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Número 64

Sobre Cuba / Abelardo Ramos

Sobre Cuba / Abelardo Ramos

El magnate Hearst gana una guerra

El magnate del periodismo amarillo, Hearst, propietario del Journal, envió a La Habana a su mejor dibujante, Frederic Remington y a un famoso periodista, Richard Harding Davis, a los que contrató por 3.000 dólares al mes para preparar la opinión pública norteamericana ante la guerra cuyo diario preconizaba. Pero ambos periodistas pasaban sus tediosas tardes en el bar del Hotel «Inglaterra»; bebiendo. Hasta que un día, casualmente sobrio, Remington telegrafió a Hearst: «Todo está tranquilo… No habrá guerra… Deseo volver». Hearst le respondió con otro telegrama que se hizo célebre: «Por favor quédese. Usted proporcione los dibujos y yo proporcionaré la guerra».

No eran sólo palabras. Hearst envió a las costas de Florida diversas naves cargadas de armas y medicamentos para los guerrilleros. Pulitzer, otro conocido periodista industrial de la Ética hacía lo mismo. Confesó más tarde que su propósito al provocar la guerra con España consistía en aumentar la circulación de sus diarios.

Finalmente, para «proteger los bienes norteamericanos», Estados Unidos envió una nave de guerra a La Habana. Era el «Maine». Una misteriosa explosión se produjo en la noche del 15 de febrero de 1898.

Con semejante y oportunísimo pretexto, Estados Unidos declaró la guerra al Imperio español moribundo. Los norteamericanos habían prestado antes su simpatía a los rebeldes cubanos para justificar su guerra contra España. Ahora les volvía la espalda y los calificaba de «bandoleros» o «aventureros». Si un Imperio terminaba, otro ocupaba su lugar.

Al saquear el legado colonial de España, Estados Unidos, sin reparar en la ironía de la historia, se anexó la Isla de los Ladrones.

A la luz de este somero cuadro se comprende que Fidel Castro no aparecería en la historia de Cuba por azar.


Los beneficios de la Enmienda Platt

Diversos procónsules yanquis se sucedieron en el gobierno de la infortunada Isla, entre ellos el célebre General Leonard Wood, que luego agitaría su látigo sobre las Islas Filipinas. Las disputas políticas internas de Cuba originaron la aplicación de las estipulaciones de la Enmienda Platt en varias oportunidades, o sea la intervención militar y política de Estados Unidos. De este modo, el Ministro de Guerra norteamericano, Taft, se proclamó a sí mismo gobernador general de la República de Cuba en 1906, siendo sucedido en tal cargo por Charles E. Magoon, que prosiguió una gestión caracterizada por la corrupción más desenfrenada y la entrega de descaradas concesiones a las grandes empresas mercantiles yanquis. Magoon, sin embargo, marcó su gestión por un hecho: fundó el ejército cubano, y puso a su frente al general Pino Guerra. No existía ejército en Cuba hasta ese momento, pues las fuerzas militares o habían sido españolas o norteamericanas. Las únicas fuerzas armadas realmente cubanas eran irregulares y habían combatido por la libertad de la isla hasta 1898. Su jefe, el general Máximo Gómez, recibió una compensación pecuniaria y se repartieron entre los soldados revolucionarios unos 3 millones de dólares, con lo cual entregaron las armas a las fuerzas de ocupación norteamericana. Así fue pacificada Cuba después de la derrota de España.

Magoon creó, pues, un «Ejército cubano»; hecho a su medida y a la medida del Ejército de ocupación yanqui, en otras palabras, un ejército de arribistas, concusionarios y policías típico de un protectorado. De ese cuerpo nació directamente Batista y el Ejército de Batista de 1958. Bajo la administración de Magoon «Cuba se convirtió en un paraíso para contratistas».

Una vez retiradas las fuerzas yanquis, los gobiernos cubanos sucesivos estuvieron sometidos al poder de veto del embajador yanqui.

El Congreso de Estados Unidos declaró la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917; al día siguiente lo hacía Cuba. La prensa de La Habana llamaba al agregado militar yanqui el «asesor militar de Cuba». Un oficial yanqui dirigía un taller de confecciones para uniformes de soldados cubanos. Varios batallones de soldados yanquis acamparon durante toda la guerra (en realidad hasta 1922) en Camagüey. La censura postal y telegráfica durante la guerra estuvo a cargo de oficiales yanquis. Esto fue recompensado, porque una delegación cubana se sentó entre las potencias vencedoras en Versalles. La cotización del azúcar cubano subió durante el conflicto hasta 4,60 centavos de dólar la libra. Naturalmente este paraíso del dólar debía encontrar su estadista típico. El destino señaló a un obscuro empleado cubano de la General Electric Company, Gerardo Machado, que había brindado pruebas inequívocas de mansedumbre y destreza satisfactorias para sus amos. Para lanzarlo a la política con títulos suficientes, la General Electric lo hizo general del Ejército. Desde su nueva posición continuó prestando servicios con tal eficacia que hacia 1925 los intereses norteamericanos «dominaban virtualmente todos los servicios públicos en Cuba, fuera de la ciudad de La Habana». Como era de estricta justicia, esta proeza le abrió a Machado el camino del poder supremo.


La sociedad cubana

La dictadura del «general»; Machado entre 1924 y 1933 reafirmó los dos rasgos propios de los gobiernos cubanos desde principios de siglo: absoluto servilismo hacia Estados Unidos y un desenfrenado pillaje hacia adentro. A partir de 1930 la crisis mundial castigó cruelmente la economía monocultora de Cuba, como al resto de América Latina. La pequeña burguesía urbana y los intelectuales empobrecidos se hicieron nacionalistas. Comenzó a gestarse una protesta generalizada contra la abyección impuesta por Estados Unidos. La influencia del aprismo peruano se hizo sentir ideológicamente en la Universidad. El movimiento político encabezado por el Dr. Ramón Grau San Martín se extendió y alcanzó popularidad.

En 1933 cae Machado. Aparece en escena el sargento Fulgencio Batista, que organiza una conspiración de suboficiales, declara abolidos todos los grados superiores a coronel, se designa coronel él mismo y a sus camaradas sargentos y arroja del Ejército a la masa de oficiales ultracorrompidos y parásitos. «La mayor parte de esos oficiales jamás se habían levantado temprano. Solían dejar a Batista y a sus sargentos el trabajo de reemplazarlos». Desde esa época hasta el triunfo de la revolución cubana Batista domina directa o indirectamente la política de la Isla. Esos nuevos coroneles y generales designados por el ex sargento se instalan gozosamente en el presupuesto militar y en las granjerías del Estado. Siguen el camino ya abierto por los antecesores y jefes del procónsul Magoon. El Ejército de Batista refleja diáfanamente la putrefacción de la sociedad cubana creada por la Enmienda Platt. Una importante clase media urbana de altos ingresos, dependiente de la burguesía comercial portuaria, ofrecía el espectáculo brillante de La Habana, como en casi todas las capitales de las semicolonias. Esa burguesía comercial y esa aristocracia rural vivían en la ciudad, ligadas a la pequeña burguesía profesional, técnica e intelectual; gozaban de un nivel de vida radicalmente superior a la gran mayoría del pueblo cubano, sometido a la unilateral economía agraria.

Un adversario de la revolución cubana ha admitido que el alto ingreso per capita de Cuba no es una base suficiente para juzgar el nivel de su población. Confiesa que la economía azucarera de Cuba permanecía estancada y que «la zafra duraba generalmente sólo unos tres meses y durante el resto, ‘el tiempo muerto’, la mayoría de los trabajadores agrícolas o de los ingenios debían arreglárselas por su cuenta como mejor pudieran».

El mismo autor estima que en los peores momentos había en Cuba unos 500.000 trabajadores que no podían ser asimilados por el orden económico imperante. Esto significa, promedialmente, alrededor de 2.500.000 almas sobre 6 millones de habitantes que carecían de lo indispensable. Ni el profesor Draper podrá negar que Cuba careciera, aún sin ideología alguna, de un buen programa revolucionario. Pero, naturalmente, como en todos los países semicoloniales, había otro polo moderno. En las ciudades, la burguesía comercial, la clase media, y sus capas inferiores estaban vinculadas al vasallaje lucrativo del turismo, al mundo de «los servicios»: casas de juego,taxistas, proxenetas, burdeles, cabarets, hoteles, lustrabotas, fotógrafos,bailarinas, comisionistas, agencias de propaganda, gran prensa, dibujantes,talleres de reparación de automóviles, agentes de viajes, dentistas para turistas, parteras para turistas, médicos para turistas, granjas y productos especiales para consumo de altos ingresos, oficinas de importación de rubros suntuarios, cadenas de televisión y radio, la industria múltiple, pública y secreta de la diversión. El órgano habanero de la comunidad de negocios norteamericana escribía con orgullo: «La Habana es Las Vegas de Latinoamérica». Al mismo tiempo, surgía cierta forma de desarrollo industrial con su consiguiente clase obrera. Las industrias más importantes transformaban derivados del níquel, de azúcar o del tabaco en establecimientos industriales con altos salarios. Se trataba de productos destinados a la exportación.

Para el mercado interno se fabricaban fibras sintéticas, los detergentes, el vidrio, coca-cola, ginger ale: «estas industrias tenían un servicio de mantenimiento norteamericano y los elementos y repuestos necesarios se importaban por vía aérea en doce a veinticuatro horas».

Pero al mismo tiempo que el centro urbano asumía características modernas, el polo agrario reflejaba la rigidez de la producción azucarera y la dependencia de la estructura de precios dictada por Estados Unidos: un mundo de trabajadores marginales, o desocupados perpetuos, trabajadores ocasionales cuya cólera era contenida por el régimen de Batista, su gran policía militar y su Ejército policial de sátrapas.

No haremos aquí la historia política de las décadas anteriores a la revolución. Nuestro propósito se reduce a mostrar el cuadro social de esta revolución, sus tensiones internas y los factores desencadenantes de la crisis revolucionaria. El régimen de Batista que se había apoderado de Cuba durante largos años encontraba su verdadero fundamento en la absoluta incondicionalidad con Estados Unidos en el triple plano de la política militar, de la política exterior y de la política económica. Esto le aseguraba un «bill» de indemnidad e impunidad perenne. Pero lo que era soportable para Estados Unidos llegó a ser intolerable a la propia burguesía comercial pro-yanqui, a las clases medias, a los estudiantes y a un sector de los intereses norteamericanos radicados en Cuba. La pequeña burguesía acomodada de Cuba no sólo quería disfrutar de la leche norteamericana en lata y de los autos último modelo, sino que exigía también un pequeño Capitolio blanco y la vigencia del «habeas corpus». ¡Era demasiado! Justamente era lo único que Estados Unidos no podía exportar a sus colonias.


El «ejército» de Batista

El respaldo fundamental de Batista era el Ejército que había desmantelado en 1933 y que había rehecho con sus camaradas de confianza. Era muy fácil ascender en el Ejército de Batista. Se podía ingresar como simple soldado y treinta meses después ser subteniente. El Coronel Pedro A. Barrera Pérez ingresó como soldado en 1942 y en 1954 era teniente coronel. Y no se trataba de una carrera excepcional. De acuerdo con el Reglamento del Ejército de Cuba había tres formas de lograr ascenso: por selección, por antigüedad y por oposición. Naturalmente, todos los ascensos eran por selección: Batista ascendía de a tres grados de un golpe a los hombres de confianza. Convirtió al Ejército en una leonera de ambiciones e intrigas sin límite. Cuando Batista dio un golpe de Estado en 1952, para recuperar el poder, recompensó al teniente Rafael Salas Cañizares con el grado de Brigadier General y la Jefatura de Policía. Al capitán Luis Robaina Piedra lo ascendió a general de brigada; al capitán Jorge García Tuñón, a general de brigada; lo mismo que al capitán Juan Rojas González. ¿Quién se resistía a esta maravilla? El presupuesto militar se recargaba, naturalmente, porque ese Ejército estaba agobiado de generales y coroneles, pero Batista era un dispensador infatigable de ascensos napoleónicos. Cada sector del ejército o de las fuerzas de represión, se convertía en un feudo cerrado, en abierto antagonismo con los restantes. Entre el jefe de policía y el jefe del Ejército se luchaba por la hegemonía. Así, el segundo llamó a filas a oficiales retirados desde 1933 y los reincorporó para reforzar su posición en el Ejército, haciéndoles pagar la totalidad de los sueldos que habían dejado de percibir durante los veinte o veinticinco años de retiro. Con estas erogaciones monstruosas no resulta nada extraño que el Ejército de Batista al comenzar la lucha guerrillera careciera de las armas modernas y del equipo más indispensable, que hubo de importarse apresuradamente desde los Estados Unidos ante el comienzo de la lucha armada. Los negocios de los jefes militares eran notorios y desmoralizaban al Ejército.

El estado de ebriedad, la ineptitud técnica, los actos criminales, las venganzas personales, se distribuían las luces y las sombras de las fuerzas armadas. Uno de los principales jefes militares que combatieron las guerrillas era el coronel Río Chaviano. Según su colega en el exilio, el coronel Barrera Pérez, Río Chaviano había sido justamente acusado por otro militar, el comandante Morales, «de explotar el juego, dando detalles sobre los lugares donde estaban instalados los garitos; que lucraba con el contrabando en gran escala; que participaba en orgías y bacanales casi diarias y llegaba hasta asegurar hechos de tal monstruosidad que lindan con lo amoral».

En 1954 con motivo de realizarse elecciones, el Ejército intervino de tal manera en la manipulación de los votos, que indicaba públicamente las cantidades de dinero recibidas por los diversos mandos militares para realizar esa tarea.

En cuanto al material, casi todas las unidades del Ejército estaban usando fusiles Springfiel de 1903, ametralladoras livianas y pesadas de 1917, desechadas por el Ejército de Estados Unidos después de la primera guerra mundial. Las municiones «eran lotes que desde muchos años antes habían sido almacenados, sin utilizarlos en prácticas de tiro, y los equipos de comunicaciones y transportes completamente ineficientes».

La explicación era sencilla: el jefe del Cuartel Maestre General del Ejército era el General de Brigada Luis Robaina Piedra, consuegro de Batista, que manejaba los presupuestos militares como propios. Eran tajes los negocios que se hacían en el Cuartel Maestre «que cuando muchos oficiales iban a referirse al General Robaina lo denominaban el «comerciante Don Luis»».

En 1956, Batista aprovechó el Plan de Ayuda Mutua, Punto Cuarto, para organizar algunas unidades con nuevos equipos; los oficiales fueron enviados a seguir en Estantíos Unidos cursos especiales.

El régimen policial de Batista llegó a ser un flagelo para la clase media urbana, para sus hijos en la Universidad, para el propio núcleo del comercio importador habanero y, en general, para las clases cultas que vivían en perpetuo sobresalto por las tropelías del sistema. En este cuadro emergió Fidel Castro, líder estudiantil, hijo de terratenientes, resuelto luchador político y antiguo candidato a diputado por el Partido Ortodoxo de Eduardo Chibas. El apoyo político que se brindó a Castro fue en aumento a medida que la acción guerrillera se demostraba capaz de crear un foco armado contra un régimen que sólo podía entender el lenguaje de las armas. Fueron justamente las clases más acomodadas de Cuba las que brindaron su simpatía y ayuda a Castro.


Además de los guerrilleros

El movimiento de Fidel recaudaba fondos para la guerrilla en Nueva York y recibía ayuda del Presidente de Costa Rica, José Figueres. Por su parte, el Almirante Larrazábal, Presidente de la Junta Democrática de Gobierno de Venezuela al caer Pérez Giménez, enviaba a los guerrilleros un avión con armas, lo mismo que la Marina Argentina, en tiempos de la dictadura oligárquica de Aramburu-Rojas. Aún durante la presidencia de Frondizi, esa ayuda continuó, según medios allegados al ex Vicepresidente Alejandro Gómez, luego visitante de Cuba. Al comentar este formidable apoyo Debray añade la «notoriedad mundial, muy protectora de las cadenas capitalistas de difusión, Life y París Match».

El conocido corresponsal del imperialista New York Times, Hebert Matthews,visitaba a Fidel en Sierra Maestra y escribía grandes y cordiales reportajes. El ex Presidente Prío Socarras financiaba otra expedición militar contra Batista, que operó desde la Sierra de Escambray. El corresponsal del Chicago Tribune y el Presidente de la S.I.P., Jules Dubois, participa activamente en las reuniones conspirativas contra Batista que se realizaban en La Habana. Dichas reuniones se hacían con frecuencia en las lujosas residencias de la aristocracia habanera, de los directores de Bancos norteamericanos de la Capital, en los exclusivos Clubs de Tennis o en el Country Club.

En este último se organizó un banquete en honor de Dubois. Concurrieron el Presidente de la Cámara de Comercio, el Rector de la Universidad de Oriente, el cura Presidente de la Juventud Católica, un importante exportador de café, los Presidentes de los Clubs de Leones, del Rotary, de la Asociación Médica, del Colegio de Abogados, etc. Había una silla vacía en el banquete. Le explicaron a Dubois que era el sitio simbólico reservado a Fidel Castro, que luchaba por la libertad de Cuba en la Sierra.

A Castro se sumaron luego tres jóvenes norteamericanos, hijos de funcionarios de la base naval de Guantánamo, que subieron a la Sierra Maestra para luchar. El Arzobispo de Santiago de Cuba enviaba capellanes para los guerrilleros mientras se los negaba al Ejército mercenario de Batista. «Así Castro tendría que convertirse en el Robin Hood de la Sierra Maestra» escribe Dubois en el momento de mayor éxtasis de la prensa yanqui, inmediatamente después del triunfo revolucionario. La presión del imperialismo yanqui contra Batista, a través de su prensa, era sintetizada por el mismo Dubois en su informe a la S.I.P.

«Batista jamás podría volver a gobernar a Cuba con libertad de prensa, pues virtualmente todo el país se oponía a él y consideraba inconstitucional su gobierno».

Basta releer la lista de adheridos al llamado Conjunto de Instituciones Cubanas (en general, las corporaciones profesionales, religiosas y técnicas de la alta clase media cubana) y el texto de su manifiesto al pueblo de Cuba, para comprender que el aislamiento político de Batista era total. La gangrena del régimen se extendió al Ejército, que se convirtió en un nido de conspiraciones. Resulta verdaderamente notable que en medio de este vasto «frente», que no era precisamente un «frente nacional», sino un «frente democrático liberal cipayo», Fidel Castro con sus camaradas haya podido lanzarse hacia adelante,transformarse en nacionalista primero y en marxista después. Esta, y no la teoría de la guerrilla, que no resiste el menor análisis, es la mayor originalidad de la revolución cubana.

Esta «Alianza de clases» permitió a Fidel alcanzar el poder cuando Batista huyó y el ejército prácticamente se disolvió sin lucha. Se comprenderá que sólo 300 o 400 guerrilleros no habrían estado en condiciones de librar una lucha frontal contra un ejército de 30.000 hombres si este ejército hubiera existido como tal. La restitución de los hechos que condujeron al triunfo de la revolución cubana es esencial para impedir ilusiones peligrosas en el resto de América Latina y en nada disminuye los títulos de Fidel Castro como caudillo político, más bien que como jefe militar. Por el contrario, los sitúa en una dimensión mayor y más imprevista, pues Fidel invierte el hábito tan común en América Latina, de subir al caballo por la izquierda para terminar bajándose del caballo por la derecha. En su coraje moral para romper el círculo liberal cipayo que lo acompañó hasta el poder, tanto como en su coraje militar, se cifra la gloria de este latinoamericano de nuestra época que no vaciló en abrazar la bandera del socialismo.

Pero la propia historia de la revolución cubana invalida la teoría del foco guerrillero que abstrae las especificidades de la situación político-social en que dicho foco aparece. La supresión de la lucha nacional de los países atrasados contra el imperialismo, con sus naturales formulaciones de agitación, propaganda, huelgas, campañas parlamentarias, combate ideológico, y su sustitución por un recetario empírico de fórmulas técnicas vaciadas de su contenido político, conduce a la misma vía muerta que predican los amigos de la coexistencia pacífica. La guerrilla es uno de los recursos técnicos en el amplio espectro del arsenal revolucionario; renunciar por principio a ella, resultaría tan ilógico como renunciar por principio al sabotaje, al análisis de una estadística, a la lucha parlamentaria o sindical. Del mismo modo, un marxista rechazará con mayor energía todavía a los «propagadores de marasmo», que defienden la teoría del «camino pacífico» hacia el socialismo. Es obvio que ninguna clase social reaccionaria de América Latina y del mundo cederá su lugar por la persuasión a la nueva clase social que lucha por reemplazarla. Este debate con los reformistas concluyó en 1917.


De Batista a la revolución de Castro

Batista había disfrutado de años felices. Se decía que la admiración que le profesaba Arthur Gardner, embajador del Presidente Einsenhower en La Habana era tan melosa, que hasta se volvía molesta para el dictador cubano. Los negocios marchaban bien. Una multitud aclamaba a la mujer de Batista cuando aparecía en público: «¡Marta del Pueblo!» se gritaba. El mundo de los negocios, tanto en Estados Unidos como en Cuba, veía en Batista un gobernante serio, de mano quizás dura, pero que guardaba las formas legales y hasta se permitía tolerar la propaganda de los comunistas, sus amigos de otros tiempos. En realidad, el partido Comunista, que había integrado el gabinete del General Batista durante la segunda guerra mundial (cuando la consigna de Moscú era «derrotar al nazi-facismo») se mantuvieron algo al margen de la lucha política en los últimos años de Batista y guardaron igual distancia respecto al Movimiento 26 de julio fundado por Fidel Castro. Los comunistas ejercían influencia sobre los sindicatos cubanos, donde Fidel Castro contaba con escaso apoyo.

En la Universidad, de tradición impregnada de violencia, tampoco Fidel Castro era un líder reconocido. Su prisión, después del frustado asalto al Cuartel de Moneada en 1953, y su posterior amnistía, no modificaron su adhesión a las vagas teorías moralizadoras de Eduardo Chibas. Líder ortodoxo (una corriente vagamente democrática de un tibio antiimperialismo, en todo caso, un partido de categórico moralismo) Chibas se había suicidado ante el micrófono de una radio habanera como protesta por la corrupción de la política y la vida cubana. Pero era tan profunda esa corrupción y el carácter incontrolable de la ^policía,las frecuentes desapariciones de opositores, los asesinatos de estudiantes, las torturas, que ni siquiera la particular habilidad política de Batista, que protegía a los agentes más siniestros del sistema, lograron impedir al cabo el vuelco de la burguesía comercial y de las clases medias ilustradas hacia la más tenaz oposición. Al mismo tiempo, Estados Unidos observó con alarma creciente que su presidente de confianza se convertía en un sátrapa universalmente detestado. Nadie hacía escándalo por su fortuna privada (que algunos hacían ascender a 300 millones de dólares). Sólo el Jefe de Policía, Coronel Salas Cañizares, se embolsaba 750.000 dólares por mes de un original impuesto ilegal para proteger las redes de garitos de juegos clandestinos. La vida política cubana era rica en ejemplos semejantes, aún entre los opositores a Batista. Tal era el caso de Prío Socarras, financiador luego de Fidel Castro, o de Grau San Martín, acusado por corrupción. Lo que resultaba intolerable para la sociedad acomodada, vinculada estructuralmente a los Estados Unidos, era la inseguridad personal. Los sátrapas y subsátrapas de América Latina en el ejercicio de su régimen amistoso con Estados Unidos convirtieron en guerrilleros sin proponérselo a numerosos jóvenes universitarios educados en la admiración a los protectores del Norte. Tal es la paradoja. Quedaría por señalar el papel de la guerrilla en el triunfo de Fidel Castro.


Revolución y leyenda

Toda revolución triunfante engendra su leyenda, más alfa de la voluntad de los propios triunfadores y a veces por su voluntad. Durante muchos años, y en particular por la acción de Ernesto Che Guevara, se difundió en América Latina la idea errónea de que gracias a la acción de la guerrilla, los revolucionarios cubanos derrotaron al Ejército y conquistaron el poder. Dicha tesis no sólo es falsa, sino que contribuyó al derramamiento de sangre en América Latina y a todo género de aventuras sin destino.

El autor redactó en 1964 una crítica a las teorías del Che Guevara. Sólo diremos aquí que habría sido imposible que sólo 300 guerrilleros (cifra máxima, admitida por Fidel Castro) lograran derrotar a un Ejército profesional si ese Ejército realmente hubiera existido. La revolución cubana no sólo triunfó por la decisión revolucionaria de Fidel Castro sino ante todo por la descomposición general de la sociedad semi-colonial cubana, la naturaleza policial de la fuerza armada de Batista, (que vendía sus armas a los guerrilleros) y el apoyo masivo de la prensa norteamericana. Sin el conjunto de circunstancias sociales, económicas, políticas, geográficas e históricas de la Cuba de 1953-1958 la guerrilla, por sí sola, no habría triunfado jamás. Abstraer de tales circunstancias el «método» guerrillero para volverlo aplicable a todo país y todo tiempo, constituyó un error fatal que hizo vivir horas amargas a la América Latina. No debe buscarse en las facultades militares de Fidel Castro el secreto de su victoria sino en su notable flexibilidad política y en su arte para tejer alianzas que lo condujeran a la meta.

Ya a principios de 1958 Estados Unidos decretaba un embargo de armas destinadas a Batista (1.950 fusiles Garand), que estaban embalados en los muelles de Nueva York. Batista advirtió que sus poderosos amigos empezaban a abandonarlo, el corresponsal del New York Times, Herber Matthews, que estaba en La Habana y se había entrevistado con Castro en la Sierra Maestra,escribía en su diario del jefe guerrillero: «La figura más notable y romántica… de la historia cubana desde José Martí».

Por el contrario, a Fidel Castro las armas le llegaban en abundancia desde Estados Unidos, adquiridas con dinero de simpatizantes del país del Norte. El embajador norteamericano Earl Smith dijo al embajador inglés Alfred Stanley Fordham que Estados Unidos esperaba en caso de alguna grave emergencia, que ambos actuasen como «hermanos siameses». En esa oportunidad, como en la guerra de Malvinas, la unidad anglo-sajona pasó por sus mejores días.

«Los que visitaban las ciudades seguían asombrándose de hasta qué punto las clases medias y los profesionales apoyaban a Castro, sobre todo en Santiago, donde los barrios residenciales elegantes, como Vista Alegre o el Club de Campo, parecían recintos fortificados del Movimiento 26 de julio».

A fines de noviembre de 1958, en el Departamento de Estado y en la CÍA de Washington se celebraron reuniones con el embajador en La Habana y el ex Embajador Pawly para discutir sobre la necesidad de que Batista renunciara y evitar con un gobierno diferente, que Fidel Castro se quedase con el poder. Ya era tarde. El 10 de diciembre, en La Habana, dijo al Ministro de Relaciones Exteriores de Batista, Dr. Guell, que «los Estados Unidos no van a seguir apoyando al actual gobierno de Cuba y de que mi gobierno cree que el Presidente está perdiendo el control efectivo».

La espectral resistencia militar, con sus coroneles contrabandistas, borrachos y venales, se deshacía hora por hora.

El 17 de diciembre de 1958 el Embajador Smith visitó a Batista en su despacho presidencial, rodeado de bustos de Abraham Lincoln. De nada le sirvieron los bustos al dictador. Smith le dijo que «si se retiraba evitaría el derramamiento de sangre». Batista ordenó tener dispuesto su avión personal. A las 3 de la madrugada del 1ro. de enero de 1959 el Presidente subió al aparato con 40 acompañantes civiles y militares y voló hacia la República Dominicana. Horas después, entraban a La Habana menos de 300 hombres, mal armados y sin experiencia profesional, que se apoderaron del poder vacante.

Demócrata, nacionalista y finalmente marxista, Fidel Castro y Cuba brindaron la más amarga desilusión a los Estados Unidos desde la catástrofe militar de Chiang-Kai- Shek en la inmensa China.

La revolución cubana, con su ruptura de los marcos del capitalismo semi-colonial y sus tentativas de transformación social -que sería preferible no designar ahora como «socialistas»- abrió una nueva época en la resolución de los problemas de América Latina.

Sería injusto reprocharle a esa revolución su excesiva «dependencia» de la Unión Soviética: geográficamente situada en la boca de su más feroz enemigo,sin que la América Latina pudiera prestarle el menor apoyo, Cuba no tuvo más remedio que acordar con el bloque soviético medidas que la protegieran de un ataque norteamericano, con todas las consecuencias políticas que tal asociación originó. La revolución latinoamericana no puede aspirar a «un socialismo insular», sino a una Confederación de Estados, una «Nación de Repúblicas», para usar la expresión de Bolívar y sólo así, fortalecidas entre sí sus partes, podrá permanecer al margen del juego mortal entre el Este y el Oeste, y seguir su propio camino.

Estados Unidos vio desvanecerse la ilusión de un «imperium» en el Caribe y en Centroamérica. Pues de todo lo dicho no sería inoportuno deducir que el rapaz sistema de dominación norteamericana resultó al fin y al cabo el factor decisivo de su propia ruina.

Del libro Historia de la Nación latinoamericana.