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Número 74

Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido / Nick Ravangel

Revista Malabia número 74

Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido / Nick Ravangel

Sheldon Sanford Wolin (1922-2015). Filósofo y politólogo estadounidense. Profesor emérito en la Universidad de Princeton de 1973 a 1987. En 1950 recibió el doctorado en la Universidad de Harvard. Profesor eventual en distintas universidades de Estados Unidos, Europa y Japón.
Sus experiencias vitales fueron las de un niño de la Gran Depresión, un aviador de la Segunda Guerra Mundial, un judío en la era del Holocausto y un activista de los años sesenta.
Su enfoque de la historia del pensamiento, ya desde Política y visión (1960), difiere del clásico académico, basado en el análisis cuantitativo y el conductismo. Desde su punto de vista, los acontecimientos que le había tocado vivir -manifestaciones estudiantiles en los años 60, la Guerra Fría con su retórica capitalismo contra comunismo, las presidencias de Nixon, Ford y Reagan- carecían, desde la óptica académica, de un estudio teórico a la luz de las ideas políticas amplias y diversas.
Él insistía en que la filosofía, incluso la escrita por los antiguos griegos, no era una reliquia, sino una herramienta vital para examinar las certezas de los sistemas contemporáneos de poder y pensamiento político. Y agregaba que el papel de la teoría política no se limita al examen crítico de los sistemas de ideas, sino que actúa como una fuerza que ayuda a moldear las políticas públicas, las direcciones gubernamentales y, sobre todo, la educación cívica, para fomentar una sociedad más democrática, más igualitaria, más educada y culta. Por todo ello concluía que la parte académica de la teoría política es secundaria, porque elige por encima de todo la revolución del comportamiento, no como una teoría, sino como la creciente rutina exigida por las estructuras económicas y sociales modernas, mera recopilación de datos y minucias académicas que desplazan la visión crítica.
En su ensayo, Teoría política como vocación (1969), escrito en el contexto de la Guerra Fría, la Guerra de Vietnam y el Movimiento por los Derechos Civiles, abunda en esos conceptos, haciendo una dura crítica al conductismo como verdadero causante de la incapacidad para comprender las crisis de la época. Afirma que nuestro tiempo requiere revisar una serie de teorías políticas épicas de pensadores que se empeñaron en ver el mundo de manera diferente para cambiar sus sociedades (Platón, Maquiavelo, Marx, Hobbes) y cuyos escritos, si no lograron su objetivo, al menos perduraron “como un monumento a las aspiraciones del pensamiento”.
En el libro Democracia gestionada y el espectro del totalitarismo invertido (2008) defendió la política democrática contra el surgimiento del neoliberalismo y las guerras imperiales, estableciendo una distinción entre democracia administrada y democracia fugitiva. La administrada es el espectáculo rutinario de la política electoral, disfrazada de verdadera democracia en la mayoría de los autoproclamados regímenes democráticos, fachada y pantalla de la economía capitalista moderna. La fugitiva queda limitada a esos escasos momentos de genuina participación democrática en los que el pueblo recupera el poder político: la esencia de la verdadera democracia.
A la democracia actual, administrada, gestionada, Wolin la considera una nueva forma de totalitarismo, al que llama totalitarismo invertido por oposición al totalitarismo clásico, que define como una forma de controlar la economía de manera firme subordinándola a la política, lo que en general se consigue a través de un personaje carismático.
El totalitarismo invertido prospera entre ciudadanos pasivos y políticamente desmovilizados y apáticos, que rara vez van más allá de su papel asignado como espectadores y consumidores. El sistema económico de esta forma de democracia es el capitalismo (hoy neoliberalismo), que en la actualidad ejerce el control sobre el estado, es decir, la economía domina por completo la política. Y la coartada que utiliza para lograrlo es anunciar objetivos y comportamientos democráticos, ocultando sus prioridades, económicas y expansionistas. El capitalismo en este totalitarismo es semejante al del anonimato sin rostro del estado corporativo empresarial, profundamente indiferente al bienestar de los pobres. Porque el totalitarismo invertido -a diferencia del totalitarismo clásico, que hizo la vida incierta a los ricos y privilegiados al proporcionar programas sociales para la clase trabajadora y los pobres- explota a las clases necesitadas, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, así como reglamentando la educación de masas para lograr una fuerza laboral insegura y amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios.
El empleo precarizado -en una economía de alta tecnología, volátil y globalizada, con reducción de personal, falta de defensa sindical, habilidades rápidamente desactualizadas, transferencia de empleos al exterior- crea una economía de miedo, mediatizado por un sistema de control eminentemente racional cuyo poder se alimenta de la incertidumbre. El resultado de todo esto es una ciudadanía en continuo estado de preocupación y zozobra y que, sometida a la competencia individual, anhela la estabilidad política en lugar del compromiso cívico, la protección en lugar de participación política, y permanece pasiva, alejada de la participación en el poder. Se le permite votar, pero una vez finalizado el carrusel electoral, las corporaciones y sus grupos de presión vuelven a la tarea de gobernar olvidándolos.
El estado corporativo, legitimado por las elecciones que controla, reescribe y distorsiona la legislación que antaño protegió la democracia con el fin de abolirla. Los derechos básicos son revocados por mandato judicial y legislativo. Y los medios de comunicación social y las élites, especialmente los intelectuales, académicos e investigadores, comprados e integrados perfectamente en el sistema, fomentan, si cabe más, la despolitización de la ciudadanía y la uniformización de la opinión pública, lo que hace irrelevante la disidencia política, tachada de antisistema, ultraizquierdista, extremista, terrorista.
El totalitarismo invertido desarrolla una democracia administrada. Por un lado, el gobierno asimila los modos de una corporación empresarial que, enfrentada al ideal republicano clásico del servicio público desinteresado, se vuelve más elitista y favorece a quienes reclaman experiencia en el manejo de la nación para obtener el máximo beneficio. En realidad se trata de una fusión entre capitalismo y democracia, «una antipolítica de competencia más que de cooperación», un agresivo programa de privatización que lleva a la depreciación de la democracia en cuanto representación y rendición de cuentas ante el pueblo. En teoría, las formas básicas de autogobierno popular se mantienen, pero su contenido está vacío, porque los mayores espacios del Estado se van subordinando a las maquinaciones de intereses de cabildeo corporativo, desalentando a las personas a ejercer una acción democrática real y participativa, lo que promueve una creciente “lasitud cívica” y una “democracia sin ciudadanos”, en la que la soberanía popular se reduce a la “soberanía del consumidor”.
El totalitarismo invertido no gira en torno a un demagogo o un líder carismático como en el totalitarismo clásico, sino a centros corporativos generalmente anónimos que rinden homenaje al ideal democrático y a la Constitución, a las libertades civiles, a la libertad de prensa y a la independencia del poder judicial, a la fachada externa de la política electoral, a su iconografía, a las tradiciones y al lenguaje del patriotismo, pero al mismo tiempo que lo hacen, subvierten las instituciones democráticas. El totalitarismo invertido, arteramente, profesa ser lo contrario de lo que de hecho es, y renunciando a su verdadera identidad confía en que sus desviaciones se irán normalizando como “cambio de progreso”.
Durante el mandato de Roosevelt en la década de los años 30, existía en USA un capitalismo regulado, en cierta manera, por el Estado, en un intento de controlar la actividad corporativa para el bien común. Pero a partir de la Segunda Guerra Mundial, el imaginario constitucional sucumbió al imaginario de poder de la Guerra Fría. La preocupación por el bienestar, la participación y la igualdad, fue reemplazada con una ideología “desmaterializada” de patriotismo, anticomunismo y miedo, es decir, una nueva ideología maniquea al servicio de la riqueza corporativa y la desigualdad. Los programas sociales del gobierno se redujeron o eliminaron al amparo de la reducción de costos y la mejora de la “eficiencia”. La Guerra Fría generó un aumento masivo en el gasto de defensa, lo que a su vez hizo que la economía estadounidense pasara a depender, en gran parte, de las industrias de defensa corporativas. El secuestro del gobierno por parte de las corporaciones y militaristas de la guerra permitió que el complejo militar-industrial desangrara al país.
Para Wolin, los militaristas y los corporativistas, que formaron una coalición para orquestar el surgimiento de un imperio estadounidense global después de la guerra, fueron las fuerzas que extinguieron la democracia estadounidense. Por ello llamó al totalitarismo invertido la verdadera cara de la superpotencia. Los especuladores y militaristas, a la vez que “normalizaron” la guerra, desangraron al país de sus recursos, desmantelaron las instituciones y organizaciones populares ( los sindicatos) y de esa forma desempoderaron y empobrecieron a los trabajadores.
Wolin advirtió que nunca habrá un retorno a la verdadera democracia hasta que se reduzca el poder de los militaristas y las corporaciones, porque un estado de guerra no puede ser un estado democrático. Y que de seguir en esa senda, Estados Unidos no sólo se convertiría en un estado totalitario, porque imperialismo y democracia son incompatibles, sino que su expansión lo llevaría a su fin, como ocurrió con todos los imperios.


Textos de Wolin

El gobierno no necesita acabar con la disidencia. La uniformidad de la opinión pública impuesta a través de los medios corporativos hace un trabajo muy efectivo.

La trivialización del discurso político es una táctica utilizada para dejar al público fragmentado, antagónico y emocionalmente cargado, mientras que queda sin cuestionar el poder corporativo y el imperio.

El empleo en una economía globalizada, volátil y de alta tecnología es normalmente tan precario como durante una depresión a la antigua. El resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se practica en medio de un estado continuo de preocupación. Hobbes tenía razón: cuando los ciudadanos están inseguros y al mismo tiempo impulsados por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política en lugar de compromiso cívico, protección en lugar de participación política.

Las reducciones de plantilla, la reorganización, el estallido de burbujas, el descalabro de los sindicatos, el rápido envejecimiento de las cualificaciones y la transferencia de puestos de trabajo al extranjero crean no sólo miedo, sino una economía del miedo, un sistema de control cuyo poder se alimenta de la incertidumbre y, sin embargo, un sistema que, según sus analistas, es eminentemente racional.

En lugar de participar en el poder, se invita al ciudadano virtual a tener “opiniones”: respuestas mensurables a preguntas prediseñadas para obtenerlas.
Si el propósito principal de las elecciones es elegir a legisladores maleables para que los grupos de presión los moldeen, tal sistema merece ser llamado «gobierno distorsionado o clientelar”. Es, al mismo tiempo, un poderoso factor que contribuye a la despolitización de la ciudadanía, así como una razón más para caracterizar el sistema como antidemocrático.

Las guerras culturales pueden parecer un indicio de una fuerte implicación política. En realidad son un sustituto. La notoriedad que reciben de los medios de comunicación y de los políticos, deseosos de adoptar posturas firmes sobre cuestiones no sustantivas sirve para distraer la atención y contribuir a una política de canto a lo intrascendente.

A través de una combinación de contratos gubernamentales, fondos corporativos y de fundaciones, proyectos conjuntos que involucran a investigadores universitarios y corporativos, y donantes individuales acaudalados, las universidades — especialmente las llamadas universidades de investigación — , intelectuales, académicos e investigadores se han integrado perfectamente en el sistema. No hay libros quemados, no hay Einsteins refugiados.

Cuando el mito comienza a gobernar a los responsables de las tomas de decisiones en un mundo donde abundan la ambigüedad y la obstinación de los hechos, el resultado es una desconexión entre los actores y la realidad. Se convencen a sí mismos de que las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva y capacidades nucleares: que su propia nación es privilegiada por un dios que inspiró a los Padres Fundadores y la redacción de la Constitución de la nación y que no existe una estructura de clases de grandes y obstinadas desigualdades. Unos pocos, sombríos pero alegres, ven presagios de un mundo que está viviendo “los últimos días”.

La defensa nacional fue declarada inseparable de una economía fuerte. La fijación en la movilización y el rearme inspiró la desaparición de temas como la regulación y el control de las empresas de la agenda política nacional. El defensor del mundo libre necesitaba el poder de la corporación globalizada y en expansión, no una economía obstaculizada por la “destrucción de la confianza”. Además, como el enemigo era rabiosamente anticapitalista, cada medida que fortalecía al capitalismo era un golpe contra el enemigo. Una vez trazadas las líneas de batalla entre el comunismo y la “sociedad libre”, la economía se volvió intocable para fines distintos del “fortalecimiento” del capitalismo. La fusión final sería entre capitalismo y democracia. Una vez que la identidad y la seguridad de la democracia se identificaron con éxito con la Guerra Fría y con los métodos para llevarla a cabo, se preparó el escenario para la intimidación de la mayoría de los políticos de izquierda o de derecha.

Cuando un gobierno limitado por la Constitución utiliza armas de horrendo poder destructivo, subvenciona su desarrollo y se convierte en el mayor traficante de armas del mundo, la Constitución es invocada para servir como aprendiz del poder y no como su conciencia.

El hecho de que el ciudadano patriótico apoye inquebrantablemente a los militares y su enorme presupuesto significa que los conservadores han logrado persuadir al público de que los militares son distintos del gobierno. De este modo, el elemento más sustancial del poder estatal se elimina del debate público. Del mismo modo, en su nueva condición de ciudadano imperial, el creyente sigue despreciando la burocracia, pero no duda en obedecer las directrices emitidas por el Departamento de Seguridad Nacional, el departamento gubernamental más grande e intrusivo de la historia de la nación. La identificación con el militarismo y el patriotismo, junto con las imágenes de poderío estadounidense proyectadas por los medios de comunicación, sirve para hacer que el ciudadano individual se sienta más fuerte, compensando así los sentimientos de debilidad promovidos por la economía en una fuerza laboral sobrecargada, agotada e insegura. Para su anti política, el totalitarismo invertido requiere “trabajadores con contratos temporales”, creyentes, patriotas y no sindicalizados.

En un sentido fundamental, nuestro mundo se ha convertido, como tal vez ningún otro mundo anterior, en el producto del diseño, el producto de teorías sobre estructuras humanas deliberadamente creadas en lugar de ser resultados históricamente articulados. Pero en otro sentido, la encarnación de la teoría en el mundo ha supuesto la creación de un mundo impermeable a la teoría. Las estructuras gigantescas y rutinarias desafían toda alteración fundamental y, al mismo tiempo, muestran una legitimidad incuestionable, pues los principios racionales, científicos y tecnológicos en los que se basan parecen estar en perfecta concordancia con una época comprometida con la ciencia, el racionalismo y la tecnología. Sobre todo, es un mundo que parece haber hecho superflua la teoría épica. La teoría, como Hegel había previsto, debe tomar la forma de “explicación”. Verdaderamente, parece ser la era en la que el búho de Minerva ha levantado el vuelo.

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Este texto está basado en artículos de Chris Hedges, Profesor de la Universidad de Princeton.