Algunas veces el Che / Roberto Fernández Retamar
Un montón de memorias
Lisandro Otero me invita a escribir algo sobre Las Villas, sobre la batalla de Santa Clara si es posible, y, por supuesto, sobre el héroe de esa batalla, el comandante che Guevara. Todo de prisa, a la cubana: y de prisa es que me he puesto a escribir, y me ha venido un montón de memorias.
El nombre de Las Villas, como todos sabemos, fue echado al mundo por razones enérgicas: la invasión que, encabezada por los comandantes Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara, iba recorriendo la Isla, a semejanza de aquella otra, capitaneada por Antonio Maceo, que hasta entonces había sido para nosotros “la invasión” por excelencia. De repente, la historia estaba ardiendo otra vez. A La Habana nos llegaban ráfagas de aquellas noticias estremecedoras.Cuando ya celebrábamos aquí la huida del tirano, la ciudad de Santa Clara caía en manos del Che, tras una campaña que había adquirido matices legendarios.
Vi al Che fugazmente pocos días después, cuando a instancias del músico Pablo Hernández Balaguer (entrañable amigo mío desde la niñez) fuimos a la fortaleza militar de la Cabaña, entonces bajo la jefatura del Che. Pero no vine a hablar con él sino meses más tarde, cuando ya se encontraba al frente del Departamento de Industrias del Instituto Nacional de la Reforma Agraria. Lo visité allí porque yo dirigía entonces la Nueva Revista Cubana, y quería pedirle una colaboración suya sobre el viaje que él había realizado a países de África y Asia. La antesala fue inacabable: en medio de lo que me parecía un desorden espumeante, pasé horas en las cuales almorcé o cené (o ambas cosas) con jóvenes militares que suponía su escolta, y con muchos más. El Che recibía a las personas más disímiles. Al cabo me llegó el turno. Cuando entré en su despacho, estaba allí, planteándole algún problema que implicaba la consulta de papeles, su bellísima compañera, Aleida March.
Finalmente pude abordar mi tema. Lo hice lo mejor que pude. Pero fue en vano. Él, abrumado de tareas, me sugirió amablemente trasmitir mi solicitud a Pancho García Valls, con quien trabajaba y lo había acompañado en el largo periplo. Pancho, compañero mío desde los años del Bachillerato, realizó la encomienda, en artículo que titulé “Viaje a las colonias de ayer”.
Dos años después de ocurrida, tuve la oportunidad de ver la batalla de Santa Clara, y de hablar con su protagonista. Fue el 30 de diciembre de 1960. Yo acababa de regresar de París, y estaba en el cine La Rampa, donde se estrenaba Historias de la Revolución, el primer largometraje de Tomás Gutiérrez Alea. La última parte de esta película trata de esa batalla, y lo hace con eficacia. A la salida de la proyección debía ir con el poeta Pablo Neruda, entonces de visita en Cuba, a una entrevista con el comandante Guevara, a la sazón presidente del Banco Nacional. A medianoche entramos Neruda y yo en el edificio de Cuba y Lamparilla que veinte años atrás, siendo niño, yo frecuentaba. Allí estuvo la Escuela de comercio de La Habana, y como mi padre enseñaba en ella, me llevaba algunas noches, en visitas que para mí eran grandes aventuras. De eso conversaba con Neruda cuando el Che llegó, puntualmente, y nos hizo pasar a su oficina. He dicho más arriba que entonces tuve ocasión de hablar con él. Exageré. Debí decir que tuve ocasión de oírlo. He perdido mucho, y de lo que recuerdo no puedo garantizar la completa fidelidad de las palabras, pero sí el sentido.
El Che no hubiera estado en la proyección de la película porque, según decía, una película tendría que basarse en los momentos culminantes de la batalla, y que para los que había estado en ella, no había tales momentos culminantes. Me dio la impresión de que cuando la realidad de su vida se convertía en ficción, él se sentía, como es natural, incómodo.
Después pasó a hablarse de la situación política. En Cuba esperábamos la agresión yanqui (que al cabo llegaría en abril del año entrante): había tensión y acuartelamiento. Él, convencido de que nos atacarían, lejos de descartar la agresión directa, me parece que la consideraba como la más probable. El Continente conocía en ese momento una intensa maquinación diplomática, con el fin de provocar antes la ruptura colectiva con Cuba. No sería extraño que los gobiernos latinoamericanos se plegaran a ello. De la endeblez de los “liberales” latinoamericanos acababa de dar prueba el ex presidente guatemalteco Arévalo, llamando a Cuba “sardina roja” o algo así. Pero el Che no tenía la menor duda sobre la capacidad de resistencia del pueblo, sobre su inquebrantable voluntad de victoria, pero que supondría grandes sacrificios, privaciones incluso de objetos importantes para la vida diaria.
Neruda quiso entonces asegurarse de que entre esos objetos no se encontrarían los libros. El Che le respondió que eso dependería de la agresión: en primer lugar, se necesitarían alimentos, medicinas, armas, instrumentos de trabajo. Neruda reiteró su preocupación por las publicaciones, no sólo las extranjeras sino también las nacionales, que debían ser, decía, cuidadosas y bellas. La tipografía debe atenderse, es algo delicado: cuando se pierde su tradición, se adquiere la costumbre de los libros feos, y cuesta mucho enderezar el mal gusto. Como es natural, el Che asentía. Me agradaba ver a Neruda volver sobre esta preocupación al parecer meramente esteticista. Mientras tanto, yo me había fijado en que, en un armario, había varios saquitos de mate. Empecé a esperanzarme con la idea de tomar al fin mate en la vida real, no sólo leyendo autores del Plata, que nos han inclinado a esa bebida como los escritores rusos del siglo XIX nos hacen requerir un samovar. En ese momento, alguien entró con una bandeja…de café. El mate resultó ser regalo accidental de un amigo. El Che habló luego de las lecturas en la Sierra para aprender y enseñar. Había leído Martí a sus hombres, y a veces les resultaba difícil. Les era menester una redacción más asequible. Jaime Barrios, economista chileno conocido por Neruda, entró entonces, y supimos que el Che era solicitado para una reunión. Se volvieron a retomar temas conversados y nos despedimos.
A partir de 1959 ó 1960 había coincidido varias veces con el Che en recepciones diplomáticas que entonces no eran nada formales, pero donde apenas me era dable, si acaso, saludarlo. No obstante, en una de esas oportunidades, en el restorán La Torre, el cual se usaba para esos menesteres, lo rodeamos varios escritores y artistas (recuerdo entre ellos a Adelaida y a Rine Leal) y tuvimos con él una conversación algo más extensa. Cada cual le hablaba de lo que quería, y él respondía con afabilidad y su habitual humor. Yo le mencioné su crónica ”Alegría de Pío”, que había aparecido no hacía mucho. En tal crónica, como se recordará, él contó cómo, al sentirse herido de bala en el pecho y pensar que iba a morir, recordó el cuento de Jack London donde un hombre perece de frío. Para tirarle de la lengua, le dije que eso demostraba que él era un intelectual de tiempo completo, ya que incluso en un momento tan crítico se ponía a evocar una obra literaria. Además, añadí, evidentemente el tiro no había resultado mortal: ¿adónde había ido a parar esa bala? A lo primero, el Che me replicó que parecía mentira que yo no me hubiera dado cuenta de que se trataba de morir con dignidad, como había hecho el personaje de London. En cuanto a lo segundo, tomó mi mano y la llevó a la parte posterior de su cuello, donde todavía podía sentirse la bala.
A propósito de crónicas como ésa, que el Che venía publicando sobre todo en la revista del Ejército, Verde Olivo, con el título Pasajes de nuestra guerra revolucionaria, Nicolás Guillén y yo, a nombre de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, lo visitamos a mediados de 1962, en el Ministerio de Industrias. Queríamos obtener su autorización para recoger dichas crónicas en un libro que publicaría la Unión. Cuando le informamos de nuestro propósito, el Che estuvo de acuerdo: como resultado de ese acuerdo, dio su título definitivo al libro (Pasajes de la guerra revolucionaria), revisó las planas últimas y se las devolvió a Guillén, añadiéndole al final unas líneas humorísticas.
En aquel encuentro hablamos después de otras cosas, y de repente, para mi sorpresa, Nicolás sacó un modelo de ingreso en la UNEAC, se la dio al Che (a quien tuteaba), y le pidió que lo llenara. El Che admiraba mucho a Guillén. Lo había presentado con palabras bien elogiosas en un recital que en febrero de 1959 se le organizó en La Cabaña al autor de la Elegía a Jesús Menéndez. Pero ni siquiera esa admiración fue suficiente para que accediera a la solicitud de Nicolás, a quien dijo que no se consideraba escritor. Tercié en la conversación, explicándole al Che que seguramente Guillén no pensaba al hacerle la solicitud en los versos del comandante, que al parecer él mismo no apreciaba demasiado, sino en textos como los que nos habían llevado allí, y donde él se revelaba un evidente escritor, si bien no un escritor al uso. Pero tampoco mi argumentación lo hizo variar de criterio.
Poco después de esa visita recibí desde París una carta de mi amigo Robert Altmann en que me pedía gestionarle una entrevista con el Che a David Rousset, quien pensaba visitar Cuba, Cuando el autor de El universo concentracionario llegó a la Isla, trasladé mi solicitud. El Che lo citó en el Ministerio, a las doce de la noche de un sábado. Me pareció natural que fuera con Rousset a la cita, y así lo hice. El Che salió puntualmente de su despacho, se dirigió a nosotros, habló con Rousset en un francés fluido, y volviéndose hacia mí me preguntó, con su ironía acostumbrada (que yo no pude dejar de vincular a su opinión sobre alguno de mis juicios durante la visita previa, con Guillén), si yo era el traductor. Hubiera querido irme en ese mismo momento, pero no había forma elegante de hacerlo, así que quedé con ellos durante el resto de la noche. El Che nos arrastró al trabajo voluntario que realizaría en una textilera, adonde llegamos en su auto, conducido por él mismo, para sobresalto de su escolta. Ignoro si Rousset escribió después algo sobre la singular visita.
Mi siguiente (y más memorable) encuentro con el Che se debió a un azar: un “seguro azar”, en las palabras de Salinas. En los primeros días de marzo de 1965, al ir a abordar ese avión Praga – Habana que todo cubano toma, o aspira a tomar, alguna vez, y que se va haciendo familiar como un tranvía de barrio, tuve la alegría de saber que haría el vuelo no sólo con muchos alumnos becados, sino también con el Che y otros compañeros del gobierno (Osmany Cienfuegos, Arnold Rodríguez), además del secretario del Che, Manresa. Cruzamos unas palabras, y todo no habría pasado de allí. Pero, por desperfecto del aparato, el vuelo supuso una larga detención en Shannon, Irlanda, y significó dos días con sus noches. En esas condiciones, sin tabaco que fumar, prácticamente sin libros que leer (el Che acabó leyéndose la antología poética compilada por De Onís, que yo llevaba, así como mi ensayo “Martí en su [tercer] mundo”, con el que fue generoso), y a pesar de ocasionales incursiones en el ajedrez y el dominó, la conversación adquirió una importancia especial. Debo a ese hecho fortuito el haber hablado algunas horas con él, lo que es una de las cosas gratas y aleccionadoras que en estos tiempos me han ocurrido. Se trata de una persona difícil de elogiar. Con una mirada, una sonrisa, o llegado el caso una frase mordaz, desarma al candoroso (o malicioso) alabador. Deplora a los turiferarios y sus variantes. Por otra parte, es imposible no sentir en su compañía, incluso en esa temporal y accidental intimidad, la impresión de rectitud y grandeza que emana de él. Y desde luego de austeridad. A la pobre aeromoza del avión de Cubana que en el aeropuerto de Shannon le llevó una caja de tabacos, le preguntó si la acababa de comprar en dólares, y al responderle ella afirmativamente, le pidió que la devolviera y reclamara el dinero.
La evidencia de la superioridad humana del Che la ha expresado admirablemente uno de los escritores más rigurosos de nuestra América en estos años: don Ezequiel Martínez Estrada. También él sintió esa impresión, y la dijo en su “Che Guevara, capitán del pueblo”. Véanse esas páginas del escritor menos áulico del Continente, y me será más fácil hacerme entender. Ellas expresan, mejor de lo que yo podría hacerlo, la experiencia que me fue dada tener en esas horas. Que no estaban hechas, por supuesto, de meros asentimientos.
Se comprenderá que en horas se habla de muchas cosas. Algunas iban a adquirir después, para mí, valor especial. Como su observación de que, a diferencia de Fidel, y de muy escasos gobernantes del Tercer Mundo, Ben Bella no contaba en torno suyo con un equipo de hombres fieles. Pero en general, volvía entusiasmado con África, y lamentaba lo poco que entre los pueblos africanos habíamos divulgado nuestros hechos, y lo poco que nosotros conocíamos los suyos. Es menester salvar ambas lagunas: enviarles, traducidos al inglés y al francés, nuestros textos más importantes, y editar aquí los de ellos. Él había recomendado la publicación entre nosotros del libro fundamental de Fanon, los Condenados de la tierra, y hablamos del mismo. A partir de la experiencia concreta de África, Fanon llegó, por sus propios pasos, a conclusiones bien cercanas a las de nuestra Revolución. Nos es menester pensar por nuestra cuenta los problemas y las soluciones. Es bien pobre, por ejemplo, lo que existe en relación con la economía política del período de transición. Hay que ir a las fuentes, estudiar acuciosamente a Marx y Lenin. Sólido conocimiento de los clásicos, y fidelidad, en los planteamientos, a nuestras realidades, nos permitirán eludir el escolasticismo contemporáneo. Esa es tarea particularmente importante y difícil para nuestros países, los países de eso que ahora han dado en llamar el Tercer Mundo. Carecemos de cuadros especializados, pero no por eso podemos quedarnos de brazos cruzados. Hay que interrogarse ante los errores, dar con sus raíces, rectificarlos. Arriesgamos quedar presos en la ley del valor y sus consecuencias, aún cuando creamos asumir posiciones inequívocamente revolucionarias.
Hablamos de un trabajo que había aparecido recientemente en la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Se trata de “El castrismo: la larga marcha de la América Latina”. Su autor, Régis Debray, joven estudioso francés que viviera en Cuba y en otros países de la América Latina, es un admirador irrestricto del Che. En su casa, que yo acababa de visitar, sólo hay un retrato: una foto del Che que le tomó él mismo en La Habana. Esto no se lo dije al comandante, pero de la lectura del artículo se desprendía más lo que yo pudiera decir. Dicho artículo es sin duda notable, y a él le interesaba, aunque aquí o allá hubiera propuesto rectificaciones.
No sé como pasamos a hablar de lecturas juveniles. El Che tuvo esa formación de francotirador propia de muchos intelectuales latinoamericanos: se entusiasmó con Freud y se separó de él ante el fanatismo estrecho de muchos sicoanalistas; no desconoció a Spengler, quien tanto influiría precisamente en Martínez Estrada; le atrajo la literatura, pero estudió Medicina. El resto de lo que sus biógrafos llamarán su evolución , pertenece ya a la historia de nuestros años. El Che en Guatemala, en México, en Cuba; el guerrillero, estadista, economista, escritor, teorizante. Se trata de uno de esos grandes hombres múltiples que nuestras tierras mestizas dan de tiempo en tiempo, y es ya inimaginable en un país capitalista desarrollado.
Le mencioné la nueva edición de su libro La guerra de guerrillas, que yo le había pedido para hacer con él un Bolsilibro, cuando me encontraba al frente de las ediciones de la UNEAC, donde ya habíamos publicado los Pasajes, pero él no estaba conforme con reeditar el libro tal como está en la actualidad: quiere rescribirlo, de acuerdo con nuevas experiencias, o al menos hacerlo preceder de un prólogo aclaratorio. Yo le expliqué que nos interesaba la obra en sí, por el valor histórico que ya posee, pero el Che pensaba sobre todo en la utilidad que podría prestar. También hablamos de sus Pasajes, y de una nueva estructura que hubiera querido darles. Al abordar las publicaciones cubanas, mencionamos los libros de la colección Arte y Sociedad, que él había leído. La necesidad de arte, de Fischer, le parecía interesante y útil, aunque considerara excesivo nuestro entusiasmo por el libro. Yo le hablé de la posibilidad de dar a conocer allí alguna obra non sancta (concretamente, Literatura y Revolución, de Trotski), y ello no le preocupó, aunque me sugirió que le añadiera un prólogo mío. Pero mucho de lo publicado por autores cubanos lo estimaba distante todavía de la calidad requerida. Coincidiendo en principio con él, le sugerí sin embargo que acaso esa opinión era un capítulo del contrapunto entre el hombre de acción y el hombre de contemplación. Este último aparece siempre a los ojos de aquél como defectuoso. Pero no: él no escatimó su elogio para aquellas obras cubanas de primer orden, especialmente la novelística de Alejo Carpentier, y fue generoso en muchos de sus juicios. Desde luego, consideraba imprescindible el mayor compromiso revolucionario por parte de nuestros intelectuales. Me prometió entonces dejarme ver copia de un trabajo que había escrito sobre esto.
El lector supondrá que se trataba de “El socialismo y el hombre en Cuba”, que ha sido amplia y justamente divulgado. Yo hubiera preferido, y así se lo hice saber personalmente y luego en una carta larga y acaso excesiva, que no metiera en un mismo saco a todos los escritores y artistas de su generación; pero los puntos de vista de ese trabajo son de una extraordinaria importancia, y enriquecerán mucho nuestro ámbito. Por cuestiones meramente profesionales, hablamos sobre todo de aquellas partes tocantes a la literatura y el arte. El Che ha desencuadernado, para siempre entre nosotros, los errores del llamado realismo socialista, si bien insiste en que no podemos bastarnos con esa actitud, sino proseguir hasta dar con un arte que sea expresión de nuestro grandioso proceso revolucionario.
Aunque me detuviera en esos puntos, por las razones mencionadas, ellos distan mucho de ser los más importantes del trabajo. Es tonto que ahora me ponga a glosar lo que ya está dicho, y muy bien dicho, en esas páginas memorables. Pero sí podría comentar sobre lo que no está escrito allí, y me pareció entender. Me pareció entender que considera la conversión de un hombre en revolucionario genuino como una ascesis, un proceso de purificación similar a aquel a que aspiran algunos religiosos. De más está decir que estas palabras no pretendo atribuírselas. Se trata de hacerse mejor, para decirlo en términos sencillos, de darse a los demás, de olvidarse de sí, cumpliendo un deber exigente. No encontramos otras ideas en José Martí. Por supuesto, cuando la vara de medir es el propio Che Guevara, y él se considera como un aspirante a esa meta, no puede parecer extraño que su juicio sobre los demás – los intelectuales, por ejemplo – sea duro. Él mismo es un intelectual, pero un intelectual que ha sufrido la experiencia de esa conversión, de esa purificación, al contacto con el pueblo, con sus miserias, con sus padecimientos, con sus luchas. No es cierto que no haya habido intelectuales en la Sierra: los hubo, comenzando por el propio Fidel. Pero se trata de intelectuales que fueron capaces de ir más allá, de transformarse, para servir más. En Martí, en Martínez Villena, Cuba nos había ofrecido ejemplos así. Naturalmente que no se supone que todos los intelectuales logren esa dimensión, que será alcanzada por la vanguardia, para decirlo en los términos del Che. Y son ellos los que, al hacer posible la configuración histórica del país, hacen posible, también, la tarea de los otros trabajadores intelectuales. A esos trabajadores intelectuales les ha sido dada una responsabilidad inmensa, que es un desafío: ser los contemporáneos, y alguna vez los contertulios, de los revolucionarios más importantes de estos años. Algo así como ser contemporáneo de Lenin, o, en nuestra área, de Bolívar. No cabe duda de que una zona de nuestro arte se ha lanzado a aceptar ese magno desafío; no cabe duda, tampoco, de que los resultados – y acaso los métodos – todavía no están por regla general a la altura de lo que se requiere. Negar lo primero, es equivocarse; también negar lo segundo. Pero no quiero desviarme hacia ese tema.
Ahora veo cuánto me he ido alejando de Santa Clara. De golpe, voy a meterla de nuevo en la conversación. Después de todo, ya no habrá manera de que oigamos hablar de la batalla de Santa Clara sin que nos venga al recuerdo el nombre del Che, ni viceversa. Puesto que de él he estado hablando, está bien que se piense en “su” ciudad. (Los poetas árabes solían comparar el asedio a una ciudad con el cortejo a una mujer). Porque él es, definitivamente, el héroe de Santa Clara. Su labor entera, además, forma parte de nuestra historia, de nosotros. Es menester merecerlo y aprender, Quiero escribir con mi mano y hacer mías estas palabras con que concluía el trabajo mencionado de don Ezequiel: «Comprendo que debo contar lo mejor que pueda, y en lo forma más fiel, lo que me ha sido revelado. Cumpliré ese deber hasta el fin.”
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Cuba, agosto de 1965, número dedicado a un Homenaje a Las Villas.