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Número 64

Desde la redacción / Revista Malabia

Desde la redacción / Revista Malabia

El 9 de octubre de este año se cumplieron cincuenta años de la desaparición física de Ernesto Che Guevara. Uso este término porque seres humanos como él, de una enorme lucidez incluso en el error, nunca desaparecen realmente, están siempre entre nosotros, los sobrevivientes, haciéndose sentir de una forma u otra. Y conste que no estamos refiriéndonos al personaje de la foto de Korda que aparece en las camisetas de medio mundo. Hablamos del aventurero de familia acomodada que sale al camino y se topa con América Latina, del médico del leprosario, del hombre que se plantea hacer una revolución para instaurar en el subcontinente injusto y dolorido la justicia social, del guerrillero, del ministro tan desinteresado en el dinero que firma los billetes con su nombre de guerra y, por encima de todo, del lector constante, del escritor, del pensador, en síntesis, del intelectual.

Nos servimos, para llevar a cabo nuestra tarea, de varios textos que ilustran al personaje y a su época.

Quienes nos aportan los datos históricos son Eric Hobsbawm y Abelardo Ramos, dos de los más brillantes historiadores del siglo XX. Era importante la visión de un europeo y la de un latinoamericano sobre los hechos de una época que cambió totalmente al mundo.

Por encima de los textos y las elucubraciones, la figura del Che -tan difundida y tan poco entendida- alzándose en este comienzo de un nuevo siglo que parece convocar lo más atávico, brutal y despiadado del ser humano.

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Ernesto Guevara: Rastros de lectura / Ricardo Piglia

Ernesto Guevara: Rastros de lectura / Ricardo Piglia

Movimientos

El lector, entendido como descifrador, como intérprete, ha sido muchas veces una sinécdoque o una alegoría del intelectual. La figura del sujeto que lee forma parte de la construcción de la figura del intelectual en el sentido moderno. No sólo como letrado, sino como alguien que se enfrenta con el mundo en una relación que en principio está mediada por un tipo específico de saber. La lectura funciona como un modelo general de construcción del sentido. La indecisión del intelectual es siempre la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de la lectura.

Hay una tensión entre el acto de leer y la acción política. Cierta oposición implícita entre lectura y decisión, entre lectura y vida práctica. Esa tensión entre la lectura y la experiencia, entre la lectura y la vida, está muy presente en la historia que estamos intentando construir. Muchas veces lo que se ha leído es el filtro que permite darle sentido a la experiencia; la lectura es un espejo de la experiencia, la define, le da forma.

Hay una escena en la vida de Ernesto Guevara sobre la que también Cortázar ha llamado la atención: el pequeño grupo de desembarco del Granma ha sido sorprendido y Guevara, herido, pensando que muere, recuerda un relato que ha leído. Escribe Guevara en los Pasajes de la guerra revolucionaria:

“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en el tronco de un árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo.”

Piensa en un cuento de London, To build a fire (Hacer un fuego) del libro Farther North, los cuentos del Yukon. En ese cuanto aparece el mundo de la aventura, el mundo de la exigencia extrema, los detalles mínimos que producen la tragedia, la soledad de la muerte. Y parece que Guevara hubiera recordado una de las frases finales de London: «Cuando hubo recobrado el aliento y el control se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad.»

Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Se trata de un momento de gran condensación. No estamos lejos de Don Quijote, que busca en las ficciones que ha leído el modelo de vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a Cervantes en la carta de despedida a sus padres: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.” No se trataría aquí sólo de quijotismo en el sentido clásico, el idealista que enfrenta lo real, sino del quijotismo como un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en la ficción.

En esa imagen que Guevara convoca en el momento en el que imagina que va a morir, se condensa lo que busca un lector de ficciones; es alguien que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia. Un tipo de construcción del sentido que ya no se transmite oralmente, como pensaba Benjamin en su texto “El narrador”. No es un sujeto real que ha vivido y le cuenta a otro su experiencia, es la lectura la que modela y transmite la experiencia, en soledad. Si el narrador es el que transmite el sentido de lo vivido, el lector es el que busca el sentido de la experiencia perdida.

Hay una tensión prepolítica en la búsqueda del sentido en Guevara. Pero a la vez podríamos decir que ha llegado hasta ahí porque ha resuelto ese dilema. De hecho, ha llegado hasta ahí también porque ha vivido su vida a partir de cierto modelo de experiencia que ha leído y que busca repetir y realizar.

En un sentido más general Lionel Gossman se ha referido a la misma cuestión en Between History and Literature, cuando señala que la lectura literaria ha sustituido a la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal.

El hecho de que Guevara haya registrado los efectos y el recuerdo de una lectura para sostenerse ante la inminencia de la muerte nos remite a una serie de situaciones de lectura no sólo imaginadas en los textos, sino presentes en la historia propiamente dicha. Los que han visto por última vez a Ossip Mandelstam, el poeta ruso que muere en un campo de concentración en la época de Stalin, lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en medio de la desolación, rodeado de un grupo de prisioneros a los que les habla de Virgilio. Recuerda su lectura de Virgilio, y ésa es la última imagen del poeta. Persiste ahí la idea de que hay algo que debe ser preservado, algo que la lectura ha acumulado como experiencia social. No se trataría de la exhibición de la cultura, sino, a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión.

Podríamos hablar de una lectura en situación de peligro. Son siempre situaciones de lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, de muerte, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a un mundo hostil, como los restos o los recuerdos de otra vida.

Estas escenas de lectura serían el vestigio de una práctica social. Se trata de la huella, un poco borrosa, de un uso del sentido que remite a las relaciones entre los libros y la vida, entre las armas y las letras, entre la lectura y la realidad.

Guevara es el último lector porque ya estamos frente al hombre práctico en estado puro, frente al hombre de acción. “Mi impaciencia era la de un hombre de acción”, dice de sí mismo en el Congo. El hombre de acción por excelencia, ése es Guevara (y a veces habla así). A la vez Guevara está en la vieja tradición, la relación que mantiene con la lectura lo acompaña toda su vida.


Una foto

Hay una foto extraordinaria en la que Guevara está en Bolivia, subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida. Se sube a un árbol y está ahí, leyendo.

En principio, la lectura como refugio es algo que Guevara vive contradictoriamente. En el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar la derrota, escribe: “El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar.” La lectura se asimila con la persistencia y la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como una adicción. “Mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lectura.”

La distancia, el aislamiento, el corte, aparecen metaforizados en el que se abstrae para leer. Y eso se ve como contradictorio con la experiencia política, una suerte de lastre que viene del pasado, ligado al carácter, al modo de ser. En distintas oportunidades Guevara se refiere a la capacidad que tenía Fidel Castro para acercarse a la gente y establecer inmediatamente relaciones fluidas, frente a su propia tendencia a aislarse, separarse, construyéndose un espacio aparte. Hay una tensión entre la vida social y algo propio y privado, una tensión entre la vida política y la vida personal. Y la lectura es la metáfora de esa diferencia.

Esto ya es percibido en la época de la Sierra Maestra. En alguno de los testimonios sobre la experiencia de la guerra de liberación en Cuba, se dice del Che: “Lector infatigable, abría un libro cuando hacíamos un alto mientras que todos nosotros, muertos de cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos de dormir.”

Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay allí una particularidad. La lectura persiste como un resto del pasado, en medio de la experiencia de acción pura, de desposesión y violencia, en la guerrilla, en el monte.

Guevara lee en el interior de la experiencia, hace una pausa. Parece un resto diurno de su vida anterior. Incluso es interrumpido por la acción, como quien se despierta: la primera vez que entran en combate en Bolivia, Guevara está tendido en su hamaca y lee. Se trata del primer combate, una emboscada que ha organizado para comenzar las operaciones de un modo espectacular, porque ya el ejército anda rastreando el lugar y, mientras espera, tendido en la hamaca, lee.

Esta oposición se hace todavía más visible si pensamos en la figura sedentaria del lector en contraste con la del guerrillero que marcha. La movilidad constante frente a la lectura como punto fijo en Guevara.

“Característica fundamental de una guerrilla es la movilidad, lo que le permite estar, en pocos minutos, lejos del teatro específico de la acción y en pocas horas lejos de la región misma, si fuera necesario; que le permite cambiar constantemente de frente y evitar cualquier tipo de cerco”, escribe Guevara en 1961 en La guerra de guerrillas. La pulsión territorial, la idea de un punto fijo, acecha siempre. Pero, a la inversa de la experiencia política clásica, el acumular y tener algo propio supone el riesgo inmediato. Régis Debray cuenta la caída del primer punto de anclaje en Bolivia, la microzona propia: “Tiempo antes se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor.”

La marcha supone además la liviandad, la ligereza, la rapidez. Hay que desprenderse de todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido en Ñancahuazu, cuando es capturado después de la odisea que conocemos, una odisea que supone la necesidad de moverse incesantemente y de huir del cerco, lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en su costado derecho, donde guarda su diario de campaña y sus libros. Todos se desprenden de aquello que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara sigue todavía conservando los libros, que pesan y son lo contrario de la ligereza que exige la marcha.

El ejemplo antagónico y simétrico es desde luego Gramsci, un lector increíble, el político separado de la vida social por la cárcel, que se convierte en el mayor lector de la época. Un lector único. En prisión Gramsci lee todo el tiempo, lee lo que puede, lo que logra filtrarse en las cárceles de Mussolini. Está siempre pidiendo libros y de esa lectura continua (“leo cada día por lo menos un libro”, dice), de ese hombre solo, inmóvil, aislado, en la celda, nos quedan los Cuadernos de la cárcel, que son comentarios extraordinarios de esas lecturas. Lee folletines, revistas fascistas, publicaciones católicas, lee los libros que encuentra en la biblioteca de la cárcel y los que deja pasar la censura, y de todos ellos extrae consecuencias notables. Desde ese lugar sedentario, inmóvil, encerrado, Gramsci construye la noción de hegemonía, de consenso, de bloque histórico, de cultura nacional-popular.

Y obviamente la teoría de la toma del poder en Guevara (si es que eso existe) está enfrentada con la de Gramsci. Puro movimiento en la acción pero fijeza en las concepciones políticas, nada de matices. Sólo es fluida la marcha de la guerrilla. No hay nada que transmitir en Guevara, salvo su ejemplo, que es intransferible. De esa imposibilidad surge tal vez la tensión trágica que sostiene el mito.

La teoría del foco y la teoría de la hegemonía: no debe haber nada más antagónico. Como no debe haber nada más antagónico que la imagen de Guevara leyendo en las pausas de la marcha continua de la guerrilla y la de Gramsci leyendo encerrado en su celda, en la cárcel fascista. En verdad, para Guevara, antes que la construcción de un sujeto revolucionario, de un sujeto colectivo en el sentido que esto tiene para Gramsci, se trata de construir una nueva subjetividad, un sujeto nuevo en sentido literal, y de ponerse él mismo como ejemplo de esa construcción.

En la historia de Guevara hay distintos ritmos, metamorfosis, cambios bruscos, transformaciones, pero hay también persistencia, continuidad. Una serie de larga duración recorre su vida a pesar de las mutaciones: la serie de la lectura. La continuidad está ahí, todo lo demás es desprendimiento y metamorfosis. Pero ese nudo, el de un hombre que lee, persiste desde el principio hasta el final.

Esa serie de larga duración se remonta a la infancia y está ligada al otro lado de identidad del Che Guevara: el asma. La madre le enseña a leer porque no puede ir a la escuela y ese aprendizaje privado se relaciona con la enfermedad. A partir de entonces se convierte en un lector voraz. “Estaba loco por la lectura”, dice su hermano Roberto. “Se encerraba en el baño para leer.”

La lectura como práctica iniciática fundamental, al decir de michel De Certeau, funciona como modelo de toda iniciación. En este caso, el asma y la lectura están vinculados al origen. Hacen pensar en Proust, que justamente ha narrado muy bien lo que es esta relación, un cruce, una diferencia que define ciertas lecturas en la infancia, cierto modo de leer. Basta recordar la primera página del texto de Proust Sobre la lectura: “Quizá no hay días en nuestra infancia tan plenamente vividos como aquellos que creímos haber dejado sin vivir, aquellos que pasamos con nuestro libro predilecto.” La vida leída y la vida vivida. La vida plena de la lectura.

La lectura, entonces, lo acompaña desde la niñez igual que el asma. Signos de identidad, signos de diferencia. Signos en un sentido fuerte, porque ya se ha hecho notar que los senos frontales abultados que vienen del esfuerzo por respirar, definen el rostro de Guevara como una marca que no puede disfrazarse. En sus fotos de revolucionario clandestino es fácil reconocerlo si uno le mira la frente.

Y, a la vez, señalan cierta dependencia física, que se materializa en un objeto que hay que llevar siempre. “El inhalador es más importante para mí que el fusil”, le escribió a su madre desde Cuba en la primera carta que le envía desde Sierra Maestra. El inhalador para respirar y los libros para leer. Dos ritmos cotidianos, la respiración cortada del asmático, la marcha cortada por la lectura, la escansión pausada del que lee. Eso es lo persistente: una identidad de la que no puede (y no quiere) desprenderse. La marcha y la respiración. La lectura vinculada a cierta soledad en medio de la red social es una diferencia que persiste. “Durante estas horas últimas en el Congo me sentí solo como nunca lo había estado, ni en Cuba, ni en ninguna otra parte de mi peregrinar por el mundo. Podría decir: nunca como hoy había sentido hasta qué punto, qué solitario era mi camino.” La lectura es la metáfora de ese camino solitario. Es el contenido de la soledad y su efecto.

Desde luego, como Guevara lee, también escribe. O, mejor dicho, porque lee, escribe. Sus primeros escritos son notas de 1945. Ese año comienza un cuaderno manuscrito de 165 hojas donde ordena sus lecturas por orden alfabético. Se han encontrado siete cuadernos escritos a lo largo de diez años. Hay otra serie larga, entonces, que acompaña toda la vida de Guevara y es la escritura. Escribe sobre sí mismo y sobre lo que lee, es decir, escribe un diario. Un tipo de escritura muy definida, la escritura privada, el registro personal de la experiencia. Empieza con un diario de lecturas y sigue con el diario que fija la experiencia misma, que permite leer luego su propia vida como la de otro y reescribirla. Si se detiene para leer, también se detiene para escribir, al final de cada jornada, a la noche, cansado.

Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el diario de los viajes que hace de joven cuando recorre América, el diario de la campaña de Sierra Maestra, el diario de la campaña del Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia. Desde muy joven encuentra un sistema de escritura que consiste en tomar notas para fijar la experiencia de inmediato y después escribir un relato a partir de las notas tomadas. La inmediatez de la experiencia y el momento de la elaboración. Guevara tiene clara la diferencia: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule (yo), no soy yo”, escribe en el inicio de Mi primer gran viaje.

En ese sentido, el Diario en Bolivia es excepcional porque no hubo reescritura, como tampoco la hubo en las notas que tomó de su primer viaje por la Argentina, en 1950, y que su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: “En mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo descubrí por casualidad dentro de un cajón que contenía libros viejos, unas libretas escritas por Ernesto. El interés de estos escritos reside en que puede decirse que con ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus pensamientos y sus observaciones en un diario, costumbre que conservó siempre.”

Había en el joven Guevara el proyecto, la aspiración, de ser un escritor. En la carta que le escribe a Ernesto Sábato después del triunfo de la revolución, donde le recuerda que en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo, le dice: “En aquel tiempo yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar.”

Podríamos pensar que esa voluntad de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa actitud previa a la obra, ese modo de mirar el mundo para registrarlo por escrito, persiste, entreverada, con su experiencia de médico y con su progresiva –y distante- politización, hasta el encuentro con Fidel castro en 1955.

En una fecha tan tardía como febrero de 1955, hace en su diario un balance de su crítica situación económica, y concluye diciendo que en general está estancado “y en producción literaria más, pues casi nunca escribo.”

De hecho, en un sentido, el político triunfa donde fracasa el escritor y Guevara tiene clara esa tensión. “Surgió una gota del poeta frustrado que hay en mí”, le escribe a León Felipe luego del triunfo de la revolución. Por un lado, se define varias veces como un poeta fracasado pero, por otro, se piensa como alguien que construye su vida como un artista: “Una voluntad que he pulido con la delectación de artista sostendrá unas piernas fláccidas y unos pulmones cansados”, escribe en la carta de despedida a sus padres. Hay un antecedente de esta actitud en la notable carta a su madre el 15 de julio de 1956, en la que señala su decisión de unirse a la guerrilla. Ha estado preso con Castro y está decidido a irse en el Granma. “Un profundo error tuyo es creer que de la moderación o el “moderado egoísmo” es de donde salen los inventos mayores u obras maestras del arte. Para toda obra grande se necesita pasión y para la Revolución se necesita pasión y audacia.” Y concluye: “Además es cierto que después de desfacer entuertos en Cuba me iré a otro lado cualquiera.” La cita implícita del Quijote es anuncio de lo que viene; en todo caso, del sentido de lo que viene.

Philipp De Rieff ha trabajado la figura del político que surge de las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no-político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la relación, antes que con Gramsci, es por supuesto con Trotski, el héroe trágico, “el profeta desarmado”, como lo llamó Isaac Deutscher. Hay también en Trotski una nostalgia por la literatura: “Desde mi juventud, más exactamente desde mi niñez, había soñado con ser escritor”, dice Trotski al final de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans Mayer, por su parte, en su libro sobre la tradición del outsider, también ha visto a Trotski como el escritor fracasado y, por lo tanto, el político “irreal”, opuesto a Stalin, el político práctico.


Salir al camino

Guevara, el joven que quiere ser escritor, en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a ese viaje que consiste en construir la experiencia para luego escribirla. En esa combinación de ir al camino y registrar la inmediatez de los hechos, podemos ver al joven Guevara relacionado con la beat generation norteamericana. Escritores como Jack Kerouac, en On the road, el manifiesto de una nueva vanguardia, son sus contemporáneos y están haciendo lo mismo que él. Se trata de unir el arte y la vida, escribir lo que se vive. Experiencia vivida y escritura inmediata, casi escritura automática. Como él, los jóvenes escritores norteamericanos, lejos de pensar en Europa como modelo del lugar al que hay que viajar, al que generaciones de intelectuales han querido ir, se van al camino, a buscar la experiencia en América.

Hay que convertirse en escritor fuera del circuito de la literatura, sólo los libros y la vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y volver para escribir (si se puede volver). Guevara busca la experiencia pura y persigue la literatura, pero encuentra la política, y la guerra.

Estamos en la época del compromiso y del realismo social, pero aquí se define otra idea de lo que es ser un escritor o formarse como escritor. Hay que partir de una experiencia alternativa a la sociedad, y a la sociedad literaria en primer lugar. Ya sabemos, es el modelo norteamericano: “He sido lavacopas, marinero, vagabundo, fotógrafo ambulante, periodista de ocasión.” Ser escritor es tener ese fondo de experiencia sobre el que se apoyan y se definen la forma y el estilo. Escribir y viajar, y encontrar una nueva forma de hacer literatura, un nuevo modo de narrar la experiencia.

Estamos ante otro tipo de viajeros. Quiero decir, en un contexto que ha redefinido el viaje y el lugar del viajero. Es la tensión entre el turista y el aventurero de la que habla Paul Bowles (otro escritor vinculado a la Beat Generation).

Por su lado, Ernest Mandel ha escrito en su libro sobre la novela policial:

“Evelyn Waugh una vez hizo notar que los verdaderos libros de viajes pasaron de moda antes de la Segunda Guerra Mundial. El verdadero significado de este pronunciamiento snob fue que los viajes internacionales que hacían la élite de administradores imperiales, banqueros, ingenieros de minas, diplomáticos y ricos ociosos (con el ocasional aventurero militar, amante del arte, estudiante universitario o vendedor internacional al margen de la sociedad) quedaban relegados gracias al turismo de las clases medias bajas, así que los libros de viajes tenían que tomar en cuenta ese nuevo y más amplio mercado. La guía de viajes Michelin ha ocupado el lugar del Baedeker clásico.”

El Guevara que va al camino y escibe un diario no se puede asimilar ni al turista ni al viajero en el sentido clásico. Se trata, antes que nada, de un intento de definir la identidad: el sujeto se construye en el viaje; viaja para transformarse en otro. “Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hacía tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la burda imagen de gente moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo”, escribe en sus notas, en 1952.

Guevara condensa ciertos rasgos comunes de la cultura de su época, el tipo de modificación que se está produciendo en los años cincuenta en las formas de vida y en los modelos sociales, que viene de la Beat Generation y llega hasta el hippismo y la cultura del rock. Paradójicamente (o quizá no tanto), Guevara se ha convertido también en un icono de esa cultura rebelde y contestataria. Esa cultura supone grupos alternativos que exhiben una cualidad anticapitalista en la vida cotidiana y muestran su impugnación de la sociedad. La fuga, el corte, el rechazo. Actuar por reacción y, en ese movimiento, construir un sujeto diferente.

En el caso de la Beat Generation, la idea básica es despojarse por completo de cualquier atributo que pueda quedar identificado con las formas convencionales de sociabilidad. Algo que es antagónico a la noción de clase e implica otra forma de pertenencia. Una nueva identidad social que se manifiesta en el modo de vestir, en la relación con el dinero y el trabajo, en la defensa de la marginalidad, en el desplazamiento continuo.

Guevara se vestía para verse siempre desarreglado, una manera de exhibir el rechazo de las normas. Entre los compañeros del “Chancho”, como lo llamaban, circula una serie de historias muy divertidas sobre su desaliño deliberado: que tenía una camisa que se cambiaba cada quince días, que una vez en México “paró” un calzoncillo. “Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa, y al mismo tiempo un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa de nylon trasparente que ya estaba tirando al gris por el uso”, cuenta su amiga de la juventud Cristina Ferreira.

Se podría ver ahí un nuevo dandismo. Basta observar las fotos de Guevara a lo largo de su vida.. Los borceguíes abiertos, desabrochados, en su época de ministro, o un broche de colgar ropa en los pantalones, son indicios, rasgos mínimos de alguien que rechaza las formas convencionales.

La construcción de la imagen de Guevara es un signo de los tiempos. Está ligada al momento en que la juventud se cristaliza como un modo horizontal de construcción de la identidad, que está entre las clases y entre las jerarquías sociales, una nueva cultura que se difunde y se universaliza en esos años. Sartre marcaba esa diferencia entre clase y juventud a propósito de Paul Nizan: “Los jóvenes obreros no tienen adolescencia, no conocen la juventud, pasan directamente de la niñez a ser hombres.”

A partir de la Beat Generation la juventud se convierte en emblema y se liga con el sujeto que no ha quedado atrapado por la lógica de la producción. Y el Che está, en cierto sentido, fijado a ese emblema.

La relación de Guevara con el dinero está en la misma línea. Por eso es sorprendente que haya llegado a ser director del Banco Nacional en Cuba. Siempre vive de una economía personal precaria, fuera de lo social, nunca tiene nada, nunca acumula nada, sólo libros. “Tengo doscientos de sueldo y casa, de modo que mis gastos son en comer y comprar libros con que distraerme”, le escribe el 21 de enero de 1947 a su padre, en una de las primeras cartas conocidas. No tener dinero, no tener propiedades, no poseer nada, ser “pato”, como se dice. Ganarse la vida a desgano, en los márgenes en los intersticios, sin lugar fijo, sin empleo fijo. Así se entiende su fascinación por los linyeras que recorren los diarios de juventud y la identificación con esa figura: “Ya no éramos más que dos linyeras, con el mono a cuestas y con toda la mugre del camino condensada en los mamelucos, resabios de nuestra aristocrática condición”, dice en Mi primer viaje. El marginado esencial, el que está voluntariamente afuera de la circulación social, afuera del dinero y del mundo del trabajo, el que está en la vía. El vago, otro modo que tiene Guevara en esa época de definirse a sí mismo. El vagabundo, el nómade, el que rechaza las normas de integración. Pero también el que divaga, el que sólo tiene como propiedad el uso libre del lenguaje, la capacidad de conversar y de contar historias, las historias intrigantes de su exclusión y de su experiencia en el camino. Ya en la primera de sus notas de viaje de 1950, reproducida en Mi hijo el Che, escribe: “En el (palabra ilegible) ya narrado me encontré con un linyera que hacía la siesta debajo de una alcantarilla y que se despertó con el bochinche. Iniciamos una conversación y en cuanto se enteró que era estudiante se encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me preparó un mate cocido con azúcar como para endulzar a una solterona. Después de mucho charlar y contarnos una serie de peripecias…” La marginalidad es una condición del lenguaje, de un uso particular del lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos con los que Guevara encuentra un diálogo más fluido y más personal.


Entre nos

En esta prehistoria de Guevara, el otro elemento que está presente es justamente el tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que lo identifica un modismo lingüístico ligado a la tradición popular. Se lo conoce como “el Che” porque su manera de utilizar la lengua marca, de un modo directo, una identidad. Por un lado, el uso del “che” lo diferencia dentro de América Latina y lo identifica como argentino. De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para llamar la atención y lograr que lo reciban y lo dejen hospedarse: sabe el valor de esa diferencia lingüística. Y, a la vez, el “che” funciona como una identidad de larga duración, quizá la única seña argentina, porque en todo lo demás Guevara funciona con una identidad no-nacional, es el extranjero perpetuo, siempre fuera de lugar.

El uso coloquial y argentino de la lengua se nota inmediatamente en su escritura, que es siempre muy directa y muy oral, tanto en sus cartas personales y en sus diarios como en sus materiales políticos. Esta idea de que escribe en la lengua en la que habla, sin nada de la retórica que suele circular en la palabra política –y en la izquierda, básicamente-, está clara desde el principio, y termina por ser el elemento que le da nombre, el signo que lo identifica. El “Che” como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado ahí, una seña de identidad construida, inventada, casi una máscara. La carta final a Fidel Castro está firmada sencillamente “Che” y así firmaba los billetes del banco que dirigía. La prueba de autenticidad del dinero en Cuba era esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual en la historia de la economía mundial, alguien que autentifica el valor del dinero con un sudónimo.)

Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado de la lengua es la marca de una tradición de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver (otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente argentina y coloquial) quien hizo notar la relación. Un uso del lenguaje que no tiene nada que ver con la hipercorrección típica de la clase media, ni con los restos múltiples que constituyen la lengua escrita de las clases populares (como es el caso de Arlt o de Armando Discépolo o de las letras de tango). Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del lenguaje son una prueba de confianza en su lugar social, como también lo son su modo de vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua hablada es una lengua de clase que funciona como modelo de lengua literaria. Escribe como habla, lo que no es frecuente en la literatura argentina de la época. El túnel de Sábato, de 1948, para referirnos a un libro que posiblemente Guevara ha leído y admirado, está escrito de “tú”, lejos del voseo argentino, en una lengua que responde a los modelos estabilizados y escolares de la lengua literaria. Y ése es el tono dominante en la literatura argentina de esos años (basta pensar en Mallea o en Murena). Pero no es el caso de Guevara, que no hace literatura, o, mejor, hace literatura de otra manera, sin ninguna afectación, o con una afectación diferente, si se quiere. Habría que decir que escribe como habla su clase y en eso se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).

Su madre está en el centro de ese uso del lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita cuando el Che había salido de Cuba y nadie sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales que decían que se había ido un mes a cortar caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto de morir, le escribe y hace visible el contraste entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada. Enfrenta la escritura directa, una ética implícita en el uso del lenguaje, al conformismo y la hipocresía del lenguaje político, que encubre todo lo que dice. La madre se refiere a “ese tono levemente irónico que usamos en las orillas del Plata” y se queja del estilo burocrático. “No voy a usar lenguaje diplomático. Voy derecho al grano.” La madre lo convoca a usar el lenguaje que el Che siempre ha usado para contarle lo que pasa.

Como político, Guevara usa ese mismo lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases cortas, entrada personal en el discurso, apelación a la narración y a la experiencia vivida como forma de argumentación, intimidad en el uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que no era un gran orador en el sentido clásico, está más ligado a la carta, a la narración personal, a la comunicación entre dos (al “entre nos”, como diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a las formas privadas del lenguaje. Como orador político parece un escritor de diarios. No hay más que analizar el comienzo de sus discursos públicos, su modo de entrar en confianza.

El tipo de relación con el lenguaje y con el dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez personales y de época, son entonces el primer contexto para discutir a Guevara y para pensar cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue para encontrar la política y qué clase de política encuentra. Guevara practica cierto dandismo de la experiencia y en ese viaje, como veremos anseguida, encuentra la política.


La Metamorfosis

Hay varias metamorfosis en la vida de Guevara, y esas mutaciones bruscas son un signo de su personalidad. Tiene varias vidas “de las siete me quedan cinco”, dice) que son simultáneas: la del viajero, la del escritor, la del médico, la del aventurero, la del testigo, la del crítico social. Y todas se condensan y cristalizan, por fin, en su experiencia de guerrero, de guerrillero, de condottieri, como se llama a sí mismo. Esa historia de sus transformaciones encuentra el primer punto de viraje en el viaje de 1952, cuando va hacia Bolivia, y la política latinoamericana empieza a incorporarse a la experiencia del viaje. El objetivo de este viaje es la experiencia misma, salir de un mundo cerrado y libresco a la vida para encontrar el fundamento que legitime lo que escribe. Pero, en el caso de Guevara, el camino hacia América Latina lo lleva hacia la política. Descubre el mundo político, o cierta mirada sobre el mundo político. Va de Bolivia a Guatemala y por fin a México, y en el proceso la politización se va haciendo cada vez más nítida. En principio, se trata de una politización externa, casi de observador que registra matices y realidades diversas.

Una característica de este tipo de viaje, ajeno al dinero y al turismo, es la convivencia con la pobreza. Sartre lo decía bien: el color local, lo que llamamos color local, es la pobreza y la vida de las clases populares. De modo que el viaje es también un recorrido por ciertas figuras sociales: el linyera, el desclasado y el marginal, los enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos, los campesinos guatemaltecos y los indios mexicanos, son estaciones en su camino.

Los registros del diario acompañan ese descubrimiento de la diferencia pura, del marginado como antecedente de la víctima social. El otro, la figura pura de ese viaje, es en principio el otro como paciente y como víctima. Ése es el primer descubrimiento. No se trata de la figura del marginal deliberado, sino de la víctima que ha sido acorralada y explotada, y en su dolencia expresa una injusticia y un crimen. La tensión entre el marginado y el enfermo termina por construir la figura de la víctima social que debe ser socorrida. Es el médico el que descifra el sentido de lo que ve: “La grandeza de la planta minera está basada sobre los 10 mil cadáveres que contiene el cementerio más los miles que habrán muerto víctimas de neumoconiosis y sus enfermedades agregadas”, le escribe en mayo de 1952 a Tita Infante, su compañera en la Facultad de Medicina de Buenos Aires que es militante del Partido Comunista argentino.

El viaje consiste en una experiencia médico-social que confirma lo que se ha leído o, mejor aún, que exige un cambio en el registro de las lecturas para descifrar el sentido de los síntomas.

Entonces, está el viaje errático, sin punto fijo, del que sale al camino a buscar la experiencia pura y encuentra la realidad social, pero a la vez están las lecturas, que son una senda paralela que se entrevera con la primera. El marxismo empieza a ser un camino. Una de las primeras referencias al marxismo aparece, en esa misma carta a Tita Infante, como una ironía frente a la imposibilidad de explicar su condición indecisa, sus idas y venidas. Luego de contarle cómo fue que llegó a Miramar, en la costa argentina, cuando había partido hacia Bolivia, escribe: “Observe qué claro queda el hecho paradójico de que vaya al norte por el sur, a la luz del materialismo histórico.”

Guevara ha leído marxismo, y en sus cuadernos de 1945 ya registra esas lecturas (ese año aparecen notas sobre El Manifiesto Comunista). Pero la lectura del marxismo no convierte a nadie en guerrillero. Todavía falta un paso, un punto de viraje, que permitirá a este joven –cuyo destino parece ser el Partido Comunista, ser un médico del PC, quizá- convertirse en una suerte de modelo mundial del revolucionario en estado puro. Y ese paso, me parece, se construye con la unión de esas lecturas y esa experiencia que podríamos llamar flotante. Ir al sur cuando se pretende ir al norte. Básicamente, la pulsión del viajero, del aventurero y, sobre todo, la situación del que ha dejado atrás las fronteras y la pertenencia nacional. Guevara es un expatriado voluntario, un desterrado, un viajero errante que se politiza y no tiene inserción. Tiende hacia una forma no-nacional de la política, hacia una forma sin territorio. En eso también es la antítesis de Gramsci, el pensador de lo nacional-popular, de las tradiciones locales, de la localización de las relaciones de fuerza como condición de la política.

Y esta inversión es una característica que define la política de Guevara: sin fronteras, sin enclave nacional, en Cuba, en Angola, en Bolivia. Y también su aspiración secreta, de larguísima duración, casi un horizonte imposible, utópico: encontrar un lugar propio, regresar a la Argentina como guerrillero desde el norte, desde Bolivia, con una columna de compañeros, repetir allí la invasión de Castro a Cuba pero ampliada y sin tener en cuenta las condiciones políticas, haciendo depender la intervención, exclusivamente, de su fuerza propia, de la formación de su grupo, y no de las relaciones concretas ni del análisis de la situación del enemigo. Ese sueño del guerrero que vuelve es su forma particular de pensar en el regreso a la patria, “a morir con un pie en la Argentina”, según le dice a Ulises Estrella, uno de sus hombres de confianza. Todos hablan de esa ilusión para explicar su decisión de llevar la guerrilla a Bolivia, de instalarse en un país ajeno para construir una zona liberada, una retaguardia desde la cual entrar, por fin, en su propio espacio.

Guevara define la política de un modo absolutamente novedoso y personal (más allá de sus consecuencias): no hay nunca lugar fijo, no hay territorio, sólo la marcha, el movimiento continuo de la guerrilla. Cualquier situación puede ser propicia; importa la decisión, no las condiciones reales.

Y eso parece estar ligado al modo en que encuentra la política o, digamos mejor, su inserción en la política. Y por eso son muy significativas las cartas de los días anteriores a conocer a Fidel Castro y sumarse a la expedición del Granma. Son cartas a su madre, a Tita Infante, a su padre, que muestran que sus proyectos del momento, poco antes de encontrarse en julio de 1955 con Castro, siguen siendo abiertos. Está disponible, empieza a pensar que debe ir por fin a Europa, conocer Francia, más tarde la India (como le dice en una carta de marzo de 1955 a su padre). Imagina a veces seguir desde México hacia el norte, llegar a Estados Unidos y Alaska. Hay, como siempre en Guevara, cierta imprevisibilidad, cierta disponibilidad y cierto azar en sus decisiones. “Me avisaron que me pagaban con diez días de antelación (se refiere a un dinero que le debían en México por su trabajo de periodista durante los Juegos Olímpicos) e inmediatamente me fui a buscar un barco que salía para España (…) Ya tengo programado quedarme aquí hasta el 1º de setiembre para agarrar un barco para donde caiga”, le escribe a su madre el 17 de junio de 1955, un mes antes de conocer a Fidel Castro. Y cierra diciendo: “tenés que largarte a París y allí nos juntamos”.

La política aparece como un efecto de la búsqueda de experiencia, del intento de escapar de un mundo cerrado. Lo que está primero es el intento de romper con cierto tipo de ritual social, con cierta experiencia estereotipada, escapar, como dice Guevara, de todo lo que fastidia: “Además sería hipócrita que me pusiera como ejemplo, pues yo lo único que hice fue huir de todo lo que me molestaba”, le escribe a Tita Infante el 29 de noviembre de 1954. La política surge como resultado de ese proceso: hay una tensión entre un mundo que se percibe como clausurado y la política como corte tajante y paso a otra realidad. Guevara va descubriendo la política en el proceso de cierre de la experiencia. La política es el resultado del intento de descubrir una experiencia que lo saque de su lugar de origen, del mundo familiar, de la vida de un estudiante de izquierda en Buenos Aires, incluso de la vida de un joven médico que quiere ser escritor y vacila.


Un encuentro

Su viaje tiene itinerarios paralelos, redes múltiples: Son series, mapas que se superponen y nada está muy definido. Está el viaje literario, el viaje político, el viaje médico. Y es la política, y no la literatura, la que terminará articulando esos mundos paralelos. Pero para eso hace falta el encuentro con la retórica de Fidel Castro.

En el recorrido de Guevara se reformulan las relaciones entre literatura y política. Es el intento de escapar de cierto lugar estereotipado de lo que se entiende por un intelectual, lo que empuja lo empuja a la política y a la acción. La política aparece como un punto de fuga, como un lugar de corte y transformación.

Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco, cómo cortar con la lectura en tanto lugar de encierro. La política aparece a veces como el lugar que dispara esa posibilidad. El síntoma Dahlmann ya no es la acción como encuentro con el otro, el bárbaro, sino la acción como encuentro con el compañero, con la víctima social, con los desposeídos.

La prehistoria de ese pasaje, en el caso de Guevara, está en la experiencia del médico. Ésa es la figura que articula la relación con lo social, la intención de ayudar al que sufre, hacerse cargo de él, socorrerlo. De hecho, el viaje está pautado por la visita a los leprosarios. Guevara registra imágenes y escenas notables: “En realidad fue éste uno de los espectáculos más interesantes que vimos hasta ahora: un acordeonista que no tenía dedos en la mano derecha y los reemplazaba por unos palitos que se ataba a la muñeca, y el cantor era ciego, y casi todos con figuras monstruosas provocadas por la forma nerviosa de la enfermedad, muy común en las zonas, a lo que se agregaban las luces de los faroles y linternas sobre el río.” En esta carta a su madre, escrita desde Bogotá, en julio de 1952, está el reconocimiento de las figuras extremas, de los restos de la sociedad, de la víctima social.

Desde luego, no se trata del médico del positivismo, del modelo de científico que revela los males de la sociedad, una gran metáfora de la visión de las clases dominantes sobre los conflictos sociales pensados como enfermedades que deben ser erradicadas a partir del diagnóstico neutral y apolítico del especialista que sabe sobre los síntomas y su cura. Se trata, en cambio, del médico como figura del compromiso y la comprensión, del que socorre y salva. En este sentido, una acotación de Richard Sennett al analizar Los conquistadores, la novela de Malraux sobre la Revolución China, hace notar la relación entre el revolucionario profesional y los médicos: “Hong, el joven revolucionario, igual que estos jóvenes médicos, han hecho alarde de una singular clase de fuerza: el poder de aislarse del mundo que los rodea, haciéndose distantes y a la vez solidarios, definiéndose de un modo rígido. Esta autodefinición inimitable les confiere un arma poderosísima contra el mundo exterior. Anulan un intercambio flexible de ideas entre ellos y los hombres que los rodean y con ello adquieren cierta inmunidad ante el dolor y los acontecimientos conflictivos y confusos que de otro modo los desconcertarían y tal vez los aplastarían.” Sennett llama a este movimiento la identidad purificada. Estar separado y a la vez ir hacia los otros. La distancia aparece como una forma de relación que permite estar emocionalmente siempre un poco afuera, para ser eficaz.

Hay una foto inolvidable de Guevara joven, cuando era estudiante de medicina. Se ve un cadáver desnudo con el cuerpo abierto en la mesa de disección y un grupo de estudiantes, con delantal blanco, serios y un poco impresionados. Guevara es el único que se ríe, una sonrisa abierta, divertida. La relación distanciada con la muerte está ahí cristalizada, su ironía de siempre.

Me parece que Guevara encuentra la política en este proceso. Un joven médico, que secretamente quiere ser escritor, que sale al camino como muchos de su generación, un joven anticonvencional que va a la aventura y en el camino encuentra a los marginales, a los enfermos, y luego a las víctimas sociales, y por fin a los exiliados políticos. Una travesía por las figuras sociales de América Latina.

También en su relación con el marxismo y con el Partido Comunista, Guevara se mueve por los bordes. Hay un momento en el que se aparta de la experiencia posible de un joven marxista en esos años, se aleja de la cultura obrera de los partidos comunistas y va hacia la experiencia extrema y la guerra casi sin pasos previos. Una práctica de aislamiento, ascetismo, sacrificio, salvación, como será la guerrilla para él, a la que, como sabemos, entra como médico para convertirse rápidamente en combatiente. Y eso sucede en el primer combate, cuando tiene que elegir entre una caja de medicamentos y una caja de balas y, por supuesto, se lleva la caja de balas. Guevara cuenta esa historia microscópica, un detalle mínimo, con gran maestría, usando su extraordinaria capacidad narrativa para fijar el sentido de esa pequeña situación y convertirla en un mito de origen.

Entra como médico y sale como guerrillero. E inmediatamente se constituye en el modelo mismo del guerrillero, en el guerrillero esencial digamos, el que ve la vida en la guerrilla como el ejemplo puro de la construcción de una nueva subjetividad.

El momento clave y un poco azaroso, notable como metamorfosis, se da –como dijimos- en julio de 1955, cuando se encuentra con Fidel Castro en México y se suma a su proyecto de desembarcar clandestinamente en Cuba y luchar contra Batista. Para entonces Guevara ha entrado en relaciones con sectores exiliados de América Latina, en Guatemala y México, básicamente a través de Hilda Gadea, militante del Partido Comunista peruano, que lo pone en conexión con la política práctica.

Si uno lee las cartas de Guevara de esos días, más que la decisión, encuentra la incertidumbre. En julio de 1955, Guevara está en disponibilidad, no sabe muy bien lo que va a hacer, y entonces aparece Fidel Castro. Es uno de los grandes momentos de la dramatización histórica en América Latina. Castro lo encuentra a las ocho de la noche y lo deja a las cinco de la mañana convertido en el Che Guevara. Esa conversación que dura toda la noche es un punto de viraje, una conversión. Ha quedado capturado por el carisma y la convicción política de Castro. De hecho, la figura de Castro se convierte inmediatamente para Guevara en un punto de referencia esencial. Podemos pensar a Guevara como un marxista y seguramente lo era, pero eso no termina de explicar su decisión de sumarse a la expedición. Se trata de un salto cualitativo, para decirlo de algún modo.

Guevara se integra entonces como médico a la expedición del Granma, pero rápidamete se convierte en un combatiente, y al poco tiempo es ya el comandante Guevara. En setiembre de 1957, Fidel castro lo designa comandante. Están definiendo las funciones de la tropa y, cuando llegan a Guevara, un poco sorpresivamente Castro dice “Comandante”. Lo convierte en el comandante Guevara, y le da la estrella de cinco puntas. A partir de entonces su imagen está cristalizada. El guerrillero heroico.


La consecuencia

Poco después, entre agosto y octubre de 1958, Guevara vive –y narra mientras vive- la primera experiencia de lo que podríamos llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad de sacrificio, y de ella saca una conclusión que lo va a marcar en toda su experiencia futura. En esos meses, es el comandante de la Octava Columna, de ciento cuarenta hombres, y recorre medio país, va desde Sierra Maestra a la provincia de Las Villas, en una caminata muy dificultosa, con el sistema clásico de esconderse y escapar y marchar incesantemente. Ante la dificultad del avance, Guevara registra en su diario un hecho que después no aparece en la reescritura de Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así. “La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en medio de la desolación.” Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se encuentra en la escena algo que se repetirá luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del límite como condición de la subjetividad política. La imagen anticipa la experiencia en Bolivia pero concluye de otra manera, y toda la diferencia consiste en las condiciones políticas que hay en Cuba, la debilidad de Batista, la crisis de la hegemonía que decide la política, como diría Gramsci. Pero Guevara parece borrar las condiciones políticas específicas para quedarse con el momento de la decisión pura como condición de la política.

Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en el monte, tratando de avanzar de cualquier modo, y Guevara dice: “Sólo al imperio de insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo podía hacer caminar a esa gente exhausta.” Él está con ellos, en la misma situación que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera, los impulsa y los guía. “Los jefes deben constantemente ofrecer el ejemplo de una vida cristalina y sacrificada”, escribirá en 1961 en La guerra de guerrillas.

Aparece ahí por primera vez la idea de la construcción de una ética del sacrificio como modelo de la guerrilla, la construcción de una subjetividad nueva. Y es lo que parece haber quedado como condición de la victoria y de la formación de un cuadro político.

No sé hasta dónde podemos integrar esta idea en el marco de la tradición popular. Esa tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El libro de las mutaciones. Se trata de una ética de las clases subalternas que implica negociar, romper la negociación, hacer alianzas, abrir el juego, cerrarlo. Gramsci, obviamente, podría ser otro ejemplo de esa estrategia de acumulación. Se parte de la distinción entre amigo y enemigo como condición de la política, pero esa oposición es muy fluida y se modifica según la coyuntura. La noción de enemigo es la clave: cuáles son sus fisuras, cómo fragmentarlo y con quién, cómo construir el consenso, cuáles son las relaciones de fuerza y la conciencia posible.

Podría decirse que Guevara piensa al revés: primero decide la táctica y luego adapta las condiciones a esa táctica. Define quién es el amigo, con quién construye el núcleo guerrillero, cómo se prepara (y ésa es la base de su libro La guerra de guerrillas). Guevara tiende a pensar al grupo propio, más que en términos de clase, casi como una secta, un círculo de iniciados del que debe estar excluida cualquier ambigüedad. En ese sentido, su política tiende a ver al enemigo como un grupo homogéneo y sin matices, y a los amigos como un grupo siempre en transformación, que corre el riesgo de abdicar o de ser captado o infiltrado. En el grupo de amigos entrevé la figura encubierta del enemigo, lo que va a generar esa tradición terrible del guevarismo que se va a repetir en casi todas las experiencias posteriores, la vigilancia continua, la tendencia a descubrir el traidor en el débil, en el que vacila en el interior del propio grupo. Guevara mismo hace una anotación sobre el tema en La guerra de guerrillas: “En la jerga nuestra, en la guerra pasada, se llamaba “cara de cerdo” a la cara de angustia que presentaba algún amedrentado.”

La noción del amigo como el que potencialmente puede desertar y traicionar es el resultado extremo de la propia teoría (y ya sabemos cuáles han sido las consecuencias). El ejemplo más conocido quizá es el fusilamiento del poeta Roque Dalton en El Salvador por sus propios compañeros de la guerrilla, pero hay muchos otros.

La política se vuelve una práctica hacia el interior del propio grupo, a través de la desconfianza, las acusaciones, las medidas disciplinarias. No hay nunca política de alianzas. En todo caso, la posibilidad de las alianzas está definida por la desconfianza y la sombra de la traición.

En este sentido hay dos momentos centrales en la experiencia de Guevara, uno al comienzo y otro al final de su vida política. El primero, en su primera experiencia de lucha en Cuba. En Pasajes de la guerra revolucionaria, cuando Guevara narra su bautismo de fuego en Alegría del Pío, en el desembarco del Granma, culpa a un traidor del ataque del ejército que casi le cuesta la vida: “No necesitaron los guardias de Batista el auxilio de pesquisas indirectas, pues nuestro guía, según nos enteramos años después, fue el autor principal de la traición, llevándolos hasta nosotros.” Ésta es su primera experiencia y algo parecido ocurre al final, en la última anotación del Diario en Bolivia, cuando registra el encuentro inesperado con la vieja campesina que está “pastoreando sus chivas” y tienen que sobornarla para que no los delate: “A las 17.30, Inti, Aníbal y Pablito fueron a la casa de la vieja que tiene una hija postrada y medio enana; se le dieron 50 pesos con el encargo de que no fuera a hablar ni una palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpla, a pesar de sus promesas.” La categoría básica de la política para Carl Schmitt (y también para Mao Tse-Tung), la distinción entre amigo y enemigo, se disuelve para Guevara, el enemigo es fijo y está definido. La categoría del amigo es más fluida y ahí se aplica la política. La única garantía de que la categoría de amigo persista es el sacrificio absoluto y la muerte. Porque, paradójicamente, esta experiencia de aislamiento, de rigor, de vigilancia y sacrificio personal, tiene como resultado, según Guevara, la construcción de una conciencia nueva. El mejor es el más fiel y el más sacrificado. El Che plantea una relación, nunca probada, entre ascetismo y conciencia política. El sacrificio y la intransigencia no garantizan la eficacia, y la vigilancia no se debe confundir con la política; cuando se confunde hamos pasado a una práctica de control. La guerrilla funciona como un estado microscópico que vive siempre en estado de excepción.

Básicamente, es un sistema para formar sujetos políticos capaces de reproducir esa estructura. Porque al revés, la contrarréplica de la traición –obviamente- es el heroísmo absoluto. La garantía de que no habrá traición es la fidelidad total y la muerte. Pobres de los pueblos que necesitan héroes, decía Brecht. Y aquí en esta microsociedad que es la guerrilla, se trata de producir automáticamente al sujeto como héroe, en una construcción directa, sin pasos previos.

En cada uno de los enfrentamientos, Guevara forma un pelotón de vanguardia, una especie de pelotón suicida que enfrenta al grupo que lo está hostigando en las primeras escaramuzas. Sobre esta práctica Guevara escribe en su diario de la época de Sierra Maestra: “Es un ejemplo de moral revolucionaria, porque ahí sólo iban voluntarios escogidos. Sin embargo, cada vez que un hombre moría, y eso ocurría en cada combate, al hacerse la designación del nuevo aspirante, los desechados realizaban escenas de dolor que llegaban hasta el llanto. Es curioso ver a los curtidos y nobles guerreros mostrando su juventud en el despecho de una lágrima, pero por no tener el honor de estar en el primer lugar de combate y de muerte.” Podría decirse que aquí hay un exceso en la representación de la fidelidad, una exhibición opuesta a “la cara de cerdo” del amilanado.

La experiencia que Guevara hace en Cuba le va a servir como modelo para definir la experiencia de la guerrilla, sea donde sea que se realice. En un sentido, podríamos decir que el triunfo de la revolución cubana es un acontecimiento absolutamente extraordinario, que se da en condiciones únicas. De ella infiere una hipótesis política general, que aplica en cualquier situación y sobre la cual va a forjar modelos de construcción de la subjetividad y de una nueva ética.

Apenas termina la experiencia en Cuba, define las características del guerrillero, la idea del pequeño grupo que funciona por fuera de la sociedad y que es capaz de afrontar cualquier situación. Un grupo de élite que parece vivir en el futuro.

Es notable la metafórica cristiana del sacrificio que acompaña este tipo de construcción política. El propio Guevara dice en la primera página de La guerra de guerrillas: “El guerrillero como elemento consciente de la vanguardia popular debe tener una conducta moral que lo acredite como verdadero sacerdote de la reforma que pretende. A la austeridad obligada por las difíciles condiciones de la guerra debe sumar la austeridad nacida de un rígido autocontrol que impida un solo exceso, un solo desliz, en ocasión en que las circunstancias pudieran permitirlo. El guerrillero debe ser un asceta”.

En definitiva, el modelo de la ética que se busca es la del cristianismo primitivo.

Ahí aparecen algunos elementos que quizá nos permitan pensar qué tipo de concepción de la política está implícita en la idea de un pequeño grupo capaz de producir una revolución en condiciones absolutamente adversas.

Es imposible, por ejemplo, imaginar peores condiciones objetivas que las que encuentra cuando va al Congo: no conoce la lengua y la gente con la que trabaja tiene creencias y nociones de cómo debe ser un guerrero que Guevara nunca termina de entender.

Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque allí la situación política le resulta más conocida. Pero apenas llega, todo se complica, está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar que se van a convertir en una especie de grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una especie de escuela de cuadros, destinada a crear sujetos nuevos casi por descarte. “De mil, cien; de cien, diez; de diez, tres”, dice en una frase impresionante, que muestra la matemática fatídica que rige en el grupo.

Por supuesto, Guevara no propone nada que no haga él mismo. No es un burócrata, no manda a los demás a hacer lo que él sostiene. Ésta es una diferencia esencial, la diferencia que lo ha convertido en lo que es. El que paga con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es similar a la experiencia de los anarquistas del siglo XIX, cuando tratan de reproducir la sociedad futura en una experiencia personal. Viven modestamente, reparten lo que tienen, se sacrifican, definen una nueva relación con el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de alimentación. Se proponen como ejemplo de una nueva forma de vida.

Se trata de una posición extrema en todo sentido. Y si volvemos a la noción de experiencia de Benjamin en El narrador, podríamos decir que Guevara es la experiencia misma y a la vez la soledad intransferible de la experiencia. Es el que quema su vida en la llama de la experiencia y hace de la política y de la guerra el centro de esa construcción. Y lo que propone como ejemplo, lo que transmite como experiencia, es su propia vida.

Paralelamente persiste en Guevara lo que he llamado la figura del lector. El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado. Una figura extrema del intelectual como representante puro de la construcción del sentido (o de cierto modo de construir el sentido, en todo caso).

Y en el final de Guevara las dos figuras se unen otra vez, porque están juntas desde el comienzo. Hay una escena que funciona casi como una alegoría: antes de ser asesinado, Guevara pasa la noche previa en la escuelita de La Higuera. La única que tiene con él una actitud caritativa es la maestra del lugar, Julia Cortés, que le lleva un plato del guiso que está cocinando su madre. Cuando entra, está el Che tirado, herido, en el piso del aula. Entonces –y esto es lo último que dice Guevara, sus últimas palabras-, Guevara le señala a la maestra una frase que está escrita en la pizarra y le dice que está mal escrita, que tiene un error. Él, con su énfasis en la perfección, le dice: “Le falta el acento.” Hace esta pequeña recomendación a la maestra. La pedagogía siempre, hasta el último momento.

La frase (escrita en la pizarra de la escuelita de La Higuera) es “Yo sé leer”.

Que sea ésa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, una cristalización casi perfecta.

Murió con dignidad, como el personaje del cuento de London. O, mejor, murió con dignidad, como un personaje de una novela de educación perdido en la historia.

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Número 64

Guevara por Granado / Alberto Granado

Guevara por Granado / Alberto Granado

En 1952, Ernesto Guevara y Alberto Granado realizaron un viaje de seis meses a través de América Latina que cambiaría sus vidas y forjaría una gran amistad. Así ve Granado a su amigo, el Che. (Extractos de entrevistas).

Conocí a Ernesto cuando tenía 14 años. Él quería jugar al rugby, pero como sufría de asma desde muy niño ningún entrenador lo quería aceptar. Jugar con asma es un riesgo grande. Entonces mi hermano pequeño (Tomás), compañero de estudios suyo, me lo presentó para saber si yo lo podía entrenar, sabiendo que yo creía mucho en el deporte como forma de mantener la salud. En aquellos días el rugby se estaba haciendo popular en Argentina, muchos querían jugarlo, pero después de las primeras prácticas se desencantaban y se iban con el equipo y las botas. Por esa razón pusimos una norma: para ser jugador nuestro el aspirante debía saltar sobre un palo de escoba colocado a un metro diez de altura y caer con el hombro, de golpe, una jugada que puede pasar 40 veces en un partido. La mayoría abandonaba al segundo salto. La excepción fue Ernesto, que no se puso ni el short, se colocó la camiseta y se tiró una vez, y se tiró otra y otra… ¡Si no le digo basta me hace un hueco en el patio! Tenía un tackle muy violento y, por lo demás, muy heterodoxo, no iba a la cintura, sino casi a la altura del hombro y aplicaba una fuerza increíble para su peso. Él jugaba de tres cuartos wing y cuando agarraba la pelota gritaba: ¡Acá va el furibundo Serna! Así que le pusimos Fuser, una síntesis de furibundo y Serna. Usaba el apellido Serna por su madre, quien le dio ímpetu y evitó que se transformara en un muchacho dominado por la enfermedad. En los partidos teníamos a alguien con el inhalador al lado del line-out y varias veces hubo que usarlo porque le daban unos ataques impresionantes de asma. Pero, aun así, era imposible decirle que no jugara. Tanto adoraba Fuser el rugby que en 1951, cuando el asma le arrancaba el aire y ya comenzaba a perfilar su vida hacia la medicina y otras inquietudes, se inició como periodista fundando y redactando crónicas para la revista Tackle, la tercera publicación dedicada exclusivamente al rugby que apareció en Argentina. El Che escribió seis artículos bajo el seudónimo de Chang-Cho. El oficio de reportero no fue ocasional, en 1955 cubrió como cronista y fotógrafo de Agencia Latina los Juegos Panamericanos de México.

Le gustaban los deportes y los practicaba todos como cualquier muchacho sano. Su paso previo al rugby había sido el fútbol. Fuser era “hincha canalla” (de Rosario Central) por dos razones: porque nació en Rosario y porque era admirador del Chueco García (Ernesto, el poeta de la zurda), un wing izquierdo muy bueno que después pasó a Racing, mi equipo. También jugaba, era un bastante buen arquero. Como esa posición requería menos movimiento y esfuerzo no necesitaba inhalador; lo usaba cuando jugaba de defensa, puesto en el que, pese a no ser muy heterodoxo ni elegante, se desenvolvía bien, sobre todo por su perseverancia.

Sus conocimientos de fútbol unidos a los míos nos sirvieron mucho en el viaje. Una vez nos encontramos con unos camioneros que practicaban con vistas a un partido el domingo siguiente. Entonces me puse a hacer “chiches”, jueguitos con la pelota. Estuve varios minutos haciéndolos y los deslumbré. El domingo jugamos en una cancha de tierra, salitrosa. Ernesto se colocó de arquero y yo de ocho. Nos fue bien. Después del partido me puse a hacer un chivito como los hacemos en Córdoba y me los gané a todos. Fue muy lindo. Otra vez, en Machu Pichu, nuestro juego nos ganó el alojamiento en un hotel que estaba cerrado. En esa ocasión mentí, le dije a la gente del equipo que jugaba en primera en un equipo de Buenos Aires. Allí no hicimos ninguna hazaña, eran muy malos, éramos tuertos en un país de ciegos. Y en Leticia, Colombia, fuimos entrenadores por necesidad económica y terminamos jugando. Ahí conocimos a Alfredo Di Stefano. Fuimos al hotel donde se alojaba y le pedimos entradas. Nosotros no éramos tímidos, si lo hubiéramos sido no llegábamos ni a la mitad del viaje. Con las entradas que nos dio Di Stefano vimos al Millonarios (el equipo donde jugaba él) contra el Real Madrid. Fue la primera vez que vimos fútbol europeo contra sudamericano.

Nuestro último partido juntos fue en 1963, siendo Ernesto ministro de Industria. Jugamos un partido contra un equipo universitario. Él no tenía complejos de ningún tipo y en ese partido marcó al rival y se tiró al piso como siempre. Nadie pensaba que el ministro iba a actuar así, pero por mucho ministro que fuera dentro de la cancha seguía siendo Fuser.

En el deporte, como en la vida, dos cosas llamaban la atención en Ernesto: su tenacidad y su inteligencia. Su tenacidad siempre me impresionó. También era temerario. Recuerdo cómo le gustaba tirarse clavados desde una piedra o un sauce a cuatro o cinco metros de altura. Lo hacía muy bien y era riesgoso, porque el agua era casi siempre baja y los pozos estrechos. Ese era uno de sus problemas, no tenía sentido del peligro. Cruzar el Amazonas a nado, por ejemplo, fue suicida. Allí hay una cantidad enorme de caimanes y pirañas. Si te golpea una rama y te saca un poco de sangre, al minuto te rodean las pirañas. Yo temía eso, pero bueno, cuando él tomaba una decisión era imposible decirle que no. En la película el cruce aparece en la noche para darle más tono poético y dramático, pero en realidad fue por la tarde.

Otro de los aspectos que resaltaban en su personalidad era la afición a la lectura. Desde chico, en lugar de lamentarse por su enfermedad hacía deporte y leía sin descanso. Con los libros leídos escribía lo que llamó su Diccionario Filosófico. Llegó al extremo de leer la obra de Marx como una lectura más, no como si estuviera leyendo a un filósofo. Más de una vez tuve que defenderlo de los demás muchachos, que lo llamaban loco porque se sabía de memoria los versos de Neruda. Les decía: “Ernesto es mucho Ernesto”. En lugar de médico podía haber sido un literato porque escribía muy bien; pero también un físico, un químico o lo que se hubiera propuesto.

En lo único que no destacaba era en el baile. Yo intenté enseñarle a bailar el tango sin resultado, carecía totalmente de sentido del ritmo.

Además de tenaz era muy firme en sus convicciones, muy drástico y duro. Durante nuestro viaje –está relatado en la película- cuando el doctor Pesce en Perú le pide opinión sobre el libro que había escrito y él le dice que era una porquería, podría haber sido más suave. Mi hermano Tomás me contó que una vez hablaban sobre García Lorca en clase y el profesor citó mal unos versos. Ernesto le soltó: “Para que vamos a hablar si usted no se sabe ni los versos”. El profesor tenía una bronca bárbara. Cuando era ministro, los muchachos de la escolta le agarraron el auto y salieron a levantarse un par de minas. Como era un auto del Estado, el Che usó su mano de hierro y les aplicó su propia ley. Les daba donde más les dolía, que era dejarlos sin comer y en calzoncillos para que pagaran su fechoría. Otra vez, en 1963, pasamos delante de los chóferes de Fidel. El Che le tocó la barriga a uno y dijo: “ ¡Ah!, están gorditos, ¡eh! ¡Para lo que trabajan! El chofer se quedó petrificado. Ernesto se dio cuenta que había metido la pata, volvió, le agarró el cabello y le dijo como manera de romper con lo que había dicho: “Se te está cayendo el pelo”.

Hay mucha gente que quiere imitar su dureza, pero él, además de duro, tenía mucha mano izquierda, como se dice de los toreros; sabía rectificar, aunque te hacía pasar muchos calores por esa forma tan brusca. Con quien era más duro era consigo mismo. Para él ser mentiroso o cobarde era el mayor defecto. También le gustaba el sacrificio, y no a todo el mundo le gusta el sacrificio. El que se metía con él tenía que sacrificarse.

Pero pese a sus virtudes tampoco hay que endiosar a Ernesto, así se lo va lavando mucho. Hay que recordar también las partes negativas. En la película quise evitar eso para que no hicieran de él un cowboy del oeste, un tipo que todo lo hacía bien.

Cuando llegué a Cuba después del triunfo de la revolución encontré al amigo afectuoso, un poco sardónico, pero igualito en cariño. Enseguida me di cuenta cómo había profundizado en la parte política nada más oírlo en la forma de expresarse, de tomar las cosas. Un día al escucharlo hablar en un acto oficial me volví hacia Celia, su madre, que nos acompañaba, y le dije como decía antes: ”Viste Celia, Ernesto es mucho Ernesto”.

Al hablar de sus condiciones les llamo sus tres incapacidades: incapacidad de mentir y aceptar mentiras, de recibir algo que no le correspondiera y de no dar el ejemplo. Todo lo demás es relativo. Tú puedes ser buen médico, buen poeta, buen guerrillero, estadista, pero si luchas contra la mentira ya lo haces contra otras muchas cosas; igual si no aceptas lo que no te corresponde. Y si dices vamos a cortar caña en vez de hay que ir a cortar caña, o vamos a ser maestros en lugar de necesitamos maestros, entonces actúas como él.

De todas formas yo lucho contra el mito porque crea una imagen falsa ¡Qué vamos a ser como el Che, si él era buen médico, buen mozo, valiente, inteligente! Es difícil ser como él. Era inteligente, pero también muy trabajador. Y valiente, aunque hay muchos valientes que terminan asaltando bancos. Pese a todo yo creo que hay mucha gente valiente y trabajadora en el mundo, muchos como él. El Che no era un mito, es un hombre que hizo y pagó las consecuencias.

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Número 64

Algunas veces el Che / Roberto Fernández Retamar

Algunas veces el Che / Roberto Fernández Retamar

Un montón de memorias

Lisandro Otero me invita a escribir algo sobre Las Villas, sobre la batalla de Santa Clara si es posible, y, por supuesto, sobre el héroe de esa batalla, el comandante che Guevara. Todo de prisa, a la cubana: y de prisa es que me he puesto a escribir, y me ha venido un montón de memorias.

El nombre de Las Villas, como todos sabemos, fue echado al mundo por razones enérgicas: la invasión que, encabezada por los comandantes Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara, iba recorriendo la Isla, a semejanza de aquella otra, capitaneada por Antonio Maceo, que hasta entonces había sido para nosotros “la invasión” por excelencia. De repente, la historia estaba ardiendo otra vez. A La Habana nos llegaban ráfagas de aquellas noticias estremecedoras.Cuando ya celebrábamos aquí la huida del tirano, la ciudad de Santa Clara caía en manos del Che, tras una campaña que había adquirido matices legendarios.

Vi al Che fugazmente pocos días después, cuando a instancias del músico Pablo Hernández Balaguer (entrañable amigo mío desde la niñez) fuimos a la fortaleza militar de la Cabaña, entonces bajo la jefatura del Che. Pero no vine a hablar con él sino meses más tarde, cuando ya se encontraba al frente del Departamento de Industrias del Instituto Nacional de la Reforma Agraria. Lo visité allí porque yo dirigía entonces la Nueva Revista Cubana, y quería pedirle una colaboración suya sobre el viaje que él había realizado a países de África y Asia. La antesala fue inacabable: en medio de lo que me parecía un desorden espumeante, pasé horas en las cuales almorcé o cené (o ambas cosas) con jóvenes militares que suponía su escolta, y con muchos más. El Che recibía a las personas más disímiles. Al cabo me llegó el turno. Cuando entré en su despacho, estaba allí, planteándole algún problema que implicaba la consulta de papeles, su bellísima compañera, Aleida March.

Finalmente pude abordar mi tema. Lo hice lo mejor que pude. Pero fue en vano. Él, abrumado de tareas, me sugirió amablemente trasmitir mi solicitud a Pancho García Valls, con quien trabajaba y lo había acompañado en el largo periplo. Pancho, compañero mío desde los años del Bachillerato, realizó la encomienda, en artículo que titulé “Viaje a las colonias de ayer”.

Dos años después de ocurrida, tuve la oportunidad de ver la batalla de Santa Clara, y de hablar con su protagonista. Fue el 30 de diciembre de 1960. Yo acababa de regresar de París, y estaba en el cine La Rampa, donde se estrenaba Historias de la Revolución, el primer largometraje de Tomás Gutiérrez Alea. La última parte de esta película trata de esa batalla, y lo hace con eficacia. A la salida de la proyección debía ir con el poeta Pablo Neruda, entonces de visita en Cuba, a una entrevista con el comandante Guevara, a la sazón presidente del Banco Nacional. A medianoche entramos Neruda y yo en el edificio de Cuba y Lamparilla que veinte años atrás, siendo niño, yo frecuentaba. Allí estuvo la Escuela de comercio de La Habana, y como mi padre enseñaba en ella, me llevaba algunas noches, en visitas que para mí eran grandes aventuras. De eso conversaba con Neruda cuando el Che llegó, puntualmente, y nos hizo pasar a su oficina. He dicho más arriba que entonces tuve ocasión de hablar con él. Exageré. Debí decir que tuve ocasión de oírlo. He perdido mucho, y de lo que recuerdo no puedo garantizar la completa fidelidad de las palabras, pero sí el sentido.

El Che no hubiera estado en la proyección de la película porque, según decía, una película tendría que basarse en los momentos culminantes de la batalla, y que para los que había estado en ella, no había tales momentos culminantes. Me dio la impresión de que cuando la realidad de su vida se convertía en ficción, él se sentía, como es natural, incómodo.

Después pasó a hablarse de la situación política. En Cuba esperábamos la agresión yanqui (que al cabo llegaría en abril del año entrante): había tensión y acuartelamiento. Él, convencido de que nos atacarían, lejos de descartar la agresión directa, me parece que la consideraba como la más probable. El Continente conocía en ese momento una intensa maquinación diplomática, con el fin de provocar antes la ruptura colectiva con Cuba. No sería extraño que los gobiernos latinoamericanos se plegaran a ello. De la endeblez de los “liberales” latinoamericanos acababa de dar prueba el ex presidente guatemalteco Arévalo, llamando a Cuba “sardina roja” o algo así. Pero el Che no tenía la menor duda sobre la capacidad de resistencia del pueblo, sobre su inquebrantable voluntad de victoria, pero que supondría grandes sacrificios, privaciones incluso de objetos importantes para la vida diaria.

Neruda quiso entonces asegurarse de que entre esos objetos no se encontrarían los libros. El Che le respondió que eso dependería de la agresión: en primer lugar, se necesitarían alimentos, medicinas, armas, instrumentos de trabajo. Neruda reiteró su preocupación por las publicaciones, no sólo las extranjeras sino también las nacionales, que debían ser, decía, cuidadosas y bellas. La tipografía debe atenderse, es algo delicado: cuando se pierde su tradición, se adquiere la costumbre de los libros feos, y cuesta mucho enderezar el mal gusto. Como es natural, el Che asentía. Me agradaba ver a Neruda volver sobre esta preocupación al parecer meramente esteticista. Mientras tanto, yo me había fijado en que, en un armario, había varios saquitos de mate. Empecé a esperanzarme con la idea de tomar al fin mate en la vida real, no sólo leyendo autores del Plata, que nos han inclinado a esa bebida como los escritores rusos del siglo XIX nos hacen requerir un samovar. En ese momento, alguien entró con una bandeja…de café. El mate resultó ser regalo accidental de un amigo. El Che habló luego de las lecturas en la Sierra para aprender y enseñar. Había leído Martí a sus hombres, y a veces les resultaba difícil. Les era menester una redacción más asequible. Jaime Barrios, economista chileno conocido por Neruda, entró entonces, y supimos que el Che era solicitado para una reunión. Se volvieron a retomar temas conversados y nos despedimos.

A partir de 1959 ó 1960 había coincidido varias veces con el Che en recepciones diplomáticas que entonces no eran nada formales, pero donde apenas me era dable, si acaso, saludarlo. No obstante, en una de esas oportunidades, en el restorán La Torre, el cual se usaba para esos menesteres, lo rodeamos varios escritores y artistas (recuerdo entre ellos a Adelaida y a Rine Leal) y tuvimos con él una conversación algo más extensa. Cada cual le hablaba de lo que quería, y él respondía con afabilidad y su habitual humor. Yo le mencioné su crónica ”Alegría de Pío”, que había aparecido no hacía mucho. En tal crónica, como se recordará, él contó cómo, al sentirse herido de bala en el pecho y pensar que iba a morir, recordó el cuento de Jack London donde un hombre perece de frío. Para tirarle de la lengua, le dije que eso demostraba que él era un intelectual de tiempo completo, ya que incluso en un momento tan crítico se ponía a evocar una obra literaria. Además, añadí, evidentemente el tiro no había resultado mortal: ¿adónde había ido a parar esa bala? A lo primero, el Che me replicó que parecía mentira que yo no me hubiera dado cuenta de que se trataba de morir con dignidad, como había hecho el personaje de London. En cuanto a lo segundo, tomó mi mano y la llevó a la parte posterior de su cuello, donde todavía podía sentirse la bala.

A propósito de crónicas como ésa, que el Che venía publicando sobre todo en la revista del Ejército, Verde Olivo, con el título Pasajes de nuestra guerra revolucionaria, Nicolás Guillén y yo, a nombre de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, lo visitamos a mediados de 1962, en el Ministerio de Industrias. Queríamos obtener su autorización para recoger dichas crónicas en un libro que publicaría la Unión. Cuando le informamos de nuestro propósito, el Che estuvo de acuerdo: como resultado de ese acuerdo, dio su título definitivo al libro (Pasajes de la guerra revolucionaria), revisó las planas últimas y se las devolvió a Guillén, añadiéndole al final unas líneas humorísticas.

En aquel encuentro hablamos después de otras cosas, y de repente, para mi sorpresa, Nicolás sacó un modelo de ingreso en la UNEAC, se la dio al Che (a quien tuteaba), y le pidió que lo llenara. El Che admiraba mucho a Guillén. Lo había presentado con palabras bien elogiosas en un recital que en febrero de 1959 se le organizó en La Cabaña al autor de la Elegía a Jesús Menéndez. Pero ni siquiera esa admiración fue suficiente para que accediera a la solicitud de Nicolás, a quien dijo que no se consideraba escritor. Tercié en la conversación, explicándole al Che que seguramente Guillén no pensaba al hacerle la solicitud en los versos del comandante, que al parecer él mismo no apreciaba demasiado, sino en textos como los que nos habían llevado allí, y donde él se revelaba un evidente escritor, si bien no un escritor al uso. Pero tampoco mi argumentación lo hizo variar de criterio.

Poco después de esa visita recibí desde París una carta de mi amigo Robert Altmann en que me pedía gestionarle una entrevista con el Che a David Rousset, quien pensaba visitar Cuba, Cuando el autor de El universo concentracionario llegó a la Isla, trasladé mi solicitud. El Che lo citó en el Ministerio, a las doce de la noche de un sábado. Me pareció natural que fuera con Rousset a la cita, y así lo hice. El Che salió puntualmente de su despacho, se dirigió a nosotros, habló con Rousset en un francés fluido, y volviéndose hacia mí me preguntó, con su ironía acostumbrada (que yo no pude dejar de vincular a su opinión sobre alguno de mis juicios durante la visita previa, con Guillén), si yo era el traductor. Hubiera querido irme en ese mismo momento, pero no había forma elegante de hacerlo, así que quedé con ellos durante el resto de la noche. El Che nos arrastró al trabajo voluntario que realizaría en una textilera, adonde llegamos en su auto, conducido por él mismo, para sobresalto de su escolta. Ignoro si Rousset escribió después algo sobre la singular visita.

Mi siguiente (y más memorable) encuentro con el Che se debió a un azar: un “seguro azar”, en las palabras de Salinas. En los primeros días de marzo de 1965, al ir a abordar ese avión Praga – Habana que todo cubano toma, o aspira a tomar, alguna vez, y que se va haciendo familiar como un tranvía de barrio, tuve la alegría de saber que haría el vuelo no sólo con muchos alumnos becados, sino también con el Che y otros compañeros del gobierno (Osmany Cienfuegos, Arnold Rodríguez), además del secretario del Che, Manresa. Cruzamos unas palabras, y todo no habría pasado de allí. Pero, por desperfecto del aparato, el vuelo supuso una larga detención en Shannon, Irlanda, y significó dos días con sus noches. En esas condiciones, sin tabaco que fumar, prácticamente sin libros que leer (el Che acabó leyéndose la antología poética compilada por De Onís, que yo llevaba, así como mi ensayo “Martí en su [tercer] mundo”, con el que fue generoso), y a pesar de ocasionales incursiones en el ajedrez y el dominó, la conversación adquirió una importancia especial. Debo a ese hecho fortuito el haber hablado algunas horas con él, lo que es una de las cosas gratas y aleccionadoras que en estos tiempos me han ocurrido. Se trata de una persona difícil de elogiar. Con una mirada, una sonrisa, o llegado el caso una frase mordaz, desarma al candoroso (o malicioso) alabador. Deplora a los turiferarios y sus variantes. Por otra parte, es imposible no sentir en su compañía, incluso en esa temporal y accidental intimidad, la impresión de rectitud y grandeza que emana de él. Y desde luego de austeridad. A la pobre aeromoza del avión de Cubana que en el aeropuerto de Shannon le llevó una caja de tabacos, le preguntó si la acababa de comprar en dólares, y al responderle ella afirmativamente, le pidió que la devolviera y reclamara el dinero.

La evidencia de la superioridad humana del Che la ha expresado admirablemente uno de los escritores más rigurosos de nuestra América en estos años: don Ezequiel Martínez Estrada. También él sintió esa impresión, y la dijo en su “Che Guevara, capitán del pueblo”. Véanse esas páginas del escritor menos áulico del Continente, y me será más fácil hacerme entender. Ellas expresan, mejor de lo que yo podría hacerlo, la experiencia que me fue dada tener en esas horas. Que no estaban hechas, por supuesto, de meros asentimientos.

Se comprenderá que en horas se habla de muchas cosas. Algunas iban a adquirir después, para mí, valor especial. Como su observación de que, a diferencia de Fidel, y de muy escasos gobernantes del Tercer Mundo, Ben Bella no contaba en torno suyo con un equipo de hombres fieles. Pero en general, volvía entusiasmado con África, y lamentaba lo poco que entre los pueblos africanos habíamos divulgado nuestros hechos, y lo poco que nosotros conocíamos los suyos. Es menester salvar ambas lagunas: enviarles, traducidos al inglés y al francés, nuestros textos más importantes, y editar aquí los de ellos. Él había recomendado la publicación entre nosotros del libro fundamental de Fanon, los Condenados de la tierra, y hablamos del mismo. A partir de la experiencia concreta de África, Fanon llegó, por sus propios pasos, a conclusiones bien cercanas a las de nuestra Revolución. Nos es menester pensar por nuestra cuenta los problemas y las soluciones. Es bien pobre, por ejemplo, lo que existe en relación con la economía política del período de transición. Hay que ir a las fuentes, estudiar acuciosamente a Marx y Lenin. Sólido conocimiento de los clásicos, y fidelidad, en los planteamientos, a nuestras realidades, nos permitirán eludir el escolasticismo contemporáneo. Esa es tarea particularmente importante y difícil para nuestros países, los países de eso que ahora han dado en llamar el Tercer Mundo. Carecemos de cuadros especializados, pero no por eso podemos quedarnos de brazos cruzados. Hay que interrogarse ante los errores, dar con sus raíces, rectificarlos. Arriesgamos quedar presos en la ley del valor y sus consecuencias, aún cuando creamos asumir posiciones inequívocamente revolucionarias.

Hablamos de un trabajo que había aparecido recientemente en la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Se trata de “El castrismo: la larga marcha de la América Latina”. Su autor, Régis Debray, joven estudioso francés que viviera en Cuba y en otros países de la América Latina, es un admirador irrestricto del Che. En su casa, que yo acababa de visitar, sólo hay un retrato: una foto del Che que le tomó él mismo en La Habana. Esto no se lo dije al comandante, pero de la lectura del artículo se desprendía más lo que yo pudiera decir. Dicho artículo es sin duda notable, y a él le interesaba, aunque aquí o allá hubiera propuesto rectificaciones.

No sé como pasamos a hablar de lecturas juveniles. El Che tuvo esa formación de francotirador propia de muchos intelectuales latinoamericanos: se entusiasmó con Freud y se separó de él ante el fanatismo estrecho de muchos sicoanalistas; no desconoció a Spengler, quien tanto influiría precisamente en Martínez Estrada; le atrajo la literatura, pero estudió Medicina. El resto de lo que sus biógrafos llamarán su evolución , pertenece ya a la historia de nuestros años. El Che en Guatemala, en México, en Cuba; el guerrillero, estadista, economista, escritor, teorizante. Se trata de uno de esos grandes hombres múltiples que nuestras tierras mestizas dan de tiempo en tiempo, y es ya inimaginable en un país capitalista desarrollado.

Le mencioné la nueva edición de su libro La guerra de guerrillas, que yo le había pedido para hacer con él un Bolsilibro, cuando me encontraba al frente de las ediciones de la UNEAC, donde ya habíamos publicado los Pasajes, pero él no estaba conforme con reeditar el libro tal como está en la actualidad: quiere rescribirlo, de acuerdo con nuevas experiencias, o al menos hacerlo preceder de un prólogo aclaratorio. Yo le expliqué que nos interesaba la obra en sí, por el valor histórico que ya posee, pero el Che pensaba sobre todo en la utilidad que podría prestar. También hablamos de sus Pasajes, y de una nueva estructura que hubiera querido darles. Al abordar las publicaciones cubanas, mencionamos los libros de la colección Arte y Sociedad, que él había leído. La necesidad de arte, de Fischer, le parecía interesante y útil, aunque considerara excesivo nuestro entusiasmo por el libro. Yo le hablé de la posibilidad de dar a conocer allí alguna obra non sancta (concretamente, Literatura y Revolución, de Trotski), y ello no le preocupó, aunque me sugirió que le añadiera un prólogo mío. Pero mucho de lo publicado por autores cubanos lo estimaba distante todavía de la calidad requerida. Coincidiendo en principio con él, le sugerí sin embargo que acaso esa opinión era un capítulo del contrapunto entre el hombre de acción y el hombre de contemplación. Este último aparece siempre a los ojos de aquél como defectuoso. Pero no: él no escatimó su elogio para aquellas obras cubanas de primer orden, especialmente la novelística de Alejo Carpentier, y fue generoso en muchos de sus juicios. Desde luego, consideraba imprescindible el mayor compromiso revolucionario por parte de nuestros intelectuales. Me prometió entonces dejarme ver copia de un trabajo que había escrito sobre esto.

El lector supondrá que se trataba de “El socialismo y el hombre en Cuba”, que ha sido amplia y justamente divulgado. Yo hubiera preferido, y así se lo hice saber personalmente y luego en una carta larga y acaso excesiva, que no metiera en un mismo saco a todos los escritores y artistas de su generación; pero los puntos de vista de ese trabajo son de una extraordinaria importancia, y enriquecerán mucho nuestro ámbito. Por cuestiones meramente profesionales, hablamos sobre todo de aquellas partes tocantes a la literatura y el arte. El Che ha desencuadernado, para siempre entre nosotros, los errores del llamado realismo socialista, si bien insiste en que no podemos bastarnos con esa actitud, sino proseguir hasta dar con un arte que sea expresión de nuestro grandioso proceso revolucionario.

Aunque me detuviera en esos puntos, por las razones mencionadas, ellos distan mucho de ser los más importantes del trabajo. Es tonto que ahora me ponga a glosar lo que ya está dicho, y muy bien dicho, en esas páginas memorables. Pero sí podría comentar sobre lo que no está escrito allí, y me pareció entender. Me pareció entender que considera la conversión de un hombre en revolucionario genuino como una ascesis, un proceso de purificación similar a aquel a que aspiran algunos religiosos. De más está decir que estas palabras no pretendo atribuírselas. Se trata de hacerse mejor, para decirlo en términos sencillos, de darse a los demás, de olvidarse de sí, cumpliendo un deber exigente. No encontramos otras ideas en José Martí. Por supuesto, cuando la vara de medir es el propio Che Guevara, y él se considera como un aspirante a esa meta, no puede parecer extraño que su juicio sobre los demás – los intelectuales, por ejemplo – sea duro. Él mismo es un intelectual, pero un intelectual que ha sufrido la experiencia de esa conversión, de esa purificación, al contacto con el pueblo, con sus miserias, con sus padecimientos, con sus luchas. No es cierto que no haya habido intelectuales en la Sierra: los hubo, comenzando por el propio Fidel. Pero se trata de intelectuales que fueron capaces de ir más allá, de transformarse, para servir más. En Martí, en Martínez Villena, Cuba nos había ofrecido ejemplos así. Naturalmente que no se supone que todos los intelectuales logren esa dimensión, que será alcanzada por la vanguardia, para decirlo en los términos del Che. Y son ellos los que, al hacer posible la configuración histórica del país, hacen posible, también, la tarea de los otros trabajadores intelectuales. A esos trabajadores intelectuales les ha sido dada una responsabilidad inmensa, que es un desafío: ser los contemporáneos, y alguna vez los contertulios, de los revolucionarios más importantes de estos años. Algo así como ser contemporáneo de Lenin, o, en nuestra área, de Bolívar. No cabe duda de que una zona de nuestro arte se ha lanzado a aceptar ese magno desafío; no cabe duda, tampoco, de que los resultados – y acaso los métodos – todavía no están por regla general a la altura de lo que se requiere. Negar lo primero, es equivocarse; también negar lo segundo. Pero no quiero desviarme hacia ese tema.

Ahora veo cuánto me he ido alejando de Santa Clara. De golpe, voy a meterla de nuevo en la conversación. Después de todo, ya no habrá manera de que oigamos hablar de la batalla de Santa Clara sin que nos venga al recuerdo el nombre del Che, ni viceversa. Puesto que de él he estado hablando, está bien que se piense en “su” ciudad. (Los poetas árabes solían comparar el asedio a una ciudad con el cortejo a una mujer). Porque él es, definitivamente, el héroe de Santa Clara. Su labor entera, además, forma parte de nuestra historia, de nosotros. Es menester merecerlo y aprender, Quiero escribir con mi mano y hacer mías estas palabras con que concluía el trabajo mencionado de don Ezequiel: «Comprendo que debo contar lo mejor que pueda, y en lo forma más fiel, lo que me ha sido revelado. Cumpliré ese deber hasta el fin.”

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Cuba, agosto de 1965, número dedicado a un Homenaje a Las Villas.

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Número 64

El legado del Che / Federico Nogara

El legado del Che / Federico Nogara

El paso del tiempo va cambiando las circunstancias sociales en las que se desenvuelven las personas, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, y aunque las circunstancias políticas y económicas de fondo siempre sean las mismas (el capitalismo lleva ya varios siglos y su razón de ser y objetivo, ganar dinero, sigue inalterable), los usos, las costumbres, la manera de actuar, los hábitos, difieren incluso en pocos años. Pero también ese cambio social es relativo. Queda muy claro que la diferencia en el trato del tema sexual, por poner un ejemplo, es notoria antes y después de los años sesenta del siglo pasado, pero es una problemática que ha tenido, y seguirá teniendo, muchos vaivenes a lo largo de la historia de la humanidad. Porque los grandes interrogantes del ser humano, el amor, el paso del tiempo, la vejez, la muerte, el sentido de la vida, el crimen, son atemporales, y se seguirán tratando mientras estemos sobre el planeta. También estará siempre presente la rebelión contra un poder injusto.

Ernesto Guevara ha quedado en el inconsciente colectivo como uno de los símbolos máximos de la lucha contra la injusticia, un personaje histórico también atemporal, un mito. Situarlo en una época precisa, su época, y buscar entenderlo en su faceta de ser humano es una tarea difícil, y doblemente difícil desde estos comienzos del siglo XXI. ¿Cómo podemos entender al hombre comprometido desde la falta casi absoluta de compromiso? ¿Cómo podemos entender al guerrero desde una época de paz, aunque se trate de una paz mentirosa, de guerras en lugares lejanos, que son nuestras guerras, pero no nos interesan ni nos incumben? ¿Cómo podemos entender al ser social desde el individualismo extremo? Vayamos por partes.


El principio del camino

Argentina tenía en la década del treinta, cuando nació Guevara, el problema de ser demasiado rica, por eso vivió en un sobresalto continuo la primera mitad del siglo XX. La oligarquía ganadera, situada en la bonanza económica y en la tranquilidad, había acuñado la frase «Dios es argentino», demasiado optimista dado que su condición era su problema: no se trataba de una oligarquía productiva sino rentista, razón por la cual aumentar la producción y considerar la explotación de sus campos como una empresa capitalista, una verdadera fábrica de carne, aparecía, a los ojos de esta clase privilegiada, como un esfuerzo innecesario. La burguesía industrial naciente, por su parte, carecía de una mentalidad de país, sólo le interesaban las ganancias. Era una burguesía en sí, sin espíritu capitalista. Por su parte, el nuevo proletariado que se había formado en esos años estaba desvinculado de los partidos, tanto de derecha como de izquierda, por la sencilla razón de que todos ellos se habían opuesto a Yrigoyen, el gran benefactor de las clases populares. Sólo los socialistas y los comunistas tenían cierto arraigo entre los trabajadores, pero casi limitado a Buenos Aires.

Diversos filósofos e historiadores han coincidido en un análisis: cuando las clases privilegiadas en los países dependientes (y Argentina lo había sido, y lo era en esa época, del Imperio británico) no pueden o no quieren hacerse con el poder, abren el camino a gobiernos bonapartistas. Esta clase de gobierno fue la tónica casi general de la Argentina del siglo XX.

El ejército, luego del yrigoyenismo, fue expurgado de oficiales que seguían esa corriente política. La nueva oficialidad detestaba al imperialismo británico, pues la crisis había puesto en evidencia la dependencia, de ahí parte la neutralidad cerrada del gobierno de Perón durante la Segunda Guerra Mundial, que llevó al Partido Comunista a repudiarlo por hitleriano, consideración a la que se sumaron los ganaderos y también los izquierdistas en general. No debemos dejar de lado un dato: los grupos de ultraderecha simpatizaron con el peronismo.

En 1943 Perón se hace con el mando del ejército y busca apoyo en los trabajadores sin organizar, agrupada una minoría de ellos en sindicatos poco representativos en manos de socialistas y comunistas. Para lograr su objetivo promueve desde el poder la creación de grandes entidades gremiales a las que se suman de inmediato ingentes masas de trabajadores provincianos y porteños, que obtienen derechos desconocidos hasta el momento. La oligarquía olió el peligro que encerraba la situación y con apoyo extranjero preparó el golpe que derribó a Perón. Los trabajadores, a su vez, también olieron el peligro y a través de huelgas y movilizaciones masivas devolvieron la situación al estado anterior.

Ganadas las elecciones, Perón buscó un acercamiento al Partido Comunista que fue rechazado por las consideraciones ya señaladas. El gobierno que se constituyó era un verdadero Frente Nacional con adherentes de diversas clases sociales y pensamientos políticos. En realidad, el partido de Perón era el ejército. Surge entonces una pregunta lógica: ¿por qué apoyaron los trabajadores un gobierno así? Engels nos da la respuesta: «Mientras un régimen de producción se desarrolla en sentido ascensional cuenta incluso con la adhesión y el homenaje entusiasta de aquellos que salen menos favorecidos de su régimen de distribución. Basta recordar el entusiasmo de los obreros ingleses al aparecer la gran industria. Y cuando este régimen de producción se consolida, pasa a ser un régimen normal que sigue despertando el apoyo del obrero por su forma de distribuir. Y si alguna voz de protesta se alza, sale de las filas de la clase dominante, sin encontrar apenas eco, de momento, en la masa explotada».

Una de esas voces sería la de Ernesto Guevara.

Durante la última etapa de la primera presidencia de Perón (1946-1952), Ernesto, hijo de Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna, ambos pertenecientes a familias de clase alta argentinas, era un adolescente que estudiaba medicina y jugaba al rugby, el deporte de los jóvenes de su clase social en aquellos tiempos. Publicaba además una revista sobre el juego que le apasionaba (Tackle) en la que escribía artículos con el seudónimo de Chang Cho, en alusión a su apodo, el Chancho. El joven Guevara vivía en un gran desacomodo social en aquella época. Sus amigos y compañeros de estudio lo criticaban por la forma de vestir y comportarse, de ahí su apodo. La relación amorosa de dos años con una joven perteneciente a una de las familias más ricas de Córdoba acabó en ruptura por la cerrada oposición de los padres de ella, superados por la personalidad del pretendiente. Era un outsider entre sus iguales.

Las lecturas y los cuadernos filosóficos que escribía sin descanso, en los que fue demostrando un interés creciente en la filosofía social, en especial Marx, constituían la conexión con un mundo exterior que comenzaba a llamarlo. En 1952 respondió a esa llamada partiendo en su primer viaje por América Latina con su amigo Alberto Granado. En el trayecto, como un personaje de Faulkner, comenzó a cambiar. Los marginados, los enfermos, las víctimas sociales, los exiliados políticos, ya no surgían de las lecturas de un muchacho de clase media alta, estaban ahí en todo su horror, eran reales.

La visita al Perú fue fundamental en ese cambio personal y en su pensamiento en general. Allí conoció al doctor Hugo Pesce, conocido especialista en el tratamiento de la lepra, discípulo de José Carlos Mariátegui en política y dirigente del Partido Comunista peruano, con quien mantuvo largas charlas. El resultado de las mismas quedó plasmado en su visita, días después de haberse despedido de Pesce, al leprosario de San Pablo, a orillas del Amazonas. La última noche de estadía sus colegas le organizaron una fiesta. Sus palabras de agradecimiento marcaron un final y un comienzo: “Creemos, y después de este viaje más firmemente, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia. Constituimos una sola raza mestiza, que desde México hasta el Estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincianismo exiguo, brindo por Perú y América unida”.

De esta forma no sólo entraba en el discurso político de manera abierta, sino que empezaba a decantarse por cierto discurso. El uruguayo Rodney Arismendi, destacado líder político del stalinismo americano, sostenía que “la unidad latinoamericana existe por el principal enemigo, el imperio estadounidense” y se pronunciaba “contra las utopías pequeño burguesas que parlotean acerca de una unidad o confederación latinoamericana”. Recordemos que la unidad latinoamericana la reivindicaban los trostkistas (Trotski había apoyado en México la vieja idea de los Estados Unidos de América del Sur), siempre acusados de pequeño burgueses. Al regresar a Buenos Aires Guevara escribe refiriéndose a sus apuntes de viaje: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar suelo argentino. El que ordena y pule, “yo”, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí”.

Enseguida el segundo viaje. Un tiempo difícil en Guatemala y luego a México, donde se produce, al decir de Borges, ese momento central de una vida para el que se vive: su encuentro con Fidel Castro. Esa noche de julio de 1955, llegó a la cita como Ernesto Guevara y horas después salía convertido en el Che.


El mundo tal cual es (y era)

«Los Estados Unidos –amos del mundo- identificaban la inestabilidad del llamado tercer mundo con el peligro del comunismo soviético y por esa razón trataron de combatirla por todos los medios, desde la ayuda económica y la propaganda ideológica hasta la subversión militar oficial o extraoficial y la guerra abierta, en alianza con un régimen local, amigo o comprado, o sin apoyo local. Estas guerras y conflictos causaron en ese tercer mundo, entre 1945 y 1983, entre diecinueve y veinte millones de muertos». (1)

En aquella época el «gigante del norte» usufructuaba el 54% de la riqueza que generaba el planeta contando con un 9% de la población mundial. Europa, por su parte, vivía la situación económica más boyante de su historia, que acabaría en la década de los ochenta. Muchos estudiosos sostienen que, en esos años, la “ayuda” que daba el Occidente “feliz” al tercer mundo retornaba multiplicada por veinticinco. La felicidad de unos era la desgracia de otros.

Una mirada a los sucesos más relevantes de la década de los sesenta permite resumir lo anterior. Entre 1960 y 1965 surge el movimiento hippie; asesinan a Lumumba, líder de la revolución en el Congo; fracasa la invasión norteamericana a Cuba; es construido el Muro de Berlín; ejecutan en Repúbica Dominicana al dictador Trujillo, que gobernaba el país desde 1930; la crisis de los misiles en Cuba pone al mundo al borde de la guerra nuclear; finaliza la guerra de Argelia, en la que los franceses pusieron de moda el viejo método de la tortura; Nelson Mandela es encarcelado; asesinan a Kennedy en Dallas; Martin Luther King marcha sobre Washington; se inicia el conflicto armado en Colombia; se retoma la guerra en Vietnam; asesinan a Malcolm X; los militares toman el poder en Brasil y en China se lleva a cabo la Revolución Cultural. Y desde 1965 a 1970 comienza el gobierno militar conocido como Revolución Argentina; Israel declara la Guerra de los 6 días a los países árabes; los estudiantes franceses protagonizan el Mayo francés; la Junta Militar toma el poder en Grecia; asesinan a Martin Luther King y Gadafi encabeza la rebelión en Libia.

En ese mundo en guerra, bárbaro, violento, despiadado, donde la lucha por cualquier derecho ponía a la persona en riesgo de muerte, es donde debemos situar la aparición de los movimientos de liberación armados. Hacerlo desde la “pureza” de unos lugares supuestamente pacíficos como tenemos hoy, es casi una burla macabra.

Durante el 67 asesinan al Che en Bolivia, en el 73 un golpe militar acaba con el gobierno de Allende en Chile y otro liquida los cien años de democracia de Uruguay. La llamada Operación Cóndor, llevada a cabo en Argentina, Chile y Uruguay, termina el trabajo cortando la enorme cabeza del enano raquítico con el que se caricaturizaba a América Latina. Profesionales, intelectuales, sindicalistas, artistas, son detenidos, eliminados u obligados a exiliarse.

El sueño de avanzar hacia sociedades más justas acaba, en ese rincón del planeta, en un fracaso estrepitoso, del que todavía se sienten los efectos. Es cierto que el enemigo exterior era demasiado fuerte, pero, seamos justos, lo que se le oponía carecía por completo de posibilidades. La URSS, el stalinismo, escogió la revolución en un solo país (¿hubiera podido, con su atraso, decantarse por un fuerte movimiento revolucionario internacional?), para cuya consolidación utilizó a todos los partidos comunistas del planeta, que terminaron renunciando a sus propias revoluciones para consolidar la que serviría, cuando se dieran las condiciones, de faro. “Cuando el liderazgo soviético del movimiento comunista internacional fue amenazado por China en los años sesenta, por no mencionar a disidentes marxistas que lo hacían en nombre de la revolución, los partidarios de Moscú en el tercer mundo mantuvieron su opción política de moderación. El enemigo en esos países no era el capitalismo, si es que existía, sino los intereses precapitalistas locales y el imperialismo de Estados Unidos que los apoyaba. La forma de avanzar no era la lucha armada, sino la creación de un amplio frente popular o nacional en alianza con la burguesía y la pequeña burguesía “nacionales”. En resumen, la línea de Moscú en el tercer mundo seguía la línea marcada por el Comintern en 1930, pese a todas las denuncias de traición a la causa de la Revolución de Octubre. Esta estrategia, que enfurecía a quienes preferían la lucha armada, pareció tener éxito en Brasil y Chile, pero cuando el proceso llegó a cierto punto fue interrumpido, lo que no resulta sorprendente, por golpes militares seguido por etapas de terror”. (2) Las políticas que eligió la URSS la llevaban directamente al capitalismo (muchos ya lo dijeron en los últimos ochenta años). La guerrilla, el foco, el foquismo, un pequeño grupo que se instala en la sierra o en la ciudad y con su esfuerzo va captando nuevos miembros y concienciando a la población, tenía nulas posibilidades, a menos que la situación del país fuera la de Cuba en 1958, con un gobierno sin apoyos que se venía abajo, lo que permitió a 300 guerrilleros derrotar a un ejército de 30 mil soldados.

Finiquitada la revolución social, ¿qué quedaba? Keynes había sido olvidado, la crisis comenzaba a enquistarse en Europa y Estados Unidos y las “soluciones” quedaban en manos de gente como los economistas de Chicago y Margaret Thatcher, que traían bajo el brazo el capitalismo rancio de entre guerras, sobre el que Max Weber había escrito: “El hombre queda referido a ganar dinero como el objetivo de su vida, en lugar de quedar la ganancia referida a un simple medio para que el hombre pueda satisfacer sus necesidades materiales. Esta inversión de lo que llamaríamos la situación “natural” es el leit motiv del capitalismo, que resulta tan extraño a los seres humanos no alcanzados por su hálito”.

El resultado de ese ganar dinero como meta de la vida nos lleva a la situación actual: un 1% de la población mundial tiene más recursos materiales que la mitad de esa población. No quisiera entrar en detalles relativos al hambre, la miseria, la pobreza o la gente que duerme en la calle o bajo los puentes, para ello tenemos las páginas de las ONG y demás.

La mayoría de quienes opinan sobre la sociedad actual se quejan del excesivo individualismo y, peor aún, de personas que viven en un continuo presente, sin interés en el pasado. «Una sociedad constituida por un conjunto de individuos egocéntricos desconectados entre sí y que persiguen tan sólo su propia gratificación, ya se le denomine beneficio, placer o lo que sea, estuvo siempre implícita en la teoría de la economía capitalista. Desde la era de las revoluciones, observadores de distinta ideología enumeraron la desintegración de los vínculos vigentes (…) «Sin embargo), en la práctica, la nueva sociedad no ha destruido por completo toda la herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva. No puede verse un enigma sociológico en el hecho de que la sociedad burguesa aspirara a introducir un individualismo radical en la economía y a poner fin para conseguirlo a todas las relaciones tradicionales (cuando fuera necesario), y que al mismo tiempo temiera el individualismo experimental radical en la cultura (o en el ámbito del comportamiento y la moralidad). La forma más eficaz de construir una economía industrial basada en la empresa privada era utilizar conceptos que nada tenían que ver con el libre mercado, por ejemplo la ética protestante, la renuncia a la gratificación inmediata, la ética del trabajo arduo y las obligaciones para con la familia y la confianza en la misma, pero desde luego, no el de la rebelión del individuo». (3)

El tema del individualismo es bastante complejo y está sujeto a interpretaciones. Arístoteles consideraba al ser humano un animal político (zoonpoliticon), o sea, un animal ciudadano, un animal cívico, social, lo que significa para él que la virtud, la justicia y la felicidad sólo pueden alcanzarse socialmente en relación con los demás, en la ciudad, en la polis, políticamente. Tomando el mito de Robinson Crusoe, el hombre solo, perdido en una isla lejana, separado de los demás, Marx criticaba esa idea de la influencia nula de la sociedad en el mito: «El hombre es un zoon politikon, no sólo un animal social, sino un animal que sólo en la sociedad se puede aislar». Wittgenstein abundaba en el asunto: «La producción de un individuo aislado fuera de la sociedad es tan absurda como el desarrollo de una lengua que no tenga individuos que vivan juntos y hablen entre ellos».

Robinson Crusoe, solo en la isla, lee la Biblia y se dispone a dominar su reino y asegurar sus posesiones. Joyce opinó de la obra de Defoe, en 1912: «Es la profecía del imperio, el verdadero símbolo de la conquista británica, y Robinson Crusoe el prototipo del colonizador británico».

Podemos concluir entonces que el individualismo es un efecto de la sociedad y no su condición. Aparece, en su aspecto más negativo, cuando la economía renuncia a ser social.

Los políticos, la prensa, los tertulianos de las radios, justifican esta anomalía con un concepto político que han convertido en algo mágico y les sirve de coartada: democracia. Quienes vivimos en países democráticos (aunque nuestra situación sea la de individuos aislados) tenemos todos los mismos derechos, todos somos iguales ante la ley y nuestros «representantes» generan leyes para asegurar esa igualdad. Pero la maravilla choca con la realidad, porque está asentada en, y muchas veces dominada por, un sistema económico que no tiene nada de igualitario, por el contrario, en nuestros días la división entre quienes tienen y quienes no tienen, entre quienes viven bien y quienes subsisten, es escandalosa. ¿Son iguales ante la ley los ricos y los pobres? ¿Son iguales ante la ley los políticos y sus representados, los ciudadanos? ¿Se hacen las leyes pensando en el bienestar general o en los intereses particulares? Las respuestas son obvias.

La democracia, además, garantiza la paz, como escuchamos decir cuando hay desórdenes en cualquier lugar del planeta. Un revolucionario escribía hace noventa años: “¿Alguna vez hemos creído que la democracia es un régimen de paz social? ¿Es que acaso Kerensky no masacró a los campesinos y obreros en los meses de luna de miel de la revolución democrática? ¿Es que los franceses no han utilizado la fuerza armada contra los huelguistas antes y después de la guerra? ¿Acaso la historia de la dominación del partido republicano y el partido demócrata de los EEUU no es también la historia de las represiones sangrientas contra los huelguistas?” (4) Es curioso que, a este último país, agresor, represor, que utilizó (y legalizó) la tortura y donde todavía es legal la pena de muerte, se le considere la gran democracia de Occidente y se le ponga de ejemplo.

¿Cuál es el gran enemigo de la democracia? El comunismo está de capa caída, aunque aparezca en cada campaña electoral, y el terror golpea de vez en cuando, llena los telediarios y luego se olvida; queda el fascismo. La visión imperante sobre este movimiento político está totalmente distorsionada. Llamando fascista a todo aquel que golpea, que agrede, vaciamos el concepto de contenido, obviamos, como hacemos con tantas cosas, su verdadera esencia. Habría que aclarar que quien pega y agrede puede ser un bruto, un abusador, una bestia muchas veces, pero sin que tenga nada que ver con los movimientos políticos que se desarrollaron en Alemania e Italia a principios del siglo pasado. El fascismo, para empezar, es una distorsión del capitalismo, el lado oscuro de la democracia. “En Italia el movimiento fascista fue un movimiento espontáneo de amplias masas, con nuevos líderes desde sus bases (…) Primo de Rivera era un aristócrata. Poseía un alto grado militar y un puesto administrativo importante (Gobernador de Barcelona). Realizó su movimiento con la ayuda de fuerzas estatales y militares. Las dictaduras en España y en Italia son dos formas dictatoriales totalmente diferentes. Mussolini tuvo dificultad para conciliar muchas viejas instituciones militares con la milicia fascista. Este problema no existió para Primo de Rivera. El movimiento de Alemania tiene más analogía con el italiano. Es un movimiento de masas, con líderes que utilizan mucha demagogia socialista. Y esto es necesario para la creación del movimiento de masas”. (5)

¿No será por eso que en España no existen movimientos fuertes de ultraderecha? ¿Están los movimientos de ultraderecha en España ya instalados por tradición en los partidos conservadores?

El fascismo, o aquello que llamamos fascismo por el carácter peyorativo del término, no se caracteriza por los golpes y las agresiones, sino por razones mucho más sutiles. ¿Cuándo tenemos instalado el fascismo en un gobierno, que es lo que en realidad interesa?: “Después de la victoria del fascismo, el capital financiero reúne en sus manos –como en una garra de acero- directa e indirectamente todos los órganos e instituciones de la soberanía, el poder ejecutivo, administrativo y judicial del Estado, el ejército, las universidades, la prensa, los sindicatos y las cooperativas”. (6)

Algunos pensadores han sostenido que cuando la democracia pasa por una buena etapa acude a la socialdemocracia, y cuando las cosas van mal echa mano del fascismo. El fascismo, como hemos dicho antes, sería entonces el lado oscuro de la democracia. La historia comparativa podría ser un excelente ejercicio para muchos “demócratas”.

El desconocimiento general sobre las cuestiones históricas, sociales y políticas, pone en duda el nivel de la cultura occidental. Las clases populares están alienadas por la cultura de masas (dedicada a ganar dinero), la enseñanza primaria y secundaria son de baja calidad y la universidad ya no genera intelectuales sino empleados para las empresas o directamente desempleados. Claro que hasta aquí no sólo hemos llegado por culpa de una serie de poderes malignos. Un político estadounidense respondió, en una oportunidad, a un representante de otro país que lo llamaba amigo: «Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses». Una respuesta coherente. Los países, las compañías, los mercaderes, no se mueven por criterios humanísticos, sino por intereses.


El deterioro

Las revoluciones latinoamericanas influenciaron de manera importante el pensamiento europeo. Esa influencia, no obstante, no podía ser decisiva en un continente que estaba viviendo su edad de oro dentro de la democracia capitalista. El Mayo francés de 1968 es el mejor ejemplo. Un grupo de estudiantes izquierdistas, descontentos con la sociedad de consumo, comenzó las movilizaciones, a las que se unieron enseguida los trabajadores, que estaban pasando cierta crisis luego de años de bonanza, y el Partido Comunista. La revuelta creció tanto que llevó a la huelga general, la más grande de la historia de Francia, y puso en serias dificultades al gobierno del presidente De Gaulle, temeroso de estar ante una insurrección de carácter revolucionario. Los revoltosos, sin embargo, no se planteaban tomar el poder o rebelarse contra el Estado, ni siquiera el Partido Comunista. Tal es así que todo acabó cuando De Gaulle anunció elecciones generales.

Mirado a la distancia, pueden sacarse muchas conclusiones del Mayo francés. No olvidemos la gravedad de los hechos históricos ocurridos durante los ocho años anteriores: la guerra de Argelia con todas sus consecuencias, el asesinato de Kennedy que conmovió al mundo, la guerra de Vietnam. Era lógico que Francia, país central en el mundo, se sacudiera. Aunque no pasó de eso, una sacudida. Mayo francés fue la primera gran revuelta del siglo XX que careció de ideología. Luego, en los años posteriores, escribas imaginativos compararon la revuelta con las del tercer mundo y fabricaron leyendas.

La clase trabajadora participó con una consigna que daba cuenta de la decadencia: Por un cambio político de progreso social y democracia. Tan tremenda consigna podía ser compartida por cualquier movimiento de derecha en el futuro. La derrota total vendría con el Eurocomunismo, cuando la «izquierda y el progresismo» (lo único que quedaba) aceptaron retozar en el campo del neoliberalismo que, en su soledad, terminó imponiendo políticas de privatización sistemáticas y de capitalismo de libre mercado -tanto si eran adecuadas a sus problemas económicos o no- a países demasiado débiles para llevarle la contraria.

«La rebelión de los estudiantes europeos fue más una revolución cultural, un rechazo a todo aquello que en la sociedad representaban los valores de la «clase media»de sus padres». (7) Y hay quien va más allá: «Los acontecimientos de París de 1968 fueron un teatro callejero o un psicodrama». (8) Abundaron entre los estudiantes, eso sí, las consignas, tan «peligrosas» como la de los trabajadores: Prohibido prohibir; Pide lo imposible; Suéltate el pelo; Haz lo que quieras. Y las frases que pretendían ser ingeniosas: Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor.

«Lo importante no era lo que se podía conseguir con los actos, sino el acto en sí mismo y cómo se sentían al consumarlo. La liberación social y personal iban de la mano y las formas más evidentes de romper con las ataduras del poder, las leyes y normas del Estado, de los padres y vecinos eran el sexo y la droga. Resulta significativo que el rechazo a las normas no se hiciese en nombre de otras pautas de ordenación social, sino en nombre de la ilimitada autonomía del deseo individual, con lo que se partía de la premisa de un individualismo egocéntrico llevado al límite». (9)

Mayo del 68 estaba relacionado directamente con el movimiento hippie, cuya rama cultural era la Beat Generation. «La idea básica de este movimiento es despojarse de cualquier atributo que pueda ser identificado con las formas convencionales de la sociedad. Se trata de una nueva identidad social -alejada del concepto de clase- que se manifiesta en el modo de vestir, en la relación con el dinero y el trabajo, en la defensa de la marginalidad, en el desplazamiento continuo». (9)(10)

Agreguemos la tecnología avanzada (móviles e internet) a este panorama y tendremos una descripción bastante precisa de los jóvenes de los primeros quince años del siglo XXI. “La revolución cultural de fines del siglo XX debe entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad”. (11) De aquellos vientos vienen estos lodos.

Así llegamos hasta aquí, y ahora, ¿cómo funcionamos?

El siglo anterior enfrentaba dos concepciones, dos maneras de mirar la vida: capitalismo y socialismo. Dentro de estas dos dinámicas se trataban todos los temas de la sociedad, que respondían a un funcionamiento global. La división izquierda derecha tenía sentido, era una forma de simplificar la gran dicotomía. En nuestros días, al no existir una perspectiva real de cambio del sistema capitalista en lo económico, “izquierdistas y progresistas” están dedicados a mejorarlo en ciertos terrenos: la situación de la mujer, del homosexual, del excluido por su raza o su origen, del marginado, del desplazado, del refugiado. “La política postmoderna se caracteriza por una pluralidad de políticas de identidad que luchan por una causa cada una por separado. Esta lucha puede plantearse en términos religiosos, ecológicos o de derechos humanos, o contra el sexismo y el racismo. Pero la elección entre ellas y la lucha de clases es una alternativa falsa, ya que esta última está implícita en todas las demás, dado que las clases son el principio estructural de la totalidad social en el capitalismo, el cual, a su vez, va más allá de lo económico. La política postmoderna de subjetividades múltiples y aisladas, que se limita a problemas parciales, no cuestiona al capitalismo, sino que acepta sus reglas sin denunciar su responsabilidad en los desequilibrios de las relaciones económicas que se dan en él y, de esta manera, lo “naturaliza” como el único sistema económico viable”. (12)

No quisiera cerrar el tema sin tocar otro aspecto importante que se soslaya, y yo mismo he dejado de lado antes. La situación de decadencia en la cultura, la enseñanza, la universidad, la alienación de las clases populares, no es igual en toda Europa, aunque cuando hablamos del continente nos referimos a él como un conjunto homogéneo de países. Nada más alejado de la realidad. Las clases sociales no se detienen en las fronteras de cada país, las trascienden, especialmente en un mundo globalizado. A mediados del siglo pasado se acuñó la idea de la “aristocracia obrera”. ¿Qué quería decir? Llevado a la actualidad, que un obrero de la construcción noruego, comparado con su similar español, es un burgués, y comparado con su similar africano, un aristócrata. Pero la división mundial del trabajo ha sido abandonada como idea, incluso por los más radicales.

En las últimas campañas electorales en España -donde escribo- todos los candidatos trataron los problemas del país como si se hubiera vuelto al estado nacional, sin tener en cuenta la Unión Europea y el mundo globalizado. Ninguno mencionó, por supuesto al tercer mundo (salvo Venezuela, claro está) o a la cultura. Quizás analizando la historia y las cifras (España tiene 18% de paro general, 50% de paro juvenil, los salarios son muy bajos y el empleo precario predomina, las universidades según la CEOE están en el puesto 170 en el mundo en calidad, etc.) hubieran llegado a la conclusión de que Europa tiene países de primera (Alemania, Francia, Inglaterra, los Países Bajos, Suiza, los países escandinavos); de segunda (los llamados pigs (cerdos) durante la crisis del 2008(Portugal, Italia, Grecia y España)) y de tercera (Albania, Rumania, los países de la ex URSS y una larga lista).

¿Es posible una unión solamente económica entre ellos (UE) cuando tienen economías tan diferentes? ¿Es viable una moneda única cuando la única salida para los países más débiles es la devaluación? ¿Pueden países en dificultades económicas pagar su abultada deuda sin hacer sufrir a la ciudadanía?

De momento queda la despensa, los países latinoamericanos, África y los países árabes para seguir buscando recursos, pero la situación se complica. América Latina tuvo una serie de gobiernos “progresistas” fallidos, pero como enseña la historia, volverán. El tercer mundo despertará y ya me dirán cómo van a ser detenidos los cambios por un imperio caduco y un continente en decadencia.

“Las tensiones generadas por los problemas económicos socavaron los sistemas políticos de la democracia liberal, parlamentarios o presidencialistas, que tan bien habían funcionado en los países capitalistas desarrollados después de la segunda guerra mundial. Pero también los socavaron en el tercer mundo. Las mismas unidades políticas fundamentales, los “estados nación” territoriales, soberanos e independientes, incluso los más antiguos y estables, resultaron desgarrados por las fuerzas de la economía supranacional o transnacional y por las fuerzas infranacionales de las regiones y grupos étnicos secesionistas. Algunos de ellos –tal es la ironía de la historia- reclamaron la condición –ya obsoleta e irreal- de “estados nación” soberanos en miniatura». (13)

Las grandes demostraciones europeas de los últimos tiempos siguen careciendo de una ideología o de cualquier razón política y, para peor, están generadas por razones atávicas: nacionalismo, religión, contra la inmigración y los refugiados. Más allá de la identidad del grupo que se manifiesta, importa señalar al diferente. Y es bastante común encontrar en ellas antiguos simpatizantes del Partido Comunista y de la llamada izquierda radical.

Tenemos individuos egocéntricos desconectados entre sí viviendo de espaldas al pasado y persiguiendo su propia gratificación, corrupción política, ganar dinero como único objetivo, nivel cultural bajo, clases populares alienadas por la cultura de masas, una juventud sin esperanzas, totalmente desmoralizada, falta de ideología, de filosofía de vida; hambre, miseria, pobreza, gente tirada en la calle. Es en esta situación, tomada de forma global (una consecuencia del neoliberalismo), donde debería incidir el discurso de la supuesta izquierda.


El legado

“Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hacía tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización, a la burda imagen de gente moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo”, escribe Guevara en sus notas en 1952, un tiempo antes de emprender su primer viaje por América Latina.

El médico de clase acomodada necesita romper con su medio, dar paso al aventurero. Y en la aventura su personalidad va cambiando. Descubre América Latina en todo su esplendor y sus miserias, y dentro de ese descubrimiento se prueba a sí mismo. El cruce a nado del río Amazonas, entre pirañas y caimanes, es un buen ejemplo. También la estadía en Guatemala tratando de sobrevivir sin trabajo estable ni perspectivas. Parece una forma de dar el paso siguiente, del aventurero al escritor y al político. Espera, está claro, ese momento que determinará su futuro, y que llega en su encuentro con Fidel Castro. Ahí está la clave de su vida, ahí nace el guerrillero, el Che.

El inicio en la guerrilla no podía haber sido peor. El desembarco fracasa y Guevara, herido, siente que ha llegado su hora. Enfrentado a ese momento supremo, a su mente viene un cuento de Jack London, Build a fire, situado en el Yukon. No es curioso, dada su personalidad, que en ese relato estén presentes la exigencia extrema y la soledad, que serán una constante en su experiencia en la guerrilla. Pero no lo recuerda por eso, sino por la parte final, en la que el protagonista se plantea, perdida toda esperanza, morir con dignidad. Porque la lectura no era para Guevara una manera de aprender teorías o de pasar el tiempo, era un modelo ético, como en los viejos tiempos lo fuera para quienes leían la enseñanza religiosa. Vivir con dignidad, enseñan los relatos clásicos; pero quien vive con dignidad debe estar a la altura en el momento de la muerte. Y Guevara cumplió con la idea en todas las etapas de su vida, incluso llevándola al sacrificio personal: “El guerrillero como elemento consciente de la vanguardia popular debe tener una conducta moral que lo acredite como verdadero sacerdote de la reforma que pretende. A la austeridad obligada por las difíciles condiciones de la guerra debe sumar la austeridad nacida de un rígido autocontrol que impida un solo exceso, un solo desliz, en ocasión de que pudieran permitirlo las circunstancias”, escribe en La guerra de guerrillas. Esa ética, modelo de la guerrilla, le acerca al cristianismo primitivo.

El foquismo (como lo llamó Debray elevándolo a categoría de “teoría política”) estaba, como era lógico, condenado al fracaso. Y ese fracaso dejó una estela de dolor a su paso. Las culpas, hasta hoy, recaen sobre Guevara, pero habría que matizar sobre este punto. Esas críticas negativas han sido vertidas, y aún lo son, sobre todo por parte de oportunistas, o personajes que siguieron la estela de la guerrilla, o la justificaron de forma activa o pasiva, y luego ocuparon cargos públicos, recibieron algún premio o se acomodaron en el sistema que antes combatían. En descargo de Guevara queda su muy ignorado discurso de 1961 en la Universidad de Montevideo, mediante el cual avisaba a quienes pretendían seguir su ejemplo que debía acudirse a las armas sólo en casos extremos, y que en el caso de Uruguay, país con una democracia antigua y sólida, era mejor descartar tal circunstancia.

¿Por qué no se le escuchó? Porque los movimientos guerrilleros rioplatenses carecían, como grupos, de una ideología concreta, y en el aspecto político no pasaban del nacionalismo como solución. Y, en su mayor parte (las FARC y Sendero Luminoso fueron una cierta excepción), los grupos guerrilleros eran cuerpos de élite casi suicidas, reclutados sus miembros en su inmensa mayoría de las clases medias intelectualizadas, que habían abandonado el trabajo político con las masas sustituyéndolo por el ejemplo directo, razón de su nulo contacto con las clases populares.

Cuando aparecen las guerrillas rioplatenses ya estaba claro que el triunfo revolucionario de la guerrilla cubana había sido posible no por el enorme sacrificio de sus combatientes ni por su ejemplo moral sobre la población y sobre la izquierda, sino porque el gobierno de Batista estaba acabado y basta decir que grandes e importantes sectores dentro de los EEUU, su gran valedor, apoyaban la revolución, a la que consideraban una necesaria etapa casi quijotesca antes de retomar su dominio. Fue la gran capacidad política de Fidel Castro la que permitió la consolidación revolucionaria. Por lo tanto, también debía saberse que no se volvería a sorprender a un enemigo poderoso y ahora en guardia, que el Partido Comunista y sus militantes no participarían en la “aventura” y que no existía apoyo alguno de la URSS (que incluso vendía armas a los países que combatían la guerrilla). Por si fuera poco, el consejo del Che de no llegar a las armas.

El legado del Che, no obstante y hechos los descargos, no está basado en lo que agrega en el terreno político y militar como estratega, que es poco, sino en lo que significa su figura como ejemplo personal para cualquiera que tenga un objetivo vital. No en vano movimientos de distinta índole pasearon su imagen por las calles de diferentes partes del mundo. Es importante recordar que estamos ante un médico descendiente de una familia rica, con una perspectiva de vida regalada en su micromundo: A él, no obstante, le importaba el mundo entero y hacia allí salió para encontrar a los desheredados, a los necesitados. Podría haberse limitado a asistirlos y cuidarlos desde su oficio de médico. Quiso reivindicarlos y a ello dedicó su corta vida. Por si fuera poco, desde joven huyó de cualquier atributo que pudiera identificarlo con las formas convencionales de la sociedad: vestía de cualquier manera, no le interesaba el dinero, soñaba con vivir como un nómada. Ya en la guerrilla, sólo su nombre de guerra, Che, revela su origen, por lo demás, es un internacionalista, el extranjero eterno, cuyo lugar en el mundo es aquel por dónde anda. Cuando debe encarar la función pública su figura crece, y mucho si juzgamos su actuación con los parámetros actuales. El gobierno lo nombra, curiosamente dicen algunos, pero yo no estoy tan seguro, Director del Banco Nacional de Cuba. Su escaso interés por el dinero, del que hablábamos, es extraño para alguien nacido en cuna de oro. Con tal de que me alcance para mis necesidades mínimas y para libros, está bien, dijo en más de una ocasión. Y para no generar dudas rechaza su salario de más de mil pesos como Director conformándose con los doscientos como Comandante y firma los billetes de banco, desde su función directiva, con su nombre de guerra, Che, lo que trae no pocos dolores de cabeza al gobierno. La cosa no queda aquí. Cuando sale al extranjero en misión diplomática prohíbe a sus subordinados concurrir a clubes nocturnos o a cualquier otro lugar similar, y en cuanto a gastos, no permite ninguno que no esté relacionado con la misión. En ocasión de una visita de sus padres a Cuba, puso a su disposición un coche diplomático, pero dejándoles claro que la gasolina o cualquier otro gasto corría a cuenta de ellos. Nunca se aprovechó de ninguna forma de sus relevantes cargos públicos.

“Como síntesis, podemos decir que Guevara no propone nunca nada que no pueda hacer él mismo, no es un burócrata, no manda a hacer a los demás lo que él sostiene. Esta es una diferencia esencial, la diferencia que lo ha convertido en lo que es. El que paga con su vida la fidelidad a lo que piensa”. (14)

El triunfo de la revolución cubana pasa a ser un arma de doble filo en su vida. Como un héroe clásico, Guevara entiende mal el mensaje de los dioses, extremo que lo conduce a la tragedia. Trasladar la guerrilla a otras partes de América Latina parecía (y parece a la distancia) un suicidio. ¿Fue El Che a inmolarse a Bolivia? Podemos seguir discutiendo sobre el tema, y de seguro se discutirá, porque es una parte importante de la historia, y porque Guevara estará siempre presente, como leyenda y mito, en cualquier revolución pendiente.

Bibliografía

(1-2-3-7-9-11-13) Eric Hobsbawm Historia del siglo XX

(4-5-6) Trotski El fascismo

(10-14) Ricardo Piglia Crítica y ficción

(12) Slavoj Zizek Postmodernism or class? Yes, please

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Número 64

El Tercer Mundo y la Revolución / Eric Hobsbawm

El Tercer Mundo y la Revolución / Eric Hobsbawm

I

Cualquiera que sea la forma en que interpretemos los cambios en el tercer mundo y su gradual descomposición y fisión, hemos de tener en cuenta que difería del primero en un aspecto fundamental: formaba parte de una zona de revolución, realizada, inminente o posible. El primer mundo se mantuvo estable política y socialmente cuando comenzó la guerra fría. Todo lo que pudiese bullir bajo la superficie del segundo mundo pudo ser contenido por la tapadera del poder de los partidos y por la posibilidad de una intervención militar soviética. Por el contrario, pocos estados del tercer mundo, cualquiera que fuese su tamaño, pasaron los años cincuenta sin revolución, sin golpes militares para reprimir, prevenir o realizar la revolución o cualquier otro tipo de conflicto armado interno.

La inestabilidad resultaba evidente para los Estados Unidos, protectores del statu quo global, que la identificaban con el comunismo soviético o, por lo menos, la consideraban como un recurso permanente y potencial para su contendiente en la lucha global por la supremacía. Casi desde el principio de la guerra fría, los Estados Unidos intentaron combatir ese peligro por todos los medios, desde la ayuda económica y la propaganda ideológica, pasando por la subversión militar oficial o extraoficial, hasta la guerra abierta, preferiblemente en alianza con un régimen local amigo o comprado, pero, si era preciso, sin apoyo local.

Esto es lo que mantuvo al tercer mundo como una zona de guerra, mientras el primero y el segundo iniciaban la más larga etapa de paz desde el siglo XIX. Se calcula que en las más de cien «guerras, conflictos y acciones militares» más importantes entre 1945 y 1983 murieron entre 19 y 20 millones de personas, casi todas en el tercer mundo.

Durante varias décadas la Unión Soviética adoptó una visión pragmática con los movimientos de liberación radicales y revolucionarios del tercer mundo, puesto que ni se proponía ni esperaba ampliar la zona bajo gobiernos comunistas más allá de los límites de la ocupación soviética en Occidente, y de la intervención china (que no podía controlar por completo) en Oriente. Esto no cambió ni siquiera en la época de Kruschev (1954-1964), cuando algunas revoluciones locales, en las que los partidos comunistas no tuvieron un papel significativo, llegaron al poder por sus propios medios, especialmente en Cuba (1959).

Cuando Fidel Castro se declaró comunista, la URSS lo puso bajo su protección, pero no a riesgo de poner en peligro permanente sus relaciones con EEUU. Sin embargo, no hay evidencias de que planeara ampliar las fronteras del comunismo mediante la revolución hasta mediados de los setenta, e incluso entonces se aprovechó de una situación favorable que no había creado. Lo que esperaba Kruschev es que el capitalismo fuera enterrado por la fuerza económica del socialismo.

Cuando el liderazgo soviético del movimiento comunista internacional fue amenazado en los sesenta por China, por no mencionar a disidentes marxistas que lo hacían en nombre de la revolución, los partidarios de Moscú en el tercer mundo mantuvieron su opción política de moderación. El enemigo no era el capitalismo en estos países, si es que existía, sino los intereses precapitalistas locales y el imperialismo (estadounidense) que los apoyaba. La forma de avanzar no era la lucha armada, sino la creación de un amplio frente popular o nacional en alianza con la burguesía y la pequeña burguesía «nacionales». En resumen, la estrategia de Moscú en el tercer mundo seguía la línea marcada en 1930 por la Comintern pese a todas las denuncias de traición a la causa de la Revolución de Octubre. Esta estrategia, que enfurecía a quienes prefería la vía armada, pareció tener éxito en ocasiones como en Brasil a principios de los sesenta y Chile en los setenta. Pero cuando el proceso llegó a cierto punto fue interrumpido, lo que no resulta sorprendente, por golpes militares seguidos por etapas de terror.

En cualquier caso, el tercer mundo se convirtió en la esperanza para quienes seguían creyendo en la revolución social. Representaba a la mayoría de los seres humanos y parecía un volcán pronto a entrar en erupción. Incluso el teórico de lo que denominó «el fin de las ideologías (Bell, 1960) en el Occidente estable, liberal y capitalista de la edad de oro, admitía que la esperanza milenarista y revolucionaria segía viva allí. Eltercer mundo no era sólo importante para los viejos revolucionarios en la tradición de Octubre o los románticos que estaban en retroceso desde la próspera mediocridad de los años cincuenta. La izquierda, incluyendo a los liberales humanitarios y a los socialdemócratas moderados, necesitaba algo más que leyes de seguridad y aumento de los salarios reales. El tercer mundo podía mantener vivos sus ideales, y los partidos que pertenecían a la gran tradición de la Ilustración necesitaban tanto de los ideales como de la política práctica. No podían sobrevivir sin aquéllos. ¿Cómo, si no, podemos explicarnos la pasión por ayudar a los países del tercer mundo en esos bastiones del progreso reformista que son los países escandinavos, Holanda y el Consejo Mundial de las Iglesias (protestante), que era el equivalente a fines del siglo XX del apoyo a las Misiones en el XIX? Esto llevó a los liberales europeos del siglo XX a apoyar a los revolucionarios y las revoluciones del tercer mundo.

II

Lo que sorprendió tanto a los revolucionarios como a quienes se oponían a ellos fue que, después de 1945, la forma más común de lucha revolucionaria fuera la guerrilla. Pero la imagen de la revolución emergiendo exclusivamente de las montañas no era exacta. Subestimaba el papel de los golpes militares izquierdistas, imposibles en Europa, hasta que se dio uno ejemplar en Portugal en 1974. En América Latina no eran nada raros. La revolución boliviana de 1952 fue obra de una alianza entre mineros y militares insurrectos y la más radical de las reformas sociales peruanas fue realizada por un régimen militar a finales de los sesenta y los setenta. Subestimaba también el potencial revolucionario de las acciones de masas al viejo estilo, tal como se dieron en Europa Oriental. Sin embargo, en el tercer cuarto del siglo, los ojos estaban puestos en la guerrilla. Sus tácticas fueron ampliamente propagadas por ideólogos de la izquierda radical, críticos de la política soviética. Mao Tse-tung (después de su ruptura con la URSS) y Fidel Castro después de 1959 (o más bien su camarada, el apuesto y errante Che Guevara, 1928-1967) sirvieron de inspiración a esos activistas.

Fue, singularmente, un movimiento relativamente pequeño, atípico pero victorioso, el que llevó la estrategia guerrillera a las primeras páginas del mundo entero: la revolución que se apoderó de la isla de Cuba el 1 de enero de 1959. Fidel Castro no era una figura insólita en la política latinoamericana: un joven vigoroso y carismático de una rica familia terrateniente, con ideas políticas confusas, pero decidido a demostrar su bravura personal y a convertirse en el héroe de cualquier causa de la libertad contra la tiranía que se le presentase en el momento adecuado. Incluso sus eslóganes políticos (¡Patria o Muerte! -originalmente ¿Victoria o Muerte! y ¡Venceremos!) pertenecían a una era anterior de los movimientos de liberación: admirables pero imprecisos. Tras un oscuro período entre las bandas de pistoleros de la política estudiantil en la Universidad de La Habana, optó por la rebelión contra el gobierno del general Fulgencio Batista (una conocida y tortuosa figura de la política cubana que había comenzado su carrera en un golpe militar en 1933, siendo sargento), que había tomado el poder de nuevo en 1952 y había derogado la Constitución. Fidel siguió una línea activista: ataque a un cuartel del ejército en 1953, prisión, exilio e invasión de Cuba por una fuerza guerrillera que, en su segundo intento, se estableció en las montañas de la provincia más remota.

Aunque mal preparada, la jugada mereció la pena. en términos militares la amenaza era modesta. Un camarada de Fidel, Che Guevara, médico argentino y guerrillero muy dotado, inició la conquista del resto de Cuba con 148 hombres, que llegaron a ser 300 cuando casi lo había conseguido. Las guerrillas del propio Fidel no ocuparon su primer pueblo de más de mil habitantes hasta diciembre de 1958. lo máximo que había demostrado hasta entonces -aunque no era poco- era que una fuerza irregular podía controlar un «territorio liberado» y defenderlo contra la ofensiva de un ejército desmoralizado. Fidel ganó porque el régimen de batista era frágil, carecía de apoyo real, excepto del nacido de las conveniencias e intereses personales, y estaba dirigido por un hombre al que la corrupción había vuelto ocioso.. se desmoronó en cuanto la oposición de todas las clases, desde la burguesía democrática hasta los comunistas, se unió contra el dictador y sus soldados, policías y torturadores llegaron a la conclusión de que su tiempo había pasado. Fidel lo puso en evidencia y, lógicamente, sus fuerzas heredaron el gobierno. Un mal régimen con escasos apoyos había sido derrotado. La mayoría de los cubanos vivió la victoria del ejército rebelde como un momento de liberación e ilimitadas esperanzas, personificadas en su joven comandante.Tal vez ningún otro líder del siglo XX, una era llena de figuras carismáticas, idolatradas por las masas, en los balcones y ante los micrófonos, tuvo menos oyentes escépticos u hostiles que este hombre corpulento, barbudo e impuntual, con su arrugado uniforme de batalla, que hablaba durante horas, compartiendo sus poco sistemáticos pensamientos con las multitudes atentas e incondicionales (incluyendo al que esto escribe). Por una vez, la revolución se vivía como una luna de miel colectiva. ¿Dónde iba a llevar? Tenía que ser por fuerza a un lugar mejor.

En los años cincuenta los rebeldes latinoamericanos no sólo se nutrían de la retórica de los libertadores históricos, desde Bolívar a Martí, sino de la tradición de la izquierda antiimperialista y revolucionaria posterior a 1917. Estaban a favor de una «reforma agraria», fuera cual fuese su significado y contra los Estados Unidos, especialmente en la pobre América Central, «tan lejos de Dios y tan cerca de los EEUU» como había dicho el viejo dirigente mexicano Porfirio Díaz. Aunque radical, ni Fidel ni sus camaradas (a excepción de dos de ellos) eran comunistas, ni aceptaban tener simpatías marxistas de ninguna clase. De hecho, el Partido Comunista cubano, el único partido de masas de la región junto al chileno, mostró escasas simpatías hacia Fidel, hasta que alguno de sus miembros se acercó bastante tarde en su campaña. Las relaciones entre ellos eran glaciales. Los diplomáticos estadounidenses discutían continuamente sobre la ideología comunista del movimiento, pero decidieron que no lo era. La CIA ya había derrocado un movimiento reformista en Guatemala y hubiera sabido muy bien qué hacer en Cuba.

Sin embargo la realidad empujaba al movimiento al comunismo, desde la ideología general de quienes estaban prestos a sumarse a insurrecciones armadas guerrilleras, hasta el apasionado anticomunismo del senador Mc Carthy, que hizo que los antiimperialistas latinoamericanos miraran a Marx con simpatía. La guerra fría hizo el resto. Si el nuevo régimen se oponía a Estados Unidos, y seguramente se opondría aunque fuera sólo amenazando las inversiones del país en la isla, podía contar con las simpatías del enemigo norteamericano. Además, la forma de gobernar de Fidel, con monólogos informales ante millones de personas, no era un modo adecuado para regir ni siquiera un pequeño país o una revolución por mucho tiempo. Incluso el populismo requiere organización. El Partido Comunista era el único que podía proporcionársela. Los dos se necesitaban y acabaron convergiendo. Sin embargo, en marzo de 1960, antes de que Fidel descubriera que Cuba tenía que ser socialista y que él mismo era comunista, aunque a su manera, Los EEUU habían decidido tratarle como tal y se autorizó a la CIA a derrocarlo. En 1961 lo intentaron a través de una invasión de exiliados en Bahía Cochinos y fracasaron. Una Cuba comunista pudo sobrevivir a unos ciento cincuenta kilómetros de Cayo Hueso, aislada por el bloqueo y cada vez más dependiente de la URSS.

Ninguna revolución estaba más preparada para atraer a la izquierda del hemisferio occidental y de los países desarrollados al fin de una década de conservadurismo general. O para dar a la estrategia guerrillera una mejor publicidad. La revolución cubana lo tenía todo: espíritu romántico, heroísmo en las montañas, antiguos líderes estudiantiles con la desinteresada generosidad de la juventud -el más viejo apenas superaba los treinta años-, un pueblo jubiloso en un paraíso tropical que latía a ritmo de rumba. Por si fuera poco, todos los revolucionarios de izquierda podían celebrarla. De hecho, los más inclinados a celebrarla habían de ser los críticos con Moscú, insatisfechos por la prioridad que los soviéticos daban a la coexistencia pacífica con el capitalismo. El ejemplo de Fidel inspiró a los intelectuales en toda América latina, un continente de gatillo fácil y donde el valor altuista, especialmente cuando se manifiesta en gestos heroicos, es bien recibido. Al poco tiempo Cuba comenzó a alentar una insurrección continental, animada especialmente por Guevara, el campeón de una revolución latinoamericana y de la creación de «dos, tres, muchos Vietnams». Un joven y brillante izquierdista francés (¿quién, si no?) proporcionó la ideología adecuada, que sostenía que, en un continente maduro para la revolución, todo lo que se necesitaba era llevar pequeños grupos de militantes armados a las montañas apropiadas y formar «focos» para luchar por la liberación de las masas (Debray, 1965).

En toda América latina grupos de jóvenes entusiastas se lanzaron a unas luchas guerrilleras condenadas de antemano al fracaso, bajo la bandera de Fidel, Trotsky o Mao. Excepto en América Central y en Colombia, donde había una vieja base de apoyo campesino para los resistentes armados, la mayoría de estos intentos fracasaron casi de inmediato, dejando tras de sí los cadáveres de los famosos -el mismo Che Guevara en Bolivia- y de los desconocidos. Resultaron ser un error espectacular, tanto más por cuanto, si se daban las condiciones adecuadas, en muchos de esos países eran posibles movimientos guerrilleros eficaces y duraderos, como mostraron las FARC.

Pero incluso cuando algunos campesinos emprendían la senda guerrillera, las guerrillas fueron pocas veces un movimiento campesino. Fueron sobre todo llevadas a las zonas rurales por jóvenes intelectuales que procedían de las clases medias de sus países, reforzados, más tarde, por una nueva generación de hijos y (raramente) hijas estudiantes de la pequeña burguesía rural. Esto era también válido en los casos en que la acción guerrillera se trasladaba de la zona rural al mundo de las grandes ciudades, como empezaron a hacer sectores de la izquierda revolucionaria del tercer mundo (por ejemplo en Brasil, Argentina y Uruguay). De hecho, las operaciones guerrilleras urbanas son más fáciles de realizar que las rurales, puesto que no es necesario contar con la solidaridad o connivencia de las masas, sino que pueden aprovechar el anonimato de la ciudad, el poder adquisitivo del dinero y la existencia de un mínimo de simpatizantes, en su mayoría de clase media.

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Número 64

Sobre Cuba / Abelardo Ramos

Sobre Cuba / Abelardo Ramos

El magnate Hearst gana una guerra

El magnate del periodismo amarillo, Hearst, propietario del Journal, envió a La Habana a su mejor dibujante, Frederic Remington y a un famoso periodista, Richard Harding Davis, a los que contrató por 3.000 dólares al mes para preparar la opinión pública norteamericana ante la guerra cuyo diario preconizaba. Pero ambos periodistas pasaban sus tediosas tardes en el bar del Hotel «Inglaterra»; bebiendo. Hasta que un día, casualmente sobrio, Remington telegrafió a Hearst: «Todo está tranquilo… No habrá guerra… Deseo volver». Hearst le respondió con otro telegrama que se hizo célebre: «Por favor quédese. Usted proporcione los dibujos y yo proporcionaré la guerra».

No eran sólo palabras. Hearst envió a las costas de Florida diversas naves cargadas de armas y medicamentos para los guerrilleros. Pulitzer, otro conocido periodista industrial de la Ética hacía lo mismo. Confesó más tarde que su propósito al provocar la guerra con España consistía en aumentar la circulación de sus diarios.

Finalmente, para «proteger los bienes norteamericanos», Estados Unidos envió una nave de guerra a La Habana. Era el «Maine». Una misteriosa explosión se produjo en la noche del 15 de febrero de 1898.

Con semejante y oportunísimo pretexto, Estados Unidos declaró la guerra al Imperio español moribundo. Los norteamericanos habían prestado antes su simpatía a los rebeldes cubanos para justificar su guerra contra España. Ahora les volvía la espalda y los calificaba de «bandoleros» o «aventureros». Si un Imperio terminaba, otro ocupaba su lugar.

Al saquear el legado colonial de España, Estados Unidos, sin reparar en la ironía de la historia, se anexó la Isla de los Ladrones.

A la luz de este somero cuadro se comprende que Fidel Castro no aparecería en la historia de Cuba por azar.


Los beneficios de la Enmienda Platt

Diversos procónsules yanquis se sucedieron en el gobierno de la infortunada Isla, entre ellos el célebre General Leonard Wood, que luego agitaría su látigo sobre las Islas Filipinas. Las disputas políticas internas de Cuba originaron la aplicación de las estipulaciones de la Enmienda Platt en varias oportunidades, o sea la intervención militar y política de Estados Unidos. De este modo, el Ministro de Guerra norteamericano, Taft, se proclamó a sí mismo gobernador general de la República de Cuba en 1906, siendo sucedido en tal cargo por Charles E. Magoon, que prosiguió una gestión caracterizada por la corrupción más desenfrenada y la entrega de descaradas concesiones a las grandes empresas mercantiles yanquis. Magoon, sin embargo, marcó su gestión por un hecho: fundó el ejército cubano, y puso a su frente al general Pino Guerra. No existía ejército en Cuba hasta ese momento, pues las fuerzas militares o habían sido españolas o norteamericanas. Las únicas fuerzas armadas realmente cubanas eran irregulares y habían combatido por la libertad de la isla hasta 1898. Su jefe, el general Máximo Gómez, recibió una compensación pecuniaria y se repartieron entre los soldados revolucionarios unos 3 millones de dólares, con lo cual entregaron las armas a las fuerzas de ocupación norteamericana. Así fue pacificada Cuba después de la derrota de España.

Magoon creó, pues, un «Ejército cubano»; hecho a su medida y a la medida del Ejército de ocupación yanqui, en otras palabras, un ejército de arribistas, concusionarios y policías típico de un protectorado. De ese cuerpo nació directamente Batista y el Ejército de Batista de 1958. Bajo la administración de Magoon «Cuba se convirtió en un paraíso para contratistas».

Una vez retiradas las fuerzas yanquis, los gobiernos cubanos sucesivos estuvieron sometidos al poder de veto del embajador yanqui.

El Congreso de Estados Unidos declaró la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917; al día siguiente lo hacía Cuba. La prensa de La Habana llamaba al agregado militar yanqui el «asesor militar de Cuba». Un oficial yanqui dirigía un taller de confecciones para uniformes de soldados cubanos. Varios batallones de soldados yanquis acamparon durante toda la guerra (en realidad hasta 1922) en Camagüey. La censura postal y telegráfica durante la guerra estuvo a cargo de oficiales yanquis. Esto fue recompensado, porque una delegación cubana se sentó entre las potencias vencedoras en Versalles. La cotización del azúcar cubano subió durante el conflicto hasta 4,60 centavos de dólar la libra. Naturalmente este paraíso del dólar debía encontrar su estadista típico. El destino señaló a un obscuro empleado cubano de la General Electric Company, Gerardo Machado, que había brindado pruebas inequívocas de mansedumbre y destreza satisfactorias para sus amos. Para lanzarlo a la política con títulos suficientes, la General Electric lo hizo general del Ejército. Desde su nueva posición continuó prestando servicios con tal eficacia que hacia 1925 los intereses norteamericanos «dominaban virtualmente todos los servicios públicos en Cuba, fuera de la ciudad de La Habana». Como era de estricta justicia, esta proeza le abrió a Machado el camino del poder supremo.


La sociedad cubana

La dictadura del «general»; Machado entre 1924 y 1933 reafirmó los dos rasgos propios de los gobiernos cubanos desde principios de siglo: absoluto servilismo hacia Estados Unidos y un desenfrenado pillaje hacia adentro. A partir de 1930 la crisis mundial castigó cruelmente la economía monocultora de Cuba, como al resto de América Latina. La pequeña burguesía urbana y los intelectuales empobrecidos se hicieron nacionalistas. Comenzó a gestarse una protesta generalizada contra la abyección impuesta por Estados Unidos. La influencia del aprismo peruano se hizo sentir ideológicamente en la Universidad. El movimiento político encabezado por el Dr. Ramón Grau San Martín se extendió y alcanzó popularidad.

En 1933 cae Machado. Aparece en escena el sargento Fulgencio Batista, que organiza una conspiración de suboficiales, declara abolidos todos los grados superiores a coronel, se designa coronel él mismo y a sus camaradas sargentos y arroja del Ejército a la masa de oficiales ultracorrompidos y parásitos. «La mayor parte de esos oficiales jamás se habían levantado temprano. Solían dejar a Batista y a sus sargentos el trabajo de reemplazarlos». Desde esa época hasta el triunfo de la revolución cubana Batista domina directa o indirectamente la política de la Isla. Esos nuevos coroneles y generales designados por el ex sargento se instalan gozosamente en el presupuesto militar y en las granjerías del Estado. Siguen el camino ya abierto por los antecesores y jefes del procónsul Magoon. El Ejército de Batista refleja diáfanamente la putrefacción de la sociedad cubana creada por la Enmienda Platt. Una importante clase media urbana de altos ingresos, dependiente de la burguesía comercial portuaria, ofrecía el espectáculo brillante de La Habana, como en casi todas las capitales de las semicolonias. Esa burguesía comercial y esa aristocracia rural vivían en la ciudad, ligadas a la pequeña burguesía profesional, técnica e intelectual; gozaban de un nivel de vida radicalmente superior a la gran mayoría del pueblo cubano, sometido a la unilateral economía agraria.

Un adversario de la revolución cubana ha admitido que el alto ingreso per capita de Cuba no es una base suficiente para juzgar el nivel de su población. Confiesa que la economía azucarera de Cuba permanecía estancada y que «la zafra duraba generalmente sólo unos tres meses y durante el resto, ‘el tiempo muerto’, la mayoría de los trabajadores agrícolas o de los ingenios debían arreglárselas por su cuenta como mejor pudieran».

El mismo autor estima que en los peores momentos había en Cuba unos 500.000 trabajadores que no podían ser asimilados por el orden económico imperante. Esto significa, promedialmente, alrededor de 2.500.000 almas sobre 6 millones de habitantes que carecían de lo indispensable. Ni el profesor Draper podrá negar que Cuba careciera, aún sin ideología alguna, de un buen programa revolucionario. Pero, naturalmente, como en todos los países semicoloniales, había otro polo moderno. En las ciudades, la burguesía comercial, la clase media, y sus capas inferiores estaban vinculadas al vasallaje lucrativo del turismo, al mundo de «los servicios»: casas de juego,taxistas, proxenetas, burdeles, cabarets, hoteles, lustrabotas, fotógrafos,bailarinas, comisionistas, agencias de propaganda, gran prensa, dibujantes,talleres de reparación de automóviles, agentes de viajes, dentistas para turistas, parteras para turistas, médicos para turistas, granjas y productos especiales para consumo de altos ingresos, oficinas de importación de rubros suntuarios, cadenas de televisión y radio, la industria múltiple, pública y secreta de la diversión. El órgano habanero de la comunidad de negocios norteamericana escribía con orgullo: «La Habana es Las Vegas de Latinoamérica». Al mismo tiempo, surgía cierta forma de desarrollo industrial con su consiguiente clase obrera. Las industrias más importantes transformaban derivados del níquel, de azúcar o del tabaco en establecimientos industriales con altos salarios. Se trataba de productos destinados a la exportación.

Para el mercado interno se fabricaban fibras sintéticas, los detergentes, el vidrio, coca-cola, ginger ale: «estas industrias tenían un servicio de mantenimiento norteamericano y los elementos y repuestos necesarios se importaban por vía aérea en doce a veinticuatro horas».

Pero al mismo tiempo que el centro urbano asumía características modernas, el polo agrario reflejaba la rigidez de la producción azucarera y la dependencia de la estructura de precios dictada por Estados Unidos: un mundo de trabajadores marginales, o desocupados perpetuos, trabajadores ocasionales cuya cólera era contenida por el régimen de Batista, su gran policía militar y su Ejército policial de sátrapas.

No haremos aquí la historia política de las décadas anteriores a la revolución. Nuestro propósito se reduce a mostrar el cuadro social de esta revolución, sus tensiones internas y los factores desencadenantes de la crisis revolucionaria. El régimen de Batista que se había apoderado de Cuba durante largos años encontraba su verdadero fundamento en la absoluta incondicionalidad con Estados Unidos en el triple plano de la política militar, de la política exterior y de la política económica. Esto le aseguraba un «bill» de indemnidad e impunidad perenne. Pero lo que era soportable para Estados Unidos llegó a ser intolerable a la propia burguesía comercial pro-yanqui, a las clases medias, a los estudiantes y a un sector de los intereses norteamericanos radicados en Cuba. La pequeña burguesía acomodada de Cuba no sólo quería disfrutar de la leche norteamericana en lata y de los autos último modelo, sino que exigía también un pequeño Capitolio blanco y la vigencia del «habeas corpus». ¡Era demasiado! Justamente era lo único que Estados Unidos no podía exportar a sus colonias.


El «ejército» de Batista

El respaldo fundamental de Batista era el Ejército que había desmantelado en 1933 y que había rehecho con sus camaradas de confianza. Era muy fácil ascender en el Ejército de Batista. Se podía ingresar como simple soldado y treinta meses después ser subteniente. El Coronel Pedro A. Barrera Pérez ingresó como soldado en 1942 y en 1954 era teniente coronel. Y no se trataba de una carrera excepcional. De acuerdo con el Reglamento del Ejército de Cuba había tres formas de lograr ascenso: por selección, por antigüedad y por oposición. Naturalmente, todos los ascensos eran por selección: Batista ascendía de a tres grados de un golpe a los hombres de confianza. Convirtió al Ejército en una leonera de ambiciones e intrigas sin límite. Cuando Batista dio un golpe de Estado en 1952, para recuperar el poder, recompensó al teniente Rafael Salas Cañizares con el grado de Brigadier General y la Jefatura de Policía. Al capitán Luis Robaina Piedra lo ascendió a general de brigada; al capitán Jorge García Tuñón, a general de brigada; lo mismo que al capitán Juan Rojas González. ¿Quién se resistía a esta maravilla? El presupuesto militar se recargaba, naturalmente, porque ese Ejército estaba agobiado de generales y coroneles, pero Batista era un dispensador infatigable de ascensos napoleónicos. Cada sector del ejército o de las fuerzas de represión, se convertía en un feudo cerrado, en abierto antagonismo con los restantes. Entre el jefe de policía y el jefe del Ejército se luchaba por la hegemonía. Así, el segundo llamó a filas a oficiales retirados desde 1933 y los reincorporó para reforzar su posición en el Ejército, haciéndoles pagar la totalidad de los sueldos que habían dejado de percibir durante los veinte o veinticinco años de retiro. Con estas erogaciones monstruosas no resulta nada extraño que el Ejército de Batista al comenzar la lucha guerrillera careciera de las armas modernas y del equipo más indispensable, que hubo de importarse apresuradamente desde los Estados Unidos ante el comienzo de la lucha armada. Los negocios de los jefes militares eran notorios y desmoralizaban al Ejército.

El estado de ebriedad, la ineptitud técnica, los actos criminales, las venganzas personales, se distribuían las luces y las sombras de las fuerzas armadas. Uno de los principales jefes militares que combatieron las guerrillas era el coronel Río Chaviano. Según su colega en el exilio, el coronel Barrera Pérez, Río Chaviano había sido justamente acusado por otro militar, el comandante Morales, «de explotar el juego, dando detalles sobre los lugares donde estaban instalados los garitos; que lucraba con el contrabando en gran escala; que participaba en orgías y bacanales casi diarias y llegaba hasta asegurar hechos de tal monstruosidad que lindan con lo amoral».

En 1954 con motivo de realizarse elecciones, el Ejército intervino de tal manera en la manipulación de los votos, que indicaba públicamente las cantidades de dinero recibidas por los diversos mandos militares para realizar esa tarea.

En cuanto al material, casi todas las unidades del Ejército estaban usando fusiles Springfiel de 1903, ametralladoras livianas y pesadas de 1917, desechadas por el Ejército de Estados Unidos después de la primera guerra mundial. Las municiones «eran lotes que desde muchos años antes habían sido almacenados, sin utilizarlos en prácticas de tiro, y los equipos de comunicaciones y transportes completamente ineficientes».

La explicación era sencilla: el jefe del Cuartel Maestre General del Ejército era el General de Brigada Luis Robaina Piedra, consuegro de Batista, que manejaba los presupuestos militares como propios. Eran tajes los negocios que se hacían en el Cuartel Maestre «que cuando muchos oficiales iban a referirse al General Robaina lo denominaban el «comerciante Don Luis»».

En 1956, Batista aprovechó el Plan de Ayuda Mutua, Punto Cuarto, para organizar algunas unidades con nuevos equipos; los oficiales fueron enviados a seguir en Estantíos Unidos cursos especiales.

El régimen policial de Batista llegó a ser un flagelo para la clase media urbana, para sus hijos en la Universidad, para el propio núcleo del comercio importador habanero y, en general, para las clases cultas que vivían en perpetuo sobresalto por las tropelías del sistema. En este cuadro emergió Fidel Castro, líder estudiantil, hijo de terratenientes, resuelto luchador político y antiguo candidato a diputado por el Partido Ortodoxo de Eduardo Chibas. El apoyo político que se brindó a Castro fue en aumento a medida que la acción guerrillera se demostraba capaz de crear un foco armado contra un régimen que sólo podía entender el lenguaje de las armas. Fueron justamente las clases más acomodadas de Cuba las que brindaron su simpatía y ayuda a Castro.


Además de los guerrilleros

El movimiento de Fidel recaudaba fondos para la guerrilla en Nueva York y recibía ayuda del Presidente de Costa Rica, José Figueres. Por su parte, el Almirante Larrazábal, Presidente de la Junta Democrática de Gobierno de Venezuela al caer Pérez Giménez, enviaba a los guerrilleros un avión con armas, lo mismo que la Marina Argentina, en tiempos de la dictadura oligárquica de Aramburu-Rojas. Aún durante la presidencia de Frondizi, esa ayuda continuó, según medios allegados al ex Vicepresidente Alejandro Gómez, luego visitante de Cuba. Al comentar este formidable apoyo Debray añade la «notoriedad mundial, muy protectora de las cadenas capitalistas de difusión, Life y París Match».

El conocido corresponsal del imperialista New York Times, Hebert Matthews,visitaba a Fidel en Sierra Maestra y escribía grandes y cordiales reportajes. El ex Presidente Prío Socarras financiaba otra expedición militar contra Batista, que operó desde la Sierra de Escambray. El corresponsal del Chicago Tribune y el Presidente de la S.I.P., Jules Dubois, participa activamente en las reuniones conspirativas contra Batista que se realizaban en La Habana. Dichas reuniones se hacían con frecuencia en las lujosas residencias de la aristocracia habanera, de los directores de Bancos norteamericanos de la Capital, en los exclusivos Clubs de Tennis o en el Country Club.

En este último se organizó un banquete en honor de Dubois. Concurrieron el Presidente de la Cámara de Comercio, el Rector de la Universidad de Oriente, el cura Presidente de la Juventud Católica, un importante exportador de café, los Presidentes de los Clubs de Leones, del Rotary, de la Asociación Médica, del Colegio de Abogados, etc. Había una silla vacía en el banquete. Le explicaron a Dubois que era el sitio simbólico reservado a Fidel Castro, que luchaba por la libertad de Cuba en la Sierra.

A Castro se sumaron luego tres jóvenes norteamericanos, hijos de funcionarios de la base naval de Guantánamo, que subieron a la Sierra Maestra para luchar. El Arzobispo de Santiago de Cuba enviaba capellanes para los guerrilleros mientras se los negaba al Ejército mercenario de Batista. «Así Castro tendría que convertirse en el Robin Hood de la Sierra Maestra» escribe Dubois en el momento de mayor éxtasis de la prensa yanqui, inmediatamente después del triunfo revolucionario. La presión del imperialismo yanqui contra Batista, a través de su prensa, era sintetizada por el mismo Dubois en su informe a la S.I.P.

«Batista jamás podría volver a gobernar a Cuba con libertad de prensa, pues virtualmente todo el país se oponía a él y consideraba inconstitucional su gobierno».

Basta releer la lista de adheridos al llamado Conjunto de Instituciones Cubanas (en general, las corporaciones profesionales, religiosas y técnicas de la alta clase media cubana) y el texto de su manifiesto al pueblo de Cuba, para comprender que el aislamiento político de Batista era total. La gangrena del régimen se extendió al Ejército, que se convirtió en un nido de conspiraciones. Resulta verdaderamente notable que en medio de este vasto «frente», que no era precisamente un «frente nacional», sino un «frente democrático liberal cipayo», Fidel Castro con sus camaradas haya podido lanzarse hacia adelante,transformarse en nacionalista primero y en marxista después. Esta, y no la teoría de la guerrilla, que no resiste el menor análisis, es la mayor originalidad de la revolución cubana.

Esta «Alianza de clases» permitió a Fidel alcanzar el poder cuando Batista huyó y el ejército prácticamente se disolvió sin lucha. Se comprenderá que sólo 300 o 400 guerrilleros no habrían estado en condiciones de librar una lucha frontal contra un ejército de 30.000 hombres si este ejército hubiera existido como tal. La restitución de los hechos que condujeron al triunfo de la revolución cubana es esencial para impedir ilusiones peligrosas en el resto de América Latina y en nada disminuye los títulos de Fidel Castro como caudillo político, más bien que como jefe militar. Por el contrario, los sitúa en una dimensión mayor y más imprevista, pues Fidel invierte el hábito tan común en América Latina, de subir al caballo por la izquierda para terminar bajándose del caballo por la derecha. En su coraje moral para romper el círculo liberal cipayo que lo acompañó hasta el poder, tanto como en su coraje militar, se cifra la gloria de este latinoamericano de nuestra época que no vaciló en abrazar la bandera del socialismo.

Pero la propia historia de la revolución cubana invalida la teoría del foco guerrillero que abstrae las especificidades de la situación político-social en que dicho foco aparece. La supresión de la lucha nacional de los países atrasados contra el imperialismo, con sus naturales formulaciones de agitación, propaganda, huelgas, campañas parlamentarias, combate ideológico, y su sustitución por un recetario empírico de fórmulas técnicas vaciadas de su contenido político, conduce a la misma vía muerta que predican los amigos de la coexistencia pacífica. La guerrilla es uno de los recursos técnicos en el amplio espectro del arsenal revolucionario; renunciar por principio a ella, resultaría tan ilógico como renunciar por principio al sabotaje, al análisis de una estadística, a la lucha parlamentaria o sindical. Del mismo modo, un marxista rechazará con mayor energía todavía a los «propagadores de marasmo», que defienden la teoría del «camino pacífico» hacia el socialismo. Es obvio que ninguna clase social reaccionaria de América Latina y del mundo cederá su lugar por la persuasión a la nueva clase social que lucha por reemplazarla. Este debate con los reformistas concluyó en 1917.


De Batista a la revolución de Castro

Batista había disfrutado de años felices. Se decía que la admiración que le profesaba Arthur Gardner, embajador del Presidente Einsenhower en La Habana era tan melosa, que hasta se volvía molesta para el dictador cubano. Los negocios marchaban bien. Una multitud aclamaba a la mujer de Batista cuando aparecía en público: «¡Marta del Pueblo!» se gritaba. El mundo de los negocios, tanto en Estados Unidos como en Cuba, veía en Batista un gobernante serio, de mano quizás dura, pero que guardaba las formas legales y hasta se permitía tolerar la propaganda de los comunistas, sus amigos de otros tiempos. En realidad, el partido Comunista, que había integrado el gabinete del General Batista durante la segunda guerra mundial (cuando la consigna de Moscú era «derrotar al nazi-facismo») se mantuvieron algo al margen de la lucha política en los últimos años de Batista y guardaron igual distancia respecto al Movimiento 26 de julio fundado por Fidel Castro. Los comunistas ejercían influencia sobre los sindicatos cubanos, donde Fidel Castro contaba con escaso apoyo.

En la Universidad, de tradición impregnada de violencia, tampoco Fidel Castro era un líder reconocido. Su prisión, después del frustado asalto al Cuartel de Moneada en 1953, y su posterior amnistía, no modificaron su adhesión a las vagas teorías moralizadoras de Eduardo Chibas. Líder ortodoxo (una corriente vagamente democrática de un tibio antiimperialismo, en todo caso, un partido de categórico moralismo) Chibas se había suicidado ante el micrófono de una radio habanera como protesta por la corrupción de la política y la vida cubana. Pero era tan profunda esa corrupción y el carácter incontrolable de la ^policía,las frecuentes desapariciones de opositores, los asesinatos de estudiantes, las torturas, que ni siquiera la particular habilidad política de Batista, que protegía a los agentes más siniestros del sistema, lograron impedir al cabo el vuelco de la burguesía comercial y de las clases medias ilustradas hacia la más tenaz oposición. Al mismo tiempo, Estados Unidos observó con alarma creciente que su presidente de confianza se convertía en un sátrapa universalmente detestado. Nadie hacía escándalo por su fortuna privada (que algunos hacían ascender a 300 millones de dólares). Sólo el Jefe de Policía, Coronel Salas Cañizares, se embolsaba 750.000 dólares por mes de un original impuesto ilegal para proteger las redes de garitos de juegos clandestinos. La vida política cubana era rica en ejemplos semejantes, aún entre los opositores a Batista. Tal era el caso de Prío Socarras, financiador luego de Fidel Castro, o de Grau San Martín, acusado por corrupción. Lo que resultaba intolerable para la sociedad acomodada, vinculada estructuralmente a los Estados Unidos, era la inseguridad personal. Los sátrapas y subsátrapas de América Latina en el ejercicio de su régimen amistoso con Estados Unidos convirtieron en guerrilleros sin proponérselo a numerosos jóvenes universitarios educados en la admiración a los protectores del Norte. Tal es la paradoja. Quedaría por señalar el papel de la guerrilla en el triunfo de Fidel Castro.


Revolución y leyenda

Toda revolución triunfante engendra su leyenda, más alfa de la voluntad de los propios triunfadores y a veces por su voluntad. Durante muchos años, y en particular por la acción de Ernesto Che Guevara, se difundió en América Latina la idea errónea de que gracias a la acción de la guerrilla, los revolucionarios cubanos derrotaron al Ejército y conquistaron el poder. Dicha tesis no sólo es falsa, sino que contribuyó al derramamiento de sangre en América Latina y a todo género de aventuras sin destino.

El autor redactó en 1964 una crítica a las teorías del Che Guevara. Sólo diremos aquí que habría sido imposible que sólo 300 guerrilleros (cifra máxima, admitida por Fidel Castro) lograran derrotar a un Ejército profesional si ese Ejército realmente hubiera existido. La revolución cubana no sólo triunfó por la decisión revolucionaria de Fidel Castro sino ante todo por la descomposición general de la sociedad semi-colonial cubana, la naturaleza policial de la fuerza armada de Batista, (que vendía sus armas a los guerrilleros) y el apoyo masivo de la prensa norteamericana. Sin el conjunto de circunstancias sociales, económicas, políticas, geográficas e históricas de la Cuba de 1953-1958 la guerrilla, por sí sola, no habría triunfado jamás. Abstraer de tales circunstancias el «método» guerrillero para volverlo aplicable a todo país y todo tiempo, constituyó un error fatal que hizo vivir horas amargas a la América Latina. No debe buscarse en las facultades militares de Fidel Castro el secreto de su victoria sino en su notable flexibilidad política y en su arte para tejer alianzas que lo condujeran a la meta.

Ya a principios de 1958 Estados Unidos decretaba un embargo de armas destinadas a Batista (1.950 fusiles Garand), que estaban embalados en los muelles de Nueva York. Batista advirtió que sus poderosos amigos empezaban a abandonarlo, el corresponsal del New York Times, Herber Matthews, que estaba en La Habana y se había entrevistado con Castro en la Sierra Maestra,escribía en su diario del jefe guerrillero: «La figura más notable y romántica… de la historia cubana desde José Martí».

Por el contrario, a Fidel Castro las armas le llegaban en abundancia desde Estados Unidos, adquiridas con dinero de simpatizantes del país del Norte. El embajador norteamericano Earl Smith dijo al embajador inglés Alfred Stanley Fordham que Estados Unidos esperaba en caso de alguna grave emergencia, que ambos actuasen como «hermanos siameses». En esa oportunidad, como en la guerra de Malvinas, la unidad anglo-sajona pasó por sus mejores días.

«Los que visitaban las ciudades seguían asombrándose de hasta qué punto las clases medias y los profesionales apoyaban a Castro, sobre todo en Santiago, donde los barrios residenciales elegantes, como Vista Alegre o el Club de Campo, parecían recintos fortificados del Movimiento 26 de julio».

A fines de noviembre de 1958, en el Departamento de Estado y en la CÍA de Washington se celebraron reuniones con el embajador en La Habana y el ex Embajador Pawly para discutir sobre la necesidad de que Batista renunciara y evitar con un gobierno diferente, que Fidel Castro se quedase con el poder. Ya era tarde. El 10 de diciembre, en La Habana, dijo al Ministro de Relaciones Exteriores de Batista, Dr. Guell, que «los Estados Unidos no van a seguir apoyando al actual gobierno de Cuba y de que mi gobierno cree que el Presidente está perdiendo el control efectivo».

La espectral resistencia militar, con sus coroneles contrabandistas, borrachos y venales, se deshacía hora por hora.

El 17 de diciembre de 1958 el Embajador Smith visitó a Batista en su despacho presidencial, rodeado de bustos de Abraham Lincoln. De nada le sirvieron los bustos al dictador. Smith le dijo que «si se retiraba evitaría el derramamiento de sangre». Batista ordenó tener dispuesto su avión personal. A las 3 de la madrugada del 1ro. de enero de 1959 el Presidente subió al aparato con 40 acompañantes civiles y militares y voló hacia la República Dominicana. Horas después, entraban a La Habana menos de 300 hombres, mal armados y sin experiencia profesional, que se apoderaron del poder vacante.

Demócrata, nacionalista y finalmente marxista, Fidel Castro y Cuba brindaron la más amarga desilusión a los Estados Unidos desde la catástrofe militar de Chiang-Kai- Shek en la inmensa China.

La revolución cubana, con su ruptura de los marcos del capitalismo semi-colonial y sus tentativas de transformación social -que sería preferible no designar ahora como «socialistas»- abrió una nueva época en la resolución de los problemas de América Latina.

Sería injusto reprocharle a esa revolución su excesiva «dependencia» de la Unión Soviética: geográficamente situada en la boca de su más feroz enemigo,sin que la América Latina pudiera prestarle el menor apoyo, Cuba no tuvo más remedio que acordar con el bloque soviético medidas que la protegieran de un ataque norteamericano, con todas las consecuencias políticas que tal asociación originó. La revolución latinoamericana no puede aspirar a «un socialismo insular», sino a una Confederación de Estados, una «Nación de Repúblicas», para usar la expresión de Bolívar y sólo así, fortalecidas entre sí sus partes, podrá permanecer al margen del juego mortal entre el Este y el Oeste, y seguir su propio camino.

Estados Unidos vio desvanecerse la ilusión de un «imperium» en el Caribe y en Centroamérica. Pues de todo lo dicho no sería inoportuno deducir que el rapaz sistema de dominación norteamericana resultó al fin y al cabo el factor decisivo de su propia ruina.

Del libro Historia de la Nación latinoamericana.

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Número 64

El pensamiento político de Ernesto Guevara (extractos) / Revista Malabia

El pensamiento político de Ernesto Guevara (extractos) / Revista Malabia

Extracto del discurso pronunciado por el Dr. Ernesto Guevara en el Paraninfo de la Universidad de la República, en Montevideo, el 17 de agosto de 1961.


La fuerza es el recurso definitivo que queda a los pueblos. Nunca un pueblo puede renunciar a la fuerza, pero la fuerza solamente se utiliza para luchar contra el que la ejerce en forma indiscriminada. Y nosotros -les podrá parecer extraño que hablemos así, pero es cierto-, nosotros iniciamos el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas.

Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí, en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el Gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra, ni mucho menos, en los países de América.

Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre ni siga la explotación del hombre por el hombre, (APLAUSOS) lo que no en todos casos sucederá lo mismo -sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último. Porque no hubo un último disparo el último día de la Revolución; hubo que seguir disparando. Nos dispararon, tuvimos que ser duros, tuvimos que castigar con la muerte a alguna gente; nos volvieron a atacar, nos han vuelto a atacar una vez más, y nos seguirán atacando.

Y esta lucha, en esta forma tan enardecida que a veces divide -incluso- hasta a miembros de la familia, naturalmente que permite una construcción muy rápida del país, naturalmente que hace que nuestro país marche a un ritmo terriblemente acelerado, pero también deja una serie de secuelas que después cuesta curar. Y no es bueno ni es bonito, porque hemos tenido que hacerlo y no nos arrepentimos, naturalmente, y creemos que lo que hemos hecho lo hemos hecho respondiendo a la justicia. (APLAUSOS) Pero si esas aspiraciones del desarrollo económico -que son, en definitiva, las aspiraciones de bienestar en cualquier forma que sea y como quiera llamársele-, la aspiración del pueblo a su bienestar se puede lograr por medios pacíficos, eso es lo ideal y eso es por lo que hay que luchar.

Bien, compañeros: hemos tenido un diálogo irregular, no muy académico; si ustedes no se ofenden, muy cubano en su forma de expresión, de intercambio. (APLAUSOS) Quisiera decirles que la impresión y el recuerdo que nos llevamos del pueblo uruguayo será imborrable. No son palabras, no valdría la pena decir palabras protocolares. Quizás es que no son nada más que pueblo, y sobra lo de uruguayo, porque todos los pueblos del mundo… En todo caso, podemos decir que de estas reuniones, del intercambio que hemos tenido estos días mis compañeros y yo con el pueblo uruguayo, nos llevamos un recuerdo imborrable, y que ese recuerdo servirá -como sirve siempre el recuerdo del pueblo y de los diálogos con el pueblo-, para indicarnos todos los días que nuestro compromiso es todavía más grande que con el de seis millones y medio de cubanos, que nuestro compromiso ha trascendido las fronteras de nuestra Isla, que se ha afincado en muchos lugares de América y que debemos todos los días trabajar y todos los días perfeccionarnos. Nosotros, sin embargo, debemos perfeccionarnos todos los días, cada vez con más ahínco, para ser dignos de ese compromiso que hemos contraído en estos días con ustedes. Nada más.


Extractos de una carta enviada a Carlos Quijano, Director del semanario Marcha de Uruguay

Lo difícil de entender para quien no viva la experiencia de la Revolución es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez, la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes.

En el capitalismo se pueden ver algunos fenómenos de este tipo cuando aparecen políticos capaces de lograr la movilización popular, pero si no se trata de un auténtico movimiento social, en cuyo caso no es plenamente lícito hablar de capitalismo, el movimiento vivirá lo que la vida de quien lo impulse o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista. En ésta, el hombre está dirigido por un frío ordenamiento que, habitualmente, un invisible cordón umbilical que le liga a la sociedad en su conjunto: la ley del valor. Ella actúa en todos los aspectos de su vida, va modelando su camino y su destino.

Las leyes del capitalismo, invisibles para el común de las gentes y ciegas, actúan sobre el individuo sin que éste se percate. Sólo ve la amplitud de un horizonte que aparece infinito. Así lo presenta la propaganda capitalista que pretende extraer del caso Rockefeller —verídico o no—, una lección sobre las posibilidades de éxito. La miseria que es necesario acumular para que surja un ejemplo así y la suma de ruindades que conlleva una fortuna de esa magnitud, no aparecen en el cuadro y no siempre es posible a las fuerzas populares aclarar estos conceptos. (Cabría aquí la disquisición sobre cómo en los países imperialistas los obreros van perdiendo su espíritu internacional de clase al influjo de una cierta complicidad en la explotación de los países dependientes y cómo este hecho, al mismo tiempo, lima el espíritu de lucha de las masas en el propio país, pero ése es un tema que sale de la intención de estas notas.)

En el esquema de Marx se concebía el periodo de transición como resultado de la transformación explosiva del sistema capitalista destrozado por sus contradicciones; en la realidad posterior se ha visto cómo se desgajan del árbol imperialista algunos países que constituyen las ramas débiles, fenómeno previsto por Lenin. En éstos, el capitalismo se ha desarrollado lo suficiente como para hacer sentir sus efectos, de un modo u otro, sobre el pueblo, pero no son propias contradicciones las que, agotadas todas las posibilidades, hacen saltar el sistema. La lucha de liberación contra un opresor externo, la miseria provocada por accidentes extraños, como la guerra, cuyas consecuencias hacen recaer las clases privilegiadas sobre los explotados, los movimientos de liberación destinados a derrocar regímenes neocoloniales, son los factores habituales de desencadenamiento. La acción consciente hace el resto.

En estos países no se ha producido todavía una educación completa para el trabajo social y la riqueza dista de estar al alcance de las masas mediante el simple proceso de apropiación. El subdesarrollo por un lado y la habitual fuga de capitales hacia países «civilizados» por otro, hacen imposible un cambio rápido y sin sacrificios. Resta un gran tramo a recorrer en la construcción de la base económica y la tentación de seguir los caminos trillados del interés material, como palanca impulsora de un desarrollo acelerado, es muy grande.

Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque. Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca, etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí tras de recorrer una larga distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que se equivocó la ruta. Entre tanto, la base económica adaptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia. Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo.

De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social. Como ya dije, en momentos de peligro extremo es fácil potenciar los estímulos morales; para mantener su vigencia, es necesario el desarrollo de una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas. La sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela.

Las grandes líneas del fenómeno son similares al proceso de formación de la conciencia capitalista en su primera época. El capitalismo recurre a la fuerza, pero, además, educa a la gente en el sistema. La propaganda directa se realiza por los encargados por explicar la ineluctabilidad de un régimen de clase, ya sea de origen divino o por imposición de la naturaleza como ente mecánico. Esto aplaca a las masas que se ven oprimidas por un mal contra el cual no es posible la lucha. A continuación viene la esperanza, y en esto se diferencia de los anteriores regímenes de casta que no daban salida posible.

Para algunos continuará vigente todavía la fórmula de casta: el premio a los obedientes consiste en el arribo, después de la muerte, a otros mundos maravillosos donde los buenos son premiados, con lo que se sigue la vieja tradición. Para otros, la innovación: la separación en clases es fatal, pero los individuos pueden salir de aquélla a que pertenecen mediante el trabajo, la iniciativa, etcétera. Este proceso, y el de autoeducación para el triunfo, deben ser profundamente hipócritas; es la demostracion interesada de que una mentira es verdad.

En nuestro caso, la educación directa adquiere una importancia mucho mayor. La explicación es convincente porque es verdadera; no precisa de subterfugios. Se ejerce a través del aparato educativo del Estado en función de la cultura general, técnica e ideológica, por medio de organismos tales como el Ministerio de Educación y el aparato de divulgación del partido. La educación prende en las masas y la nueva actitud preconizada tiende a convertirse en hábito; la masa la va haciendo suya y presiona a quienes no se han educado todavía. Esta es la forma indirecta de educar a las masas, tan poderosa como aquella otra. Pero el proceso es consciente; el individuo recibe continuamente el impacto del nuevo poder social y percibe que no está completamente adecuado a él. Bajo el influjo de la presión que supone la educación indirecta, trata de acomodarse a una situación que siente justa y cuya propia falta de desarrollo le ha impedido hacerlo hasta ahora. Se autoeduca.

Hacemos todo lo posible por darle al trabajo esta nueva categoría de deber social y unirlo al desarrollo de la técnica, por un lado, lo que dará condiciones para una mayor libertad, y al trabajo voluntario por otro, basados en la apreciación marxista de que el hombre realmente alcanza su plena condición humana cuando produce sin la compulsión de la necesidad física de venderse como mercancía. Claro que todavía hay aspectos coactivos en el trabajo, aun cuando sea voluntario; el hombre no ha transformado toda la coerción que lo rodea en reflejo condicionado de naturaleza social y todavía produce, en muchos casos, bajo la presión del medio (compulsión moral, la llama Fidel). Todavía le falta el lograr la completa recreación espiritual ante su propia obra, sin la presión directa del medio social, pero ligado a él por los nuevos hábitos. Esto será el comunismo. El cambio no se produce automáticamente en la conciencia, como no se produce tampoco en la economía. Las variaciones son lentas y no son rítmicas; hay periodos de aceleración, otros pausados e incluso, de retroceso.

En el campo de las ideas que conducen a actividades no productivas, es más fácil ver la división entre necesidad material y espiritual. Desde hace mucho tiempo el hombre trata de liberarse de la enajenación mediante la cultura y el arte. Muere diariamente las ocho y más horas en que actúa como mercancía para resucitar en su creación espiritual. Pero este remedio porta los gérmenes de la misma enfermedad; es un ser solitario el que busca comunión con la naturaleza. Defiende su individualidad oprimida por el medio y reacciona ante las ideas estéticas como un ser único cuya aspiración es permanecer inmaculado. Se trata sólo de un intento de fuga. La ley del valor no es ya un mero reflejo de las relaciones de producción; los capitalistas monopolistas la rodean de un complicado andamiaje que la convierte en una sierva dócil, aun cuando los métodos que emplean sean puramente empíricos. La superestructura impone un tipo de arte en el cual hay que educar a los artistas. Los rebeldes son dominados por la maquinaria y sólo los talentos excepcionales podrán crear su propia obra. Los restantes devienen asalariados vergonzantes o son triturados.

Se inventa la investigación artística a la que se da como definitoria de la libertad, pero esta «investigación» tiene sus límites, imperceptibles hasta el momento de chocar con ellos, vale decir, de plantearse los reales problemas del hombre y su enajenación. La angustia sin sentido o el pasatiempo vulgar constituyen válvulas cómodas a la inquietud humana; se combate la idea de hacer del arte un arma de denuncia. Si se respetan las leyes del juego se consiguen todos los honores; los que podría tener un mono al inventar piruetas. La condición es no tratar de escapar de la jaula invisible.

La reacción contra el hombre del siglo XIX, nos ha traído la reincidencia en el decadentismo del siglo XX; no es un error demasiado grave, pero debemos superarlo, so pena de abrir un ancho cauce al revisionismo.

Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita. En esas condiciones, hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido de la justicia y de la verdad para no caer en extremos dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.

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Entrevista a Guevara en Nueva York / Revista Malabia

Entrevista a Guevara en Nueva York / Revista Malabia

El 13 de diciembre de 1964, Ernesto Guevara, entonces Ministro del Gobierno cubano, fue entrevistado en el programa»Face de Nation»; por los periodistas Paul Niven (C.B.S.), Richard Hottelet (C.B.S. en Naciones Unidas) y Tad Szulc (New York Times). Dos días antes Guevara había pronunciado en la ONU su histórico discurso. El programa La pupila asombrada (TV cubana) rescató la entrevista años después.

Niven: Comandante Guevara, en su discurso de la Asamblea General antes de ayer, usted acusó a Estados Unidos de ayudar a los vecinos de Cuba a preparar nuevas agresiones contra ella. Nosotros, a nuestra vez, hemos acusado frecuentemente a su gobierno de promover la subversión en otros países latinoamericanos. ¿Ve usted alguna salida a esta situación; algún modo de mejorar las relaciones?

Guevara: Yo creo, con relación a las soluciones, que hay soluciones, y creo que hay sólo una. Hemos dicho repetidas veces al gobierno de Estados Unidos que nosotros queremos nada más que ellos se olviden de nosotros, que no se preocupen de nosotros, ni en bien ni en mal.

Niven: Comandante Guevara, tenemos otras preguntas acerca de las relaciones de Cuba con este país y con los países comunistas y acerca de su propia situación interna. Comandante Guevara, usted dijo hace un momento que a usted sencillamente le gustaría que nosotros los norteamericanos nos olvidáramos de Cuba. Su discurso del otro día sugiere que usted no puede olvidarse de nosotros; usted nos considera un gobierno hostil a 90 millas. ¿Cómo puede usted esperar que nosotros los olvidemos?

Guevara: Yo no dije exactamente que tenía la esperanza de que ustedes nos olvidaran. Usted me preguntó por una solución y yo dije cuál es esa solución, en el momento actual. Sí ello es posible o no, ésa es otra pregunta.

Szulc: Sr. Guevara, en varias oportunidades recientemente el Premier Fidel Castro ha sugerido en entrevistas con periodistas visitantes, y en otras ocasiones que debe hacerse un nuevo esfuerzo por normalizar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, particularmente en el terreno del comercio y el intercambio. Como economista, ¿entiende usted personalmente que la reanudación de relaciones de esta naturaleza sería útil o provechosa para Cuba? En otras palabras, ¿le gustaría ver estas relaciones normalizarse?

Guevara: No como economista, porque nunca me he considerado un economista, sino como un funcionario del Gobierno Cubano, como un cubano más, creo que las relaciones armoniosas con Estados Unidos serían muy buenas para nosotros desde el punto de vista económico más que en cualquier otro campo, porque toda nuestra industria fue establecida por Estados Unidos y las materias primas y los repuestos qué tenemos que hacer con grandes dificultades o traerlos de otras áreas pudieran venir directamente. Además, el azúcar, para el cual tuvimos tradicionalmente el mercado norteamericano, que está también cercano.

Szulc: Comandante, si mi memoria me es fiel, en 1960 pronunció usted varios discursos, particularmente uno en marzo de 1960 en el que dijo que para Cuba, continuar vendiendo azúcar a Estados Unidos era una forma de colonialismo a la cual Cuba estaba sometida. ¿Ha cambiado usted de opinión acerca de esto?

Guevara: Naturalmente, porque aquéllas eran condiciones distintas. Nosotros vendíamos azúcar bajo condiciones específicas establecidas por compradores norteamericanos, los que a su vez dominaban el mercado y la producción interna de Cuba. Actualmente si vendiésemos azúcar a Estados Unidos sería el gobierno cubano el único que lo vendería y todos los beneficios serían para nuestro pueblo.

Hottelet: Doctor Guevara: Washington ha dicho que hay dos condiciones políticas para el establecimiento de relaciones normales entre Estados Unidos y Cuba. Una, abandono de sus compromisos militares con la Unión Soviética. La otra; el abandono de la política de exportar revolución a América Latina. ¿Ve usted alguna posibilidad de cambio en cualquiera de estos dos puntos?

Guevara: En absoluto. No ponemos condición de ninguna clase a Estados Unidos. No queremos que ellos cambien su sistema. No pretendemos que cese la discriminación racial en Estados Unidos. No ponemos condición alguna para el establecimiento de relaciones, pero tampoco aceptamos condiciones…

Hottelet: Pero mi pregunta es si usted aceptaría estas condiciones establecidas por Estados Unidos para la reanudación de relaciones normales.

Guevara: No aceptaremos condición alguna de Estados Unidos. No aceptaremos condición alguna impuesta a nosotros por Estados Unidos.

Hottelet: Pero en el asunto de los proyectiles rusos en Cuba y de las relaciones militares cubanas con la Unión Soviética, ¿cómo puede Estados Unidos estar seguro de que Cuba no será una amenaza estratégica nuevamente? ¿Aceptaría usted la inspección de las Naciones Unidas o la inspección de la Organización de los Estados Americanos en el lugar?

Guevara: Usted mencionó la Organización de Estados Americanos. Antes de ayer, el delegado colombiano habló: “de la órbita” de la OEA. Eso es en efecto, una órbita alrededor de Estados Unidos. Una inspección por semejantes delegados sería una inspección realizada por Estados Unidos. Usted dice que Estados Unidos no se siente seguro y nosotros le preguntamos a Estados Unidos, ¿podremos nosotros sentirnos seguros de que no existen proyectiles contra Cuba? Entonces, no podemos llegar a una solución armónica a menos que todos los países sean iguales en el mundo. Inspeccionemos todas las bases, las bases atómicas de Estados Unidos, e inspeccionemos también lo que tenemos en Cuba, y si usted lo desea, liquidemos todas las bases atómicas en Cuba y en Estados Unidos y nosotros estaremos en un completo acuerdo con eso.

Niven: Comandante ¿están ustedes, en realidad, tratando de exportar su Revolución? ¿Envían ustedes armas todos los días a otros países latinoamericanos? ¿Están ustedes trayendo revolucionarios dé otros países y devolviéndolos a su patria?

Guevara: También tuve la oportunidad de decirlo en la Asamblea y puedo repetirlo enfáticamente ahora: las revoluciones no se exportan. Las revoluciones son creadas por las condiciones de opresión que los gobiernos latinoamericanos ejercen contra los pueblos y de allí viene la rebelión y después emergen las nuevas Cuba… No somos nosotros los que creamos las revoluciones, es el sistema imperialista y sus aliados, aliados internos, lo que crean las revoluciones.

Niven: Pero su actitud hacia el actual gobierno de Venezuela, considerado en muchos países como izquierdista y progresista, ¿no sugiere que ustedes consideran a cualquier gobierno como opresor si éste no es comunista?

Guevara: Absolutamente no. Lo que nosotros consideramos es que el gobierno de Venezuela no es un gobierno izquierdista, no tiene nada de gobierno izquierdista. Es un gobierno opresor. Es criminal. Ha asesinado a los patriotas en las luchas campesinas en la región de Falcón, donde hay asesores militares de Estados Unidos. El gobierno que hoy hay en Venezuela —a pesar de que la prensa norteamericana no lo revela— no es un gobierno izquierdista.

Niven: ¿Existe algún gobierno en este hemisferio al cual Cuba considere como progresista?

Guevara: La palabra “progresista” es una palabra ambigua. Hay gobiernos con el cual mantenemos relaciones diplomáticas: el gobierno de México, con el cual tenemos buenas relaciones. Nuestros sistemas son diferentes. Respetamos su sistema. Estamos en completa armonía hasta la fecha y espero que continuemos en la misma forma. Pero si usted me pregunta mi concepto de América Latina, le diré que hay algunos gobiernos que oprimen a sus pueblos, mucho más que otros, y entre los menos opresivos, entre aquéllos con los cuales pudiéramos tener relaciones, sin dificultad alguna, están: Uruguay, Chile, tal vez Costa Rica, pero Estados Unidos no lo permite.

Hottelet: Pero todos estos países han roto relaciones diplomáticas con Cuba. ¿No se sienten ustedes aislados al no tener amigos en todo el hemisferio?

Guevara: Tenemos gran cantidad de amigos, pero no entre los gobiernos. Los amigos están en el pueblo y, en última instancia, los pueblos serán quienes gobernarán esos Estados.

Szulc: Pudiéramos cambiar la escena geográfica de la amistad o no amistad en el mundo. Usted hizo una visita a Moscú en noviembre, el mes pasado, después del cambio de la dirigencia máxima. Hemos tenido la impresión aquí de que el Gobierno de Cuba había adoptado una posición poco definida acerca de las dificultades entre la Unión Soviética y China, ideológicamente. ¿Pudiera usted decirnos, si como consecuencia de su visita, resulta más claro o más difícil para el Gobierno de Cuba adoptar una posición definida en relación con el problema soviético-chino?

Guevara: Puede que ustedes tengan la impresión de que nuestra actitud no es clara, pero nosotros tenemos la impresión de que nuestra actitud es muy clara. En efecto, hay un conflicto, un conflicto ideológico que todos conocemos. Hemos establecido nuestra posición en el sentido de la unidad entre los Estados socialistas. La unidad es la primera medida y sostenemos siempre que la unidad es necesaria porque la desunión favorece a Estados Unidos, que es nuestro enemigo y todo lo que esté a favor del enemigo debe ser eliminado. He ahí el por qué estamos a favor de la unidad. Creemos que existe la necesidad de fortalecer esta unidad y que ella será fortalecida y que el bloque monolítico de los países socialistas se formará otra vez.

Szulc: A principios de este año —creo que por primera vez en marzo y de nuevo en junio—, el Gobierno soviético, encabezado entonces por el Premier Jruschov, formuló invitaciones a un número de partidos comunistas o marxista- leninistas del mundo, incluido el Partido Socialista cubano o, más bien, el Partido Cubano de la Revolución Socialista, para que asistieran a una reunión preparatoria de Partidos Comunistas, en Moscú. Según recuerdo el Partido cubano es uno de los pocos que no ha contestado a esa invitación. Vemos hoy que el Gobierno soviético ha reiterado la invitación para una reunión preparatoria de países comunistas o marxistas leninistas en marzo, ¿aceptaría ahora su Gobierno, o su Partido, la invitación soviética?

Guevara: Eso será estudiado en el momento apropiado y daremos la respuesta. Es ésta una invitación formulada no al Gobierno sino al Partido y es el Partido el que tiene que responder. Yo estoy aquí representando al Gobierno ahora.

Hottelet: Comandante Guevara, usted es probablemente el más importante exponente de la guerra de guerrillas en el hemisferio occidental y usted ha dicho que los problemas de la Revolución en la América Latina se resolverán con balas más bien que con votos y, en general, su actitud dinámica ante estas cosas parece estar más cerca de la línea comunista china. También, Cuba nunca ha firmado el tratado que proscribe los ensayos nucleares en el espacio ultraterrestre, en la atmósfera y en el mar. Esta es también la posición comunista china. ¿No lo coloca esto a usted, realmente, en términos de su actitud práctica y en política, del lado chino de la cerca comunista?

Guevara: Bien, hay tres o cuatro preguntas comprendidas en una. Trataré de responder una por una. En primer lugar, hay una afirmación que me gustaría negar, o quizás la traducción no fue correcta. Según yo le oí, usted dijo que soy el exponente de las guerrillas en este hemisferio. Yo no soy el exponente de las guerrillas en este hemisferio. Yo diría que ese exponente lo sería Fidel Castro, líder de nuestra Revolución y quien tiene el papel más importante en la dirección de la lucha revolucionaria, y en la estrategia del Gobierno cubano. Respecto a las otras dos cuestiones específicas, no tenemos que participar en la controversia porque hay problemas muy específicos. El problema de la transición pacífica al socialismo, nosotros lo discutimos como una cuestión teórica, pero en América es muy difícil y es prácticamente imposible. Por eso es que específicamente nosotros decimos que en América, el camino para la liberación de los pueblos, que será el camino del socialismo, marchará a través de las balas en casi todos los países, y puedo pronosticar con tranquilidad que usted será testigo. Respecto al problema de firmar el nuevo tratado que proscribe los ensayos nucleares, hemos acogido con beneplácito ese paso como una medida que tiende a prevenir que se agraven las tensiones, pero hemos señalado muy claramente que nosotros, con una base militar norteamericana en nuestro territorio donde pudiera haber toda clase de armas, donde tenemos que sufrir toda clase de provocaciones, tenemos que soportar —resistir— los vuelos sobre nuestro territorio, nosotros no podemos firmar ese tratado porque seria una traición a nuestro pueblo. Esto es independiente del hecho de que recibimos con beneplácito el tratado en sus términos internacionales como beneficioso para el mundo, pero solo como un paso. No podemos quedarnos aquí. Debemos continuar adelante si es que queremos prevenir una guerra mundial.

Szulc: Usted ha sido, en todas ocasiones, según creo, un crítico claro y cándido, usted mismo, de lo que ha ocurrido con la economía cubana. He leído sus discursos en los que ha criticado los errores en la política y los errores de juicio. Ahora que ustedes están llegando al séptimo año de su revolución, ¿analizaría usted para nosotros, brevemente, lo que ha sucedido en la economía de su país? ¿Cree usted que pudieran comenzar a elevarse desde el punto en que han estado? ¿Qué pronostico haría respecto a la economía para 1965? ¿Será el séptimo año flaco o no lo será necesariamente?

Guevara: Es muy difícil la pregunta para contestarla en pocos instantes. Se me está bombardeando con preguntas para contestarlas en pocos instantes. Se me está bombardeando con preguntas de todas clases. Trataré de ser muy conciso y trataré de explicarlo al pueblo norteamericano. Hemos cometido un gran número de errores en el campo económico, naturalmente. Yo no soy el crítico. Es Fidel Castro, él es quien ha criticado repetidamente los errores que hemos cometido y él ha explicado por qué los hemos cometido. Nosotros no contamos con preparación previa. Hemos incurrido en errores en la agricultura y en la industria. Todas estas equivocaciones se están resolviendo ahora. En la industria estamos concentrando nuestro mejor esfuerzo en tratar de que las fábricas trabajen a una máxima capacidad; tratando de sustituir el equipo que está en malas condiciones debido a la falta de piezas de repuesto de los Estados Unidos, y que no podemos obtener en los Estados Unidos; tratamos de extender nuestra industria sobre la base de nuestros recursos primarios, y disminuir nuestra dependencia de mercados externos, y dedicar nuestros esfuerzos en 1965 al aspecto de la seguridad y la higiene del trabajo, para hacer nuestras fábricas mejores para el trabajador; que le trabajador se pueda sentir realmente un hombre pleno allí. Hemos tomado fábricas del sistema capitalista donde la cuestión más importante era producir, especialmente en Cuba. No quiero decir que en los Estados Unidos, las fábricas –las industriales- son ahora lugares de explotación donde el hombre está exprimido como una naranja. Sé que hay un gran número de ventajas aquí para el trabajador norteamericano, pero esas ventajas en Cuba no se habían logrado y las condiciones eran muy malas, poco saludables. Hemos dedicado nuestros esfuerzos a mejorar la vida, el tiempo que pasa un trabajador en una planta industrial. Ese será uno de nuestros principales esfuerzos durante el año próximo.

Hottelet: Me gustaría volver…

Niven: Tendremos otras preguntas respecto a la situación interna de Cuba.

Hottelet: Doctor Guevara, usted ha protestado por la presencia de la base naval norteamericana en Guantánamo y de los continuos vuelos de reconocimiento norteamericanos sobre Cuba. ¿Adoptarían ustedes alguna acción militar ya contra la base o contra los aviones?

Guevara: Bueno, tuvimos que explicar en la Asamblea el otro día que no nos gusta ser pretenciosos. Sabemos del poderío de los Estados Unidos. No nos engañamos con respecto a ese ese poderío. Nosotros decimos que ese gobierno de Estados Unidos quiere que paguemos un precio muy alto por esta coexistencia no pacífica que gozamos hoy, y el precio que estamos en condiciones de pagar llega solo hasta las fronteras de la dignidad. No va más allá. Si tenemos que arrodillarnos para vivir en paz, nos tendrán que matar antes. Si no quieren llegar hasta ese punto, continuaremos viviendo de la mejor manera posible, que es esta coexistencia no pacífica que tenemos actualmente con Estados Unidos.

Niven: ¿Qué significa en términos de diplomacia práctica, comandante? ¿Qué se propone usted hacer?

Guevara: Hemos denunciado en todas las asambleas, en todos los lugares en que hemos tenido la oportunidad de hablar, la ilegalidad de los vuelos, y el hecho de que existe una base en contra de la voluntad del pueblo cubano. Además, hemos denunciado el gran número de violaciones, de provocaciones desde esa base, según las estadísticas, y hemos pedido a los países No Alineados y a la Asamblea General de las Naciones Unidas que adopten medidas para evitar cosas como estas.

Szulc: Podríamos volver brevemente a alguno de los problemas políticos internos en Cuba acerca de los que hemos sabido en este país de una manera muy indirecta, y, por los cuales nos sentimos muy intrigados? Hemos leído recientemente que un miembro destacado del ex Partido Comunista de Cuba, el ex-senador Ordoqui, ha sido arrestado. Hemos sabido bastante acerca de las tensiones entre la llamada «vieja guardia» del Partido Comunista y el grupo del 26 de Julio. Hemos sabido el martes que el comandante Augusto Martínez Sánchez, quien era un amigo íntimo y compañero suyo y del doctor Castro, trató de suicidarse. Qué pasa internamente en Cuba?

Guevara: En Cuba no pasa nada que no podamos decir públicamente. El hecho del intento de suicidio de Augusto Martínez fue explicado en forma concisa y exacta por nuestro gobierno en un comunicado oficial. No hay nada que añadir. Entiendo que el pueblo norteamericano tiene el derecho, y especialmente la prensa, que no es muy amiga nuestra, a hacer todas las especulaciones y las ideas acerca de este hecho, de esta desgraciado hecho. Siempre existe la posibilidad de toda clase de especulaciones sobre esto, pero el hecho es como lo hemos expresado. Augusto Martínez Sánchez fue separado debido a problemas administrativos y su reacción fue intentar suicidarse. Deploramos esto porque se trata de él, y lo deploramos por la Revolución, porque ha dado ocasión a estas especulaciones. En cuanto a Ordoqui, hemos afirmado públicamente lo que hemos podido decir en este momento, y hemos expresado que en la oportunidad adecuada todo quedará explicado y Ordoqui recibirá una satisfacción pública. Todos nuestros documentos públicos no reflejan más que la verdad.

Niven: Comandante ¿puedo preguntarle qué porcentaje del pueblo de Cuba respalda la Revolución?

Guevara: Bueno…

Niven: Tenemos diez segundos.

Guevara: Es muy difícil en diez segundos. En este momento no tenemos elecciones, pero una gran mayoría del pueblo respalda a este Gobierno.

Niven: Gracias, comandante Guevara, por estar con nosotros en “Face the Nation” (Ante la Nación).

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Número 64

Discurso de Guevara en la ONU (vídeo) / Revista Malabia

Discurso de Guevara en la ONU (vídeo) / Revista Malabia