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Número 62

Aleixandre: memorias, gratitud / Roberto Fernández Retamar

Revista Malabia número 62

Aleixandre: memorias, gratitud / Roberto Fernández Retamar

El verdadero conocimiento de un poeta es esencialmente, por supuesto, el de su poesía. Y ese conocimiento sobre Aleixandre vine a tenerlo entre 1845 y 1949.

En 1945, cuando cumplí quince años, comencé a escribir poesía y ensayo que fueron publicados en revistas. Mis lecturas se hicieron entonces más encarnizadas: y así apareció Aleixandre en mi vida.

Es innecesario, y a la vez inevitable, recordar que en esa fecha hacía sólo seis años que había concluido, trágicamente desde el punto de vista nuestro (mío, de mi familia, de mis amigos), «la guerra de España», y este hecho sería uno de los determinantes de mi formación. La España de entonces quedó para nosotros cortada en dos: tajante e injustamente, como sabría después. Los «buenos» estaban muertos -Unamuno, admirado en mi primera adolescencia hasta la devoción, Machado, Lorca, Miguel Hernández- o en el exilio -Juan Ramón, Moreno Villa, León Felipe, Alberti, Guillén, salinas, Cernuda, Prados, Altoaguirre…- ; los «malos» estaban dentro. Con seguridad, Aleixandre fue el primero en desarreglarme aquella dicotomía falaz aunque explicable. Yo no tenía mucha claridad política, para decir lo menos, pero me parecía natural no estar de acuerdo a la vez con Federico, astro deslumbrante, y con «los asesinos de García Lorca». Estaba convencido de que la justicia política andaba maridada con la expresión mejor. A esta creencia coadyuvaban las oleadas de exiliados españoles que habían llegado y seguirían llegando a tierras americanas, donde muchos iban a echar hondas raíces, incluso en mi alma.

¿Y Aleixandre? No estaba fuera, sino dentro; no estaba enterrado ni exiliado. Sin embargo, con relación a él, se hizo de rigor hacer una excepción (que incluiría luego a muchos más), no exenta de perplejidad. Había estado, es cierto, con «los leales». Incluso Miguel Hernández le había dedicado Viento del pueblo. No había manifestado en forma alguna adhesión al régimen sombrío impuesto en su país tras la derrota. Y una enfermedad (más o menos misteriosa: nunca llegué a saber cuál era) le había impedido el penoso peregrinar. Esas razones fueron el pórtico que no sólo me autorizaba, sino incluso me impulsaba a leerlo con los mejores ojos. Que yo estaba acertado en esto me lo ratificó la aparición de un poema suyo en la Revista de Guatemala, publicación progresista de aquel país.

Así entré en aquella poesía personal, tan cerca de la de algunos americanos de su generación como del duende o el bramido de Federico; el ingenio, el claro dibujo o la politización expresa de Alberti; la perfección no carente de lumbre de Jorge Guillén; el sofrenado amor de Salinas; la realidad y el deseo de Cernuda (tendría que esperar aún mucho para que existiera su admirable desolación de la quimera). En Aleixandre, después del ejercicio de Ámbito, su voz se abrió a una marea jadeante, invadida por los grandes, imperecederos temas del Romanticismo. Pronto me llamó la atención que dos de sus mejores libros tuvieran el mismo título, el cual proclamaba, con distintas palabras, una pareja esencial de dichos temas. Me refiero, como es natural, a Espadas como labios y La destrucción o el amor. «Espadas» equivale a «destrucción», a «muerte»; y «labios», a «amor». Thanatos y Eros en su vigorosa presencia, pero no opuestos, sino fundidos: «Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo». Pues el «como» del primer título equivale a la «o» del segundo (y del verso citado); «o» no disyuntiva, sino identificativa, como estudiaría minuciosa y acertadamente el poeta Carlos Bousoño en su libro sobre la poesía de Aleixandre, libro que reseñé con simpatía. Por ese camino poético, de vuelta de asepsias al cabo esterilizantes, y en camino de «humanización», como se dijo sin duda para impugnar el famoso ensayo de ortega y Gasset, andaba Aleixandre. El último libro de César Vallejo se llamó, significativamente, Poemas humanos, y es un texto capital cuyas resonancias llegan hasta nuestros días. En su evolución, Aleixandre también desembocaría en la historia mejor. Nada sorprendente que un libro suyo se llamara Historia del corazón. Pero me he adelantado algo.

Para finales de los años cuarenta la poesía de Aleixandre había entrado en la mía alimentándola. Y un poeta joven imita como respira, si bien no respirará del todo sino cuando deje de imitar; sin por eso dejar de admirar. Esta constatación me llevó a enviarle mi segundo libro poético, Patrias, en 1952. Su carta sobre el libro fue muy elogiosa.

Sé que en más de una ocasión se le echó en cara a Aleixandre el carácter manirroto de su correspondencia, su elogiar sin demasiada medida a incontables versificadores que volcaban sus papeles, desde todo el ámbito hispánico sobre su casa de la madrileña calle de Velintonia.Pero, lógicamente, no puedo sumarme a esos echadores. Para un poeta de veintidós años, cuya faena poética recién comenzaba, unas líneas así, escritas por un poeta mayor admirado de veras, en aquella letra ancha, llena de aire, que parecía ella misma una mano cordial, tenían que ser un estímulo inolvidable. Que ese estímulo se dilapidara en muchos casos, no debe imputársele a quien, como Alfonso reyes en nuestra América, sentía el deber de incitar a las entonces nuevas hornadas.

Por eso al aparecer mi próximo se lo envié. A vuelta de correo recibí carta suya:

«Le leo a usted siempre con gusto y enseñanza. Esta temporada he tenido conmigo su libro La poesía contemporánea en Cuba, precioso estudio utilísimo para los que no siendo cubanos, pero sí lectores de la poesía de ustedes, agradecemos la sistematizada versión que usted da de esa lírica, sin duda una de las más altas de América».

Para que se aprecie plenamente la delicadeza que Aleixandre mostró en aquella carta y en acontecimientos posteriores, me es inevitable referirme a una amarga circunstancia en la que él desempeñó un papel involuntario y doloroso. El gran escritor e inolvidable amigo José Lezama Lima (quien, dicho sea entre paréntesis, a la sazón era prácticamente desconocido salvo por unas cuantas docenas de lectores entusiastas, entre los que me contaba), en cuya memorable revista Orígenes yo había empezado a colaborar en 1951 y lo seguiría haciendo hasta su triste final, me pidió que aquel libro llevara el sello de la revista: así vio la luz en 1954 dentro de esa prestigiosa colección. Sucede, sin embargo, que dos años antes se había iniciado en Orígenes un proceso que daría al traste con la publicación: tal proceso comenzó en el número 31 (1952).

Uno de los varios «Epigramas» de Jorge Guillén, «Los poetas profesores», aludía con ironía a Juan Ramón, y sobre todo a su esposa Zenobia. Desde las primeras revistas impulsadas por Lezama, había sido habitual que en ellas colaboraran escritores de la España peregrina, el más destacado de los cuales era el extraordinario Juan Ramón, cuyo paso por Cuba, a raíz del inicio de la Guerra Civil en España, tuvo un enorme impacto no sólo en poetas para entonces ya formados, sino especialmente en poetas en formación, como el propio Lezama (quien siempre reconoció el magisterio juanramoniano) y otros más jóvenes que se agruparían en torno a sus revistas. Un excelente ejemplo del fecundo paso del gran poeta andaluz por tierras cubanas se encuentra en el libro Juan Ramón Jiménez en Cuba, compilado, prologado y anotado por Cintio Vitier para su publicación en La Habana en 1981, al cumplirse el centenario del nacimiento del poeta español. Tengo que mencionar estos hechos porque ellos contribuyen a explicar la aparición en el número 34 de Orígenes (1953) de unas prosas de Juan Ramón con el título de Crítica paralela. Allí, entre otros temas, respondió con virulencia a Guillén, y, además, hizo una brutal alusión a la enfermedad de Aleixandre, a propósito de un aforismo (en verdad poco afortunado) que éste había dado a conocer en una revista madrileña. Lezama, según me dijo, trató de convencer por carta a juan Ramón para que no publicara esos materiales, pero éste adujo que había sido atacado en Orígenes (lo que era cierto en lo tocante a Guillén, pero no a Aleixandre), y que tenía el derecho a responder desde esas mismas páginas. El codirector de la revista, el crítico y traductor José Rodríguez Feo, se encontraba en ese momento en España, por lo que a Lezama no le fue posible consultar el asunto con él y decidió publicar el defensivo/agresivo texto. A su vuelta, Rodríguez Feo discrepó de la decisión de Lezama y después de discutir decidieron separarse creando sendos Orígenes. El de Lezama contaba con un comité de colaboración formado por intelectuales cubanos que integraban el «grupo Orígenes» (entre los que nos contábamos los escritores muy jóvenes que habíamos publicado en la revista); el de Rodríguez Feo tenía un comité de colaboración formado por escritores no cubanos, entre los que se contaba Aleixandre. Hay que añadir que Aleixandre había colaborado por dos veces en la revista original, donde además había aparecido una hermosa semblanza sobre él debida a Luis Cernuda (número 26, 1950). Era evidente, pues, que no había allí animadversión alguna a propósito suyo. Incluso su opinión era una de las tres que Lezama adujera (las otras dos fueron de Alejo Carpentier y Octavio Paz) al realizar, en el mismo número 31 en que Guillén dio a conocer sus «Epigramas», una apasionada y justa defensa de la antología de Vitier Cincuenta años de poesía cubana. Citó entonces Lezama este juicio de Aleixandre:

«Repasando la colección de la revista Orígenes, ve uno el valor ejemplar que en el ámbito total tiene la poesía cubana, y la fuerza, el fuego espiritual que da sentido a ese admirable grupo de poetas, cuya vitalidad y alcance son ejemplares, y la perfecta emoción de la obra de arte que con el consiguiente haz de sus dones obtiene».

De hecho, Aleixandre, Vicente Gao y José María Valverde fueron los únicos escritores españoles residentes en la Península que publicarían textos suyos inéditos en Orígenes. Los demás escritores que lo hicieron estaban en el exilio. La revista de Lezama, sin la ayuda económica de Rodríguez Feo se extinguió en 1956, clausurándose así, tras doce años fecundos, la vida de una de las revistas literarias, especialmente poética, que ha tenido Cuba. No voy a insistir en el penoso incidente, que hoy es agua pasada, ya que hubo después reconciliaciones (y separaciones de otro orden) imprescindibles. Aleixandre, por su parte, colaboró en el primer número de Orígenes de Rodríguez Feo y otra vez en Ciclón, su segunda revista, pero, según lo que sé, no intervino en aquella polémica específica, ni alteró por ella su relación con los escritores que habíamos publicado en la revista desde la cual recibió el ataque de Juan Ramón: ataque que, como bien se sabe, tenía que ver con antiguas y lamentables rencillas entre poetas españoles, en las cuales se cruzaron palabras innecesarias que no se apagaron al trasladarse muchos de los discutidores a América, a veces con consecuencias tan infaustas como la muerte de Orígenes.

Me ha sido necesario este rodeo para hacer entender la benevolencia de Aleixandre (tan distinto, según experimenté en carne propia, de algún coetáneo suyo) no sólo en cuanto a la carta anterior, sino a otros hechos más relevantes. En 1955, habiendo ganado una beca, me trasladé a París para realizar estudios. Todavía soplaban aires macartistas en USA, por lo que ni me tomé el trabajo de pedir visa de tránsito en ese país. Y como no había conexión directa La Habana- París, tuve que intentarlo por Madrid. Aquella España resultó en esto menos intolerante que los Estados Unidos de entonces y así obtuve mi visa. Esa circunstancia me llevó a pasar por un país aún enlutado por la guerra, cuyo pueblo me conmovió por el enorme cariño demostrado, más allá de cualquier coyuntura política, a Cuba. Al regresar, en diciembre, pasé de nuevo por Madrid y decidí presentarme en casa de Aleixandre. Creo que puedo hacer mías las palabras de la semblanza dedicada por Cernuda a su colega a la que ya hice mención:

«Recuerdo siempre la cordialidad, la simpatía con la que Aleixandre me acogió. No sabía yo cómo él, regulando su jornada de manera precisa e invariable, dedicaba al reposo, para atender a su salud, las horas en que yo, sin previo aviso, había irrumpido con mi visita. Que rompiera su reposo para recibirme fue ya una gentileza. Era en su casa tan recogida y silenciosa, entre los árboles del parque Metropolitano. En el salón donde me habían hecho pasar, mientras anunciaba mi nombre, apareció un mozo alto, corpulento, rubicundo, de cuya benevolencia amistosa daban prueba, ambas sonrientes, la entonación de su voz y la mirada de sus ojos azules».

Quizá sólo deba cambiar el término «mozo», ya que en aquel diciembre del 55 Aleixandre tenía cincuenta y siete años, los que yo tengo ahora (¡Dios mío: a lo mejor era mozo!). La conversación fue como de viejos amigos. De hecho, en parte lo éramos, ya que habíamos cruzado algunas líneas, yo conocía y admiraba con fervor casi todos sus libros publicados hasta la fecha (incluso Historia del corazón, recién aparecido), y él, a su vez, había leído lo poco que había yo escrito hasta entonces. Debió haber sido jueves, porque Aleixandre, que había ingresado en la Academia de la Lengua, tenía reunón ese día, por lo que me invitó a acompañarlo mientras se encaminaba a dicha reunión. No recuerdo si tomamos algún vehículo. Sí recuerdo que caminamos juntos durante cierto tiempo, hablando sin cesar. Como ya he dicho, el incidente de Orígenes no surgió en ningún momento. Yo le preguntaba con insistencia sobre cómo había sido su vida en España a partir de la derrota del 39, teniendo en cuenta su evidente simpatía por la causa de los derrotados, visible en sus romances de la guerra, en los manifiestos que firmara, en su participación en revistas como la excelente Hora de España… Aleixandre me dijo que durante cierto tiempo incluso la mención de su nombre había sido prohibida en las publicaciones españolas. Al cabo, en un catálogo de de libros se permitió que apareciese, y ello lo animó a enviar a un editor los originales de su libro Sombra del paraíso, que se publicó en 1944. Aquel año también vio la luz el notable libro de Dámaso Alonso Hijos de la ira. Como es de sobra sabido, con ambos textos (en especial el de Dámaso) la poesía de España empezó a salir de su momificación que, con raras excepciones, había sido lo usual en el primer quinquenio posbélico. Era evidente que Aleixandre había seguido conservando cálidas relaciones con los otros poetas de su brillante generación dentro y fuera de España. Y bien sabía yo cuánto lo estimaban muchos de los poetas españoles más jóvenes, quienes con frecuencia veían en él a un maestro, por su obra y por su gallarda postura. Además, su preocupación por la poesía hispanoamericana era insaciable; y la información que tenía sobre ella, copiosa.

De su propia poesía, sin embargo, habló poco. Como las meteduras de pata tienen la desdicha ya no de ocurrir, sino además de ser recordadas, me viene ahora a la mente una: yo conocía por algunos poemas publicados en antologías su primer libro, Ámbito, y, suponiéndolos de aquella obra, le mencioné entre otros (felizmente bien ubicados) esos versos suyos que tanto me gustaron (y me gustan) del soneto «A Fray Luis de León: «La alta noche su copa sustantiva / -árbol ilustre- yergue a la bonanza, / total su crecimiento y ramas bellas.» Aleixandre me rectificó con suavidad: aquel poema no había aparecido en Ámbito, aunque haberlo sido por su escritura. (Ahora veo en sus Poesías completas de 1960 que lo recogió en Nacimiento último, donde hay poemas escritos entre el 27 y el 52; y también que lo escogió para su antología Presencias, de 1965.) Pero en general, como dije, apenas habló de su poesía. Sí evocó su discurso de ingreso en la Academia, Algunos caracteres de la nueva poesía española, donde señaló nuevos rumbos (nuevos para entonces, claro) de la lírica de su tierra, a los cuales él no era ajeno: así podía ser objetivo sin dejar de hablar de sí.

No recuerdo acritud alguna en sus palabras, y habría querido conservar con nitidez sus alusiones, positivas todas, a tantos poetas, desaparecidos y vivos. Por desgracia, las tres décadas pasadas desde entonces me han borrado no pocos detalles y no quisiera ser injusto con nadie. A la puerta de la Academia nos despedimos con un cálido apretón de manos.

De vuelta en Cuba me encontré con la publicación de mi libro Alabanzas, conversaciones y le envié de inmediato un ejemplar a Aleixandre. En el verano de ese año me encontraba de nuevo en París cuando recibí una larga carta suya:

«¡Sorpresa! ¡Usted otra vez en Europa! Su libro me llegó y pensé en escribirle a usted despacio desde esta soledad, donde llevo tres meses. Me reservé… y al abrir el equipaje me encontré sin su obra. Así me pasa por mi desorden. Le hablo de memoria, pero su libro me acompañó mucho, después de ser una sorpresa. Ha crecido usted mucho. Tiene una dicción ceñida en transparencia, en su justo verso libre para un fondo complejo y rico. Obtiene usted un desarrollo para sus poemas que se cumple en su proporción. Me parece que el timbre de este libro es inconfundible y es, sin duda un libro importante (espero que usted mismo se dé cuenta de ello) en la nueva poesía cubana, que me precio de conocer bastante bien. (…) Ya veo que no se dará una vuelta por Madrid. lo siento y recuerdo nuestra tarde de diciembre último. Será para mí una satisfacción si usted escribe su recuerdo de aquel día, y le animo a hacerlo, si entra en sus planes. ¡Cuánto me gustaría leerlo y tenerlo! Dentro de un par de días regreso a Madrid. Si baja a España, allí me tiene. (…) Muchas gracias por su libro y adelante con su poesía».

Mi vida iba a complicarse, y a llevarme por derroteros distantes. Cerrada por conocidas razones políticas la Universidad de La Habana, y tras recibir una invitación de José Arrom, y constatar un cierto apagamiento del macartismo en Estados Unidos, estuve un tiempo en la Universidad de Yale, donde ofrecí un curso sobre poesía hispanoamericana contemporánea, y leí de y sobre ella. Volví en 1958 a mi país, y retorné a mi modesta colaboración con el Movimiento de Resistencia Cívica.

Ese mismo año Jorge Mañach, quien vivía en España, realizó en Madrid, entre otras, una interesante entrevista a Aleixandre. Al preguntarle por la poesía cubana él respondió:

«En su tierra de usted, el gran Martí dio con su obra la justa lección. Hoy siento a la poesía cubana como una de las más ricas de aquel hemisferio; y no se lo digo por halagarlo. Reciente aún la desaparición de Brull y de ballagas, vivos dichosamente Nicolás Guillén y Florit, la poesía cubana actual muestra la variedad de su poder en maestros y jóvenes: Lezama, que ha hecho escuela, y Dulce María Loynaz, solitaria; Feijoo, Baquero, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Piñera y alguno más. Hasta los últimos, Eliseo Diego, Iznaga, Fernández Retamar, Fayad Jamís, y tantos otros que hacen experimentar, cara al porvenir, La continuidad de la poesía cubana.»

No obstante algún que otro nombre ausente o situado fuera del orden cronológico, Aleixandre reveló aquí, una vez más, su familiaridad con nuestra poesía, y el aprecio con el que la miraba.
A principios de 1959 se produjo en Cuba una eclosión de publicaciones periódicas de carácter cultural. Una de ellas, Nueva Revista Cubana, comenzó a dirigirla Cintio Vitier y luego yo cuando él fue nombrado profesor de una Universidad del centro del país. Apenas apareció la revista Cintio pidió colaboración a Aleixandre, quien le escribió carta dirigida a ambos:

«Queridos amigos: (…) A uno y a otro manifiesto mi satisfacción por la revista, que ha empezado con fuerza y carácter. La veo, con su inteligente entendimiento y medios, a la cabeza de las revistas de América. Defiriendo a vuestros deseos soy ya colaborador de la misma y aquí va mi primer original para ella: «Dos poemas» (…)»

Pocos meses después Aleixandre se dirigió sólo a mí felicitándome otra vez por la publicación y tratando de asegurarse de que habíamos recibido sus textos.

Los años transcurridos desde entonces han sido y siguen siendo un torbellino: hermoso y vertiginoso y creador y amenazado. Quien se haya tomado la molestia de leer las cuantiosas páginas que he escrito en este cuarto de siglo, sabe que más de una vez he pensado y sentido que vivía experiencias como las de aquella entrañable España de 1936-1939 cuyos dramáticos resplandores iluminaron mi infancia. Esto es, desde luego, otra cosa. Pero las memorias se amontonan; y las esperanzas. En este torbellino, además de escribir sin cesar, he desempeñado tareas que no voy a enumerar, con tres excepciones, porque tienen que ver con Aleixandre. En 1962, siendo secretario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, publiqué mi primer intento de «poesías reunidas» (como llamó a las suyas mi fraterno José María Valverde). Tras enviar el libro a Aleixandre recibí unas líneas en una tarjeta que tenía impresas sus señas personales:

«Mil gracias, amigo mío, por este regalo de su libro Con las manos tendidas (el libro se llama Con las mismas manos) ¡Una hermosa sucesión ardiente!».

No me aparece en mi revuelta papelería otra carta o tarjeta suya. ¿Se han extraviado? ¿No volví a mandarle libros míos? ¿Le fatigaba seguir manteniendo su gigantesca correspondencia? No sé: quizá un poco de todo. Pero Aleixandre quedó muy cerca de mí, porque durante años ofrecí en la Universidad de La Habana un curso sobre poesía española del sigloXX, y hasta publiqué -con fines sólo escolares- una antología de ella en 1965. Aleixandre ocupaba un lugar muy alto en aquel curso.

En 1965 pasé a dirigir, hasta hoy, la revista Casa de las Américas, y mi labor se volcó hacia lo que Martí llamó «nuestra América». En la sección de informaciones varias que en dicha revista se llama «Al pie de la letra», tuve la inmensa alegría de escribir la breve nota «Aleixandre con Nobel». (número 106, enero-febrero de 1978), cuando en 1977 se le otorgó con justicia dicho premio al autor de En un vasto dominio. Después de una presentación escueta de su obra y de aludir a la rica generación a que perteneció, la nota concluía:

«Bien puede decirse que durante los años siniestros del franquismo Aleixandre desempeñó una noble tarea de orientador y estimulador de jóvenes poetas españoles, que le reconocían su cordial magisterio. Es a este poeta al que se le ha otorgado el galardón sueco, en momentos en que su país vive un proceso de apertura. Un abrazo al viejo amigo y constante poeta.»

Los datos que he aportado en estas páginas explican el contexto de estas palabras.

Su muerte (que me llenó de tristeza) me sorprendió de viaje fuera de Cuba. El jefe de redacción de Casa escribió entonces, encabezando «Al pie de la letra» (número 149, marzo-abril de 1985), bellas líneas que ratifiqué en planas, con identificación, y concluían: «el legado de su quehacer literario y vital fue afirmación de amor y negación rotunda de la destrucción».

Atenea, Concepción, Chile, Nº 473, segundo semestre de 1995