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Número 66

A propósito de la cultura uruguaya / Federico Nogara

Revista Malabia número 66

A propósito de la cultura uruguaya / Federico Nogara

El importante movimiento cultural uruguayo de la primera mitad del siglo XX ha causado extrañeza en el mundo occidental, sobre todo teniendo en cuenta las dimensiones del país, uno de los más pequeños de América Latina, y su población, que en aquel entonces no llegaba a los tres millones de habitantes. Una de las explicaciones de este boom cultural podría estar en la curiosa historia del país. Hay en ella enviados ingleses expertos en desestabilización, fuerzas extranjeras de lugares diversos, una oligarquía reaccionaria, criollos ambiciosos, caudillos locales sin apenas escrúpulos, religiosos retrógrados, los imperialismos y, por encima de todo, el problema de la identidad. Aclaro que este razonamiento no es de mi cosecha, pertenece a Emir Rodríguez Monegal, que encima subrayaba el carácter político y social de la literatura uruguaya (dentro de la latinoamericana), basándolo en la época convulsa en que se desarrolló. Y Monegal era considerado un conservador.

Jean Paul Sartre decía: «Al tomar partido el escritor por la singularidad de una época se une a lo eterno y su tarea de escribir consiste en hacer entrever los valores de eternidad que están implicados en los debates sociales y políticos». Hoy, que mayoritariamente se escribe para vender, es lógico acudir a los conceptos moderno y antiguo propio de las mercancías, dejando de lado cualquier tipo de atisbo filosófico, en especial el de la atemporalidad del arte, que Sartre deja implícito.

En Uruguay los debates sociales y políticos han sido constantes, incluso antes de que emergiera como país. Pero claro, si hablamos de escritura, Uruguay no es Francia, ni tampoco la literatura uruguaya es la francesa. Francia forma parte de una literatura central, la europea, y es quizá el centro de ese centro. La literatura uruguaya es periférica, secundaria, como denominaba Borges a las literaturas latinoamericanas en su ensayo «El escritor argentino y su tradición». El escritor francés sólo tiene que decidir qué escribir y cómo hacerlo dentro de su poderosa tradición, mientras el escritor latinoamericano es condicionado ante la hoja en blanco por las preguntas que se hace el mismo Borges: ¿Cómo llegar a ser universal en un suburbio del mundo? ¿Cómo escapar al nacionalismo sin dejar de ser de un país latinoamericano? ¿Hay que ser latinoamericano o resignarse a ser un europeo de segunda? El escritor uruguayo, desde su peculiaridad, agrega otras preguntas: ¿Es Uruguay un país inventado, es cierto lo del Estado tapón? ¿Era en realidad su héroe nacional, Artigas, uruguayo o se le endilgó la nacionalidad por motivos políticos?

Para dar prueba fehaciente de la gran complejidad histórica (y política) uruguaya, que ha avivado la creación, me valdré de algunos ejemplos.

1) La lucha por la independencia del imperio español. Artigas, el héroe nacional uruguayo, derrotó en 1811 al ejército español. Con eso le hubiera bastado para fundar una República y pensar en el futuro. Pero la política es mucho más compleja. Artigas era el único caudillo de la independencia que combinaba la lucha contra el imperio español con la unidad latinoamericana, la revolución agraria y el proteccionismo industrial en los territorios bajo su mando. Con semejantes planes no podía gustar a los poderosos, que se conformaban con echar a los españoles y tener libertad entonces para seguir acumulando riqueza. Por ello, además de enfrentarse al imperio español, tuvo que vérselas con el centralismo de Buenos Aires (puerto contra el campo) y al imperio luso brasileño que tenía detrás a Inglaterra. Hay suficientes datos de la inquina hacia el caudillo, en especial de los unitarios bonaerenses, que reclutaban a sus integrantes de la oligarquía, los militares y los comerciantes y en lo económico defendían el liberalismo, el libre comercio y la contratación de empréstitos. Santiago Vázquez, por ejemplo, definía a los caudillos, y en especial a Artigas, de lobos lanzados sobre los pueblos ejerciendo el robo, la violencia y el terror; Bartolomé Mitre opinaba que el caudillo tenía los instintos feroces y la hipocresía del gaucho malo bajo sus apariencias humildes y Sarmiento lo caracterizaba como el patriarca del degüello y la barbarie. En la Banda Oriental, Rivera, que sería el primer presidente uruguayo, escribía a Ramírez, después que ambos decidieran traicionar a Artigas, que para restablecer el comercio tan deseado (con el imperio luso-portugués y sus amos imperiales) una de las necesidades era disolver sus fuerzas, con lo que conseguirían el bienestar general y al mismo tiempo «librarían a la humanidad de su más sangriento perseguidor». No es casual que la Universidad inglesa de Cambridge definiera a Artigas en sus libros de historia de 1949 como un «bandido y degollador».

La disparidad de fuerzas lo llevó a la derrota y al exilio en Paraguay. Poco después del nacimiento de Uruguay como país soberano, un grupo de emisarios fue a buscarlo para que volviera a la patria. Artigas los despachó con un breve comentario: «Yo no tengo patria».

De ahí en adelante, el olvido. El caudillo murió en 1850 a los 86 años, en una época de constantes enfrentamientos entre blancos y colorados, los dos partidos políticos mayoritarios en Uruguay. En 1855, en un intento de unirlos por encima de los intereses partidistas y de paso erradicar el caudillismo, se plantea y decide la exhumación y repatriación de los restos de Artigas para usar su memoria como elemento de cohesión. Pero el momento elegido sería inadecuado, porque la caída del gobierno de Flores dejó el tema en segundo plano y la urna con las cenizas quedó depositada hasta nuevo aviso en un rincón de la Capitanía del Puerto.

Unos años después comenzó el proceso de rehabilitación y hasta nuestros días la apelación a su memoria fue constante. El último gran homenaje a Artigas lo llevaron a cabo los militares golpistas en los 70 construyendo en la céntrica Plaza Independencia de Montevideo un mausoleo a su memoria debajo de su estatua ecuestre. El otrora bandido y degollador pasó a ser «el primero de los generales uruguayos» dentro de una institución que se consideraba a sí misma sostén de la patria y la identidad nacional.

2) Derrotado Artigas y obligado a exiliarse en 1820, la Banda Oriental quedaba en manos del imperio luso-brasileño (dominado siempre por Inglaterra), que la llamó Provincia Cisplatina. Cinco años más tarde se produjo un hecho quijotesco de los que abundan en la historia latinoamericana: treinta y tres hombres comandados por Lavalleja desembarcan en la playa de la Agraciada dispuestos a comenzar la lucha para expulsar al poderoso invasor.

El 25 de agosto de 1825, reunidos con otras fuerzas afines en el Congreso de Florida, declaran la independencia del territorio oriental y la voluntad de seguir formando parte de las Provincias Unidas (la verdadera patria de Artigas).

La guerra se hace inevitable y los ejércitos chocan en Ituzaingó, según unos, y en Paso del Rosario según otros. Es fundamental detallar la situación política en la que se llegaba a esa batalla. El centralismo porteño (Buenos Aires) no tenía ningún interés en la Banda Oriental, bastante tenía con sus provincias. Y la Banda Oriental, como había quedado claro en el Congreso, se reivindicaba como parte de las Provincias Unidas. El Imperio luso-brasileño había intentado desde siempre anexionarse el territorio (de hecho, Brasil terminó quedándose con gran parte del mismo). Entre bambalinas Inglaterra, cuyo representante, Lord Ponsomby, experto en la creación de Estados tapón dentro de la política divide y conquista del Imperio que representaba (luego del Río de la Plata haría su trabajo en Bélgica y Holanda), había dejado claro que su gobierno nunca aceptaría que sólo dos países (Brasil y Argentina) dominaran la franja oriental de América del Sur. Su intención era hacer de la Banda Oriental un país independiente.

Las negociaciones de paz fueron uno de los hechos más bochornosos de la delirante historia de América Latina. No se celebraron, como era lógico, en casa del vencedor, sino en Río de Janeiro, la del vencido. Y el territorio por el que se había luchado (la Banda Oriental) fue entregada de forma graciosa a quienes habían perdido la guerra. Pero Inglaterra y su representante no estaban conformes con la anexión definitiva del territorio al Imperio luso-brasileño, así que maniobraron para que la resolución final fuera crear un Estado independiente. De esta forma nació el Uruguay.

3) El sitio de Montevideo. Ocho largos años, de 1843 a 1851, duró el asedio al deseado puerto. Me interesa, por sobre cualquier otra consideración para este artículo, la nacionalidad de los defensores de la capital de Uruguay, que resistían a las fuerzas federales de Rosas, el caudillo argentino, y de Oribe, del Partido Blanco uruguayo.

De acuerdo al padrón de población de 1843 había en la ciudad 16 mil europeos, 11500 orientales, 3200 argentinos y 1340 africanos. Las fuerzas de la defensa eran: una legión argentina, una italiana al mando de Garibaldi, una legión vasca, dos batallones franceses, tres batallones de libertos, un batallón de orientales y uno de migueletes catalanes.

4) El «nacionalismo uruguayo». Alrededor de 1880, ya estabilizada la balcanización latinoamericana, se comienza a hacer patente la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya superando las constantes luchas entre los partidos mayoritarios, blancos y colorados. En este contexto, el «regreso» definitivo de Artigas como elemento de cohesión es inevitable. Dice el historiador uruguayo Methol Ferré: «Un Uruguay separado del resto de América latina, que quita a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista poseedor de las Tablas de la Ley y reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica». Faltaba la concreción social y económica de esa conciencia nacional. Y el «nacionalismo uruguayo» se concreta de forma curiosa: una nutrida manifestación de destacados ciudadanos encabezada por el primer presidente de la Asociación Rural de Uruguay, principal representante del sector latifundista, termina en el domicilio del general Latorre para llevarlo en volandas a la Casa de Gobierno. La definición clásica coincidía con los hechos: «En una sociedad semicolonial, con la presencia dominante del poder extranjero, una oligarquía antinacional y una mediocre burguesía nativa, el ejército asume, bajo determinadas circunstancias, la representatividad de las fuerzas nacionales impotentes o, por el contrario, se transforma en el brazo armado de la oligarquía». Es lo que siempre se ha llamado Bonapartismo, que los europeos actuales no entienden o no quieren entender porque consideran que ya no hay colonialismo. El caso de Venezuela demuestra con claridad lo contrario. La aparición del Bonapartismo en los países del tercer mundo se debe a la debilidad de las clases poseedoras. Un ejemplo histórico es Argentina.

Los «logros» de este período de gobierno conocido como el Militarismo fueron la búsqueda de la paz interna y el orden, sobre todo en el campo (la introducción del alambrado convirtió al gaucho en peón rural), y la afirmación del derecho a la propiedad privada.

No es casual que la parte positiva sin discusión del período fuera la Educación, puesta en manos de José Pedro Varela, cuya consigna era «educar, educar, educar».

5) El Batllismo. La idea de un capitalismo tercermundista perfecto llega a Uruguay de la mano de José Batlle y Ordóñez y en lo sucesivo sus apologistas abundarán. El Batllismo se basa en la idea de un Estado benefactor en cuyas manos deben estar las empresas públicas. Partiendo de esa idea se estatizan los bancos dando lugar al Banco de la República y al Hipotecario, y también los seguros, con el Banco de Seguros del Estado. La labor no se limita a lo público, el Estado actúa allí donde el capital privado es impreciso y llega a sustituir las empresas extranjeras cuando descubre que se llevan las ganancias al exterior.

En el plano social los avances son muy importantes: Ley de divorcio, voto de la mujer, 40 días de asueto por maternidad, jubilación a los 65 años, prohibición de trabajar a menores de 13 años, jornada laboral de 8 horas con un límite de 48 a la semana y un día de descanso obligatorio.

Con el paso del tiempo y la caída en picado de la economía aparecieron las críticas. Una de ellas es la tendencia anti-rural, anti-argentina y anti-latinoamericana que generó, se instaló en el país y es el origen del racismo. En la década del 30 los uruguayos se sentían orgullosos de su «origen caucásico» y se referían al resto del subcontinente llamándolo «la indiada». En cuanto a lo económico, se afirma que el Batllismo y luego el Neo-Batllismo gobernaron para la burocracia montevideana olvidándose del campo, y que la industrialización de Montevideo creaba una industria hipertrofiada que servía a un mercado de un millón y medio de personas. Al mismo tiempo se vendía la carne y la lana a Inglaterra a altos precios y no se invertía en el campo, que seguía en el latifundio y el subdesarrollo.

6) La dictadura y la Operación Cóndor. No quisiera aburrir con datos que no agregarían nada a lo que todos sabemos y que abundan en internet. Sólo señalar que la larga dictadura uruguaya (en realidad comenzó en 1967 con las medidas prontas de seguridad y acabó en 1986) cumplió con el objetivo principal: destruir la cultura. La Operación Cóndor dejó claro el propósito, expulsando del país a la mayoría de los intelectuales comprometidos. El destierro fue total. Hace un par de meses, en uno de los programas culturales de la radio pública, el director y un poeta joven invitado coincidían en señalar que los uruguayos que viven y escriben en Europa no son tomados en cuenta en Uruguay, ya no pertenecen al país, son europeos. Es curioso. La literatura estadounidense moderna nació y se desarrolló en París. Y nadie le negaría la nacionalidad a Hemingway, Ezra Pound, Henry Miller y tantos otros que vivieron la mayoría de su vida fuera de Estados Unidos.

País inventado, héroe nacional que reniega de la patria y sin embargo ha sido considerado su fundador, el faro de sus valores, y que cuando esa patria nació era considerado un bandolero y un degollador por la misma clase social que luego lo encumbró; capital poblada y dominada desde siempre por una mayoría europea; acceso a la «modernidad» a través de un gobierno bonapartista y luego ejemplo de eficacia capitalista hasta la decadencia extrema, un gobierno militar que exterminó, encarceló y expulsó a gente que hubiera sido muy valiosa para el país. Y al final más de medio millón de uruguayos viviendo en el exterior y la cultura partida en tres: Montevideo, el interior (los de afuera les dicen) y el exterior (los de más afuera, a quienes no se les permite ni votar). Temas no les han faltado ni le faltan a las letras uruguayas. Y lo más importante: todo lo ocurrido es parte de la conciencia y del acervo de los nacidos y nacionalizados en el territorio, al igual que todo lo creado por los que fueron antes, aunque muchos prefieran no reconocerlo.

La globalización, santo y seña del capitalismo actual junto a la libertad de mercado, prometía un gran futuro para la cultura y las letras. Todos los creadores, fueran de donde fueran, tendrían la oportunidad de ofrecer sus producciones culturales de forma abierta, como si se tratara de una feria callejera. Pronto comprendimos que no sería así. Los grandes grupos mediáticos dominan la cultura de masas (televisión, periódicos y radios importantes, editoriales de difusión masiva) con un único objetivo: vender, ganar dinero. Lo que no genera ganancia es dado de baja de inmediato o desaparece. El libro, la película, la pintura, se han convertido en mercancías. A esta situación no escapan los organismos de cultura oficial, que repiten en cada comunicado el concepto de industria cultural, dando legitimidad a esa conversión. Y las mercancías circulan con mayor fluidez donde tienen más consumo. Cuando una editorial española masiva publica a un escritor español lo difunde en todo el ámbito de habla hispana, pero cuando la sucursal uruguaya de esa editorial (para usarla de ejemplo) publica a un autor uruguayo, éste no sale del país (con suerte llega a Buenos Aires). El escritor del tercer mundo queda preso de su minúsculo mercado, donde el libro suele tener un precio alto, prohibitivo para gran parte de la población. A la dificultad de publicación se agrega la de difusión. Algunos libros de calidad de autores con trayectoria del tercer mundo duermen el sueño de los justos en los sótanos de las librerías españolas. Su pecado es la escasez de ventas por no ser entretenidos.

Para superar estas dificultades sería necesaria la ayuda estatal y una producción de calidad avalada por producciones anteriores en el tiempo. Pero aquí tenemos un problema que es también un misterio sobre el que habría que trabajar. Uruguay tiene, como decimos, una literatura magnífica, pero no muestra orgullo por ella. Las embajadas y consulados uruguayos en Europa promocionan otras cosas, en general el folklore, dejando de lado a escritores/as que, curiosamente, son leídos en las escuelas y estudiados en las universidades de los países en que están instalados.

A este problema global se agrega el local. Decía hace poco en una entrevista un veterano autor uruguayo: «La literatura uruguaya actual carece de vuelo porque es políticamente correcta». Y no lo decía, conste, refiriéndose a la política partidista, sino remitiéndose al concepto clásico de política: todos somos políticos por vivir en la polis, en sociedad. Eric Hobsbawm opinaba que la revolución cultural de finales del siglo XX ha consistido en el triunfo del individualismo sobre la sociedad.

Hemos pasado de la literatura social de los primeros sesenta años del siglo XX al amontonamiento de palabras con mejor o peor resultado. Y la escritura de los jóvenes parte del individualismo.

Un periódico uruguayo entrevistó el año pasado a cuatro jóvenes poetas bastante «notorios». Las preguntas versaron sobre el porqué de su escritura y la relación de la misma con Uruguay. Las respuestas fueron muy curiosas. «La narrativa como la poesía son estados de ánimo». «Empecé a escribir poesía cuando entendí que era algo más físico que intelectual». «La poesía es una forma de habitar el planeta». «La realidad a veces deviene en un conjunto de palabras». Y en lo relativo a Uruguay coincidieron los cuatro en que la temática autóctona, nativa, no existe. Solamente uno de los entrevistados mencionó muy de pasada el diálogo con quienes escribieron antes.

En este sentido han hecho mucho daño los talleres literarios que han recomendado no leer a nadie, limitarse cada tallerista a escribir lo que siente cuando mira el paisaje o la pared. El problema está en que para sacar algo de esa observación habría que tener el talento de un Faulkner o un Rimbaud. Y es cierto que el escritor estadounidense miraba el paisaje, pero agregándole la gente de su dolido y doliente sur, y el francés también usaba las paredes, pero para fabricar las barricadas de la Comuna de París.

(Texto leído en la presentación del libro El faro de arena)