En las fotos, instantáneas hechas deprisa y corriendo, ahora descoloridas, con los cantos doblados al cabo de trece años, alardean y se jactan un poco. Delgados, endurecidos, con sus arreos marciales de latón y de cuero, posan de pie, al lado o apoyados, en las formas esotéricas, de alambre, madera y lona en las que volaban sin paracaídas. También ellos tienen un aire esotérico, un aire no del todo humano, como el de la sombría y amenazadora apoteosis de una raza vista por un instante al fulgor de un relámpago y acto seguido desaparecida para siempre.
Porque todos los pilotos están muertos desde 11 de noviembre de 1918. Cuando miras fotografías modernas de ellos, las fotografías recientes, hechas junto a las nuevas formas de acero y lona, con una cobertura abatible sobre el motor, con alerones articulados, aquellos jóvenes delgados que en su día se pavoneaban, parecen perdidos, aturdidos, un tanto extravagantes. En esta era del saxo parecen fuera de lugar para la aviación , un tanto anchos de cintura, con los sobrios trajes de chaqueta de hace treinta o treinta y cinco o más años, como a buen seguro lo estarían entre los saxos y las sordinas en miniatura de una orquesta en un night-club. Y es que también están muertos los que aprendieron a respetar aquello cuyo respeto fue ganado con dureza, antes de que existieran fuselajes de sección central soldada y paracaídas y aparatos que no entran en barrena. Por eso miran a las chicas y los chicos de los saxos, ellas con carmín que ya no se corre como el de antes, ellos con cantimploras aerodinámicas apiladas como saxofones, a la entrada de un garaje particular o en el green de un campo de golf, con rápida simpatía y también con desconcierto. «Dios del cielo… —me dijo una vez un piloto de una escuadrilla y buen mecánico, suboficial en su día, capitán después y, a la larga, comandante—. Si se puede tratar así un cacharro, ¿para qué quieres volar?».
Pero ya están todos muertos. Ahora han engordado, andan bastante anchos de cintura de tanto sentarse en los despachos, y puede que ya no sean tan buenos en eso, con sus esposas y sus hijos y sus casas casi terminadas de pagar en los buenos barrios de la periferia, en donde juegan al golf toda la tarde, tras llegar en el tren de las 5:15, y puede que eso tampoco se les dé bien del todo; los hombres flacos y endurecidos, que alardeaban en serio y bebían en serio, porque habían descubierto que morir y estar muerto no era algo tan apacible como tenían entendido. Por eso está hecho a retazos este relato: una serie de vistazos en los que, instantáneos, sin profundidad ni perspectiva, salen a relucir el portento y la amenaza que presagiaban lo que la raza pudiera soportar y llegar a ser, en instantes fugaces, entre tinieblas y tinieblas.
II
En 1918 estuve en el Cuartel General del Ala mientras trataba de adaptarme a una pierna ortopédica, donde, entre otras cosas, me encargaba de la censura de la correspondencia enviada por todas las escuadrillas del Ala. El trabajo en sí no era malo, pues me dejaba tiempo libre para experimentar con una cámara sincronizada que intentaba perfeccionar. Aquello iba de abrir y leer cartas, páginas breves y garabateadas de cualquier manera, llenas de mentiras transparentes y honrosas, dirigidas a las madres y a las novias, con la caligrafía y la ortografía de un simple colegial. Pero una guerra es una cosa descomunal y lleva mucho tiempo. Y supongo que quienes mandan (no me refiero al alto mando, sino a quien sea, o a lo que sea, a eso que controla los acontecimientos) también se aburren de vez en cuando, y cuando alguien se aburre se vuelve mezquino y se dedica a las travesuras.
Así que de vez en cuando visitaba un escuadrón de Camels que estaba acuartelado poco más allá de Amiens y charlaba con el sargento de artillería sobre la sincronización de las ametralladoras. Era el escuadrón de Spoomer. Su tío era comandante del cuerpo y era caballero de la Orden de la Liga, así que siendo capitán del Primer Regimiento de Dragones, a su debido tiempo obtuvo una Estrella de Mons y una condecoración de la Orden de Distinción al Servicio Prestado, y estaba al mando de una escuadrilla de cazas monoplazas, aunque el tercer percebe que llevaba prendido en la pechera seguía siendo el ala única del observador y no la doble ala del piloto.
En 1914 estuvo en la Academia Militar de Sandhurst: un tipo de gran envergadura, rubio, con ojos de porcelana. Prefiero pensar que su tío dio la orden de que lo llamaran en cuanto le llegó la noticia, la buena noticia. Probablemente fue en el club del tío (el tío ya era general de brigada, recién regresado a toda prisa de su puesto en la India), sentados los dos frente a frente en una mesa de caoba, mientras el vendedor de prensa daba voces en la calle. «Por Dios —debió de decir el general—, esto va a ser el no va más para el ejército. Pásame el vino».
Me atrevería a decir que el general se llevó un chasco, por no decir que se ofendió, cuando se dio cuenta de que ni los hunos ni el primer ministro se proponían llevar a cabo esta guerra tal como hubiese querido el ejército. De todos modos, Spoomer ya fue destinado a Mons y volvió con la Estrella (aunque Ffollansbye decía que el general mandó a Spoomer derecho a por la Estrella, porque era una condecoración que sólo se obtenía estando a mano) antes de que el tío ordenase su traslado a su regimiento, donde Spoomer podría obtener su condecoración en Distinción al Servicio Prestado. Luego, es posible que el tío lo enviase a ver qué sacaba en claro allí donde el arroyo subterráneo afloraba a la superficie. O puede que Spoomer esta vez fuese por su cuenta, porque prefiero pensar que lo hizo por la patria, aunque de sobra sé que nadie merece el elogio por su valentía ni el oprobio por su cobardía, puesto que hay situaciones en las que cualquiera dará muestras de ambas. Pero allá fue, y volvió al año con su ala, distintivo de observador, y un perro grande como un ternero.
Esto fue en 1917, cuando Sartoris y él se encontraron y colisionaron. Sartoris era americano, de una plantación de Mississippi donde cultivaban cereales y criaban negros, o los negros cultivaban cereales, o lo que sea. Sartoris tenía un vocabulario funcional de unas doscientas palabras, no más, y me atrevería aquí a decir que el dónde y el cómo y el por qué vivía como vivía era algo que se hallaba fuera de su alcance, quitando que vivía en la plantación con su tía abuela y con su abuelo. Vino pasando por el Ejército Canadiense, antes de que Estados Unidos entrase en guerra, y estaba en lista de espera, en el cuartel de Ayr. Eso me contó Ffollansbye. Parece ser que Sartoris tenía una novia en Londres, una de esas aspirantes a esposa por tres días y viuda por tres años. Es lo malo que tiene la guerra. Los de esa ralea, los Sartoris y compañía, no murieron hasta 1918, al menos algunos. En cambio las chicas, las novias, las mujeres, murieron todas el 4 de agosto de 1914.
Total, que Sartoris tenía una novia. Ffollansbye contó que la apodaban Kitchener, «porque tenía soldados a puñados». Dijo que no sabían si Sartoris lo sabía o no, pero que al menos por un tiempo Kitchener, o Kit, pareció darles calabazas a todos y quedarse con Sartoris. Se les veía juntos por todas partes y a todas horas; Ffollansbye me contó entonces que una noche, en un restaurante, se encontró con Sartoris, que estaba solo y bastante borracho. Ffollansbye ya se había enterado que dos días antes Kit y Spoomer se habían largado a no sé dónde. Dijo que Sartoris estaba sentado en una mesa, bebiendo hasta ponerse ciego, esperando a que llegase Spoomer. Dijo que al final fue él quien metió a Sartoris en un taxi y lo mandó al aeródromo. Ya estaba casi amaneciendo, y Sartoris se hizo con una guerrera de capitán que tomó del equipaje de otro y una liga de mujer que robó de la maleta de otro aviador, o quizás de la suya, y prendió la liga en la pechera como si fuese un percebe o una condecoración. Después fue a despertar a un cabo que había sido boxeador profesional, con el que Sartoris se calzaba los guantes de vez en cuando. «Se llama Spoomer —dijo Sartoris al cabo—. El capitán Spoomer». Lo dijo tambaleándose, señalando la liga con el dedo. «Distinción al Mérito Muslero de Mujer.» Luego, el cabo y él, con la guerrera puesta, bajo la cual se le veía el calzón de lana, se repartieron unos cuantos puñetazos, con las manos sin guantes, al amanecer.
III
Cualquiera pensaría que cuando una guerra lo arrastra dentro de ella, lo tiene que dejar en paz. Que no le gastará bromas pesadas. Pero puede que no fuera así. Puede que fuera porque los tres, Spoomer y Sartoris y el perro, todo se lo tomaban sin ningún humor. Puede que una persona sin humor fuese para ellos una especie de desafío infalible, por encima de truenos y alarmas. De cualquier forma, una tarde —fue en primavera, antes de la caída de Cambrai— fui al aeródromo en donde estaban los Camels, a charlar con el sargento de artillería, y vi a Sartoris por primera vez. El año anterior habían dado a Spoomer y el perro el mando de la escuadrilla y lo primero que hicieron fue ordenar que Sartoris se destacase allí.
Había salido la patrulla vespertina y el resto del personal, supongo que a Amiens, y el aeródromo estaba desierto. Estábamos sentados el sargento y yo en sendos bidones de gasolina vacíos a la puerta del hangar cuando vi a un hombre asomar la cabeza por la puerta del comedor de los oficiales y mirar a un lado y a otro, abarcando todo el campo, con aire un tanto furtivo y muy alerta. Era Sartoris, que había salido en busca del perro.
—¿El perro? —dije. Entonces el sargento me dijo, y también esto a retazos, fruto de su propia observación y de las observaciones que todo el personal alistado intercambiaba y comparaba en las mesas del comedor, o de noche, fumándose una pipa: la indagación terrible y omnisciente de quienes ocupan un estadio inferior en el escalafón.
Cuando Spoomer se marchaba del aeródromo, dejaba al perro encerrado en alguna parte. Tenía que encerrarlo cada vez en un sitio distinto, porque Sartoris emprendía la búsqueda del animal y no cejaba hasta dar con él y sacarlo fuera. Era por lo visto un perro inteligente, porque si Spoomer había ido tan sólo al cuartel del Ala, o a donde fuese, a resolver un asunto pendiente, él se quedaba allí en el aeródromo escarbando en el cubo de la basura que había detrás del comedor de los soldados, al cual tenía adicción y prefería con mucho antes que el de los oficiales. En cambio, si Spoomer se había marchado a Amiens, emprendía el camino de Amiens en el instante mismo en que se veía libre, para regresar después con el propio Spoomer en el coche de la escuadrilla.
—¿Y por qué lo suelta el señor Sartoris? —dije—. ¿Quiere decir usted que el capitán Spoomer no ve con buenos ojos que el perro se coma los desperdicios de la cocina?
Pero el sargento no me estaba escuchando. Había estirado el cuello para mirar por la puerta y vimos a Sartoris. Había salido del comedor y se aproximaba al hangar que le quedaba al final de la calle, todavía con aire alerta, moviéndose con toda intención. Entró en el hangar.
—Me parece una niñería para un hombre hecho y derecho —dije. El sargento me miró y luego dejó de mirarme.
—Lo que quiere saber es si el capitán Spoomer ha ido o no a Amiens. Al cabo de un rato dije:
—Oh! Una señorita. ¿Es eso?
—Llámela señorita si quiere —dijo sin mirarme—. Supongo que en este país también tiene que haber algunas señoritas.
Pensé en lo que había dicho por un instante. Sartoris salió del primer hangar y entró en el segundo.
—Me pregunto si quedan señoritas en alguna parte —dije.
—Es posible que tenga usted razón. La guerra es muy dura para las mujeres.
—¿Y qué hay de ésta? —dije—. ¿Quién es ella? Me lo contó. Regentaban un cafetín, «una especie de pub», lo llamó él, entre una vieja arpía y la chica. Era un local pequeño, en una calle de difícil acceso, al que no iban los oficiales. Tal vez por eso Sartoris y Spoomer crearon tanto furor en ese círculo. Deduje, por lo que dijo el sargento, que la competencia entre el comandante de la escuadrilla y uno de sus pilotos más novatos e inexpertos era objeto de interés general y el motivo de las conversaciones más acaloradas y las apuestas entre los elementos alistados de todo el sector de las tropas francesas y británicas.
—Siendo además oficiales —dijo.
—Entiendo. Han amedrentado a los soldados, los han espantado, ¿no es así? —dije—. ¿No es eso? -El sargento ni siquiera me miró-. ¿Fueron muchos los soldados amedrentados?
—Supongo que sabrá usted cómo son estas jovencitas , y más con esta guerra -dijo el sargento.
Y eso es lo que la chica era, o quien era la chica. El sargento dijo que la señorita y la vieja arpía ni siquiera eran parientes. Me contó que Sartoris le había hecho algunos regalos, ropa y bisutería, el tipo de bisutería que se podría comprar en Amiens probablemente. O acaso se los había comprado en una cantina, porque Sartoris apenas pasaba de los veinte años. Vi algunas de las cartas que había escrito a su tía abuela, la de América, y eran, quizá mejoradas, las que podría haber escrito un chaval de tercero matriculado en Harrow. Parecía que Spoomer no le había hecho ningún regalo a la chica.
—Tal vez sea porque es capitán —dijo el sargento—. O porque por esas condecoraciones no tiene necesidad de hacérselos.
—Debe de ser eso —dije.
Y eso era la chica, la chica que, adornada con la bisutería de a céntimo que le regalaba Sartoris, servía la cerveza y el vino a los soldados británicos y franceses en una callejuela de difícil acceso en Amiens, la chica por culpa de la cual Spoomer se aprovechaba de su rango para traicionar a Sartoris con ella, al tiempo que obligaba a Sartoris a permanecer en el aeródromo, ocupado en cumplir tareas especiales, y encerrando al perro para que Sartoris no tuviera forma de saber lo que había hecho él. Y Sartoris se vengaba en la medida de lo posible soltando al perro para que pudiera escarbar a su antojo en la basura a donde iban a parar los desperdicios de la plebe.
Entró en el hangar en que estábamos el sargento y yo un muchacho alto, de ojos claros, en una cara que podía ser, según se mirara, hosca o feliz, pero, sobre todo, carente de humor. Me miró.
—Hola —dijo.
—Hola —dije.
El sargento hizo ademán de levantarse.
—Adelante, sigan a lo suyo —dijo Sartoris—. No tengo necesidad de nada.
Se dirigió al fondo del hangar, que estaba lleno de bidones de gasolina, de embalajes vacíos y demás. Carecía por completo de todo rastro de inhibición, obraba sin cohibirse, con una total desvergüenza, a pesar de lo pueril de aquella operación en la que tanto se afanaba.
El perro estaba en uno de los embalajes. Salió tal como era, enorme, con un pelaje crespo, de color leonado; Ffollansbye ya me había contado que quitando el ala que lucía Spoomer y su Estrella de Mons y su condecoración de la Orden de Distinción al Servicio Prestado, él y su dueño eran muy parecidos. Salió del hangar sin premura, lanzándome una breve mirada de lado. Lo vimos marchar y desaparecer al doblar la esquina, camino del comedor de los soldados. Entonces Sartoris se giró, fue también hacia el comedor de los oficiales y desapareció.
Poco después llegó la patrulla vespertina. Mientras los aparatos formaban en fila apareció en el aeródromo el coche de la escuadrilla y se detuvo ante el comedor de los oficiales. Bajó Spoomer.
—Mírelo —dijo el sargento—. Intentará que no se le note que estaba atento, que no estaba pendiente de todo.
Se acercó caminando a lo largo de los hangares, grande, enorme y torpe, con unas medias verdes de jugar al golf. No reparó en mí hasta que giró hacia el hangar. Se detuvo con un gesto casi imperceptible y entonces entró lanzándome una breve mirada de lado.
—Qué tal —dijo con un tono de voz agudo, nervioso, tenso. El sargento se había puesto en pie. Aunque se había detenido, no vi si miraba hacia el fondo, hacia el embalaje que había caído de costado.
—Sargento —dijo.
—Señor —dijo el sargento.
—¿Han llegado ya esos cronómetros? -preguntó.
—Sí, señor. Se recibieron hace dos semanas. Ya están todos en uso.
—Eso está bien, está muy bien —se dio la vuelta, me lanzó de nuevo una breve mirada de lado y siguió, sin prisa, hacia el hangar.
—Ahora fíjese bien —me dijo el sargento—. Seguirá por allí hasta que crea que ya no le estamos mirando.
Seguimos observando. De nuevo apareció, atravesando el campo hacia el comedor de los soldados, ahora a paso más ligero. Desapareció al doblar la esquina. Apareció de nuevo un momento más tarde arrastrando a la bestia enorme, inerte, por el cogote.
—Tú no debes comer esa bazofia —dijo—. Eso es para los soldados
IN THE PICTURES, the snapshots hurriedly made, a little faded, a little dog-eared with the thirteen years, they swagger a little. Lean, hard, in their brass-and-leather martial harness, posed standing beside or leaning upon the esoteric shapes of wire and wood and canvas in which they flew without parachutes, they too have an esoteric look; a look not exactly human, like that of some dim and threatful apotheosis of the race seen for an instant in the glare of a thunderclap and then forever gone.
Because they are dead, all the old pilots, dead on the eleventh of November, 1918. When you see modern photographs of them, the recent pictures made beside the recent shapes of steel and canvas with the new cowlings and engines and slotted wings, they look a little outlandish: the lean young men who once swaggered. They look lost, baffled. In this saxophone age of flying they look as out of place as, a little thick about the waist, in the sober business suits of thirty and thirty-five and perhaps more than that, they would look among the saxophones and miniature brass bowlers of a night club orchestra. Because they are dead too, who had learned to respect that whose respect in turn their hardness had commanded before there were welded center sections and parachutes and ships that would not spin. That’s why they watch the saxophone girls and boys with slipstream-proof lipstick and aeronautical flasks piling up the saxophone crates in private driveways and on golf greens, with the quick sympathy and the bafflement too. «My gad,» one of them, warrant officer pilot, captain and M. C. in turn said to me once; «if you can treat a crate that way, why do you want to fly at all?.»
But they are all dead now. They are thick men now, a little thick about the waist from sitting behind desks, and maybe not so good at it, with wives and children in suburban homes almost paid out, with gardens in which they putter in the long evenings after the 5:15 is in, and perhaps not so good at that either: the hard, lean men who swaggered hard and drank hard because they had found that being dead was not as quiet as they had heard it would be. That’s why this story is composite: a series of brief glares in which, instantaneous and without depth or perspective, there stood into sight the portent and the threat of what the race could bear and become, in an instant between dark and dark.
II
IN 1918 I was at Wing Headquarters, trying to get used to a mechanical leg, where, among other things, I had the censoring of mail from all squadrons in the Wing. The job itself wasn’t bad, since it gave me spare time to experiment with a synchronized camera on which I was working. But the opening and reading of the letters, the scrawled, brief pages of transparent and honorable lies to mothers and sweethearts, in the script and spelling of schoolboys. But a war is such a big thing, and it takes so long. I suppose they who run them (I don’t mean the staffs, but whoever or whatever it is that controls events) do get bored now and then. And it’s when you get bored that you turn petty, play horse.
So now and then I would go up to a Camel squadron behind Amiens and talk with the gunnery sergeant about the synchronization of the machine guns. This was Spoomer’s squadron. His uncle was the corps commander, the K. G., and so Spoomer, with his Guards’ Captaincy, had also got in turn a Mons Star, a D. S. O., and now a pursuit squadron of single seaters, though the third barnacle on his tunic was still the single wing of an observer.
In 1914 he was in Sandhurst: a big, ruddy-colored chap with china eyes, and I like to think of his uncle sending for him when the news got out, the good news. Probably at the uncle’s club (the uncle was a brigadier then, just recalled hurriedly from Indian service) and the two of them opposite one another across the mahogany, with the newsboys crying in the street, and the general saying, «By gad, it will be the making of the Army. Pass the wine, sir.»
I daresay the general was put out, not to say outraged, when he finally realized that neither the Hun nor the Home Office intended running this war like the Army wanted it run. Anyway, Spoomer had already gone out to Mons and come back with his Star (though Ffollansbye said that the general sent Spoomer out to get the Star, since it was going to be one decoration you had to be on hand to get) before the uncle got him transferred to his staff, where Spoomer could get his D. S. O. Then perhaps the uncle sent him out again to tap the stream where it came to surface. Or maybe Spoomer went on his own this time. I like to think so. I like to think that he did it through pro patria, even though I know that no man deserves praise for courage or opprobrium for cowardice, since there are situations in which any man will show either of them. But he went out, and came back a year later with his observer’s wing and a dog almost as large as a calf. That was 1917, when he and Sartoris first came together, collided. Sartoris was an American, from a plantation at Mississippi, where they grew grain and Negroes, or the Negroes grew the grain or something. Sartoris had a working vocabulary of perhaps two hundred words, and I daresay to tell where and how and why he lived was beyond him, save that he lived in the plantation with his great-aunt and his grandfather. He came through Canada in 1916, and he was at Pool. Ffollansbye told me about it. It seems that Sartoris had a girl in London, one of those three-day wives and three-year widows. That’s the bad thing about war. They, the Sartorises and such, didn’t die until 1918, some of them. But the girls, the women, they died on the fourth of August, 1914. So Sartoris had a girl. Ffollansbye said they called her Kitchener, «because she had such a mob of soldiers.» He said they didn’t know if Sartoris knew this or not, but that anyway for a while Kitchener Kit appeared to have ditched them all for Sartoris. They would be seen anywhere and any time together, then Ffollansbye told me how he found Sartoris alone and quite drunk one evening in a restaurant. Ffollansbye told how he had already heard that Kit and Spoomer had gone off somewhere together about two days ago. He said that Sartoris was sitting there, drinking himself blind, waiting for Spoomer to come in. He said he finally got Sartoris into a cab and sent him to the aerodrome. It was about dawn then, and Sartoris got a captain’s tunic from someone’s kit, and a woman’s garter from someone else’s kit, perhaps his own, and pinned the garter on the tunic like a barnacle ribbon. Then he went and waked a corporal who was an ex-professional boxer and with whom Sartoris would put on the gloves now and then, and made the corporal put on the tunic over his underclothes. «Namesh Spoomer,» Sartoris told the corporal. «Cap’m Spoomer»; swaying and prodding at the garter with his finger. «Dishtinguish Sheries Thighs,» Sartoris said. Then he and the corporal in the borrowed tunic, with his woolen underwear showing beneath, stood there in the dawn, swinging at one another with their naked fists.
III
YOU’D THINK that when a war had got you into it, it would let you be. That it wouldn’t play horse with you. But maybe it wasn’t that. Maybe it was because the three of them, Spoomer and Sartoris and the dog, were so humorless about it. Maybe a humorless person is an unflagging challenge to them above the thunder and the alarms. Anyway, one afternoon it was in the spring, just before Cambrai fell I went up to the Camel aerodrome to see the gunnery sergeant, and I saw Sartoris for the first time. They had given the squadron to Spoomer and the dog the year before, and the first thing they did was to send Sartoris out to it.
The afternoon patrol was out, and the rest of the people were gone too, to Amiens I suppose, and the aerodrome was deserted. The sergeant and I were sitting on two empty petrol tins in the hangar door when I saw a man thrust his head out the door of the officers’ mess and look both ways along the line, his air a little furtive and very alert. It was Sartoris, and he was looking for the dog.
«The dog?» I said. Then the sergeant told me, this too composite, out of his own observation and the observation of the entire enlisted personnel exchanged and compared over the mess tables or over pipes at night: that terrible and omniscient inquisition of those in an inferior station.
When Spoomer left the aerodrome, he would lock the dog up somewhere. He would have to lock it up in a different place each time, because Sartoris would hunt until he found it, and let it out. It appeared to be a dog of intelligence, because if Spoomer had only gone down to Wing or somewhere on business, the dog would stay at home, spending the interval grubbing in the refuse bin behind the men’s mess, to which it was addicted in preference to that of the officers. But if Spoomer had gone to Amiens, the dog would depart up the Amiens road immediately on being freed, to return later with Spoomer in the squadron car.
«Why does Mr. Sartoris let it out?» I said. «Do you mean that Captain Spoomer objects to the dog eating kitchen refuse?» But the sergeant was not listening. His head was craned around the door, and we watched Sartoris. He had emerged from the mess and he now approached the hangar at the end of the line, his air still alert, still purposeful. He entered the hangar. «That seems a rather childish business for a grown man,» I said.
The sergeant looked at me. Then he quit looking at me. «He wants to know if Captain Spoomer went to Amiens or not.»
After a while I said, «Oh. A young lady. Is that it?» He didn’t look at me. «You might call her a young lady. I suppose they have young ladies in this country.»
I thought about that for a while. Sartoris emerged from the first hangar and entered the second one. «I wonder if there are any young ladies any more anywhere,» I said.
«Perhaps you are right, sir. War is hard on women.»
«What about this one?» I said. «Who is she?
«He told me. They ran an estaminet, a «bit of a pub» he called it, an old harridan of a woman, and the girl. A little place on a back street, where officers did not go. Perhaps that was why Sartoris and Spoomer created such a furor in that circle. I gathered from the sergeant that the contest between the squadron commander and one of his greenest cubs was the object of general interest and the subject of the warmest conversation and even betting among the enlisted element of the whole sector of French and British troops. «Being officers and all,» he said.
«They frightened the soldiers off, did they?» I said. «Is that it?» The sergeant did not look at me. «Were there many soldiers to frighten off?»
«I suppose you know these young women,» the sergeant said. «This war and all.
«And that’s who the girl was. What the girl was. The sergeant said that the girl and the old woman were not even related. He told me how Sartoris bought her things: clothes, and jewelry; the sort of jewelry you might buy in Amiens, probably. Or maybe in a canteen, because Sartoris was not much more than twenty. I saw some of the letters which he wrote to his great-aunt back home, letters that a third-form lad in Harrow could have written, perhaps bettered. It seemed that Spoomer did not make the girl any presents. «Maybe because he is a captain,» the sergeant said. «Or maybe because of them ribbons he don’t have to.»
«Maybe so,» I said.
And that was the girl, the girl who, in the centime jewelry which Sartoris gave her, dispensed beer and wine to British and French privates in an Amiens back street, and because of whom Spoomer used his rank to betray Sartoris with her by keeping Sartoris at the aerodrome on special duties, locking up the dog to hide from Sartoris what he had done. And Sartoris taking what revenge he could by letting out the dog in order that it might grub in the refuse of plebeian food.
He entered the hangar in which the sergeant and I were: a tall lad with pale eyes in a face that could be either merry or surly, and quite humorless. He looked at me. «Hello,» he said.
«Hello,» I said. The sergeant made to get up.
«Carry on,» Sartoris said. «I don’t want anything.» He went on to the rear of the hangar. It was cluttered with petrol drums and empty packing cases and such. He was utterly without self-consciousness, utterly without shame of his childish business.
The dog was in one of the packing cases. It emerged, huge, of a napped, tawny color; Ffollansbye had told me that, save for Spoomer’s wing and his Mons Star and his D. S. O., he and the dog looked alike. It quitted the hangar without haste, giving me a brief, sidelong glance. We watched it go on and disappear around the corner of the men’s mess. Then Sartoris turned and went back to the officers’ mess and also disappeared.
Shortly afterward, the afternoon patrol came in. While the machines were coming up to the line, the squadron car turned onto the aerodrome and stopped at the officers’ mess and Spoomer got out. «Watch him,» the sergeant said. «He’ll try to do it like he wasn’t watching himself, noticing himself.»
He came along the hangars, big, hulking, in green golf stockings. He did not see me until he was turning into the hangar. He paused; it was almost imperceptible, then he entered, giving me a brief, sidelong glance. «How do,» he said in a high, fretful, level voice. The sergeant had risen. I had never seen Spoomer even glance toward the rear, toward the overturned packing case, yet he had stopped. «Sergeant,» he said.
«Sir,» the sergeant said.
«Sergeant,» Spoomer said. «Have those timers come up yet?»
«Yes, sir. They came up two weeks ago. They’re all in use now, sir.»
«Quite so. Quite so.» He turned; again he gave me a brief, sidelong glance, and went on down the hangar line, not fast. He disappeared. «Watch him, now,» the sergeant said. «He won’t go over there until he thinks we have quit watching him.»
We watched. Then he came into sight again, crossing toward the men’s mess, walking briskly now. He disappeared beyond the corner. A moment later he emerged, dragging the huge, inert beast by the scruff of its neck. «You mustn’t eat that stuff,» he said. «That’s for soldiers.»
IV
I DIDN’T KNOW at the time what happened next. Sartoris didn’t tell me until later, afterward. Perhaps up to that time he had not anything more than instinct and circumstantial evidence to tell him that he was being betrayed: evidence such as being given by Spoomer some duty not in his province at all and which would keep him on the aerodrome for the afternoon, then finding and freeing the hidden dog and watching it vanish up the Amiens road at its clumsy hard gallop. But something happened. All I could learn at the time was, that one afternoon Sartoris found the dog and watched it depart for Amiens. Then he violated his orders, borrowed a motor bike and went to Amiens too. Two hours later the dog returned and repaired to the kitchen door of the men’s mess, and a short time after that, Sartoris himself returned on a lorry (they were already evacuating Amiens) laden with household effects and driven by a French soldier in a peasant’s smock. The motor bike was on the lorry too, pretty well beyond repair. The soldier told how Sartoris had driven the bike full speed into a ditch, trying to run down the dog. But nobody knew just what had happened, at the time. But I had imagined the scene, before he told me. I imagined him there, in that bit of a room full of French soldiers, and the old woman (she could read pips, no doubt; ribbons, anyway) barring him from the door to the living quarters. I can imagine him, furious, baffled, inarticulate (he knew no French) standing head and shoulders above the French people whom he could not understand and that he believed were laughing at him. «That was it,» he told me. «Laughing at me behind their faces, about a woman. Me knowing that he was up there, and them knowing I knew that if I busted in and dragged him out and bashed his head off, I’d not only be cashiered, I’d be clinked for life for having infringed the articles of alliance by invading foreign property without warrant or something.
«Then he returned to the aerodrome and met the dog on the road and tried to run it down. The dog came on home, and Spoomer returned, and he was just dragging it by the scruff of the neck from the refuse bin behind the men’s mess, when the afternoon patrol came in. They had gone out six and come back five, and the leader jumped down from his machine before it had stopped rolling. He had a bloody rag about his right hand and he ran toward Spoomer stooped above the passive and stiff-legged dog. «By gad,» he said, «they have got Cambrai!»
Spoomer did not look up. «Who have?»
«Jerry has, by gad!»
«Well, by gad,» Spoomer said. «Come along, now. I have told you about that muck.»
A man like that is invulnerable. When Sartoris and I talked for the first time, I started to tell him that. But then I learned that Sartoris was invincible too. We talked, that first time. «I tried to get him to let me teach him to fly a Camel,» Sartoris said. «I will teach him for nothing. I will tear out the cockpit and rig the duals myself, for nothing.»
«Why?» I said. «What for?»
«Or anything. I will let him choose it. He can take an S. E. if he wants to, and I will take an Ak. W. or even a Fee and I will run him clean out of the sky in four minutes. I will run him so far into the ground he will have to stand on his head to swallow.»
We talked twice: that first time, and the last time. «Well, you did better than that,» I said the last time we talked.
He had hardly any teeth left then, and he couldn’t talk very well, who had never been able to talk much, who lived and died with maybe two hundred words. «Better than what?» he said.
«You said before that you would run him clean out of the sky. You didn’t do that; you did better: you have run him clean off the continent of Europe.»
V
I THINK I said that he was invulnerable too. November, 1918, couldn’t kill him, couldn’t leave him growing a little thicker each year behind an office desk, with what had once been hard and lean and immediate grown a little dim, a little baffled, and betrayed, because by that day he had been dead almost six months.
He was killed in July, but we talked that second time, that other time before that. This last time was a week after the patrol had come in and told that Cambrai had fallen, a week after we heard the shells falling in Amiens. He told me about it himself, through his missing teeth. The whole squadron went out together. He left his flight as soon as they reached the broken front, and flew back to Amiens with a bottle of brandy in his overall leg. Amiens was being evacuated, the roads full of lorries and carts of household goods, and ambulances from the Base hospital, and the city and its immediate territory was now interdict.
He landed in a short meadow. He said there was an old woman working in a field beyond the canal (he said she was still there when he returned an hour later, stooping stubbornly among the green rows, beneath the moist spring air shaken at slow and monstrous intervals by the sound of shells falling in the city) and a light ambulance stopped halfway in the roadside ditch.
He went to the ambulance. The engine was still running. The driver was a young man in spectacles. He looked like a student, and he was dead drunk, half sprawled out of the cab. Sartoris had a drink from his own bottle and tried to rouse the driver, in vain. Then he had another drink (I imagine that he was pretty well along himself by then; he told me how only that morning, when Spoomer had gone off in the car and he had found the dog and watched it take the Amiens road, how he had tried to get the operations officer to let him off patrol and how the operations officer had told him that La Fayette awaited him on the Santerre plateau) and tumbled the driver back into the ambulance and drove on to Amiens himself.
He said the French corporal was drinking from a bottle in a doorway when he passed and stopped the ambulance before the estaminet. The door was locked. He finished his brandy bottle and he broke the estaminet door in by diving at it as they do in American football. Then he was inside. The place was empty, the benches and tables overturned and the shelves empty of bottles, and he said that at first he could not remember what it was he had come for, so he thought it must be a drink. He found a bottle of wine under the bar and broke the neck off against the edge of the bar, and he told how he stood there, looking at himself in the mirror behind the bar, trying to think what it was he had come to do. «I looked pretty wild,» he said.
Then the first shell fell. I can imagine it: he standing there in that quiet, peaceful, redolent, devastated room, with the bashed-in door and the musing and waiting city beyond it, and then that slow, unhurried, reverberant sound coming down upon the thick air of spring like a hand laid without haste on the damp silence; he told how dust or sand or plaster, something, sifted somewhere, whispering down in a faint hiss, and how a big, lean cat came up over the bar without a sound and flowed down to the floor and vanished like dirty quicksilver.
Then he saw the closed door behind the bar and he remembered what he had come for. He went around the bar. He expected this door to be locked too, and he grasped the knob and heaved back with all his might. It wasn’t locked. He said it came back into the shelves with a sound like a pistol, jerking him off his feet. «My head hit the bar,» he said. «Maybe I was a little groggy after that.» Anyway, he was holding himself up in the door, looking down at the old woman. She was sitting on the bottom stair, her apron over her head, rocking back and forth. He said that the apron was quite clean, moving back and forth like a piston, and he standing in the door, drooling a little at the mouth, «Madame,» he said. The old woman rocked back and forth. He propped himself carefully and leaned and touched her shoulder. «‘Toinette,» he said. «Ou est-elle, ‘Toinette?» That was probably all the French he knew; that, with vin added to his 196 English words, composed his vocabulary.
Again the old woman did not answer. She rocked back and forth like a wound-up toy. He stepped carefully over her and mounted the stair. There was a second door at the head of the stair. He stopped before it, listening. His throat filled with a hot, salty liquid. He spat it, drooling; his throat filled again. This door was unlocked also. He entered the room quietly. It contained a table, on which lay a khaki cap with the bronze crest of the Flying Corps, and as he stood drooling in the door, the dog heaved up from the corner furthest from the window, and while he and the dog looked at one another above the cap, the sound of the second shell came dull and monstrous into the room, stirring the limp curtains before the window.
As he circled the table the dog moved too, keeping the table between them, watching him. He was trying to move quietly, yet he struck the table in passing (perhaps while watching the dog) and he told how, when he reached the opposite door and stood beside it, holding his breath, drooling, he could hear the silence in the next room. Then a voice said:
«Maman?»
He kicked the locked door, then he dived at it, again like the American football, and through it, door and all. The girl screamed. But he said he never saw her, never saw anyone. He just heard her scream as he went into the room on all fours. It was a bedroom; one corner was filled by a huge wardrobe with double doors. The wardrobe was closed, and the room appeared to be empty. He didn’t go to the wardrobe. He said he just stood there on his hands and knees, drooling, like a cow, listening to the dying reverberation of the third shell, watching the curtains on the window blow once into the room as though to a breath.
He got up. «I was still groggy,» he said. «And I guess that brandy and the wine had kind of got joggled up inside me.» I daresay they had. There was a chair. Upon it lay a pair of slacks, neatly folded, a tunic with an observer’s wing and two ribbons, an ordnance belt. While he stood looking down at the chair, the fourth shell came.
He gathered up the garments. The chair toppled over and he kicked it aside and lurched along the wall to the broken door and entered the first room, taking the cap from the table as he passed. The dog was gone.
He entered the passage. The old woman still sat on the bottom step, her apron over her head, rocking back and forth. He stood at the top of the stair, holding himself up, waiting to spit. Then beneath him a voice said: «Que faites-vous en haut?»
He looked down upon the raised moustached face of the French corporal whom he had passed in the street drinking from the bottle. For a time they looked at one another. Then the corporal said, «Descendez,» making a peremptory gesture with his arm. Clasping the garments in one hand, Sartoris put the other hand on the stair rail and vaulted over it.
The corporal jumped aside. Sartoris plunged past him and into the wall, banging his head hollowly again. As he got to his feet and turned, the corporal kicked at him, striking for his pelvis. The corporal kicked him again. Sartoris knocked the corporal down, where he lay on his back in his clumsy overcoat, tugging at his pocket and snapping his boot at Sartoris’ groin. Then the corporal freed his hand and shot pointblank at Sartoris with a short-barreled pistol.
Sartoris sprang upon him before he could shoot again, trampling the pistol hand. He said he could feel the man’s bones through his boot, and that the corporal began to scream like a woman behind his brigand’s moustaches. That was what made it funny, Sartoris said: that noise coming out of a pair of moustaches like a Gilbert and Sullivan pirate. So he said he stopped it by holding the corporal up with one hand and hitting him on the chin with the other until the noise stopped. He said that the old woman had not ceased to rock back and forth under her starched apron. «Like she might have dressed up to get ready to be sacked and ravaged,» he said.
He gathered up the garments. In the bar he had another pull at the bottle, looking at himself in the mirror. Then he saw that he was bleeding at the mouth. He said he didn’t know if he had bitten his tongue when he jumped over the stair rail or if he had cut his mouth with the broken bottle neck. He emptied the bottle and flung it to the floor.
He said he didn’t know then what he intended to do. He said he didn’t realize it even when he had dragged the unconscious driver out of the ambulance and was dressing him in Captain Spoomer’s slacks and cap and ribboned tunic, and tumbled him back into the ambulance.
He remembered seeing a dusty inkstand behind the bar. He sought and found in his overalls a bit of paper, a bill rendered him eight months ago by a London tailor, and, leaning on the bar, drooling and spitting, he printed on the back of the bill Captain Spoomer’s name and squadron number and aerodrome, and put the paper into the tunic pocket beneath the ribbons and the wing, and drove back to where he had left his aeroplane.
There was an Anzac battalion resting in the ditch beside the road. He left the ambulance and the sleeping passenger with them, and four of them helped him to start his engine, and held the wings for his tight take-off.
Then he was back at the front. He said he did not remember getting there at all; he said the last thing he remembered was the old woman in the field beneath him, then suddenly he was in a barrage, low enough to feel the concussed air between the ground and his wings, and to distinguish the faces of troops. He said he didn’t know what troops they were, theirs or ours, but that he strafed them anyway. «Because I never heard of a man on the ground getting hurt by an aeroplane,» he said. «Yes, I did; I’ll take that back. There was a farmer back in Canada plowing in the middle of a thousand-acre field, and a cadet crashed on top of him.»
Then he returned home. They told at the aerodrome that he flew between two hangars in a slow roll, so that they could see the valve stems in both wheels, and that he ran his wheels across the aerodrome and took off again. The gunnery sergeant told me that he climbed vertically until he stalled, and that he held the Camel mushing on its back. «He was watching the dog,» the sergeant said. «It had been home about an hour and it was behind the men’s mess, grubbing in the refuse bin.» He said that Sartoris dived at the dog and then looped, making two turns of an upward spin, coming off on one wing and still upside down. Then the sergeant said that he probably did not set back the air valve, because at a hundred feet the engine conked, and upside down Sartoris cut the tops out of the only two poplar trees they had left.
The sergeant said they ran then, toward the gout of dust and the mess of wire and wood. Before they reached it, he said the dog came trotting out from behind the men’s mess. He said the dog got there first and that they saw Sartoris on his hands and knees, vomiting, while the dog watched him. Then the dog approached and sniffed tentatively at the vomit and Sartoris got up and balanced himself and kicked it, weakly but with savage and earnest purpose.
VI
THE AMBULANCE DRIVER, in Spoomer’s uniform, was sent back to the aerodrome by the Anzac major. They put him to bed, where he was still sleeping when the brigadier and the Wing Commander came up that afternoon. They were still there when an ox cart turned onto the aerodrome and stopped, with, sitting on a wire cage containing chickens, Spoomer in a woman’s skirt and a knitted shawl. The next day Spoomer returned to England. We learned that he was to be a temporary colonel at ground school.
«The dog will like that, anyway,» I said.
«The dog?» Sartoris said.
«The food will be better there,» I said.
«Oh,» Sartoris said. They had reduced him to second lieutenant, for dereliction of duty by entering a forbidden zone with government property and leaving it unguarded, and he had been transferred to another squadron, to the one which even the B. E. people called the Laundry.
This was the day before he left. He had no front teeth at all now, and he apologized for the way he talked, who had never really talked with an intact mouth. «The joke is,» he said, «it’s another Camel squadron. I have to laugh.»
«Laugh?» I said.
«Oh, I can ride them. I can sit there with the gun out and keep the wings level now and then. But I can’t fly Camels. You have to land a Camel by setting the air valve and flying it into the ground. Then you count ten, and if you have not crashed, you level off. And if you can get up and walk away, you have made a good landing. And if they can use the crate again, you are an ace. But that’s not the joke.»
«What’s not?»
«The Camels. The joke is, this is a night-flying squadron. I suppose they are all in town and they don’t get back until after dark to fly them. They’re sending me to a night-flying squadron. That’s why I have to laugh.»
«I would laugh,» I said. «Isn’t there something you can do about it?»
«Sure. Just keep that air valve set right and not crash. Not wash out and have those wing flares explode. I’ve got that beat. I’ll just stay up all night, pop the flares and sit down after sunrise. That’s why I have to laugh, see. I can’t fly Camels in the daytime, even. And they don’t know it.»
«Well, anyway, you did better than you promised,» I said. «You have run him off the continent of Europe.»
«Yes,» he said. «I sure have to laugh. He’s got to go back to England, where all the men are gone. All those women, and not a man between fourteen and eighty to help him. I have to laugh.»
VII
WHEN JULY CAME, I was still in the Wing office, still trying to get used to my mechanical leg by sitting at a table equipped with a paper cutter, a pot of glue and one of red ink, and laden with the meager, thin, here soiled and here clean envelopes that came down in periodical batches: envelopes addressed to cities and hamlets and sometimes less than hamlets, about England when one day I came upon two addressed to the same person in America: a letter and a parcel. I took the letter first. It had neither location nor date:
Dear Aunt Jenny, Yes I got the socks Elnora knitted. They fit all right because I gave them to my batman he said they fit all right. Yes I like it here better than where I was these are good guys here except these damn Camels. I am all right about going to church we don’t always have church. Sometimes they have it for the ak emmas because I reckon a ak emma needs it but usually I am pretty busy Sunday but I go enough I reckon. Tell Elnora much oblige for the socks they fit all right but maybe you better not tell her I gave them away. Tell Isom and the other niggers hello and Grandfather tell him I got the money all right but war is expensive as hell.
Johnny.
But then, the Malbroucks don’t make the wars, anyway. I suppose it takes too many words to make a war. Maybe that’s why.
The package was addressed like the letter, to Mrs Virginia Sartoris, Jefferson, Mississippi, U. S. A., and I thought, What in the world would it ever occur to him to send to her? I could not imagine him choosing a gift for a woman in a foreign country; choosing one of those trifles which some men can choose with a kind of infallible tact. His would be, if he thought to send anything at all, a section of crank shaft or maybe a handful of wrist pins salvaged from a Hun crash. So I opened the package. Then I sat there, looking at the contents.
It contained an addressed envelope, a few dog-eared papers, a wrist watch whose strap was stiff with some dark dried liquid, a pair of goggles without any glass in one lens, a silver belt buckle with a monogram. That was all.
So I didn’t need to read the letter. I didn’t have to look at the contents of the package, but I wanted to. I didn’t want to read the letter, but I had to.
Squadron, R. A. F. France. 5th July, 1918.
Dear Madam,
I have to tell you that your son was killed on yesterday morning. He was shot down while in pursuit of duty over the enemy lines. Not due to carelessness or lack of skill. He was a good man. The E. A. outnumbered your son and had more height and speed which is our misfortune but no fault of the Government which would give us better machines if they had them which is no satisfaction to you. Another of ours, Mr R. Kyerling 1100 feet below could not get up there since your son spent much time in the hangar and had a new engine in his machine last week. Your son took fire in ten seconds Mr Kyerling said and jumped from your son’s machine since he was side slipping safely until the E. A. shot away his stabiliser and controls and he began to spin. I am very sad to send you these sad tidings though it may be a comfort to you that he was buried by a minister. His other effects sent you later.
I am, madam, and etc. C. Kaye, Major
He was buried in the cemetary just north of Saint Vaast since we hope it will not be shelled again since we hope it will be over soon by our padre since there were just two Camels and seven E. A. and so it was on our side by that time.
C. K. Mjr.
The other papers were letters, from his great-aunt, not many and not long. I don’t know why he had kept them. But he had. Maybe he just forgot them, like he had the bill from the London tailor he had found in his overalls in Amiens that day in the spring.
… let those foreign women alone. I lived through a war mysetf and I know how women act in war, even with Yankees. And a good-for-nothing hellion like you…
And this:
… we think it’s about time you came home. Your grandfather is getting old, and it don’t look like they will ever get done fighting over there. So you come on home. The Yankees are in it now. Let them fight if they want to. It’s their war. It’s not ours.
And that’s all. That’s it. The courage, the recklessness, call it what you will, is the flash, the instant of sublimation; then flick! the old darkness again. That’s why. It’s too strong for steady diet. And if it were a steady diet, it would not be a flash, a glare. And so, being momentary, it can be preserved and prolonged only on paper: a picture, a few written words that any match, a minute and harmless flame that any child can engender, can obliterate in an instant. A one-inch sliver of sulphur-tipped wood is longer than memory or grief; a flame no larger than a sixpence is fiercer than courage or despair.
Mi primer encuentro con Faulkner fue peripatético. Este comienzo que parece prometedor de estremecimientos no es más que la imagen, el recuerdo de un pequeño accidente, de una casualidad. Una tarde, al salir de la oficina donde trabajaba pasé por una librería y compré el último número de Sur, revista fundada y mantenida por Victoria Ocampo. Creo que el nombre le fue sugerido por Ortega y Gasset. La intención del título fue desvirtuada porque Sur se convirtió –afortunadamente- en un instrumento que nos permitió conocer lo mejor de la literatura europea y la de U.S.A. Se trató, reitero, de una casualidad porque yo leía la revista esporádicamente debido a que las poesías que publicaba eran intercambiables. Es decir: recogía poemas que parecían todos de un mismo autor. Cuántas veces jugué a dar a leer las poesías de un número cualquiera de la revista y, escondiendo el nombre del poeta, preguntar quien era. Fue una broma y una tortura para amigas y amigos. Vuelvo atrás, recuerdo que abrí el ejemplar en la calle, encontré por primera vez en mi vida el nombre de William Faulkner. Había una presentación del escritor desconocido y un cuento mal traducido al castellano. Comencé a leerlo y seguí caminando, fuera del mundo de peatones y automóviles, hasta que decidí meterme en un café para terminar el cuento, felizmente olvidado de quienes me estaban esperando. Volví a leerlo y el embrujo aumentó. Aumentó, y todos los críticos coinciden en que aún dura. En muchos comentarios y sobre todo en solapas de libros, he visto las palabras alucinante o alucinado referidas a obras de Faulkner. Según mi diccionario, el término puede significar ceguera o engaño. Aquí recuerdo que Bernard Shaw se vanagloriaba de sus ojos que por ser totalmente normales eran anormales por cuanto es muy reducido el número de personas que disfrutan o padecen de una vista perfecta. El irlandés atribuía a esto el desconcierto y hasta las iras que provocaban sus comedias. Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso (Sartoris, Gambito de caballo, El intruso en la riña, Los rateros, etcétera) aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y ajenos. De ahí que todo lo nombrado (panoramas, gente, anécdotas) resulte creíble pero fantasmal. El ejemplo más violento de lo que digo tal vez sea el reportero innominado de Pylon. Éste, ausente y profundamente metido en el relato hace pensar en el mismo Faulkner, capacitado para ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos. Si los lectores meditan podrán atribuir la misma cualidad fantasmal a los personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias. Pero lo que más me deslumbró y me unió en aquel primer encuentro con su genio fue aquella manera de largarse, como uno de los caballitos que creó para nosotros en El villorrio, él solo, seguro de que nadie podía acompañarlo o que no tenían lo necesario para enfrentar un fracaso idiomático, heredado, puesto para siempre frente a una barrera que maestros viejos habían colocado para reventar los morros de los potrillos audaces y nuevos. Ésa fue la historia y los siete años sin obras en los bookstores forman la más exacta apreciación de la cultura norteamericana en materia literaria. Los hombrecitos del tren de regreso a las 5.15 p.m., polluelos del más feroz matriarcado conocido por la historia contemporánea, traían los viernes –puntuales- el libro del mes, el libro elegido por solteronas o no solteras y tampoco satisfechas; el libro seleccionado por el pastor de cualquier iglesia antipapista y su rebaño feliz. ¿Cómo imaginar que un hombre sin pecado atravesara la sucia red puritana y llegara a casa llevando escondido en el portafolio un libro del maldito W. F., del sadista que había escrito Santuario? De manera que no había más y ninguna miss tenía motivo para ruborizarse y ninguna mistress se privaba de leerlo cuando el ganapán respectivo comenzaba a roncar. Claro que nunca se trataba de una novela comprada en una librería y al aire libre; eran préstamos sigilosos de amigas y al diablo los derechos de autor. Pero esta pobre gente no pensaba que en un rincón de Oxford o Memphis un maniático llamado William Faulkner persistía escribiendo libros incomparables que flotaban muy por encima de lo que ellos consideraban literatura. Degenerado dentro de la sociedad norteamericana, no buscaba dólares; se contentaba con ser, párrafo tras párrafo, él mismo dentro de su genio o su locura; se contentaba -lo dijo- con un poco de tabaco, un poco de whisky sureño y su maravillosa soledad nocturna en un granero al borde de la ruina, desbordante de marlos resecos, alfombrado por suciedad de gallinas. La vida tiene una asombrosa imaginación y fuerza suficientes para inventar e imponer infiernos privados, efímeros paraísos subjetivos. Nadie sabrá nunca si el mencionado granero contenía un paraíso o un infierno para el amo y propietario de Yoknapatawpha. Ambas cosas, supongo. Todos los vicios ofrecen o imponen lo mismo. Ambas cosas, también, cuando uno está hundido en un amor, sin remisión. En el proyecto -inútil y fracasado antes de iniciarlo- de descubrir al hombre, debe tenerse en cuenta su timidez enfermiza, su corta estatura, su repugnancia y desdén por «la feria en la plaza”, su obsesiva resolución de no permitir, en las pocas entrevistas que regaló a críticos y reporteros, ninguna pregunta de índole personal. Sabemos que tenía una hija adolescente cuando estuvo de paso en París, rumbo a Estocolmo y al cheque del premio. Pero no lo sabemos de verdad; se dice que la hermosa criatura había nacido mucho antes de su casamiento con una señora divorciada que aportó dos hijos al matrimonio; su nombre era Stelle Oldham Franklin. El misterio que él usó como valla para que nadie penetrara en su vida privada fue mantenido por sus deudos. Nadie conoce la causa de su muerte. Se habló de una caída al intentar descender, en la madrugada o la mañana, los escalones de madera podrida del mencionado granero. Y, como en la canción de Stevenson, el bourbon hizo lo demás. El bourbon y los fantasmas que seguían poblándolo cuando consideró que la cuota diaria de escritura había terminado. Pero esto no está probado y tampoco interesa. Los deudos, los Faulkners o Falkners, eran en Oxford tan importantes como los Sartoris, los Sutpen, los Compson, o Miss Emily Grierson -«una tradición, un deber y una preocupación”- personaje de aquel cuento tan envidiado como inmortal: Una rosa para Emily. Tenían poderes feudales nacidos de los sufrimientos y la derrota del Sur en la Guerra de Secesión. Y sabían usarlos. Dócilmente, el doctor Martino escribió un certificado: falla del corazón. De modo que ordenaron al sheriff que declarara persona no grata a todo periodista, curioso o admirador que se acercara a la casa blanca de Oxford, donde Faulkner vivió sus últimos años y en cuyo cementerio fue puesto a descansar, bajo un olmo ya quemado por el verano incipiente. Y el velatorio se hizo con el ataúd cerrado. Como es natural e irremediable, al día siguiente de su muerte todas las agencias de noticias norteamericanas cubrieron el mundo con obituarios ditirámbicos y desolados. Al fin y al cabo -aunque los redactores no lo hubieran leído nunca- se trataba de un Premio Nobel. Pero este animal de estirpe extraña había dicho una vez: «Espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso”. Los elogios, las interpretaciones críticas («Entre los aplausos, entre los desdenes y las tonterías de la multitud”; y «la fama es siempre un malentendido”) habrían resbalado sobre su genio como una lluvia molesta que nos coge desprevenidos. Pero tal vez hubiera sonreído con ironía afectuosa de haber podido mirar los letreros colocados en los escaparates de los negocios de Oxford el día de su entierro:
En memoria de William Faulkner este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 p.m. Julio 7 de 1962.
Es decir: ¡quince minutos sin ganar un mísero cent! El muerto no podría imaginar una homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños gold diggers de su país.
(EFE 4/1976)
William Faulkner
Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aún desde los años en que ni siquiera soñaba escribir. Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos más desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un intelectual, nunca se preocupó de la política de las letras.Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas.Su amor –casi incomparable en el siglo– por abandonarse a sí mismo, a su frecuente caos, a sus frases de cientos de palabras, reflejaba dos cosas de valor indudable y equivalente: respeto por la vida, por los seres que la pueblan y la hacen.Y,en estos tiempos de «rodeos”, parece prudente un recuerdo. Desciendo del reciente difunto inmortal a este humilde necrólogo a pedido, reiteraremos que no fue hombre de academias, de discursos patrióticos, de asociaciones literarias. Y si se le hubiera permitido escribir sobre su muerte no habría aportado ni una gota a los chaparrones de cursilería que julio promete sobre el tema y cumplirá, sin duda alguna.Rodeándonos, claro, presumimos.(Acción, Montevideo, 15-7-1962)
Réquiem por Faulkner (Padre y maestro mágico)
Nunca jugó en el glorioso Wanderers aunque estamos seguros de que habría amado ese nombre. Tal vez culpa de los dirigentes, acaso de los seleccionadores. Nunca se preocupó del problema de Laos ni, siquiera, de las próximas elecciones uruguayas. No nos dejó opinión sobre la generación del 45. No hizo testamento acerca de la influencia decisiva de la del 45 respecto del futuro de la literatura mundial. El autor de estas líneas se lava cortésmente las manos afirmando que está fuera del asunto, que pertenece a la generación del 44 y desde allí mira, se divierte y, es inevitable, padece. Se llama, el obituado, William Faulkner. No se volcaron los ómnibus en las calles, el Superior Gobierno no decretó ni un par de días de duelo, las campanas no repicaron con mansedumbre y tristeza. Ni siquiera nos acordamos del plan de buena voluntad. El difunto sigue llamándose William Faulkner y ése será su nombre hasta que explote la primera bomba nuclear. Nadie, nada después, como es fácil de comprender. En este momento exacto estará endurecido, vestido de frac, adornado con medallas que alguna pobre gente, que nada podía saber de él, que morirá ignorando el sentido de su olor, le impuso en el pecho y en la solapa izquierda. Pero esta humillación -incluyendo la definitiva humillación de morirse, también él- pierde importancia cuando pensamos en lo que vendrá. En el torrente -ordenado y sabio en apariencia- firmado por críticos de prestigio mundial que derramarán lágrimas o correcciones encima del pobre tipo que murió a los 64 años en un granero del Sur de U.S.A., burlándose de una página virgen, con un vaso de whisky bourbon junto al codo. Nuestros diarios están, felizmente, dirigidos por intelectuales de talento indiscutible y probado. ¿Les costaría mucho manejar una regla centimetrada y establecer cuánto espacio dedicaron a la muerte, al estudio de un genio, y cuánto al match de Peñarol y Nacional? Si algún rector de la opinión pública se encuentra atareado o perezoso, bastará con que nos haga una seña. Tendrá de inmediato, las cifras correspondientes a 6 de julio, hoy, noche en que escribimos. Pero, sucede, hace algunos años tradujimos para nuestros amigos de Acción varios fragmentos de un reportaje hecho a William Faulkner por El Europeo. Acción lo reproduce hoy, 6 de julio, calificándolo erróneamente de «póstumo”. En aquel tiempo nos limitamos a dar, en un modesto español, lo que menos podía molestar, herir. Pero en este 6 de julio de 1962 se nos ocurre que nuestro amor por ese finado flaco y tieso merece decir nuestra pobre verdad frente al reportaje completo de El Europeo que reproduce Acción. Comencemos por afirmar nuestra total solidaridad con las citas elegidas (por nosotros, claro). Pero, con muchos años vividos en el periodismo y de él, nos vemos obligados a confesar de inmediato que el difunto de turno, William Faulkner, no actuó en Maracaná ni tuvo nada que ver con ninguna de nuestras generaciones literarias. Por algo impersonal lo reiteramos. La lealtad con el lector es el primer deber del escriba. Ah! El muerto ya hediendo, nunca dijo que sí ni que no. Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo. Alguien que no domina el inglés y, mucho menos, el español, profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare. Oiremos de buena voluntad a G. B. Shaw, si se le ocurre terciar en el asunto. Pero ya hablamos de periodismo y de lectores, ya que estamos perdidos y en algún plano, ustedes también. Hace algunos años Malcolm Cowley, uno de los críticos literarios más inteligentes y amenos de U.S.A., reporteó a otro difunto que merecía -y lograba- mayor difusión e interés que el muerto del 6 de julio. Se llamaba Hemingway, había cazado elefantes, osos y leones, se había casado varias veces, inventó el Martini Montgomery -15 contra uno- y también una extraordinaria novela: «Adiós a las armas”. Cowley preparó el terreno y dijo finalmente :»¿Cuál es el novelista norteamericano más importante de nuestra época?” Hemingway rió unos segundos y mezcló el contenido de las cantimploras que cargaba en el cinturón. ”No puede discutirse, no puede preguntarse. Lejos, muy adelante de todos nosotros, está Faulkner. Yo dejaría gustoso de escribir si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo, de decirle basta y ser obedecido. Porque Faulkner no es perfecto, precisamente por eso. Por continuar trabajando cuando está cansado y borracho, cuando el mundo ha desaparecido y ya no puede saberse si la noche se mantiene protectora -para él- o la mañana llegó para todos los hombres, para el trabajo inquerido, para las preocupaciones no buscadas. Pero si yo pudiera dirigirlo…” Hemingway no tenía aún el premio Nobel. Estamos escribiendo de memoria, sin originales para copiar o traducir. Tal vez por eso, y sin querer, estamos mejorando su estilo. Las anécdotas son muchas, tontas -en su mayor parte-, como corresponde esperar de un hombre tímido, iluminado alternativamente por la gloria al estilo yanqui y olvidado en la sombra, la soledad auténtica y dichosa. Muchas de ellas deben haber sido reproducidas en estos días. Conviene recordar que cuando le dieron el Nobel en el 50 sus libros estaban ya agotados en U.S.A. desde siete años antes. No había editores ni público que permitieran arriesgarse a nuevas ediciones. Aunque recientemente reproducido entre nosotros, el casi póstumo reportaje de El Europeo permite algunas prolongaciones de este réquiem. En primer lugar, define a lo que entendemos como un artista: un hombre capaz de soportar que la gente -y para la definición- cuanto más próxima mejor, se vaya al infierno, siempre que el olor a carne quemada no le impida continuar realizando su obra. Y un hombre que, en el fondo, en la última profundidad, no dé importancia a su obra. Porque sabe, no puede olvidar -y ésta es su condena y su diferencia- que todo terminará como en este 6 de julio que comentamos; o en cualquier otra fecha que alguien se moleste en elegir por nosotros. Gracias.
Faulkner pertenece a la tradición de los grandes escritores «reaccionarios» del siglo XX como Borges, Pound, Mishima o Céline, definidos básicamente por el anticapitalismo y en consecuencia por el antiliberalismo. Son escritores que, desde posiciones y criterios distintos, han resistido el proceso de mercantilización de la sociedad y han defendido valores precapitalistas y en muchos casos han sido antidemocráticos. Creo que Faulkner es el que mejor ha dramatizado estos conflictos en su obra. De hecho construyó un mito sobre los valores perdidos y el horror al dinero. La tensión entre los Sartoris y los Snopes define, como sabemos, la gran saga social de Faulkner (Flag in the dust, Sanctuary, The Hamlet, The town, The mansion). Los valores vencidos del Sur, la óptica «arcaica» y aristocrática, son el fundamento de una crítica violentísima a la moral pragmática del capitalismo. Muchos elementos arcaizantes de la novela «latinoamericana» (centralmente García Márquez) heredaron del autor sureño esa perspectiva. Siempre me pareció fundamental lo que dice Faulkner en la Introducción de 1933 a The Sound and the Fury: «Escribí este libro y aprendí a leer». La idea de que escribir cambia el modo de leer y de que un escritor construye la tradición y arma su genealogía literaria a partir de su propia obra. No importa el canon «objetivo» de los libros: el canon de un escritor tiene que ver con lo que escribe (o con lo que quiere escribir). La red de Faulkner incluye, digamos, la traducción inglesa de la Biblia por el rey James, la prosa de Conrad, ciertos climas de Nathaniel Hawthorne, las técnicas de Joyce, etc., pero lo único que permite unir estos textos y armar una trama (o una tradición) es la escritura de Faulkner. El lugar desde el que leía la cultura (el contexto periférico y afrancesado del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde fuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este. Podía leer de otro modo («como un campesino», según él mismo decía con una ironía muy sofisticada) porque estaba en otro lugar. Esa combinación de leer «como un escritor» (y no como un intelectual) y leer «como un campesino» (y no como un hombre de letras) hace de Faulkner un lector extraordinario. Por ejemplo todo lo que dice sobre la literatura contemporánea es muy inteligente. Joyce debe ser el autor más estudiado del siglo XX, pero nadie lo leyó tan bien como William Faulkner. En Absalom, Absalom!, Quentin investiga la historia del Sur y la historia de Sutpen por medio de Rosa Colfield, y las teorías se mezclan con los hechos y las versiones. Como en Faulkner, a menudo, la primera persona es plural, la investigación es siempre más compleja y más abierta. Lo que no está narrado, según enseña Faulkner, lo que sostiene secretamente la intriga sólo debe ser revelado parcialmente y nunca por el propio novelista. Una noción «faulkneriana» de la experiencia parece indicar que los hechos siempre vienen filtrados. Los acontecimientos no son nunca directos, cuando llegan ya han sido interpretados, por relatos de otros, por versiones inciertas, por voces que llegan del pasado y también, muy a menudo, por libros. (la Biblia en ese sentido funciona como un modelo, una suerte de plan o una rejilla que permite juzgar y comparar la experiencia cotidiana y prepararse a vivir lo que no se conoce.) «Hay que leer el Ulysses con fe», decía Faulkner en la entrevista de la Paris Review: hay que leer la literatura con fe, es decir como un modelo de la vida, como un oráculo personal. Y eso han sido los libros de Faulkner para muchos de nosotros: formas de la experiencia, acontecimientos importantes en la vida personal. Creo que lo que más me impresiona de Faulkner es la autonomía del que narra: importa más la voz del narrador que la historia propiamente dicha. A menudo el narrador alucina, divaga, se va por las ramas, se olvida de lo que estaba narrando y vuelve a empezar. Una especie de narrador amnésico, medio borracho, perdido en el relato. Es extraordinario. La utopía en Faulkner es la búsqueda de un mundo que se ha perdido, que se trata de recordar y reconstruir como si estuviera sumergido en las ruinas del presente. La utopía importa porque es la antirrealidad, porque es un modo de no aceptar el mundo tal cual es y aspirar a otra cosa. Por eso es un gran novelista (el gran novelista del siglo XX), porque aspira a una realidad más verdadera que la realidad en la que vivimos. Onetti ha sido el escritor «latinoamericano» más influenciado por Faulkner. Me parece que saca de éste la figura de un narrador que no entiende lo que narra y también la certidumbre de que el tono de la prosa define la trama (y no al revés). Para mí lo mejor de Onetti está en las nouvelles: ahí es único, más literario y más virtuoso que Faulkner, un narrador excepcional, capaz de fragmentar una historia hasta convertirla en un destello de luz en un vaso. Jorge Malabia, como Quentin Compson, es un hijo de Stephen Dedalus (que a su vez es hijo del príncipe Hamlet): el joven poeta, que detecta el mundo práctico y se niega a actuar. No me gusta como termina sus días, prefiero el final de Compson, que se suicida (pero la degradación es el modelo de la tragedia para Onetti). «Él, Jorge Malabia, había cambiado. Compraba tierras y casas y las vendía. Ya no sufría por cuñadas suicidas y por poemas imposibles. Ahora era un hombre abandonado por los problemas metafísicos, por la necesidad de atrapar la belleza con un poema o un libro». El astillero me parece ligado a Santuario. La mujer con zapatos de hombre viene de ahí, lo mismo que la casilla de Gálvez. La idea de que las historias se heredan de generación en generación está por supuesto en Absalom, Absalom! y en toda la obra de Faulkner.
Tres novelas de William Faulkner / Jorge Luis Borges
Absalom, Absalom!
Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales y el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de «bizantino» y exaltar con el nombre de «artista puro». El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios «profundo», «humano», «profundamente humano» y el halagüeño vituperio de «bárbaro». El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo, Céline o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Víctor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora: podemos observar que también contiene a Dostoievski. Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner. Faulkner gusta de exponer la novela a través de los personajes. El método no es absolutamente original —El anillo y el libro de Robert Browning (1868) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas—, pero Faulkner le infunde una intensidad que es casi intolerable. Una infinita descomposición, una infinita y negra carnalidad hay en este libro de Faulkner. El teatro es el estado de Mississippi: los héroes, hombres desintegrados por la envidia, por el alcohol, por la soledad, por las erosiones del odio. ¡Absalom, Absalom! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor.
The Unvanquished
Es norma general que los novelistas no presenten una realidad, sino su recuerdo. Escriben hechos verdaderos o verosímiles, pero ya revisados y ordenados por la memoria. (Ese proceso, claro está, nada tiene que ver con los tiempos de verbo que se utilicen). Faulkner, en cambio, quiere a veces recrear el presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención. El «presente puro» no pasa de ser un ideal psicológico; de ahí que ciertas descomposiciones de Faulkner resulten más confusas —y ricas— que los hechos originarios. Faulkner, en obras anteriores, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. Esta novela —directa, irresistible, straightforward— viene a desbaratar esa sospecha. Faulkner no trata de explicar a sus personajes. Nos muestra lo que sienten, lo que obran. Los hechos son extraordinarios, pero su narración es tan vívida que no podemos concebirlos de otra manera. Le vrai peut quelquefois n’étre pas vraisemblable, ha dicho Boileau. (Lo verdadero puede no parecer verosímil.) Faulkner prodiga las inverosimilitudes para parecer verdadero, y lo consigue. Mejor dicho: el mundo que imagina es tan real, que también abarca lo inverosímil. William Faulkner ha sido comparado con Dostoievski. La aproximación no es injusta, pero el mundo de Faulkner es tan físico, tan carnal, que junto al coronel Bayard Sartoris o a Temple Drake, el homicida explicativo Raskolnikov es tenue como un príncipe de Racine… Ríos de agua morena, quintas desordenadas, negros esclavos, guerras ecuestres, haraganas y crueles: el mundo peculiar de The Unvanquished es consanguíneo de esta América y de su historia, es criollo también. Hay libros que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Éste —para mí— es uno de ellos.
The Wild Palms
Que yo sepa, nadie ha ensayado todavía una historia de las formas de la novela, una morfología de la novela. Esa historia hipotética y justiciera destacaría el nombre de Wilkie Collins, que inauguró el curioso procedimiento de encomendar la narración de la obra a los personajes; de Robert Browning, cuyo vasto poema narrativo La sortija y el libro (1888) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas; de Joseph Conrad, que alguna vez mostró dos interlocutores que iban adivinando y reconstruyendo la historia de un tercero. También —con evidente justicia— de William Faulkner. Éste, con Jules Romains, es de los pocos novelistas a quienes interesan por igual los procedimientos de la novela y el destino y carácter de las personas. En las obras capitales de Faulkner —en Luz de agosto, en El sonido y la furia, en Santuario— las novedades técnicas parecen necesarias, inevitables. En The Wild Palms son menos atractivas que incómodas, menos justificables que exasperantes. El libro consta de dos libros, de dos historias paralelas (y antagónicas) que se alternan. La primera —Wild Palms— es la de un hombre aniquilado por la carnalidad; la segunda —Old Man—, la de un muchacho de ojos descoloridos que trata de asaltar un tren, y a quien, después de muchos y borrosos años de cárcel, el Mississippi desbordado confiere una libertad inútil y atroz. Esta segunda historia, admirable a veces, corta y vuelve a cortar el penoso curso de la primera, en largas interpolaciones. Es verosímil la afirmación de que William Faulkner es el primer novelista de nuestro tiempo. Para trabar conocimiento con él, la menos apta de sus obras me parece The Wild Palms, pero incluye (como todos los libros de Faulkner) páginas de una intensidad que notoriamente excede las posibilidades de cualquier otro autor.
Siento que este honor no se confiere a mi persona sino a mi trabajo, la obra de toda una vida sobre la agonía y vicisitudes del espíritu humano, escrita sin pensar en la gloria y mucho menos en el lucro, sino para crear, desde las esencias del espíritu humano, algo que no existía antes. De manera que este premio solo me pertenece en calidad de depósito. No será difícil encontrar, para la parte monetaria que entraña, un destino acorde con el objetivo y el significado de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con este reconocimiento, aprovechándolo como un pináculo desde el que debería estar siendo escuchado por los hombres y mujeres jóvenes dedicados a la misma lucha y tarea, entre los cuales se encuentra quien un día estará donde yo estoy ahora.
Nuestra tragedia actual es un temor físico universal, sufrido por tan largo tiempo que hemos aprendido a soportarlo. Ya no hay problemas del espíritu. Sólo queda la interrogante: ¿cuándo estallaré? A causa de ello, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos vale la pena de escribir y justifican la agonía y los afanes.
Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad de todas es sentirse temeroso, y trabajando eso olvidar el temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y está predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio.
Mientras no lo haga, continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas. Hasta que no se libere, seguirá escribiendo como si estuviera entre los demás observando el fin del ser humano. Yo rehúso aceptar el fin del ser humano.
Es fácil decir que el hombre es inmortal porque perdurará; que cuando resuene el último sonido de la destrucción y su eco se haya apagado entre las últimas rocas inservibles que deja la marea y que enrojecen los rayos del crepúsculo, aun entonces se escuchará otro sonido: el de su voz débil e inextinguible todavía hablando.
Me niego a aceptar esto. Creo que el hombre no perdurará simplemente, sino que prevalecerá. Es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia.
El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estas cosas. Es su privilegio ayudar al hombre a perseverar, elevando su corazón, recordándole el coraje y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y prevalecer.
I feel that this award was not made to me as a man, but to my work – a life’s work in the agony and sweat of the human spirit, not for glory and least of all for profit, but to create out of the materials of the human spirit something which did not exist before. So this award is only mine in trust. It will not be difficult to find a dedication for the money part of it commensurate with the purpose and significance of its origin. But I would like to do the same with the acclaim too, by using this moment as a pinnacle from which I might be listened to by the young men and women already dedicated to the same anguish and travail, among whom is already that one who will some day stand here where I am standing.
Our tragedy today is a general and universal physical fear so long sustained by now that we can even bear it. There are no longer problems of the spirit. There is only the question: When will I be blown up? Because of this, the young man or woman writing today has forgotten the problems of the human heart in conflict with itself which alone can make good writing because only that is worth writing about, worth the agony and the sweat.
He must learn them again. He must teach himself that the basest of all things is to be afraid; and, teaching himself that, forget it forever, leaving no room in his workshop for anything but the old verities and truths of the heart, the old universal truths lacking which any story is ephemeral and doomed – love and honor and pity and pride and compassion and sacrifice. Until he does so, he labors under a curse. He writes not of love but of lust, of defeats in which nobody loses anything of value, of victories without hope and, worst of all, without pity or compassion. His griefs grieve on no universal bones, leaving no scars. He writes not of the heart but of the glands.
Until he relearns these things, he will write as though he stood among and watched the end of man. I decline to accept the end of man. It is easy enough to say that man is immortal simply because he will endure: that when the last dingdong of doom has clanged and faded from the last worthless rock hanging tideless in the last red and dying evening, that even then there will still be one more sound: that of his puny inexhaustible voice, still talking.
I refuse to accept this. I believe that man will not merely endure: he will prevail. He is immortal, not because he alone among creatures has an inexhaustible voice, but because he has a soul, a spirit capable of compassion and sacrifice and endurance. The poet’s, the writer’s, duty is to write about these things. It is his privilege to help man endure by lifting his heart, by reminding him of the courage and honor and hope and pride and compassion and pity and sacrifice which have been the glory of his past. The poet’s voice need not merely be the record of man, it can be one of the props, the pillars to help him endure and prevail.
La Filosofía está pasando por una mala época en España. La Ley de mejora de la calidad educativa (LOMCE), conocida popularmente como Ley Wert, había minimizado la Filosofía hasta convertirla en una asignatura optativa en cuarto, el último curso de la ESO, e impartida en Bachillerato a los alumnos de Humanidades y Ciencias Sociales. La oposición, futuro gobierno, aprovechó la circunstancia para asegurar que la asignatura volvería a las aulas porque estudiarla resultaba vital para entendernos unos a otros y poder desarrollar un pensamiento crítico que nos ayude a hacer frente a las injusticias. Pero parece que para el nuevo gobierno ya no necesitamos entendernos unos a otros y las injusticias se han acabado, porque la nueva ley que pone sobre la mesa, la LOMLOE (Ley Celaá), no sólo plantea continuar con los mismos cursos anteriores en el futuro, sino que elimina por completo esa condición de optativa que tenía la Filosofía en el último año escolar de la ESO, convirtiéndola en una materia nueva, denominada Valores cívicos y éticos y que, según el programa, se puede impartir en cualquier año desde primero hasta cuarto. La comunidad educativa no tardó en reaccionar y hacerse oír:
«Siempre que hay una nueva ley educativa nos echamos a temblar, y suele ocurrir con cada cambio de gobierno. Ya con la LOMCE perdimos la ética como asignatura independiente, aunque seguía siendo obligatoria, pero es que ahora la eliminan por completo. La Filosofía se mantiene en Bachillerato, aunque son las comunidades autónomas las que eligen cuántas horas le dedican. Ahí entran en juego las ideologías en cada gobierno regional, porque si los contenidos o la enseñanza filosófica no cuadra con sus preceptos, tan solo introducirán las horas mínimas que manda el Ministerio de Educación». Esperanza Rodríguez (Red Española de Filosofía)
«La idea fundamental de la ESO es que durante esos años se forman los ciudadanos del futuro, por eso la enseñanza es obligatoria. Hay miles de estudiantes que no siguen en Bachillerato y, con la nueva Ley, nunca aprenderán nada de filosofía. ¿Qué es la filosofía? Una materia que aporta la reflexión necesaria para que una persona tenga un pensamiento autónomo, que uno decida cuáles son sus valores y sea capaz de criticar tanto los ajenos como los propios, por eso es esencial en una democracia. La nueva normativa no quiere formar auténticos ciudadanos. La juventud necesita reflexión y no tanta productividad. De hecho, la palabra «filosofía» no aparece ni una sola vez en el currículo de la ESO, mientras que «emprendimiento» aparece hasta en 18 ocasiones. Y estamos hablando de emprendimiento, no de economía, que son cosas muy distintas. Esta ley persigue la formación de un nuevo sujeto social para otro modelo social que no es la democracia». Enrique Mesa (Asociación de profesores de Filosofía)
«Es completamente absurdo que en la ESO tengan cabida materias como Economía y Emprendimiento. Esto significa explicar el espíritu empresarial a personas que, en su gran mayoría, jamás van a tener una empresa, porque un emprendedor no es un empresario, por mucho que se quiera vender de esa forma. Un emprendedor es un trabajador sin sindicatos, sin convenios colectivos, sin colegios profesionales detrás, un trabajador con muy poco poder negociador. Van a formar trabajadores basura y no empresarios. La LOMLOE es una estafa bien pensada para el neoliberalismo triunfante. El problema radica en que no se entiende la verdadera utilidad de la Filosofía. Más allá de fomentar el espíritu crítico de los ciudadanos, como no dejamos de repetir, sin Filosofía no se puede entender la palabra ciudadano, la más importante en nuestro ordenamiento constitucional. El hecho de que la población se olvide de lo que significa ser ciudadano es muy grave, ya que ese concepto forma parte de la arquitectura civil que se encuentra presidida en su cúspide por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, antes llamada Declaración del Hombre y el Ciudadano. Si la ley sigue adelante tal como está planteada, traerá consecuencias nefastas para la vida política del país». Fernández Liria
«Algo pasa con la Filosofía que vuelve problemático que el alumnado aprenda que hay diferentes concepciones del mundo, de la sociedad, de las personas. Cada reforma educativa de los últimos veinte años ha llevado un inquietante subtítulo: “¿Qué hacemos con la Filosofía?”. No hay problemas con la Química ni con la Lengua. Pero algo pasa con Descartes, con Kant y con Marx, que vuelve problemático que el alumnado aprenda que hay diferentes concepciones del mundo, de la sociedad, de las personas. Que no solamente existe la que nos ofrece el neoliberalismo económico. Que las cosas podrían ser de otra manera. La asignatura de Filosofía ha pasado de ser obligatoria de cursar por el alumno a ser obligatoria de ofrecer por el centro. De figurar asociada a todos los bachilleratos a figurar asociada a las opciones “de letras”. De estar regulada desde la administración central a hacerlo desde la administración autonómica. Se ha ido. Ha vuelto. Ha cambiado de curso. Sus aumentos y descensos no ocultan una inequívoca tendencia a ir extinguiéndose gradualmente, como un Platón al que cociéramos poco a poco hasta su disolución. Esta misma semana le han dado un nuevo bocado, un recortito más, que sin duda dejará espacio para aumentar las horas de las asignaturas “Emprendimiento y plusvalía”, “Ensimismamiento socioemocional” e “Inteligencia audiovisual aplicada al uso del mando a distancia en las Smart TV”. Carguémonos la asignatura de Filosofía de todos los niveles educativos, pero creemos una asignatura nueva llamada “Crítica a la educación que nos están dando”. Contemos a los estudiantes por qué se potencian todas las materias que encaminan a los alumnos a la productividad y su inserción sumisa en el sistema laboral. José Errasti
Corrientes filosóficas, sociales y políticas
Renacimiento
Muchos de los grandes artistas y pensadores occidentales a los que rendimos culto hoy en día formaron en su momento parte del Renacimiento y algunas de sus obras son aún íconos de la cultura moderna occidental. Fue una época marcada por el debilitamiento del poder eclesiástico debido a la Reforma protestante y a la caída del Sacro Imperio Romano Germánico y se desarrolló en una pronunciada crisis económica que auguraba el fin del modo de producción feudal. En medio de la decadencia medieval, se buscó refugio en la tradición filosófica, artística y política de la Grecia y la Roma clásicas, que durante siglos el cristianismo había tenido por pagana. De esa forma se rechazaba el dogmatismo cristiano y se iniciaba una nueva relación con la naturaleza a través de la ciencia, lo que a la larga condujo al nacimiento del humanismo, que reemplazó la fe como valor supremo y colocó al ser humano como centro del universo. Las artes comenzaron a ser patrocinadas por los ricos a través del mecenazgo quitándole protagonismo a la Iglesia. Esto permitió financiar a una importante cantidad de artistas de la época cuyas obras tenían una temática no religiosa o no cristiana. Durante el Renacimiento tuvieron lugar los grandes descubrimientos europeos (Colón, Magallanes, Vasco da Gama) que abrieron nuevos mercados y rutas comerciales, que otorgaron cada vez más poder a la clase social en ascenso, la burguesía, que puso las bases del futuro capitalismo. El renacimiento comenzó en Italia, en las ciudades república de Florencia y Venecia, pero también en ciudades monárquicas como Milán y Nápoles y en Roma, sometida al dominio papal.
Modernidad
La Modernidad es un periodo que principalmente antepone la razón sobre la religión. Se crean instituciones estatales que buscan que el control social esté limitado por una Constitución y a la vez se garanticen y protejan las Libertades y Derechos de todos como ciudadanos. Surgen nuevas clases sociales que permiten la prosperidad y la movilidad social. Se industrializa la producción para aumentarla y desarrollar la economía. Es una etapa de actualización y cambio permanente. Para comprenderla deben analizarse las características principales del Renacimiento, período puente entre dos épocas. La Modernidad elabora explicaciones científicas de los fenómenos, superando la creencia de que todo puede ser explicado mediante la religión. Esa revolución científica llega acompañada de la imprenta y la Reforma protestante y alcanza su apogeo tras la transformación de la tradicional sociedad rural en sociedad industrial y urbana. Todo ello da paso a los nacientes Estados Nación, al poder republicano, la racionalidad administrativa y la industrialización. La creación de la urbe lleva a establecer leyes y normas, de lo que nace la Constitución.
Capitalismo
El capitalismo puede definirse como el sistema económico basado en el libre mercado y la propiedad privada de los medios de producción. El capital es la fuente de generación de riqueza y es el mercado el lugar teórico donde se encuentra la oferta y la demanda de productos y servicios y se determinan los precios. La titularidad de los recursos productivos pertenece a personas y organizaciones privadas, no al Estado. Los factores imprescindibles de la producción son el capital y el trabajo remunerado y la competencia es el motor fundamental para hacer funcionar el sistema económico. El capitalismo surgió como proposición de trabajo a cambio de sueldos, eliminando las ideas feudales de esclavitud o servidumbre. Su principal objetivo es el enriquecimiento individual y empresarial que lleva a un crecimiento económico de la sociedad. Las políticas gubernamentales, por lo tanto, deben lograr un equilibrio adecuado entre las clases sociales.
Democracia
Del griego dēmos (pueblo) y kratos (poder). Forma de organización política y social nacida en Grecia que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la ciudadanía. En sentido estricto, la democracia es un tipo de organización del Estado en el cual las decisiones colectivas las toma el pueblo mediante herramientas de participación directa o indirecta. En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales y las relaciones sociales se establecen conforme a mecanismos contractuales. Hay democracia indirecta o representativa cuando las decisiones políticas son adoptadas por representantes elegidos a través de elecciones. Hay democracia participativa cuando se aplica un modelo político que facilita a los ciudadanos su capacidad de asociarse y organizarse de tal modo que puedan ejercer una influencia directa en las decisiones públicas o cuando se facilita a la ciudadanía amplios mecanismos plebiscitarios consultivos. Finalmente hay democracia directa cuando las decisiones son adoptadas directamente por los miembros del pueblo, mediante plebiscitos y referéndums vinculantes, elecciones primarias, facilitación de la iniciativa legislativa popular y votación popular de leyes.
John Maynard Keynes
Economista británico, considerado como como uno de los más influyentes del siglo XX. Sus ideas tuvieron una fuerte repercusión en las teorías y políticas económicas. La principal novedad de su pensamiento radicaba en considerar que el sistema capitalista no tiende al pleno empleo ni al equilibrio de los factores productivos, sino hacia un equilibrio que solo de forma accidental coincidirá con ese pleno empleo. Keynes y sus seguidores de la posguerra destacaron no sólo el carácter ascendente de la oferta agregada (cantidad total de bienes y servicios producidos y vendidos por las empresas, el PIB real), sino además la inestabilidad de la demanda agregada (monto del gasto total de una economía en bienes y servicios producidos), fruto de los shocks ocurridos en mercados privados como consecuencia de los altibajos en la confianza de los inversores. La principal conclusión de su análisis es una apuesta por la intervención pública directa en materia de gasto público, que permite cubrir la brecha o déficit de la demanda agregada. Gran parte del Neoliberalismo actual es anti keynesiano.
Marxismo
Sistema filosófico, político y económico basado en las ideas de Karl Marx y de Friedrich Engels, que rechaza el capitalismo y defiende la construcción de una sociedad sin propiedad privada, sin clases y sin Estado. Aporta un método de análisis conocido como materialismo histórico e influyó en movimientos sociales y en sistemas económicos y políticos. Ninguna organización que se diga marxista puede dejar de lado el objetivo del fin de la propiedad privada y, en consecuencia, el fin de las clases sociales. Además, debe figurar en ese programa un estudio del capitalismo y de su funcionamiento. Marx planteaba, por ejemplo, que el capitalismo no era la suma de los estados nacionales que lo integraban sino un sistema económico con vida propia que puede prescindir de un estado nacional cuando le convenga. Y explicar una de sus corrientes, el bonapartismo, ayudaría a entender muchos regímenes inexplicables.
Bonapartismo
Cuando la clase dominante no cuenta con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos, se ve obligada a tolerar (para preservar la propiedad privada) la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial a cuyo mando hay un personaje al que bien podría denominarse “salvador”. Este tipo de situaciones se dan cuando las contradicciones de clase se vuelven particularmente agudas, por lo que el objetivo del bonapartismo es prevenir las explosiones políticas y sociales. De esta forma el bonapartismo aparece como un “régimen personal” que se eleva por encima de la sociedad y “concilia” con las clases sociales, pero al mismo tiempo protege los intereses de la clase dominante.
«La presencia dominante del imperialismo extranjero, de una oligarquía antinacional y de una mediocre burguesía nativa, permite al Ejército, bajo ciertas circunstancias críticas, asumir la representatividad de las fuerzas nacionales impotentes, o, por el contrario, transformarse en el brazo armado de la oligarquía. Esta dualidad se funda en el antagonismo latente que existe en la sociedad semicolonial, donde no hay una sola clase dominante, a ejemplo de los países imperialistas, sino dos, una tradicional y una moderna, aunque mucho más débil. La pugna entre un grupo vinculado al sistema agrario-exportador y otro situado junto a las clases interesadas en el crecimiento económico, se introduce en el seno del Ejército y genera en él esa misma contradicción en otro nivel. La variabilidad de sus actitudes, está influida por la situación internacional -donde el poder intimidatorio y las victorias o derrotas del imperialismo juegan un gran papel- así como por las singularidades de los fenómenos políticos nacionales. En un caso o en otro, la tendencia a regímenes bonapartistas o semi bonapartistas en la Argentina de la era industrial se funda directamente en la inestabilidad crónica de las clases poseedoras». Abelardo Ramos
El Bonapartismo sería una explicación adecuada para entender el peronismo, el chavismo y los regímenes militares progresistas en el Tercer Mundo, así como la llamada «revolución de los claveles» en Portugal.
Neoliberalismo
Friedrich Hayek fundó la Sociedad del Mont-Pèlerin (SMP) en 1947, con el apoyo decisivo del ordo-liberal Wilhelm Röpke, para reunir a los oponentes intelectuales del socialismo que compartían su oposición a la tendencia al aumento del papel del Estado en la economía y la sociedad. Desde la creación de la SMP, e incluso antes a la ocasión del Coloquio Lippmann en 1938, los intelectuales neoliberales forman un colectivo, animado por la ambición común, de minar la hegemonía del “socialismo”. El marco general del neoliberalismo surgió en los años 30, antes de que Hayek tomara la dirección del movimiento, en 1947 en Vevey, Suiza. Ahí nació la más influyente y prestigiosa sociedad de pensamiento completamente dedicada a la causa liberal haciendo la apología y la propagación de una economía de mercado a escala mundial. Para Hayek, se trataba de romper el aislamiento de los pensadores liberales en un mundo amenazado por el “colectivismo” y el ascenso de las tesis keynesianas y marxistas. Usando de su prestigio universitario alcanzado a principios de su carrera, Hayek y Röpke se transformaron bajo el choque de la crisis y de la guerra en empresarios de ideología ávidos de ejercer una influencia política para la construcción de una red neoliberal a escala mundial.
«La crisis de 1929 lleva a que los intelectuales del capital se replanteen (no solo en la teoría, sino también en la parte tecnocrática, burocrática) cómo se administra una sociedad de mercado. Estos intelectuales se empiezan a juntar, primero en el Coloquio Walter Lippmann, después en la SMP (Sociedad Mont Pèlerin), que se funda en 1947. El neoliberalismo es un movimiento conservador que reacciona no solo a la crisis de 1929, sino también a las tendencias que buscan darle soluciones políticas, especialmente las reformistas, keynesianas o nacional-populares. El neoliberalismo, ante todo, es un frente de pelea común contra el reformismo o la colectivización de recursos en el capitalismo, sea el New Deal, el Estado de bienestar, las políticas de pleno empleo u otras respuestas a la crisis que van por caminos colectivizantes. El neoliberalismo busca ganar una hegemonía para ir contra eso. Algunas de sus principales figuras son [Friedrich] Hayek y [Ludwig Von] Mises. Hasta los años setenta la hegemonía la tienen son los keynesianos. Es entonces cuando el neoliberalismo se vuelve hegemónico, buscando afirmar el principio de la competencia en el mercado y la despolitización de lo social. Pero el neoliberalismo no es monolítico, es una familia de escuelas o de corrientes diversas que coexisten y evolucionan conjuntamente. A veces, incluso, están enfrentadas. Las grandes escuelas del neoliberalismo son el anarcocapitalismo, que es la más radical, después está el libertarianismo o libertarismo (que hoy está viviendo un auge bastante grande), la escuela de Chicago (que ha estado más orientada a asesorar políticas económicas) y el neoinstitucionalismo económico». Zorzin Rey
Anarconeoliberalismo (Anarcoliberalismo)
Movimiento filosófico que promueve la sociedad organizada sin Estado y la protección de la soberanía del individuo a través de la propiedad privada y el mercado libre. En este tipo de sociedad la policía, los tribunales y todos los servicios de seguridad se prestarían a través de la financiación privada en lugar de los impuestos. Por lo tanto, las actividades personales y económicas no serían reguladas por parte de la gestión política. Los anarconeoliberales consideran que el derecho de propiedad es el único que puede garantizar la libertad individual y que la existencia del Estado atenta contra esos derechos. Para la solidaridad y la comunidad aplican la ética voluntaria (la beneficencia).
Libertarismo
(Del inglés libertarianism y el latín libertas) Filosofía política que defiende la libertad del individuo en sociedad, referida ésta a la libertad contractual y de asociación, incluida la sindical, cuyas negociaciones deben darse sin la la intervención estatal, los derechos de propiedad privada y la asignación de los recursos a través de la economía de mercado (capitalismo de libre mercado). El libertarismo considera la propiedad y los mercados libres como las bases más sólidas para garantizar la libertad individual. Los libertarios son escépticos a la idea de que la sociedad obtiene más beneficios que perjuicios del Estado (al que identifican con la burocracia y el poder político) y frecuentemente proponen su limitación, e inclusive su eliminación. Sostienen que la ley debe fundamentarse en la protección de los derechos individuales (o libertad negativa o no-invasión). En ocasiones son notorios en la opinión pública por promover la eliminación o la reducción de impuestos y regulaciones, y una reversión importante del Estado de bienestar moderno.
Escuela de Chicago
Sus orígenes se encuentran en el departamento de economía y en la escuela de negocios de dicha ciudad. Su característica principal era promover el libre mercado y el monetarismo rechazando la intervención del Estado del Keynesianismo. Milton Friedman, uno de los principales exponentes de la escuela, sostenía que lo que había provocado la depresión de los años 30 no fue la falta de inversión como sostenía Keynes, sino una contracción de la oferta monetaria. Las medidas económicas propuestas por esta escuela eran la eliminación o reducción de las regulaciones y restricciones impuestas a la actividad económica de los agentes privados; el traspaso o venta de la propiedad estatal a privados, con lo que se lograría una administración eficiente de recursos; la firma de contratos de concesión para que los agentes privados administraran bienes o estructuras estatales; la eliminación de subsidios o ayudas que pudieran interferir en la libre competencia de las empresas; la reducción de la burocracia para hacer más eficiente el aparato estatal. La aplicación de estas medidas era casi imposible en países occidentales desarrollados donde tanto trabajadores como empresarios se opondrían a su aplicación, por lo que se optó por el Chile de Pinochet como campo de pruebas.
Neoconstitucionalismo
«El objetivo central de esta corriente económica, iniciada en 1930 por Ronald Coase, es resaltar la importancia de las instituciones en el pensamiento neoclásico, que hasta entonces se basaba en ideas como la armonía de los mercados, la competencia perfecta y los agentes económicos super informados. Su idea central es introducir la noción de la empresa como fundamento de las sociedades de mercado, una forma de organización social encargada de englobar transacciones, contratos y derechos de propiedad Una de las agendas del Neoconstitucionalismo es la teoría económica de la política, que luego dará lugar a la denominada Nueva Economía Política, que considera a la política y a la organización estatal como una especie de mercado dentro del mercado. De ahí surge el cuestionamiento sobre la idoneidad de las elecciones o de la deliberación política como medios para alcanzar una buena organización dentro de la sociedad de mercado. Muchos neoconstitucionalistas están vinculados a la SMP: Coase, Buchanan, Stigler. El tema está en cuáles son las ideas: es cierto que proponen un Estado fuerte, pero para que fije reglas claras, para que reglamente la competencia y permita al capitalismo reproducirse. Las reglas son para limitar los costos de transacción, para que se respeten los contratos y los derechos de propiedad». Zorzin Rey
Posmodernidad
Movimiento cultural occidental que surgió en la década de los 70 y se caracteriza por la crítica del racionalismo, la atención a lo formal, el eclecticismo y la búsqueda de nuevas formas de expresión, junto con una carencia de ideología y compromiso social.
Ahora bien, ¿quiénes son los Posmodernos y qué proponen? Los Posmodernos son un grupo heterogéneo, en su gran mayoría, de intelectuales académicos, hombres y mujeres excesivamente instruidas (con carreras de grado, posgrado, doctorado y posdoctorado) que intervienen con publicaciones y exposiciones dentro del mundillo científico. En general no se preocupan por la política, la económica o la situación social de sus países, raramente se acercan o participan en encuentros o marchas de organizaciones políticas; son militantes, pero de salón. Participan o manifiestan adhesiones desde sus perfiles electrónicos a las causas “universales”, según ellos “aún no saldadas por la modernidad”, entre las que se encuentran: los derechos de los pueblos nativos, el cuidado del medio ambiente, los derechos humanos y las políticas de equidad de género. Más allá de la “buena voluntad”, su acción no puede despegarse de dos males de origen. El primero relacionado con la formación académica y científica. ¿Cómo es esto? En el campo de la filosofía, el pensamiento y las ciencias sociales en general, los Posmodernos han surgido y/o transitado su formación en las principales universidades de las potencias del Atlántico Norte. Más allá de las libertades de cátedra y enseñanza, todo docente o estudiante universitario despierto puede dar cuenta que más-menos existe una dimensión de transferencia de poder ideológico que opera, en la superficie o en el subsuelo: detrás de las programas, lecturas y autores seleccionados. ¿Qué quiero decir? Estas universidades transmitieron su aura de poder imperial, en consecuencia, la crítica a la modernidad de los Posmodernos lejos de discutir las esferas del poder económico de las transnacionales (en más de un 90% situadas en el Atlántico Norte) y el control político militar de la OTAN en Occidente, viraron hacia discutir el legado discursivo de la modernidad, su relato. Con el paso de los años llegaron a cuestionar la validez de la historia, y con ello, la importancia de las tradiciones, costumbres y de la forma de sociabilidad más elemental para los humanos: la familia, hasta llegar a considerarla un resabio de otras épocas, un mandato, una cadena que imposibilitaba el desarrollo personal y el progreso individual. Observo que tras un momento de auge hacia 1992, con su traslúcida crítica a la colonialidad y al eurocentrismo imperante en los relatos históricos, la carencia de una mirada geopolítica y multidimensional (económica, social, cultural) agotó la energía del movimiento Posmoderno, el que, pese a todo, antes de morir, ha logrado diluirse/derretirse en varias corrientes. Facundo di Vincenzo
Cultura de masas
Conjunto de objetos, bienes o servicios culturales, producidos por las industrias culturales, los cuales van dirigidos a un público diverso. Según los críticos, por ejemplo, Adorno, la masa sigue a la misma cosa. Según la Escuela de Fráncfort, la cultura de masas es el principal medio gracias al cual el capital habría alcanzado su mayor éxito. Entonces, todo el sistema de producción en masa de bienes, servicios e ideas habría hecho aceptar, en términos generales, el modelo impuesto por el sistema capitalista de la mano del consumismo, la tecnología y la rápida satisfacción. Esta cultura se define a través de los medios masivos de comunicación desde el siglo XIX, a través de la imprenta, la radio, el cine, la televisión y en la actualidad con internet. A partir de esto aparecen sociedades que son conformadas por una sociedad de individuos alineados al capitalismo, donde las clases dominantes tienen el poder de introducir en la sociedad productos, ideologías, formas de pensar. Se considera como el desarrollo de un nuevo modelo en el que se refuerzan las diferencias y las desigualdades con estrategias e instrumentos mercadológicos cada vez más elaborados. La ciencia y el conocimiento se ponen al servicio de la producción de unos valores y símbolos estereotipados. Los tres pilares fundamentales de esta cultura son: una cultura comercial, una sociedad de consumo y una institución publicitaria.
«Muchos de los filósofos «posmodernos» -entre comillas- trasladan lo que es real en la cultura de masas al conjunto de las prácticas. En la cultura de masas es cierto que se han disuelto las categorías clásicas, entre otras, la distinción entre verdad y ficción, que nos movemos en un mundo donde esas categorías han perdido totalmente relevancia. Pero no me parece que debamos tomar ese elemento que es particular de la cultura de masas como un dato para entender el conjunto del funcionamiento social. Estamos muy amenazados por la expansión de los medios, pero no me parece que un ámbito como la lucha social, por ejemplo, deba asimilar y repetir las posiciones discursivas que genera la cultura de masas. La cuestión de que la cultura de masas no permite establecer con claridad la distinción entre verdad y ficción está ya en un texto de Lukács de 1913 sobre el cine, donde dice que en el cine ya se perdió la distinción entre verdad y ficción porque lo que vemos es siempre real. Me parece que hay ahí un punto de partida para localizar este asunto de la expansión de la ficción, de la ilusión de verdad y el efecto de falsedad de una sociedad de la imagen, esta sociedad que ha expandido lo que estaba presente en los orígenes, de un modo muy limitado, en el cine, que nos lleva, a menudo, hoy, a una concepción de la verdad que no es pertinente porque pertenece a este ámbito preciso y no a todas las prácticas de la sociedad. Los filósofos «posmodernos» son filósofos de la cultura de masas y ven el mundo bajo la forma de la cultura de masas». Ricardo Piglia
Posverdad
Distorsión deliberada de la realidad en la que las apelaciones a las emociones y las creencias personales tienen mayor importancia y valor que los hechos objetivos y comprobables. Su fin es crear y modelar una opinión pública y así influir en las actitudes sociales. Para algunos autores la posverdad es sencillamente una mentira o una estafa, ambas encubriendo la propaganda política o la manipulación mediática.
Reflexiones sobre cultura y sociedad / Revista Malabia
Las narraciones capaces de transformar el mundo y de descubrir en él nuevas dimensiones nunca las crea la voluntad de una sola persona. Su surgimiento obedece más bien a un proceso complejo, en el que participan diversas fuerzas y distintos actores. En definitiva, son la expresión del modo de sentir de una época. Estas narraciones, con su verdad intrínseca, son lo contrario de las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, de las micronarrativas del presente, que carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad.
La narración es una forma conclusiva. Constituye un orden cerrado, que da sentido y proporciona identidad. En la Modernidad tardía, que se caracteriza por la apertura y la eliminación de fronteras, se van suprimiendo cada vez más las formas de cerrar y de concluir. Pero, al mismo tiempo, en vista de una permisividad cada vez mayor, aumenta la necesidad de narrativas como formas conclusivas. A esta necesidad obedecen las narrativas de los populismos, los nacionalismos, las derechas extremas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas. Estas narrativas se toman como ofertas de sentido e identidad. Sin embargo, en la era posnarrativa, cuando cada vez es mayor la experiencia de que todo es contingente, las narrativas no desarrollan ninguna vigorosa fuerza de cohesión.
Las narraciones son generadoras de comunidad. El storytelling, por el contrario, sólo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores. Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento en torno al cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo remplaza la pantalla digital, que aísla a las personas convirtiéndolas en consumidores. Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo. No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de uno mismo. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa.
El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo. El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones. Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling. Contar historias es venderlas. Byung – Chul Han
La exitosa expansión de la novela histórica (ficción histórica) no puede atribuirse únicamente al gusto espontáneo del público lector. Las editoriales montan una verdadera cadena de producción a partir de cualquier autor que consigue un cierto nivel de ventas. Las secciones especializadas de los periódicos, por su parte, promocionan con reiteración un mismo puñado de títulos y nombres. Tampoco falta el aporte de la educación formal, a cargo de asesores pedagógicos que siempre se muestran dispuestas a ahorrarles a los adolescentes el esfuerzo de leer al menos unos cuantos párrafos de las grandes obras. Esta conjunción de factores permite que muchos incautos confundan la masiva circulación de algunas novelas históricas con la formación de un público versado en historia.
Las novelas históricas pasatistas tienen una inspiración posmoderna, puesto que se sustentan en presupuestos como la imposibilidad de conocer el pasado, el carácter discursivo de lo social y la imposibilidad de diferenciar ficción de realidad. Desde esa postura, destruyen la idea de una historia total, que caracterizó distintas corrientes historiográficas, desde el marxismo hasta la escuela francesa de Annales. La supuesta hibridación de géneros que defienden estas novelas esconde una deliberada iniciativa para evitar el abordaje de las cuestiones fundamentales de la historia.
Ariel Vittor
Pocos días antes de su trágica muerte, en un simposio realizado en Chiapas, Guillermo Bonfil Batalla advirtió que sobre América Latina pesaba el riesgo de un fracaso histórico aún mayor que el precedente, y acaso definitivo, pues en el nuevo orden mundial nos dejamos poner otra vez en un papel subalterno, de mendigos, ya que tanto las metas como las reglas de juego están siendo fijadas sin nuestra participación. En la misma reunión, Darcy Ribeiro planteó que el subcontinente se hallaba amenazado por una recolonización, y que frente al aplanamiento de nuestra diversidad y la pérdida de nuestros restos de soberanía, las clases dirigentes y los intelectuales piensan más en incrementar su poder y sus prebendas que en definir un proyecto propio. Creo que tal falta de lucidez nos viene de lejos, conectándose con esa vieja dialéctica civilización/barbarie que aún nos signa, en la medida en que lo extraño, lo no occidental o lo occidentalizado apenas superficialmente es visto como bárbaro, es decir, como blanco para el etnocidio impune, para la deculturación compulsiva y el silenciamiento. Rara vez se intentó repensar lo moderno como un proyecto conciliable con las tradiciones, con los valores culturales propios.
Adolfo Colombres
Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del Estado que a pensar y a luchar por definir el proyecto latinoamericano. Darcy Ribeiro
La tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano me parece una confusión y un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y contribuye a confinar a los escritores en el ghetto de la latinoamericanidad.
Si la obra de un escritor no coincide con la imagen latinoamericana que tiene un lector europeo, se deduce inmediatamente de esta divergencia la inautenticidad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos, singulares inclinaciones europeizantes. Eso significa que Europa se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia dejándonos lo que concibe como típicamente latinoamericano.
La mayoría de los escritores latinoamericanos comparte esa opinión; el nacionalismo y el colonialismo son así dos aspectos de un mismo fenómeno que, en consecuencia, no debe ser estudiado por separado, aun cuando por un lado se trate del nacionalismo del colonizador y por el otro del nacionalismo del colonizado.
Juan José Saer
En nuestra sociedad se considera útil sólo aquello que produce beneficios. Siguiendo esa lógica, la música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos de Estado, la arqueología, son considerados inútiles porque no producen beneficios. No es extraño entonces que, cuando los gobiernos hacen recortes, lo primero en recortar son esas cosas inútiles. No se dan cuenta que al eliminarlas cortan el futuro de la humanidad. El drama que vivimos es que todos los ámbitos de nuestra vida están contaminados por la idea del beneficio y del lucro. No se educa más a las nuevas generaciones en el amor por el bien común, por el desinterés, por lo gratuito, sino en el amor al dinero, a lo útil, al beneficio personal. Profesores y rectores universitarios se han convertido en managers, y hablan un lenguaje contaminado por la lógica económica, que no es neutro y que domina todas las capas de la vida. Los estudiantes estudian para conseguir créditos y para pagar deudas. Kant lo explica muy bien: ¿En qué me beneficia ir a un concierto? Mi amor por la música es un amor desinteresado y sólo ese amor me hace mejor.
En una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio, el conocimiento es la única forma de resistencia. Porque con el dinero se puede comprar cualquier cosa; parlamentarios, políticos, jueces, el éxito, la vida erótica. Sólo hay una cosa que no se compra con dinero: el conocimiento. Si soy un gran magnate y quiero comprar el saber, ni un cheque en blanco me valdría. El precio del saber es el esfuerzo personal. El conocimiento no se compra, se conquista.
Nuccio Ordine
La cuestión es cómo conocer la validez de las verdades subjetivas discutibles sin caer dentro de la trampa posmoderna del relativismo nihilista. El «todo vale» no es suficiente cuando se trata de relatos de represión, tortura, fuga e intentos de permanecer con vida mientras la violencia reina. Tampoco es suficiente en un contexto donde las distorsiones, las verdades parciales, las mentiras totales y la propaganda tienen serias y duraderas implicaciones para la gente.
Nadje Sadig Al-Ali
A medida que nuestra sociedad sigue desmoronándose bajo el impacto del capitalismo consumista global, parece que el cine se irá interesando por representar la consiguiente desintegración del yo. Existen menos certidumbres y mucha gente se aferrará ahora a cualquier punto de referencia para mantenerse junta. Hay una necesidad desesperada de que se nos diga con qué identificarnos, qué es in y qué no lo es, qué pensar, qué clase de hombre o mujer debemos ser.
Uno de los problemas es que la necesidad constante de redefinir la femineidad y la masculinidad se ha convertido en una industria en sí. No puedo evitar tener la impresión de que todo es una pantalla de humo sin sentido que sólo sirve para evitar que nos planteemos las cuestiones importantes.
Irvine Welsh
¿Qué se vuelve finalmente la comunidad de las personas en un mundo donde cada libertad surge aisladamente? Bakunin escribía: «No soy verdaderamente libre sino cuando todos los seres que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres (…) No me vuelvo libre sino por la libertad de los otros» Precisión capital: la reivindicación de mi propia libertad está demasiado unida al instinto para no ser sospechosa, y se puede decir justamente que el sentido de la libertad comienza con el sentido de la libertad del otro. Esta cooperación de las libertades está excluida de un mundo donde cada libertad sólo puede unirse a la libertad del otro avasallándola o haciéndose avasallar por ella; interiormente enraizada en una necesidad, una tal libertad no puede comunicar más que una necesidad (Sartre). Esa libertad no libera a quien se le acerca, sólo sabe a lo sumo arrancarlo al sueño y arrastrarlo en su torbellino irresistible. Por el contrario, la libertad de la persona crea en torno a ella la libertad por una suerte de levedad contagiosa, tal como la alienación, a la inversa engendra alienación.
Emmanuel Mounier
La acción sobre la naturaleza no puede, sin catástrofe, entregarse al delirio de su propia aceleración, el delirio que confesaba Ford cuando respondía, a quien le preguntaba por qué desarrollaba sus empresas sin cesar: «Porque no puedo detenerme». No consiste en imponer a las cosas una relación de amo a esclavo. La persona sólo se libera liberando. Y está llamada a liberar tanto a las cosas como a la humanidad. Marx decía que el capitalismo degrada las cosas rebajándolas a mercancías, a mecanismos de provecho, haciendo zozobrar su misma dignidad de cosas, por ejemplo las que sabe darles el poeta. Procedemos a esta degradación cada vez que consideramos a las cosas únicamente como obstáculos que hay que vencer, materia de posesión y dominación. El poder discrecional que entonces queremos ejercer sobre ellas no tarda en comunicarse a las relaciones humanas, en producir la tiranía, que viene siempre del hombre y no de las cosas. El movimiento del marxismo, que piensa que la misión del hombre consiste, por lo contrario, en elevar la dignidad de las cosas humanizando la naturaleza, está aquí próximo al cristianismo, que da a la humanidad vocación de redimir por el trabajo, redimiéndose, a una naturaleza que el hombre arrastró en su caída. El valor central que adquiere en Marx la actividad práctica del hombre (praxis) es una especie del valor central que adquiere en la tradición cristiana del trabajo.
Emmanuel Mounier
Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido / Nick Ravangel
Sheldon Sanford Wolin (1922-2015). Filósofo y politólogo estadounidense. Profesor emérito en la Universidad de Princeton de 1973 a 1987. En 1950 recibió el doctorado en la Universidad de Harvard. Profesor eventual en distintas universidades de Estados Unidos, Europa y Japón.
Sus experiencias vitales fueron las de un niño de la Gran Depresión, un aviador de la Segunda Guerra Mundial, un judío en la era del Holocausto y un activista de los años sesenta.
Su enfoque de la historia del pensamiento, ya desde Política y visión (1960), difiere del clásico académico, basado en el análisis cuantitativo y el conductismo. Desde su punto de vista, los acontecimientos que le había tocado vivir -manifestaciones estudiantiles en los años 60, la Guerra Fría con su retórica capitalismo contra comunismo, las presidencias de Nixon, Ford y Reagan- carecían, desde la óptica académica, de un estudio teórico a la luz de las ideas políticas amplias y diversas.
Él insistía en que la filosofía, incluso la escrita por los antiguos griegos, no era una reliquia, sino una herramienta vital para examinar las certezas de los sistemas contemporáneos de poder y pensamiento político. Y agregaba que el papel de la teoría política no se limita al examen crítico de los sistemas de ideas, sino que actúa como una fuerza que ayuda a moldear las políticas públicas, las direcciones gubernamentales y, sobre todo, la educación cívica, para fomentar una sociedad más democrática, más igualitaria, más educada y culta. Por todo ello concluía que la parte académica de la teoría política es secundaria, porque elige por encima de todo la revolución del comportamiento, no como una teoría, sino como la creciente rutina exigida por las estructuras económicas y sociales modernas, mera recopilación de datos y minucias académicas que desplazan la visión crítica.
En su ensayo, Teoría política como vocación (1969), escrito en el contexto de la Guerra Fría, la Guerra de Vietnam y el Movimiento por los Derechos Civiles, abunda en esos conceptos, haciendo una dura crítica al conductismo como verdadero causante de la incapacidad para comprender las crisis de la época. Afirma que nuestro tiempo requiere revisar una serie de teorías políticas épicas de pensadores que se empeñaron en ver el mundo de manera diferente para cambiar sus sociedades (Platón, Maquiavelo, Marx, Hobbes) y cuyos escritos, si no lograron su objetivo, al menos perduraron “como un monumento a las aspiraciones del pensamiento”.
En el libro Democracia gestionada y el espectro del totalitarismo invertido (2008) defendió la política democrática contra el surgimiento del neoliberalismo y las guerras imperiales, estableciendo una distinción entre democracia administrada y democracia fugitiva. La administrada es el espectáculo rutinario de la política electoral, disfrazada de verdadera democracia en la mayoría de los autoproclamados regímenes democráticos, fachada y pantalla de la economía capitalista moderna. La fugitiva queda limitada a esos escasos momentos de genuina participación democrática en los que el pueblo recupera el poder político: la esencia de la verdadera democracia.
A la democracia actual, administrada, gestionada, Wolin la considera una nueva forma de totalitarismo, al que llama totalitarismo invertido por oposición al totalitarismo clásico, que define como una forma de controlar la economía de manera firme subordinándola a la política, lo que en general se consigue a través de un personaje carismático.
El totalitarismo invertido prospera entre ciudadanos pasivos y políticamente desmovilizados y apáticos, que rara vez van más allá de su papel asignado como espectadores y consumidores. El sistema económico de esta forma de democracia es el capitalismo (hoy neoliberalismo), que en la actualidad ejerce el control sobre el estado, es decir, la economía domina por completo la política. Y la coartada que utiliza para lograrlo es anunciar objetivos y comportamientos democráticos, ocultando sus prioridades, económicas y expansionistas. El capitalismo en este totalitarismo es semejante al del anonimato sin rostro del estado corporativo empresarial, profundamente indiferente al bienestar de los pobres. Porque el totalitarismo invertido -a diferencia del totalitarismo clásico, que hizo la vida incierta a los ricos y privilegiados al proporcionar programas sociales para la clase trabajadora y los pobres- explota a las clases necesitadas, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, así como reglamentando la educación de masas para lograr una fuerza laboral insegura y amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios.
El empleo precarizado -en una economía de alta tecnología, volátil y globalizada, con reducción de personal, falta de defensa sindical, habilidades rápidamente desactualizadas, transferencia de empleos al exterior- crea una economía de miedo, mediatizado por un sistema de control eminentemente racional cuyo poder se alimenta de la incertidumbre. El resultado de todo esto es una ciudadanía en continuo estado de preocupación y zozobra y que, sometida a la competencia individual, anhela la estabilidad política en lugar del compromiso cívico, la protección en lugar de participación política, y permanece pasiva, alejada de la participación en el poder. Se le permite votar, pero una vez finalizado el carrusel electoral, las corporaciones y sus grupos de presión vuelven a la tarea de gobernar olvidándolos.
El estado corporativo, legitimado por las elecciones que controla, reescribe y distorsiona la legislación que antaño protegió la democracia con el fin de abolirla. Los derechos básicos son revocados por mandato judicial y legislativo. Y los medios de comunicación social y las élites, especialmente los intelectuales, académicos e investigadores, comprados e integrados perfectamente en el sistema, fomentan, si cabe más, la despolitización de la ciudadanía y la uniformización de la opinión pública, lo que hace irrelevante la disidencia política, tachada de antisistema, ultraizquierdista, extremista, terrorista.
El totalitarismo invertido desarrolla una democracia administrada. Por un lado, el gobierno asimila los modos de una corporación empresarial que, enfrentada al ideal republicano clásico del servicio público desinteresado, se vuelve más elitista y favorece a quienes reclaman experiencia en el manejo de la nación para obtener el máximo beneficio. En realidad se trata de una fusión entre capitalismo y democracia, «una antipolítica de competencia más que de cooperación», un agresivo programa de privatización que lleva a la depreciación de la democracia en cuanto representación y rendición de cuentas ante el pueblo. En teoría, las formas básicas de autogobierno popular se mantienen, pero su contenido está vacío, porque los mayores espacios del Estado se van subordinando a las maquinaciones de intereses de cabildeo corporativo, desalentando a las personas a ejercer una acción democrática real y participativa, lo que promueve una creciente “lasitud cívica” y una “democracia sin ciudadanos”, en la que la soberanía popular se reduce a la “soberanía del consumidor”.
El totalitarismo invertido no gira en torno a un demagogo o un líder carismático como en el totalitarismo clásico, sino a centros corporativos generalmente anónimos que rinden homenaje al ideal democrático y a la Constitución, a las libertades civiles, a la libertad de prensa y a la independencia del poder judicial, a la fachada externa de la política electoral, a su iconografía, a las tradiciones y al lenguaje del patriotismo, pero al mismo tiempo que lo hacen, subvierten las instituciones democráticas. El totalitarismo invertido, arteramente, profesa ser lo contrario de lo que de hecho es, y renunciando a su verdadera identidad confía en que sus desviaciones se irán normalizando como “cambio de progreso”.
Durante el mandato de Roosevelt en la década de los años 30, existía en USA un capitalismo regulado, en cierta manera, por el Estado, en un intento de controlar la actividad corporativa para el bien común. Pero a partir de la Segunda Guerra Mundial, el imaginario constitucional sucumbió al imaginario de poder de la Guerra Fría. La preocupación por el bienestar, la participación y la igualdad, fue reemplazada con una ideología “desmaterializada” de patriotismo, anticomunismo y miedo, es decir, una nueva ideología maniquea al servicio de la riqueza corporativa y la desigualdad. Los programas sociales del gobierno se redujeron o eliminaron al amparo de la reducción de costos y la mejora de la “eficiencia”. La Guerra Fría generó un aumento masivo en el gasto de defensa, lo que a su vez hizo que la economía estadounidense pasara a depender, en gran parte, de las industrias de defensa corporativas. El secuestro del gobierno por parte de las corporaciones y militaristas de la guerra permitió que el complejo militar-industrial desangrara al país.
Para Wolin, los militaristas y los corporativistas, que formaron una coalición para orquestar el surgimiento de un imperio estadounidense global después de la guerra, fueron las fuerzas que extinguieron la democracia estadounidense. Por ello llamó al totalitarismo invertido la verdadera cara de la superpotencia. Los especuladores y militaristas, a la vez que “normalizaron” la guerra, desangraron al país de sus recursos, desmantelaron las instituciones y organizaciones populares ( los sindicatos) y de esa forma desempoderaron y empobrecieron a los trabajadores.
Wolin advirtió que nunca habrá un retorno a la verdadera democracia hasta que se reduzca el poder de los militaristas y las corporaciones, porque un estado de guerra no puede ser un estado democrático. Y que de seguir en esa senda, Estados Unidos no sólo se convertiría en un estado totalitario, porque imperialismo y democracia son incompatibles, sino que su expansión lo llevaría a su fin, como ocurrió con todos los imperios.
Textos de Wolin
El gobierno no necesita acabar con la disidencia. La uniformidad de la opinión pública impuesta a través de los medios corporativos hace un trabajo muy efectivo.
La trivialización del discurso político es una táctica utilizada para dejar al público fragmentado, antagónico y emocionalmente cargado, mientras que queda sin cuestionar el poder corporativo y el imperio.
El empleo en una economía globalizada, volátil y de alta tecnología es normalmente tan precario como durante una depresión a la antigua. El resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se practica en medio de un estado continuo de preocupación. Hobbes tenía razón: cuando los ciudadanos están inseguros y al mismo tiempo impulsados por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política en lugar de compromiso cívico, protección en lugar de participación política.
Las reducciones de plantilla, la reorganización, el estallido de burbujas, el descalabro de los sindicatos, el rápido envejecimiento de las cualificaciones y la transferencia de puestos de trabajo al extranjero crean no sólo miedo, sino una economía del miedo, un sistema de control cuyo poder se alimenta de la incertidumbre y, sin embargo, un sistema que, según sus analistas, es eminentemente racional.
En lugar de participar en el poder, se invita al ciudadano virtual a tener “opiniones”: respuestas mensurables a preguntas prediseñadas para obtenerlas.
Si el propósito principal de las elecciones es elegir a legisladores maleables para que los grupos de presión los moldeen, tal sistema merece ser llamado «gobierno distorsionado o clientelar”. Es, al mismo tiempo, un poderoso factor que contribuye a la despolitización de la ciudadanía, así como una razón más para caracterizar el sistema como antidemocrático.
Las guerras culturales pueden parecer un indicio de una fuerte implicación política. En realidad son un sustituto. La notoriedad que reciben de los medios de comunicación y de los políticos, deseosos de adoptar posturas firmes sobre cuestiones no sustantivas sirve para distraer la atención y contribuir a una política de canto a lo intrascendente.
A través de una combinación de contratos gubernamentales, fondos corporativos y de fundaciones, proyectos conjuntos que involucran a investigadores universitarios y corporativos, y donantes individuales acaudalados, las universidades — especialmente las llamadas universidades de investigación — , intelectuales, académicos e investigadores se han integrado perfectamente en el sistema. No hay libros quemados, no hay Einsteins refugiados.
Cuando el mito comienza a gobernar a los responsables de las tomas de decisiones en un mundo donde abundan la ambigüedad y la obstinación de los hechos, el resultado es una desconexión entre los actores y la realidad. Se convencen a sí mismos de que las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva y capacidades nucleares: que su propia nación es privilegiada por un dios que inspiró a los Padres Fundadores y la redacción de la Constitución de la nación y que no existe una estructura de clases de grandes y obstinadas desigualdades. Unos pocos, sombríos pero alegres, ven presagios de un mundo que está viviendo “los últimos días”.
La defensa nacional fue declarada inseparable de una economía fuerte. La fijación en la movilización y el rearme inspiró la desaparición de temas como la regulación y el control de las empresas de la agenda política nacional. El defensor del mundo libre necesitaba el poder de la corporación globalizada y en expansión, no una economía obstaculizada por la “destrucción de la confianza”. Además, como el enemigo era rabiosamente anticapitalista, cada medida que fortalecía al capitalismo era un golpe contra el enemigo. Una vez trazadas las líneas de batalla entre el comunismo y la “sociedad libre”, la economía se volvió intocable para fines distintos del “fortalecimiento” del capitalismo. La fusión final sería entre capitalismo y democracia. Una vez que la identidad y la seguridad de la democracia se identificaron con éxito con la Guerra Fría y con los métodos para llevarla a cabo, se preparó el escenario para la intimidación de la mayoría de los políticos de izquierda o de derecha.
Cuando un gobierno limitado por la Constitución utiliza armas de horrendo poder destructivo, subvenciona su desarrollo y se convierte en el mayor traficante de armas del mundo, la Constitución es invocada para servir como aprendiz del poder y no como su conciencia.
El hecho de que el ciudadano patriótico apoye inquebrantablemente a los militares y su enorme presupuesto significa que los conservadores han logrado persuadir al público de que los militares son distintos del gobierno. De este modo, el elemento más sustancial del poder estatal se elimina del debate público. Del mismo modo, en su nueva condición de ciudadano imperial, el creyente sigue despreciando la burocracia, pero no duda en obedecer las directrices emitidas por el Departamento de Seguridad Nacional, el departamento gubernamental más grande e intrusivo de la historia de la nación. La identificación con el militarismo y el patriotismo, junto con las imágenes de poderío estadounidense proyectadas por los medios de comunicación, sirve para hacer que el ciudadano individual se sienta más fuerte, compensando así los sentimientos de debilidad promovidos por la economía en una fuerza laboral sobrecargada, agotada e insegura. Para su anti política, el totalitarismo invertido requiere “trabajadores con contratos temporales”, creyentes, patriotas y no sindicalizados.
En un sentido fundamental, nuestro mundo se ha convertido, como tal vez ningún otro mundo anterior, en el producto del diseño, el producto de teorías sobre estructuras humanas deliberadamente creadas en lugar de ser resultados históricamente articulados. Pero en otro sentido, la encarnación de la teoría en el mundo ha supuesto la creación de un mundo impermeable a la teoría. Las estructuras gigantescas y rutinarias desafían toda alteración fundamental y, al mismo tiempo, muestran una legitimidad incuestionable, pues los principios racionales, científicos y tecnológicos en los que se basan parecen estar en perfecta concordancia con una época comprometida con la ciencia, el racionalismo y la tecnología. Sobre todo, es un mundo que parece haber hecho superflua la teoría épica. La teoría, como Hegel había previsto, debe tomar la forma de “explicación”. Verdaderamente, parece ser la era en la que el búho de Minerva ha levantado el vuelo.
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Este texto está basado en artículos de Chris Hedges, Profesor de la Universidad de Princeton.
TRUE! Nervous, very, very dreadfully nervous I had been and am; but why will you say that I am mad? The disease had sharpened my senses -not destroyed, not dulled them. Above all was the sense of hearing acute. I heard all things in the heaven and in the earth. I heard many things in hell. How, then, am I mad? Hearken! And observe how healthily, how calmly I can tell you the whole story.
It is impossible to say how first the idea entered my brain; but once conceived, it haunted me day and night. Object there was none. Passion there was none. I loved the old man. He had never wronged me. He had never given me insult. For his gold I had no desire. I think it was his eye! yes, it was this! One of his eyes resembled that of a vulture: a pale blue eye, with a film over it. Whenever it fell upon me, my blood ran cold; and so by degrees -very gradually- I made up my mind to take the life of the old man, and thus rid myself of the eye for ever.
Now this is the point. You fancy me mad. Madmen know nothing. But you should have seen me. You should have seen how wisely I proceeded, with what caution, with what foresight, with what dissimulation I went to work! I was never kinder to the old man than during the whole week before I killed him. And every night, about midnight, I turned the latch of his door and opened it. Oh, so gently! And then, when I had made an opening sufficient for my head, I put in a dark lantern, all closed, closed, so that no light shone out, and then I thrust in my head. Oh, you would have laughed to see how cunningly I thrust it in! I moved it slowly, very, very slowly, so that I might not disturb the old man’s sleep. It took me an hour to place my whole head within the opening so far that I could see him as he lay upon his bed. Ha! Would a madman have been so wise as this? And then, when my head was well in the room, I undid the lantern cautiously. Oh, so cautiously! Cautiously (for the hinges creaked) I undid it just so much that a single thin ray fell upon the vulture eye. And this I did for seven long nights, every night just at midnight, but I found the eye always closed; and so it was impossible to do the work; for it was not the old man who vexed me, but his Evil Eye. And every morning, when the day broke, I went boldly into the chamber, and spoke courageously to him, calling him by name in a hearty tone, and inquiring how he had passed the night. So you see he would have been a very profound old man, indeed, to suspect that every night, just at twelve, I looked in upon him while he slept.
Upon the eighth night I was more than usually cautious in opening the door. A watch’s minute hand moves more quickly than did mine. Never before that night had I felt the extent of my own powers, of my sagacity. I could scarcely contain my feelings of triumph. To think that there I was, opening the door, little by little, and he not even to dream of my secret deeds or thoughts. I fairly chuckled at the idea; and perhaps he heard me; for he moved on the bed suddenly, as if startled. Now you may think that I drew back, but no. His room was as black as pitch with the thick darkness (for the shutters were close fastened, through fear of robbers), and so I knew that he could not see the opening of the door, and I kept pushing it on steadily, steadily.
I had my head in, and was about to open the lantern, when my thumb slipped upon the tin fastening, and the old man sprang up in the bed, crying out.
“Who’s there?”
I kept quite still and said nothing. For a whole hour I did not move a muscle, and in the meantime I did not hear him lie down. He was still sitting up in the bed listening, just as I have done, night after night, hearkening to the death watches in the wall. Presently I heard a slight groan, and I knew it was the groan of mortal terror. It was not a groan of pain or of grief -oh, no!- it was the low stifled sound that arises from the bottom of the soul when overcharged with awe. I knew the sound well. Many a night, just at midnight, when all the world slept, it has welled up from my own bosom, deepening, with its dreadful echo, the terrors that distracted me. I say I knew it well. I knew what the old man felt, and pitied him, although I chuckled at heart. I knew that he had been lying awake ever since the first slight noise, when he had turned in the bed. His fears had been ever since growing upon him. He had been trying to fancy them causeless, but could not. He had been saying to himself: “It is nothing but the wind in the chimney, it is only a mouse crossing the floor,” or “it is merely a cricket which has made a single chirp.” Yes, he has been trying to comfort himself with these suppositions; but he had found all in vain. All in vain, because Death, in approaching him, had stalked with his black shadow before him, and enveloped the victim. And it was the mournful influence of the unperceived shadow that caused him to feel, although he neither saw nor heard, the presence of my head within the room.
When I had waited a long time, very patiently, without hearing him lie down, I resolved to open a little, a very, very little crevice in the lantern. So I opened it, you cannot imagine how stealthily, stealthily. until, at length, a single dim ray, like the thread of the spider, shot from out the crevice and full upon the vulture eye.
It was open, wide, wide open, and I grew furious as I gazed upon it. I saw it with perfect distinctness -all a dull blue- with a hideous veil over it that chilled the very marrow in my bones; but I could see nothing else of the old man’s face or person: for I had directed the ray as if by instinct, precisely upon the damned spot.
And now have I not told you that what you mistake for madness is but over-acuteness of the senses? Now, I say, there came to my ears a low, dull, quick sound, such as a watch makes when enveloped in cotton. I knew that sound well too. It was the beating of the old man’s heart. It increased my fury, as the beating of a drum stimulates the soldier into courage.
But even yet I refrained and kept still. I scarcely breathed. I held the lantern motionless. I tried how steadily I could maintain the ray upon the eye. Meantime the hellish tattoo of the heart increased. It grew quicker and quicker, and louder and louder every instant. The old man’s terror must have been extreme! It grew louder, I say, louder every moment. Do you mark me well? I have told you that I am nervous: so I am. And now at the dead hour of the night, amid the dreadful silence of that old house, so strange a noise as this excited me to uncontrollable terror. Yet, for some minutes longer I refrained and stood still. But the beating grew louder, louder! I thought the heart must burst. And now a new anxiety seized me: the sound would be heard by a neighbor! The old man’s hour had come! With a loud yell, I threw open the lantern and leaped into the room. He shrieked once, once only. In an instant I dragged him to the floor, and pulled the heavy bed over him. I then smiled gaily, to find the deed so far done. But, for many minutes, the heart beat on with a muffled sound. This, however, did not vex me; it would not be heard through the wall. At length it ceased. The old man was dead. I removed the bed and examined the corpse. Yes, he was stone, stone dead. I placed my hand upon the heart and held it there many minutes. There was no pulsation. He was stone dead. His eye would trouble me no more.
If still you think me mad, you will think so no longer when I describe the wise precautions I took for the concealment of the body. The night waned, and I worked hastily, but in silence. First of all I dismembered the corpse. I cut off the head and the arms and the legs.
I then took up three planks from the flooring of the chamber, and deposited all between the scantlings. I then replaced the boards so cleverly, so cunningly, that no human eye, not even his, could have detected any thing wrong. There was nothing to wash out: no stain of any kind, no blood-spot whatever. I had been too wary for that. A tub had caught all. Ha! ha!
When I had made an end of these labors, it was four o’clock and still dark as midnight. As the bell sounded the hour, there came a knocking at the street door. I went down to open it with a light heart: For what had I now to fear? There entered three men, who introduced themselves, with perfect suavity, as officers of the police. A shriek had been heard by a neighbor during the night; suspicion of foul play had been aroused; information had been lodged at the police office, and they (the officers) had been deputed to search the premises.
I smiled. For what had I to fear? I bade the gentlemen welcome. The shriek, I said, was my own in a dream. The old man, I mentioned, was absent in the country. I took my visitors all over the house. I bade them search, search well. I led them, at length, to his chamber. I showed them his treasures, secure, undisturbed. In the enthusiasm of my confidence, I brought chairs into the room, and desired them here to rest from their fatigues, while I myself, in the wild audacity of my perfect triumph, placed my own seat upon the very spot beneath which reposed the corpse of the victim.
The officers were satisfied. My manner had convinced them. I was singularly at ease. They sat, and while I answered cheerily, they chatted of familiar things. But, ere long, I felt myself getting pale and wished them gone. My head ached, and I fancied a ringing in my ears: but still they sat and still chatted. The ringing became more distinct. It continued and became more distinct. I talked more freely to get rid of the feeling, but it continued and gained definitiveness until, at length, I found that the noise was not within my ears.
No doubt I now grew very pale, but I talked more fluently, and with a heightened voice. Yet the sound increased, and what could I do? It was a low, dull, quick sound: much such a sound as a watch makes when enveloped in cotton. I gasped for breath, and yet the officers heard it not. I talked more quickly, more vehemently, but the noise steadily increased. I arose and argued about trifles, in a high key and with violent gesticulations, but the noise steadily increased. Why would they not be gone? I paced the floor to and fro with heavy strides, as if excited to fury by the observation of the men, but the noise steadily increased. Oh God! what could I do? I foamed, I raved, I swore! I swung the chair upon which I had been sitting, and grated it upon the boards, but the noise arose over all and continually increased. It grew louder, louder, louder! And still the men chatted pleasantly, and smiled. Was it possible they heard not? Almighty God! No, no! They heard! They suspected! They knew! They were making a mockery of my horror! This I thought and this I think. But anything was better than this agony! Any thing was more tolerable than this derision! I could bear those hypocritical smiles no longer! I felt that I must scream or die! And now again! Hark! Louder! Louder! Louder! Louder!
“Villains!”, I shrieked. “Dissemble no more! I admit the deed! Tear up the planks! Here, here! It is the beating of his hideous heart!”