El concepto de una nueva modernidad / Adolfo Colombres
Modernidad dominante y modernidades periféricas, o el concepto de una nueva modernidad. (Extractos)
Pocos días antes de su trágica muerte, en un simposio realizado en Chiapas, Guillermo Bonfil Batalla advirtió que sobre América latina pesaba el riesgo de un fracaso histórico aún mayor que el precedente, y acaso definitivo, pues en el nuevo orden mundial nos dejamos poner otra vez en un papel subalterno, de mendigos, ya que tanto las metas como las reglas de juego están siendo fijadas sin nuestra participación. En la misma reunión, Darcy Ribeiro planteó que el subcontinente se hallaba amenazado por una recolonización, y que frente al aplanamiento de nuestra diversidad y la pérdida de nuestros restos de soberanía, las clases dirigentes y los intelectuales piensan más en incrementar su poder y sus prebendas que en definir un proyecto propio. Creo que tal falta de lucidez nos viene de lejos, conectándose con esa vieja dialéctica civilización/barbarie que aún nos signa, en la medida en que lo extraño, lo no occidental o lo occidentalizado apenas superficialmente es visto como bárbaro, es decir, como blanco para el etnocidio impune, para la deculturación compulsiva y el silenciamiento. Rara vez se intentó repensar lo moderno como un proyecto conciliable con las tradiciones, con los valores culturales propios. Tanto lo indígena como lo hispánico colonial fueron visto siempre como rémoras del progreso que había que eliminar si ambicionábamos un futuro de grandeza. De ahí que se inventó otra historia en nombre del saber positivo, y se llamó cultura nacional no a una realidad verificable, sino a un proyecto que negaba y folklorizaba las raíces, en lugar de promover el crecimiento desde ellas. Es decir, nunca pensamos en civilizarnos desde nuestro proceso histórico y nuestra cultura, sino que dejamos que los países centrales nos civilizaran a su modo, que nos enviaran empaquetada su civilización, sin detenernos a escrutar el contenido de dichos paquetes, pues como bien decía Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, aquí imitamos todo, menos la originalidad.
La discusión sobre el tema de la identidad americana no puede ser vista como una moda, arranca desde hace mucho. Señalaba el joven Alberdi que «es tiempo de estudiar la naturaleza filosófica de nuestra sociedad, de vestirla de formas originales y americanas». Para avanzar por ese camino habría que depurar nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Sin indagar antes en su propia naturaleza una sociedad no puede establecer sus metas ni dar respuestas válidas a la angustia de la dispersión y a la necesidad de estructurarse que experimenta la conciencia simbólica. Toda proyección implica una previa definición.
Herder, desde la perspectiva romántica que compartiera con Vico, consideraba el cosmopolitismo como algo vacío, pues a su juicio las personas sólo podían desarrollarse en la medida en que participaran de una determinada cultura. Hablar, en consecuencia, de una sola cultura, es hablar de la muerte de la cultura. Hoy la modernidad dominante impone una globalización cultural, y si las culturas de la periferia aspiran a sobrevivir, deberán articular antes no sólo una fuerte resistencia, sino también modelos alternativos eficientes en su propio espacio.
El viejo proyecto ilustrado de la modernidad aspiraba a poner a la razón al servicio de la libertad y la justicia, o sea, de la emancipación del ser humano de los mitos del poder. Pero frente a la periferia, esa razón no tardó en ser instrumentada como una Razón imperial, justificadora de la conquista y el avasallamiento, y poco a poco fue naufragando en el terrorismo de sus dogmas, para entregarse finalmente a detestables connubios con la cultura de masas y la publicidad. Hoy hasta se habla de una “racionalidad consumista”, a la que ciertos autores se inclinan a identificar con la modernidad, como si ésta ya no fuera ni pudiera ser otra cosa. Tal consumismo, convertido en la piedra angular de la sociedad del bienestar, lleva al Estado y a la mayoría de las instituciones, a dejar atrás el ideal de emancipación y hasta los principios éticos más elementales.La occidentalización del mundo, que hasta hace poco se daba por la imposición de filosofías eurocéntricas, parece conseguirse hoy más fácilmente por dicha vía, junto a la ideología que la sustenta (neoliberal, e incluso neoconservadora), eficaz virus para atacar las relaciones colectivas y solidarias, fundadas en la reciprocidad, de las sociedades tradicionales. Se implantó así una concepción de la historia cimentada en la acumulación cuantitativa de objetos, para la cual el pasado será la ausencia, escasez o simplicidad de dichos objetos y el futuro la abundancia y complejidad de los mismos. Por cierto, una razón así vaciada de contenidos humanos no podía dejar de tomar visos de irracionalidad, y esta facultad que nació hace siglos como un intento de independizarse de la dictadura de los mitos clásicos, terminó rindiéndose al fetichismo de la mercancía, a nuevos mitos de hojalata, sin coherencia interna ni esplendor.
En base a esto se puede afirmar que nuestra emergencia civilizatoria debe partir de una crítica a dicha modernidad, que nunca se articuló con la periferia como una honesta transferencia científica y tecnológica dirigida a promover su propio proceso evolutivo, sino como una imposición indiscriminada y en bloque, como una agresión imperialista a su visión del mundo, que quiso hacer de su superioridad científica y tecnológica (no en todos los campos, y adquirida en gran medida como producto del despojo) la prueba incontestable de su superioridad cultural.
Desde un comienzo, la modernidad se presentó como un movimiento de raíz romántica dispuesto a arrollar toda tradición, sin detenerse a considerar su grado de bondad, de racionalidad. Devino así una religión de progreso tan obsesiva como los mitos que pretendía desterrar, que destruyó a las sociedades tradicionales y su medio ambiente, erosionó los sistemas simbólicos sin contribuir a su recomposición interna y desvertebró a los sujetos colectivos, impidiéndoles asumir su ascenso histórico, pues prefirió acoplarlos a su carro triunfal. Se habla por ello del mito racionalista de la modernidad, que sirvió para que los países centrales se desarrollasen a expensas de los periféricos, con lo que el mito del progreso terminó desplazando al progreso real, y se cayó en el cinismo de llamar modernidad (o modernización) a la dominación. Su retórica, lo que constituye su discurso, nos dice Georges Balandier, fue calificada como retórica de la ruptura, la búsqueda continua y la innovación. Lo nuevo es valorado por ser nuevo, sin que nadie se detenga a analizar su calidad intrínseca ni la calidad que destruye para imponerse. Lo actual, lo último, es sacralizado, sin advertir que así se sacraliza lo efímero, a diferencia de las culturas clásicas, que sacralizan los seres y las cosas para asegurar su duración en el espacio simbólico, pues en lo fundamental no modifica el orden de las cosas.
Este énfasis puesto en el presente mutila también la temporalidad, tanto del individuo como de la sociedad. En la cultura de lo inmediato y lo efímero el pasado importa cada vez menos, y tampoco constituye una preocupación el futuro que no sea inmediato, por lo que se abandonan las metas de largo y hasta de mediano plazo. Se instaura de este modo una cultura fragmentada, hecha de balbuceos, en la que sólo cuentan las sensaciones intensas y no lo que éstas puedan aportar. Por eso Balandier caracteriza a la modernidad como una fuga sin fin, una ilusión que deviene una mímesis del verdadero cambio. Así, nunca se es moderno; se está siempre en vías de serlo, pues lo moderno no llega a conformar un estado definitivo, sino algo condenado a desplazarse continuamente. Movimiento imbuido frente a la periferia de una filosofía de la historia fatalista: sus pasos son irreversibles, y su fuerza arrolladora, ineluctable. Por eso, lo más conveniente es relevar esas culturas y guardar sus creaciones en un museo antes que la modernidad haga su entrada. Bajo tal enfoque, la negación de toda línea de desarrollo diferente parece estar implícita en el concepto de modernidad, tal como funcionó siempre en la periferia, y por eso preferimos llamarla “modernidad dominante”. Y esto es así porque no duda de la eficacia de la lógica de la eficacia, de la universalidad de su proyecto científico y tecnológico, del crecimiento continuo de las fuerzas productivas, ni se pregunta por la racionalidad de sus modelos de desarrollo en las diversas situaciones concretas, por su costo social y cultural, y a quién benefician los mismos. Porque lo que es bueno en el pensamiento abstracto puede no serlo en el concreto, instrumental, y a menudo no lo es. Tampoco se pregunta por la dependencia que la innovación puede generar. Dicha lógica univalente termina desplazando a la libertad y la justicia del concepto de modernidad, vaciando a ésta en nombre de la eficiencia (¿eficiencia para qué?), la rentabilidad y un progreso que, como vimos, es más ajeno que propio, más de los ricos que de los pobres.
La modernidad, como resultado de esa racionalidad consumista que la fue envolviendo, terminó devaluando el lenguaje, convirtiéndolo en un hablar para no decir nada, o para engañar o vender, no para crear el ser de las cosas. Esta ruptura del compromiso con el lenguaje, que lleva a Steiner a referirse a una era de la post-palabra, se torna evidente cuando se analiza la oralidad de las sociedades tradicionales, tan cargada de sentidos. Hoy las imágenes se alzan con más fuerza que dicha palabra devaluada, pero son imágenes estereotipadas, que también procuran engañar o vender, y no detonar la aventura del mito.Al deteriorar la palabra, la modernidad convirtió la política en un simulacro, en un juego sin contenido, dirigido a individuos que carecen de opinión propia y voluntad, como advierte Balandier. Actividad desprovista de sentido, en la que se pretende convencer a quienes no tienen ya convicciones, sino una mera aspiración a un bienestar creciente, desligado de toda ética, y que simulan no obstante ser ciudadanos preocupados por el bienestar común y la defensa de los valores sociales. Ausencia o dilución –también observada por Baudrillard- de los acontecimientos que constituyen la historia, por lo que incluso ésta se ve vaciada de contenidos.
Es que la modernidad ha trastornado la economía de lo simbólico al multiplicar innecesariamente el número de los signos y aplanar su sentido, lo que por fuerza les resta eficacia. Señala Balandier que los signos se gastan más rápido que los artefactos, tornándose ilusorios, poco creíbles. No están hechos para durar, sino para seducir por un instante, por lo que son investidos de exotismo y forzada singularidad. Brillan por su ausencia los paradigmas sólidos capaces de respaldar el ethos social, por lo que el proceso, en la medida en que se nutre de estos signos descartables, no puede dejar de conducir a un debilitamiento moral irreversible. Esto involucra hasta las religiones, las que pactan sin tapujos con la cultura de masas para capitalizar fuerzas antes consagradas al arte, por lo que no es casual que las iglesias electrónicas ocupen los cines que se cierran. Cada grupo religioso se comporta como una empresa comercial y mercantiliza la zona sagrada, cuyos contenidos devienen bienes de consumo, mientras las “almas” (es decir, los fieles) son objeto de una competencia que tiene más de comercial que de confesional. En vez de desenmascarar a los profetas sospechosos y combatir sus prácticas en nombre de la razón que dice regirla, la modernidad los incorpora a sus desvanes, convertidos ya en el reino de la incoherencia, y hasta les presta toda su tecnología para asegurar su éxito: también aquí el medio es el mensaje.
Ya no importa la palabra, el mito, sino el poder de sugestión del ritual, por más absurdo que sea.
En lo estético, la modernidad propició en la periferia una creatividad desvinculada de su base territorial, es decir, desarraigada del proceso histórico de la cultura de pertenencia. Las vanguardias artísticas (casi siempre de inspiración occidental) pactaron con la frivolidad más extrema, estableciendo alianzas tácticas con la regresión neoconservadora a pesar de su cacareado apoliticismo. Adorno caracterizó a la modernidad estética por la constante compulsión a la innovación y la subversión del sentido de la forma. Energía contraria a toda forma establecida y a toda clase de tradición, como un remolino que todo lo devora. Quizá no imaginó que el remolino iría tan lejos, hasta el punto de amenazar con la abolición de la vía simbólica, a fuerza de activar el simulacro y la banalización de toda forma noble de cultura, y de propender a la uniformización del deseo y los modos de satisfacerlo. Y no sólo la vía simbólica, sino hasta el mismo imaginario está en riesgo de ser abolido, pues la apropiación científica del mundo, que todo lo inventaría minuciosamente, deja cada vez menos sitio a los sueños.
Y mientras avanza por un lado este proyecto de descontextualización y neutralización política, por el otro se inventa el actor social. Es que, como dice García Canclini, a los mercados y los medios no les interesa lo genuinamente popular, sino la popularidad, lo que se vende masivamente y gusta a las multitudes. La definición comunicacional de lo popular abandona así la base sustancialista, ontológica, que le asignó el folklore. En esta “democracia audiovisual”, lo popular le es dado al pueblo desde fuera, en la medida que son los medios los que producen lo real.
El hecho de que estos fenómenos se manifiesten con mayor intensidad en el centro que en la periferia no es motivo para menoscabar su importancia, por tratarse de algo expansivo, que es exportado a la periferia. También es importante decir que estos fenómenos no corresponden a la modernidad, sino a ese costado negativo de la misma, una excrecencia que es el costado negativo de la postmodernidad. Porque cabe preguntarse si ese fin de las vanguardias que postula el postmodernismo no actúa en la periferia como una forma de vanguardia, una moda intelectual y artística que al igual que las anteriores, sirve de eje estructurador al colonialismo cultural.
Después de arrasar el mundo periférico en nombre de su modernidad, Occidente proclama el fin de la misma e invita a desensillar, a olvidar las viejas heridas y sobre todo las grandes reivindicaciones, ya que lamentablemente la historia ha terminado y hay que volver a casa. Se trata del discurso del cinismo, pues la historia está lejos de terminarse, por más que se pretenda renunciar a las utopías. Porque mientras haya seres humanos habrá historia, es decir, acontecimientos, contradicciones, grupos de poder, hegemonías, dominaciones, discriminaciones, y también resistencia, lucha por los derechos pisoteados.
De lo que se trata es de repensar, desde la periferia, el proyecto de la modernidad, rearmarlo por completo en función de nuestras necesidades, lo que nos obliga a retomar los conceptos de comunidad y tradición, pues no puede hallarse en otro lado el punto de partida.
En el proyecto a construir la tradición no debe ser vista ya como un obstáculo, sino como un sustrato necesario. Es que la tradición bien entendida no es que no deba cambiar, sino que tiene que ser cambiada, pero por el desarrollo de sus formas, no por imposición ajena. Revolución y tradición no son términos excluyentes, como el mismo Lenin reconoció. Se podría decir que sin tradición no puede darse una verdadera revolución, y también, extremando la dialéctica que sin revolución (es decir, sin un cambio renovador) no habrá verdaderas tradiciones sino tiránicas piezas de museo. Claro que la tradición no encarna de por sí una racionalidad específica ni garantiza el afloramiento de la verdad, pero es en el horizonte de la misma donde se la deba buscar.
Cuando hablamos de tradición decimos que hay que contar con ella como punto de partida, como un referente valioso para producir significados, y no que deba rendírsele culto de modo acrítico, porque eso resultaría tan poco conducente como el antitradicionalismo de la más acérrima modernidad positivista, que pretendió separarla hasta del proyecto de cultura nacional. Porque no puede soslayarse que la tradición ha servido de base en el mundo a distintos tipos de movimientos políticos y culturales, muchos de ellos harto cuestionables. Señalaría cinco tipos de tradicionalismos: 1) Fundamentalista, Sólo interesado en preservar a cualquier precio los valores del pasado; 2) Formal. Mantiene formas políticas, sociales y culturales del pasado cuyo contenido ha sido modificado, como sería el caso de la monarquía constitucional inglesa. 3) Pseudo tradicionalismo. Recurre a una tradición averiada en su afán de dar sentido a una realidad social y cultural que parece haberlo persido. 4) De resistencia. Importante en América, porque permitió mantener la coherencia de los sistemas simbólicos y proveyó de puntos de apoyo contra la dominación; 5) Crítico. No se limita a ocultar las reivindicaciones políticas bajo máscaras religiosas y culturales ni a resistir la dominación, sino que se esfuerza en renovar la tradición para ponerla al servicio de la emergencia del grupo, de una actualización histórica que lo encamine a la modernidad.
El concepto de tradición nos remite al de comunidad, desde que toda tradición se sustenta en una comunidad. Por eso el alejamiento de la tradición devino en una pérdida del sentido comunitario. Es en las distintas comunidades donde residen las alternativas culturales, tanto en el acto como en potencia. Frente a un sistema de irracional voracidad no perdieron el sentido común y por eso son vistas como peligrosas. Edificante y a la vez extraña lección dan al mundo “civilizado”, “racional”, las culturas del mito, también llamadas “primitivas”.
Es que en verdad no hay sociedades de la razón y sociedades del mito, por más que la comunidad abra al pensamiento simbólico un espacio mayor que la sociedad del bienestar. Todo pueblo posee una racionalidad, y también mitos, sean clásicos o modernos. Vimos que para imponerse, el concepto de modernidad utilizó una máscara, la del Progreso, que resultó más criminal y mucho menos poético que algunos cultos primitivos. En un principio el pensamiento científico, para constituirse, debió extremar su separación del pensamiento mítico, lo que es aceptable como procedimiento metodológico, pero insistir hoy día en ese cisma resulta infructuoso y hasta poco científico, pues implica dar por sentado que los mitos carecen de significado, de una verdad que pueda ser también explicada en términos racionales. Y, por el lado del discurso dominante, hay razones que no pueden justificarse en términos estrictamente racionales, y que se sustentan en los mecanismos ciegos del poder, sin resistir a veces al menor análisis.
La modernidad occidental fragmentó al hombre, y de lo que se trata ahora es de reunificarlo, de juntar sus partes dispersas y darles coherencia, y para eso apelamos al espíritu comunitario.
El ataque iluminista a la comunidad se hizo en nombre del sujeto, pero nada degradó tanto al individuo como la modernidad, especialmente en su faz última, cuando se alía con la cultura de masas y la publicidad. El iluminismo vio en el sujeto el individuo pensante, y en la comunidad una entidad inerte, conservadora, dispuesta a obstaculizar todo cambio. En algunos casos puede ser así, pero la comunidad al menos no banaliza al individuo ni aplana la cultura con el alegre entusiasmo que lo hace la cultura de masas.
Toda identidad se construye a partir de la noción de sujeto, pero olvida que éste no es sólo individual. Existen también los sujetos colectivos, de mayor relieve para las ciencias sociales. Todo aporte individual, si es aceptado por el grupo por expresar su sentir, es objeto de una inmediata apropiación colectiva, que lo compartirá en testimonio de una cultura compartida.
Del libro «América Latina: Los desafíos del tercer milenio» (Ediciones del Sol 1993)