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Número 64

El Tercer Mundo y la Revolución / Eric Hobsbawm

El Tercer Mundo y la Revolución / Eric Hobsbawm

I

Cualquiera que sea la forma en que interpretemos los cambios en el tercer mundo y su gradual descomposición y fisión, hemos de tener en cuenta que difería del primero en un aspecto fundamental: formaba parte de una zona de revolución, realizada, inminente o posible. El primer mundo se mantuvo estable política y socialmente cuando comenzó la guerra fría. Todo lo que pudiese bullir bajo la superficie del segundo mundo pudo ser contenido por la tapadera del poder de los partidos y por la posibilidad de una intervención militar soviética. Por el contrario, pocos estados del tercer mundo, cualquiera que fuese su tamaño, pasaron los años cincuenta sin revolución, sin golpes militares para reprimir, prevenir o realizar la revolución o cualquier otro tipo de conflicto armado interno.

La inestabilidad resultaba evidente para los Estados Unidos, protectores del statu quo global, que la identificaban con el comunismo soviético o, por lo menos, la consideraban como un recurso permanente y potencial para su contendiente en la lucha global por la supremacía. Casi desde el principio de la guerra fría, los Estados Unidos intentaron combatir ese peligro por todos los medios, desde la ayuda económica y la propaganda ideológica, pasando por la subversión militar oficial o extraoficial, hasta la guerra abierta, preferiblemente en alianza con un régimen local amigo o comprado, pero, si era preciso, sin apoyo local.

Esto es lo que mantuvo al tercer mundo como una zona de guerra, mientras el primero y el segundo iniciaban la más larga etapa de paz desde el siglo XIX. Se calcula que en las más de cien «guerras, conflictos y acciones militares» más importantes entre 1945 y 1983 murieron entre 19 y 20 millones de personas, casi todas en el tercer mundo.

Durante varias décadas la Unión Soviética adoptó una visión pragmática con los movimientos de liberación radicales y revolucionarios del tercer mundo, puesto que ni se proponía ni esperaba ampliar la zona bajo gobiernos comunistas más allá de los límites de la ocupación soviética en Occidente, y de la intervención china (que no podía controlar por completo) en Oriente. Esto no cambió ni siquiera en la época de Kruschev (1954-1964), cuando algunas revoluciones locales, en las que los partidos comunistas no tuvieron un papel significativo, llegaron al poder por sus propios medios, especialmente en Cuba (1959).

Cuando Fidel Castro se declaró comunista, la URSS lo puso bajo su protección, pero no a riesgo de poner en peligro permanente sus relaciones con EEUU. Sin embargo, no hay evidencias de que planeara ampliar las fronteras del comunismo mediante la revolución hasta mediados de los setenta, e incluso entonces se aprovechó de una situación favorable que no había creado. Lo que esperaba Kruschev es que el capitalismo fuera enterrado por la fuerza económica del socialismo.

Cuando el liderazgo soviético del movimiento comunista internacional fue amenazado en los sesenta por China, por no mencionar a disidentes marxistas que lo hacían en nombre de la revolución, los partidarios de Moscú en el tercer mundo mantuvieron su opción política de moderación. El enemigo no era el capitalismo en estos países, si es que existía, sino los intereses precapitalistas locales y el imperialismo (estadounidense) que los apoyaba. La forma de avanzar no era la lucha armada, sino la creación de un amplio frente popular o nacional en alianza con la burguesía y la pequeña burguesía «nacionales». En resumen, la estrategia de Moscú en el tercer mundo seguía la línea marcada en 1930 por la Comintern pese a todas las denuncias de traición a la causa de la Revolución de Octubre. Esta estrategia, que enfurecía a quienes prefería la vía armada, pareció tener éxito en ocasiones como en Brasil a principios de los sesenta y Chile en los setenta. Pero cuando el proceso llegó a cierto punto fue interrumpido, lo que no resulta sorprendente, por golpes militares seguidos por etapas de terror.

En cualquier caso, el tercer mundo se convirtió en la esperanza para quienes seguían creyendo en la revolución social. Representaba a la mayoría de los seres humanos y parecía un volcán pronto a entrar en erupción. Incluso el teórico de lo que denominó «el fin de las ideologías (Bell, 1960) en el Occidente estable, liberal y capitalista de la edad de oro, admitía que la esperanza milenarista y revolucionaria segía viva allí. Eltercer mundo no era sólo importante para los viejos revolucionarios en la tradición de Octubre o los románticos que estaban en retroceso desde la próspera mediocridad de los años cincuenta. La izquierda, incluyendo a los liberales humanitarios y a los socialdemócratas moderados, necesitaba algo más que leyes de seguridad y aumento de los salarios reales. El tercer mundo podía mantener vivos sus ideales, y los partidos que pertenecían a la gran tradición de la Ilustración necesitaban tanto de los ideales como de la política práctica. No podían sobrevivir sin aquéllos. ¿Cómo, si no, podemos explicarnos la pasión por ayudar a los países del tercer mundo en esos bastiones del progreso reformista que son los países escandinavos, Holanda y el Consejo Mundial de las Iglesias (protestante), que era el equivalente a fines del siglo XX del apoyo a las Misiones en el XIX? Esto llevó a los liberales europeos del siglo XX a apoyar a los revolucionarios y las revoluciones del tercer mundo.

II

Lo que sorprendió tanto a los revolucionarios como a quienes se oponían a ellos fue que, después de 1945, la forma más común de lucha revolucionaria fuera la guerrilla. Pero la imagen de la revolución emergiendo exclusivamente de las montañas no era exacta. Subestimaba el papel de los golpes militares izquierdistas, imposibles en Europa, hasta que se dio uno ejemplar en Portugal en 1974. En América Latina no eran nada raros. La revolución boliviana de 1952 fue obra de una alianza entre mineros y militares insurrectos y la más radical de las reformas sociales peruanas fue realizada por un régimen militar a finales de los sesenta y los setenta. Subestimaba también el potencial revolucionario de las acciones de masas al viejo estilo, tal como se dieron en Europa Oriental. Sin embargo, en el tercer cuarto del siglo, los ojos estaban puestos en la guerrilla. Sus tácticas fueron ampliamente propagadas por ideólogos de la izquierda radical, críticos de la política soviética. Mao Tse-tung (después de su ruptura con la URSS) y Fidel Castro después de 1959 (o más bien su camarada, el apuesto y errante Che Guevara, 1928-1967) sirvieron de inspiración a esos activistas.

Fue, singularmente, un movimiento relativamente pequeño, atípico pero victorioso, el que llevó la estrategia guerrillera a las primeras páginas del mundo entero: la revolución que se apoderó de la isla de Cuba el 1 de enero de 1959. Fidel Castro no era una figura insólita en la política latinoamericana: un joven vigoroso y carismático de una rica familia terrateniente, con ideas políticas confusas, pero decidido a demostrar su bravura personal y a convertirse en el héroe de cualquier causa de la libertad contra la tiranía que se le presentase en el momento adecuado. Incluso sus eslóganes políticos (¡Patria o Muerte! -originalmente ¿Victoria o Muerte! y ¡Venceremos!) pertenecían a una era anterior de los movimientos de liberación: admirables pero imprecisos. Tras un oscuro período entre las bandas de pistoleros de la política estudiantil en la Universidad de La Habana, optó por la rebelión contra el gobierno del general Fulgencio Batista (una conocida y tortuosa figura de la política cubana que había comenzado su carrera en un golpe militar en 1933, siendo sargento), que había tomado el poder de nuevo en 1952 y había derogado la Constitución. Fidel siguió una línea activista: ataque a un cuartel del ejército en 1953, prisión, exilio e invasión de Cuba por una fuerza guerrillera que, en su segundo intento, se estableció en las montañas de la provincia más remota.

Aunque mal preparada, la jugada mereció la pena. en términos militares la amenaza era modesta. Un camarada de Fidel, Che Guevara, médico argentino y guerrillero muy dotado, inició la conquista del resto de Cuba con 148 hombres, que llegaron a ser 300 cuando casi lo había conseguido. Las guerrillas del propio Fidel no ocuparon su primer pueblo de más de mil habitantes hasta diciembre de 1958. lo máximo que había demostrado hasta entonces -aunque no era poco- era que una fuerza irregular podía controlar un «territorio liberado» y defenderlo contra la ofensiva de un ejército desmoralizado. Fidel ganó porque el régimen de batista era frágil, carecía de apoyo real, excepto del nacido de las conveniencias e intereses personales, y estaba dirigido por un hombre al que la corrupción había vuelto ocioso.. se desmoronó en cuanto la oposición de todas las clases, desde la burguesía democrática hasta los comunistas, se unió contra el dictador y sus soldados, policías y torturadores llegaron a la conclusión de que su tiempo había pasado. Fidel lo puso en evidencia y, lógicamente, sus fuerzas heredaron el gobierno. Un mal régimen con escasos apoyos había sido derrotado. La mayoría de los cubanos vivió la victoria del ejército rebelde como un momento de liberación e ilimitadas esperanzas, personificadas en su joven comandante.Tal vez ningún otro líder del siglo XX, una era llena de figuras carismáticas, idolatradas por las masas, en los balcones y ante los micrófonos, tuvo menos oyentes escépticos u hostiles que este hombre corpulento, barbudo e impuntual, con su arrugado uniforme de batalla, que hablaba durante horas, compartiendo sus poco sistemáticos pensamientos con las multitudes atentas e incondicionales (incluyendo al que esto escribe). Por una vez, la revolución se vivía como una luna de miel colectiva. ¿Dónde iba a llevar? Tenía que ser por fuerza a un lugar mejor.

En los años cincuenta los rebeldes latinoamericanos no sólo se nutrían de la retórica de los libertadores históricos, desde Bolívar a Martí, sino de la tradición de la izquierda antiimperialista y revolucionaria posterior a 1917. Estaban a favor de una «reforma agraria», fuera cual fuese su significado y contra los Estados Unidos, especialmente en la pobre América Central, «tan lejos de Dios y tan cerca de los EEUU» como había dicho el viejo dirigente mexicano Porfirio Díaz. Aunque radical, ni Fidel ni sus camaradas (a excepción de dos de ellos) eran comunistas, ni aceptaban tener simpatías marxistas de ninguna clase. De hecho, el Partido Comunista cubano, el único partido de masas de la región junto al chileno, mostró escasas simpatías hacia Fidel, hasta que alguno de sus miembros se acercó bastante tarde en su campaña. Las relaciones entre ellos eran glaciales. Los diplomáticos estadounidenses discutían continuamente sobre la ideología comunista del movimiento, pero decidieron que no lo era. La CIA ya había derrocado un movimiento reformista en Guatemala y hubiera sabido muy bien qué hacer en Cuba.

Sin embargo la realidad empujaba al movimiento al comunismo, desde la ideología general de quienes estaban prestos a sumarse a insurrecciones armadas guerrilleras, hasta el apasionado anticomunismo del senador Mc Carthy, que hizo que los antiimperialistas latinoamericanos miraran a Marx con simpatía. La guerra fría hizo el resto. Si el nuevo régimen se oponía a Estados Unidos, y seguramente se opondría aunque fuera sólo amenazando las inversiones del país en la isla, podía contar con las simpatías del enemigo norteamericano. Además, la forma de gobernar de Fidel, con monólogos informales ante millones de personas, no era un modo adecuado para regir ni siquiera un pequeño país o una revolución por mucho tiempo. Incluso el populismo requiere organización. El Partido Comunista era el único que podía proporcionársela. Los dos se necesitaban y acabaron convergiendo. Sin embargo, en marzo de 1960, antes de que Fidel descubriera que Cuba tenía que ser socialista y que él mismo era comunista, aunque a su manera, Los EEUU habían decidido tratarle como tal y se autorizó a la CIA a derrocarlo. En 1961 lo intentaron a través de una invasión de exiliados en Bahía Cochinos y fracasaron. Una Cuba comunista pudo sobrevivir a unos ciento cincuenta kilómetros de Cayo Hueso, aislada por el bloqueo y cada vez más dependiente de la URSS.

Ninguna revolución estaba más preparada para atraer a la izquierda del hemisferio occidental y de los países desarrollados al fin de una década de conservadurismo general. O para dar a la estrategia guerrillera una mejor publicidad. La revolución cubana lo tenía todo: espíritu romántico, heroísmo en las montañas, antiguos líderes estudiantiles con la desinteresada generosidad de la juventud -el más viejo apenas superaba los treinta años-, un pueblo jubiloso en un paraíso tropical que latía a ritmo de rumba. Por si fuera poco, todos los revolucionarios de izquierda podían celebrarla. De hecho, los más inclinados a celebrarla habían de ser los críticos con Moscú, insatisfechos por la prioridad que los soviéticos daban a la coexistencia pacífica con el capitalismo. El ejemplo de Fidel inspiró a los intelectuales en toda América latina, un continente de gatillo fácil y donde el valor altuista, especialmente cuando se manifiesta en gestos heroicos, es bien recibido. Al poco tiempo Cuba comenzó a alentar una insurrección continental, animada especialmente por Guevara, el campeón de una revolución latinoamericana y de la creación de «dos, tres, muchos Vietnams». Un joven y brillante izquierdista francés (¿quién, si no?) proporcionó la ideología adecuada, que sostenía que, en un continente maduro para la revolución, todo lo que se necesitaba era llevar pequeños grupos de militantes armados a las montañas apropiadas y formar «focos» para luchar por la liberación de las masas (Debray, 1965).

En toda América latina grupos de jóvenes entusiastas se lanzaron a unas luchas guerrilleras condenadas de antemano al fracaso, bajo la bandera de Fidel, Trotsky o Mao. Excepto en América Central y en Colombia, donde había una vieja base de apoyo campesino para los resistentes armados, la mayoría de estos intentos fracasaron casi de inmediato, dejando tras de sí los cadáveres de los famosos -el mismo Che Guevara en Bolivia- y de los desconocidos. Resultaron ser un error espectacular, tanto más por cuanto, si se daban las condiciones adecuadas, en muchos de esos países eran posibles movimientos guerrilleros eficaces y duraderos, como mostraron las FARC.

Pero incluso cuando algunos campesinos emprendían la senda guerrillera, las guerrillas fueron pocas veces un movimiento campesino. Fueron sobre todo llevadas a las zonas rurales por jóvenes intelectuales que procedían de las clases medias de sus países, reforzados, más tarde, por una nueva generación de hijos y (raramente) hijas estudiantes de la pequeña burguesía rural. Esto era también válido en los casos en que la acción guerrillera se trasladaba de la zona rural al mundo de las grandes ciudades, como empezaron a hacer sectores de la izquierda revolucionaria del tercer mundo (por ejemplo en Brasil, Argentina y Uruguay). De hecho, las operaciones guerrilleras urbanas son más fáciles de realizar que las rurales, puesto que no es necesario contar con la solidaridad o connivencia de las masas, sino que pueden aprovechar el anonimato de la ciudad, el poder adquisitivo del dinero y la existencia de un mínimo de simpatizantes, en su mayoría de clase media.