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Número 76

Una mujer escribe / Federico Nogara

Revista Malabia número 76

Una mujer escribe / Federico Nogara

Imaginemos a una mujer sentada ante una hoja en blanco, una máquina de escribir o una computadora. Ya el planteo del tema, con objetos tan dispares, nos pone en épocas distintas. Y si la mostramos o la pensamos como imagen, el color de su piel es importante, diría que fundamental, así como su ropa, de acuerdo a la moda del momento, la calidad de la tela, el diseño y lo gastada que esté. También su entorno.
Virginia Woolf, escritora de familia de clase media alta, desafió las convenciones narrativas establecidas planteando nuevas posibilidades para la exploración del pensamiento y la percepción. Su estilo innovador en temas como el tiempo, la memoria y la identidad influyó a escritores como Joyce y Proust, y su habilidad para capturar la esencia de la vida cotidiana y transformarla en literatura es una de las razones por la que su obra continúa siendo relevante hoy día para una minoría culta. Pero en realidad se la sigue recordando y mencionando -mientras se dejan en el olvido brillantes escritoras y escritores de su época, incluso posteriores- por su faceta feminista. Por eso es muy importante -se hace poco hoy- situar a la escritora en su contexto.
La época victoriana corresponde al reinado de la reina Victoria (1837 – 1901) y Woolf, nacida en 1882, recibió su primera educación en ese período, en plena expansión del imperio británico, convertido en la potencia predominante en el mundo. Los valores morales eran fundamentales entonces: la religiosidad por encima de todo destacando los deberes de la fe y vinculando al sexo con las bajas pasiones y a la castidad con la virtud; el trabajo y el ahorro como esenciales para la economía y la pereza, los excesos y el vicio las causas de la pobreza. Los hombres, dueños del dinero y el poder, dominaban los espacios públicos y también los privados, quedando la mujer relegada al cuidado de los niños y el hogar. La escritora nos cuenta una de sus experiencias personales en lo relativo a ese tema en Una habitación propia:
«Así fue como me encontré andando con extrema rapidez por la hierba. Enseguida apareció la silueta de un hombre para interceptarme el paso. Al principio tardé en comprender que las gesticulaciones de un objeto de aspecto curioso, vestido de etiqueta, iban dirigidas a mí. Su cara expresaba indignación y horror. El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: se trataba de un bedel y yo era una mujer. Esto era el césped y allá estaba el sendero. Sólo los fellows y scholars (estudiantes masculinos en este caso) pueden pisar el césped, la grava es para las/los demás. Al volver yo al sendero los brazos del bedel cayeron, su rostro adquirió su serenidad habitual. Volver a la grava no me costó mucho, porque aunque el césped fuese más agradable, el daño ocasionado era mínimo (…) Me encontraba ante la puerta que lleva a la biblioteca. No tengo duda que la abrí, porque de repente surgió ante mí cortándome el paso como un ángel guardián, con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome la señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca si no van acompañadas de un fellow o provistas de una carta de presentación».

Como suele pasar, toda la «moralidad» de la época escondía un mundo subterráneo donde proliferaba la prostitución. La oscuridad de la noche disimulaba los burdeles, las salas de espectáculos y de juegos y en ciertas zonas de la ciudad el ambiente de las calles era de drogas y sexo. Las prostitutas de los barrios de Londres (sólo en el de Whitechapel, uno de los más pobres del East End se calculaban unas 1200 en 62 burdeles) eran de clase social baja y ejercían su obligado oficio por muy poco dinero. Un estudio de finales del período victoriano demostró que más del 90% de las prostitutas de la cárcel de Millbank eran hijas de obreros no cualificados o semi-cualificados, y más del 50% habían sido criadas por mujeres sirvientas y el resto por mujeres con trabajos con escaso futuro, venta ambulante, lavanderas o de limpieza. La prostitución homosexual también existía, aunque lógicamente el secretismo en torno a ella era mayor.
La rígida moral victoriana también se relajaba en el consumo de opio. En la misma botica real se distribuía a los cortesanos, que lo consumían libremente (se usaba además como medicina), aunque con el tiempo adquirió mala fama porque en los antros de distribución había también prostitución. Los beneficios del opio fueron inmensos al exportarlo. China pidió que se dejara de vender a nivel internacional, pedido rechazado por Inglaterra, lo que llevó a la llamada Primera Guerra del Opio, finalizada con la derrota de China, que tuvo que ceder la isla de Hong Kong y aceptar la apertura de importaciones. En la Segunda Guerra del Opio a Inglaterra se sumó Francia y los resultados fueron otra vez catastróficos para China, obligada a abrir el comercio, indemnizar a Gran Bretaña y Francia y admitir la apertura de la hasta entonces cerrada ciudad de Pekín.
La estructura social en el Reino Unido de entonces estaba compuesta por tres clases: la clase alta, que incluía la aristocracia y la Iglesia -el dos por ciento de población-, los dueños de la tierra, el clero y los grandes dirigentes del Estado, todos privilegiados que no pagaban impuestos; la clase media trabajadora, propietaria de fábricas y tiendas, banqueros, mercaderes, abogados, ingenieros y otros profesionales y la clase baja: trabajadores de fábricas, costura, trabajos domésticos (medio millón de personas empleadas en ese sector a mediados de siglo), minería y otros sin especialización. Eran el 85% de la población. La clase alta controlaba el 80% de la superficie de Inglaterra, además de ocupar puestos directivos en el ejército y en la iglesia anglicana, mientras los trabajadores de clase baja no obtenían beneficio alguno de la expansión capitalista, incluso carecían de beneficios sociales, salvo la Ley de Pobres, bastante insuficiente.
La situación era consecuencia de la llamada Primera Revolución Industrial, una internalización económica que creció por la modernización del transporte y quedaba limitada a Gran Bretaña. La Segunda Revolución Industrial (entre 1870 y 1914, año de inicio de la guerra mundial) trajo consigo nuevas fuentes de energía como el gas y la electricidad, nuevos materiales como el acero y el petróleo, nuevos sistemas de transporte como el avión y el automóvil y la radio y el teléfono en comunicación. El cambio no fue exclusivo de Gran Bretaña, incluyó a Europa occidental, los Estados Unidos y el Japón.
La consecuencia de este desarrollo industrial fue la aparición de nuevos grupos o clases sociales encabezadas por el proletariado, trabajadores industriales y campesinos pobres, y la burguesía, dueña de los medios de producción y poseedora de la mayor parte de la renta y el capital. Esta nueva división dio pie al desarrollo de problemas sociales y laborales, protestas populares y nuevas ideologías que propugnaban y demandaban una mejora de las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas, incluso un cambio de sistema económico: sindicalismo, socialismo, anarquismo y comunismo.
Marx y Engels, dos de los filósofos en cuyas ideas se basaban los subversores, decían sobre el feminismo en su libro La sagrada familia: “Los progresos sociales y los cambios de períodos se operan en razón directa del progreso de las mujeres hacia la libertad y las decadencias de orden social se operan en razón del decrecimiento de la libertad de las mujeres”. ​Marx, por su parte, escribió: «quien sepa algo de historia sabe que las grandes transformaciones sociales son imposibles sin el fermento femenino» y Engels afirmaba que en la familia burguesa «el hombre es el burgués y la mujer representa al proletario».​ Esta visión era compartida por Paul Lafargue, Lenin, Rosa Luxemburgo y otras/os.

Virginia Woolf, nacida en plena revolución industrial, se casó en 1912 con el historiador y sociólogo Leonard Woolf. Ambos fundaron la editorial Hogarth Press, por lo que su casa del barrio de Bloomsbury quedó convertida en un centro de encuentros literarios y artísticos. Una de las asistentes a las reuniones del grupo generado por esos encuentros, Vanessa Bell, hermana de Virginia, lo definía así: «Podías decir lo que gustases sobre arte, sexo o religión. Podías hablar libremente y, con mucha probabilidad tontamente, sobre Los quehaceres de la vida. Creo que había muy poca autoconciencia en estas primeras asambleas, pero la vida era excitante, terrible y divertida, y uno tenía que agradecer poder explorarla con tanta libertad».
Las pautas de comportamiento del grupo no coincidían con las imperantes entonces. Todos los participantes eran intelectuales escépticos, anti religiosos, enemigos de los usos sociales de la sociedad victoriana; llevaban a cabo sus relaciones sexuales con libertad y algunos se consideraban admiradores de las ideas subversivas. No se constituyeron en «movimiento artístico» o «escuela», pero sus conversaciones e intercambios conformaron la visión de la vida que Virginia Woolf plasmó en su obra.
Sus dos primeras novelas, Voyage out (Viaje de ida) y Night and day (Noche y día) entran dentro de la narrativa tradicional, sus personajes sujetos a la influencia de una ordenada serie de acontecimientos. Es a partir de 1919 que comienza a dar forma a una novelística alejada de la cronología de los hechos, sin intrigas argumentales ni tragedias que contar. A esas alturas ya había leído a James Joyce y Dorothy Richardson. En The Modern Fiction, de ese año, dice: «La vida no es un conjunto de lámparas simétricamente dispuestas, la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo de nuestra toma de conciencia hasta su fin».
La indagación en ese halo trae como resultado Jacob´s Room, una serie de reflexiones de varios personajes que revelan la personalidad del protagonista, Jacon Flanders, desde su infancia y juventud hasta su prematura muerte en la Primera Guerra Mundial.
Mrs. Dalloway de 1925 narra un día en la vida de la esposa de un parlamentario ocupada en ultimar los detalles de una fiesta. Mientras recorre las calles de Londres recuerda acontecimientos que creía olvidados. Las asociaciones mentales se suceden generando impresiones diversas. Cada tanto suenan las campanas del Big-Ben, que recuerdan a la protagonista su realidad inmediata.
La primera parte de Al faro, la novela que retrata a sus padres, nos relata las alegrías de un verano lleno de proyectos en una casa junto al mar con una isla con faro a la vista. La segunda tiene lugar diez años después. Ya nada es igual. El esplendor de la casa ha sido devorado por el tiempo, la muerte se ha llevado a varios de sus moradores y en ese contexto las ilusiones se han desvanecido. «El faro surgía ahí, desnudo y tieso, deslumbrante de blancura y negrura también, y podía uno percibir las olas rompiéndose sobre las rocas en astillas blancas parecidas a chispas de vidrio. Podían verse claramente las ventanas. Había una mancha blanca en una de ellas y un manojo verde sobre la roca. Había salido un hombre a mirarlos con su lente para retirarse luego. Era pues así, pensó James. Aquel faro que se veía desde el otro lado de la bahía durante todos estos años era una torre desnuda sobre una roca desolada».
En 1928 se publicó Orlando. Su protagonista es un aristócrata dotado de una longevidad sin límites (cuatro siglos) y la facultad de poder transformarse en mujer. «El cambio de sexo modifica su porvenir, no su identidad. Su memoria podía remontar sin obstáculos el curso de su vida pasada. Alguna leve vaguedad podía haber habido, como si algunas gotas enturbiaran el claro estanque de la memoria. Algunos hechos estaban desdibujados, eso era todo». Las olas (1931) es una «novela poética». La misma Virginia había dicho mientras escribía la obra: «Por qué dar cabida en la literatura a algo que no sea poesía». Y Bernard, uno de los personajes agrega: «¿Cuál es la frase para la luna? ¿Y la frase para el amor? ¿Qué nombre hay que dar a la muerte? No lo sé. Necesito un lenguaje menudo, como el que usan los enamorados, o palabras como las que dicen los niños cuando entran en un lugar».
Sus dos últimas novelas fueron The years (Los años) de 1937 y Between the acts (Entreactos) de 1941.
Los artículos de Virginia Woolf publicados en el periódico The Times fueron posteriormente convertidos en libros. En Una habitación propia planteaba los problemas a los que se enfrentaban las escritoras y que generaban injusticias que debían ser corregidas, entre ellas la falta de oportunidades y reconocimiento. Para ilustrar el tema se valía de una definición que consideraba fundamental: «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas», y utilizaba ejemplos históricos que demuestran cómo las mujeres han sido sistemáticamente excluidas de la creación artística y de que manera esto ha afectado a su desarrollo intelectual. En sus ensayos y novelas, Woolf exploró temas como la identidad de género, la soledad y la búsqueda de significado, utilizando su propia vida como punto de partida para sus reflexiones. Esta introspección le permitió crear personajes complejos y reales. La capacidad de Woolf para transformar su experiencia personal en arte literario es un testimonio de su habilidad como escritora y su valentía para enfrentar sus propios demonios. A través de sus obras, Woolf nos invita a reflexionar sobre nuestra propia identidad y a considerar cómo nuestras experiencias y emociones pueden enriquecer nuestra creatividad y nuestra comprensión del mundo.
«El amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente». Las reflexiones de Woolf sobre el amor y las relaciones humanas son profundas y a menudo desafiantes, porque cuestiona su noción convencional a medida que explora su complejidad y dualidad. Al considerarlo una construcción mental sugiere que puede ser tanto hermoso como engañoso. Y al mismo tiempo, en sus escritos nos desafía a reflexionar cómo nuestras percepciones y expectativas (la realidad) moldean nuestro sentimiento amoroso. «Amar nos separa de los demás», otra de sus frases representativas, sugiere que ese sentimiento individual y construido en la mente nos aísla por lo que es necesario un equilibrio entre el deseo de conexión con el ser amado y la necesidad de independencia, en este caso la necesidad de conectar con los demás.
«La vida es sueño, la realidad es lo que nos mata». Si el amor es un sueño que nos separa de los demás metiéndonos en nuestro mundo interior, en nuestros sueños la salida hacia la realidad nos da de lleno contra el mundo de las injusticias, de los odios, de los privilegios, de las agresiones. «No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha comido bien». Woolf nos recuerda en la frase que la felicidad no es sólo una cuestión de estado mental, sino que el bienestar físico y las circunstancias económicas son fundamentales en su consecución. Un siglo después, todavía es bastante difícil hacer entender y aplicar este concepto. ¿Por qué?

Nancy Frazer (Profesora estadounidense de Filosofía y Política):
«El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair. Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos su bonafide (buena fe) moderna y progresista, amante de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres. Aun cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, pasó el mando de la economía a Wall Street, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización (…) Durante los años en los que se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por la “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Con esos términos se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres “talentosas”, minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en lugar de abolir ese concepto. Esa comprensión liberal individualista del “progreso” vino gradualmente a reemplazar a la comprensión anticapitalista –más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social— de la emancipación que había florecido en los años 60. El esquema liberal-individualista tradicional del país se reafirmó favoreciendo el auge del neoliberalismo, que encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” o en “romper el techo de cristal”.

John Pilger (escritor y reportero australiano):
«La organización estadounidense Writers resist (Los escritores resisten) escribía en un documento ante un acto político importante en 1918: «Para sanarnos y avanzar queremos eludir el discurso político directo para centrarnos inspiradamente en el futuro y en cómo nosotros, como escritores, podemos ser una fuerza unificadora en la tarea de proteger la democracia”.
Compárese esta basura palabrera con las declaraciones del Congreso de Escritores Norteamericanos celebrado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1935 y, luego, dos años más tarde, en 1937. Se trató de actos electrizantes, con escritores que debatían cómo hacer frente a hechos ignominiosos que estaban aconteciendo en Abisinia, China y España. Se leyeron telegramas de Thomas Mann, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein, en los que se reflejaba el miedo al gran poder rampante y la convicción de que no era ya posible debatir de arte y literatura no ya sin política, sino sin entrar en la acción política directa.
No se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en mucho tiempo, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”.
No hay un Shelley que hable a favor de los pobres, ni un Blake que escriba a favor de sueños utópicos; no hay un Byron que condene la corrupción de la clase dominante, ni un Thomas Carlyle y un John Ruskin que desvelen el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw no tienen hoy su equivalente. Harold Pinter fue el último en levantar la voz. Entre las insistentes voces del actual feminismo de consumo, ninguna se hace eco de Virginia Woolf, que tan bien describió “las mañas para dominar a otros por la vía de someter, matar o adquirir tierra y capital”.
En lo relativo al valor de la escritura, la misma Virginia Woolf la define en el texto breve ¿Qué es una buena novela?:
«Una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Tiene que meter el cuchillo entre junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos. Tiene que ponernos quizás incómodos y ciertamente alerta. El sentimiento que nos produce no tiene que ser puramente dramático y por tanto propenso a desaparecer en cuanto sabemos cómo termina la historia. Tiene que ser un sentimiento duradero, sobre asuntos que nos importan de una forma u otra. Una buena novela no necesita tener trama; no necesita tener final feliz; no necesita tratar sobre gente simpática o respetable; no necesita ser en lo más mínimo como la vida tal como la conocemos. Pero tiene que representar alguna convicción por parte del escritor. Tiene que estar escrita de modo que transmita la idea del escritor, ya sea simple o compleja, tan fielmente como sea posible. No tiene que repetir aquello que es falso o trillado simplemente porque al público le resulta fácil mascullar una y otra vez sobre lo falso y lo trillado.
Todo esto se refiere a las novelas escritas en el pasado. Es imposible estar seguro de cuáles serán las características de una buena novela en el futuro. Las novelas contemporáneas nos sorprenden a menudo por ser muy distintas de aquello que hemos aprendido a admirar y crean una belleza que, al ser tan distinta de la antigua, resulta mucho más difícil de apreciar. Pero lo contrario también es cierto; algunas de las mejores novelas se han hecho inmediatamente populares y del todo fáciles de entender. El único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala. Pero estar seguro de lo buena que es una novela y el tipo de virtud que tiene resulta en extremo difícil. El mejor método es leer lo antiguo y lo nuevo uno al lado del otro, compararlos y así desarrollar poco a poco un criterio propio».

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A Summing up – Un resumen / Virginia Woolf

Revista Malabia número 76

A Summing up – Un resumen / Virginia Woolf

Since it had grown hot and crowded indoors, since there could be no danger on a night like this of damp, since the Chinese lanterns seemed hung red and green fruit in the depths of an enchanted forest, Mr. Bertram Pritchard led Mrs. Latham into the garden.
The open air and the sense of being out of doors bewildered Sasha Latham, the tall, handsome, rather indolent looking lady, whose majesty of presence was so great that people never credited her with feeling perfectly inadequate and gauche when she had to say something at a party. But so it was; and she was glad that she was with Bertram, who could be trusted, even out of doors, to talk without stopping. Written down what he said would be incredible—not only was each thing he said in itself insignificant, but there was no connection between the different remarks. Indeed, if one had taken a pencil and written down his very words—and one night of his talk would have filled a whole book—no one could doubt, reading them, that the poor man was intellectually deficient. This was far from the case, for Mr. Pritchard was an esteemed civil servant and a Companion of the Bath; but what was even stranger was that he was almost invariably liked. There was a sound in his voice, some accent of emphasis, some lustre in the incongruity of his ideas, some emanation from his round, cubbby brown face and robin redbreast’s figure, something immaterial, and unseizable, which existed and flourished and made itself felt independently of his words, indeed, often in opposition to them. Thus Sasha Latham would be thinking while he chattered on about his tour in Devonshire, about inns and landladies, about Eddie and Freddie, about cows and night travelling, about cream and stars, about continental railways and Bradshaw, catching cod, catching cold, influenza, rheumatism and Keats—she was thinking of him in the abstract as a person whose existence was good, creating him as he spoke in the guise that was different from what he said, and was certainly the true Bertram Pritchard, even though one could not prove it. How could one prove that he was a loyal friend and very sympathetic and—but here, as so often happened, talking to Bertram Pritchard, she forgot his existence, and began to think of something else.
It was the night she thought of, hitching herself together in some way, taking a look up into the sky. It was the country she smelt suddenly, the sombre stillness of fields under the stars, but here, in Mrs. Dalloway’s back garden, in Westminster, the beauty, country born and bred as she was, thrilled her because of the contrast presumably; there the smell of hay in the air and behind her the rooms full of people. She walked with Bertram; she walked rather like a stag, with a little give of the ankles, fanning herself, majestic, silent, with all her senses roused, her ears pricked, snuffing the air, as if she had been some wild, but perfectly controlled creature taking its pleasure by night.
This, she thought, is the greatest of marvels; the supreme achievement of the human race. Where there were osier beds and coracles paddling through a swamp, there is this; and she thought of the dry, thick, well built house stored with valuables, humming with people coming close to each other, going away from each other, exchanging their views, stimulating each other. And Clarissa Dalloway had made it open in the wastes of the night, had laid paving stones over the bog, and, when they came to the end of the garden (it was in fact extremely small), and she and Bertram sat down on deck chairs, she looked at the house veneratingly, enthusiastically, as if a golden shaft ran through her and tears formed on it and fell in profound thanksgiving. Shy though she was and almost incapable when suddenly presented to someone of saying anything, fundamentally humble, she cherished a profound admiration for other people. To be them would be marvellous, but she was condemned to be herself and could only in this silent enthusiastic way, sitting outside in a garden, applaud the society of humanity from which she was excluded. Tags of poetry in praise of them rose to her lips; they were adorable and good, above all courageous, triumphers over night and fens, the survivors, the company of adventurers who, set about with dangers, sail on.
By some malice of fate she was unable to join, but she could sit and praise while Bertram chattered on, he being among the voyagers, as cabin boy or common seaman—someone who ran up masts, gaily whistling. Thinking thus, the branch of some tree in front of her became soaked and steeped in her admiration for the people of the house; dripped gold; or stood sentinel erect. It was part of the gallant and carousing company a mast from which the flag streamed. There was a barrel of some kind against the wall, and this, too, she endowed.
Suddenly Bertram, who was restless physically, wanted to explore the grounds, and, jumping on to a heap of bricks he peered over the garden wall. Sasha peered over too. She saw a bucket or perhaps a boot. In a second the illusion vanished. There was London again; the vast inattentive impersonal world; motor omnibuses; affairs; lights before public houses; and yawning policemen.
Having satisfied his curiosity, and replenished, by a moment’s silence, his bubbling fountains of talk, Bertram invited Mr. and Mrs. Somebody to sit with them, pulling up two more chairs. There they sat again, looking at the same house, the same tree, the same barrel; only having looked over the wall and had a glimpse of the bucket, or rather of London going its ways unconcernedly, Sasha could no longer spray over the world that cloud of gold. Bertram talked and the somebodies—for the life of her she could not remember if they were called Wallace or Freeman—answered, and all their words passed through a thin haze of gold and fell into prosaic daylight. She looked at the dry, thick Queen Anne House; she did her best to remember what she had read at school about the Isle of Thorney and men in coracles, oysters, and wild duck and mists, but it seemed to her a logical affair of drains and carpenters, and this party—nothing but people in evening dress.
Then she asked herself, which view is the true one? She could see the bucket and the house half lit up, half unlit.
She asked this question of that somebody whom, in her humble way, she had composed out of the wisdom and power of other people. The answer came often by accident—she had known her old spaniel answer by wagging his tail. Now the tree, denuded of its gilt and majesty, seemed to supply her with an answer; became a field tree—the only one in a marsh. She had often seen it; seen the red-flushed clouds between its branches, or the moon split up, darting irregular flashes of silver. But what answer? Well that the soul—for she was conscious of a movement in her of some creature beating its way about her and trying to escape which momentarily she called the soul—is by nature unmated, a widow bird; a bird perched aloof on that tree.
But then Bertram, putting his arm through hers in his familiar way, for he had known her all her life, remarked that they were not doing their duty and must go in.
At that moment, in some back street or public house, the usual terrible sexless, inarticulate voice rang out; a shriek, a cry. And the widow bird, startled, flew away, describing wider and wider circles until it became (what she called her soul) remote as a crow which has been startled up into the air by a stone thrown at it.

Un resumen

Como hacía calor y la casa estaba repleta de gente, como en una noche así no había riesgo de humedad, como los farolillos chinos parecían frutos rojos y verdes colgados en el fondo de un bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora Latham al jardín.
El aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto desconcertada a Sasha Latham, la alta, atractiva y de aspecto bastante indolente señora, cuya majestuosa presencia era tan grande que poca gente podía dar crédito a que se sentía totalmente incapaz y torpe cuando tenía que decir algo en una reunión. Pero así era, y ella se alegraba de hallarse en compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara sin cesar, incluso al aire libre. Escrito lo que Bertram decía resultaría increíble, ya que no sólo todo lo dicho resultaba, en sí mismo, insignificante, sino porque no había relación alguna entre sus diferentes comentarios. En realidad, si alguien con un lápiz hubiera escrito textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera bastado para hacer un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre hombre era un deficiente intelectual. Y no era el caso, porque el señor Bertram Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero lo más extraño de todo era que le gustaba a todo el mundo. Había en su voz un matiz, cierto enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo, algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por sí mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición a ellas. Por eso Sasha Latham se dedicaba a pensar mientras el señor Pritchard parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y posaderas, acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de nata y estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats. Ella pensaba en él en abstracto, considerándolo una persona cuya existencia era buena, creándolo mientras él hablaba de un modo diferente a lo que decía, y ese resultaba ser el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera probarlo. Cómo podía demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de gran comprensión y… En ese momento, como tan a menudo le ocurría cuando hablaba con él, Sasha se olvidó de su existencia y comenzó a pensar en otro asunto.
Fue la noche que ella pensó en sí misma con la vista puesta en el cielo. Fue la sombría quietud de los campos bajo las estrellas que olió de repente. Aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway, en Westminster, la belleza la emocionaba, quizá por contraste, porque ella había nacido y se había criado en el campo. El aire olía a heno y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado de Bertram caminando como un ciervo, con una leve flojera en los tobillos, abanicándose, majestuosa, en silencio, con todos sus sentidos alerta, aguzado el oído, olisqueando el aire como si fuera un ser salvaje, aunque con perfecto dominio de sí misma, gozando de la noche.
Esto, pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Donde había camas de mimbre y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas aguas, hay esto. Pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los otros, que intercambiaban opiniones y que se estimulaban recíprocamente. Y Clarissa Dalloway lo había abierto en los desperdicios de la noche, había colocado los adoquines sobre el jardín. Cuando llegaron al final -el jardín era en realidad muy pequeño-, y se sentaron en las sillas cubiertas, ella miró la casa con veneración y entusiasmo, como si la hubiera atravesado una flecha dorada sobre la que se formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Pese a ser tímida, fundamentalmente humilde y casi incapaz de decir algo cuando era presentada a alguien, ella profesaba una profunda admiración por los demás. Ser ellos hubiera sido maravilloso, pero estaba condenada a ser ella misma y sólo podía, con un entusiasmo silencioso, sentada fuera, en el jardín, aplaudir el humanismo de la sociedad de la que estaba excluida. Retazos de poesía elogiándolos subieron a sus labios porque la gente era adorable y buena, pero sobre todo valiente: quienes triunfaban sobre la noche y los pantanos, los sobrevivientes, los grupos de aventureros que, rodeados de peligros, se hacen a la mar.
Por cierta malicia del destino ella no podía participar, pero sí pudo sentarse y elogiar mientras Bertram charlaba, él entre los viajeros como grumete o simple marino, alguien que sube a los mástiles silbando alegremente. Pensando esto la rama de un árbol enfrente suyo quedó empapada, saturada en la admiración de ella por la gente de la casa y goteó oro o se puso erecta en guardia. Era parte de la galante y divertida compañía, un mástil en el que ondeaba una bandera. Había alguna clase de barril contra la pared y a él también Sasha le infundió vida.
De repente Bertram, que era físicamente inquieto, quiso explorar el entorno y de un salto se colocó encima de una pila de ladrillos para mirar por encima de la pared del jardín. Sasha hizo lo mismo. Vio un balde o quizá una bota. En un segundo la ilusión se desvaneció. Era Londres de nuevo, el vasto e inatento mundo impersonal: autobuses, negocios, luces delante de los lugares públicos y policías bostezando.
Habiendo satisfecho su curiosidad y repuesto, por un momento de silencio, su burbujeante depósito de conversación, Bertram invitó al señor y la señora Somebody a sentarse con ellos agregando un par de sillas. Ellos se sentaron de nuevo, mirando la misma casa, el mismo árbol, el mismo barril. Por solo haber mirado por encima de la pared para tener un vistazo de un balde, o más bien de Londres siguiendo su camino despreocupadamente, Sasha no podía seguir rociando el mundo con aquella nube de oro. Bertram hablaba y los Somebodies (algunos) -ella podía jurar por su vida que no recordaba si se llamaban Wallace o Freeman- contestaban. Todas sus palabras pasaban a través de una fina bruma dorada y descendían hacia la prosaica luz del día. Miró la árida y gran Casa Reina Ana haciendo un esfuerzo para recordar lo que había leído en la escuela sobre la isla de Thorney y los hombres en canoas, las ostras, los patos salvajes y las nieblas, pero a ella le pareció un asunto lógico de desagües y carpinteros, y la fiesta nada más que gente vestida de gala. Entonces se preguntó a sí misma cuál de las visiones era la verdadera. Podía ver el balde y la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Hizo la pregunta a ese alguien quien, en su humilde camino, ella había creado desde la sabiduría y el poder de otra gente. La respuesta venía a menudo por accidente; su viejo perro spaniel contestó sacudiendo la cola. Ahora el árbol, despojado de su dorado y su majestad, parecía listo a darle una respuesta convirtiéndose en un árbol de campo, el único en el pantano. Ella lo había visto a menudo: nubes rojizas entre sus ramas, la luna partida lanzando irregulares destellos plateados. ¿Pero cuál era la respuesta? Que el alma, porque ella era consciente que dentro suyo había una criatura que se movía de un lado a otro buscando escapar a la que llamaba el alma, es por naturaleza indómita, un pájaro viudo posado a distancia en aquel árbol.
Entonces Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver el balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Formuló la pregunta a aquel nosequé a quien Sasha había construido, a su humilde manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran ella. A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental, casos hubo en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la cola.
Pero entonces Bertram, poniendo sus brazos alrededor de ella de una manera familiar, porque la conocía de toda la vida, comentó que no estaban haciendo lo correcto, que su deber era estar dentro de la casa.
En ese momento, en alguna callejuela o sitio público sonó la habitual voz terrible, inarticulada y asexuada: un chillido, un grito. Y el pájaro viudo, sobresaltado, emprendió el vuelo en círculos cada vez más amplios hasta convertirse (lo que ella llamaba el alma) en algo tan remoto como un cuervo atemorizado por la piedra que le han lanzado.

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Número 76

In the orchard – En la huerta / Virginia Woolf

Revista Malabia número 76

In the orchard – En la huerta / Virginia Woolf

Miranda slept in the orchard, lying in a long chair beneath the apple tree. Her book had fallen into the grass, and her finger still seemed to point at the sentence ‘Ce pays est vraiment un des coins du monde oui le rire des filles elate le mieux…’ as if she had fallen asleep just there. The opals on her finger flushed green, flushed rosy, and again flushed orange as the sun, oozing through the apple-trees, filled them. Then, when the breeze blew, her purple dress rippled like a flower attached to a stalk; the grasses nodded; and the white butterfly came blowing this way and that just above her face. Four feet in the air over her head the apples hung. Suddenly there was a shrill clamour as if they were gongs of cracked brass beaten violently, irregularly, and brutally. It was only the school-children saying the multiplication table in unison, stopped by the teacher, scolded, and beginning to say the multiplication table over again. But this clamour passed four feet above Miranda’s head, went through the apple boughs, and, striking against the cowman’s little boy who was picking blackberries in the hedge when he should have been at school, made him tear his thumb on the thorns. Next there was a solitary cry—sad, human, brutal. Old Parsley was, indeed, blind drunk. Then the very topmost leaves of the apple-tree, flat like little fish against the blue, thirty feet above the earth, chimed with a pensive and lugubrious note. It was the organ in the church playing one of Hymns Ancient and Modern. The sound floated out and was cut into atoms by a flock of field-fares flying at an enormous speed—somewhere or other. Miranda lay asleep thirty feet beneath. Then above the apple-tree and the pear-tree two hundred feet above Miranda lying asleep in the orchard bells thudded, intermittent, sullen, didactic, for six poor women of the parish were being churched and the Rector was returning thanks to heaven. And above that with a sharp squeak the golden feather of the church tower turned from south to east. The wind changed. Above everything else it droned, above the woods, the meadows, the hills, miles above Miranda lying in the orchard asleep. It swept on, eyeless, brainless, meeting nothing that could stand against it, until, wheeling the other way, it turned south again. Miles below, in a space as big as the eye of a needle, Miranda stood upright and cried aloud: ‘Oh, I shall be late for tea!’ Miranda slept in the orchard—or perhaps she was not asleep, for her lips moved very slightly as if they were saying, ‘Ce pays est vraiment un des coins du monde…oui le rire des filles…eclate…eclate…eclate.’ and then she smiled and let her body sink all its weight on to the enormous earth which rises, she thought, to carry me on its back as if I were a leaf, or a queen (here the children said the multiplication table), or, Miranda went on, I might be lying on the top of a cliff with the gulls screaming above me. The higher they fly, she continued, as the teacher scolded the children and rapped Jimmy over the knuckles till they bled, the deeper they look into the sea—into the sea, she repeated, and her fingers relaxed and her lips closed gently as if she were floating on the sea, and then, when the shout of the drunken man sounded overhead, she drew breath with an extraordinary ecstasy, for she thought that she heard life itself crying out from a rough tongue in a scarlet mouth, from the wind, from the bells, from the curved green leaves of the cabbages. Naturally she was being married when the organ played the tune from Hymns Ancient and Modern, and, when the bells rang after the six poor women had been churched, the sullen intermittent thud made her think that the very earth shook with the hoofs of the horse that was galloping towards her (‘Ah, I have only to wait!’ she sighed), and it seemed to her that everything had already begun moving, crying, riding, flying round her, across her, towards her in a pattern. Mary is chopping the wood, she thought; Pearman is herding the cows; the carts are coming up from the meadows; the rider—and she traced out the lines that the men, the carts, the birds, and the rider made over the countryside until they all seemed driven out, round, and across by the beat of her own heart. Miles up in the air the wind changed; the golden feather of the church tower squeaked; and Miranda jumped up and cried: ‘Oh, I shall be late for tea!’ For miles beneath the earth was clamped together; rippled on the surface with wavering air; and across the corner of the orchard the blue-green was slit by a purple streak. The wind changing, one bunch of apples was tossed so high that it blotted out two cows in the meadow (‘Oh, I shall be late for tea!’ cried Miranda), and the apples hung straight across the wall again.

En la huerta

Miranda dormía en la huerta, tendida en una larga silla debajo de un manzano. El libro que estaba leyendo había resbalado hacia el césped y su dedo todavía parecía apuntar hacia la frase “Ce pays est vraiment un des coins du monde où le rire des filles éclate le mieux…” («este país es, verdaderamente, uno de los rincones del mundo donde la risa de las niñas resuena mejor…), como si se hubiese quedado dormida justo allí. Los ópalos de su anillo se teñían de verde, de rosa y otra vez de naranja cuando el sol, brillando a través de los manzanos, los bañaba. Entonces, cuando soplaba la brisa, su vestido color púrpura ondulaba, como una flor unida a un tallo, la hierba se mecía y una mariposa blanca llegaba revoloteando por aquí y por allá, justo sobre su cara.
A poco más de un metro de su cabeza colgaban las manzanas. De repente se oyó un estridente clamor, como si se tratara de gongs de latón resquebrajado que alguien golpeaba con violencia, de forma irregular, brutalmente. Eran niños de escuela diciendo la tabla de multiplicar al unísono, detenidos por los regaños del maestro y comenzando luego de nuevo. El clamor pasó sobre la cabeza de Miranda, atravesó las ramas del manzano y golpeó la cabeza del hijo del labriego, que estaba recogiendo moras cuando debería estar en la escuela, haciendo que se pinchara el pulgar con las espinas.
Después hubo un grito solitario, triste, humano, brutal. El viejo Parsley, como siempre, estaba completamente borracho. Entonces las hojas más altas del manzano, a nueve metros del suelo, planas como pequeños peces contra el cielo, sonaron con un tono reflexivo y lúgubre. Era el órgano de la iglesia que reproducía himnos antiguos y modernos. El sonido flotaba afuera y fue cortado en átomos por una bandada de zorzales volando a gran velocidad en todas las direcciones. Miranda seguía dormida nueve metros debajo.
Sobre el manzano y el peral, lejos de donde estaba Miranda en la huerta, sonaron las campanas con un ruido sordo, intermitente, sombrío, didáctico, porque seis mujeres pobres de la parroquia estaban siendo purificadas después de dar a luz y el párroco daba gracias al cielo.
Y por encima de todo, el chirrido agudo de la veleta dorada de la torre de la iglesia al girar del sur al este. El viento cambió y siguió zumbando por encima de los bosques, las llanuras, las colinas y millas por encima del huerto donde Miranda dormía. Barría con todo, ciego, sin sentido, sin encontrar nada que pudiera pararlo hasta que, virando, volvió a soplar hacia el sur. Millas abajo, en un espacio del tamaño del ojo de una aguja, Miranda se puso de pie y exclamó: ¡Oh, llegaré tarde al té!
Miranda dormía en la huerta, o quizá no dormía, porque sus labios se movían levemente como si estuviera diciendo: «Ce pays est vraiment un des coins du monde…oui le rire des filles…eclate…eclate…eclate», y entonces ella sonrió y dejó que su cuerpo hundiera todo su peso en la enorme tierra que se eleva -pensó- para llevarme en su espalda como si fuera una hoja o una reina (aquí los niños repetían las tablas de multiplicar) o -Miranda seguía- puedo estar en la cima de un acantilado mientras las gaviotas chillan sobre mí. Cuanto más alto vuelan -continuó-, al mismo tiempo que el maestro regañaba a los niños y golpeaba a Jimmy en los nudillos hasta que sangraban, cuanta mayor sea la profundidad con la que miran hacia el océano, hacia el océano repitió y sus dedos se relajaron y sus labios se cerraron suavemente como si flotaran en el mar y entonces, cuando el grito del borracho sonó sobre su cabeza aspiró el aire en un éxtasis extraordinario, porque pensó que oía la vida misma gritar desde una lengua áspera en una boca roja, desde el viento, desde las campanas, desde las verdes hojas curvas de los repollos.
Como era natural, ella se estaba casando cuando el órgano tocó la melodía de los himnos antiguos y modernos, y cuando las campanas repicaron por las seis mujeres pobres que habían dado a luz, el intermitente y hosco ruido sordo le hizo pensar que la misma tierra se sacudía bajo los cascos del caballo que galopaba hacia ella (¡Ah, sólo tengo que esperar!, suspiró) y le pareció que todo había ya comenzado a moverse, gritando, cabalgando, volando alrededor suyo, a través suyo, hacia ella como siguiendo un patrón.
Mary está cortando leña, pensó, Pearman está pastoreando el ganado, los carros están viniendo de las praderas, el jinete… Y trazó las líneas que los hombres, los carros, los pájaros y el jinete hacían sobre el campo hasta que todos parecieron desvanecerse por completo, desplazados por los latidos de su propio corazón. Millas arriba en el aire el viento cambió. La veleta dorada de la iglesia chirrió y Miranda saltó y gritó: ¡Oh, llegaré tarde al té!
Miranda dormía en la huerta. ¿Domía o no? Su vestido púrpura se extendía entre dos manzanos. Había veinticuatro manzanos en la huerta, algunos inclinados levemente, otros creciendo rectos con una energía que subía por su tronco y se desparramaba hacia las ramas convirtiéndose en pequeños frutos rojos y amarillos. Cada árbol tenía espacio suficiente. El cielo se adaptaba perfectamente a las hojas. Cuando la brisa soplaba, las ramas que tocaban el muro se inclinaban levemente y luego volvían a enderezarse. Un pájaro (wagtail) voló en diagonal de una esquina a la otra. Saltando con precaución, un pájaro tordo avanzó hacia una manzana caída, mientras en el otro muro un gorrión revoloteaba por encima del césped. El crecimiento de los árboles estaba restringido por esos movimientos, de la misma forma que el todo estaba comprimido por los muros de la huerta. En las profundidades la tierra estaba quieta y unida. En la superficie el aire vacilante la ondulaba y a través de la esquina de la huerta el azul-verde estaba cortado por una raya púrpura. El viento cambiaba de dirección. Un puñado de manzanas fueron arrojadas tan alto que borraron a dos vacas en la llanura (¡Oh, llegaré tarde al té! gritaba Miranda) y luego volvieron a quedar suspendidas sobre el muro.

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Número 76

Lliteratura inglesa / Revista Malabia

Revista Malabia número 76

Lliteratura inglesa / Revista Malabia

La poesía Barroca

El período que va desde la muerte del gran poeta medieval inglés Geoffrey Chaucer en 1400, hasta 1485, fecha en que concluye la Guerra de las Dos Rosas, es poco propicio al desarrollo de las artes literarias. El reinado de la dinastía de los Lancaster, que llega al poder con Enrique IV en 1399, es breve y concluye en 1461, cuando Eduardo IV recupera la Corona para la dinastía York.
Pero la lucha entre ambas facciones, iniciada en 1455, no concluye hasta 1485, cuando Enrique VII Tudor, heredero de la dinastía Lancaster, vence en la batalla de Bosworth y se impone definitivamente a los York. La estabilidad de los reinados de Enrique VII y su hijo Enrique VIII y de Isabel I rompen con la tradición medieval y proporcionan al país una base sobre la que se asientan el renacimiento político y social, además del cultural.
Shakespeare dramatiza en sus llamadas obras históricas los acontecimientos del pasado medieval y los interpreta desde una perspectiva política que ensalza los orígenes gloriosos y trágicos de la dinastía Tudor.
El lenguaje en el que escribiera Chaucer durante las últimas décadas del siglo XIV ya reflejaba un cambio. La llegada de los invasores normandos en 1066 a la isla había impuesto su idioma, que se usó durante 200 años. Las consecuencias de esta superposición con el anglosajón fueron importantes. El inglés antiguo era una lengua de origen germánico, fruto de las diferentes tribus que se habían establecido en el país: anglos, jutos y sajones, principalmente. La adición de una lengua de origen románico desvirtuó el desarrollo del inglés antiguo.
A finales del XIV el inglés ya se había recuperado del trauma lingüístico y Chaucer utiliza una lengua que es la base del inglés del Renacimiento y también del moderno. Pero durante el siglo XV el idioma sufre aún una última transformación en el terreno de la fonética, una mutación de pronunciación en las vocales, y que hasta no lograr la estabilidad retrasa el crecimiento de la poesía, titubeante ante la pronunciación.

Renacimiento y Humanismo en Inglaterra

Las características de estos dos períodos no difieren mucho del resto de Europa. El pensamiento se va poco a poco liberando y desborda los límites de la filosofía escolástica. Las convicciones y principios dejan de ser, también de a poco, dogmáticos para transformarse en problemáticos. En el orden cultural se va imponiendo el mundo clásico de Grecia y Roma. Las posibilidades geográficas se amplían y la poderosa flota inglesa llega pronto a todos los confines. Se inicia así una época de esplendor económico que comienza a establecer el imperio.
La época correspondiente a Shakespeare se ha reconocido como de las más importantes en lo que al desarrollo de la industria y el comercio se refiere. Pero el Renacimiento inglés tiene rasgos propios. La monarquía Tudor despierta en Inglaterra el sentimiento patriótico, fortalecido por el aislamiento que supone la Reforma religiosa. El capitalismo naciente y la Reforma determinan la idiosincracia del Renacimiento inglés. El sentimiento patriótico alcanza su cumbre con la victoria sobre la Armada Invencible, en 1588, lo que implica la victoria del protestantismo sobre el catolicismo y la supremacía inglesa en todos los mares. El Renacimiento inglés comienza con confianza en el futuro.
La cultura humanista tarda en llegar a Inglaterra, ya que su origen es mayoritariamente italiano y francés, contrario al protestantismo. El Humanismo más cosmopolita había comenzado a florecer de la mano de Linacre, Colet, Lily y sobre todo Thomas More, autor de Utopía en latín. Pero apenas habían comenzado a florecer las ideas humanistas, Enrique VIII condena a muerte a More, disuelve monasterios y conventos y retrasa la llegada del Humanismo, aunque, por otro lado, aleja el ámbito mental medieval del renacentista. Pero el Humanismo se acaba imponiendo y la paz que disfruta el país desde 1485 permite a nobles y aristócratas dedicarse a las artes, tal como ocurría en Italia y Francia.
La belleza original del verso de Chaucer no puede servir para orientar la poesía del siglo XV. Las diferencias vocálicas desvirtúan el verso original. Debe pasar mucho tiempo hasta que el verso inglés recobre su equilibrio. Esto ocurre con la llegada de Edmund Spenser en 1579.


Edmund Spenser (1522-1599)
Es el primer poeta inglés desde Chaucer. Su vida y actividades son las de un cortesano renacentista intensamente influenciado por el neoplatonismo. La formación filosófica recibida en Cambridge le dejó una tendencia a la alegoría como forma de concebir el mundo y expresarse. Debe recordarse el carácter culto de su puritanismo, que, como en el caso de Milton, se rebela contra el materialismo de la iglesia reformada. El soneto petrarquista se había establecido sin discusión como la forma favorita entre los poetas isabelinos, pero Spenser introduce una forma poética nueva en el verso inglés: la poesía pastoril que escribieran Virgilio y Teócrito en la antigüedad clásica. Shepherd´s Calendar es un poema compuesto de doce églogas –los meses del año- cuyo tema es el amor de Colin Clout por la pastora Rosalind, cuya actitud es pasiva y displicente. El poema, que explora todos los temas del género pastoril, critica la situación religiosa. Formalmente, ofrece variaciones de estrofa utilizando el verso de diez sílabas, y algunas églogas están escritas siguiendo la métrica popular, que sólo se ajusta a la norma de los cuatro acentos por verso. El lenguaje es arcaizante, lo que generó muchas críticas entre los contemporáneos.
En 1580 Spenser se trasladó a ocupar un cargo público en Irlanda. Allí compuso The Fairie Queen, en el que exaltaba la figura de Isabel I, expresando así su intenso patriotismo. En este poema el autor inventa la estrofa, una unidad de nueve versos decasílabos a los que se añade un alejandrino. El resultado es un verso noble y perfecto, que describe precisamente una serie de escenas variadas y ricas.
A medida que fueron pasando los años, el abismo entre los ideales caballerescos de su juventud y la realidad de su país, en continuo cambio, creció, lo que dio lugar a que en 1591 publicara Complaints.
En 1595 escribió una nueva alegoría de carácter pastoril Colin Clout Comes Home Again, que expresaba su opinión sobre la poesía de la época, y Prothalamion y Epithalamion dando esplendor al género iniciado con Shepherd´s Calendar.

La obra de John Milton (1608-1674)
Su padre, un escribiente, reconoció desde su niñez el talento que poseía y le impuso una educación especial –siete años en Cambridge y seis en su residencia de Horton apartado de cualquier otra actividad. Concluidos esos estudios lo envió a Italia. Como consecuencia, a los 30 años Milton era una de las personas más preparadas del país, no sólo en literatura sino también en música. Pero esa educación aislada lo privó de conocer los aspectos comunes de la vida, lo que le ocasionaría dificultades.
A Milton le tocó vivir en épocas convulsas, por lo que sus primeros veinte años de vida debió dedicarlos a la discusión por escrito de temas políticos y sociales. Regresó de Italia totalmente convencido de la superioridad de la Iglesia anglicana sobre la católica, por lo que militó a favor de Cromwell y la república y contra la monarquía.
Luego de alternar el periodismo con las clases privadas en su casa de Londres, se casó en 1643 con Mary Powell, procedente de una familia que apoyaba la monarquía. Apenas celebrada la boda, Mary fue a visitar a sus padres y volvió dos años después, tiempo aprovechado por Milton para escribir intensamente a favor del divorcio. Tras la muerte del rey en 1649, su situación mejoró y siguió escribiendo a favor del partido de Cromwell y la república hasta la restauración monárquica. En 1952 perdió la vista y enviudó de Mary Powell, que había vuelto a su lado y con quien tuviera tres hijas. La Restauración terminó con su vida pública y lo sometió a cierta persecución política, aunque no demasiado grave porque no se le consideraba peligroso. Los últimos años de su vida transcurrieron el la tranquilidad.
Milton es escritor bilingüe –latín e inglés- y en ambos idiomas exhibe habilidad y talento casi desde niño. Son de su primera época On May Morning, Oh Nightingale y elegías como An Epitaph to the Marchioness of Winchester.
Entre los 24 y 25 años aparecen obras mucho más sólidas de las escritas hasta el momento. On Time, Upon the Circumcision y At a Solemn Musick, revelan ya las características propias de su estilo, su habilidad en la construcción rítmica de las estrofas y un lenguaje elevado y a la vez expresivo. Y también L´Allegro, Il Penseroso y Comus, una obra pesimista escrita en verso blanco de una gran perfección. Por esos años escribe Ad Patrem y la pastoral elegíaca Lycidas, dedicada a un joven amigo clérigo que había perecido ahogado, en la que critica al clero corrompido de su tiempo, desbordando al mismo tiempo esplendor y musicalidad.
Los años siguientes los dedica a tareas periodísticas tratando tres temas fundamentales, el divorcio, la controversia religiosa y la puesta en duda de la monarquía.
Sus tres últimas obras, Paradise Lost (El paraíso perdido), Paradise Regained (El paraíso recuperado) y Samson Agonistes, son sin duda tres obras perfectas que convierten a Milton en uno de los más distinguidos poetas ingleses.

John Donne (1571-1631)
Donne es el primer poeta inglés que rompe con la tradición petrarquista e inicia una nueva era poética. Cultiva todos los géneros (lírico, satírico, elegía y religioso) y en todos es original. Su poesía se caracteriza por el uso del conceit, recurso estilístico similar al concetto italiano, que caracteriza la poesía del siglo XVII. Estaba emparentado por parte de su madre con Thomas More, por lo que creció en el seno de una familia católica, pero posteriormente se hizo protestante y llegó a ser pastor. Su obra no delata la razón del cambio –podría explicarse por las dificultades de todo tipo que encontraban entonces los católicos-, pero su visión de lo físico y lo metafísico nos muestra a una persona atrapada entre dos visiones irreconciliables de lo religioso, que es para él motivo de preocupación, incluso de escrúpulo.
En 1592, mientras estudiaba leyes en Lincoln´s Inn, conoció al duque de Essex, con quien se embarcó en las expediciones a Cadiz en 1596 y a las Azores, y a Thomas Egerton, hombre de gran importancia política que lo nombró su secretario. Pero su casamiento en secreto con Anne More, pariente de Egerton, truncó su carrera y lo llevó a la cárcel. Hasta 1615 vivió con graves penurias económicas, pero en ese año su transformación al protestantismo lo ascendió rápidamente hasta llegar, en 1621, a Deán de San Pablo y personaje famoso.
En vida sólo publicó poemas y algunos sermones. Fue entre 1633 y 1635 que se publicó la totalidad de su obra: Songs and Sonnets, Epigrams, Elegies, Epithalamion, Satyres, Letters to Several Personages, Funeral Elegies, The Progress of the Soul y Divine Poems.
Las elegías reflejan gran diversidad de estados de ánimo, que van de la ternura al cinismo. Las sátiras, como las de otros poetas de la época, son una crítica a la corrupción y el vicio de su tiempo escrita en tono duro y enérgico. En su humor, que aparece en Canciones y Sonetos, dominan la ira y la frustración. Por encima de todo, su lenguaje es, además de vigoroso y coloquial, muy sutil y tiene en sus poemas una clara tendencia a las alusiones geográficas y científicas, propias del momento de apertura que vivía el mundo.

El soneto inglés

El soneto inglés El soneto italiano es un poema de 14 versos dividido en dos partes; la primera formada por 8 versos que riman regularmente formando dos cuartetos; la segunda formada por 6 versos que riman formando dos tercetos.
Este soneto fue adaptado por Wyatt de Petrarca y llevado a Inglaterra, donde Surrey lo transforma.
Conservando los 14 versos originales, el soneto inglés consta de tres cuartetos de rima diferente y dos últimos versos que son un pareado. Generalmente se plantea el tema en el primer cuarteto, se desarrolla en los dos siguientes y se resume en los dos últimos versos, que muchas veces son epigramas.
Tal vez los sonetos más famosos en lengua inglesa son los que escribió William Shakespeare y Thomas Thorpe publicó enteros en 1609 (parte de ellos ya circulaba con anterioridad).

El teatro en la era isabelina

El teatro es la distracción más importante del siglo XVI. La improvisación crece y son muchos los señores y nobles que cuentan con un grupo dramático entre sus sirvientes.
La ciudad de Londres, sin embargo, se opone al establecimiento de locales de representación, por motivos religiosos y porque temen que la gente se distraiga de sus labores. Por eso los primeros teatros se construyen en las afueras, como The Theatre, en Shoreditch, fundado por Burgage, ligado al conde de Leicester. La corte y los nobles defienden el teatro, hasta el extremo de formar una compañía al servicio directo de Isabel I.
La estructura de los teatros isabelinos difiere de los actuales. Se trataba de pequeñas estructuras techadas, octogonales o circulares, con un patio abierto en el centro. El escenario tenía una parte exterior y otra interior, las obras se representaban a la luz del día y no se permitía a las mujeres entre los actores. La cercanía entre el actor y el público permitía las sutilezas en el gesto y en el uso de la voz.

William Shakespeare: Macbeth y El rey Lear
Ambas obras pertenecen al período de madurez del autor, cuando escribió sus obras más conocidas.
Macbeth procede de dos relatos diferentes aparecidos en Chronicles of Scotland de Holinshed: el asesinato del rey Duff y las andanzas de Macbeth. Shakespeare los condensa para presentar un análisis de la ambición por el poder. La primera escena anuncia, mediante el conjuro de las brujas, la subversión en el orden natural que provocará la tragedia y la destrucción. Macbeth y su esposa se ciegan ante el deseo de poseer la corona de Escocia, y esa obsesión los llevará a asesinar al rey Duncan y a hundirse en la decadencia moral y física que los conducirá a la muerte.
Cuando Macbeth, un guerrero presentado al principio con cualidades heroicas, mata al rey, comprende que su vida ha perdido sentido. De ahí en adelante es un hombre desesperado en un mundo donde impera la sinrazón, el caos y la pérdida de la coherencia. Las consecuencias psicológicas de la nueva situación son tan trágicas para él que se va transformando, de un ser abyecto y vil, hacia una figura dolorosa y patética con una imagen ambivalente y sutil.
La verdadera tragedia es la desgracia de personajes que no sólo no son monstruos, sino que poseen sensibilidad moral, pero a los que una vana ilusión los domina haciéndolos sus víctimas. Entonces sufren las consecuencias de la lucha entre el bien y el mal, que cuestiona las relaciones entre responsabilidad y decisión, y del frágil equilibrio entre el comportamiento humano y el orden de la naturaleza.
El rey Lear está centrada en la antigua mitología inglesa y tiene una cierta conexión con Arcadia del escritor Philip Sydney. Como en Macbeth y otras tragedias, el autor observa y analiza los componentes trágicos de la existencia humana.
Al principio del drama, Lear está ciego, extremo que, unido a la adulación que le rodea, le impide ver la verdadera naturaleza de las cosas y su propia vida interior. Por eso comete un pecado de consecuencias trágicas: desterrar a Cordelia, su única hija buena. Y sólo volverá a ver la realidad cuando se desencadenen procesos que desvelarán una crueldad y una perversidad que no había sabido y querido ver. Lear es la expresión de una de las visiones más amargas de la naturaleza humana. Pero no todo es negativo. El descubrimiento de la realidad le irá revelando que junto al mal conviven el amor y el perdón, la integridad y la virtud, encarnada en Cordelia. Esta última es el recurso final que hace la vida soportable y le enseña valores que se afirman frente a la desilusión que le han producido la maldad y el egoísmo de Goneril y Regan.

Christopher Marlowe (1564-1593)
Forma parte del grupo conocido como University Wits, de dramaturgos conectados con universidades, pero más allá de su adscripción colectiva, como autor añade posibilidades al teatro isabelino, en primer lugar transformando y mejorando el verso blanco que venía usándose en el teatro y aportando al momento histórico, social, político y cultural temas que le son propios. La vida de Marlowe, tempestuosa, de actividad incansable, de muchas lecturas, tuvo rasgos similares a su obra y a su muerte, en circunstancias trágicas, tras haber estado envuelto en intrigas políticas como agente y espía.

Los poetas románticos ingleses

William Blake (1757-1827)
Pintor, grabador, poeta y místico, encontró en los siglos posteriores (especialmente en el XX) la acogida literaria que le fue negada en vida.
Su rehabilitación no ha sido tan injustificada si se tiene en cuenta la complejidad figurativa y simbólica de sus poemas y la fusión que presentan con la ilustración plástica. Frente a la escasa formación literaria que tuvo su itinerario artístico fue mejor trazado y condicionó su tarea como poeta. A pesar de su carácter introvertido, entró en contacto con los grandes artistas de entonces. Resultado de esta doble iniciación dentro de una misma tendencia neoclásica y gótica fue la publicación y de las ilustraciones de Songs of Inocence (Cantos de Inocencia) de 1789, procedimiento artístico laborioso que aplicaría también a Songs of Experience (Cantos de Experiencia, 1794), al Book of Thel (Libro de Thel), a The Marriage of Heaven and Hell (La boda del cielo y el infierno) y a los poemas proféticos Milton y Jerusalem. El sentido de totalidad artística que forman el texto, las imágenes y el diseño decorativo se pierde en las versiones actuales, que extraen sólo las palabras escritas.
Las dificultades para leer la obra de Blake provienen de la complejidad simbólica que exhibe y de las ideas religiosas que la animan, pero no podemos hacer una síntesis de ella olvidándonos de las dos caras de Blake. Hasta 1794 su obra había crecido junto al radicalismo religioso, la adhesión al liberalismo político y el entusiasmo por la revolución que se alumbraba en Francia. Las ilustraciones a los poemas que publicó entre 1790 y 1794 reflejan una fervorosa explosión reformista, sobre todo de la Iglesia y el Estado, coreando la libertad preconizada por la Revolución Francesa (The French Revolution, 1791), la norteamericana (America) y la europea en general (Europa) y poetizando la liberación sexual y el fin de toda opresión social y política (Visión de las hijas de Albion, 1793) en un escenario cada vez más universal y cósmico.
Tras la diáspora de los disidentes religiosos en 1794 y el paso de sus amigos artistas a posiciones apolíticas, Blake vive un período de soledad. Diseña entonces, a partir de las líneas poéticas de una mitología grandiosa, un sistema único y comprensivo sobre la historia y la naturaleza del mundo en el que la acción ha dado paso al espíritu, que no disipa, sin embargo, las sombras de una frustración personal y colectiva hacia la sociedad inglesa. The Book of Urizen (El libro de Urizen, 1794) señala el comienzo de este mito cósmico, situando como centro de gravedad la caída del hombre y como dinámica narrativa la confrontación entre la razón (Urizen) y la inspiración (Los) para aspirar a una reintegración final psíquica, individual y colectiva. Pero es sobre todo en The four Zoas (Los cuatro Zoas 1797-1804) en donde se percibe la articulación total del sistema, tanto simbólica como teológicamente.
Ese gran sistema no es una sustitución alegórica y mística de un proyecto social frustrado. Blake fue un rebelde toda su vida. Pero traslada la fuerza revolucionaria al plano artístico e imaginativo, terreno en el que creía que se operan las verdaderas revoluciones culturales. Conviene por ello leer estos poemas a partir de esas claves transformativas. Sus dos protagonistas centrales, Los (sustituto del Orc revolucionario de los primeros poemas y representante de la imaginación humana) y Urizen, encarnación del poder opresivo de la ley y la razón. La redención de la humanidad culmina con el retorno a la condición de la unidad originaria, con la restauración de una visión nueva y compartida por la “hermandad universal”. Un Apocalipsis visionario al que se accede por la intensificación de la experiencia sensorial.

Wordsworth (1770-1850)
Si Blake recurre a símbolos para preconizar una liberación imaginativa, Wordsworth echa mano al libro de la naturaleza. “Para mí –señala en su oda Intimations of Inmortality-, la más humilde flor que se abre puede inspirarme pensamientos demasiado profundos para las lágrimas”.
Wordsworth creyó en la posibilidad de una revolución poética cuando publicó junto a Coleridge las Baladas líricas (1798). Pero las circunstancias políticas, el aire democrático que se respira en el prefacio a la segunda edición y el pregón liberador que entona a favor de las cosas sencillas, la gente sencilla y el lenguaje sencillo hicieron que este supuesto “manifiesto romántico” sirviera al mismo tiempo de carta sobre los derechos humanos y de preceptiva poética. Varios años más tarde su amigo Coleridge le reprocharía ese oportunismo y sugeriría que la poesía de Wordsworth era algo más que ese experimento de 1798.
El proyecto original no contenía lemas poéticos revolucionarios, sino un equilibrio renovador, expresado en la consigna “supernaturalismo natural” y en el título contradictorio (¿quién habría considerado hasta entonces una balada como pieza lírica?). Wordsworth trataría sobre asuntos sencillos dándoles color con la imaginación. Y Coleridge escogería aspectos misteriosos y mágicos para investirlos de ilusión de realidad (naturalizar lo sobrenatural). Este acuerdo quedó sellado con algunos de los poemas de ambos autores, en especial La balada del viejo marinero de Coleridge y Versos compuestos unas millas más arriba de Tintern Abbey de Wordsworth.
En la segunda edición Wordsworth aprovechó para dar razón a sus incursiones poéticas, justificar su depuración de la balada tradicional y delinear unos principios que orientarán su obra posterior. El credo poético es fundamentalmente neoclásico en su retorno a la simplicidad de contenido y por su respeto a la experiencia personal, mas el rigor con el que afronta la revisión de la dicción poética, la responsabilidad moral y profética del compromiso artístico y la concepción de la creación poética lo convierten en exponente indiscutible de la teoría romántica y pionero de las poéticas modernas. De hecho, toda su producción literaria es una exploración constante de estas premisas.
Puede decirse, que como Blake, fue conducido hacia una encrucijada por los acontecimientos históricos. Educado en el St John´s College de Cambridge, vivió en Francia el espíritu revolucionario al tiempo que iniciaba una relación amorosa con Annette Vallon. El retorno a Inglaterra, el estallido de la guerra con Francia, la ejecución de sus amigos girondinos y la contemplación directa de la época del Terror –a la que se agregaban sus inútiles intentos de congraciarse con Annette y su hija Caroline- lo dejaron al borde del derrumbamiento emocional y de la agonía ideológica. Atrás quedaban los paisajes teñidos de idealismo republicano que guiaran su viaje por Suiza (Descriptive Sketches 1791-1793) e incluso sus paseos por la región de los lagos (An evening walk (1787-1793)).
Del colapso se levantaría con una tragedia en verso (The Borderers 1795-1797), reacción desde el refugio del medievalismo goticista contra el racionalismo corruptor de Godwin, y con Guilt and Sorrow 1791-1794), repaso dolorido a los problemas de la deserción y de la crueldad social y política. Desde 1798 hasta 1807 empieza a cobrar vida el gran proyecto sugerido por Coleridge como contrapartida a sus propios sistemas filosóficos. Sobre un diseño organicista, The Recluse iba a comprender una introducción o pórtico (Preludio) y tres partes más. Wordsworth pudo escribir el Preludio, un libro de la primera parte y toda la segunda, nueve libros de The Excursion. Pero el sueño romántico ya estaba realizado, pues muchos de los poemas publicados con anterioridad completan el proceso de regeneración y de análisis individual mediante una comunión a veces panteísta con la naturaleza y de un misticismo pletórico en “revelaciones”. El Preludio es la gran obra maestra en este sentido por su despliegue autobiográfico y sincera espontaneidad. La sucesión de momentos líricos enhebra esta épica personal sin perder claridad sus intuiciones e ideas filosóficas. Cuando escribe La Excursión ya es un poeta nacional con una misión pública al que doblegan las batallas intelectuales y por ello ofrece una amalgama difusa de impresiones y se muestra como un filósofo solitario e incrédulo que lamenta el advenimiento de la revolución industrial y busca refugio en la intuición. De allí en adelante comienza su declinar, que no es infecundo, pero sí lleno de tensa calma, perturbada por su desconfianza hacia la situación política y amansada en los recuerdos que dieron vida a su poesía.

Samuel Coleridge (1772-1834)
Realidad y leyenda han conspirado para erigir a Coleridge en líder indiscutible del romanticismo inglés. La realidad vuelve a validarse insistiendo en sus rasgos intelectuales, en su talante como hombre de letras, su formulación de los principios románticos, su influencia en las opiniones sociales, políticas, religiosas y estéticas de entonces y, en general, en la eficacia revulsiva y catalizadora de toda su tarea intelectual. Como poeta puede decirse que su gran creación es Wordsworth y sus obras menores Scott, Shelley y Keats. Como crítico, en especial de Shakespeare, fertilizó las ideas de Lamb, Hazlitt, Hunt, De Quincey, Carlyle y Emerson. Como comentarista social influyó en Carlyle y J. S. Mill. Como apologista cristiano dejó controversias fustigantes contra Paine, Lessing, Darwin, Godwin y Dupuis y abonó el terreno para el movimiento de Oxford. Como filósofo puso el idealismo alemán al alcance de la intelectualidad británica. Y como crítico literario dejó en Biographia Literaria (1817), un compendio de ideas básicas sobre el romanticismo.
La leyenda Coleridge nos dice que era un genio que se quedó en promesa y que, por debilidad de carácter o adicción al opio, su increíble potencial creativo no obtuvo el logro deseado. Su mente activa y siempre fértil, prosigue la leyenda, carecía de tenacidad y método para llevar a cabo sus proyectos, sus mejores poemas fueron resultado de intensas explosiones de inspiración y los más largos quedaron incompletos o fragmentarios. Curiosamente, los períodos de mayor revuelo político coinciden con sus desbordamientos creativos: The Ancient Mariner, Kubla Khan y Cristabel (1797-1798); Zapolya y Biographia Literaria (1817); Aids to Reflection (1825) y The Constitution of Crurch and State (1829).
Frente a su obra ensayística, la poesía de Coleridge responde a las líneas trazadas por su leyenda. No cabe duda que desde 1808, año en que comenzó a dar conferencias, hasta 1828, año en que aparece convertido en centro del mundo literario, las fluctuaciones de su carácter se atenúan y su obra aparece controlada y tamizada por su posición conservadora en política y religión. Como había afirmado en Biographia Literaria, estaba dispuesto a quedarse solo antes de renunciar a las “obligaciones de la inteligencia”. Y efectivamente, la prosecución de ese objetivo en variedad de campos teóricos y artísticos le creó perplejidades y dudas que a la larga perjudicarían su vena poética. La idea misma de hacer poesía filosófica no estaba a su alcance y se la encomendó a Wordsworth.

Byron (1788-1824), Shelley (1792-1822), Keats (1795-1821)
No podemos hablar de ellos sin usar eso de “poetas malditos”, surgido por su “genialidad” precoz, los desplantes en sus relaciones amorosas, sus desafíos y repudio a las instituciones sociales, su exilio voluntario y una muerte prematura que los convierte en leyenda.
El más famoso de todos ellos es, sin duda, Byron, un aristócrata extrovertido, iconoclasta, audaz en su crítica contra el orden social y moral, melancólico, rebelde y solitario, gran amante y ateo libertino.
Su primer libro, Hours of idleness, 1807, fue mal acogido y Byron desató su furia contra quienes lo criticaran en un poema satírico: English Bards and Scotch Reviewers, 1809.
En Harrow y Cambridge ya había dejado fama de su precocidad sexual y de su desbordante vitalidad, a pesar de su cojera y la aparente fragilidad psicológica que aparentaba. Como joven Lord inglés, título que le cayó encima a los diez años, colmó de excentricidades su etapa estudiantil. En 1809 comenzó su periplo por el Mediterráneo, que reflejó en Childe Harold, 1812, y que le convirtió en celebridad ante la moda londinense. Cuatro cuentos turcos –The Giaour, The Corsair, Lara y Tha Bride of Abydos- y otras narrativas en verso –Hebrew Melodies y The Siege of Cornth- se suceden con gran éxito llamando a la libertad universal y colmando, con su exotismo melancólico, las fantasías colectivas de un heroísmo sin ideología.
Si Byron proporciona a su generación la imagen de rebeldía, es Shelley quien protagoniza el reto ideológico. Su inconformismo fue más efectivo que el de Byron, así como sus propuestas poéticas. Sus experiencias formativas son similares a las de este último –origen aristocrático, odio a las instituciones, amor por todo lo mediterráneo- , pero su intención no se limita a la reacción contra una situación, sino que consiste en cambiar la sociedad. La épica de sus rebeliones se inicia con los “años locos” en Eton y con la expulsión de Oxford como consecuencia de la publicación del folleto The Necessity of Atheism, 1810, fruto de sus lecturas de Godwin y los filósofos materialistas del siglo XVIII. Sigue luego con el rapto de Harriet Westbrook y el compromiso matrimonial, su campaña en Irlanda a favor de los protestantes, los contactos con Godwin, amistad que llevaría al abandono de Harriet y la dedicación total al radicalismo del maestro, el matrimonio con Mary Godwin y la publicación de La reina Mab, 1813, donde se perfilan las ideas básicas de los miembros de esa generación. El libro aparece en una encrucijada ideológica que fermenta con lecturas de las filosofías más escépticas, de mitología agnóstica, doctrinas esotéricas, orientalismo y literatura clásica, especialmente la griega y está en contraposición con ese romanticismo introspectivo, cristiano, germánico y “nacionalista” de Coleridge y Wordsworth que ya no encaja en la situación social y política posterior a Napoleón.
A esta reacción “neoclásica”, paganizante y mitológica pertenece la mejor poesía de Byron, Shelley y Keats y sus concepciones filosóficas y estéticas. Byron exterioriza en Don Juan el culto al heroísmo y a la sexualidad mediterránea, al mismo tiempo que vive varias aventuras amorosas, es expulsado de Inglaterra y apoya al movimiento carbonario y a la independencia de Grecia. La elección de sus temas –Beppo (1818), Mazeppa (1819), Sardanápalo (1821) y Caín (1821)- no deja lugar a dudas del cambio de latitudes realizado desde su nórdico Manfred (1817). Es giro no es técnico sino idiosincrático.
Shelley pretende volar más alto con La reina Mab, pero la obra se queda en una proclamación del ateísmo y una requisitoria violenta contra reyes, poderosos e instituciones, al igual que The revolt of Islam (1817). Es a partir de su marcha a Italia en 1818 cuando Shelley comienza a verter sus ideas en moldes de tradición clásica, influenciado por los dramas de Esquilo y Calderón y la tradición elegíaca de John Milton. Su vuelo más espectacular es Prometeo Liberado (Prometheus Unbound, 1820), donde el reformismo materialista se despoja de lo estrictamente doctrinario y accede al idealismo platónico sin desertar de su visión reformista.
Varios poemas suyos del período 1814-1817 –Alastor, Hymn to intellectual beauty, Mont Blanc- están marcados por varios sucesos trágicos: la muerte de Harriet, la de dos de los hijos que tuviera con Mary, su exilio forzado.
En The Witch of Atlas, 1820, recrea en términos sexuales el mito de la creación y de esa forma expresa las angustias creativas del poeta; en The sensitive plant celebrará la indestructibilidad de la belleza, en Epipsychidon la unión amorosa y en Ode to the west wind a la naturaleza. Demostrará estoicismo y sereno misticismo en Adonais, 1821, su elegía a la muerte de Keats.
Al morir dejó inacabada Triumph of Life.
Keats, a diferencia de otros poetas, era pobre, enfermó pronto de tuberculosis y tenía modestas ambiciones literarias.
Su primer libro, Endymion, 1818, fue criticado con dureza por el Quarterly Review. Pero entre junio y setiembre de 1819 aparecen sucesivamente St Agnes´s Eve, La Belle Dame sans merci, sus seis odas, Lamia, Hyperion y varios sonetos que cambian la visión sobre su poesía.
En todas esas obras se advierten los rasgos que han quedado como definitivos y definidores de la búsqueda de la belleza de Keats: concreción descriptiva, aprehensión total de la experiencia poetizada, distanciamiento estético y contemplación gozosa del objeto presentado. La vulnerabilidad de la relación amorosa, la belleza en el arte y en la naturaleza, la transitoriedad de las cosas o el deseo de morir son algunos temas que tejen sus narraciones, sin verse presionadas por doctrinas filosóficas o credos religiosos. La complejidad de la existencia humana se hace transparente en la obra de Keats.

La narrativa del siglo XVIII

La novela, como medio expresivo realista y subversivo, encuentra, en el siglo XVIII inglés, hechos sociales y culturales apropiados para su desarrollo. Es un momento de auge de la burguesía y el mercantilismo creciente no logra avasallar el mundo de la cultura. Por su parte, la subversión original de la novela no conmueve los cimientos de una sociedad muy marcada por el poder, la condición social y los ingresos económicos. Su papel inicial consiste en registrar las contradiciones humanas dentro de un orden social aceptado; pero el desmantelamiento de la filosofía moral por la social, eminentemente pragmática y empirista, favorece el nacimiento de la novela. Ciertos hechos sociales produjeron innovaciones culturales: el auge del periodismo y las revistas literarias, la inmersión del escritor en la política, la disminución del mecenazgo, etc. Comienza la etapa del negocio del libro, de la aparición de los magnates del mundo editorial junto a libreros, impresores, mayoristas. La abolición del derecho de Copyright (1774) dio lugar a publicaciones anónimas y ediciones pirata y a la aparición de bibliotecas ambulantes y parroquiales. La producción literaria crece, el público lector es más joven y heterogéneo y el escritor convierte su trabajo en una profesión.
Samuel Richardson (1689-1761) es el referente inicial de la novela inglesa. En su obra trató de eliminar todo lo que se acercara a incidentes maravillosos o improbables. Es que los orígenes de la novela están unidos al realismo.
Daniel Defoe (1660-1731), londinense, periodista, negociante y agente secreto en Escocia, tenía más de 400 publicaciones y un sinfín de experiencias vitales (encarcelamiento, quiebras financieras, etc.) cuando a los 60 años publicó la primera parte de Robincon Crusoe. Su novela no fue tomada en serio al principio porque, ¿qué era? Defoe aísla al personaje principal y así pone a prueba su moral puritana. El intento de reconciliar esa moral con la nueva conciencia social deja al descubierto una incongruencia enriquecedora para la futura novela inglesa, pues el texto realista se enriquece con una dimensión moral más acorde con la complejidad socio-religiosa de la burguesía de la época.
Jonathan Swift (1667-1745) queda retratado en su definición de la felicidad: “Una posesión perpetua de saberse bien engañado”. Si Defoe era un disidente y comerciante infatigable, Swift era un clérigo intransigente de formación neoclásica que desconfiaba de las teorías políticas, reformas sociales, proyectos científicos y de todo lo que condujera al progreso, como deja ver en el viaje a Laputa, el corazón negro y corrompido de la humanidad.
Henry Fielding (1707-1754) se inició en el mundo del teatro donde produjo unas 20 farsas, hasta que el Acta de licencia teatral de 1737 puso fin a su carrera como dramaturgo; entonces ensayó el periodismo y culminó su estudio de leyes como magistrado. Su formación neoclásica, su vitalidad y sentido del humor, así como su experiencia en el teatro y su conocimiento de los bajos fondos londinenses contribuyeron a configurar el talante de su literatura. Sterne

La novela de la Revolución Industrial 

La población inglesa, que se había duplicado durante el reinado de Jorge III (1760-1820), se vuelve a duplicar en el período que llega hasta los 70, alcanzando a Francia, el país más poblado de Europa. Cuando Dickens comienza a publicar, Londres tiene un millón y medio de habitantes. La producción de hierro del país había crecido mucho, al igual que las exportaciones. La población era mayoritariamente urbana. La clase obrera vive de manera miserable, especialmente los niños, usados por su pequeño tamaño en trabajos especiales como la minería.
No existe, sin embargo un Zola inglés; Dickens se asoma al tema industrial en Tiempos difíciles, pero de una manera muy tímida.
En este período hay una peculiar paradoja: la pervivencia del gusto romántico dentro de la narrativa a nivel popular. Sus máximas exponentes son las hermanas Brontë (Charlotte (1816-1855), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849), que ya son personajes románticos incluso en sus mismas breves vidas, creciendo y escribiendo aisladas en la casa rural de su padre, un párroco anglicano.
Romántica es, en efecto, su novelística, por la agitación de las pasiones, pero también por su fondo de misterio y de irrealidad, por más que los ambientes puedan estar descritos con exactitud y sobriedad. Pero se tardó un poco en leer Cumbres borrascosas (Wuthering heights, 1847), la única novela de Emily, que, en cambio, en épocas recientes, llegó a tener popularidad a través del cine.
Seguramente la supera en calidad su hermana Charlotte, autora de Jane Eyre (1847), Shirley (1849) y un par de novelas cortas. Su obra está llena de personajes tremendos, galanes morenos de origen desconocido y mirada dominante, asesinatos, ancianas que guardan secretos; todo ello con el patetismo de no ser sino fantasías de una muchachita muy formal en el apartamento de una rectoría campesina. Aunque a mejor altura técnica que Emily, Charlotte tiene no poco de discutible en su estilo, pero –como señaló Virginia Woolf- no se la lee en busca de un logro literario, sino por su “ardor, que vuela más allá de la conducta diaria de la gente común y se mezcla con pasiones inconfesables”. La falta de madurez de la autora resulta ir bien al tema de Jane Eyre: el amor total, sin límites, de una institutriz por un enigmático señor, aniquila toda su ambientación de mobiliarios elegantes y parque bien atendido.
En cuanto a la menor, Anne, fue la menos importante y a la vez la que mejor sabía escribir: de sus novela Agnes Grey y El inquilino de Wildfell Hall se habla poco, y sin embargo, superan en equilibrio constructivo y expresivo a las arrebatadoras novelas que hicieron tardíamente célebres a sus dos hermanas. De éstas, Charlotte encontraría biógrafa, en 1857, en una narradora famosa, Elizabeth Gaskell, que las convirtió, a ella y sus hermanas, en auténticos personajes de novela –y de ahí arrancaría su éxito póstumo.

Oscar Wilde (1854-1900)
Nació en Dublín y su infancia fue privilegiada, siendo hijo de un eminente oculista y de una madre con aficiones literarias. Su primer libro, Poems (poemas), apareció en 1881, cuando Wilde ya era figura destacada en los salones londineneses. Después de dos años en París se casó y tuvo dos hijos. Entre 1888 y 1894 desarrolló una intensa tarea literaria mientras dirigía la revista The Woman´s World. Son de este período The happy prince (El príncipe feliz), dos volúmenes de narraciones, Lord Arthur Savile´s crime (El crimen de Lord Arthur Savile), A house of pomegranates (Una casa de granadas) y su única novela, The picture of Dorian Gray (El retrato de Dorian Gray). Sus ensayos, Intentions (Intenciones) y The decay of lying (La decadencia de mentir), expone su conocida tesis de la superioridad del arte sobre la naturaleza.
En la cúspide de su carrera comenzó a escribir obras de teatro para las personalidades más relevantes de la escena londinense (El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia, Un marido ideal). El éxito de las tres piezas animó a Wilde, que escribiría Salomé, representada por Sara Bernhardt y prohibida luego por su tema bíblico, y The importance of being Earnest, traducida al español de manera lamentable como La importancia de llamarse Ernesto, cuando en realidad debería ser la importancia de ser serio. El autor la definía como “una comedia trivial para gente seria”.
Su éxito iba acompañado de una vida despreocupada, intolerable para la época victoriana. La denuncia del padre de Alfred Douglas dudando de su moralidad lo lanzó con renovados bríos a la palestra. En lugar de callarse y salir del país, como le recomendaban sus amigos, demandó al denunciante por libelo. El juicio le fue adverso y fue condenado a dos años de cárcel en el penal de Reading. Durante su estancia en la cárcel escribió una larga y amarga carta a su amigo Alfred Douglas en la que analiza su relación con él y da rienda suelta al resentimiento contra su padre. En 1987 salió de la cárcel ya totalmente arruinado y se dedicó a vivir en Francia e Italia de la caridad de sus amigos. Antes de morir escribió La balada de la cárcel de Reading, su obra poética más famosa.

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Número 76

La literatura inglesa (Siglo XX) / Nick Ravangel

Revista Malabia número 76

La literatura inglesa (Siglo XX) / Nick Ravangel

D. H. Lawrence (1885 – 1930)
Lady Chatterley´s lover (El amante de Lady Chatterley) es su obra más conocida. Su literatura es una extensa reflexión sobre los efectos deshumanizadores de la modernidad y la industrialización, abordando cuestiones como la salud emocional y la sexualidad. Sus opiniones le causaron múltiples problemas. Sufrió censura y persecución, lo que lo llevó al exilio la mayor parte de su vida.

Aldous Huxley (1894 – 1963)
Su obra más famosa, Brave new world (Un mundo feliz), describe un mundo en el que la sociedad asume con beneplácito su esclavización porque su descontento ha sido sofocado por la medicación, la publicidad, el sexo y el entretenimiento. Cuesta creer que el libro fue escrito en 1930.

George Orwell (1903 – 1950)
Conocido por sus obras 1984 y Animal farm (Rebelión en la granja), dos novelas distópicas en las que critica el «totalitarismo». En 1984 crea el el concepto de Gran hermano, que desde entonces es usado popularmente como crítica a las técnicas modernas de vigilancia.

Evelyn Waugh (1903 – 1966)
Es recordado por su novela Brideshead revisited (Retorno a Brideshead) que, como muchas de sus novelas, satirizan la alta sociedad y la aristocracia británicas por su falta de valores, en especial la sociedad londinense.

Graham Greene (1904 – 1991)
Su celebridad es indiscutible y es debido a que ha sabido unir en sus novelas el rigor y la amenidad, los temas trascendentales y los triviales asuntos cotidianos. The quiet american (El americano tranquilo) es una novela de intriga desarrollada en Indochina en los primeros 50 y protagonizada por un periodista británico, un agente secreto estadounidense y una joven vietnamita. Los ambientes remotos continúan en las sucesivas novelas: Our man in Havana (Nuestro hombre en La Habana) ambientada en Cuba al final de la década de los 50, en plena guerra fría y poco antes de la revolución, que ya se adivina; una colonia de leprosos en el Congo A burnt out case (Un caso candente); Haití bajo el mandato de Duvalier en The comedians (Los comediantes); un burócrata envejecido casado con una mujer negra en el contexto de la guerra fría suministra a los soviéticos información sobre África en The human factor (El factor humano); el secuestro auténtico del cónsul paraguayo sirve de argumento a The honorary consul (El cónsul honorario), desarrollada en Corrientes sobre el plan de secuestro de un cónsul estadounidense. La mayoría de sus obras fueron llevadas al cine. También escribió guiones, como por ejemplo The third man (El tercer hombre), protagonizada por Orson Welles.

William Butler Yeats ()
Un poeta apasionado por su cultura, la irlandesa, ligado durante cierto tiempo al movimiento independentista de John O´Leary. Sus inicios en la poesía reflejan una marcada influencia romántica, simbolista, esteticista y celta, lo que quedó plasmado en The wind among the reeds (El viento entre los juncos). Luego aportaría un estilo realista e intelectualizado en The green helmet (El casco verde) y Responsabilities (Responsabilidades) Culmina su lírica con el retorno al romanticismo con una simbología elaborada a partir de sus experiencias personales, los mitos y la historia de Irlanda. Son de ese período The land of heart´s desire (La tierra del deseo del corazón) y La condesa Cathleen.

W. H. Auden (1907 – 1973)
El tono y el contenido de sus poemas iban desde las ligeras canciones populares hasta complejas meditaciones filosóficas, desde las crisis contemporáneas hasta la evolución de la sociedad. También escribió ensayos, reseñas sobre varios temas y colaboró en obras de teatro y películas. Es muy conocido su poema Detened todos los relojes que aparece en la película Cuatro bodas y un funeral.

Dylan Thomas (1914 – 1953)
El lirismo apasionado y la musicalidad de la poesía de Thomas contrastan con la poesía de su tiempo, más preocupada por los temas sociales o por la experimentación modernista de la forma. Sus poemas evidencian la influencia del surrealismo inglés con influencias celtas, bíblicas o de simbologías sexuales. «La poesía debe ser tan orgiástica como la cópula, divisoria y unificadora, personal pero no privada, propagando al individuo en la masa y a la masa en el individuo». Do not go gentle into that good night (No vayas gentilmente hacia esa buena noche) es uno de sus poemas más famosos.

Lawrence Durrell (1912- 1990)
Escritor con sensibilidad de poeta y con empeño de renovación, fue prácticamente un desconocido hasta completar The Alexandria Quartet (El cuarteto de Alejandría. Esta tetralogía descubre aspectos insólitos de una Alejandría casi irreal, de matices insospechados y de ricas sensaciones que se proyectan sobre los actos de los personajes para modelarlos y convertir así la ciudad en el principal protagonista del libro.

William Golding (1911 – 1993)
Los instintos primitivos junto con la fuerza del mal aparecen de la mano del autor en Lord of the flies (El señor de las moscas), en la que muestra que las inocentes actividades de unos niños abandonados tras un desastre atómico en una isla paradisíaca evolucionan hacia un comportamiento salvaje.

Edward Morgan Forster (1879 – 1970)
A room with a view (Una habitación con vistas) trata el contraste entre el temperamento italiano y el inglés, partiendo de la base que el entorno moldea al individuo. Howards end (El final de Howards) yuxtapone el mundo industrial y el rural, sirviéndose para ello de la descripción de dos familias. A passage to India (un viaje a la India) tiene su punto central en el juicio a un médico musulmán acusado de haber violentado a una súbdita británica, que deja al descubierto la falta de entendimiento entre las diversas razas allí coexistentes y la presencia nefasta de un poder colonialista que empeora el problema. Los tres libros fueron convertidos en tres exitosas películas.

T. S. Eliot (1888 – 1965)
Representó una de las cumbres de la poesía en lengua inglesa del siglo XX. Dice José María Valverde: «La publicación de The waste land (La tierra baldía) convierte a Eliot en la figura central de la vida poética en lengua inglesa (…) La crítica saludó el complejo y oscuro poema (…) Como símbolo de una época de desintegración, que trataba desesperadamente de poner algún orden en el creciente caos aplicando mitologías y formas heredadas del pasado».

Thomas Hardy (1840 – 1928)
Criticó duramente la sociedad victoriana, sobre todo en relación al declive económico de las personas del campo en Gran Bretaña, como las del sudoeste de Inglaterra de donde él provenía. Escribió poesía toda su vida y se consideraba un poeta, pero ganó fama como el autor de novelas: Far from the madding crowd (Lejos del mundanal ruido) y Tess of d´Ubervilles (Tess la de los dÚbervilles) entre otras.

Bernard Shaw (1856 – 1950)
Dramaturgo, crítico y polemista irlandés cuya influencia en el teatro, la cultura y la política occidentales se extiende desde 1880 hasta hoy. Man and Superman (Hombre y Superhombre), Pygmalion (Pigmalión) y Saint Joan (Santa Juana) son algunas de las más de sesenta obras escritas. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1925 y el Oscar en 1938 al mejor guión adaptado por Pigmalión.

Samuel Beckett (1906 – 1989)
Dramaturgo, novelista, crítico y poeta irlandés. Una de las figuras más importantes del modernismo anglosajón y del llamado teatro del absurdo. Escribió libros en inglés y francés y fue asistente y discípulo de James Joyce. Su obra más conocida es Esperando a Godot.

Harold Pinter (1930 – 2008)
Dramaturgo, guionista, poeta, actor, director y activista político. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 2005. Fue uno de los dramaturgos modernos británicos más importantes e influyentes. Sus obras más conocidas son: The birthday party (La fiesta de cumpleaños), The Homecoming (Retorno al hogar) y Betrayal (Traición). Sus adaptaciones de guiones de las obras de otros autores incluyen The servant (El sirviente), The Go-Between (El mensajero), The french lieutenant´s woman (La mujer del teniente francés) y Sleuth (La huella).

John Osborne (1929 – 1994)
Dramaturgo, guionista, actor. Crítico del stablishment británico. El abrumador éxito de su obra Looking back in anger (Mirando hacia atrás con ira) transformó el teatro inglés. Exploró muchos temas y géneros, escribiendo para teatro, cine y televisión. Su vida privada fue extravagante e iconoclasta, como también su lenguaje.

Iris Murdoch (1919 – 1999)
Escritora y filósofa irlandesa, conocida por sus novelas, en las que combina una buena caracterización de los personajes con animados argumentos, incluyendo, por lo general, temas de índole moral o sexual. Su primera novela Under the net (Bajo la red) fue considerada por la revista Time como una de las mejores 100 de la literatura británica del siglo XX.

Virginia Woolf
Nació en 1882 en Hyde Park Gate, Kensington, Londres, en el seno de una familia de holgada economía y de alto nivel intelectual. Sus padres, Sir Leslie Stephen, editor de The Dictionary of National Biography, y Julia Duckworth, aparecen retratados -él con su sarcasmo y ella con su sensibilidad- en la novela To the lighthouse (Al faro), donde aparecen como los señores Ramsay. La débil salud de Virginia la apartó a edad temprana de las actividades de las niñas de su edad, recluyéndola en su casa dedicada a la lectura, y la pérdida de su madre, cuando sólo tenía 13 años, agudizó su desequilibrio nervioso, que se intensificaba cuando escribía. La fuerte impresión por la muerte de su sobrino en la guerra civil española, agudizada luego por la guerra mundial, durante la cual su casa de Londres fue bombardeada, la llevaron al convencimiento de que el ser humano sufría una decadencia irreversible y que ya no valía la pena vivir. El 28 de marzo de 1941 se ahogó en el río Ouse.

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Número 76

Sobre Virginia Woolf / Varios autores

Revista Malabia número 76

Sobre Virginia Woolf / Varios autores

Hanif Kureishi (2015)
Cada cosa que escribes ha de suponer un riesgo, de otro modo no valdrá nada. Pero, ¿hasta qué punto puedes poner en peligro tu forma de vida?” Todos los escritores en activo que conozco tienen que tomar constantemente decisiones sobre la proporción entre escritura verdadera y publicidad que quieren hacer. Los escritores modernos a los que admiraba cuando crecía –Joyce, Woolf, Eliot, Beckett, Burroughs, Genet– no esperaban comerciar en el mercado. No trabajaban en series de televisión ni hacían adaptaciones marginalmente. No sopesaban el escribir para Hollywood. Eran artistas e individualistas, por decir poco. Por encima de todo, eran íntegros. El comercio era corrupción. Los escritores de segunda fila se ganaban la vida con ello. Los artistas no se preocupaban.

Borges (1985) (Extractos de una entrevista de Osvaldo Ferrari)
Yo creía que Virginia Woolf no me gustaba, o mejor dicho, no me interesaba, pero la revista Sur me encargó la traducción de Orlando, yo acepté hacerla y a medida que iba leyendo y traduciendo, asombrosamente para mí, mi interés en aquello crecía. Ahora, ese libro es un gran libro. Trata de un tema curioso, de la familia Sackville West. O sea que no está dedicada a un individuo en particular sino a una familia como un arquetipo platónico, una forma universal, que es el nombre que los escolásticos dieron a los arquetipos. Y para ejecutar ese fin , ella supone un individuo que vive en el siglo XVII y que luego llega a nuestro tiempo. Ese artificio lo había ejecutado también Wells en una novela cuyo nombre no recuerdo, donde los individuos, para mayor comodidad del novelista a fin de situarlos en diversas épocas, viven trescientos años. Y Bernard Shaw también jugó con la idea de la inmortalidad.
En las ilustraciones de Orlando hay retratos de familia y se entiende que todos ellos son Orlando. Y eso sirve para juzgar distintas épocas y diversas modas literarias también. A priori, parece prometer un libro ilegible, pero no, el libro es interesantísimo.
Sobre la traducción voy a confesar algo: Una habitación propia lo tradujo mi madre y yo revisé la traducción. Este libro me interesó menos. Es un alegato a favor de las mujeres y el feminismo y yo soy feminista, no necesito alegatos para convencerme porque ya estoy convencido. Orlando es otra cosa, un libro admirable. Y es una lástima que en las últimas páginas decaiga, pero eso suele ocurrir. Por ejemplo Cien años de soledad no hubiera debido vivir cien años, alcanzaba con ochenta, pero el título lo obligaba. El autor al final se cansa y el lector siente el cansancio y lo comparte. El final de Orlando lo vinculo vagamente con diamantes, pero esos diamantes están un poco perdidos en el olvido, veo sólo el brillo. Pero es un libro muy lindo. Recuerdo que aparece Shakespeare y no se menciona su nombre, pero no hay un lector que deje de darse cuenta que es él. Está observando una fiesta pero está pensando en otra cosa, quizá en fiestas de la tragedia o la comedia tal vez. Y si lo hubiera mencionado hubiera echado todo a perder, ya que la alusión puede ser más eficaz que la expresión.
Es un excelente exponente de la literatura fantástica. Yo no recuerdo ninguno escrito así, es incomparable en ese sentido. Al principio uno ignora si Orlando seguirá viviendo, que Orlando será, no sé si inmortal, pero casi. Inmortal y ubicuo

Juan José Saer (1995)
Los escritores en los cuales uno se reconoce son aquellos que algunos lectores pueden reconocer en la obra de uno. También, por un lado y por otro lado, yo creo que se produce una especie de identificación que dura a lo largo de toda la vida, y hay una serie de escritores, algunos que he frecuentado más que otros, pero que he frecuentado mucho y que continúo frecuentando. Podría nombrar algunos escritores argentinos como Borges, Macedonio Fernández, Hérnandez, Sarmiento, Juan L. Ortiz, algunos latinoamericanos como Neruda o Vallejo que vienen de un período de formación, escritores anglosajones como Faulkner, Conrad, Henry James, Virginia Woolf, Joyce, de otras literaturas como Kafka, para no hablar de clásicos como Flaubert, Dostoievski, Shakespeare. En ese sentido no creo haber inventado la pólvora. Para muchos de los aquí presentes (para todos probablemente) muchos de estos escritores deben integrar la serie personal de la tradición que cada uno sustenta o acepta o practica.

Piglia (1990)
Hace muy poco, sin ir mas lejos, se publicó en Buenos Aires una biografía rarísima, voluminosa, de Virginia Woolf, de Irene Chikiar Bauer. Me pareció tan argentino eso. Hay que ser loco para ponerse a escribir una biografía de alguien sobre el que hay tanto material y archivo. Es un delirio como los mejores que se hacen acá, por pura decisión. Es un trabajo muy bueno. Y ahí ves a Virginia Woolf, alguien que está muy asentada en una clase social, que tiene unas relaciones sociales y culturales muy claras, pero al mismo tiempo tiene una relación ilegítima con la literatura, una lucha por encontrar un espacio. Vos lees las novelas de Virginia Woolf y no aparece tan claramente esa tensión.

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Yo soy mi cuerpo (frag.) / Liliana Lukin

Revista Malabia número 76

Yo soy mi cuerpo (frag.) / Liliana Lukin

Mi mamá me contó que la madre de mi padre, al que conoció cuando ella tenía 17 años, decía que ella parecía una cabra joven. Me encantó esa imagen de mi mamá saltando, un cuerpo animal y grácil consciente de su belleza ejerciendo alegría. Seguramente mi abuela no pensaba lo mismo: «Loca como una cabra, o loca como tu madre», se dice. En cambio, a mí me decían que “tenía la cabeza llena de pajaritos” porque leía mucho, escribía, pensaba, mientras hacía las obligadas tareas domésticas, me distraía.

A los 17, ya sin distracción, tuve que discutir y defender, llorando, mi decisión de estudiar Letras. La autoridad paterna, siempre avalada por el acuerdo materno, fue más fuerte, y la obediencia torció brevemente mi voluntad. “Escritora podés ser sin estudiar”, me decía Él. Me inscribí en Letras en secreto, en 1970, convencida de un destino.

Así es que, sabiendo y sin saberlo, entre cabras y pájaros armé desde niña mi cuerpo y mi cabeza, que, no me cansaré de repetirlo, son la misma Cosa.

Mi preocupación ya entonces era la del testigo, poner los cuerpos en la letra, encontrar la palabra para el cuerpo público: “el ojo como máquina infernal” (1). Los Desaparecidos, las Madres, los chicos de Malvinas: demasiados cadáveres, para los que una mirada atormentada intentaba una escritura atormentadora.

Un pez en el agua pesada de ‘mi época’, cuidadosa porque estábamos en Dictadura, ejercí, sin embargo, todas las libertades de mi cuerpo. Viví sola hasta que conocí al que sería mi compañero, en 1980: me pedía que le leyera en voz alta, me acompañaba a eventos, presentaciones y recitales, leía lo que yo escribía, me inició en lecturas psicoanalíticas, tenía una buena biblioteca y pasión por la música. Pero los síntomas fueron tempranos: cuando nació nuestro primer hijo me regaló dinero para que editara mi nuevo libro. Haberlo hecho padre me hacía merecedora de ser otra vez autora. Un premio por madre que no había merecido antes por escritora.

Después se hartó de esperar que los eventos a los que me acompañaba terminaran. Hicimos un pacto: a esas actividades iría sola, él me esperaría en casa. Más tarde dejaría incluso de leer lo que yo escribía. Así es que fui la escritora joven, que publicaba y trabajaba, que tenía esposo e hijos, con los que nunca se me veía y que sólo aparecían en cada lectura y presentación de uno de mis libros. Con todo, la vida era intensa, los niños nos hacían felices, y yo leía, y escribía. Pero escribía de noche, cuando todo estaba ya en silencio, mientras él empezó a no dormirse, en lugar de compartir a su modo, esos momentos, se dedicó a leer y esperar que yo ‘regresara’ de ese lugar adonde me exiliaba, tan lejos como la habitación de al lado. Mi libertad me sería cobrada. La escritura, la noche, ‘el cuarto propio’: el crimen.

Las anécdotas que esta historia convoca son, sobre todo, la escenificación del problema que entraña la relación entre una vocación de escritura y un ser, un cuerpo de mujer. Ávida lectora de ficción, ensayo, poesía, no había leído aún Un cuarto propio, de Virginia W., aunque sí algunas de sus novelas, de las que mi preferida era Las olas. 


En esa etapa de crianza, amamantamiento, noches en vela, pañales, mamaderas, lectura de libros infantiles, jardines de infantes, más noches en vela, me gusta decir que se produce un deslizamiento: desde los cuerpos públicos a los privados, de la Historia a la historia personal. La maternidad, los hijos, como otra forma de ser testigo, de que la palabra se haga cuerpo. Pero también la floración de una nueva sensualidad: cuerpo de madre devenido cuerpo más gozoso. Este cambio, del que fui consciente, me llevó a un trabajo de desmitificación más deliberada, a la búsqueda de una versión más des-idealizada de los mitos amorosos y sentimentales que se adjudican a la mujer como ‘objetos’ propios. Una nueva resistencia.

Se hace la escritura como se hace el amor. Es siempre un exceso, un lujo del sentimiento, un gasto del deseo: deseo de desear, deseo de saber, deseo de escribir. Y nunca está separado de los otros ni de los otros deseables: hombre, bebés, amigxs, libros, mundo. (Ver el dilema que pone en escena Ursula Le Guin, cuando examina la cuestión «libros o bebés» para las escritoras del s. XIX y comienzos del XX, en el ensayo adjunto). Cliquear en enlace.

Fue por entonces que alcancé los 40. Esto en cuanto a lo que puede un imaginario. Creo que siempre traté de llevar todo hasta sus últimas consecuencias, en la escritura y en la vida. Por eso, después de amable convivencia con el padre de mis hijos, logramos, ambos, separarnos, y yo, terminar de escribir y publicar el libro “Cartas”, en 1992. Esos poemas fueron respuestas a lo que no podíamos ‘desentrañar’ dentro del matrimonio: El libro de la separación.

En ese libro hay, se dijo, una pornografía del pensamiento: obscena esa escritura, insidiosa y obscena. Una radiografía, como escribí en su contratapa, no de “lo femenino” ni de “la mujer”, sino de “lo mujer”, buscando una fórmula para superar esas otras tan usadas.

Silvia Molloy, en su ensayo sobre Victoria Ocampo, escribe, en pleno siglo XX: “Revelar el pensamiento, si se es mujer, es tan indecente como lo era antes mostrar el cuerpo”.

Toda abstracción, el trabajo con la palabra lo es, tiene un precio a pagar. Y la abstracción se vuelve una deuda infinita, cuando la cuestión es estar a la intemperie, a la intemperie de una misma, sola en medio de la tormenta, la vida cayendo como una lluvia torrencial.

El precio a pagar, entonces, fue la soledad, y una libertad con el peso moral de ser madre: el amor responsable y el universo de los posibles amores. Un difícil equilibrio y también el orgullo y el desamparo de sobrellevar una nueva dimensión. Ah, qué placer sufrir así, decíamos en esa época. Escribiendo pegadas al teléfono, sin dormir nunca: cuerpos capaces de correr sólo para un encuentro, cuerpos dispuestos a todo, enojados casi siempre con la ética del otro, pero apresados en la trampa atroz del enamoramiento, una y otra vez.

Así es que escribí “Las preguntas”, publicado en 1998, para saber, para saber ser. “Cartas” había sido un punto de llegada, pero volví a partir. Sobre ese viaje fueron las preguntas.

Descubrí que no había agotado una ‘poesía del pensar’, para decir algo más sobre los estereotipos con que ‘nos’ piensan. Una reflexión sobre los géneros, sobre los límites, y también sobre mis propios límites, mientras intentaba ‘ver’ en la trama del mundo.

Sabía que, para una mujer, preguntar entrañaba un doble trabajo, porque escribir sobre el cuerpo, y en la misma indiscreción, exponer el alma, tiene el estigma de la inadecuación: pretende un saber acerca de la propia ‘condición’ que hasta no hace mucho tiempo nos estaba vedado.

Escribiendo esos poemas traté de fundar, más estrictamente, mi propia moral, una estética del sentimiento (femenino) y una ética del sujeto (mujer). Mi vida, mi escritura tendría que demostrar que, contra todo dogma, hay una voluntad posible de felicidad.

“El libro de la almohada de Sei Shonagon” (2) es una lista de ‘cosas bellas’ y «desagradables», y se puede sentir cómo la voluptuosidad de esa mujer, una escritora secreta, se desliza por el papel fragante. Dice: “Hay dos cosas en la vida en que confiar: los placeres de la carne y los de la literatura”. Leído después del estreno del film «The pillow book´s», de Peter Greenaway, completó un círculo para mí: «Escribir sobre el amor y encontrarlo», dice. De qué modo, a qué precio, es el drama. Hasta aquí apenas un adelanto del argumento: ver esta maravillosa transposición de la literatura al cine, si se desea saber cómo se resuelve.

Poco antes, (mientras escribía poemas manuscritos con una lapicera caligráfica), tenía una relación con un hombre, filósofo él, que iba leyendo los poemas con fotos de desnudos femeninos, a medida que yo los iba terminando. Leía con aprobación y con pánico, porque se sabía ‘representado’ en la ausencia del otro que allí se ponía en escena. Él me dijo: “Cuando publiques este libro vas a tener que irte del país”. Como si creyera que ya no podría caminar por las calles sin ser señalada: “ahí va, es ella, la que escribió Eso”. O tal vez exagero y él sólo estaba pensando en la “prudentia”, la “precautio” que el filósofo Spinoza recomendaba, en el siglo XVII, para la exposición de las ideas, como modo de preservarse, de cuidar la vida. Una época, aquella, para la cual era muy mal visto, sabemos, que una mujer pensara por su cuenta, y peor visto que escribiera.

Y cuando “retórica erótica” fue publicado en 2002, no cambié de país, pero tampoco pude cambiar de conversación.

Ese libro, que en el vaticinio masculino, digámoslo, me expulsaba del territorio común, fue bellamente diseñado por dos mujeres jóvenes, que entendieron bien la relación entre la letra manuscrita y los cuerpos femeninos. (Desnudos en blanco y negro, de entre 1858 y 1930, fotos elegidas con tanto trabajo y felicidad en libros de historia de la fotografía y de la estereoscopía, que «desataban» cada texto).

Ese libro recibió lecturas inteligentes y sutiles de hombres y mujeres. Pero el texto de la única nota que apareció en un medio de comunicación masiva, firmada por un señor, profesor de la carrera de Letras, colega, muy elogiosa, dice que el libro “se transforma en un cuaderno de estampas, exposición de rostros que condensan uno solo real que pertenece a la autora, cuyo cuerpo desnudo aparece en la última página con la mirada puesta en el lector”… Recibí Infinitas bromas sobre lo bien que me conservo desde 1890, que es la fecha de esa foto en el índice del libro.

Cuando leía públicamente el libro “Cartas”, diez años antes de estos hechos, me preguntaban si el “Mi querida…” con que comenzaba cada poema, estaba dirigido a una pareja femenina, también los muchachos se confesaban atraídos y a la vez, inhibidos por esos textos donde ironizaba, y, cruel o suavemente, me reía de mí, de ellos, de nosotras y de nosotros.

Pero nunca como en aquel episodio un ‘efecto de lectura’ dramatizó tan claramente el modo en que se lee, en que los hombres en general, en un sentido social, leen a las mujeres.

Diosa Blanca, Amante Invisible, Bacante, Mujer Fatal, todas ellas son el fantasma que recorre las fotos de desnudos del libro, pero los textos asumen la idea de que “si la palabra expresa cosas que usted juzga innobles por el solo hecho de ser expresadas, esas cosas permanecen nobles en el silencio: no hay más que realizarlas” (3).

Los fantasmas de una sexualidad homo, o de una femineidad Fuerte, se vieron coronados por la creencia implícita de que yo me expongo literal-mente desnuda ante la mirada de todos.

Lo hago, en cada poema, lo hago, pero con palabras, con palabras. Eso busco escribir: yo soy mi cuerpo.

Y ahora, siguiendo con la cruda metáfora de un problema que no termina, cito a Ursula K. Le Guin, en su ensayo «Escritoras y escritura», donde dice «La gran capacitadora fue, es, siempre, para mí, V. Woolf» y nos regala un fragmento esclarecedor y delicioso de la conferencia de Virginia Woolf «The Proffession for Woman», de 1931 (4), donde describe a una mujer escribiendo:

“La imagino en una actitud de contemplación, como una pescadora, sentada a orillas de un lago con su caña de pescar sostenida sobre el agua. Si, esa es la forma en que la veo. No está pensando, no está razonando, no está construyendo un argumento, sino permitiendo a su imaginación penetrar en las profundidades de su conciencia, mientras se sienta más arriba, sostenida por un fino pero necesario hilo de razón.

De pronto hay un tirón violento, ella siente que la línea corre deprisa a través de sus dedos, la imaginación se ha precipitado, ha tocado las profundidades, se ha hundido, el cielo sabe dónde en la oscura laguna de la experiencia extraordinaria. La razón debe gritar ‘¡detente!’, la novelista debe tirar de la línea y arrastrar a la imaginación hacia la superficie. La imaginación llega arriba en estado de furia. ‘Por Dios’, exclama, ‘¿cómo te atreves a interferir conmigo? ¿cómo te atreves a sacarme con tu pequeña y miserable caña?’ Y yo -es decir, la razón- debo responder. ‘querida, estabas yendo muy lejos. los varones podrían shockearse. Cálmate’, dije, mientras ella se sentaba jadeante en la orilla con rabia y desilusión. ‘Sólo tenemos que esperar cincuenta años más o menos. En cincuenta años podré utilizar todo este extraño conocimiento que estás lista para otorgarme, pero no ahora. Verás que, – continúo tratando de calmarla-, no puedo utilizar lo que me dijiste sobre los cuerpos de las mujeres, por ejemplo sus pasiones y todo lo demás, porque las convenciones son aún muy fuertes. Si fuera a superar las convenciones necesitaría el coraje de un héroe y no soy un héroe. Dudo que un escritor pueda ser un héroe, dudo que un héroe pueda ser escritor.

‘Muy bien’, dice la imaginación, vistiéndose nuevamente con sus enaguas y faldas, ‘esperaremos. Esperaremos otros cincuenta años. Pero me parece una lástima”.

Han pasado ya casi 100 años y sin embargo las convenciones son fuertes, me digo parafraseando el texto anterior.

Sólo que hoy, en lugar de las cautas prevenciones de Spinoza, que aún siguen siendo un camino sabio, podemos elegir, sin poner la vida en riesgo, escribir más allá del pudor, podemos exponernos al riesgo de “o bien callarse o bien decirlo todo” (5).

Pero, antes de esta disyuntiva, el cuerpo o la palabra ha sido siempre la disyuntiva. Y se trata del problema de cómo unir lo que siempre se pretende mantener separado.

Algunas mujeres hicieron una literatura que anuncia y denuncia el modo en que las ven y aman los hombres. Saben que nunca serán para ellos un “cuerpopalabra”.

Escribe Marina Tsvietáieva en sus Cartas del verano de 1926 (6): “siempre ha habido una yo de más en mí: una gran mitad, toda una yo de más. O la yo viviente o el yo viviente de mis versos. Nadie sospechó que son las dos caras de una misma fuerza, que hubiera podido manifestarse bajo mil formas y todavía seguiría siendo una y total”.

La palabra y el cuerpo son la misma Cosa, las mujeres parecen saberlo más, haber hecho de esta encrucijada su dilema.

Escribo en retórica erótica:

“En tanto, el cuerpo y la palabra/ son uno para ella/ Dice dolor y no puede soportarlo,/ y amor dice, y se le hace/ agua la boca”, y cuando lo leo me vuelve a doler, a dar sed. La niña de la historia, la niña que firma, La Niña siempre desea ser UNA, y que él sepa abrir la puerta para ir a jugar.

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www.lilianalukin.com.ar

(1) En “Los fulgores del simulacro”, Nicolás Rosa, (sobre “Cortar por lo sano” de L. Lukin), Ediciones Universidad del Litoral, 1987.
(2) “El libro de la almohada de Sei Shônagon”, 1ª traducción al español de Amalia Sato, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001.
(3) En “Roberte esta noche”, Pierre Klossowski, Ediciones Era, México, 1976.
(4) En “Proffessions for Women”, en Essays, Virginia Woolf. Citada por Ursula K. Le Guin, en “Escritoras y escritura”, Feminaria Editora, traducción y dirección editorial de Lea Fletcher, Buenos Aires, 1992.
(5) En “Tan funesto deseo”, Pierre Klossowski, Taurus, Madrid, 1980.
(6) En “Cartas del verano de 1926. Correspondencia entre Boris Pasternak, Rainer María Rilke y Marina Tsvietáieva”, traducción de Selma Ancira, Siglo XXI Editores, México, 1984.

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Regina Ullmann / Anna Rossell

Revista Malabia número 76

Regina Ullmann / Anna Rossell

Traducir a Regina Ullmann es una tarea ardua, porque también leerla y comprenderla lo es. Y es precisamente por la extrema originalidad y autenticidad de su escritura. Autenticidad, porque la simbiosis entre la escritura a la que estamos acostumbrados, de corte lingüísticamente realista y otra, la que procede de los repliegues más recónditos del alma, conviven como si tal cosa. Ullmann combina lenguaje de diversa índole, realista y onírico, no porque articule ambos lenguajes como una construcción artificiosamente pensada, sino porque su modo de pensar, imaginar y percibir el mundo bebe más directamente de la imagen que de las palabras que se esfuerzan por expresarla. Imagen que lleva un personalísimo sello y exige del lector penetrar un ignoto modo de ver y de sentir. Lo abstracto y lo intangible (los sentimientos y las emociones) se funden y confunden con lo concreto y lo tangible. Es especialmente remarcable el uso de la metáfora, en el que los espejos y los reflejos de unos personajes en otros tienen un papel preponderante, y del símil, donde sobre todo la comparación con los pájaros, por los que la voz narradora siente especial empatía, hasta el extremo de adoptar a veces su punto de vista o confundirse casi con el protagonista humano.
Pero la escritura de Ullmann presenta otras características igualmente singulares: diríase que desgrana situaciones y personajes a partir de indicios muy sutiles que anticipa a pequeños sorbos y que sólo mucho más adelante el lector puede aprehender cabalmente. Así, sucede que a menudo, en un principio, provoca la extrañeza del lector, que no sabe situarse en la historia o no comprende la naturaleza de un personaje hasta bien avanzada la lectura.
No, Regina Ullmann no nos lo pone fácil. Su capacidad de observación es enorme e igualmente enorme es su capacidad de interpretación de lo que observa que sucede en el interior del alma humana. Su mirada incisiva llega a conclusiones que conforman una filosofía de la vida que pone en boca de la voz narradora omnisciente. Una voz narradora que sentencia qué puede suceder o sucede en tal o cual situación a partir de la manera de ser y de actuar de sus personajes.
Se sabe que Regina Ullmann tuvo una vida difícil y se dice que su propio sufrimiento se refleja en su obra. Y leyéndola es fácil imaginar que así es, pues su mirada introspectiva probablemente no podría ser tan lúcida de no haber experimentado ella misma mucho dolor en carne propia. Sucede sobre todo por ejemplo en su primer relato, Carretera comarcal, que nos narra, en tres estaciones, el devenir de una mujer que, con un simple hatillo, transita por una polvorienta y desangelada carretera sin un destino conocido. La historia está narrada en primera persona y el personaje parece como expulsado de alguna parte, lanzado u obligado a recorrer sin destino un mundo que se nos antoja lúgubre y amenazador. El destino del personaje, una mujer, solitaria y hosca, es precisamente la ausencia de destino, probablemente el sentido de su vida sea deambular de una parte a otra con el único objetivo de observar gente y paisajes. La inercia de la vida adquiere protagonismo en la vida de la mujer. De hecho, ya en las primeras líneas aparece sentada en lo alto de una colina desde la que tiene una vista panorámica de lo que sucede a sus pies y desde este punto de vista nos lo describe. Pero ella no desentona en el ambiente, parece pertenecer al paisaje inhóspito como una pieza más.
Muchos personajes de Ullmann son solitarios, aun cuando viven o han vivido un tiempo acompañados, se encuentran solos o casi solos en el marco de su respectiva historia. Hasta cuando están aparentemente acompañados siguen estando solos. La autora se acerca al mundo de los márgenes. Casi todos sus protagonistas viven inmersos en los márgenes; son los marginados, la gente humilde, el objeto preferente de su atención: mendigos, ancianos, personajes de farándula, de circo, jorobados, enfermos, impedidos por alguna carencia física o/y económica… Y cuando su mirada describe escenas burguesas no falta el humor en forma de finísima y zahiriente ironía. Aunque la crítica no está sólo relacionada con el ambiente burgués; la autora la aplica en muchas otras ocasiones, cuando el comportamiento humano aparece conducido por la hipocresía. Ullmann no renuncia a la crítica irónica; cuando quiere criticar no perdona. Los entornos en los que sitúa sus personajes son rurales; allí es donde se concentran los temas de su interés y donde afloran los aspectos más oscuros y siniestros del alma humana. De ahí que describa los paisajes naturales y rústicos con extrema precisión. El ojo de Ullmann indaga a menudo en lo más hondo del alma humana. Sus personajes aparecen tocados de un aura casi escalofriante, un aura que traduce para el lector los más recónditos repliegues de sus criaturas de ficción. Los cuentos de Carretera comarcal son un retrato de muy diversos tipos humanos y reflejan las conclusiones a que su creadora llega cuando observa y se adentra en su naturaleza. Ello le permite proyectar y concluir una determinada filosofía de la vida. Si bien su simpatía se decanta del lado de los marginados, las víctimas de su agudísima ironía son también gente sencilla. Sus historias no son en absoluto moralizantes; sus criaturas están hechas de luces y sombras. Ullmann no sucumbe a la candidez del maniqueísmo. Cuando hace uso de la ironía ésta se manifiesta por partida doble: en el modo sutilmente crítico en que la voz narradora omnisciente describe la actuación de los personajes y en la manera en que éstos dejan entrever los verdaderos motivos de sus acciones. Ullmann se recrea en dejar hablar directamente a sus criaturas, utilizando sus palabras textuales o bien indirectamente cuando la autora habla por ellas en el frecuente estilo indirecto libre que aplica a la narración y que pone su alma al descubierto. Diríase que la autora trabaja lo grotesco con suprema maestría, pues retrata ambientes lúgubres, amenazadores y situaciones aciagas que con frecuencia sumen al lector en biografías grises y desafortunadas, pero le regala también momentos de expansión cuando censura ciertos comportamientos o relata historias amables que nos deleitan por su delicadeza natural y su sencillez.
Nora Gomringer en su epílogo centra el análisis de la obra de Ullmann en la recurrencia. Con razón. Gomringer nos hace ver que la recurrencia en la autora no se limita a la frecuencia con que echa mano de cierto prototipo de personajes, sino que se manifiesta sobre todo a través de la utilización en sus textos de expresiones que Gomringer representa a través de la imagen de un vector que describe un círculo y vuelve sobre sí mismo. En efecto así es. Y da pie a la reflexión esta insistente percepción de objetos, fenómenos metereológicos o situaciones que por decirlo así se repliegan sobre sí mismos y que lingüísticamente se manifiestan en el frecuente uso del pronombre reflexivo. Así por ejemplo el tic-tac del reloj: «un ruido que se reproducía a sí mismo» o la niebla, que «en cierto modo vivía de su propia luz», en El ratón, o «el daño que el propio sol se ha ocasionado particularmente a sí mismo», también en El ratón; el roedor es «un ratón, que se dedica ensimismado a una ocupación que se consagra a sí misma»; la infancia de la protagonista, que ha «transcurrido encerrada sobre sí misma, en su propio mundo», en Carretera comarcal, Tercera parte, el payaso jorobado del circo, que corre pareciendo «un círculo al que él se hubiera integrado, una cinta con la que se hubiera fundido y en la que finalmente desaparecía por completo», en El jorobado; la vida que parece repetirse «como si los ancestros, la abuela, la madre, el abuelo, el padre y los hijos vivieran la misma vida, en De las fresas; en este mismo relato se dice que el huerto es «como si existiera por y para sí mismo»; del sonido de la vejiga de cerdo se dice que «se extingue incesantemente», en Carretera comarcal, Segunda parte. Si no fuera porque sabemos que Ullmann nació en el seno de una familia judía y abrazó el catolicismo, lo cual hace pensar que era persona creyente en la trascendencia, diríase que la escritora de estos relatos reduce la existencia humana y animal al absurdo. De esta percepción parece inferirse una filosofía alejada de todo idealismo: la vida se repliega sobre sí misma, se justifica a sí misma conformando un círculo vicioso. También los espejos y sus reflejos forman parte de este mismo universo simbólico del que Ullmann echa mano por la infinita riqueza de matices que pueden llegar a desplegar. En De las fresas leemos: «Era suficiente con que el espejito que había en su interior nos mostrara los productos de la tierra en su reflejo: el puesto cargado de frutas y verduras». No en vano se les ha concedido en la mitología un lugar preferente. Y en Así me lo contaron se dice de la matrona, uno de los personajes femeninos: «ella era como un espejito cóncavo. Cuando éste se mantenía firme orientado hacia objetos y personas, éstos comenzaban a encenderse, zaheridos por la franqueza de su reflejo». Lo mismo pudiera decirse de la autora: nada escapa a su mirada. Ella es el espejo y en ese espejo se refleja el mundo.

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Regina Ullmann (*14 diciembre 1884 en St. Gallen, Suiza; † 6. enero 1961 en Ebersberg, Baviera), que se dio a conocer con su primer libro de relatos Die Landstraße (Camino rural), fue apadrinada por Rilke y entró en contacto con reconocidos escritores de su época: Thomas Mann, Robert Musil, Max Pulver y Albert Steffen, después, en 1923, con Carl Jacob Burckhardt. En 1936, por su ascendencia judía, fue expulsada de la Asociación de Escritores Alemanes (Schutzverband Deutscher Schriftsteller) y tuvo que abandonar Alemania.

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El amante, M. Durás, una lectura / Marta Braier

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El amante, M. Durás, una lectura / Marta Braier

“Ese faltar de las mujeres a sí mismas, ejercido por ellas mismas, siempre lo he considerado un error”. ( M. D )

“Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí.”(M.D)

Esta es una novela tomentosa y aluvional, como el fluir del río Mekong, el río que la narradora protagonista nombra y venera en esa Indochina, donde nació y transcurre la historia.
La narración no es lineal y nos enfrenta con la no claridad de lo inconexo. Por eso exige al lector un gran compromiso de lectura en el armado de la trama, con saltos en el tiempo y en el espacio y cambios de persona narrativa: una primera predominante que evoca y reflexiona y una tercera a modo de desdoblamiento de la primera, entre otras variantes. Se destaca así, como rasgo del estilo, una mirada distanciada, desapegada, que ubica a la autora entre las cultoras y cultores de la llamada Escuela de la Mirada o Nouveau Roman. La imagen ocupa un lugar esencial como génesis del recuerdo y se suceden escenas o fragmentos de carácter cinematográfico. De ahí que esta novela se haya llevado al cine dirigida por Jean Jacques Annaud. No satisfecha con el guión, Marguerite, escribirá su propio guión cinematográfico con el título El amante de la china del norte.
Concebida como novela autobiográfica, la enunciación discurre en tono confesional con profundas indagaciones sobre el yo, en un lenguaje de gran elaboración, que a mi juicio es uno de los logros de esta obra. El tono y el estilo narrativos calan hasta el hueso, en traslaciones de lo interior a lo exterior, en las que no faltan las impresiones del entorno y que en conjunto confieren a la prosa de Durás un intenso lirismo: “Siempre me apeo del autocar al llegar cerca del transbordador , por la noche también, porque siempre tengo miedo, tengo miedo de que los cables cedan, de que seamos arrastrados hacia el mar. En la tremenda corriente contemplo el último instante de mi vida… Hay una tempestad que ruge en el interior de las aguas del río”.
Memoria en fragmentos, iluminaciones del recuerdo: ”Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa; pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos. Quiero escribir. Ya se lo he dicho a mi madre…”.

El escenario es la Indochina francesa, allá por los años 30, en Saigón (hoy Vietnam). Por esta novela, escrita en pocos meses ya en la vejez, Marguerite Durás, ganó en Francia el prestigioso premio Goncourt, en 1984.
La historia central, es la relación amorosa, de pasión y tormento, que se establece entre la adolescente de apenas quince años de la colonia francesa,con un joven chino de 26, hijo de un millonario . Pero superpuesta y estrechamente unida a esta historia clandestina, se contará la historia de la familia de origen de la protagonista.
Los temas de la pérdida de las tierras que compró la Madre, (anegadas en el Pacífico); su dolor y su extravío, serán una constante; y también la predilección ciega hacia el hermano mayor (cruel, arrogante, fumador de opio); el amor desmesurado de la joven protagonista por el hermano menor (enfermizo, débil, sometido). Todo esto conforma un cuadro familiar de desdicha y desamparo a modo de escenario de los acontecimientos: La palabra conversación está proscrita… Estamos unidos en una vergüenza de principio por tener que vivir la vida. Ahí es donde estamos en lo más profundo de nuestra historia común, la de ser los tres hijos de esta persona de buena fe, nuestra madre, a la que la sociedad ha asesinado… A causa de lo que se ha hecho a mi madre, tan amable, tan confiada, odiamos la vida, nos odiamos.
Ella manifestará en el transcurso de la narración su deseo de escribir, como vocación o destino. La madre le dice: “quizá tú te salgas de eso… Es necesario salirse de donde se está”.
Estos perfiles de la narración desmienten la clasificación de gran novela erótica. El erotismo está y tiene un desarrollo importante, pero la caracterización de los seres más cercanos a la protagonista -madre, hermano mayor, hermano menor- es notable. Además de las referencias a la estratificación social y racial de esa zona del sudeste asiático, formas de vida, hechos históricos.
Vale afirmar que la delicadeza y pericia del estilo, convierten en piezas maestras las escenas amorosas; y el encuentro de los cuerpos amantes trascenderá lo inmediato en un amor que el devenir de los acontecimientos irá develando. De modo que esta historia en su transcurrir con alternancias, es algo así como un Bildungsroman, una novela de aprendizaje. Porque como escenario de la historia amorosa habrá otra tan importante como aquella, hasta delinearse una historia de vida familiar y personal que deja una profunda huella.
La huella de lo vivido, ese gran dolor, será el leitmotiv de varias obras de la prolífica trayectoria de nuestra escritora, raíz y génesis de su Escritura: la Escritura -como destino que se impone o elige como ya lo comenté (tema desarrollado después ampliamente en su ensayo Escribir, publicado en 1993, tres años antes de su muerte): “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que solo la escritura te salvará” (de Escribir).
Las escenas eróticas en el barrio chino de Cholen, en ese apartamento pequeño -la entrega amorosa en la intimidad del cuarto, en contraste con el estrépito de la ciudad bulliciosa- son de una gran belleza descriptiva. No quiero dejar de mencionar una imagen central que se repite confiriendo ritmo al relato: “El paso de un transbordador por el Mekong. La imagen persiste durante toda la travesía del río…”.
En un juego de anticipaciones desde el inicio, la novela conformará un círculo a nivel estructural que se cierra con el regreso y permanencia definitiva en Francia de la protagonista, ya entrada en años y una llamada que dará un brillo final a la historia. En el paquebote, de regreso a Francia, vale la pena citar otro momento de gran lirismo cuando estalla la música de Chopin, ese vals, en medio del océano que ahora los separa. Y también la escena preciosa del lavado de la casa -la Madre entregada a la tarea gozosa en compañía de los hijos y los criados- que la familia conserva a pesar de la crisis económica.
Se dice que un buen libro resiste múltiples lecturas. Esto sentí con El amante. He aquí la fragilidad del ser y la eterna búsqueda de felicidad en una sociedad con mandatos inamovibles. “Todo está ahí. Nada debe ser olvidado” –afirmará la autora francesa.

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¿Es justo el Premio Nobel? / Nick Ravangel

Revista Malabia número 76
Premios Nobel

¿Es justo el Premio Nobel? / Nick Ravangel

El Premio Nobel es considerado, desde hace mucho tiempo, como el más importante que puede recibir un escritor, un químico, un ingeniero, un pacifista. Como es sueco, y los suecos tienen fama de gente seria, el elegido queda retratado para siempre como un genio en su especialidad.
Alfred Bernhard Nobel (1833 – 1896) fue un químico, ingeniero y escritor sueco, famoso por crear el premio que lleva su nombre y, lo que pocos saben, por inventar la dinamita. Era, además, propietario de la empresa Bofors, productora de hierro y acero y fabricante de cañones y otros armamentos. Durante su vida registró 355 patentes. En su testamento dejó su fortuna a un fondo con el que se premiaría a los mejores exponentes en Literatura, Medicina, Física, Química y defensores de la Paz.
Era lógico que con este panorama los premios hayan tenido siempre un carácter político y polémico.

Edifico Nobel en Oslo

Nobel Center, Oslo, marzo 2025. Foto: F. Nogara


Escritores a los que no le fue otorgado el Premio Nobel

1. León Tolstói
Es, junto con Fiodor Dostoievski, uno de los autores rusos más prominentes. De familia perteneciente a la antigua nobleza rusa, Tolstoi desarrolló una obra realista. Al final de su vida se acercó a las corrientes anarco-cristianas, cuyas creencias con respecto al activismo sin violencia influyeron en personajes como Martin Luther King y Mahatma Gandhi.

2. Emile Zola
El exponente más grande del naturalismo francés. Su obra aborda muchas de las teorías sociales y científicas que surgieron en el siglo XIX profundizando en la condición humana de la forma más clara y objetiva posible. La vida de una familia durante cinco generaciones reunida en 20 Novelas (Les Rougon-Macquart) es su obra principal.

3. James Joyce
Joyce recurrió a La Odisea para narrar una de las historias que modificaron la literatura en todo el mundo a lo largo del siglo XX. El escritor irlandés refleja en el Ulises sus propios conflictos con muchas de las instituciones religiosas y culturales que imperaban en la Irlanda de principios del siglo pasado, sobre todo la Iglesia católica.
Sus obras más destacadas son Ulises, Dublinesses y Retrato del artista adolescente.

4. Franz Kafka
El autor checo, que escribió en alemán, expuso en sus obras la desesperación y el absurdo, circunstancias recurrentes producidas por el enfrentamiento entre los personajes y el entorno que los rodea. En La Metamorfosis, Kafka hace una alegoría del trabajador occidental de nuestros tiempos, un joven que se transforma en insecto ante la responsabilidad de tener que ir a trabajar. Sus obras más destacadas incluyen El Proceso, El Castillo y Carta al padre.

5. Alfonso Reyes
Borges lo coloca entre los grandes ensayistas en lengua hispana. Nacido en Monterrey, México, fundó junto a José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso el Ateneo de la Juventud, un grupo cuyo fin era la difusión cultural y el estudio de la literatura clásica y que tuvo una importante influencia en el desarrollo de las instituciones políticas y culturales. Esperó buena parte de su vida que se le adjudicara el Nobel de Literatura, cosa que no sucedió. Algunas de sus obras más destacadas son Cartones de Madrid, Visión de Anáhuac y El deslinde.

6. Virginia Woolf
La única mujer dentro de esta lista, desarrolló una obra que fue rescatada por el movimiento feminista de los años 70 por su ensayo Una habitación propia, en el cual aborda las dificultades que debe enfrentar una mujer que quiere dedicarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres. Su obra más famosa es Orlando, en la que realiza una parodia del género biográfico y el sexo.
Sus obras más destacadas son Orlando, Las Olas y La señora Dalloway.

7. Witold Gombrowicz
A raíz de la invasión de Polonia por del ejército alemán, el escritor polaco Witold Gombrowicz decidió refugiarse en Argentina, país al que había acudido a un encuentro de escritores. A pesar de que ya había publicado Ferdydurke, novela en la que realiza una acérrima crítica del nacionalismo polaco y con la que obtuvo su primer éxito literario, el autor comienza a desarrollar su característico estilo del absurdo en Trasatlántico.
Sus obras más destacadas son Ferdydurke, Trasatlántico, Cosmos y Contra los poetas.

8. Jorge Luis Borges
No sólo los estudiosos de la literatura ven en Borges a una figura fundamental para el pensamiento, también los matemáticos, los músicos, los filósofos y otros. Su obra abarca la poesía, la narrativa y el ensayo desde una perspectiva universal.
Sus obras más destacadas son El libro de arena, El Aleph, El Hacedor, Historia de la eternidad y El oro de los tigres.

9. Italo Calvino
Este autor italiano retrata la complejidad del hombre contemporáneo a través de una literatura que podría llamarse fantástica, pero que en realidad va en muchas direcciones. Su trilogía Nuestros antepasados, compuesta por las novelas El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente es una alegoría que hace referencia a la vida del hombre moderno a través de pasajes de una historia universal que aunque ficticia, contiene los elementos esenciales del devenir humano.

10. César Vallejo
El poeta que estableció un puente entre la poesía de Rubén Darío y las vanguardias latinoamericanas con una voz muy personal. Sus obras más destacadas: Los Heraldos Negros, Trilce y España, aparta de mí este cáliz.

A estos destacados autores dejados de lado se podrían agregar muchos más, la lista sería larguísima. Alguien podría decir: no los habrán premiado porque había otros más interesantes, con mejor estilo, que manejaban con precisión su idioma, que ahondaban en la filosofía, en la historia, en el manejo de los personajes, que sabían utilizar el qué y el cómo con maestría. Lamentablemente, no es así. Es cierto que entre los premiados hay, no podía ser de otra manera después de más de un siglo, autores de enorme calidad, con trayectoria y prestigio. Pero los casos en que el premio ha dejado dudas abundan, como abundan los críticos que han incidido en que se ha premiado o no por circunstancias políticas. Este extremo queda totalmente probado en la concesión del Premio Nobel de la Paz.
Llegados a este punto hay que tener mucho cuidado, porque se puede opinar desde la simpleza, lo fácil, la bondad y la maldad, el negro y blanco sin matices. O lo que es peor, desde el gusto personal, siempre unido al nivel cultural y la manipulación mediática. Paul Valéry decía: «La era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias». Con eso quería decir que cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad. El poder tiene un discurso. Europa (podría decir Occidente) lleva siglos contando una historia de bondad, de paz, de democracia, de bienestar, de buen hacer, de desarrollo (totalmente alejada de la realidad) y de lucha contra tiranos de todo tipo, gente malvada que sólo quiere destruir desde la selva el hermoso jardín privado. Es lógico que uno de sus mayores premios sean otorgados a quien crea y siga su discurso, se haga el distraído o se aparte de cualquier tipo de rebelión o cambio. Y quienes no lo hagan queden marginados.
Hay también, es necesario mencionarlo, ejemplos de dignidad. Jean Paul Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura cuando le fue otorgado. En una carta a la Academia Sueca explicó que él tenía por regla rechazar todo reconocimiento o distinción porque los lazos entre el hombre y la cultura debían desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones establecidas del sistema.



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