Ernesto Guevara: Rastros de lectura / Ricardo Piglia
Movimientos
El lector, entendido como descifrador, como intérprete, ha sido muchas veces una sinécdoque o una alegoría del intelectual. La figura del sujeto que lee forma parte de la construcción de la figura del intelectual en el sentido moderno. No sólo como letrado, sino como alguien que se enfrenta con el mundo en una relación que en principio está mediada por un tipo específico de saber. La lectura funciona como un modelo general de construcción del sentido. La indecisión del intelectual es siempre la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la acción política. Cierta oposición implícita entre lectura y decisión, entre lectura y vida práctica. Esa tensión entre la lectura y la experiencia, entre la lectura y la vida, está muy presente en la historia que estamos intentando construir. Muchas veces lo que se ha leído es el filtro que permite darle sentido a la experiencia; la lectura es un espejo de la experiencia, la define, le da forma.
Hay una escena en la vida de Ernesto Guevara sobre la que también Cortázar ha llamado la atención: el pequeño grupo de desembarco del Granma ha sido sorprendido y Guevara, herido, pensando que muere, recuerda un relato que ha leído. Escribe Guevara en los Pasajes de la guerra revolucionaria:
“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en el tronco de un árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo.”
Piensa en un cuento de London, To build a fire (Hacer un fuego) del libro Farther North, los cuentos del Yukon. En ese cuanto aparece el mundo de la aventura, el mundo de la exigencia extrema, los detalles mínimos que producen la tragedia, la soledad de la muerte. Y parece que Guevara hubiera recordado una de las frases finales de London: «Cuando hubo recobrado el aliento y el control se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad.»
Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Se trata de un momento de gran condensación. No estamos lejos de Don Quijote, que busca en las ficciones que ha leído el modelo de vida que quiere vivir. De hecho, Guevara cita a Cervantes en la carta de despedida a sus padres: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.” No se trataría aquí sólo de quijotismo en el sentido clásico, el idealista que enfrenta lo real, sino del quijotismo como un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en la ficción.
En esa imagen que Guevara convoca en el momento en el que imagina que va a morir, se condensa lo que busca un lector de ficciones; es alguien que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia. Un tipo de construcción del sentido que ya no se transmite oralmente, como pensaba Benjamin en su texto “El narrador”. No es un sujeto real que ha vivido y le cuenta a otro su experiencia, es la lectura la que modela y transmite la experiencia, en soledad. Si el narrador es el que transmite el sentido de lo vivido, el lector es el que busca el sentido de la experiencia perdida.
Hay una tensión prepolítica en la búsqueda del sentido en Guevara. Pero a la vez podríamos decir que ha llegado hasta ahí porque ha resuelto ese dilema. De hecho, ha llegado hasta ahí también porque ha vivido su vida a partir de cierto modelo de experiencia que ha leído y que busca repetir y realizar.
En un sentido más general Lionel Gossman se ha referido a la misma cuestión en Between History and Literature, cuando señala que la lectura literaria ha sustituido a la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal.
El hecho de que Guevara haya registrado los efectos y el recuerdo de una lectura para sostenerse ante la inminencia de la muerte nos remite a una serie de situaciones de lectura no sólo imaginadas en los textos, sino presentes en la historia propiamente dicha. Los que han visto por última vez a Ossip Mandelstam, el poeta ruso que muere en un campo de concentración en la época de Stalin, lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en medio de la desolación, rodeado de un grupo de prisioneros a los que les habla de Virgilio. Recuerda su lectura de Virgilio, y ésa es la última imagen del poeta. Persiste ahí la idea de que hay algo que debe ser preservado, algo que la lectura ha acumulado como experiencia social. No se trataría de la exhibición de la cultura, sino, a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión.
Podríamos hablar de una lectura en situación de peligro. Son siempre situaciones de lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, de muerte, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a un mundo hostil, como los restos o los recuerdos de otra vida.
Estas escenas de lectura serían el vestigio de una práctica social. Se trata de la huella, un poco borrosa, de un uso del sentido que remite a las relaciones entre los libros y la vida, entre las armas y las letras, entre la lectura y la realidad.
Guevara es el último lector porque ya estamos frente al hombre práctico en estado puro, frente al hombre de acción. “Mi impaciencia era la de un hombre de acción”, dice de sí mismo en el Congo. El hombre de acción por excelencia, ése es Guevara (y a veces habla así). A la vez Guevara está en la vieja tradición, la relación que mantiene con la lectura lo acompaña toda su vida.
Una foto
Hay una foto extraordinaria en la que Guevara está en Bolivia, subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida. Se sube a un árbol y está ahí, leyendo.
En principio, la lectura como refugio es algo que Guevara vive contradictoriamente. En el diario de la guerrilla en el Congo, al analizar la derrota, escribe: “El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar.” La lectura se asimila con la persistencia y la fragilidad. Guevara insiste en pensarla como una adicción. “Mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lectura.”
La distancia, el aislamiento, el corte, aparecen metaforizados en el que se abstrae para leer. Y eso se ve como contradictorio con la experiencia política, una suerte de lastre que viene del pasado, ligado al carácter, al modo de ser. En distintas oportunidades Guevara se refiere a la capacidad que tenía Fidel Castro para acercarse a la gente y establecer inmediatamente relaciones fluidas, frente a su propia tendencia a aislarse, separarse, construyéndose un espacio aparte. Hay una tensión entre la vida social y algo propio y privado, una tensión entre la vida política y la vida personal. Y la lectura es la metáfora de esa diferencia.
Esto ya es percibido en la época de la Sierra Maestra. En alguno de los testimonios sobre la experiencia de la guerra de liberación en Cuba, se dice del Che: “Lector infatigable, abría un libro cuando hacíamos un alto mientras que todos nosotros, muertos de cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos de dormir.”
Más allá de la tendencia a mitificarlo, hay allí una particularidad. La lectura persiste como un resto del pasado, en medio de la experiencia de acción pura, de desposesión y violencia, en la guerrilla, en el monte.
Guevara lee en el interior de la experiencia, hace una pausa. Parece un resto diurno de su vida anterior. Incluso es interrumpido por la acción, como quien se despierta: la primera vez que entran en combate en Bolivia, Guevara está tendido en su hamaca y lee. Se trata del primer combate, una emboscada que ha organizado para comenzar las operaciones de un modo espectacular, porque ya el ejército anda rastreando el lugar y, mientras espera, tendido en la hamaca, lee.
Esta oposición se hace todavía más visible si pensamos en la figura sedentaria del lector en contraste con la del guerrillero que marcha. La movilidad constante frente a la lectura como punto fijo en Guevara.
“Característica fundamental de una guerrilla es la movilidad, lo que le permite estar, en pocos minutos, lejos del teatro específico de la acción y en pocas horas lejos de la región misma, si fuera necesario; que le permite cambiar constantemente de frente y evitar cualquier tipo de cerco”, escribe Guevara en 1961 en La guerra de guerrillas. La pulsión territorial, la idea de un punto fijo, acecha siempre. Pero, a la inversa de la experiencia política clásica, el acumular y tener algo propio supone el riesgo inmediato. Régis Debray cuenta la caída del primer punto de anclaje en Bolivia, la microzona propia: “Tiempo antes se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor.”
La marcha supone además la liviandad, la ligereza, la rapidez. Hay que desprenderse de todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido en Ñancahuazu, cuando es capturado después de la odisea que conocemos, una odisea que supone la necesidad de moverse incesantemente y de huir del cerco, lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en su costado derecho, donde guarda su diario de campaña y sus libros. Todos se desprenden de aquello que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara sigue todavía conservando los libros, que pesan y son lo contrario de la ligereza que exige la marcha.
El ejemplo antagónico y simétrico es desde luego Gramsci, un lector increíble, el político separado de la vida social por la cárcel, que se convierte en el mayor lector de la época. Un lector único. En prisión Gramsci lee todo el tiempo, lee lo que puede, lo que logra filtrarse en las cárceles de Mussolini. Está siempre pidiendo libros y de esa lectura continua (“leo cada día por lo menos un libro”, dice), de ese hombre solo, inmóvil, aislado, en la celda, nos quedan los Cuadernos de la cárcel, que son comentarios extraordinarios de esas lecturas. Lee folletines, revistas fascistas, publicaciones católicas, lee los libros que encuentra en la biblioteca de la cárcel y los que deja pasar la censura, y de todos ellos extrae consecuencias notables. Desde ese lugar sedentario, inmóvil, encerrado, Gramsci construye la noción de hegemonía, de consenso, de bloque histórico, de cultura nacional-popular.
Y obviamente la teoría de la toma del poder en Guevara (si es que eso existe) está enfrentada con la de Gramsci. Puro movimiento en la acción pero fijeza en las concepciones políticas, nada de matices. Sólo es fluida la marcha de la guerrilla. No hay nada que transmitir en Guevara, salvo su ejemplo, que es intransferible. De esa imposibilidad surge tal vez la tensión trágica que sostiene el mito.
La teoría del foco y la teoría de la hegemonía: no debe haber nada más antagónico. Como no debe haber nada más antagónico que la imagen de Guevara leyendo en las pausas de la marcha continua de la guerrilla y la de Gramsci leyendo encerrado en su celda, en la cárcel fascista. En verdad, para Guevara, antes que la construcción de un sujeto revolucionario, de un sujeto colectivo en el sentido que esto tiene para Gramsci, se trata de construir una nueva subjetividad, un sujeto nuevo en sentido literal, y de ponerse él mismo como ejemplo de esa construcción.
En la historia de Guevara hay distintos ritmos, metamorfosis, cambios bruscos, transformaciones, pero hay también persistencia, continuidad. Una serie de larga duración recorre su vida a pesar de las mutaciones: la serie de la lectura. La continuidad está ahí, todo lo demás es desprendimiento y metamorfosis. Pero ese nudo, el de un hombre que lee, persiste desde el principio hasta el final.
Esa serie de larga duración se remonta a la infancia y está ligada al otro lado de identidad del Che Guevara: el asma. La madre le enseña a leer porque no puede ir a la escuela y ese aprendizaje privado se relaciona con la enfermedad. A partir de entonces se convierte en un lector voraz. “Estaba loco por la lectura”, dice su hermano Roberto. “Se encerraba en el baño para leer.”
La lectura como práctica iniciática fundamental, al decir de michel De Certeau, funciona como modelo de toda iniciación. En este caso, el asma y la lectura están vinculados al origen. Hacen pensar en Proust, que justamente ha narrado muy bien lo que es esta relación, un cruce, una diferencia que define ciertas lecturas en la infancia, cierto modo de leer. Basta recordar la primera página del texto de Proust Sobre la lectura: “Quizá no hay días en nuestra infancia tan plenamente vividos como aquellos que creímos haber dejado sin vivir, aquellos que pasamos con nuestro libro predilecto.” La vida leída y la vida vivida. La vida plena de la lectura.
La lectura, entonces, lo acompaña desde la niñez igual que el asma. Signos de identidad, signos de diferencia. Signos en un sentido fuerte, porque ya se ha hecho notar que los senos frontales abultados que vienen del esfuerzo por respirar, definen el rostro de Guevara como una marca que no puede disfrazarse. En sus fotos de revolucionario clandestino es fácil reconocerlo si uno le mira la frente.
Y, a la vez, señalan cierta dependencia física, que se materializa en un objeto que hay que llevar siempre. “El inhalador es más importante para mí que el fusil”, le escribió a su madre desde Cuba en la primera carta que le envía desde Sierra Maestra. El inhalador para respirar y los libros para leer. Dos ritmos cotidianos, la respiración cortada del asmático, la marcha cortada por la lectura, la escansión pausada del que lee. Eso es lo persistente: una identidad de la que no puede (y no quiere) desprenderse. La marcha y la respiración. La lectura vinculada a cierta soledad en medio de la red social es una diferencia que persiste. “Durante estas horas últimas en el Congo me sentí solo como nunca lo había estado, ni en Cuba, ni en ninguna otra parte de mi peregrinar por el mundo. Podría decir: nunca como hoy había sentido hasta qué punto, qué solitario era mi camino.” La lectura es la metáfora de ese camino solitario. Es el contenido de la soledad y su efecto.
Desde luego, como Guevara lee, también escribe. O, mejor dicho, porque lee, escribe. Sus primeros escritos son notas de 1945. Ese año comienza un cuaderno manuscrito de 165 hojas donde ordena sus lecturas por orden alfabético. Se han encontrado siete cuadernos escritos a lo largo de diez años. Hay otra serie larga, entonces, que acompaña toda la vida de Guevara y es la escritura. Escribe sobre sí mismo y sobre lo que lee, es decir, escribe un diario. Un tipo de escritura muy definida, la escritura privada, el registro personal de la experiencia. Empieza con un diario de lecturas y sigue con el diario que fija la experiencia misma, que permite leer luego su propia vida como la de otro y reescribirla. Si se detiene para leer, también se detiene para escribir, al final de cada jornada, a la noche, cansado.
Entre 1945 y 1967 escribe un diario: el diario de los viajes que hace de joven cuando recorre América, el diario de la campaña de Sierra Maestra, el diario de la campaña del Congo y, por supuesto, el diario en Bolivia. Desde muy joven encuentra un sistema de escritura que consiste en tomar notas para fijar la experiencia de inmediato y después escribir un relato a partir de las notas tomadas. La inmediatez de la experiencia y el momento de la elaboración. Guevara tiene clara la diferencia: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule (yo), no soy yo”, escribe en el inicio de Mi primer gran viaje.
En ese sentido, el Diario en Bolivia es excepcional porque no hubo reescritura, como tampoco la hubo en las notas que tomó de su primer viaje por la Argentina, en 1950, y que su padre publicó en su libro Mi hijo el Che: “En mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo descubrí por casualidad dentro de un cajón que contenía libros viejos, unas libretas escritas por Ernesto. El interés de estos escritos reside en que puede decirse que con ellos comenzó Ernesto a dejar asentados sus pensamientos y sus observaciones en un diario, costumbre que conservó siempre.”
Había en el joven Guevara el proyecto, la aspiración, de ser un escritor. En la carta que le escribe a Ernesto Sábato después del triunfo de la revolución, donde le recuerda que en 1948 leyó deslumbrado Uno y el Universo, le dice: “En aquel tiempo yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar.”
Podríamos pensar que esa voluntad de ser escritor, para decirlo con Pasolini, esa actitud previa a la obra, ese modo de mirar el mundo para registrarlo por escrito, persiste, entreverada, con su experiencia de médico y con su progresiva –y distante- politización, hasta el encuentro con Fidel castro en 1955.
En una fecha tan tardía como febrero de 1955, hace en su diario un balance de su crítica situación económica, y concluye diciendo que en general está estancado “y en producción literaria más, pues casi nunca escribo.”
De hecho, en un sentido, el político triunfa donde fracasa el escritor y Guevara tiene clara esa tensión. “Surgió una gota del poeta frustrado que hay en mí”, le escribe a León Felipe luego del triunfo de la revolución. Por un lado, se define varias veces como un poeta fracasado pero, por otro, se piensa como alguien que construye su vida como un artista: “Una voluntad que he pulido con la delectación de artista sostendrá unas piernas fláccidas y unos pulmones cansados”, escribe en la carta de despedida a sus padres. Hay un antecedente de esta actitud en la notable carta a su madre el 15 de julio de 1956, en la que señala su decisión de unirse a la guerrilla. Ha estado preso con Castro y está decidido a irse en el Granma. “Un profundo error tuyo es creer que de la moderación o el “moderado egoísmo” es de donde salen los inventos mayores u obras maestras del arte. Para toda obra grande se necesita pasión y para la Revolución se necesita pasión y audacia.” Y concluye: “Además es cierto que después de desfacer entuertos en Cuba me iré a otro lado cualquiera.” La cita implícita del Quijote es anuncio de lo que viene; en todo caso, del sentido de lo que viene.
Philipp De Rieff ha trabajado la figura del político que surge de las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no-político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la relación, antes que con Gramsci, es por supuesto con Trotski, el héroe trágico, “el profeta desarmado”, como lo llamó Isaac Deutscher. Hay también en Trotski una nostalgia por la literatura: “Desde mi juventud, más exactamente desde mi niñez, había soñado con ser escritor”, dice Trotski al final de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans Mayer, por su parte, en su libro sobre la tradición del outsider, también ha visto a Trotski como el escritor fracasado y, por lo tanto, el político “irreal”, opuesto a Stalin, el político práctico.
Salir al camino
Guevara, el joven que quiere ser escritor, en 1950 empieza a viajar, sale al camino, a ese viaje que consiste en construir la experiencia para luego escribirla. En esa combinación de ir al camino y registrar la inmediatez de los hechos, podemos ver al joven Guevara relacionado con la beat generation norteamericana. Escritores como Jack Kerouac, en On the road, el manifiesto de una nueva vanguardia, son sus contemporáneos y están haciendo lo mismo que él. Se trata de unir el arte y la vida, escribir lo que se vive. Experiencia vivida y escritura inmediata, casi escritura automática. Como él, los jóvenes escritores norteamericanos, lejos de pensar en Europa como modelo del lugar al que hay que viajar, al que generaciones de intelectuales han querido ir, se van al camino, a buscar la experiencia en América.
Hay que convertirse en escritor fuera del circuito de la literatura, sólo los libros y la vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y volver para escribir (si se puede volver). Guevara busca la experiencia pura y persigue la literatura, pero encuentra la política, y la guerra.
Estamos en la época del compromiso y del realismo social, pero aquí se define otra idea de lo que es ser un escritor o formarse como escritor. Hay que partir de una experiencia alternativa a la sociedad, y a la sociedad literaria en primer lugar. Ya sabemos, es el modelo norteamericano: “He sido lavacopas, marinero, vagabundo, fotógrafo ambulante, periodista de ocasión.” Ser escritor es tener ese fondo de experiencia sobre el que se apoyan y se definen la forma y el estilo. Escribir y viajar, y encontrar una nueva forma de hacer literatura, un nuevo modo de narrar la experiencia.
Estamos ante otro tipo de viajeros. Quiero decir, en un contexto que ha redefinido el viaje y el lugar del viajero. Es la tensión entre el turista y el aventurero de la que habla Paul Bowles (otro escritor vinculado a la Beat Generation).
Por su lado, Ernest Mandel ha escrito en su libro sobre la novela policial:
“Evelyn Waugh una vez hizo notar que los verdaderos libros de viajes pasaron de moda antes de la Segunda Guerra Mundial. El verdadero significado de este pronunciamiento snob fue que los viajes internacionales que hacían la élite de administradores imperiales, banqueros, ingenieros de minas, diplomáticos y ricos ociosos (con el ocasional aventurero militar, amante del arte, estudiante universitario o vendedor internacional al margen de la sociedad) quedaban relegados gracias al turismo de las clases medias bajas, así que los libros de viajes tenían que tomar en cuenta ese nuevo y más amplio mercado. La guía de viajes Michelin ha ocupado el lugar del Baedeker clásico.”
El Guevara que va al camino y escibe un diario no se puede asimilar ni al turista ni al viajero en el sentido clásico. Se trata, antes que nada, de un intento de definir la identidad: el sujeto se construye en el viaje; viaja para transformarse en otro. “Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hacía tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la burda imagen de gente moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo”, escribe en sus notas, en 1952.
Guevara condensa ciertos rasgos comunes de la cultura de su época, el tipo de modificación que se está produciendo en los años cincuenta en las formas de vida y en los modelos sociales, que viene de la Beat Generation y llega hasta el hippismo y la cultura del rock. Paradójicamente (o quizá no tanto), Guevara se ha convertido también en un icono de esa cultura rebelde y contestataria. Esa cultura supone grupos alternativos que exhiben una cualidad anticapitalista en la vida cotidiana y muestran su impugnación de la sociedad. La fuga, el corte, el rechazo. Actuar por reacción y, en ese movimiento, construir un sujeto diferente.
En el caso de la Beat Generation, la idea básica es despojarse por completo de cualquier atributo que pueda quedar identificado con las formas convencionales de sociabilidad. Algo que es antagónico a la noción de clase e implica otra forma de pertenencia. Una nueva identidad social que se manifiesta en el modo de vestir, en la relación con el dinero y el trabajo, en la defensa de la marginalidad, en el desplazamiento continuo.
Guevara se vestía para verse siempre desarreglado, una manera de exhibir el rechazo de las normas. Entre los compañeros del “Chancho”, como lo llamaban, circula una serie de historias muy divertidas sobre su desaliño deliberado: que tenía una camisa que se cambiaba cada quince días, que una vez en México “paró” un calzoncillo. “Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa, y al mismo tiempo un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa de nylon trasparente que ya estaba tirando al gris por el uso”, cuenta su amiga de la juventud Cristina Ferreira.
Se podría ver ahí un nuevo dandismo. Basta observar las fotos de Guevara a lo largo de su vida.. Los borceguíes abiertos, desabrochados, en su época de ministro, o un broche de colgar ropa en los pantalones, son indicios, rasgos mínimos de alguien que rechaza las formas convencionales.
La construcción de la imagen de Guevara es un signo de los tiempos. Está ligada al momento en que la juventud se cristaliza como un modo horizontal de construcción de la identidad, que está entre las clases y entre las jerarquías sociales, una nueva cultura que se difunde y se universaliza en esos años. Sartre marcaba esa diferencia entre clase y juventud a propósito de Paul Nizan: “Los jóvenes obreros no tienen adolescencia, no conocen la juventud, pasan directamente de la niñez a ser hombres.”
A partir de la Beat Generation la juventud se convierte en emblema y se liga con el sujeto que no ha quedado atrapado por la lógica de la producción. Y el Che está, en cierto sentido, fijado a ese emblema.
La relación de Guevara con el dinero está en la misma línea. Por eso es sorprendente que haya llegado a ser director del Banco Nacional en Cuba. Siempre vive de una economía personal precaria, fuera de lo social, nunca tiene nada, nunca acumula nada, sólo libros. “Tengo doscientos de sueldo y casa, de modo que mis gastos son en comer y comprar libros con que distraerme”, le escribe el 21 de enero de 1947 a su padre, en una de las primeras cartas conocidas. No tener dinero, no tener propiedades, no poseer nada, ser “pato”, como se dice. Ganarse la vida a desgano, en los márgenes en los intersticios, sin lugar fijo, sin empleo fijo. Así se entiende su fascinación por los linyeras que recorren los diarios de juventud y la identificación con esa figura: “Ya no éramos más que dos linyeras, con el mono a cuestas y con toda la mugre del camino condensada en los mamelucos, resabios de nuestra aristocrática condición”, dice en Mi primer viaje. El marginado esencial, el que está voluntariamente afuera de la circulación social, afuera del dinero y del mundo del trabajo, el que está en la vía. El vago, otro modo que tiene Guevara en esa época de definirse a sí mismo. El vagabundo, el nómade, el que rechaza las normas de integración. Pero también el que divaga, el que sólo tiene como propiedad el uso libre del lenguaje, la capacidad de conversar y de contar historias, las historias intrigantes de su exclusión y de su experiencia en el camino. Ya en la primera de sus notas de viaje de 1950, reproducida en Mi hijo el Che, escribe: “En el (palabra ilegible) ya narrado me encontré con un linyera que hacía la siesta debajo de una alcantarilla y que se despertó con el bochinche. Iniciamos una conversación y en cuanto se enteró que era estudiante se encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me preparó un mate cocido con azúcar como para endulzar a una solterona. Después de mucho charlar y contarnos una serie de peripecias…” La marginalidad es una condición del lenguaje, de un uso particular del lenguaje. Y son siempre los linyeras aquellos con los que Guevara encuentra un diálogo más fluido y más personal.
Entre nos
En esta prehistoria de Guevara, el otro elemento que está presente es justamente el tipo de uso del lenguaje. Debemos recordar que lo identifica un modismo lingüístico ligado a la tradición popular. Se lo conoce como “el Che” porque su manera de utilizar la lengua marca, de un modo directo, una identidad. Por un lado, el uso del “che” lo diferencia dentro de América Latina y lo identifica como argentino. De joven, en sus viajes, a veces lo exagera para llamar la atención y lograr que lo reciban y lo dejen hospedarse: sabe el valor de esa diferencia lingüística. Y, a la vez, el “che” funciona como una identidad de larga duración, quizá la única seña argentina, porque en todo lo demás Guevara funciona con una identidad no-nacional, es el extranjero perpetuo, siempre fuera de lugar.
El uso coloquial y argentino de la lengua se nota inmediatamente en su escritura, que es siempre muy directa y muy oral, tanto en sus cartas personales y en sus diarios como en sus materiales políticos. Esta idea de que escribe en la lengua en la que habla, sin nada de la retórica que suele circular en la palabra política –y en la izquierda, básicamente-, está clara desde el principio, y termina por ser el elemento que le da nombre, el signo que lo identifica. El “Che” como sinécdoque perfecta. Hay algo deliberado ahí, una seña de identidad construida, inventada, casi una máscara. La carta final a Fidel Castro está firmada sencillamente “Che” y así firmaba los billetes del banco que dirigía. La prueba de autenticidad del dinero en Cuba era esa firma. (Difícilmente haya otro ejemplo igual en la historia de la economía mundial, alguien que autentifica el valor del dinero con un sudónimo.)
Al mismo tiempo, ese uso libre y desenfadado de la lengua es la marca de una tradición de clase. En esto Guevara se parece a Mansilla y a Victoria Ocampo, y fue María Rosa Oliver (otro ejemplo magnífico de esa prosa deliberadamente argentina y coloquial) quien hizo notar la relación. Un uso del lenguaje que no tiene nada que ver con la hipercorrección típica de la clase media, ni con los restos múltiples que constituyen la lengua escrita de las clases populares (como es el caso de Arlt o de Armando Discépolo o de las letras de tango). Cierta libertad y cierto desenfado en el uso del lenguaje son una prueba de confianza en su lugar social, como también lo son su modo de vestirse o su relación con el dinero. Esa lengua hablada es una lengua de clase que funciona como modelo de lengua literaria. Escribe como habla, lo que no es frecuente en la literatura argentina de la época. El túnel de Sábato, de 1948, para referirnos a un libro que posiblemente Guevara ha leído y admirado, está escrito de “tú”, lejos del voseo argentino, en una lengua que responde a los modelos estabilizados y escolares de la lengua literaria. Y ése es el tono dominante en la literatura argentina de esos años (basta pensar en Mallea o en Murena). Pero no es el caso de Guevara, que no hace literatura, o, mejor, hace literatura de otra manera, sin ninguna afectación, o con una afectación diferente, si se quiere. Habría que decir que escribe como habla su clase y en eso se parece a Lucio Mansilla (y no sólo en eso).
Su madre está en el centro de ese uso del lenguaje. Y lo explicita en su última carta, escrita cuando el Che había salido de Cuba y nadie sabía dónde estaba. Ante las versiones oficiales que decían que se había ido un mes a cortar caña, Celia de la Serna, enferma grave y a punto de morir, le escribe y hace visible el contraste entre el lenguaje familiar y la lengua cristalizada. Enfrenta la escritura directa, una ética implícita en el uso del lenguaje, al conformismo y la hipocresía del lenguaje político, que encubre todo lo que dice. La madre se refiere a “ese tono levemente irónico que usamos en las orillas del Plata” y se queja del estilo burocrático. “No voy a usar lenguaje diplomático. Voy derecho al grano.” La madre lo convoca a usar el lenguaje que el Che siempre ha usado para contarle lo que pasa.
Como político, Guevara usa ese mismo lenguaje directo, seco, irónico y, a diferencia de Fidel Castro, nada retórico ni efectista. Frases cortas, entrada personal en el discurso, apelación a la narración y a la experiencia vivida como forma de argumentación, intimidad en el uso público del lenguaje. Por eso Guevara, que no era un gran orador en el sentido clásico, está más ligado a la carta, a la narración personal, a la comunicación entre dos (al “entre nos”, como diría Mansilla), a la conversación entre amigos, a las formas privadas del lenguaje. Como orador político parece un escritor de diarios. No hay más que analizar el comienzo de sus discursos públicos, su modo de entrar en confianza.
El tipo de relación con el lenguaje y con el dinero, el modo en que se viste, indicios a la vez personales y de época, son entonces el primer contexto para discutir a Guevara y para pensar cómo Ernesto Guevara de la Serna se convierte en el Che Guevara, o mejor, qué caminos sigue para encontrar la política y qué clase de política encuentra. Guevara practica cierto dandismo de la experiencia y en ese viaje, como veremos anseguida, encuentra la política.
La Metamorfosis
Hay varias metamorfosis en la vida de Guevara, y esas mutaciones bruscas son un signo de su personalidad. Tiene varias vidas “de las siete me quedan cinco”, dice) que son simultáneas: la del viajero, la del escritor, la del médico, la del aventurero, la del testigo, la del crítico social. Y todas se condensan y cristalizan, por fin, en su experiencia de guerrero, de guerrillero, de condottieri, como se llama a sí mismo. Esa historia de sus transformaciones encuentra el primer punto de viraje en el viaje de 1952, cuando va hacia Bolivia, y la política latinoamericana empieza a incorporarse a la experiencia del viaje. El objetivo de este viaje es la experiencia misma, salir de un mundo cerrado y libresco a la vida para encontrar el fundamento que legitime lo que escribe. Pero, en el caso de Guevara, el camino hacia América Latina lo lleva hacia la política. Descubre el mundo político, o cierta mirada sobre el mundo político. Va de Bolivia a Guatemala y por fin a México, y en el proceso la politización se va haciendo cada vez más nítida. En principio, se trata de una politización externa, casi de observador que registra matices y realidades diversas.
Una característica de este tipo de viaje, ajeno al dinero y al turismo, es la convivencia con la pobreza. Sartre lo decía bien: el color local, lo que llamamos color local, es la pobreza y la vida de las clases populares. De modo que el viaje es también un recorrido por ciertas figuras sociales: el linyera, el desclasado y el marginal, los enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos, los campesinos guatemaltecos y los indios mexicanos, son estaciones en su camino.
Los registros del diario acompañan ese descubrimiento de la diferencia pura, del marginado como antecedente de la víctima social. El otro, la figura pura de ese viaje, es en principio el otro como paciente y como víctima. Ése es el primer descubrimiento. No se trata de la figura del marginal deliberado, sino de la víctima que ha sido acorralada y explotada, y en su dolencia expresa una injusticia y un crimen. La tensión entre el marginado y el enfermo termina por construir la figura de la víctima social que debe ser socorrida. Es el médico el que descifra el sentido de lo que ve: “La grandeza de la planta minera está basada sobre los 10 mil cadáveres que contiene el cementerio más los miles que habrán muerto víctimas de neumoconiosis y sus enfermedades agregadas”, le escribe en mayo de 1952 a Tita Infante, su compañera en la Facultad de Medicina de Buenos Aires que es militante del Partido Comunista argentino.
El viaje consiste en una experiencia médico-social que confirma lo que se ha leído o, mejor aún, que exige un cambio en el registro de las lecturas para descifrar el sentido de los síntomas.
Entonces, está el viaje errático, sin punto fijo, del que sale al camino a buscar la experiencia pura y encuentra la realidad social, pero a la vez están las lecturas, que son una senda paralela que se entrevera con la primera. El marxismo empieza a ser un camino. Una de las primeras referencias al marxismo aparece, en esa misma carta a Tita Infante, como una ironía frente a la imposibilidad de explicar su condición indecisa, sus idas y venidas. Luego de contarle cómo fue que llegó a Miramar, en la costa argentina, cuando había partido hacia Bolivia, escribe: “Observe qué claro queda el hecho paradójico de que vaya al norte por el sur, a la luz del materialismo histórico.”
Guevara ha leído marxismo, y en sus cuadernos de 1945 ya registra esas lecturas (ese año aparecen notas sobre El Manifiesto Comunista). Pero la lectura del marxismo no convierte a nadie en guerrillero. Todavía falta un paso, un punto de viraje, que permitirá a este joven –cuyo destino parece ser el Partido Comunista, ser un médico del PC, quizá- convertirse en una suerte de modelo mundial del revolucionario en estado puro. Y ese paso, me parece, se construye con la unión de esas lecturas y esa experiencia que podríamos llamar flotante. Ir al sur cuando se pretende ir al norte. Básicamente, la pulsión del viajero, del aventurero y, sobre todo, la situación del que ha dejado atrás las fronteras y la pertenencia nacional. Guevara es un expatriado voluntario, un desterrado, un viajero errante que se politiza y no tiene inserción. Tiende hacia una forma no-nacional de la política, hacia una forma sin territorio. En eso también es la antítesis de Gramsci, el pensador de lo nacional-popular, de las tradiciones locales, de la localización de las relaciones de fuerza como condición de la política.
Y esta inversión es una característica que define la política de Guevara: sin fronteras, sin enclave nacional, en Cuba, en Angola, en Bolivia. Y también su aspiración secreta, de larguísima duración, casi un horizonte imposible, utópico: encontrar un lugar propio, regresar a la Argentina como guerrillero desde el norte, desde Bolivia, con una columna de compañeros, repetir allí la invasión de Castro a Cuba pero ampliada y sin tener en cuenta las condiciones políticas, haciendo depender la intervención, exclusivamente, de su fuerza propia, de la formación de su grupo, y no de las relaciones concretas ni del análisis de la situación del enemigo. Ese sueño del guerrero que vuelve es su forma particular de pensar en el regreso a la patria, “a morir con un pie en la Argentina”, según le dice a Ulises Estrella, uno de sus hombres de confianza. Todos hablan de esa ilusión para explicar su decisión de llevar la guerrilla a Bolivia, de instalarse en un país ajeno para construir una zona liberada, una retaguardia desde la cual entrar, por fin, en su propio espacio.
Guevara define la política de un modo absolutamente novedoso y personal (más allá de sus consecuencias): no hay nunca lugar fijo, no hay territorio, sólo la marcha, el movimiento continuo de la guerrilla. Cualquier situación puede ser propicia; importa la decisión, no las condiciones reales.
Y eso parece estar ligado al modo en que encuentra la política o, digamos mejor, su inserción en la política. Y por eso son muy significativas las cartas de los días anteriores a conocer a Fidel Castro y sumarse a la expedición del Granma. Son cartas a su madre, a Tita Infante, a su padre, que muestran que sus proyectos del momento, poco antes de encontrarse en julio de 1955 con Castro, siguen siendo abiertos. Está disponible, empieza a pensar que debe ir por fin a Europa, conocer Francia, más tarde la India (como le dice en una carta de marzo de 1955 a su padre). Imagina a veces seguir desde México hacia el norte, llegar a Estados Unidos y Alaska. Hay, como siempre en Guevara, cierta imprevisibilidad, cierta disponibilidad y cierto azar en sus decisiones. “Me avisaron que me pagaban con diez días de antelación (se refiere a un dinero que le debían en México por su trabajo de periodista durante los Juegos Olímpicos) e inmediatamente me fui a buscar un barco que salía para España (…) Ya tengo programado quedarme aquí hasta el 1º de setiembre para agarrar un barco para donde caiga”, le escribe a su madre el 17 de junio de 1955, un mes antes de conocer a Fidel Castro. Y cierra diciendo: “tenés que largarte a París y allí nos juntamos”.
La política aparece como un efecto de la búsqueda de experiencia, del intento de escapar de un mundo cerrado. Lo que está primero es el intento de romper con cierto tipo de ritual social, con cierta experiencia estereotipada, escapar, como dice Guevara, de todo lo que fastidia: “Además sería hipócrita que me pusiera como ejemplo, pues yo lo único que hice fue huir de todo lo que me molestaba”, le escribe a Tita Infante el 29 de noviembre de 1954. La política surge como resultado de ese proceso: hay una tensión entre un mundo que se percibe como clausurado y la política como corte tajante y paso a otra realidad. Guevara va descubriendo la política en el proceso de cierre de la experiencia. La política es el resultado del intento de descubrir una experiencia que lo saque de su lugar de origen, del mundo familiar, de la vida de un estudiante de izquierda en Buenos Aires, incluso de la vida de un joven médico que quiere ser escritor y vacila.
Un encuentro
Su viaje tiene itinerarios paralelos, redes múltiples: Son series, mapas que se superponen y nada está muy definido. Está el viaje literario, el viaje político, el viaje médico. Y es la política, y no la literatura, la que terminará articulando esos mundos paralelos. Pero para eso hace falta el encuentro con la retórica de Fidel Castro.
En el recorrido de Guevara se reformulan las relaciones entre literatura y política. Es el intento de escapar de cierto lugar estereotipado de lo que se entiende por un intelectual, lo que empuja lo empuja a la política y a la acción. La política aparece como un punto de fuga, como un lugar de corte y transformación.
Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco, cómo cortar con la lectura en tanto lugar de encierro. La política aparece a veces como el lugar que dispara esa posibilidad. El síntoma Dahlmann ya no es la acción como encuentro con el otro, el bárbaro, sino la acción como encuentro con el compañero, con la víctima social, con los desposeídos.
La prehistoria de ese pasaje, en el caso de Guevara, está en la experiencia del médico. Ésa es la figura que articula la relación con lo social, la intención de ayudar al que sufre, hacerse cargo de él, socorrerlo. De hecho, el viaje está pautado por la visita a los leprosarios. Guevara registra imágenes y escenas notables: “En realidad fue éste uno de los espectáculos más interesantes que vimos hasta ahora: un acordeonista que no tenía dedos en la mano derecha y los reemplazaba por unos palitos que se ataba a la muñeca, y el cantor era ciego, y casi todos con figuras monstruosas provocadas por la forma nerviosa de la enfermedad, muy común en las zonas, a lo que se agregaban las luces de los faroles y linternas sobre el río.” En esta carta a su madre, escrita desde Bogotá, en julio de 1952, está el reconocimiento de las figuras extremas, de los restos de la sociedad, de la víctima social.
Desde luego, no se trata del médico del positivismo, del modelo de científico que revela los males de la sociedad, una gran metáfora de la visión de las clases dominantes sobre los conflictos sociales pensados como enfermedades que deben ser erradicadas a partir del diagnóstico neutral y apolítico del especialista que sabe sobre los síntomas y su cura. Se trata, en cambio, del médico como figura del compromiso y la comprensión, del que socorre y salva. En este sentido, una acotación de Richard Sennett al analizar Los conquistadores, la novela de Malraux sobre la Revolución China, hace notar la relación entre el revolucionario profesional y los médicos: “Hong, el joven revolucionario, igual que estos jóvenes médicos, han hecho alarde de una singular clase de fuerza: el poder de aislarse del mundo que los rodea, haciéndose distantes y a la vez solidarios, definiéndose de un modo rígido. Esta autodefinición inimitable les confiere un arma poderosísima contra el mundo exterior. Anulan un intercambio flexible de ideas entre ellos y los hombres que los rodean y con ello adquieren cierta inmunidad ante el dolor y los acontecimientos conflictivos y confusos que de otro modo los desconcertarían y tal vez los aplastarían.” Sennett llama a este movimiento la identidad purificada. Estar separado y a la vez ir hacia los otros. La distancia aparece como una forma de relación que permite estar emocionalmente siempre un poco afuera, para ser eficaz.
Hay una foto inolvidable de Guevara joven, cuando era estudiante de medicina. Se ve un cadáver desnudo con el cuerpo abierto en la mesa de disección y un grupo de estudiantes, con delantal blanco, serios y un poco impresionados. Guevara es el único que se ríe, una sonrisa abierta, divertida. La relación distanciada con la muerte está ahí cristalizada, su ironía de siempre.
Me parece que Guevara encuentra la política en este proceso. Un joven médico, que secretamente quiere ser escritor, que sale al camino como muchos de su generación, un joven anticonvencional que va a la aventura y en el camino encuentra a los marginales, a los enfermos, y luego a las víctimas sociales, y por fin a los exiliados políticos. Una travesía por las figuras sociales de América Latina.
También en su relación con el marxismo y con el Partido Comunista, Guevara se mueve por los bordes. Hay un momento en el que se aparta de la experiencia posible de un joven marxista en esos años, se aleja de la cultura obrera de los partidos comunistas y va hacia la experiencia extrema y la guerra casi sin pasos previos. Una práctica de aislamiento, ascetismo, sacrificio, salvación, como será la guerrilla para él, a la que, como sabemos, entra como médico para convertirse rápidamente en combatiente. Y eso sucede en el primer combate, cuando tiene que elegir entre una caja de medicamentos y una caja de balas y, por supuesto, se lleva la caja de balas. Guevara cuenta esa historia microscópica, un detalle mínimo, con gran maestría, usando su extraordinaria capacidad narrativa para fijar el sentido de esa pequeña situación y convertirla en un mito de origen.
Entra como médico y sale como guerrillero. E inmediatamente se constituye en el modelo mismo del guerrillero, en el guerrillero esencial digamos, el que ve la vida en la guerrilla como el ejemplo puro de la construcción de una nueva subjetividad.
El momento clave y un poco azaroso, notable como metamorfosis, se da –como dijimos- en julio de 1955, cuando se encuentra con Fidel Castro en México y se suma a su proyecto de desembarcar clandestinamente en Cuba y luchar contra Batista. Para entonces Guevara ha entrado en relaciones con sectores exiliados de América Latina, en Guatemala y México, básicamente a través de Hilda Gadea, militante del Partido Comunista peruano, que lo pone en conexión con la política práctica.
Si uno lee las cartas de Guevara de esos días, más que la decisión, encuentra la incertidumbre. En julio de 1955, Guevara está en disponibilidad, no sabe muy bien lo que va a hacer, y entonces aparece Fidel Castro. Es uno de los grandes momentos de la dramatización histórica en América Latina. Castro lo encuentra a las ocho de la noche y lo deja a las cinco de la mañana convertido en el Che Guevara. Esa conversación que dura toda la noche es un punto de viraje, una conversión. Ha quedado capturado por el carisma y la convicción política de Castro. De hecho, la figura de Castro se convierte inmediatamente para Guevara en un punto de referencia esencial. Podemos pensar a Guevara como un marxista y seguramente lo era, pero eso no termina de explicar su decisión de sumarse a la expedición. Se trata de un salto cualitativo, para decirlo de algún modo.
Guevara se integra entonces como médico a la expedición del Granma, pero rápidamete se convierte en un combatiente, y al poco tiempo es ya el comandante Guevara. En setiembre de 1957, Fidel castro lo designa comandante. Están definiendo las funciones de la tropa y, cuando llegan a Guevara, un poco sorpresivamente Castro dice “Comandante”. Lo convierte en el comandante Guevara, y le da la estrella de cinco puntas. A partir de entonces su imagen está cristalizada. El guerrillero heroico.
La consecuencia
Poco después, entre agosto y octubre de 1958, Guevara vive –y narra mientras vive- la primera experiencia de lo que podríamos llamar el ascetismo guerrillero, la capacidad de sacrificio, y de ella saca una conclusión que lo va a marcar en toda su experiencia futura. En esos meses, es el comandante de la Octava Columna, de ciento cuarenta hombres, y recorre medio país, va desde Sierra Maestra a la provincia de Las Villas, en una caminata muy dificultosa, con el sistema clásico de esconderse y escapar y marchar incesantemente. Ante la dificultad del avance, Guevara registra en su diario un hecho que después no aparece en la reescritura de Pasajes de la guerra revolucionaria. Dice así. “La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en medio de la desolación.” Parece un apunte de Tolstói, y a la vez se encuentra en la escena algo que se repetirá luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del límite como condición de la subjetividad política. La imagen anticipa la experiencia en Bolivia pero concluye de otra manera, y toda la diferencia consiste en las condiciones políticas que hay en Cuba, la debilidad de Batista, la crisis de la hegemonía que decide la política, como diría Gramsci. Pero Guevara parece borrar las condiciones políticas específicas para quedarse con el momento de la decisión pura como condición de la política.
Están ahí, hambrientos, los guerrilleros en el monte, tratando de avanzar de cualquier modo, y Guevara dice: “Sólo al imperio de insultos, ruegos y exabruptos de todo tipo podía hacer caminar a esa gente exhausta.” Él está con ellos, en la misma situación que ellos, exhausto, pero a la vez está afuera, los impulsa y los guía. “Los jefes deben constantemente ofrecer el ejemplo de una vida cristalina y sacrificada”, escribirá en 1961 en La guerra de guerrillas.
Aparece ahí por primera vez la idea de la construcción de una ética del sacrificio como modelo de la guerrilla, la construcción de una subjetividad nueva. Y es lo que parece haber quedado como condición de la victoria y de la formación de un cuadro político.
No sé hasta dónde podemos integrar esta idea en el marco de la tradición popular. Esa tradición está en la ética de Brecht, Me-ti. El libro de las mutaciones. Se trata de una ética de las clases subalternas que implica negociar, romper la negociación, hacer alianzas, abrir el juego, cerrarlo. Gramsci, obviamente, podría ser otro ejemplo de esa estrategia de acumulación. Se parte de la distinción entre amigo y enemigo como condición de la política, pero esa oposición es muy fluida y se modifica según la coyuntura. La noción de enemigo es la clave: cuáles son sus fisuras, cómo fragmentarlo y con quién, cómo construir el consenso, cuáles son las relaciones de fuerza y la conciencia posible.
Podría decirse que Guevara piensa al revés: primero decide la táctica y luego adapta las condiciones a esa táctica. Define quién es el amigo, con quién construye el núcleo guerrillero, cómo se prepara (y ésa es la base de su libro La guerra de guerrillas). Guevara tiende a pensar al grupo propio, más que en términos de clase, casi como una secta, un círculo de iniciados del que debe estar excluida cualquier ambigüedad. En ese sentido, su política tiende a ver al enemigo como un grupo homogéneo y sin matices, y a los amigos como un grupo siempre en transformación, que corre el riesgo de abdicar o de ser captado o infiltrado. En el grupo de amigos entrevé la figura encubierta del enemigo, lo que va a generar esa tradición terrible del guevarismo que se va a repetir en casi todas las experiencias posteriores, la vigilancia continua, la tendencia a descubrir el traidor en el débil, en el que vacila en el interior del propio grupo. Guevara mismo hace una anotación sobre el tema en La guerra de guerrillas: “En la jerga nuestra, en la guerra pasada, se llamaba “cara de cerdo” a la cara de angustia que presentaba algún amedrentado.”
La noción del amigo como el que potencialmente puede desertar y traicionar es el resultado extremo de la propia teoría (y ya sabemos cuáles han sido las consecuencias). El ejemplo más conocido quizá es el fusilamiento del poeta Roque Dalton en El Salvador por sus propios compañeros de la guerrilla, pero hay muchos otros.
La política se vuelve una práctica hacia el interior del propio grupo, a través de la desconfianza, las acusaciones, las medidas disciplinarias. No hay nunca política de alianzas. En todo caso, la posibilidad de las alianzas está definida por la desconfianza y la sombra de la traición.
En este sentido hay dos momentos centrales en la experiencia de Guevara, uno al comienzo y otro al final de su vida política. El primero, en su primera experiencia de lucha en Cuba. En Pasajes de la guerra revolucionaria, cuando Guevara narra su bautismo de fuego en Alegría del Pío, en el desembarco del Granma, culpa a un traidor del ataque del ejército que casi le cuesta la vida: “No necesitaron los guardias de Batista el auxilio de pesquisas indirectas, pues nuestro guía, según nos enteramos años después, fue el autor principal de la traición, llevándolos hasta nosotros.” Ésta es su primera experiencia y algo parecido ocurre al final, en la última anotación del Diario en Bolivia, cuando registra el encuentro inesperado con la vieja campesina que está “pastoreando sus chivas” y tienen que sobornarla para que no los delate: “A las 17.30, Inti, Aníbal y Pablito fueron a la casa de la vieja que tiene una hija postrada y medio enana; se le dieron 50 pesos con el encargo de que no fuera a hablar ni una palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpla, a pesar de sus promesas.” La categoría básica de la política para Carl Schmitt (y también para Mao Tse-Tung), la distinción entre amigo y enemigo, se disuelve para Guevara, el enemigo es fijo y está definido. La categoría del amigo es más fluida y ahí se aplica la política. La única garantía de que la categoría de amigo persista es el sacrificio absoluto y la muerte. Porque, paradójicamente, esta experiencia de aislamiento, de rigor, de vigilancia y sacrificio personal, tiene como resultado, según Guevara, la construcción de una conciencia nueva. El mejor es el más fiel y el más sacrificado. El Che plantea una relación, nunca probada, entre ascetismo y conciencia política. El sacrificio y la intransigencia no garantizan la eficacia, y la vigilancia no se debe confundir con la política; cuando se confunde hamos pasado a una práctica de control. La guerrilla funciona como un estado microscópico que vive siempre en estado de excepción.
Básicamente, es un sistema para formar sujetos políticos capaces de reproducir esa estructura. Porque al revés, la contrarréplica de la traición –obviamente- es el heroísmo absoluto. La garantía de que no habrá traición es la fidelidad total y la muerte. Pobres de los pueblos que necesitan héroes, decía Brecht. Y aquí en esta microsociedad que es la guerrilla, se trata de producir automáticamente al sujeto como héroe, en una construcción directa, sin pasos previos.
En cada uno de los enfrentamientos, Guevara forma un pelotón de vanguardia, una especie de pelotón suicida que enfrenta al grupo que lo está hostigando en las primeras escaramuzas. Sobre esta práctica Guevara escribe en su diario de la época de Sierra Maestra: “Es un ejemplo de moral revolucionaria, porque ahí sólo iban voluntarios escogidos. Sin embargo, cada vez que un hombre moría, y eso ocurría en cada combate, al hacerse la designación del nuevo aspirante, los desechados realizaban escenas de dolor que llegaban hasta el llanto. Es curioso ver a los curtidos y nobles guerreros mostrando su juventud en el despecho de una lágrima, pero por no tener el honor de estar en el primer lugar de combate y de muerte.” Podría decirse que aquí hay un exceso en la representación de la fidelidad, una exhibición opuesta a “la cara de cerdo” del amilanado.
La experiencia que Guevara hace en Cuba le va a servir como modelo para definir la experiencia de la guerrilla, sea donde sea que se realice. En un sentido, podríamos decir que el triunfo de la revolución cubana es un acontecimiento absolutamente extraordinario, que se da en condiciones únicas. De ella infiere una hipótesis política general, que aplica en cualquier situación y sobre la cual va a forjar modelos de construcción de la subjetividad y de una nueva ética.
Apenas termina la experiencia en Cuba, define las características del guerrillero, la idea del pequeño grupo que funciona por fuera de la sociedad y que es capaz de afrontar cualquier situación. Un grupo de élite que parece vivir en el futuro.
Es notable la metafórica cristiana del sacrificio que acompaña este tipo de construcción política. El propio Guevara dice en la primera página de La guerra de guerrillas: “El guerrillero como elemento consciente de la vanguardia popular debe tener una conducta moral que lo acredite como verdadero sacerdote de la reforma que pretende. A la austeridad obligada por las difíciles condiciones de la guerra debe sumar la austeridad nacida de un rígido autocontrol que impida un solo exceso, un solo desliz, en ocasión en que las circunstancias pudieran permitirlo. El guerrillero debe ser un asceta”.
En definitiva, el modelo de la ética que se busca es la del cristianismo primitivo.
Ahí aparecen algunos elementos que quizá nos permitan pensar qué tipo de concepción de la política está implícita en la idea de un pequeño grupo capaz de producir una revolución en condiciones absolutamente adversas.
Es imposible, por ejemplo, imaginar peores condiciones objetivas que las que encuentra cuando va al Congo: no conoce la lengua y la gente con la que trabaja tiene creencias y nociones de cómo debe ser un guerrero que Guevara nunca termina de entender.
Y lo mismo le ocurre en Bolivia, aunque allí la situación política le resulta más conocida. Pero apenas llega, todo se complica, está aislado, sin contactos, y empieza a imaginar que se van a convertir en una especie de grupo que sobrevive hasta fortalecerse, una especie de escuela de cuadros, destinada a crear sujetos nuevos casi por descarte. “De mil, cien; de cien, diez; de diez, tres”, dice en una frase impresionante, que muestra la matemática fatídica que rige en el grupo.
Por supuesto, Guevara no propone nada que no haga él mismo. No es un burócrata, no manda a los demás a hacer lo que él sostiene. Ésta es una diferencia esencial, la diferencia que lo ha convertido en lo que es. El que paga con su vida la fidelidad con lo que piensa. Es similar a la experiencia de los anarquistas del siglo XIX, cuando tratan de reproducir la sociedad futura en una experiencia personal. Viven modestamente, reparten lo que tienen, se sacrifican, definen una nueva relación con el cuerpo, una nueva moral sexual, un tipo de alimentación. Se proponen como ejemplo de una nueva forma de vida.
Se trata de una posición extrema en todo sentido. Y si volvemos a la noción de experiencia de Benjamin en El narrador, podríamos decir que Guevara es la experiencia misma y a la vez la soledad intransferible de la experiencia. Es el que quema su vida en la llama de la experiencia y hace de la política y de la guerra el centro de esa construcción. Y lo que propone como ejemplo, lo que transmite como experiencia, es su propia vida.
Paralelamente persiste en Guevara lo que he llamado la figura del lector. El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado. Una figura extrema del intelectual como representante puro de la construcción del sentido (o de cierto modo de construir el sentido, en todo caso).
Y en el final de Guevara las dos figuras se unen otra vez, porque están juntas desde el comienzo. Hay una escena que funciona casi como una alegoría: antes de ser asesinado, Guevara pasa la noche previa en la escuelita de La Higuera. La única que tiene con él una actitud caritativa es la maestra del lugar, Julia Cortés, que le lleva un plato del guiso que está cocinando su madre. Cuando entra, está el Che tirado, herido, en el piso del aula. Entonces –y esto es lo último que dice Guevara, sus últimas palabras-, Guevara le señala a la maestra una frase que está escrita en la pizarra y le dice que está mal escrita, que tiene un error. Él, con su énfasis en la perfección, le dice: “Le falta el acento.” Hace esta pequeña recomendación a la maestra. La pedagogía siempre, hasta el último momento.
La frase (escrita en la pizarra de la escuelita de La Higuera) es “Yo sé leer”.
Que sea ésa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, una cristalización casi perfecta.
Murió con dignidad, como el personaje del cuento de London. O, mejor, murió con dignidad, como un personaje de una novela de educación perdido en la historia.