
Una mujer escribe / Federico Nogara
Imaginemos a una mujer sentada ante una hoja en blanco, una máquina de escribir o una computadora. Ya el planteo del tema, con objetos tan dispares, nos pone en épocas distintas. Y si la mostramos o la pensamos como imagen, el color de su piel es importante, diría que fundamental, así como su ropa, de acuerdo a la moda del momento, la calidad de la tela, el diseño y lo gastada que esté. También su entorno.
Virginia Woolf, escritora de familia de clase media alta, desafió las convenciones narrativas establecidas planteando nuevas posibilidades para la exploración del pensamiento y la percepción. Su estilo innovador en temas como el tiempo, la memoria y la identidad influyó a escritores como Joyce y Proust, y su habilidad para capturar la esencia de la vida cotidiana y transformarla en literatura es una de las razones por la que su obra continúa siendo relevante hoy día para una minoría culta. Pero en realidad se la sigue recordando y mencionando -mientras se dejan en el olvido brillantes escritoras y escritores de su época, incluso posteriores- por su faceta feminista. Por eso es muy importante -se hace poco hoy- situar a la escritora en su contexto.
La época victoriana corresponde al reinado de la reina Victoria (1837 – 1901) y Woolf, nacida en 1882, recibió su primera educación en ese período, en plena expansión del imperio británico, convertido en la potencia predominante en el mundo. Los valores morales eran fundamentales entonces: la religiosidad por encima de todo destacando los deberes de la fe y vinculando al sexo con las bajas pasiones y a la castidad con la virtud; el trabajo y el ahorro como esenciales para la economía y la pereza, los excesos y el vicio las causas de la pobreza. Los hombres, dueños del dinero y el poder, dominaban los espacios públicos y también los privados, quedando la mujer relegada al cuidado de los niños y el hogar. La escritora nos cuenta una de sus experiencias personales en lo relativo a ese tema en Una habitación propia:
«Así fue como me encontré andando con extrema rapidez por la hierba. Enseguida apareció la silueta de un hombre para interceptarme el paso. Al principio tardé en comprender que las gesticulaciones de un objeto de aspecto curioso, vestido de etiqueta, iban dirigidas a mí. Su cara expresaba indignación y horror. El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: se trataba de un bedel y yo era una mujer. Esto era el césped y allá estaba el sendero. Sólo los fellows y scholars (estudiantes masculinos en este caso) pueden pisar el césped, la grava es para las/los demás. Al volver yo al sendero los brazos del bedel cayeron, su rostro adquirió su serenidad habitual. Volver a la grava no me costó mucho, porque aunque el césped fuese más agradable, el daño ocasionado era mínimo (…) Me encontraba ante la puerta que lleva a la biblioteca. No tengo duda que la abrí, porque de repente surgió ante mí cortándome el paso como un ángel guardián, con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome la señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca si no van acompañadas de un fellow o provistas de una carta de presentación».
Como suele pasar, toda la «moralidad» de la época escondía un mundo subterráneo donde proliferaba la prostitución. La oscuridad de la noche disimulaba los burdeles, las salas de espectáculos y de juegos y en ciertas zonas de la ciudad el ambiente de las calles era de drogas y sexo. Las prostitutas de los barrios de Londres (sólo en el de Whitechapel, uno de los más pobres del East End se calculaban unas 1200 en 62 burdeles) eran de clase social baja y ejercían su obligado oficio por muy poco dinero. Un estudio de finales del período victoriano demostró que más del 90% de las prostitutas de la cárcel de Millbank eran hijas de obreros no cualificados o semi-cualificados, y más del 50% habían sido criadas por mujeres sirvientas y el resto por mujeres con trabajos con escaso futuro, venta ambulante, lavanderas o de limpieza. La prostitución homosexual también existía, aunque lógicamente el secretismo en torno a ella era mayor.
La rígida moral victoriana también se relajaba en el consumo de opio. En la misma botica real se distribuía a los cortesanos, que lo consumían libremente (se usaba además como medicina), aunque con el tiempo adquirió mala fama porque en los antros de distribución había también prostitución. Los beneficios del opio fueron inmensos al exportarlo. China pidió que se dejara de vender a nivel internacional, pedido rechazado por Inglaterra, lo que llevó a la llamada Primera Guerra del Opio, finalizada con la derrota de China, que tuvo que ceder la isla de Hong Kong y aceptar la apertura de importaciones. En la Segunda Guerra del Opio a Inglaterra se sumó Francia y los resultados fueron otra vez catastróficos para China, obligada a abrir el comercio, indemnizar a Gran Bretaña y Francia y admitir la apertura de la hasta entonces cerrada ciudad de Pekín.
La estructura social en el Reino Unido de entonces estaba compuesta por tres clases: la clase alta, que incluía la aristocracia y la Iglesia -el dos por ciento de población-, los dueños de la tierra, el clero y los grandes dirigentes del Estado, todos privilegiados que no pagaban impuestos; la clase media trabajadora, propietaria de fábricas y tiendas, banqueros, mercaderes, abogados, ingenieros y otros profesionales y la clase baja: trabajadores de fábricas, costura, trabajos domésticos (medio millón de personas empleadas en ese sector a mediados de siglo), minería y otros sin especialización. Eran el 85% de la población. La clase alta controlaba el 80% de la superficie de Inglaterra, además de ocupar puestos directivos en el ejército y en la iglesia anglicana, mientras los trabajadores de clase baja no obtenían beneficio alguno de la expansión capitalista, incluso carecían de beneficios sociales, salvo la Ley de Pobres, bastante insuficiente.
La situación era consecuencia de la llamada Primera Revolución Industrial, una internalización económica que creció por la modernización del transporte y quedaba limitada a Gran Bretaña. La Segunda Revolución Industrial (entre 1870 y 1914, año de inicio de la guerra mundial) trajo consigo nuevas fuentes de energía como el gas y la electricidad, nuevos materiales como el acero y el petróleo, nuevos sistemas de transporte como el avión y el automóvil y la radio y el teléfono en comunicación. El cambio no fue exclusivo de Gran Bretaña, incluyó a Europa occidental, los Estados Unidos y el Japón.
La consecuencia de este desarrollo industrial fue la aparición de nuevos grupos o clases sociales encabezadas por el proletariado, trabajadores industriales y campesinos pobres, y la burguesía, dueña de los medios de producción y poseedora de la mayor parte de la renta y el capital. Esta nueva división dio pie al desarrollo de problemas sociales y laborales, protestas populares y nuevas ideologías que propugnaban y demandaban una mejora de las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas, incluso un cambio de sistema económico: sindicalismo, socialismo, anarquismo y comunismo.
Marx y Engels, dos de los filósofos en cuyas ideas se basaban los subversores, decían sobre el feminismo en su libro La sagrada familia: “Los progresos sociales y los cambios de períodos se operan en razón directa del progreso de las mujeres hacia la libertad y las decadencias de orden social se operan en razón del decrecimiento de la libertad de las mujeres”. Marx, por su parte, escribió: «quien sepa algo de historia sabe que las grandes transformaciones sociales son imposibles sin el fermento femenino» y Engels afirmaba que en la familia burguesa «el hombre es el burgués y la mujer representa al proletario». Esta visión era compartida por Paul Lafargue, Lenin, Rosa Luxemburgo y otras/os.
Virginia Woolf, nacida en plena revolución industrial, se casó en 1912 con el historiador y sociólogo Leonard Woolf. Ambos fundaron la editorial Hogarth Press, por lo que su casa del barrio de Bloomsbury quedó convertida en un centro de encuentros literarios y artísticos. Una de las asistentes a las reuniones del grupo generado por esos encuentros, Vanessa Bell, hermana de Virginia, lo definía así: «Podías decir lo que gustases sobre arte, sexo o religión. Podías hablar libremente y, con mucha probabilidad tontamente, sobre Los quehaceres de la vida. Creo que había muy poca autoconciencia en estas primeras asambleas, pero la vida era excitante, terrible y divertida, y uno tenía que agradecer poder explorarla con tanta libertad».
Las pautas de comportamiento del grupo no coincidían con las imperantes entonces. Todos los participantes eran intelectuales escépticos, anti religiosos, enemigos de los usos sociales de la sociedad victoriana; llevaban a cabo sus relaciones sexuales con libertad y algunos se consideraban admiradores de las ideas subversivas. No se constituyeron en «movimiento artístico» o «escuela», pero sus conversaciones e intercambios conformaron la visión de la vida que Virginia Woolf plasmó en su obra.
Sus dos primeras novelas, Voyage out (Viaje de ida) y Night and day (Noche y día) entran dentro de la narrativa tradicional, sus personajes sujetos a la influencia de una ordenada serie de acontecimientos. Es a partir de 1919 que comienza a dar forma a una novelística alejada de la cronología de los hechos, sin intrigas argumentales ni tragedias que contar. A esas alturas ya había leído a James Joyce y Dorothy Richardson. En The Modern Fiction, de ese año, dice: «La vida no es un conjunto de lámparas simétricamente dispuestas, la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo de nuestra toma de conciencia hasta su fin».
La indagación en ese halo trae como resultado Jacob´s Room, una serie de reflexiones de varios personajes que revelan la personalidad del protagonista, Jacon Flanders, desde su infancia y juventud hasta su prematura muerte en la Primera Guerra Mundial.
Mrs. Dalloway de 1925 narra un día en la vida de la esposa de un parlamentario ocupada en ultimar los detalles de una fiesta. Mientras recorre las calles de Londres recuerda acontecimientos que creía olvidados. Las asociaciones mentales se suceden generando impresiones diversas. Cada tanto suenan las campanas del Big-Ben, que recuerdan a la protagonista su realidad inmediata.
La primera parte de Al faro, la novela que retrata a sus padres, nos relata las alegrías de un verano lleno de proyectos en una casa junto al mar con una isla con faro a la vista. La segunda tiene lugar diez años después. Ya nada es igual. El esplendor de la casa ha sido devorado por el tiempo, la muerte se ha llevado a varios de sus moradores y en ese contexto las ilusiones se han desvanecido. «El faro surgía ahí, desnudo y tieso, deslumbrante de blancura y negrura también, y podía uno percibir las olas rompiéndose sobre las rocas en astillas blancas parecidas a chispas de vidrio. Podían verse claramente las ventanas. Había una mancha blanca en una de ellas y un manojo verde sobre la roca. Había salido un hombre a mirarlos con su lente para retirarse luego. Era pues así, pensó James. Aquel faro que se veía desde el otro lado de la bahía durante todos estos años era una torre desnuda sobre una roca desolada».
En 1928 se publicó Orlando. Su protagonista es un aristócrata dotado de una longevidad sin límites (cuatro siglos) y la facultad de poder transformarse en mujer. «El cambio de sexo modifica su porvenir, no su identidad. Su memoria podía remontar sin obstáculos el curso de su vida pasada. Alguna leve vaguedad podía haber habido, como si algunas gotas enturbiaran el claro estanque de la memoria. Algunos hechos estaban desdibujados, eso era todo». Las olas (1931) es una «novela poética». La misma Virginia había dicho mientras escribía la obra: «Por qué dar cabida en la literatura a algo que no sea poesía». Y Bernard, uno de los personajes agrega: «¿Cuál es la frase para la luna? ¿Y la frase para el amor? ¿Qué nombre hay que dar a la muerte? No lo sé. Necesito un lenguaje menudo, como el que usan los enamorados, o palabras como las que dicen los niños cuando entran en un lugar».
Sus dos últimas novelas fueron The years (Los años) de 1937 y Between the acts (Entreactos) de 1941.
Los artículos de Virginia Woolf publicados en el periódico The Times fueron posteriormente convertidos en libros. En Una habitación propia planteaba los problemas a los que se enfrentaban las escritoras y que generaban injusticias que debían ser corregidas, entre ellas la falta de oportunidades y reconocimiento. Para ilustrar el tema se valía de una definición que consideraba fundamental: «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas», y utilizaba ejemplos históricos que demuestran cómo las mujeres han sido sistemáticamente excluidas de la creación artística y de que manera esto ha afectado a su desarrollo intelectual. En sus ensayos y novelas, Woolf exploró temas como la identidad de género, la soledad y la búsqueda de significado, utilizando su propia vida como punto de partida para sus reflexiones. Esta introspección le permitió crear personajes complejos y reales. La capacidad de Woolf para transformar su experiencia personal en arte literario es un testimonio de su habilidad como escritora y su valentía para enfrentar sus propios demonios. A través de sus obras, Woolf nos invita a reflexionar sobre nuestra propia identidad y a considerar cómo nuestras experiencias y emociones pueden enriquecer nuestra creatividad y nuestra comprensión del mundo.
«El amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente». Las reflexiones de Woolf sobre el amor y las relaciones humanas son profundas y a menudo desafiantes, porque cuestiona su noción convencional a medida que explora su complejidad y dualidad. Al considerarlo una construcción mental sugiere que puede ser tanto hermoso como engañoso. Y al mismo tiempo, en sus escritos nos desafía a reflexionar cómo nuestras percepciones y expectativas (la realidad) moldean nuestro sentimiento amoroso. «Amar nos separa de los demás», otra de sus frases representativas, sugiere que ese sentimiento individual y construido en la mente nos aísla por lo que es necesario un equilibrio entre el deseo de conexión con el ser amado y la necesidad de independencia, en este caso la necesidad de conectar con los demás.
«La vida es sueño, la realidad es lo que nos mata». Si el amor es un sueño que nos separa de los demás metiéndonos en nuestro mundo interior, en nuestros sueños la salida hacia la realidad nos da de lleno contra el mundo de las injusticias, de los odios, de los privilegios, de las agresiones. «No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha comido bien». Woolf nos recuerda en la frase que la felicidad no es sólo una cuestión de estado mental, sino que el bienestar físico y las circunstancias económicas son fundamentales en su consecución. Un siglo después, todavía es bastante difícil hacer entender y aplicar este concepto. ¿Por qué?
Nancy Frazer (Profesora estadounidense de Filosofía y Política):
«El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair. Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos su bonafide (buena fe) moderna y progresista, amante de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres. Aun cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, pasó el mando de la economía a Wall Street, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización (…) Durante los años en los que se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por la “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Con esos términos se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres “talentosas”, minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en lugar de abolir ese concepto. Esa comprensión liberal individualista del “progreso” vino gradualmente a reemplazar a la comprensión anticapitalista –más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social— de la emancipación que había florecido en los años 60. El esquema liberal-individualista tradicional del país se reafirmó favoreciendo el auge del neoliberalismo, que encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” o en “romper el techo de cristal”.
John Pilger (escritor y reportero australiano):
«La organización estadounidense Writers resist (Los escritores resisten) escribía en un documento ante un acto político importante en 1918: «Para sanarnos y avanzar queremos eludir el discurso político directo para centrarnos inspiradamente en el futuro y en cómo nosotros, como escritores, podemos ser una fuerza unificadora en la tarea de proteger la democracia”.
Compárese esta basura palabrera con las declaraciones del Congreso de Escritores Norteamericanos celebrado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1935 y, luego, dos años más tarde, en 1937. Se trató de actos electrizantes, con escritores que debatían cómo hacer frente a hechos ignominiosos que estaban aconteciendo en Abisinia, China y España. Se leyeron telegramas de Thomas Mann, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein, en los que se reflejaba el miedo al gran poder rampante y la convicción de que no era ya posible debatir de arte y literatura no ya sin política, sino sin entrar en la acción política directa.
No se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en mucho tiempo, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”.
No hay un Shelley que hable a favor de los pobres, ni un Blake que escriba a favor de sueños utópicos; no hay un Byron que condene la corrupción de la clase dominante, ni un Thomas Carlyle y un John Ruskin que desvelen el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw no tienen hoy su equivalente. Harold Pinter fue el último en levantar la voz. Entre las insistentes voces del actual feminismo de consumo, ninguna se hace eco de Virginia Woolf, que tan bien describió “las mañas para dominar a otros por la vía de someter, matar o adquirir tierra y capital”.
En lo relativo al valor de la escritura, la misma Virginia Woolf la define en el texto breve ¿Qué es una buena novela?:
«Una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Tiene que meter el cuchillo entre junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos. Tiene que ponernos quizás incómodos y ciertamente alerta. El sentimiento que nos produce no tiene que ser puramente dramático y por tanto propenso a desaparecer en cuanto sabemos cómo termina la historia. Tiene que ser un sentimiento duradero, sobre asuntos que nos importan de una forma u otra. Una buena novela no necesita tener trama; no necesita tener final feliz; no necesita tratar sobre gente simpática o respetable; no necesita ser en lo más mínimo como la vida tal como la conocemos. Pero tiene que representar alguna convicción por parte del escritor. Tiene que estar escrita de modo que transmita la idea del escritor, ya sea simple o compleja, tan fielmente como sea posible. No tiene que repetir aquello que es falso o trillado simplemente porque al público le resulta fácil mascullar una y otra vez sobre lo falso y lo trillado.
Todo esto se refiere a las novelas escritas en el pasado. Es imposible estar seguro de cuáles serán las características de una buena novela en el futuro. Las novelas contemporáneas nos sorprenden a menudo por ser muy distintas de aquello que hemos aprendido a admirar y crean una belleza que, al ser tan distinta de la antigua, resulta mucho más difícil de apreciar. Pero lo contrario también es cierto; algunas de las mejores novelas se han hecho inmediatamente populares y del todo fáciles de entender. El único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala. Pero estar seguro de lo buena que es una novela y el tipo de virtud que tiene resulta en extremo difícil. El mejor método es leer lo antiguo y lo nuevo uno al lado del otro, compararlos y así desarrollar poco a poco un criterio propio».