad de pensamiento completamente dedicada a la causa liberal haciendo la apología y la propagación de una economía de mercado a escala mundial. Para Hayek, se trataba de romper el aislamiento de los pensadores liberales en un mundo amenazado por el “colectivismo” y el ascenso de las tesis keynesianas y marxistas. Usando de su prestigio universitario alcanzado a principios de su carrera, Hayek y Röpke se transformaron bajo el choque de la crisis y de la guerra en empresarios de ideología ávidos de ejercer una influencia política para la construcción de una red neoliberal a escala mundial.

http://revistaeconomia.unam.mx/index.php/ecu/article/view/381

«La crisis de 1929 lleva a que los intelectuales del capital se replanteen (no solo en la teoría, sino también en la parte tecnocrática, burocrática) cómo se administra una sociedad de mercado. Estos intelectuales se empiezan a juntar, primero en el Coloquio Walter Lippmann, después en la SMP (Sociedad Mont Pèlerin), que se funda en 1947. El neoliberalismo es un movimiento conservador que reacciona no solo a la crisis de 1929, sino también a las tendencias que buscan darle soluciones políticas, especialmente las reformistas, keynesianas o nacional-populares. El neoliberalismo, ante todo, es un frente de pelea común contra el reformismo o la colectivización de recursos en el capitalismo, sea el New Deal, el Estado de bienestar, las políticas de pleno empleo u otras respuestas a la crisis que van por caminos colectivizantes. El neoliberalismo busca ganar una hegemonía para ir contra eso. Algunas de sus principales figuras son [Friedrich] Hayek y [Ludwig Von] Mises. Hasta los años setenta la hegemonía la tienen son los keynesianos. Es entonces cuando el neoliberalismo se vuelve hegemónico, buscando afirmar el principio de la competencia en el mercado y la despolitización de lo social. Pero el neoliberalismo no es monolítico, es una familia de escuelas o de corrientes diversas que coexisten y evolucionan conjuntamente. A veces, incluso, están enfrentadas. Las grandes escuelas del neoliberalismo son el anarcocapitalismo, que es la más radical, después está el libertarianismo o libertarismo (que hoy está viviendo un auge bastante grande), la escuela de Chicago (que ha estado más orientada a asesorar políticas económicas) y el neoinstitucionalismo económico».
Zorzin Rey


Anarconeoliberalismo (Anarcoliberalismo)

Movimiento filosófico que promueve la sociedad organizada sin Estado y la protección de la soberanía del individuo a través de la propiedad privada y el mercado libre. En este tipo de sociedad la policía, los tribunales y todos los servicios de seguridad se prestarían a través de la financiación privada en lugar de los impuestos. Por lo tanto, las actividades personales y económicas no serían reguladas por parte de la gestión política.
Los anarconeoliberales consideran que el derecho de propiedad es el único que puede garantizar la libertad individual y que la existencia del Estado atenta contra esos derechos.
Para la solidaridad y la comunidad aplican la ética voluntaria (la beneficencia).


Libertarismo

(Del inglés libertarianism y el latín libertas) Filosofía política que defiende la libertad del individuo en sociedad, referida ésta a la libertad contractual y de asociación, incluida la sindical, cuyas negociaciones deben darse sin la la intervención estatal, los derechos de propiedad privada y la asignación de los recursos a través de la economía de mercado (capitalismo de libre mercado). El libertarismo considera la propiedad y los mercados libres como las bases más sólidas para garantizar la libertad individual. ​ Los libertarios son escépticos a la idea de que la sociedad obtiene más beneficios que perjuicios del Estado (al que identifican con la burocracia y el poder político) y frecuentemente proponen su limitación, e inclusive su eliminación. Sostienen que la ley debe fundamentarse en la protección de los derechos individuales (o libertad negativa o no-invasión). En ocasiones son notorios en la opinión pública por promover la eliminación o la reducción de impuestos y regulaciones, y una reversión importante del Estado de bienestar moderno. ​


Escuela de Chicago

Sus orígenes se encuentran en el departamento de economía y en la escuela de negocios de dicha ciudad. Su característica principal era promover el libre mercado y el monetarismo rechazando la intervención del Estado del Keynesianismo. Milton Friedman, uno de los principales exponentes de la escuela, sostenía que lo que había provocado la depresión de los años 30 no fue la falta de inversión como sostenía Keynes, sino una contracción de la oferta monetaria.
Las medidas económicas propuestas por esta escuela eran la eliminación o reducción de las regulaciones y restricciones impuestas a la actividad económica de los agentes privados; el traspaso o venta de la propiedad estatal a privados, con lo que se lograría una administración eficiente de recursos; la firma de contratos de concesión para que los agentes privados administraran bienes o estructuras estatales; la eliminación de subsidios o ayudas que pudieran interferir en la libre competencia de las empresas; la reducción de la burocracia para hacer más eficiente el aparato estatal.
La aplicación de estas medidas era casi imposible en países occidentales desarrollados donde tanto trabajadores como empresarios se opondrían a su aplicación, por lo que se optó por el Chile de Pinochet como campo de pruebas.


Neoconstitucionalismo

«El objetivo central de esta corriente económica, iniciada en 1930 por Ronald Coase, es resaltar la importancia de las instituciones en el pensamiento neoclásico, que hasta entonces se basaba en ideas como la armonía de los mercados, la competencia perfecta y los agentes económicos super informados. Su idea central es introducir la noción de la empresa como fundamento de las sociedades de mercado, una forma de organización social encargada de englobar transacciones, contratos y derechos de propiedad Una de las agendas del Neoconstitucionalismo es la teoría económica de la política, que luego dará lugar a la denominada Nueva Economía Política, que considera a la política y a la organización estatal como una especie de mercado dentro del mercado. De ahí surge el cuestionamiento sobre la idoneidad de las elecciones o de la deliberación política como medios para alcanzar una buena organización dentro de la sociedad de mercado. Muchos neoconstitucionalistas están vinculados a la SMP: Coase, Buchanan, Stigler. El tema está en cuáles son las ideas: es cierto que proponen un Estado fuerte, pero para que fije reglas claras, para que reglamente la competencia y permita al capitalismo reproducirse. Las reglas son para limitar los costos de transacción, para que se respeten los contratos y los derechos de propiedad».
Zorzin Rey


Posmodernidad

Movimiento cultural occidental que surgió en la década de los 70 y se caracteriza por la crítica del racionalismo, la atención a lo formal, el eclecticismo y la búsqueda de nuevas formas de expresión, junto con una carencia de ideología y compromiso social.

Ahora bien, ¿quiénes son los Posmodernos y qué proponen? Los Posmodernos son un grupo heterogéneo, en su gran mayoría, de intelectuales académicos, hombres y mujeres excesivamente instruidas (con carreras de grado, posgrado, doctorado y posdoctorado) que intervienen con publicaciones y exposiciones dentro del mundillo científico. En general no se preocupan por la política, la económica o la situación social de sus países, raramente se acercan o participan en encuentros o marchas de organizaciones políticas; son militantes, pero de salón. Participan o manifiestan adhesiones desde sus perfiles electrónicos a las causas “universales”, según ellos “aún no saldadas por la modernidad”, entre las que se encuentran: los derechos de los pueblos nativos, el cuidado del medio ambiente, los derechos humanos y las políticas de equidad de género. Más allá de la “buena voluntad”, su acción no puede despegarse de dos males de origen. El primero relacionado con la formación académica y científica. ¿Cómo es esto? En el campo de la filosofía, el pensamiento y las ciencias sociales en general, los Posmodernos han surgido y/o transitado su formación en las principales universidades de las potencias del Atlántico Norte. Más allá de las libertades de cátedra y enseñanza, todo docente o estudiante universitario despierto puede dar cuenta que más-menos existe una dimensión de transferencia de poder ideológico que opera, en la superficie o en el subsuelo: detrás de las programas, lecturas y autores seleccionados. ¿Qué quiero decir? Estas universidades transmitieron su aura de poder imperial, en consecuencia, la crítica a la modernidad de los Posmodernos lejos de discutir las esferas del poder económico de las transnacionales (en más de un 90% situadas en el Atlántico Norte) y el control político militar de la OTAN en Occidente, viraron hacia discutir el legado discursivo de la modernidad, su relato. Con el paso de los años llegaron a cuestionar la validez de la historia, y con ello, la importancia de las tradiciones, costumbres y de la forma de sociabilidad más elemental para los humanos: la familia, hasta llegar a considerarla un resabio de otras épocas, un mandato, una cadena que imposibilitaba el desarrollo personal y el progreso individual. Observo que tras un momento de auge hacia 1992, con su traslúcida crítica a la colonialidad y al eurocentrismo imperante en los relatos históricos, la carencia de una mirada geopolítica y multidimensional (económica, social, cultural) agotó la energía del movimiento Posmoderno, el que, pese a todo, antes de morir, ha logrado diluirse/derretirse en varias corrientes.
Facundo di Vincenzo


Cultura de masas

Conjunto de objetos, bienes o servicios culturales, producidos por las industrias culturales, los cuales van dirigidos a un público diverso. Según los críticos, por ejemplo, Adorno, la masa sigue a la misma cosa. Según la Escuela de Fráncfort, la cultura de masas es el principal medio gracias al cual el capital habría alcanzado su mayor éxito. Entonces, todo el sistema de producción en masa de bienes, servicios e ideas habría hecho aceptar, en términos generales, el modelo impuesto por el sistema capitalista de la mano del consumismo, la tecnología y la rápida satisfacción. Esta cultura se define a través de los medios masivos de comunicación desde el siglo XIX, a través de la imprenta, la radio, el cine, la televisión y en la actualidad con internet. A partir de esto aparecen sociedades que son conformadas por una sociedad de individuos alineados al capitalismo, donde las clases dominantes tienen el poder de introducir en la sociedad productos, ideologías, formas de pensar. Se considera como el desarrollo de un nuevo modelo en el que se refuerzan las diferencias y las desigualdades con estrategias e instrumentos mercadológicos cada vez más elaborados. La ciencia y el conocimiento se ponen al servicio de la producción de unos valores y símbolos estereotipados. Los tres pilares fundamentales de esta cultura son: una cultura comercial, una sociedad de consumo y una institución publicitaria.

«Muchos de los filósofos «posmodernos» -entre comillas- trasladan lo que es real en la cultura de masas al conjunto de las prácticas. En la cultura de masas es cierto que se han disuelto las categorías clásicas, entre otras, la distinción entre verdad y ficción, que nos movemos en un mundo donde esas categorías han perdido totalmente relevancia. Pero no me parece que debamos tomar ese elemento que es particular de la cultura de masas como un dato para entender el conjunto del funcionamiento social. Estamos muy amenazados por la expansión de los medios, pero no me parece que un ámbito como la lucha social, por ejemplo, deba asimilar y repetir las posiciones discursivas que genera la cultura de masas. La cuestión de que la cultura de masas no permite establecer con claridad la distinción entre verdad y ficción está ya en un texto de Lukács de 1913 sobre el cine, donde dice que en el cine ya se perdió la distinción entre verdad y ficción porque lo que vemos es siempre real. Me parece que hay ahí un punto de partida para localizar este asunto de la expansión de la ficción, de la ilusión de verdad y el efecto de falsedad de una sociedad de la imagen, esta sociedad que ha expandido lo que estaba presente en los orígenes, de un modo muy limitado, en el cine, que nos lleva, a menudo, hoy, a una concepción de la verdad que no es pertinente porque pertenece a este ámbito preciso y no a todas las prácticas de la sociedad. Los filósofos «posmodernos» son filósofos de la cultura de masas y ven el mundo bajo la forma de la cultura de masas».
Ricardo Piglia


Posverdad

Distorsión deliberada de la realidad en la que las apelaciones a las emociones y las creencias personales tienen mayor importancia y valor que los hechos objetivos y comprobables. Su fin es crear y modelar una opinión pública y así influir en las actitudes sociales.
Para algunos autores la posverdad es sencillamente una mentira o una estafa, ambas encubriendo la propaganda política o la manipulación mediática.

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Número 74

Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia

Revista Malabia número 74

Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia

Las narraciones capaces de transformar el mundo y de descubrir en él nuevas dimensiones nunca las crea la voluntad de una sola persona. Su surgimiento obedece más bien a un proceso complejo, en el que participan diversas fuerzas y distintos actores. En definitiva, son la expresión del modo de sentir de una época. Estas narraciones, con su verdad intrínseca, son lo contrario de las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, de las micronarrativas del presente, que carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad.
La narración es una forma conclusiva. Constituye un orden cerrado, que da sentido y proporciona identidad. En la Modernidad tardía, que se caracteriza por la apertura y la eliminación de fronteras, se van suprimiendo cada vez más las formas de cerrar y de concluir. Pero, al mismo tiempo, en vista de una permisividad cada vez mayor, aumenta la necesidad de narrativas como formas conclusivas. A esta necesidad obedecen las narrativas de los populismos, los nacionalismos, las derechas extremas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas. Estas narrativas se toman como ofertas de sentido e identidad. Sin embargo, en la era posnarrativa, cuando cada vez es mayor la experiencia de que todo es contingente, las narrativas no desarrollan ninguna vigorosa fuerza de cohesión.
Las narraciones son generadoras de comunidad. El storytelling, por el contrario, sólo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores. Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento en torno al cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo remplaza la pantalla digital, que aísla a las personas convirtiéndolas en consumidores. Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo. No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de uno mismo. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa.
El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo. El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones. Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling. Contar historias es venderlas.
Byung – Chul Han


La exitosa expansión de la novela histórica (ficción histórica) no puede atribuirse únicamente al gusto espontáneo del público lector. Las editoriales montan una verdadera cadena de producción a partir de cualquier autor que consigue un cierto nivel de ventas. Las secciones especializadas de los periódicos, por su parte, promocionan con reiteración un mismo puñado de títulos y nombres. Tampoco falta el aporte de la educación formal, a cargo de asesores pedagógicos que siempre se muestran dispuestas a ahorrarles a los adolescentes el esfuerzo de leer al menos unos cuantos párrafos de las grandes obras. Esta conjunción de factores permite que muchos incautos confundan la masiva circulación de algunas novelas históricas con la formación de un público versado en historia.
Las novelas históricas pasatistas tienen una inspiración posmoderna, puesto que se sustentan en presupuestos como la imposibilidad de conocer el pasado, el carácter discursivo de lo social y la imposibilidad de diferenciar ficción de realidad. Desde esa postura, destruyen la idea de una historia total, que caracterizó distintas corrientes historiográficas, desde el marxismo hasta la escuela francesa de Annales. La supuesta hibridación de géneros que defienden estas novelas esconde una deliberada iniciativa para evitar el abordaje de las cuestiones fundamentales de la historia.
Ariel Vittor


Pocos días antes de su trágica muerte, en un simposio realizado en Chiapas, Guillermo Bonfil Batalla advirtió que sobre América Latina pesaba el riesgo de un fracaso histórico aún mayor que el precedente, y acaso definitivo, pues en el nuevo orden mundial nos dejamos poner otra vez en un papel subalterno, de mendigos, ya que tanto las metas como las reglas de juego están siendo fijadas sin nuestra participación. En la misma reunión, Darcy Ribeiro planteó que el subcontinente se hallaba amenazado por una recolonización, y que frente al aplanamiento de nuestra diversidad y la pérdida de nuestros restos de soberanía, las clases dirigentes y los intelectuales piensan más en incrementar su poder y sus prebendas que en definir un proyecto propio. Creo que tal falta de lucidez nos viene de lejos, conectándose con esa vieja dialéctica civilización/barbarie que aún nos signa, en la medida en que lo extraño, lo no occidental o lo occidentalizado apenas superficialmente es visto como bárbaro, es decir, como blanco para el etnocidio impune, para la deculturación compulsiva y el silenciamiento. Rara vez se intentó repensar lo moderno como un proyecto conciliable con las tradiciones, con los valores culturales propios.
Adolfo Colombres


Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del Estado que a pensar y a luchar por definir el proyecto latinoamericano.
Darcy Ribeiro


La tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano me parece una confusión y un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y contribuye a confinar a los escritores en el ghetto de la latinoamericanidad. Si la obra de un escritor no coincide con la imagen latinoamericana que tiene un lector europeo, se deduce inmediatamente de esta divergencia la inautenticidad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos, singulares inclinaciones europeizantes. Eso significa que Europa se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia dejándonos lo que concibe como típicamente latinoamericano.
La mayoría de los escritores latinoamericanos comparte esa opinión; el nacionalismo y el colonialismo son así dos aspectos de un mismo fenómeno que, en consecuencia, no debe ser estudiado por separado, aun cuando por un lado se trate del nacionalismo del colonizador y por el otro del nacionalismo del colonizado.
Juan José Saer


En nuestra sociedad se considera útil sólo aquello que produce beneficios. Siguiendo esa lógica, la música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos de Estado, la arqueología, son considerados inútiles porque no producen beneficios. No es extraño entonces que, cuando los gobiernos hacen recortes, lo primero en recortar son esas cosas inútiles. No se dan cuenta que al eliminarlas cortan el futuro de la humanidad. El drama que vivimos es que todos los ámbitos de nuestra vida están contaminados por la idea del beneficio y del lucro. No se educa más a las nuevas generaciones en el amor por el bien común, por el desinterés, por lo gratuito, sino en el amor al dinero, a lo útil, al beneficio personal. Profesores y rectores universitarios se han convertido en managers, y hablan un lenguaje contaminado por la lógica económica, que no es neutro y que domina todas las capas de la vida. Los estudiantes estudian para conseguir créditos y para pagar deudas. Kant lo explica muy bien: ¿En qué me beneficia ir a un concierto? Mi amor por la música es un amor desinteresado y sólo ese amor me hace mejor.
En una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio, el conocimiento es la única forma de resistencia. Porque con el dinero se puede comprar cualquier cosa; parlamentarios, políticos, jueces, el éxito, la vida erótica. Sólo hay una cosa que no se compra con dinero: el conocimiento. Si soy un gran magnate y quiero comprar el saber, ni un cheque en blanco me valdría. El precio del saber es el esfuerzo personal. El conocimiento no se compra, se conquista.
Nuccio Ordine


La cuestión es cómo conocer la validez de las verdades subjetivas discutibles sin caer dentro de la trampa posmoderna del relativismo nihilista. El «todo vale» no es suficiente cuando se trata de relatos de represión, tortura, fuga e intentos de permanecer con vida mientras la violencia reina. Tampoco es suficiente en un contexto donde las distorsiones, las verdades parciales, las mentiras totales y la propaganda tienen serias y duraderas implicaciones para la gente.
Nadje Sadig Al-Ali


A medida que nuestra sociedad sigue desmoronándose bajo el impacto del capitalismo consumista global, parece que el cine se irá interesando por representar la consiguiente desintegración del yo. Existen menos certidumbres y mucha gente se aferrará ahora a cualquier punto de referencia para mantenerse junta. Hay una necesidad desesperada de que se nos diga con qué identificarnos, qué es in y qué no lo es, qué pensar, qué clase de hombre o mujer debemos ser.
Uno de los problemas es que la necesidad constante de redefinir la femineidad y la masculinidad se ha convertido en una industria en sí. No puedo evitar tener la impresión de que todo es una pantalla de humo sin sentido que sólo sirve para evitar que nos planteemos las cuestiones importantes.
Irvine Welsh


¿Qué se vuelve finalmente la comunidad de las personas en un mundo donde cada libertad surge aisladamente? Bakunin escribía: «No soy verdaderamente libre sino cuando todos los seres que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres (…) No me vuelvo libre sino por la libertad de los otros» Precisión capital: la reivindicación de mi propia libertad está demasiado unida al instinto para no ser sospechosa, y se puede decir justamente que el sentido de la libertad comienza con el sentido de la libertad del otro. Esta cooperación de las libertades está excluida de un mundo donde cada libertad sólo puede unirse a la libertad del otro avasallándola o haciéndose avasallar por ella; interiormente enraizada en una necesidad, una tal libertad no puede comunicar más que una necesidad (Sartre). Esa libertad no libera a quien se le acerca, sólo sabe a lo sumo arrancarlo al sueño y arrastrarlo en su torbellino irresistible. Por el contrario, la libertad de la persona crea en torno a ella la libertad por una suerte de levedad contagiosa, tal como la alienación, a la inversa engendra alienación.
Emmanuel Mounier


La acción sobre la naturaleza no puede, sin catástrofe, entregarse al delirio de su propia aceleración, el delirio que confesaba Ford cuando respondía, a quien le preguntaba por qué desarrollaba sus empresas sin cesar: «Porque no puedo detenerme». No consiste en imponer a las cosas una relación de amo a esclavo. La persona sólo se libera liberando. Y está llamada a liberar tanto a las cosas como a la humanidad. Marx decía que el capitalismo degrada las cosas rebajándolas a mercancías, a mecanismos de provecho, haciendo zozobrar su misma dignidad de cosas, por ejemplo las que sabe darles el poeta. Procedemos a esta degradación cada vez que consideramos a las cosas únicamente como obstáculos que hay que vencer, materia de posesión y dominación. El poder discrecional que entonces queremos ejercer sobre ellas no tarda en comunicarse a las relaciones humanas, en producir la tiranía, que viene siempre del hombre y no de las cosas. El movimiento del marxismo, que piensa que la misión del hombre consiste, por lo contrario, en elevar la dignidad de las cosas humanizando la naturaleza, está aquí próximo al cristianismo, que da a la humanidad vocación de redimir por el trabajo, redimiéndose, a una naturaleza que el hombre arrastró en su caída. El valor central que adquiere en Marx la actividad práctica del hombre (praxis) es una especie del valor central que adquiere en la tradición cristiana del trabajo.
Emmanuel Mounier

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Número 74

Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido / Nick Ravangel

Revista Malabia número 74

Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido / Nick Ravangel

Sheldon Sanford Wolin (1922-2015). Filósofo y politólogo estadounidense. Profesor emérito en la Universidad de Princeton de 1973 a 1987. En 1950 recibió el doctorado en la Universidad de Harvard. Profesor eventual en distintas universidades de Estados Unidos, Europa y Japón.
Sus experiencias vitales fueron las de un niño de la Gran Depresión, un aviador de la Segunda Guerra Mundial, un judío en la era del Holocausto y un activista de los años sesenta.
Su enfoque de la historia del pensamiento, ya desde Política y visión (1960), difiere del clásico académico, basado en el análisis cuantitativo y el conductismo. Desde su punto de vista, los acontecimientos que le había tocado vivir -manifestaciones estudiantiles en los años 60, la Guerra Fría con su retórica capitalismo contra comunismo, las presidencias de Nixon, Ford y Reagan- carecían, desde la óptica académica, de un estudio teórico a la luz de las ideas políticas amplias y diversas.
Él insistía en que la filosofía, incluso la escrita por los antiguos griegos, no era una reliquia, sino una herramienta vital para examinar las certezas de los sistemas contemporáneos de poder y pensamiento político. Y agregaba que el papel de la teoría política no se limita al examen crítico de los sistemas de ideas, sino que actúa como una fuerza que ayuda a moldear las políticas públicas, las direcciones gubernamentales y, sobre todo, la educación cívica, para fomentar una sociedad más democrática, más igualitaria, más educada y culta. Por todo ello concluía que la parte académica de la teoría política es secundaria, porque elige por encima de todo la revolución del comportamiento, no como una teoría, sino como la creciente rutina exigida por las estructuras económicas y sociales modernas, mera recopilación de datos y minucias académicas que desplazan la visión crítica.
En su ensayo, Teoría política como vocación (1969), escrito en el contexto de la Guerra Fría, la Guerra de Vietnam y el Movimiento por los Derechos Civiles, abunda en esos conceptos, haciendo una dura crítica al conductismo como verdadero causante de la incapacidad para comprender las crisis de la época. Afirma que nuestro tiempo requiere revisar una serie de teorías políticas épicas de pensadores que se empeñaron en ver el mundo de manera diferente para cambiar sus sociedades (Platón, Maquiavelo, Marx, Hobbes) y cuyos escritos, si no lograron su objetivo, al menos perduraron “como un monumento a las aspiraciones del pensamiento”.
En el libro Democracia gestionada y el espectro del totalitarismo invertido (2008) defendió la política democrática contra el surgimiento del neoliberalismo y las guerras imperiales, estableciendo una distinción entre democracia administrada y democracia fugitiva. La administrada es el espectáculo rutinario de la política electoral, disfrazada de verdadera democracia en la mayoría de los autoproclamados regímenes democráticos, fachada y pantalla de la economía capitalista moderna. La fugitiva queda limitada a esos escasos momentos de genuina participación democrática en los que el pueblo recupera el poder político: la esencia de la verdadera democracia.
A la democracia actual, administrada, gestionada, Wolin la considera una nueva forma de totalitarismo, al que llama totalitarismo invertido por oposición al totalitarismo clásico, que define como una forma de controlar la economía de manera firme subordinándola a la política, lo que en general se consigue a través de un personaje carismático.
El totalitarismo invertido prospera entre ciudadanos pasivos y políticamente desmovilizados y apáticos, que rara vez van más allá de su papel asignado como espectadores y consumidores. El sistema económico de esta forma de democracia es el capitalismo (hoy neoliberalismo), que en la actualidad ejerce el control sobre el estado, es decir, la economía domina por completo la política. Y la coartada que utiliza para lograrlo es anunciar objetivos y comportamientos democráticos, ocultando sus prioridades, económicas y expansionistas. El capitalismo en este totalitarismo es semejante al del anonimato sin rostro del estado corporativo empresarial, profundamente indiferente al bienestar de los pobres. Porque el totalitarismo invertido -a diferencia del totalitarismo clásico, que hizo la vida incierta a los ricos y privilegiados al proporcionar programas sociales para la clase trabajadora y los pobres- explota a las clases necesitadas, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, así como reglamentando la educación de masas para lograr una fuerza laboral insegura y amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios.
El empleo precarizado -en una economía de alta tecnología, volátil y globalizada, con reducción de personal, falta de defensa sindical, habilidades rápidamente desactualizadas, transferencia de empleos al exterior- crea una economía de miedo, mediatizado por un sistema de control eminentemente racional cuyo poder se alimenta de la incertidumbre. El resultado de todo esto es una ciudadanía en continuo estado de preocupación y zozobra y que, sometida a la competencia individual, anhela la estabilidad política en lugar del compromiso cívico, la protección en lugar de participación política, y permanece pasiva, alejada de la participación en el poder. Se le permite votar, pero una vez finalizado el carrusel electoral, las corporaciones y sus grupos de presión vuelven a la tarea de gobernar olvidándolos.
El estado corporativo, legitimado por las elecciones que controla, reescribe y distorsiona la legislación que antaño protegió la democracia con el fin de abolirla. Los derechos básicos son revocados por mandato judicial y legislativo. Y los medios de comunicación social y las élites, especialmente los intelectuales, académicos e investigadores, comprados e integrados perfectamente en el sistema, fomentan, si cabe más, la despolitización de la ciudadanía y la uniformización de la opinión pública, lo que hace irrelevante la disidencia política, tachada de antisistema, ultraizquierdista, extremista, terrorista.
El totalitarismo invertido desarrolla una democracia administrada. Por un lado, el gobierno asimila los modos de una corporación empresarial que, enfrentada al ideal republicano clásico del servicio público desinteresado, se vuelve más elitista y favorece a quienes reclaman experiencia en el manejo de la nación para obtener el máximo beneficio. En realidad se trata de una fusión entre capitalismo y democracia, «una antipolítica de competencia más que de cooperación», un agresivo programa de privatización que lleva a la depreciación de la democracia en cuanto representación y rendición de cuentas ante el pueblo. En teoría, las formas básicas de autogobierno popular se mantienen, pero su contenido está vacío, porque los mayores espacios del Estado se van subordinando a las maquinaciones de intereses de cabildeo corporativo, desalentando a las personas a ejercer una acción democrática real y participativa, lo que promueve una creciente “lasitud cívica” y una “democracia sin ciudadanos”, en la que la soberanía popular se reduce a la “soberanía del consumidor”.
El totalitarismo invertido no gira en torno a un demagogo o un líder carismático como en el totalitarismo clásico, sino a centros corporativos generalmente anónimos que rinden homenaje al ideal democrático y a la Constitución, a las libertades civiles, a la libertad de prensa y a la independencia del poder judicial, a la fachada externa de la política electoral, a su iconografía, a las tradiciones y al lenguaje del patriotismo, pero al mismo tiempo que lo hacen, subvierten las instituciones democráticas. El totalitarismo invertido, arteramente, profesa ser lo contrario de lo que de hecho es, y renunciando a su verdadera identidad confía en que sus desviaciones se irán normalizando como “cambio de progreso”.
Durante el mandato de Roosevelt en la década de los años 30, existía en USA un capitalismo regulado, en cierta manera, por el Estado, en un intento de controlar la actividad corporativa para el bien común. Pero a partir de la Segunda Guerra Mundial, el imaginario constitucional sucumbió al imaginario de poder de la Guerra Fría. La preocupación por el bienestar, la participación y la igualdad, fue reemplazada con una ideología “desmaterializada” de patriotismo, anticomunismo y miedo, es decir, una nueva ideología maniquea al servicio de la riqueza corporativa y la desigualdad. Los programas sociales del gobierno se redujeron o eliminaron al amparo de la reducción de costos y la mejora de la “eficiencia”. La Guerra Fría generó un aumento masivo en el gasto de defensa, lo que a su vez hizo que la economía estadounidense pasara a depender, en gran parte, de las industrias de defensa corporativas. El secuestro del gobierno por parte de las corporaciones y militaristas de la guerra permitió que el complejo militar-industrial desangrara al país.
Para Wolin, los militaristas y los corporativistas, que formaron una coalición para orquestar el surgimiento de un imperio estadounidense global después de la guerra, fueron las fuerzas que extinguieron la democracia estadounidense. Por ello llamó al totalitarismo invertido la verdadera cara de la superpotencia. Los especuladores y militaristas, a la vez que “normalizaron” la guerra, desangraron al país de sus recursos, desmantelaron las instituciones y organizaciones populares ( los sindicatos) y de esa forma desempoderaron y empobrecieron a los trabajadores.
Wolin advirtió que nunca habrá un retorno a la verdadera democracia hasta que se reduzca el poder de los militaristas y las corporaciones, porque un estado de guerra no puede ser un estado democrático. Y que de seguir en esa senda, Estados Unidos no sólo se convertiría en un estado totalitario, porque imperialismo y democracia son incompatibles, sino que su expansión lo llevaría a su fin, como ocurrió con todos los imperios.


Textos de Wolin

El gobierno no necesita acabar con la disidencia. La uniformidad de la opinión pública impuesta a través de los medios corporativos hace un trabajo muy efectivo.

La trivialización del discurso político es una táctica utilizada para dejar al público fragmentado, antagónico y emocionalmente cargado, mientras que queda sin cuestionar el poder corporativo y el imperio.

El empleo en una economía globalizada, volátil y de alta tecnología es normalmente tan precario como durante una depresión a la antigua. El resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se practica en medio de un estado continuo de preocupación. Hobbes tenía razón: cuando los ciudadanos están inseguros y al mismo tiempo impulsados por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política en lugar de compromiso cívico, protección en lugar de participación política.

Las reducciones de plantilla, la reorganización, el estallido de burbujas, el descalabro de los sindicatos, el rápido envejecimiento de las cualificaciones y la transferencia de puestos de trabajo al extranjero crean no sólo miedo, sino una economía del miedo, un sistema de control cuyo poder se alimenta de la incertidumbre y, sin embargo, un sistema que, según sus analistas, es eminentemente racional.

En lugar de participar en el poder, se invita al ciudadano virtual a tener “opiniones”: respuestas mensurables a preguntas prediseñadas para obtenerlas.
Si el propósito principal de las elecciones es elegir a legisladores maleables para que los grupos de presión los moldeen, tal sistema merece ser llamado «gobierno distorsionado o clientelar”. Es, al mismo tiempo, un poderoso factor que contribuye a la despolitización de la ciudadanía, así como una razón más para caracterizar el sistema como antidemocrático.

Las guerras culturales pueden parecer un indicio de una fuerte implicación política. En realidad son un sustituto. La notoriedad que reciben de los medios de comunicación y de los políticos, deseosos de adoptar posturas firmes sobre cuestiones no sustantivas sirve para distraer la atención y contribuir a una política de canto a lo intrascendente.

A través de una combinación de contratos gubernamentales, fondos corporativos y de fundaciones, proyectos conjuntos que involucran a investigadores universitarios y corporativos, y donantes individuales acaudalados, las universidades — especialmente las llamadas universidades de investigación — , intelectuales, académicos e investigadores se han integrado perfectamente en el sistema. No hay libros quemados, no hay Einsteins refugiados.

Cuando el mito comienza a gobernar a los responsables de las tomas de decisiones en un mundo donde abundan la ambigüedad y la obstinación de los hechos, el resultado es una desconexión entre los actores y la realidad. Se convencen a sí mismos de que las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva y capacidades nucleares: que su propia nación es privilegiada por un dios que inspiró a los Padres Fundadores y la redacción de la Constitución de la nación y que no existe una estructura de clases de grandes y obstinadas desigualdades. Unos pocos, sombríos pero alegres, ven presagios de un mundo que está viviendo “los últimos días”.

La defensa nacional fue declarada inseparable de una economía fuerte. La fijación en la movilización y el rearme inspiró la desaparición de temas como la regulación y el control de las empresas de la agenda política nacional. El defensor del mundo libre necesitaba el poder de la corporación globalizada y en expansión, no una economía obstaculizada por la “destrucción de la confianza”. Además, como el enemigo era rabiosamente anticapitalista, cada medida que fortalecía al capitalismo era un golpe contra el enemigo. Una vez trazadas las líneas de batalla entre el comunismo y la “sociedad libre”, la economía se volvió intocable para fines distintos del “fortalecimiento” del capitalismo. La fusión final sería entre capitalismo y democracia. Una vez que la identidad y la seguridad de la democracia se identificaron con éxito con la Guerra Fría y con los métodos para llevarla a cabo, se preparó el escenario para la intimidación de la mayoría de los políticos de izquierda o de derecha.

Cuando un gobierno limitado por la Constitución utiliza armas de horrendo poder destructivo, subvenciona su desarrollo y se convierte en el mayor traficante de armas del mundo, la Constitución es invocada para servir como aprendiz del poder y no como su conciencia.

El hecho de que el ciudadano patriótico apoye inquebrantablemente a los militares y su enorme presupuesto significa que los conservadores han logrado persuadir al público de que los militares son distintos del gobierno. De este modo, el elemento más sustancial del poder estatal se elimina del debate público. Del mismo modo, en su nueva condición de ciudadano imperial, el creyente sigue despreciando la burocracia, pero no duda en obedecer las directrices emitidas por el Departamento de Seguridad Nacional, el departamento gubernamental más grande e intrusivo de la historia de la nación. La identificación con el militarismo y el patriotismo, junto con las imágenes de poderío estadounidense proyectadas por los medios de comunicación, sirve para hacer que el ciudadano individual se sienta más fuerte, compensando así los sentimientos de debilidad promovidos por la economía en una fuerza laboral sobrecargada, agotada e insegura. Para su anti política, el totalitarismo invertido requiere “trabajadores con contratos temporales”, creyentes, patriotas y no sindicalizados.

En un sentido fundamental, nuestro mundo se ha convertido, como tal vez ningún otro mundo anterior, en el producto del diseño, el producto de teorías sobre estructuras humanas deliberadamente creadas en lugar de ser resultados históricamente articulados. Pero en otro sentido, la encarnación de la teoría en el mundo ha supuesto la creación de un mundo impermeable a la teoría. Las estructuras gigantescas y rutinarias desafían toda alteración fundamental y, al mismo tiempo, muestran una legitimidad incuestionable, pues los principios racionales, científicos y tecnológicos en los que se basan parecen estar en perfecta concordancia con una época comprometida con la ciencia, el racionalismo y la tecnología. Sobre todo, es un mundo que parece haber hecho superflua la teoría épica. La teoría, como Hegel había previsto, debe tomar la forma de “explicación”. Verdaderamente, parece ser la era en la que el búho de Minerva ha levantado el vuelo.

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Este texto está basado en artículos de Chris Hedges, Profesor de la Universidad de Princeton.

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Número 74

The tell-tale heart / Edgar Allan Poe

Revista Malabia número 74

The tell-tale heart / Edgar Allan Poe

TRUE! Nervous, very, very dreadfully nervous I had been and am; but why will you say that I am mad? The disease had sharpened my senses -not destroyed, not dulled them. Above all was the sense of hearing acute. I heard all things in the heaven and in the earth. I heard many things in hell. How, then, am I mad? Hearken! And observe how healthily, how calmly I can tell you the whole story.

It is impossible to say how first the idea entered my brain; but once conceived, it haunted me day and night. Object there was none. Passion there was none. I loved the old man. He had never wronged me. He had never given me insult. For his gold I had no desire. I think it was his eye! yes, it was this! One of his eyes resembled that of a vulture: a pale blue eye, with a film over it. Whenever it fell upon me, my blood ran cold; and so by degrees -very gradually- I made up my mind to take the life of the old man, and thus rid myself of the eye for ever.

Now this is the point. You fancy me mad. Madmen know nothing. But you should have seen me. You should have seen how wisely I proceeded, with what caution, with what foresight, with what dissimulation I went to work! I was never kinder to the old man than during the whole week before I killed him. And every night, about midnight, I turned the latch of his door and opened it. Oh, so gently! And then, when I had made an opening sufficient for my head, I put in a dark lantern, all closed, closed, so that no light shone out, and then I thrust in my head. Oh, you would have laughed to see how cunningly I thrust it in! I moved it slowly, very, very slowly, so that I might not disturb the old man’s sleep. It took me an hour to place my whole head within the opening so far that I could see him as he lay upon his bed. Ha! Would a madman have been so wise as this? And then, when my head was well in the room, I undid the lantern cautiously. Oh, so cautiously! Cautiously (for the hinges creaked) I undid it just so much that a single thin ray fell upon the vulture eye. And this I did for seven long nights, every night just at midnight, but I found the eye always closed; and so it was impossible to do the work; for it was not the old man who vexed me, but his Evil Eye. And every morning, when the day broke, I went boldly into the chamber, and spoke courageously to him, calling him by name in a hearty tone, and inquiring how he had passed the night. So you see he would have been a very profound old man, indeed, to suspect that every night, just at twelve, I looked in upon him while he slept.

Upon the eighth night I was more than usually cautious in opening the door. A watch’s minute hand moves more quickly than did mine. Never before that night had I felt the extent of my own powers, of my sagacity. I could scarcely contain my feelings of triumph. To think that there I was, opening the door, little by little, and he not even to dream of my secret deeds or thoughts. I fairly chuckled at the idea; and perhaps he heard me; for he moved on the bed suddenly, as if startled. Now you may think that I drew back, but no. His room was as black as pitch with the thick darkness (for the shutters were close fastened, through fear of robbers), and so I knew that he could not see the opening of the door, and I kept pushing it on steadily, steadily.

I had my head in, and was about to open the lantern, when my thumb slipped upon the tin fastening, and the old man sprang up in the bed, crying out. “Who’s there?”

I kept quite still and said nothing. For a whole hour I did not move a muscle, and in the meantime I did not hear him lie down. He was still sitting up in the bed listening, just as I have done, night after night, hearkening to the death watches in the wall. Presently I heard a slight groan, and I knew it was the groan of mortal terror. It was not a groan of pain or of grief -oh, no!- it was the low stifled sound that arises from the bottom of the soul when overcharged with awe. I knew the sound well. Many a night, just at midnight, when all the world slept, it has welled up from my own bosom, deepening, with its dreadful echo, the terrors that distracted me. I say I knew it well. I knew what the old man felt, and pitied him, although I chuckled at heart. I knew that he had been lying awake ever since the first slight noise, when he had turned in the bed. His fears had been ever since growing upon him. He had been trying to fancy them causeless, but could not. He had been saying to himself: “It is nothing but the wind in the chimney, it is only a mouse crossing the floor,” or “it is merely a cricket which has made a single chirp.” Yes, he has been trying to comfort himself with these suppositions; but he had found all in vain. All in vain, because Death, in approaching him, had stalked with his black shadow before him, and enveloped the victim. And it was the mournful influence of the unperceived shadow that caused him to feel, although he neither saw nor heard, the presence of my head within the room.

When I had waited a long time, very patiently, without hearing him lie down, I resolved to open a little, a very, very little crevice in the lantern. So I opened it, you cannot imagine how stealthily, stealthily. until, at length, a single dim ray, like the thread of the spider, shot from out the crevice and full upon the vulture eye.

It was open, wide, wide open, and I grew furious as I gazed upon it. I saw it with perfect distinctness -all a dull blue- with a hideous veil over it that chilled the very marrow in my bones; but I could see nothing else of the old man’s face or person: for I had directed the ray as if by instinct, precisely upon the damned spot.

And now have I not told you that what you mistake for madness is but over-acuteness of the senses? Now, I say, there came to my ears a low, dull, quick sound, such as a watch makes when enveloped in cotton. I knew that sound well too. It was the beating of the old man’s heart. It increased my fury, as the beating of a drum stimulates the soldier into courage.

But even yet I refrained and kept still. I scarcely breathed. I held the lantern motionless. I tried how steadily I could maintain the ray upon the eye. Meantime the hellish tattoo of the heart increased. It grew quicker and quicker, and louder and louder every instant. The old man’s terror must have been extreme! It grew louder, I say, louder every moment. Do you mark me well? I have told you that I am nervous: so I am. And now at the dead hour of the night, amid the dreadful silence of that old house, so strange a noise as this excited me to uncontrollable terror. Yet, for some minutes longer I refrained and stood still. But the beating grew louder, louder! I thought the heart must burst. And now a new anxiety seized me: the sound would be heard by a neighbor! The old man’s hour had come! With a loud yell, I threw open the lantern and leaped into the room. He shrieked once, once only. In an instant I dragged him to the floor, and pulled the heavy bed over him. I then smiled gaily, to find the deed so far done. But, for many minutes, the heart beat on with a muffled sound. This, however, did not vex me; it would not be heard through the wall. At length it ceased. The old man was dead. I removed the bed and examined the corpse. Yes, he was stone, stone dead. I placed my hand upon the heart and held it there many minutes. There was no pulsation. He was stone dead. His eye would trouble me no more.

If still you think me mad, you will think so no longer when I describe the wise precautions I took for the concealment of the body. The night waned, and I worked hastily, but in silence. First of all I dismembered the corpse. I cut off the head and the arms and the legs.

I then took up three planks from the flooring of the chamber, and deposited all between the scantlings. I then replaced the boards so cleverly, so cunningly, that no human eye, not even his, could have detected any thing wrong. There was nothing to wash out: no stain of any kind, no blood-spot whatever. I had been too wary for that. A tub had caught all. Ha! ha! When I had made an end of these labors, it was four o’clock and still dark as midnight. As the bell sounded the hour, there came a knocking at the street door. I went down to open it with a light heart: For what had I now to fear? There entered three men, who introduced themselves, with perfect suavity, as officers of the police. A shriek had been heard by a neighbor during the night; suspicion of foul play had been aroused; information had been lodged at the police office, and they (the officers) had been deputed to search the premises.

I smiled. For what had I to fear? I bade the gentlemen welcome. The shriek, I said, was my own in a dream. The old man, I mentioned, was absent in the country. I took my visitors all over the house. I bade them search, search well. I led them, at length, to his chamber. I showed them his treasures, secure, undisturbed. In the enthusiasm of my confidence, I brought chairs into the room, and desired them here to rest from their fatigues, while I myself, in the wild audacity of my perfect triumph, placed my own seat upon the very spot beneath which reposed the corpse of the victim.

The officers were satisfied. My manner had convinced them. I was singularly at ease. They sat, and while I answered cheerily, they chatted of familiar things. But, ere long, I felt myself getting pale and wished them gone. My head ached, and I fancied a ringing in my ears: but still they sat and still chatted. The ringing became more distinct. It continued and became more distinct. I talked more freely to get rid of the feeling, but it continued and gained definitiveness until, at length, I found that the noise was not within my ears.

No doubt I now grew very pale, but I talked more fluently, and with a heightened voice. Yet the sound increased, and what could I do? It was a low, dull, quick sound: much such a sound as a watch makes when enveloped in cotton. I gasped for breath, and yet the officers heard it not. I talked more quickly, more vehemently, but the noise steadily increased. I arose and argued about trifles, in a high key and with violent gesticulations, but the noise steadily increased. Why would they not be gone? I paced the floor to and fro with heavy strides, as if excited to fury by the observation of the men, but the noise steadily increased. Oh God! what could I do? I foamed, I raved, I swore! I swung the chair upon which I had been sitting, and grated it upon the boards, but the noise arose over all and continually increased. It grew louder, louder, louder! And still the men chatted pleasantly, and smiled. Was it possible they heard not? Almighty God! No, no! They heard! They suspected! They knew! They were making a mockery of my horror! This I thought and this I think. But anything was better than this agony! Any thing was more tolerable than this derision! I could bear those hypocritical smiles no longer! I felt that I must scream or die! And now again! Hark! Louder! Louder! Louder! Louder!

“Villains!”, I shrieked. “Dissemble no more! I admit the deed! Tear up the planks! Here, here! It is the beating of his hideous heart!”

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Número 74

El corazón delator / Edgar Allan Poe

Revista Malabia número 74

El corazón delator / Edgar Allan Poe

¡Cierto! He sido, y soy, horrorosamente nervioso, ¿pero por qué dicen que estoy loco? La enfermedad ha afilado mis sentidos, no los ha destruido ni embotado. Por encima de todo, el sentido del oído se ha agudizado: he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y muchas del infierno. ¿Cómo puedo entonces estar loco? ¡Atención! Observen con cuánta calma y cordura puedo contarles la historia completa.
Es imposible decir cómo entró la idea en mi mente por primera vez, pero una vez concebida me obsesionó día y noche. No había en ella objeto ni pasión. Yo amaba al viejo, que nunca me había hecho mal alguno ni insultado. Nunca he sentido deseo por su oro. ¡Pienso que era su ojo! Sí, era eso. Uno sus ojos, azul pálido y con una catarata, me recordaba al de un buitre. Cuando aquel ojo se fijaba en mí, mi sangre se enfriaba, así que por grados y lentamente se me metió en la cabeza terminar con la vida del viejo para librarme así de aquel ojo para siempre. Ahora, este es el asunto. Me consideran loco, pero los locos no saben nada. Deberían verme. Verían que procedo sabiamente, que comencé el trabajo con precaución, con previsión, con disimulo. Nunca fui tan amable con el viejo que durante la entera semana anterior a matarlo. Cada noche, alrededor de la medianoche, descorría el pestillo de su puerta y la abría suavemente. Y cuando había entreabierto lo suficiente para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna oscura, toda cerrada, cerrada, para que no asomase ni un rayo de luz, y entonces metía la cabeza. ¡Oh, se hubieran reído al ver cuan astutamente la introducía! Me movía lentamente, muy lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Una hora tardaba en acomodar mi cabeza en la rendija hasta que podía ver bien su cuerpo tendido en la cama. ¿Habría sido un loco tan sabio? Y entonces, con la cabeza ya en la habitación, abrí la linterna con precaución, con mucha precaución porque las bisagras crujían, hasta permitir que sólo un débil rayo encontrase el ojo de buitre. Y lo hice durante siete largas noches -cada una a medianoche-, pero encontré siempre el ojo cerrado, por lo que me fue imposible hacer mi trabajo. No era el viejo el problema, sino el Ojo Maldito. Cada mañana, apenas amanecía, entraba resueltamente en su habitación y le hablaba con valentía, llamándolo cordialmente por su nombre y preguntándole cómo había pasado la noche. Por lo que queda claro que muy profundo debía ser el viejo, por supuesto, para sospechar que cada noche a las doce lo observaba mientras dormía.
La octava noche fui más cauteloso que nunca al abrir la puerta. La aguja de un reloj se mueve más rápido de lo que se movió mi mano. Nunca antes de aquella noche había sentido el alcance de mis poderes y de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta poco a poco y él ni siquiera soñaba mis hechos secretos y mis pensamientos. Reí entre dientes ante la idea y quizá él me oyó, porque se movió de repente en la cama como si se hubiera sorprendido. Pueden pensar que me retiré, pero no lo hice. La habitación estaba totalmente a oscuras (las ventanas estaban cuidadosamente cerradas por miedo a los ladrones), por lo que sabía que él no podía verme abrir la puerta, así que continué empujándola cuidadosamente.
Ya había introducido la cabeza y me disponía a abrir la linterna cuando mi pulgar resbaló sobre el cierre de lata. El viejo se incorporó en la cama gritando ¿quién anda ahí?
Me quedé absolutamente inmóvil sin decir nada. Durante una hora no moví un músculo y no oí que él se volviera a acostar. Permanecía sentado en la cama escuchando, como yo había hecho noche tras noche escuchando los relojes muertos en la pared. Ahora escuchaba un leve gemido, que reconocía como el gemido del terror mortal. No era de dolor o disgusto -¡oh no!-, era el débil sonido ahogado que surge desde el fondo del alma cuando está sobrecargada de espanto. Conocía bien el sonido. Muchas noches, a medianoche, cuando todo el mundo dormía, había brotado de mi propio seno, profundizando, con su terrible eco, los terrores que me distraían. Digo que conocía bien aquel ruido, y por eso sabía lo que el viejo sentía y me apiadaba de él, aunque riera de corazón. Sabía que estaba tendido en la cama despierto desde el primer ruido leve, cuando se había movido en la cama. Desde ese momento sus temores habían ido creciendo. Había estado tratando de considerarlos sin causa, pero no había podido. Se decía a sí mismo: «No es más que el viento en la chimenea o un ratón corriendo o un grillo chirriando». Había tratado de consolarse con esas suposiciones, pero había sido en vano, porque la Muerte, aproximándose, acechaba con su negra sombra delante suyo y envolvía a la víctima. Y era la triste influencia de la sombra no percibida la que hacía que sintiera -pese a no haberla visto ni oído- la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de esperar pacientemente un largo rato, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir un poco, muy poco, la linterna. La abrí con un sigilo que no pueden imaginar, hasta que un rayo tenue como un hilo de araña salió y fue a dar al ojo de buitre. Estaba abierto, muy abierto, tanto que apenas lo miré monté en cólera. Esta vez lo vi perfectamente: era todo de un azul opaco, y cubierto con una membrana horrible que me heló hasta la médula de los huesos. Pero no pude ver nada más de la cara o el cuerpo del viejo, porque por instinto había dirigido el rayo de luz al sitio maldito. Ahora bien: ¿no les dije que aquello que consideraban locura no era más que un refinamiento de los sentidos? Llegó a mis oídos un ruido sordo, apagado y rápido, como el que hace un reloj cuando lo envuelven en algodón. Yo conocía bien aquel sonido: era el latir del corazón del viejo. Aquel redoble de tambor incrementó mi furia y estimuló el coraje del soldado.
Pero, pese a todo, me abstuve y permanecí quieto. Apenas respiraba y mantenía la linterna inmóvil, tratando de mantener su rayo de luz continuamente en el ojo. Mientras tanto, el latido infernal del corazón aumentaba, cada instante más rápido y más fuerte. ¡El terror del viejo debía estar siendo extremo! Me dije que los latidos crecían con fuerza a cada momento. ¿Me siguen? Les dije que estaba nervioso, y lo estoy. Y ahora, en las horas muertas de la noche, en medio del silencio de la vieja casa,, cualquier sonido extraño me excitaba causándome un terror incontrolable. Sin embargo, por muchos minutos, seguí absteniéndome y permanecí quieto de pie. Pero los latidos iban siendo más fuertes, tanto que creí que el corazón me iba a reventar. y de repente una nueva ansiedad se apoderó de mí: el sonido podría ser oído por algún vecino. La hora del viejo había sonado. Dando un alarido abrí del todo la linterna y salté dentro de la habitación. Él chilló una vez, sólo una vez. En un instante lo arrojé al suelo y le tiré la pesada cama encima. Entonces sonreí satisfecho al ver mi obra casi hecha. Durante unos minutos mi corazón latió con un sonido ahogado, pero ya no me atormentó como antes, no podía ser escuchado a través de la pared. Al fin, cesó. El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cuerpo. Estaba rígido, muy rígido. Coloqué mi mano sobre su corazón y la mantuve un tiempo. No había pulsaciones. Estaba muerto y su ojo ya no me atormentaría más.
Si todavía piensan que estoy loco, dejarán de hacerlo cuando les describa las inteligentes precauciones que usé para ocultar el cuerpo. La noche se desvanecía y yo trabajaba rápido y en silencio. Primero descuarticé el cuerpo, primero la cabeza y luego los brazos y las piernas. Luego arranqué tres tablones del suelo y deposité todo entre ellos, volviendo a colocarlos tan hábil y con tanta destreza, que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido detectar nada extraño. No había nada para eliminar, ni mancha de cualquier tipo ni rastro de sangre. Había tenido mucha precaución poniendo una cubeta que lo recogiera todo. ¡Ah, ah!
Al concluir todas estas labores eran las cuatro y estaba tan oscuro como a medianoche. Daba el reloj esa hora cuando golpearon la puerta de calle. Bajé a abrir con el corazón sereno, porque ¿qué tenía que temer? Entraron tres hombres que se presentaron, de forma cordial, como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y sospechando alguna desgracia había dado aviso a la policía, en vista de lo cual habían sido enviados los agentes.
Sonreí porque no tenía nada que temer. Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. El viejo, añadí, está de viaje en el campo. Los llevé por toda la casa y les pedí que la registrasen bien. Al final fuimos a la habitación del viejo y, imperturbable y seguro, les mostré sus tesoros. En el entusiasmo que me daba mi confianza, traje sillas para que descansaran de sus fatigas, mientras que yo, en la loca audacia de mi triunfo perfecto, colocaba mi propia silla en el sitio bajo el cual reposaba el cuerpo de la víctima.
Los oficiales estaban satisfechos, mis modales los habían convencido. Me encontraba totalmente sereno. Se sentaron y hablaron de temas familiares, alternando yo con el mismo tono jocoso. Pero al cabo de un corto espacio de tiempo sentí que me estaba poniendo pálido y deseaba que se fueran. La cabeza me dolía y me zumbaban los oídos, pero ellos seguían sentados charlando. El zumbido pasó a ser más perceptible y así continuó. Animé la conversación para sacarme de encima aquella sensación tan tenaz, pero el ruido continuó hasta ser tan claro que comprendí que no estaba en mis oídos.
Sin duda debí ponerme más pálido, pero seguí hablando con más fluidez y levantando la voz. El ruido, sin embargo, seguía en aumento. ¿Qué podía hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, semejante al de un reloj envuelto en algodón. Los agentes. Respiré profundamente. Los agentes todavía no habían escuchado nada. Aceleré la conversación y hablé con mayor vehemencia, pero el ruido crecía sin cesar. Me levanté y argumenté sobre bagatelas en alta voz y con gesticulación violenta. El ruido crecía continuamente. ¿Por qué no se habían ido? Caminé por la habitación dando grandes y ruidosos pasos, como si estuviera exasperado por las observaciones que me hacían los hombres, pero el ruido seguía creciendo continuamente. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer? Me puse furioso, despotriqué, maldije y arrastré la silla sobre la que había estado sentado haciéndola resonar sobre el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y crecía continuamente cada vez más fuerte. Y todavía los hombres seguían charlando animadamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todopoderoso, no, no! Ellos oían, sospechaban, sabían! Estaban burlándose de mi horror. Eso pensé entonces y lo pienso ahora. Cualquier cosa hubiera sido mejor que esta agonía, que esta burla. No podía soportar por más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que debía gritar o morir. Y ahora escuchen: más alto, más alto, siempre más alto.
¡Villanos! No especulen más. Admito los hechos. Desarmen los tablones. Aquí, aquí está latiendo su horrible corazón.

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Número 74

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Revista Malabia número 74

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror.
También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: «El terror no es de Alemania, es del alma».
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es su figura como poeta, legada a la imaginación de los hombres (lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable -Was it not Fate, that, on this July midnight- honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton.
Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

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Número 74

Prólogo a los cuentos completos de Edgar Allan Poe / Julio Cortázar

Revista Malabia número 74

Prólogo a los cuentos completos de Edgar Allan Poe / Julio Cortázar

Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar temía la oscuridad, que no podía dormir, que Muddie debía quedarse horas a su lado, teniéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los ojos. “Todavía no, Muddie, todavía no…” Pero de día se puede pensar con ayuda de la luz, y Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones intelectuales. De ellas va a nacer “Eureka”, así como del fondo de la noche, del balbuceo mismo del terror, rezumará la maravilla de “Ulalume”.
El año 1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a una adoración por completo espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que Las campanas nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe, sus imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus aventuras. Mrs. Shew admiraba el genio de Edgar y tenía una profunda estima por el hombre. Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a comprometerla, se alejó apenada, como lo había hecho Frances Osgood. Y entonces entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su primer amor de adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda, pertenecía a los literati y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de aquellos. Poe descubrió de inmediato sus afinidades con Helen, pero el mejor índice de su creciente desintegración lo da el hecho de que, en 1848, mientras por una parte mantiene correspondencia amorosa con Mrs. Whitman, que aún hoy conmueve a los entusiastas del género, por otra parte conoce a Mrs. Annie Richmond, cuyos ojos le causan profunda impresión (uno piensa en los dientes de Berenice), y de inmediato la visita, gana la confianza de su esposo, de toda la familia, la llama “hermana Annie” y descansa en su amistad, encuentra ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una sola era ya incapaz de darle.
Los movimientos de Edgar en estos últimos tiempos son complicados, fluctuantes, a veces desconocidos. Dio alguna conferencia. Volvió a “su” Richmond, donde bebió terriblemente y recitó largos pasajes de “Eureka” en los bares, para estupefacción de honestos ciudadanos. Pero también en Richmond, cuando recobró la normalidad, pudo vivir sus últimos días felices porque tenía allí viejos y leales amigos, familias que lo recibían con afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas y juegos en los que “Eddie” se divertía como un chico. Asoma entonces (parece que en una de sus conferencias) la imagen de Elmira, su novia de juventud, que había quedado viuda y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura familiar. Edgar debió de verla y pensar en ella. Pero Helen lo atraía mágicamente y volvió al Norte con expresa intención de proponerle matrimonio. Helen era incapaz de resistir la fascinación de Poe, pero no se sentía muy dispuesta a casarse de nuevo. Prometió reflexionar y decidirse. Edgar se fue a esperar su decisión a casa de Annie Richmond, lo cual es perfectamente característico.
El resto se vuelve cada vez más brumoso. Poe recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto, su afecto por Annie parece haber aumentado tanto que, al separarse de ella, le arrancó la promesa de que acudiría a su lecho de muerte. Desgarrado por un conflicto entre imaginario y real, Edgar partió dispuesto a visitar a Helen, sin llegar a su destino. “No me acuerdo de nada de lo sucedido”, diría luego en una carta. Pero él mismo narra su tentativa de suicidio. Compró láudano y bebió la mitad del frasco en Boston. Antes de tener tiempo de tomar la otra mitad (que lo hubiera matado) sobrevino la reacción de un organismo ya habituado al opio, y Edgar vomitó el exceso de láudano. Cuando más tarde llegó a casa de Helen tuvo lugar una escena desgarradora, hasta que ella consintió en el matrimonio si Edgar le prometía abstenerse para siempre de toda droga o estimulante. Poe lo prometió, volviendo al cottage de Fordham, donde Mrs. Clemm lo esperaba angustiada por su larga ausencia y los rumores que llegaban sobre las locuras de “Eddie”. (…) Quizá este mismo infierno le ayudó a levantarse una vez más, la última, Asqueado por los rumores, la maledicencia, la sociedad de los literati y sus mezquinas querellas, se encerró en el cottage con Mrs. Clemm y luchó con los restos de su energía para salir adelante, editar, por fin, su nunca olvidada revista y reanudar el trabajo creador. De enero a junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un poema, “Para Annie”, en el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez (…)
En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a su ciudad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, como no fuera movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre “Muddie”, que no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamo desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en toda su fuerza. Estaba convencido de que “Muddie” había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero el “fantasma” de Virginia lo había detenido (…) La alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar. Entonces pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía: “Apenas recibas esta ven inmediatamente… Hemos de morir juntos. Inútil tratar de convencerme: de morir…” Sus desolados amigos reunieron algún dinero y lo embarcaron rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor, escribió otra carta a “Muddie” reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de alguien que lo acompañara y cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más solitario de los hombres no sabía estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió otra vez (…)
Pero los amigos de Richmond le proporcionaron sus últimos días tranquilos. Bien atendido, respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente suya, Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que recitara “El cuervo”, que en su boca se convertía en “el poema inolvidable” (…)
A las cuatro de la madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a Baltimore. Como siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos. Su partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho suyo. Y desde ese instante todo es niebla, que se desgarra aquí y allá para dejar entrever el final (…)
El 29 de septiembre el barco atracó en Baltimore; Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia, pero se hacía necesario esperar varias horas. En una de estas horas se selló su destino. Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó después es sólo materia de conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero “más bien mal vestido” necesitaba urgentemente su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acaba de reconocer a Edgar Poe en un borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore. Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo. La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones. El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela. Ni “Muddie”, ni Annie, ni Elmira estuvieron juntos a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: “No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. “Que Dios ayude a mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.

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Extractos del prólogo de Cortázar al libro «Cuentos completos de Edgar Allan Poe».
La Jornada, 15 febrero 2009 (México).

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Número 74

El centenario olvidado / George Bernard Shaw

Revista Malabia número 74

El centenario olvidado / George Bernard Shaw

Hubo un tiempo en el que América, la tierra de la libertad y el lugar de nacimiento de Washington, parecía la patria natural de Edgar Allan Poe. Hoy en día algo así se ha vuelto inconcebible: ningún joven puede leer las obras de Poe sin preguntarse con incredulidad qué demonios pinta Poe en ese barco. América ha quedado al descubierto, y Poe no. Esta es la situación. ¿Cómo pudo vivir allí el mejor de los artistas, este aristócrata de las letras? No vivió allí; sólo murió, y se le tachó con presteza de borracho y fracasado, aunque sigue abierta la cuestión de si realmente bebió tanto alcohol en su vida como bebe hoy un moderno triunfador americano, sin mayor comentario, en seis meses.
Si el Día del Juicio estuviera previsto para el día del centenario del nacimiento de Poe, sólo habría dos hombres entre los fallecidos desde el día de la Declaración de Independencia cuya súplica de gracia pudiera revocar una inmediata sentencia condenatoria para toda la nación; y no está claro si a esos dos se les podría convencer de que pervirtieran la justicia eterna pronunciando esa súplica. Esos dos, son, por supuesto, Poe y Whitman; entre ellos existe la notable diferencia de que Whitman es aún creíble como americano, mientras que incluso los propios americanos, aunque están bastante faltos de hombres de genio, omiten el nombre de Poe de su Panteón, ya sea porque tengan la sensación de que es inútil reclamar una figura tan extranjera, o por simple monroísmo. Uno se pregunta: ¿es que la América de los días de Poe ha muerto o es que acaso nunca existió?
Probablemente nunca existió. Era una ilusión, como la respetable y liberal Inglaterra victoriana de Macaulay. Karl Marx ya desenmascaró lo blanqueado que estaba ese sepulcro; desde entonces, nosotros combatimos, convencidos del pecado social que hace que consideremos un infierno cada país en el que el capitalismo industrial está en alza. Pues ningún americano ha de temer que América, en ese hipotético Día del Juicio, vaya a perecer sola. América se condenará junto con lo mejor de Europa y se sentirá orgullosa y feliz, y despreciará a los que se salven. Ni siquiera alegará la influencia de la madre de la que heredó sus peores vicios. Si hoy América destaca con escandalosa preeminencia como anarquista y rufián, mentirosa y bravucona, idólatra y sensualista, es sólo porque se ha arrancado los ropajes del catolicismo y el feudalismo que aún dan a Europa un aire de decencia, y peca abiertamente, conscientemente, en lugar de hacerlo furtiva, hipócrita y confusamente, como nosotros. Hasta que no adquiera los modales europeos, el anarquista americano no se convertirá en ese caballero que afirma que una ley parlamentaria no logrará que la gente se vuelva moral (cuando la verdad es que sólo mediante leyes parlamentarias pueden los hombres de extensas comunidades moralizarse, incluso cuando así lo quieren); el rufián americano no entregará su revólver o su machete para que lo usen por él los policías o los soldados; el mentiroso y el bravucón americano no adoptará el tono de los periódicos, del púlpito y del estrado; el idólatra americano no escribirá biografías autorizadas de millonarios; ni el sensualista americano se garantizará el patronato de todas las musas para su pornografía.
Sea como sea, Poe sigue sin tener techo. No hay nada como él en América: nada, en cualquier caso, que sea visible desde el otro lado del Atlántico. A esa distancia podemos ver bastante bien a Whistler y a Mark Twain. Pero Whistler, en algunos aspectos, era muy americano: tan americano que sólo otro americano podría haber escrito sus aventuras y celebrarlas sin reservas. Mark Twain, semejante a Dickens en su combinación de espíritu público e irresistible poder literario con una incapacidad congénita para la mentira y la bravuconería, y un odio congénito por la crueldad y el derroche, sigue siendo americano por el color local de sus historias. Hay además otra diferencia. Tanto Mark Twain como Whistler son tan filisteos como Dickens o Thackeray. Lo más desolador de Dickens, el más grande de los victorianos, es que en sus novelas no hay nada personal por lo que vivir, excepto comer, beber y simular estar felizmente casado. Para él no existen los grandes ideales ni las grandes síntesis, ni tampoco los grandes preludios y tocatas de Bach, las sinfonías de Beethoven, la pintura de Giotto y Mantegna, Velázquez o Rembrandt. En lugar de convertirse en el heredero de todas las edades, sólo le correspondió una propiedad literaria, pequeña y mohosa en comparación, que le legaron Smollett y Fielding. Su crítica del Hamlet de Fechter y su empleo de un discurso de Macbeth para ilustrar el personaje de la señora Mac-Stinger, muestran lo poco que significaba Shakespeare para él. Thackeray es aún peor: las nociones de pintura que pescó en la escuela de Heatherley superaban la ignorancia de Dickens; en música está igualmente en la más completa oscuridad; y, si cuando quería ser inmensamente alegre y agradable no se dedicaba, como Dickens, a describir las comilonas y los gorgoritos que hacen de la Navidad nuestra desgracia anual, es porque nunca quiso ser tan alegre y agradable, no porque tuviera mejores ideas sobre la diversión personal. La verdad es que ni Dickens ni Thackeray serían tolerables si no fuera porque la vida es un fin en sí mismo y un medio únicamente para su propia perfección; por tanto, cualquier hombre que describe la vida con vivacidad nos entretendrá, por poco cultivada que sea esa vida que describe.
Mark Twain ha vivido lo suficiente como para convertirse en un filósofo mucho mejor que Dickens o Thackeray: por ejemplo, cuando inmortalizó al general Funston dejándolo en el más absoluto de los ridículos, lo hizo científicamente, sabiendo exactamente lo que quería decir, y llegando hasta los cimientos de la historia natural del carácter humano. Igualmente, extrajo del Mississippi algo que Dickens no pudo obtener en Chatham o Pentonville. Pero escribió Un yanqui en la corte del rey Arturo, al igual que Dickens escribió Una historia de Inglaterra para los niños. Como despreciaba los ideales de la caballería católica, los desenmascaró, mas no mediante el conflicto con la realidad, como hizo Cervantes, sino en conflicto con los prejuicios de un filisteo; uno tan grande que, comparado con él, Sancho Panza es un admirable Crichton, un Abelardo o, incluso, un Platón. También describió Lohengrin como «una melopea», aunque le gustó el coro nupcial; y esto demuestra que Twain, como Dickens, no recibió una educación adecuada. Wagner hubiera sido su hombre si se le hubiera adiestrado para entender y usar la música de la misma manera que se adiestró a Rockefeller para entender y usar el dinero. América no le enseñó el lenguaje y los grandes ideales, así como Inglaterra no se los enseñó a Dickens y a Thackeray. Por tanto, aunque nadie pueda sospechar que Dickens o Mark Twain carecían de las cualidades y los impulsos que forman el alma de esos cuerpos grotescos e improvisados que son la Iglesia y el Estado, la Caballería, el Clasicismo, el Arte, la Nobleza y el Sacro Imperio Romano; y aunque nadie los culpa por haber visto que esos cuerpos estaban en su mayoría tan descompuestos que se habían convertido en una molestia intolerable, no hay más que compararlos con Carlyle o Ruskin, o con Eurípides, o con Aristófanes para ver cómo, faltos de un lenguaje sobre el arte y de un corpus filosófico, estaban mucho más interesados en la risa y el pathos de la aventura personal que en la comedia y la tragedia del destino humano.
Whistler también era un filisteo. Fuera del rincón del arte en el que era un virtuoso y un propagandista, era el gran Hazmerreír. Con todo lo importante que fue su propaganda, con todo lo admirada que fue su obra, ninguna sociedad pudo asimilarlo. Ni siquiera consiguió convencer a un jurado británico de que fallara a su favor y le concediera una indemnización en un juicio contra un crítico rico que «le había dejado sin trabajo»; y ésta es sin duda la cumbre del fracaso social en Inglaterra.
Edgar Allan Poe no era en lo más mínimo un filisteo. Escribió siempre como si su nativa Boston fuera Atenas, como si la Universidad de Charlottesville fuera la Academia Platónica y como si su hogar coronara las cumbres de Fiesole. Fue el mayor crítico periodístico de su tiempo e hizo visible el buen arte europeo en un momento en que los críticos europeos esperaban a alguien que les dijera qué decir. Su poesía es tan exquisita y refinada que la posteridad se negará a creer que pertenece a la misma civilización que la gloria de las lilas de la señora Julia Ward Howe o las honradas rimas de Whittier. Tennyson, que, si algo era, era un virtuoso, nunca produjo un éxito capaz de soportar ser leído tras cualquiera de los fracasos de Poe, quien producía magia de una forma constante e inevitable allí donde sus mejores contemporáneos producían sólo belleza. Las piezas más populares de Tennyson, The May Queen y La carga de la brigada ligera, no aguantan la repetición; tras algún tiempo se vuelven directamente nauseabundas. El cuervo, Las campanas y Annabel Lee resultan tan fascinantes tras mil lecturas como lo fueron la primera vez.
La supremacía de Poe a este respecto le ha costado su reputación. Es éste un fenómeno que ocurre cuando un artista alcanza tal perfección que se coloca a sí mismo «fuera de concurso». El mejor pintor que ha producido Inglaterra es Hogarth, un dibujante milagroso y un colorista exquisito y poético. Pero los críticos nunca lo mencionan. Hablan hasta la saciedad de Romney, el Gidson de su época, hablan libremente sobre Reynolds, con nerviosismo sobre el gran Gainsborough; pero nada sobre Rowlandson y Hogarth; se pierden la gracia inextinguible de Rowlandson porque asumen que todas las caricaturas de esa época son feas y evitan instintivamente a Hogarth porque es inmanejable para la crítica. De la misma forma, han dejado de mencionar a Poe: por eso los americanos lo olvidaron cuando grabaron los nombres de sus glorias en su Panteón. Y, sin embargo, es el primer nombre, casi el único nombre, que el verdadero conneisseur busca allí.
Poe, con todo su virtuosismo, es siempre un poeta y nunca un mero virtuoso. Poe consideraba que Eureka, la formulación de su filosofía, era lo más importante que había hecho. Sus poemas siempre tienen como telón de fondo el universo. También los personajes de sus relatos. Incluso sus cuentos de humor, ante los que meneamos la cabeza en señal de desaprobación como si fueran errores, tienen esta cualidad elemental. El mismo Toby Dammit, aunque la simple mención de su nombre dispara el desdén del crítico culto, es más impresionante y termina más trágicamente que las serias invenciones de la mayoría de los narradores. El miope caballero que se casó con su abuela no es el blanco habitual que proporcionaría una farsa vulgar: la abuela tiene la elegancia y libertad de espíritu de Ninon de Lenclos y el nieto el porte de un marqués. Poe envió esta historia a Horne -cuyo Orión, por cierto, había reseñado como debe reseñarse la poesía-, con la petición de que lo vendiera a una revista inglesa. La revista inglesa lamentó que la deplorable inmoralidad de la historia la hiciera de todo punto impublicable en Inglaterra.
En sus cuentos de misterio e imaginación, Poe estableció un récord mundial para la lengua inglesa: quizá para todas las lenguas. La historia de la dama Ligeia no es sólo una de las maravillas de la literatura: no tiene parangón. Realmente no se puede decir nada de ella; nosotros, los demás, sencillamente nos quitamos el sombrero y abrimos paso al señor Poe. Es interesante comparar las historias de Poe con las de William Morris. No son meros relatos; son obras de arte completas, como las alfombras de rezo; y son, por emplear la expresión de Poe, «historias de imaginación». Son obras maestras del estilo. Lo que la gente llama estilo en Macaulay es, por comparación, simple método. Y son todo lo distintas que dos obras de arte del mismo tipo puedan ser. Morris no quiere tener nada que ver con el misterio. «Las historias de fantasmas», solía decir, «tienen todas la misma explicación: la gente miente». Su Sigurd tiene la belleza del misterio como contiene todas las otras clases de belleza, pues es, sin comparación, la mayor épica inglesa; pero sus historias se desarrollan a cielo abierto de principio a fin, mientras que en las historias de Poe nunca brilla el sol.
La limitación de Poe era su altivez frente a la gente corriente. Criaturas grotescas, negros, locos con delirium tremens, incluso gorilas, ocupan en su teatro el lugar de los campesinos corrientes, de los cortesanos, ciudadanos y soldados. Sus casas son casas encantadas; sus bosques, bosques mágicos; y los convierte en algo tan real que la realidad no aguanta la comparación. Su reino no es de este mundo.
Sobre todas las cosas, Poe es grande porque es independiente de las atracciones baratas, independiente del sexo, del patriotismo, de las peleas, del sentimentalismo, del esnobismo, de la gula y de todo el resto de las mercancías vulgares que circulan en su profesión. Eso es lo que le confiere una soberbia distinción. Aborda algo tan trillado como la emoción de una niña moribunda en Annabel Lee, y lo desvulgariza al instante. Ni siquiera pudo entretenerse con historias de detectives sin antes purificar la atmósfera de éstas hasta que se volvieron más edificantes que la mayoría de los himnos antiguos o modernos. Sus versos a veces alarman y confunden al lector dejando entrever su propia belleza; pero esa belleza no es nunca la belleza de la carne. Nunca se le podría decir, como hay que decir con cierta inquietud a tantos artistas modernos: «Sí, amigo mío, pero éstas son cosas que las mujeres y los hombres deben vivir, no escribir sobre ellas. La literatura no es el agujero de una cerradura para que gente con hambre de afectos espíe los banquetes del cuerpo». Desde luego, nunca se convirtió en algo así en manos de Poe. La vida no puede dar lo que él nos da, excepto mediante el gran arte; y su instintiva observancia de esta distinción y el hecho de que nunca mendigó, como mendigaría la mayoría de los escritores, hacen de él el más legítimo y el más clásico de los escritores modernos.
También explica por qué no le importa demasiado a América, y por qué se le ha mencionado tan poco en Inglaterra en todos estos años. América e Inglaterra están regodeándose en la sensualidad que el inmenso aumento de riquezas ha colocado al alcance de sus manos. No les culpo: la sensualidad es un elemento de la vida muy necesario, y saludable y educativo. Desgraciadamente, está mal repartida; nuestras masas lectoras la buscan, piensan en ella, suspiran por ella y sólo obtienen unas muestrecillas de regalo. No se reparte con temperancia y de manera continua para que así deje de ser una preocupación. Cuando la distribución se ajuste mejor y la preocupación cese, habrá una noble reacción a favor de los grandes escritores como Poe, que empiezan justo donde el mundo, la carne y el diablo nos abandonan.

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Escrito en 1909.

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Número 74

Sobre una estética del cine / György Lukács

Revista Malabia número 74

Sobre una estética del cine / György Lukács

No salimos nunca de la situación de confusión conceptual: en nuestros días ha nacido algo nuevo y hermoso, pero en vez de tomarlo tal como es, queremos encasillarlo por todos los medios posibles en unas categorías viejas e inconvenientes, despojándolo de su verdadero sentido. Hoy se interpreta el cine o bien como instrumento de una enseñanza instructiva, o bien como una competencia nueva y barata del teatro; por un lado en sentido pedagógico y por el otro lado’ en sentido económico. Pero sólo una minoría piensa que una nueva belleza es ante todo belleza y corresponde a la Estética determinarla y valorarla.
Un conocido dramaturgo fantaseó en cierta ocasión que el cine (gracias al perfeccionamiento de la técnica y de la reproducción de la palabra) podría substituir al teatro. Cuando se logre esto -opina-, ya no existirá ningún conjunto incompleto: el teatro ya no estará sujeto a la dispersión local de los buenos elementos interpretativos; en las obras sólo actuarán los mejores artistas, y únicamente actuarán bien, puesto que aquellas representaciones en que alguien no está a la altura no serán captadas por las cámaras. Las buenas representaciones serán eternas; el teatro perderá su fugacidad para convertirse en un gran museo de todas las producciones verdaderamente perfectas.
Este hermoso sueño es sin embargo una equivocación. Pasa por alto la principal condición del efecto escénico, es decir, la vida auténtica del actor. Porque la raíz del efecto teatral no se encuentra en las palabras y en los gestos de los actores o en los sucesos del drama, sino en el poder mediante el cual un hombre, el vivo deseo de un hombre vivo, se transmite sin mediación y sin ningún conducto obstaculizador a una masa igualmente viva. El escenario es el presente absoluto. Lo pasajero de la representación no es ninguna desgraciada debilidad, sino más bien un límite productivo: es la necesaria correlación y la expresión sensible de la fatalidad en el drama. Porque el destino es lo propiamente presente. El pasado únicamente es armazón, bajo el aspecto metafísico es algo completamente inútil. (Si fuese posible una metafísica pura del drama, que ya no precisara una categoría meramente estética, no conocería los conceptos exposición, desarrollo, etc.) En cuanto al futuro, es algo completamente irreal y sin importancia para el destino: la muerte que cierra las tragedias, es el símbolo más convincente. Gracias a la representación del drama, este sentimiento metafísico se acrecienta hacia lo inmediato y patente: la más honda verdad del hombre y su posición dentro del cosmos se convierte en una realidad evidente. El presente, la existencia del actor, es la expresión más manifiesta y por ello profunda para el aspecto consagrado por el destino en sus personajes del drama. Porque ser presente, esto es, vivir verdaderamente, exclusivamente y lo más intensamente posible, ya es de por sí destino; sólo que la llamada vida no alcanza nunca tanta intensidad vital que pudiese alzarlo todo a la esfera de lo fatal. Debido a ello, la mera aparición en escena de un actor verdaderamente importante (por ejemplo la Duse) incluso sin representar un gran drama ya está consagrada por el destino, ya es tragedia, misterio, servicio divino. La Duse es la persona completamente presente, en la cual según las palabras de Dante el essere es idéntico a la operazione. La Duse es la melodía de la música fatal, que debe sonar en toda ocasión sin depender del acompañamiento.
La ausencia de la situación presente es la característica esencial del cine. No porque las películas fuesen incompletas, no porque los protagonistas aún se han de mover mudos, sino por el hecho de ser únicamente movimientos y acciones de hombres, pero no hombres. No se trata de defecto del cine, sino de su límite, su principium stilisationis. Debido a ello las imágenes del cine semejantes en su esencia a la naturaleza y sobremanera fieles a la vida, no sólo por su técnica sino también por su efecto. No son menos orgánicas y vivas que aquellas del escenario, sino que su vida es completamente diferente; son -en una palabra- fantásticas. Lo fantástico no es sin embargo una contradicción de la vida viva, sólo es un nuevo aspecto de ella: una vida sin presente, una vida sin fatalidad, sin bases, sin motivos; una vida con la cual lo más íntimo nunca quiere ni puede identificarse; y aunque anhela -a menudo-dicha vida, este anhelo se dirige únicamente hacia un abismo extraño, hacia algo lejano, internamente distanciado. El mundo del cine es una vida sin trasfondo ni perspectiva. Sin diferenciación de los valores y de las cualidades. Pues sólo el presente confiere a las cosas destino y peso, luz y ligereza: es una vida sin medida ni orden, sin esencia ni valor; una vida sin alma, de superficie simple.
La temporalidad del escenario y lo que acontece en ella es siempre algo paradójico: es la temporalidad y la corriente de los grandes instantes, la profunda tranquilidad interna, casi transida, eternizada. Precisamente a consecuencia del atormentador y fuerte presente. Pero la temporalidad y la corriente del «cine» son puras y claras: la esencia del cine es el movimiento propiamente dicho, la eterna alterabilidad, el continuo cambio de las cosas. A conceptos distintos del tiempo corresponden diferentes principios básicos de la composición en el escenario y en el cine: uno de ellos es puramente metafísico. alejando de sí todo lo empíricamente vivo, el otro tan fuerte y exclusivamente empírico y vivo, a metafisico, que debido a su agudización externa nace una metafísica completamente nueva. En una palabra: La ley fundamental de la asociación es la inexorable necesidad para el escenario y el espectáculo, para el cine la posibilidad no limitada por nada. Los instantes aislados, cuya asociación origina la sucesión temporal de las escenas del «cine», sólo están unidos entre sí por el hecho de que se siguen de forma inmediata y sin transición. No existe ninguna causalidad que los uniese: su causalidad no está frenada o controlada por ningún contenido. Todo es posible: esta es la intuición del mundo del «cine», y puesto que en cada instante aislado su técnica expresa la verdad absoluta (aunque empírica) de este momento. La vigencia de la «posibilidad» queda suprimida como categoría contrapuesta a la «realidad»: ambas categorías son equiparadas, se convierten en una identidad. «Todo es verdadero y real, todo es igualmente verdadero e igualmente real»: esto nos lo enseñan las secuencias de imágenes del cine.
De este modo surge en el cine un mundo nuevo, homogéneo y armónico, uniforme y rico en cambios, al cual corresponden en los mundos de la Literatura y de la vida el cuento y el sueño: la máxima viveza, sin una tercera dimensión interna; una sugestiva unión mediante la simple sucesión; realidad rigurosa y fiel a la naturaleza y extrema fantasía; el aspecto decorativo de la vida común. No patética. En el cine puede realizarse todo aquello que el romanticismo había operado -en vano del teatro: movimiento extremado y no cohibido de los personajes, completa viven del fondo, de la naturaleza y del interior, de las plantas y de los animales: pero una viveza que de ningún modo esté unido al contenido y a los limites de la vida común. Los románticos intentaron por consiguiente imponer al escenario el carácter fantásticamente cercano a la naturaleza (le su sentimiento del mundo. Pero el escenario es el imperio de las almas y de los sentimientos desnudos; todo escenario es, en lo más hondo de su ser, griego: los personajes que lo pisan se visten de forma abstracta y representan su juego del destino delante de unas grandiosas y abstractas salas vacías. Trajes, decoración, ambiente, riqueza, variación de los acontecimientos externos, constituyen un simple compromiso para el escenario; en el instante verdaderamente decisivo siempre son superfluos y por consiguiente resultan molestos. El cine sólo representa acciones, pero no su fondo y sentido, sus personajes sólo tienen movimientos, pero no alma, y aquello que les ocurre sólo son acontecimientos, pero no fatalidad. Debido a ello -y al parecer sólo debido él la actual imperfección de la técnica o las escenas del cine son mudas: la palabra hablada, el concepto sonoro, constituyen el vehículo del destino; la continuidad obligatoria en la psyche de las personas dramáticas únicamente se forma en ellos y debido a ellos. La substracción de la palabra, y con ella de la memoria, de la obligación y de la fidelidad hacia sí mismo y hacia la idea de la propia ipseidad lo hace todo fácil, alado, frívolo y alegre cuando la falta de palabra se convierte en totalidad. Lo que tiene importancia en los acontecimientos representados, se expresa y debe expresarse exclusivamente por medio de sucesos y gestos; toda apelación a la palabra significa una desentonación de este mundo, una destrucción de su valor esencial. Pero de este modo todo aquello que subyugaba la fuerza abstracta y monumental del destino florece hacia una rica y exuberante vida: tan sobrecogedor es el efecto de su valor fatal, que ya no tiene importancia ni lo que ocurre en escena; en el cine el cómo de los acontecimientos tiene una fuerza que domina todo lo demás. Por vez primera lo vivo de la naturaleza recibe forma artística: el murmullo del agua, el viento entre los árboles, el silencio de la puesta del sol y el bramido de la tormenta como procesos naturales se convierten en arte (no como en el arte, a través de sus valores adquiridos en otros mundos). El hombre ha perdido su alma, pero en compensación gana su cuerpo. Su grandeza y poesía se halla en relación con su fuerza o su destreza al superar los obstáculos físicos, y su comicidad consiste en su fracaso frente a ellos. Los progresos de la técnica moderna, completamente indiferentes para cualquier gran arte, actuarán aquí de forma fantástica e impresionantemente poética. Por ejemplo, sólo en el «cine» el automóvil se ha hecho poético, en la secuencia palpitante de romanticismo de una persecución en rápidos coches. Del mismo modo la actividad cotidiana en las calles y en los mercados se impregna de vivo humor y poesía natural; el sentimiento ingenuamente animal de felicidad del niño tras una travesura lograda o ante la desamparada actitud de desconcierto de un desgraciado queda configurado de modo inolvidable. En el teatro, delante del impresionante escenario del gran drama nos reunimos y alcanzamos nuestros mayores momentos; en el «cine» debemos olvidar esos momentos culminantes y hacernos irresponsables: el niño, vivo en toda persona, queda en libertad y se convierte en dueño sobre la psyché del espectador.
Pero la verdad natural del cine no está ligada a nuestra realidad. Los muebles se mueven en la habitación de un borracho, la cama vuela con él -en el último instante aún pudo asirse al borde de su cama, y su camisa ondea como una bandera en derredor suyo- por encima de la ciudad. Las bolas con las que se disponía a jugar un grupo de personas se rebelan y aquellas las persiguen por las montañas y los campos, vadeando los ríos, saltando sobre los puentes, y subiendo con rapidez altas escaleras, hasta que por fin también los bolos se ponen en movimiento y recogen a las bolas. Incluso en un aspecto puramente mecánico el «cine» puede hacerse fantástico: cuando las películas se proyectan en sentido inverso y las personas se levantan bajo los rápidos coches, cuando la colilla de un cigarro va aumentando cada vez más al fumar, hasta que en el momento de encenderla el cigarro intacto es devuelto a la cajetilla. O bien invertimos las películas, de manera que vemos actuar a unos extraños seres que desde la Pantalla se lanzan de repente hacia la profundidad, escondiéndose allá como orugas. Son cuadros y escenas de un mundo como lo fue el de E. T. A. Hoffmann o de Poe, el de Arnim o de Barbey d’Aurevilly -con la diferencia de que su gran poeta que los habría interpretado y ordenado, que habría salvado su fantasía sólo técnicamente casual en un estilo puro, aún no ha llegado. Lo que ha llegado hasta hoy nació de manera ingenua y a menudo en contra del deseo de los hombres, sólo a partir del espíritu de la técnica del cine: pero un Arnim o un Poe de nuestros días hallaría aquí para ansiedad escénica un instrumento tan rico e internamente adecuado, como lo era por ejemplo el escenario griego para Sófocles.
Es cierto: un escenario del reposo de uno mismo. Un lugar de diversión, de la más sutil y la más refinada. De la más ruda y primitiva a la vez, pero nunca la diversión edificante y de elevación, fuese cual fuese su clase. Pero precisamente por ello el «cine» verdaderamente desarrollado y adecuado a su idea puede despejar el paso para el drama (una vez más: para el drama verdaderamente grande y no para aquello que hoy es llamado drama), El drama ha desarraigado casi por completo de nuestros escenarios el impulso insuperable de diversión: desde las novelas dialogadas por entregas hasta las novelas fuertemente anémicas o las acciones de grandes palabras vacías, lo podemos ver todo en el actual escenario -con la sola excepción del drama. El «cine» puede realizar aquí la clara división: posee la capacidad de estructurar aquello que pertenece a la categoría de la diversión y puede ser manifestado, de modo más efectivo y a la vez sutil de lo que puede hacerlo el teatro. Ninguna tensión de una obra de teatro podría competir en intensidad de movimiento con la ofrecida aquí, la naturaleza figurada en escena apenas es una sombra de lo que se puede lograr aquí, y surge un mundo de la inanimidad consciente y necesariamente existente, un mundo puramente externo en lugar de las crudas abreviaciones de almas que. Debido a la forma del drama hablado, deben medirse involuntariamente y por lo que las encontramos distantes: lo que en el escenario era brutalidad, puede transformarse aquí en infantilidad, tensión propiamente dicha, o en farsa. Y si alguna vez -me refiero aquí a una meta muy alejada pero por ello más profundamente anhelado por aquellos que se interesan en serio por el drama- la literatura de entretenimiento de los escenarios fuese aniquilada por su competencia, el teatro se vería obligado a cultivar su verdadero significado: la gran tragedia y la gran comedia. Y la diversión que en el escenario estaba condenada a la crudeza, debido a que sus contenidos contradicen a las formas del escenario del drama, puede hallar una forma adecuada en el «cine», que podría ser tan ajustada internamente y tan verdaderamente artística, aunque en el «cine» actual no lo sea a menudo. Y cuando se aparta a los psicólogos sutiles y con aptitudes novelísticas de ambos escenarios, tanto ellos como la cultura teatral resultan beneficiados y esclarecidos.

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Escrito en 1913. Publicado en el «Frankfurtcr Zeitung» del 10 de septiembre de 1913.

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Número 74

El western, génesis del cine (2010) / Federico Nogara

Revista Malabia número 74

El western, génesis del cine (2010) / Federico Nogara

En “The last movie show” (La última película, 1971), de Peter Bogdanovich, los jóvenes protagonistas entretienen su hastío en el pequeño pueblo tejano donde han nacido. Estamos en los 50, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, un tiempo en el que el cine, principal entretenimiento en los lugares perdidos del planeta, comienza a decaer ante el advenimiento de la televisión. El cierre de la sala de proyección simboliza el cambio social y es un golpe psicológico para esos muchachos cuyo paso de la adolescencia a la edad adulta viene cargado de soledad, de desesperanza, de fracaso, de desconfianza en el dudoso porvenir, y cuya única posibilidad de escape es labrarse un futuro en las grandes ciudades. No es casual que Bogdanovich haya elegido como última película proyectada en el cine del lugar un film del Oeste, género que en la época de filmación, principios de los 70, también entraba en un proceso de decadencia y cuya única esperanza era la transformación planteada por los nuevos realizadores.
El western nació a principios de siglo XX con (“The great train robbery” 1903), pero no alcanzó su verdadera personalidad hasta 1939, fecha en que John Ford presenta “Stagecoach” (La diligencia), que funda y resume las que serían las convenciones y recursos narrativos del género. El héroe de las películas de cowboys es un ser solitario y desinteresado, sin raíces en la sociedad y defensor del bien, entendido éste casi como una abstracción, como un bando que se elige voluntariamente. Los malos, por el contrario, andan en grupo, forman bandas o tribus con la intención de robar bancos, trenes, ranchos, o atacar a los indefensos colonos. Entre esos caracteres extremos –que refleja el micromundo de la diligencia- hay mujeres que han dado el mal paso, buenas señoras casadas con pequeños rancheros abnegados que darán hijos a la patria, borrachines de buen corazón golpeados por la vida pero capaces de redimirse, individuos codiciosos que se pierden por dinero y, acompañando al héroe -aunque a veces no se comprendan con éste-, militares dispuestos al sacrificio de unificar el territorio luchando a brazo partido contra el indio salvaje. Ford hizo de esta lucha una gesta y del cuerpo capaz de moverse en terreno tan escarpado, la caballería, un mito. Su configuración, la codificación de sus elementos y, sobre todo, la clara y rigurosa exposición de éstos, es patrimonio fundamental de este director, único realizador del género que ha mostrado la vida militar de forma suficientemente compleja como para huir de la apología o el patrioterismo fácil. Su trilogía sobre la misma (Fort Apache, She wore a yellow ribbon (La legión invencible) y Río Grande) se apoya en una tradición popular (el propio título de la segunda película citada alude a una típica canción sureña) y da una visión que fluctúa entre el desencanto por la institución y el apego a los hombres que la integran y sostienen. Hay en la trilogía, y en toda la obra de Ford, una constante puesta en duda de la jerarquía, especialmente en lo que afecta a la imposibilidad de los grados inferiores de influir en las decisiones de los jefes. En Fort Apache esa imposibilidad causará la muerte a varios soldados. Y en Río Grande, el soldado Kirky Yorke (Wayne), se verá obligado a asumir la responsabilidad de una invasión ilegal a territorio mexicano para salvar de la culpa a su superior, el ególatra coronel Sheridan. Más allá de la trilogía, el tema de los desencuentros entre los mandos de la caballería vuelve a aparecer en el enfrentamiento del capitán y el doctor en The horse soldiers (Misión de audaces); en la acusación de violación y posterior proceso, ambos sin base, originados por el racismo, de un sargento de color en Sergeant Rutledge (Sargento negro) y en la impotencia del capitán Archer para solucionar el problema de los indios que quieren volver a su tierra en Cheyenne’s autumn (El ocaso de los Cheyenes).
Los héroes de los westerns de Ford, estoicos, duros, de una sola pieza, enfrentados a la jerarquía, parecen remitirnos a los valores a los que apelaba William Faulkner cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1950: coraje, honor, orgullo, compasión, piedad y sacrificio. Hay mucho del escritor sureño en algunos ambientes de las películas de Ford y en ciertos personajes, por ejemplo en el desequilibrado racista Ethan de The searchers (Centauros del desierto), que busca -durante años y desesperadamente, sólo alentado por su odio a los indios- a su sobrina secuestrada cuando era una niña. Luego de encontrarla y devolverla a su casa ya no tiene cabida en la familia y regresa solitario a la llanura inmensa mientras la puerta se dispone a cerrarse tras él, en una de las imágenes más bellas, más conocidas y logradas del cine.
Pero mientras en Faulkner hay rechazo al capitalismo naciente, horror al advenimiento de una sociedad dominada por el dinero, Ford percibe esa nueva sociedad como el progreso. Este aspecto se percibe claramente en The man who shot Liberty Valance. El senador Ransom vuelve al pueblo donde forjó su fama para acudir al entierro de su amigo Tom, un vaquero dueño de un pequeño rancho. Pese a que desea pasar desapercibido, su fama por haber matado al malvado Valance hace que un periodista lo persiga hasta lograr entrevistarlo. Entonces decide contar la verdad: él no ha librado al pueblo del forajido, en realidad lo ha hecho Tom. Abrumado ante la fama del personaje, un senador, y el daño que puede inferir, el periodista decide romper la entrevista y mantener también el secreto. El cowboy, el ser errante, indómito, independiente, dueño de la pradera sin fin, debe desaparecer para dar paso a los doctores de la ciudad y sus leyes. Esas leyes, que defendían los derechos de las grandes compañías (sobre todo el ferrocarril) y de los propietarios de tierras y ganado, la moral pública y la patria, dieron lugar a la aparición del alambrado, a la captura de los “vagos y maleantes” y a la leva, convirtiendo a los orgullosos “señores” de la pradera (junto a los indios, sus verdaderos dueños) en peones, soldados, cazadores de recompensas o marginados merecedores de la cárcel o la muerte. Y los periodistas -otra profesión en pleno desarrollo- debían callar y hacerse cómplices. Al fin y al cabo, ellos también formaban parte de los nuevos tiempos.
Más al sur, en la Pampa inmensa, el gaucho sufrió el mismo tipo de proceso de exterminio. Quienes lo liquidaron traían también consigo el “progreso”.
El film, de 1962, último de Ford con Wayne y el que podría considerarse el testamento cinematográfico del director, clausura la etapa más clásica del género. Por esos años comenzaba a decaer el número de films del Oeste y los pocos que se hacían traían fuertes aires renovadores. En ellos la caballería, mito de Ford, empieza a ser desmitificada. Tanto Blue Sergeant (Sargento azul), crónica de un ataque a un poblado indio que se convierte en una carnicería, como Little Big Man, el relato de uno de los guías del ejército en la batalla de Little Big Horn sobre el más que dudoso estado mental del general Custer, mostraban la existencia de una clara paranoia racista y de poder en la institución. Ambas películas eran plausibles intentos, pero no llegaban a las raíces del problema. Es Sam Peckinpah, en un film de 1965, Major Dundee, quien propone una visión certera y profunda del ejército. El cinismo, la rapiña y la mezquindad hacen de este film, que fue muy mutilado por la productora, la más amarga crónica sobre el real sentido de la intervención militar en el Oeste. La afabilidad que muestra Ford con sus personajes es indignación en Peckinpah. Los antihéroes que propone este último en su film ilustran la verdadera significación de esa intervención contra los pueblos fronterizos supuestamente liberados: fue una invasión, un expolio, un acto de colonialismo.
El Oeste de Peckinpah difiere bastante del de John Ford. Ha dejado de ser ese sitio indómito, ese horizonte abierto donde el vaquero cabalga a su antojo y se detiene donde le da la gana porque es bien recibido por la gente de buena voluntad y sólo debe preocuparse por erradicar la maldad para vivir tranquilo mientras espera los nuevos venturosos tiempos de bienestar. Peckinpah, como Faulkner, siente horror ante esos nuevos tiempos que se avecinan. Sus personajes no son héroes de una sola pieza, son gente acorralada que hace lo que puede tratando de sobrevivir. En The wild bunch (La pandilla salvaje), el veterano pistolero interpretado por Robert Ryan es chantajeado por los dueños del tren para que persiga a sus viejos compañeros de andanzas con la amenaza de meterlo en la cárcel por largo tiempo, extremo que lo llevaría a una muerte segura. Los miembros de su antigua banda, que todavía sigue en activo, capitaneados por William Holden, ya no son los mismos: han envejecido y sospechan que nunca dejarán esa vida a menos que puedan dar ese golpe que se les ha negado siempre. Esa circunstancia parece presentarse cuando conocen a un general mexicano que combate la revolución y les promete mucho dinero si le consiguen un cargamento de armas de un tren. Todo se tuerce cuando el general descubre que uno de los pistoleros, un mexicano simpatizante de la revolución, le ha robado parte de las armas y decide torturarlo hasta la muerte. El resto de la pandilla duda entre marcharse con el oro y dejar al amigo o resistirse. Al final pueden más la compasión, la amistad y el orgullo y todos mueren en una batalla desigual. En The ballad of Cable Hogue (La balada del Oeste), su protagonista es abandonado en el desierto y al encontrar agua decide fundar en el lugar una parada de diligencias. Tras muchas peripecias sale adelante, pero al final muere atropellado por el coche que trae de nuevo a la mujer que ha sido su compañera, convertida ahora en una gran dama con dinero. Junior Bonner es un western moderno sobre un vaquero que vuelve a su pueblo para un rodeo. Mientras los demás tratan de adaptarse a los nuevos tiempos, a él sólo le importa mantenerse sobre el caballo el tiempo suficiente, beber en la cantina y amar a una mujer. Pat Garret and Billy the Kid cuenta la historia tantas veces repetida de estos dos hombres, pero presentando a Billy the Kid como un hombre fiel a la vida que abrazó y a Pat Garret como el ex-bandolero que decidió venderse y hacerse sheriff. Peckinpah parece decirnos en sus westerns que la desaparición del cowboy (y del indio) no fue la simple consecuencia de una evolución social (como lo dejaba entrever Ford), sino que se trató de un acto de genocidio y nos da a entender que la sociedad que se avecinaba no significaba una elevación moral, más bien todo lo contrario.
Durante 1964 se estrena A fistful of dollars (Por un puñado de dólares) del italiano Sergio Leone. La película encierra varias curiosidades: da inicio al spaghetti western (películas de cowboys realizadas por directores italianos), está filmada en España como la mayoría de su género, lanza al estrellato a Clint Eastwood y es copia casi fiel de una película japonesa, Yojimbo de Akira Kurosawa. Leone es, desde sus inicios, muy poco considerado por la crítica. Se lo acusa, entre otras cosas de haberse inventado un Oeste particular. Esa crítica negativa olvida que el western clásico tampoco reflejaba la realidad, era otro invento. Quizás no se toleraba que Leone hubiera llevado ese invento al extremo, a la parodia. Su trilogía del hombre sin nombre, interpretado siempre por Eastwood, culmina con su film más conocido: The good, the bad and the ugly (El bueno, el malo y el feo), que ya desde el título nos advierte de sus personajes estereotipados.
El western de Leone, en el que es importante destacar la excelente música épica de Ennio Morricone, parece discurrir en un onírico territorio sin ley donde la fuerza se impone y la justicia sólo puede venir de la mano de unos vengadores salidos de la nada. Las fuentes de sus historias podrían encontrarse más en las historias medievales y de samurais que en el western clásico. Por eso no es de extrañar que en su primera película copie a Kurosawa y que en esa época de renovación la huella del director japonés se hiciera muy visible en el cine norteamericano. John Sturges copiaría su película Los siete samurais y la convertiría en The magnificent seven y Martín Ritt haría lo mismo con Rashomon haciendo con ella The outrage.
La relación de ida y vuelta del cine y el arte en general queda explícita en el caso de Sturges: Kurosawa admiraba la forma de hacer cine de este director y citaba entre sus films favoritos Bad day at Black Rock (Conspiración de Silencio), un western moderno en el que un héroe solitario y manco (Spencer Tracy) llegaba a un pueblo perdido de la América profunda a investigar el asesinato de un granjero japonés durante la Segunda Guerra Mundial y se encontraba con terribles secretos escondidos.
De toda esta mezcla surge uno de los directores más importantes del cine actual, Clint Eastwood, que toma elementos de Kurosawa, de Leone y de Don Siegel, quien lo dirigiera en Dirty Harry (Harry el sucio), para elaborar dos muy buenos westerns, The outlaw Josey Wales y The pale rider (El jinete pálido), y una indiscutida obra maestra, Unforgiven. Esta última se acerca al Oeste sin concesiones: el sheriff es un canalla, el valiente pistolero al que persigue el periodista para retratar sus hazañas es un farsante dedicado a asesinar chinos (el tema de los chinos -cinco mil de los cuales murieron construyendo el ferrocarril de costa a costa de los Estados Unidos-, que le costaría la carrera a Michel Cimino, aparece citado), el protagonista es un antiguo pistolero violento que ha participado en el pasado en acciones deleznables y todo el entorno humano y físico es pintado con el rigor correspondiente a la época. La gran labor de los actores y la potencia de diálogos e imágenes acercan al film al gran cine de todos los tiempos.
Por encima de las diferencias de concepción, cabe preguntarse por qué es el western un género al que se vuelve y cuál es la razón por la que gusta al espectador. Personalmente pienso que las películas del Oeste sentaron las bases del cine, por lo menos de gran parte del cine. Todas las películas generadas por la novela negra pueden considerarse en clave de western urbano. También, por ejemplo, Heat, cuyo enfrentamiento entre los dos protagonistas, Pacino y De Niro, da la impresión de ser la continuación del de Cooper y Lancaster en Veracruz. Y Matrix, donde la acción nos remite a Yojimbo y la estética a El árbol de la horca. Y Dirty Harry, en la que Eastwood da la impresión de ser un Ethan (“The searchers”) moderno. Se podría estar citando ejemplos indefinidamente.
Aparte de génesis, el western es sencillez. Sus personajes son mujeres y hombres simples enfrentados a un medio hostil y a problemas que no consiguen captar demasiado bien por su complejidad. Cuando esos problemas aparecen los enfrentan como lo ha hecho siempre la mayoría de la gente del planeta: con coraje, orgullo y sacrificio, aquellos valores de los que hablara Faulkner. Por eso no extraña que en nuestras rutinarias existencias hayamos querido ser, alguna vez, como el Gary Cooper o la Grace Kelly de High Noon, el Gregory Peck o la Jean Simmons de The big country o la inmensa Joan Crawford de Johnny Guitar. De ellas y ellos están hechos nuestros sueños, que siempre vuelven a los horizontes abiertos, a la vida libre. Y, parafraseando a Borges, todos quisiéramos morir en un duelo cara a cara bajo el cielo limpio de algún Oeste.