Apuntes sobre Benedetti / Federico Nogara
El Benedetti político
Los escritores y lectores deberían tener claro, a estas alturas, que la escritura es siempre política. “Es tan absurdo pretender que todo hombre intelectual, todo escritor, todo artista, se dedique a la militancia política, como pretender que se aparte y se desentienda de la vida política de su país. Que se quiera dejar “la política para los políticos”. En principio, políticos somos todos en cierto modo; lo somos necesariamente, por el simple hecho de vivir en el seno de una sociedad políticamente organizada. Lo político es una condición de hecho de nuestra realidad social a la que, prácticamente, tampoco podemos eludir. Estamos en lo político como estamos en lo telúrico. Podemos actuar o abstenernos, pero no podemos eludir los efectos de las condiciones de esa realidad sobre nuestras propias condiciones personales de vida”. (1)
También deberíamos tener claro todos (agregando los opinadores a escritores y lectores) otro elemento fundamental para acercarse a una obra: las opiniones políticas de un escritor muchas veces van por el lado opuesto de su escritura. Como bien señala Rodríguez Monegal, Balzac se declaraba monárquico y católico, pero su pintura de la sociedad francesa de la primera mitad del XIX no transitaba por esas piadosas ficciones; D´Annunzio estaba cercano al fascismo, aunque en su obra no defiende la sociedad burguesa, conservadora de la familia y el Estado, de las buenas costumbres y la propiedad privada, que son la base de ese pensamiento; Céline es en sus obras partidario del caos y del absurdo, atravesado todo por una piedad que sólo sabe expresarse en el insulto y la cólera (en su obra no aparece el antisemita). Y conocido es el caso del revolucionario marxista y ateo que reivindicaba a Gógol como el escritor que mejor había entendido el «alma» rusa, dejando de lado que el escritor se declaraba zarista y católico.
Mario Benedetti (1920-2009) es un escritor abiertamente político. No existe la menor contradicción entre sus opinones y su obra, que las refleja con claridad. Pero podríamos señalar dos etapas en su escritura: la primera con libros como Montevideanos, Poemas de oficina, La tregua y Gracias por el fuego, donde los problemas «morales» de la sociedad uruguaya (como él mismo los llama) son el centro del relato y de la preocupación del autor, y una segunda que se inicia en 1960 con el ensayo El país de la cola de paja, se define en el relato en verso El cumpleaños de Juan Ángel -homenaje a los guerrilleros del MLN y dedicado a su líder Raúl Sendic- y se remata en el «desexilio».
Hoy, a la distancia, algunos opinan que los críticos de aquella primera época eran complacientes con los libros del autor. Nada de eso. Cierto es que Montevideanos, una obra primeriza, alentaba grandes expectativas, de ahí la complacencia; pero ya en las siguientes, en las que el autor definía estilo y temas, las críticas negativas aparecieron. Pongo algunos ejemplos:
«Sus personajes son siempre el mismo: un montevideano de clase media, mediocre y lúcidamente consciente de su mediocridad, desvitalizado, con miedo a vivir, resentido contra sí mismo, quejoso del país y de los otros, egoísta por la incapacidad de comunicarse, de entregarse entero a una pasión, candidato al suicidio si no suicida vocacional. El personaje cambia de edad y de nombre, de condición social y de esperanzas superficiales, pero en su entraña es el mismo.» (2). «La tregua, considerada la mejor novela de Benedetti, baja sin embargo la guardia estilística y asume una forma lineal y tradicional de diario íntimo.» (3). «Como los personajes que pinta, la escritura de Benedetti es opaca, grisácea, despojada de efectos intensos. La tregua paga tributo a un realismo un tanto sentimental. Sus personajes -salvo viñetas aisladas- son desdibujados.» (4)
Convendría hacer un poco de historia. Benedetti nació en Montevideo en 1920, unos años después de las reformas progresistas del gobierno de Batlle y Ordóñez (jubilación a los 65 años, prohibición de trabajar a los menores de 13 años, el divorcio, el voto de la mujer, etc.), que junto al crecimiento de las exportaciones y de la renta agraria -distribuída entre la pequeña burguesía de la ciudad, naturalmente partidaria de un orden democrático y parlamentario liberal de corte europeo-, creaban las condiciones para que el país entrara en una suerte de capitalismo tardío. La era de bienestar general se prolongará seis décadas.
«El Uruguay urbano comenzaba a ser ya un país de ahorristas, pequeños propietarios, empleados públicos bien remunerados y artesanos independientes. El batllismo es su expresión política; el positivismo, su filosofía; la literatura francesa su arquetipo. Es la ciudad de los templos protestantes, de los importadores, de los maestros poetas. Reina un tibio confort hogareño, una actitud ahistórica, una propensión portuaria. Uruguay se ha «belganizado»; un alto nivel de vida en la semi-colonia próspera ha sepultado los ideales nacionales. De ahí que ignore su origen, pues nada le importa de él. El hijo o nieto de inmigrantes permanece vuelto de espaldas a la Banda Oriental, a las Provincias Unidas, a la América criolla. Vive replegado sobre sí mismo en una antesala confortable de la grande Europa». (5)
Después de la guerra de Corea (1950-1953) -durante la cual Uruguay aumentó sus exportaciones a Estados Unidos de manera importante- y de la recuperación europea acabada la Segunda Guerra Mundial, comenzó la decadencia económica del país. Pese al bienestar de la primera mitad del siglo, el Uruguay carecía de bases económicas sólidas. El régimen de tenencia de la tierra –fundamental es la tierra en un país agrario y ganadero- no había cambiado desde la época colonial, era (y es) el latifundio. Un grupo reducido de familias eran dueñas del 90% del territorio nacional (hoy la mayoría del territorio nacional está en manos de compañías extranjeras). No necesito entrar en detalles de lo que significó, y significa, el latifundio, sólo señalar que las grandes estancias necesitan muy poca mano de obra. En estas condiciones la mayoría de la población se fue amontonando en la capital, problema que aún hoy se mantiene, y nace una figura que será clave en el imaginario popular, el empleado público, que marcará la época y, de paso, la escritura de Benedetti. ¿Era el empleo público un seguro de paro?
El país, poco a poco, empezó a caer en la decadencia y los conflictos sociales se agudizaron. Hasta que en 1958 Cuba decidió dar un paso al frente. La revolución cubana fue un terremoto que sacudió a todo el subcontinente, balcanizado por los intereses de la grandes potencias (América Latina debería ser los Estados Unidos del Sur). Los latinoamericanos dejaron de verse como ciudadanos de segunda casi anónimos: existían, tenían una identidad, y encima estaban llevando a la práctica las utopías europeas que los propios europeos comenzaban a olvidar.
El problema de la balcanización fue particularmente complejo en Uruguay. Retrocedamos cien años desde la fecha de nacimiento de Benedetti. Artigas, quien luchara y venciera en la guerra de liberación de la corona española, está acorralado por las tropas portuguesas venidas de Brasil (con el patrocinio inglés), el Directorio de Buenos Aires y la traición de sus propios hombres. El territorio por el que luchaba, su territorio, su «patria», languidecía: eran las Provincias Unidas, que abarcaban el Uruguay actual, gran parte de Río Grande del Sur y las provincias hoy argentinas de Santa Fe, Corrientes, Córdoba, Misiones y Entre Ríos. ¿Cuál había sido su falta para ser perseguido tan ferozmente? Haberse planteado la unidad latinoamericana (opuesta a la balcanización que buscaban las potencias europeas, en especial Inglaterra) y querer llevar a cabo una reforma agraria que favoreciera a los más débiles. Vencido, debe refugiarse en el exilio paraguayo, donde dirá a quienes van a buscarlo para que vuelva a «su patria»: “Yo no tengo patria”. Morirá pobre pero no olvidado, ni por los paisanos por y con los que luchó, ni por sus enemigos, «curiosamente» todos gente de gobierno y fortuna. Estos últimos desatarán primero la leyenda negra, para luego, de acuerdo a su conveniencia, convertirlo en héroe nacional.
La leyenda negra comenzó con un escrito descalificador del doctor Cavia y continuó, entre otros, con personalidades del calibre de Bartolomé Mitre, Sarmiento y los enviados del gobierno de Estados Unidos a América Latina en 1818 para estudiar la situación (Graham, Bland, Brackenridge). «Gobierna como un cacique indio, imparte justicia como le da la gana, degüella, actúa como un rey de Argel, no tiene otro sistema que el desorden, la fiereza y el despotismo», fueron algunas de las acusaciones al Protector de los Pueblos Libres. A raíz de ellas comenzó a usarse su nombre en el Montevideo «europeo» cono sinónimo de malo («más malo que Artigas» era el dicho popular). En Gran Bretaña se decía que bebía sangre de yeguas y lanzaba a sus enemigos desde las colinas envueltos en cueros de vaca. Para Artigas, la muerte (1850) no significó el final de las vicisitudes, estas pasaron de la persecución al exilio y siguieron, ya muerto, con el abandono: recién en 1855 se nombró una comisión para repatriar sus restos, y no se hizo por altruismo, sino porque el país necesitaba una figura que calmara los continuos enfrentamientos entre blancos y colorados, los dos partidos nacidos en 1836 tras la batalla de Carpintería. La repatriación al final tuvo lugar, pero la situación política se complicó y los restos del caudillo quedaron olvidados en el puerto de Montevideo durante largo tiempo.
«Fue recién en 1860 que comenzó la revalorización de Artigas: Isidoro de María, Francisco Frageiro, Francisco Bauzá, Máximo Santos y, por supuesto, Eduardo Acevedo todos contribuyeron a promover una nueva revisión del juicio negativo que condicionaban los estudios al respecto. Es evidente que Artigas no concordaba con los intereses de las clases altas que se encargaron no solo de sacarlo del medio, sino de destruir su memoria. Artigas era un hombre de su tiempo, era un gaucho y peleaba por sus ideales y representaba a las clases menos poderosas opuestas a las de los hombres de levita. Sin embargo, cuando fue necesario crear el ideario nacional, se recurrirá a su memoria y se construirá una nueva imagen del héroe, ya no visto como lobo devorador ni bandido degollador. Entonces, su figura servirá a los fines de la clase dirigente para atraer a las masas y crear así la idea de una nación unida» (6)
“A partir de la Triple Alianza, el viejo partido blanco quedó agonizante. Si bien las masas del interior mantenían existencialmente la raigambre federal, la insularidad uruguaya consolidada dio la victoria definitiva a la ideología liberal-mercantil del unitarismo. No sólo fueron unitarias las vigencias coloradas, también lo fueron las del patriciado de origen blanco. Los vencidos comulgaban con los vencedores (…) Y fue especialmente a partir de 1880 cuando quedó estabilizada la balcanización general latinoamericana, que se comenzó a sentir la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya común superando el cisma interior de blancos y colorados y así fue tomando vuelo el regreso de Artigas. Un regreso singular y distinto. Ahora sería el gran mito unificador del país. ¡Los temores inamistosos y certeros de un Juan Carlos Gómez o un Melián Lafinur de ver transfigurado a Artigas en un edulcorado Washington o Jefferson se han cumplido! Un Uruguay separado del resto de América Latina, quitando además a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista, poseedor de las Tablas de la Ley. Reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica. Nuestro Solón, o Moisés, o Licurgo. ¡Es la última victoria de Mayo!” (7)
Latifundio, país inventado, historia escamoteada, índices de pobreza bajos pero nunca resueltos, corrupción política, héroe nacional creado por el interés de los partidos tradicionales, campo y ciudad opuestos y en pugna continua, reforma agraria siempre postergada. Todo cubierto durante muchos años por el manto de una economía en apariencia boyante, bendecida de forma indirecta por una numerosa inmigración.
Aunque hubo estudios individuales sobre estos temas, lo atesoran numerosos documentos de historiadores y pensadores, nunca se llegó al debate abierto, colectivo, tan necesario. Benedetti, por su implicación y representatividad, tendría que ser un elemento importante en ese debate.
La segunda etapa de su obra arranca con El país de la cola de paja En él seguía criticando los mismos males sociales que en sus libros de ficción -la cobardía civil, la hipocresía (fallutería), la manipulación sindical, la mentalidad mediocre de la burocracia, la represión como modo de gobernar- pero ahora en forma de ensayo. El libro no cayó bien, sobre todo entre la «intelectualidad». El duro capítulo dedicado a Marcha señalaba que el semanario había accedido al ejercicio de la crítica por pruritos anti-emocionales. Y decía algo importante, que debería estar hoy en el centro de otro debate paralelo al histórico y de igual importancia, el cultural:
«Creo que uno de los más trascendentales defectos de nuestra generación literaria fue la rabiosa anticursilería. Las gacelas de los poetas audiotas, el canjeable empalago de sus sonetos, había dejado en nosotros un trauma estilístico de una hondura tal que desde nuestros primeros palotes literarios le huimos a lo cursi como el diablo a la cruz. Sin consulta previa, cada uno desde su propia duda, decidimos que la crítica era el lógico remedio de la cursilería. Así, pues, nos hicimos críticos: de teatro, de cine, de libros, de arte, de música, de cualquier cosa. Como lectores estábamos sumergidos en Joyce, en Borges, en Rilke, en Proust, en Kafka, en Faulkner. Había algunos entre nosotros para quienes las palabras quiniela, batllismo, milonga, fútbol, murga, sonaban a cosa lejana y extranjera. Yoknapatawpha y Combray quedaban más cerca que el Paso Molino. Por fortuna, la moda pasó antes de que nos resecáramos por completo, a tiempo aún para que comprendiéramos que lo humano tiene una porción inevitable de cursilería, a tiempo aún para que admitiéramos que el suelo que pisábamos se llamaba Uruguay» (8)
El texto, toda una declaración de intenciones sobre su obra futura, nos deja flotando una pregunta: ¿tenía razón el escritor en sus apreciaciones? La realidad parece llevarle la contraria, hoy tenemos los grandes negocios de la murga y el fútbol (hasta se le levantó un monumento a un futbolista en activo) y la cultura está en sus niveles más bajos.
Las curiosidades del libro son varias: «Europa, ese monstruo de cultura que nos atrae, nos encandila, nos apabulla y, en definitiva, nos rechaza (…) Porque si en un sentido reconocemos que somos promedialmente ignorantes, impacientes, primitivos, una vez metidos en ese viejo pozo de arte y pensamiento, confirmamos que somos todo eso y quizá algo más». (…) «Se habla de crisis económica, pero se deja de lado la crisis moral» (…) «La hipocresía es la norma de la sociedad uruguaya». (…) «Como los políticos no cumplen con su deber y los funcionarios son unos corrompidos, abundan las huelgas» (…) «A las bien alimentadas estructuras del fraude no les va bien el escrúpulo solitario, individual. Para esos inconformes, para esos epígonos de la honestidad, se reserva una denominación genérica: resentidos» (…) «Los uruguayos somos criticones, guarangos y desprovistos de pasión, todo ello unido a una inteligencia bastante despierta, a una picardía deshilachada que es casi un estilo de vida, a cierta capacidad para conmovernos y olvidar rápidamente las conmociones».
A grandes rasgos la idea general podría resumirse así: Europa, centro del saber universal, encandila a los uruguayos, pero como son criticones, guarangos, faltos de pasión y muchas cosas más, quedan estancados en la inopia y la mediocridad. La culpa de ese estado de cosas es de los políticos, los funcionarios públicos, los pitucos y los guarangos. Ellos generan los dos grandes enemigos del país, la burocracia y la corrupción. Una aclaración final del autor:
«No caeré en la tendenciosa simplificación de afirmar que la grave crisis que atraviesa la nación sea un problema de izquierdas y derechas. Mucho más que los programas de izquierda y derecha, la raigambre se basa en la malversación de los fondos morales de nuestro pueblo».
Ante las lógicas críticas que generó el libro, sobre todo por no tocar un tema tan fundamental como el económico, Benedetti vuelve a la carga en una posdata a la edición del 63. Aceptadas las críticas y hechos los descargos, nos regala nuevas curiosidades: «En actos de izquierda escuché: ahora, cuando tomemos el poder (…) Aquella falsa aspiración sonaba ridícula (…) Aquello era literatura fantástica». El problema político radica, señala como hicieran y hacen los progresistas del planeta, en la desunión de la izquierda. Sin dar pistas sobre las causas de esa desunión, termina declarándose demócrata y afirmando que defiende la revolución cubana por su pureza moral.
Los razonamientos del libro carecen de sutileza y profundidad. La escritura es simple, para llegar a todos, y no hay citas ni se acude a otras fuentes, todo es cosecha propia. El problema, al fin y al cabo, no es de Benedetti -es su opinión y muy respetable-, sino de quienes lo han tomado como un referente político del radicalismo, incluso como un revolucionario desde la izquierda, justo lo que nunca fue. Y el drama reside en que todo lo que trata el autor en su escrito estaba muy bien desarrollado y explicado por figuras de relieve en el ámbito nacional e internacional, pero que no llegaban al gran público, a las clases populares y medias bajas, que debían conformarse con explicaciones simples y genéricas.
Mención aparte, dentro del mismo texto, merece el «todo tiempo pasado fue mejor», «antes la gente sí que se divertía» y el concepto sobre literatura: «el escritor debe escribir pensando en el lector, de otra forma sería considerado casi un anormal por la gente». Qué lejos quedaba Onetti, que escribía para sí mismo y para Dios. Vendía menos, eso sí.
1971 nos trae otro título: El cumpleaños de Juan Ángel. El personaje central de esta historia es Osvaldo Puente, un niño que nos va contando en verso su peripecia vital a lo largo de varios cumpleaños, rodeado por una familia patética, dentro del mismo país triste y decadente, el país de la cola de paja. Al hacerse mayor comienza a «comprender» su dilema: lo que pasa en la calle no le sirve, y mucho menos los intelectuales burgueses, que en lugar de leer a Kafka y Proust deberían leer a André Malraux, a Fanon, a Brecht. A los treinta y un años, harto de arrastrarse entre tanta inmoralidad, busca y encuentra humanidad y comprensión entre gente que ha dejado de lado las largas charlas ideológicas y políticas para pasar a lo que le da sentido a sus vidas, la acción. Convertido en Juan Ángel, su nombre de guerra, enfrenta con las armas en la mano a las fuerzas represivas antes de huir perdiéndose, junto a sus nuevos compañeros, en las cloacas de la ciudad.
El libro, que lleva al relato ficcionado la situación de El país de la cola de paja, es de una ingenuidad que asombra y la parte final le da la razón a sus críticos más enconados, es de una gran cursilería. La ingenuidad surge a raíz de la poca sutileza de su escritura, unida a una escasa preparación ideológica. A ningún escritor que hubiera profundizado en los clásicos se le hubiera podido ocurrir que la solución para el país gris y triste, en decadencia moral, era el alzamiento armado para tomar el poder, extremo que, curiosamente, encontraba ridículo en la postdata de 1963 de El país de la cola de paja. Sumada a esta contradicción hay una notoria falta de clarividencia: el libro fue publicado en el año de la derrota definitiva del MLN.
Dos años después llegó el innecesario golpe de Estado que hundió al país sin remedio y obligó a Benedetti a exiliarse.
El análisis no quedaría completo, y no haría justicia al escritor, sin hacer mención al momento político en que publicó sus obras. Si hablaba antes del Uruguay sacudido por la revolución cubana, tendría ahora que fijarme en el mundo, inmerso en la Guerra Fría y conmocionado por sucesos de gran relevancia. En 1960 es abatido un avión espía estadounidense (U2) sobre territorio soviético y surge el movimiento hippie. En 1961 es asesinado Patrice Lumumba, primer ministro y líder de la independencia del Congo; fracasa la invasión a la cubana Bahía de Cochinos por tropas de Estados Unidos; se construye el muro de Berlín y es ajusticiado Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana desde 1930. 1962 es el año de la crisis de los misiles en Cuba, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear. Es, además, el año del fin de la Guerra de Argelia, que dejó un balance de medio millón de muertos y de la encarcelación de Nelson Mandela. Durante 1963 es asesinado John Kennedy, presidente de EEUU, y se produce la Marcha sobre Washington encabezada por Martin Luther King. En 1964 se inicia el conflicto armado en Colombia, hay golpe de Estado en Brasil y Estados Unidos decide intervenir en la guerra de Vietnam apoyando al sur. 1965 es el año del asesinato de Martin Luther King, de la Revolución Cultural maoísta y de la intervención de Estados unidos en el Caribe. En 1966 golpe de Estado en Argentina; 1967 es el año del asesinato de Guevara y de la guerra de los Seis Días en Oriente Medio. 1968 es el año del Mayo francés, de la matanza de estudiantes por el gobierno en la mexicana Plaza de las Tres Culturas.
Con semejante panorama nadie con sensibilidad podía quedarse indiferente. La gente se echaba a la calle y la represión crecía. El movimiento alentaba los cambios. Las viejas estructuras patriarcales crujían y se legitimaba a los revolucionarios y transgresores, se valoraba la libertad sexual, al individuo que se margina socialmente, la liberación femenina, la crítica a la familia, las vivencias alternativas.
En Uruguay, el Partido Comunista stalinista dominaba los sindicatos y las organizaciones estudiantiles (aclaro que uso el término stalinista porque esta corriente no tenía nada que ver con el marxismo). También creo necesario mencionar que en aquel tiempo los sindicatos no eran esa maquinaria burocrática en decadencia que son en estos tiempos, eran, con sus errores y aciertos, organizaciones cuyo objetivo consistía en la defensa del trabajador; y la Universidad daba a la sociedad intelectuales comprometidos con ella, no como hoy, que genera empleados para las multinacionales.
El talón de Aquiles del stalinismo (entre otros), se pueda estar a favor o en contra de esta etapa del comunismo (¿o deberíamos decir de transición al capitalismo?), respondía a la idea de la revolución en un solo país. ¿A qué llevaba esa idea en la práctica? A que los partidos comunistas de cada rincón del planeta ponían sus esfuerzos y esperanzas en consolidar la revolución en la Unión Soviética, con el objetivo de que cuando esa revolución se impusiera del todo sería más fácil hacer la propia. Al final terminaron trabajando para una revolución congelada y en descomposición que se vino abajo sola. Sobre este tema hay bastante bibliografía.
Quienes no estaban a favor de esta concepción -a la que criticaban diciendo que al paso que se iba los cambios no llegarían nunca- fueron integrándose a la vía rápida, la guerrilla, el foquismo. Eran en su mayoría estudiantes, gente de las clases medias. Su principal fuente de inspiración era el «Che» Guevara. Pero miren, qué curioso, lo que decía el «Che» en un discurso en la Universidad de Montevideo en 1962:
«Cuando recibí esta gentil invitación, hace unos cuantos días, la consulté con el Presidente Haedo, y el Presidente entendió que era correcto que estuviéramos aquí, y nos pidió que hiciéramos todo lo posible porque no se produjera ninguna clase de incidentes que pudieran manchar esta conferencia, este diálogo, esto que hemos tenido hoy ustedes y nosotros. Yo entiendo que es para mí de elemental cortesía solicitarlo encarecidamente a ustedes, solicitar que sea una demostración de las nuevas etapas a que están llegando -no digamos los movimientos revolucionarios, para no ponerles nombre demasiado atrevido- sino los movimientos populares de toda América, conscientes de la importancia que tienen, y conscientes de que no es necesario extremar la fuerza para lograr lo que uno persigue. La fuerza es el recurso definitivo que queda a los pueblos. Nunca un pueblo puede renunciar a la fuerza, pero la fuerza solamente se utiliza para luchar contra el que la ejerce en forma indiscriminada. Y nosotros -les podrá parecer extraño que hablemos así, pero es cierto-, nosotros iniciamos el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí, en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el Gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra, ni mucho menos, en los países de América. Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre…». (9)
Como es fácil colegir, los integrantes del recién nacido MLN Tupamaros no le hicieron caso, al contrario, tomaron las armas para acelerar el proceso. Hago esta mención porque muchos de los integrantes de la organización se declaraban guevaristas, mientras otros aparecían como marxistas, incluso leninistas, aunque las huellas del alemán y el ruso nunca aparecieron en ningún comunicado y mucho menos en el accionar de la organización o en las declaraciones de los dirigentes. El pensamiento, el programa, no existía, por eso no pudieron avanzar «hasta donde se pudiera ir» de forma pacífica como aconsejara el «Che». El MLN estaba asentado sobre el hacer, la acción, como dejara claro Sendic, su dirigente máximo, a María Esther Gilio en una entrevista en 1985:
MEG – ¿Esto querría decir que el MLN ahora sería un partido revolucionario más junto al comunista y al troskista?
RS -Yo pienso que no, que nuestro pasado es inconfundible.
MEG -¿Qué le da esa inconfundibilidad?
RS – Nuestro pasado guerrillero.
MEG? – ¿Eso le da un perfil especial? ¿En qué sentido le parece?
RS – En el sentido de la autenticidad. O sea que todo el mundo puede hacer discursos y aprobar documentos, pero pocos meten el pellejo ahí.
MEG – ¿Quiere decir que los discursos y los documentos del MLN estarían valorizados por un pasado en que sus miembros se jugaron la vida?
RS – Eso es.
La diferencia entre las dos concepciones políticas de cambio en Uruguay era clara: el stalinismo tenía, aunque distorsionada, una matriz ideológica; el MLN no tenía ninguna, su forma de actuar la determinaba la experiencia. Es por eso que desoyó las palabras de Guevara y subestimó la fuerza del enemigo (los poderosos ejércitos brasileño y argentino, prontos a actuar si fracasaba el uruguayo), lo que supuso un alto coste para el Uruguay entero.
Pese a lo dicho, las críticas a Benedetti por haberse decidido por una escritura abiertamente política me parecen insustanciales, el momento no estaba para romanticismos ni escapes. Y no es el único caso de escitor abiertamente político en América Latina, podríamos nombrar, así de repente, a Rodolfo Walsh y a Jorge Amado. Sin olvidar lo dicho al principio: toda la escritura es política, por acción o por omisión. El asunto del tema carece de importancia, se puede escribir sobre cualquier cosa, el asunto es hacerlo bien. Y yo creo que la narrativa política de Benedetti, siendo la que le dio fama mundial, es la menos valiosa dentro de su obra.
El Benedetti múltiple
A un escritor como Benedetti no puede juzgársele sólo por una faceta, porque incursionó en todos los géneros posibles: poesía, crítica literaria, letras de canciones, artículos periodísticos, humorismo, haikus, actuación, y creo que guiones, en cine.
La poesía es muy importante en su obra. Durante un largo tiempo (aún hay vestigios) la mayoría de las casas de las clases populares uruguayas tenían en las paredes algún poema suyo, aparte de las felicitaciones de Navidad y postales que los difundían. Y todavía hay algún bar en Montevideo con sus versos en las fachadas.
Para referirme a su poesía traeré a colación a tres poetas, dos compatriotas de Benedetti radicados en el exterior y un tercero español.
Enrique Fierro: «Poemas de oficina es un libro que vale más por sus intenciones renovadoras que por sus logros concretos (…) Poemas de hoy por hoy repite, con un lenguaje afín, el intento de inserción en el tan llevado y traído «aquí y ahora».
Al poeta español Antonio Gamoneda (Premio Cervantes 2006) no se le ocurrió mejor idea que decir, en la presentación de un libro suyo poco después de la muerte de Benedetti, a quien se vio obligado a citar: «Un hombre necesario en el terreno del pensamiento social y en el de la honradez, aunque yo no comparto su ámbito poético. Fue un ser admirable, pero utilizaba un lenguaje normalizado, el lenguaje de la comunicación coloquial que, aunque lo respeto, no lo comparto».
Palabras tan normales y sensatas recibieron, no obstante, todo tipo de insultos: cuervo, poeta menor, mala persona, nadie comparado con Benedetti. Entre los críticos, claro, estaba el editor de Benedetti.
Una de las características negativas de los uruguayos, que no sé si Benedetti olvidó entre las muchas que sacó a la luz, es el famoso ninguneo: si se critica a alguien en cualquier campo, aunque se haga con montañas de datos y razonamientos, se va a pedir al crítico que muestre credenciales: ¿quién es para criticar, quien es éste que la radio no lo nombra, qué se cree éste, de dónde sale, quién lo conoce? Frases hechas descalificadoras. Pero tomando el caso de Gamoneda como ejemplo da la impresión que los españoles son más extremos, ni todo un Premio Cervantes le otorga galones para criticar a un best seller.
Dejo para el final el texto de Héctor Rosales, que más que opinar, sugiere:
«Me han preguntado muchas veces por el perfil poético de Benedetti, siempre pensando (dadas nuestras diferencias en ese género) que minusvaloraría la labor de Mario. Pero no es así. Aquella vieja frase del profe Guido Castillo sobre los poetas (la escuché de otro profesor en clase de bachillerato, hacia 1976) puede certificar en nuestro amigo su autenticidad en la materia. Castillo decía (con mis palabras, no recuerdo la cita exacta): “Poetas realmente verdaderos son muy pocos, y lo son en muy pocos versos”. Estoy completamente de acuerdo. Mario Benedetti tiene varias frases, imágenes, tonos, que dan fe de su condición de poeta. Creo que sus mejores textos son los que se apoyan en estructuras clásicas, en especial los sonetos, que lo ciñen a un trabajo de composición más exigente. Está pendiente una antología rigurosa sobre Mario, un libro que, con treinta poemas o algunos más, dejarían cerrada la discusión. Su desmesurada obra en el género, donde la vena más popular le dio fama universal e ingresos económicos (un caso insólito en cualquier época), no ha dejado de impedir la percepción, el descubrimiento del poeta de fondo. El que le dio fortuna interior, capacidad de resistencia, fiel, permanente militancia cultural. Y espíritu propio». (10)
El escritor también incursionó en el humorismo, usando por lo general el seudónimo de Damocles. Él mismo nos da su versión de cómo funcionaba el humor en Uruguay en El país de la cola de paja
«La modesta teoría que aquí se quiere relevar, es que el humorismo resulta el gran nivelador psicológico del uruguayo, el único factor que —tan inconscientemente como se quiera— le permite recuperar su equilibrio y también disculparse, siquiera en forma parcial, frente a su conciencia. Es evidente que el uruguayo opina que aquí se gobierna mal. Puede confirmarlo el lector, interrogando al azar a un taximetrista o a su verdulero, a su tía política o al cobrador de impuestos, al compañero de oficina o al yerno del edil, o, si se descuida, al edil en persona. Sin embargo, ese mismo uruguayo incurre cada cuatro años en la antilogía de votar otra vez a los mismos hombres y a los mismos procedimientos. Colorados o blancos, poco importa. Nunca se da el batacazo de que un partido menor amenace la posición de los tradicionales. Es ahí donde aparece el humorismo y su misión reguladora. El ciudadanopromediolee y escucha bromas a costa del gobierno; las festeja, claro, y, con nuevos adornos y variantes, las hace circular. Hay chistes, de rigurosa invención personal, que circulan como anécdotas, y también anécdotas que, convenientemente deformadas, infladas, condimentadas, ingresan para siempre en los anales del chiste metropolitano. El chiste pasa a ser una especie de desquite, una revancha, más que contra el gobernante, contra la propia debilidad del difusor; algo así como una afirmación —por otra parte inocua— de sus convicciones, un cómodo testimonio retroactivo de que no ha caído en la trampa, de que aún es alguien. En definitiva, se contenta con bien poco, ya que en este país, donde es posible hacer (oral o gráfica o editorialmente) la broma más certera acerca de un Ministro o de un Consejero sin que el futuro se pueble en seguida de campos de concentración, apelar al humorismo como única señal de inconformismo o de rebeldía no representa una increíble hazaña sino más bien una muy verosímil cobardía. (…) Cabe admitir, además, que cada humorista tiene una dosis personal de gracia; si la concentra en una sola nota semanal o quincenal o mejor mensual, puede ser eficaz y hasta brillante, pero si la desperdiga en una docena de burlas diarias, habrá necesariamente de entrar en repeticiones, lugares comunes y groserías, que por lo general constituyen el fondo de reserva para cuando la auténtica comicidad no concurre a la cita». (11)
Agrego un par de textos humorísticos y algunas frases sueltas para ilustrar mejor al lector sobre el sentido del humor de Benedetti.
El hombre que aprendió a ladrar
“Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te sigue notando el acento humano.” (12)
Su amor no era sencillo
“Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales”.
Era tan ordenado que tomaba las vitaminas por orden alfabético
Los lentes de contacto son lágrimas de cocodrilo embalsamadas
No hay Marx que por bien no venga
Robaba perfumes y lo agarraron in fraganti
Nadie es maceta en su tierra
El pobre diputado está en estado de coima (13)
Su humor, como es fácil comprobar, era ingenioso, simple y levemente ingenuo, sin la agudeza de un Groucho Marx ni la acidez y agresividad de un Capusotto, para poner dos ejemplos extremos.
La crítica literaria es otro aspecto a considerar y del que se podría decir mucho, pero excede los límites de este trabajo. Sólo quiero decir que su estudio de la obra de Onetti desde el punto de vista técnico es muy interesante, y formaría parte de esa antología sugerida por Rosales, que yo llamaría de desagravio. No es tan interesante (cede a esa debilidad de la «izquierda» en dividir el mundo en buenos y malos, una manera de pensar moralista, religiosa) lo que escribe sobre la obra de Borges:
“El discurso político de Borges, ese que a través de los años va atravesando y dando sentido a sus ficciones y a sus veredictos, no es por ciento una ambigua trayectoria, sino una larga y bien estructurada agresión a las fuerzas populares de su país y de otras tierras, ya se trate de ácratas o socialistas, comunistas o peronistas. No hay allí concesiones, ni desviacionismos (…)” (14)
Estas críticas hechas a la ligera, sin profundizar, privaron a mucha gente joven (entre ellos a mí cuando aún conservaba esa virtud) de disfrutar de uno de los más interesantes escritores de América Latina. Por suerte, ese paralelismo entre la obra de Borges y sus opiniones políticas ya ha sido dejado sin efecto por críticos literarios como Ricardo Piglia y otros.
Sus artículos periodísticos, sus letras de canciones, sus posibles guiones y demás, quedan para periodistas, músicos y especialistas en cine.
El desexilio
El exilio resultó una experiencia traumática para la gran mayoría de los uruguayos, acostumbrados a vivir en un país de inmigración. La experiencia de verse obligados a abandonar su medio, incluso su familia -en la mayoría de los casos después de haber sufrido persecución, cárcel y torturas- para tratar de integrarse a sociedades con escasa voluntad de recepción, fue de una dureza extrema. Quienes vivimos la experiencia recordamos la espera de las grabaciones con las voces de los seres queridos, las cartas que tardaban en llegar o no llegaban, las voces que se quebraban cuando se hablaba del terruño y a aquellos que no aguantaron y quedaron por el camino.
La prosa fácil, entendible, de Benedetti, caló enseguida en la colectividad desplazada, y también en la sociedad española, que luego de cuarenta años de dictadura andaba buscando referentes. El mundo, mientras tanto, cambiaba a pasos agigantados. El enano enclenque con la cabeza enorme, a través del cual se caricaturizaba a América Latina, había sido decapitado dentro de la Operación Cóndor y su calavera vagaba por esos mundos. África seguía ahí, igual que siglos atrás, Estados Unidos continuaba con sus aventuras y Europa preparaba su unión de mercaderes. El triunfo total del capitalismo se proclamó con la ya esperada, por muchos revolucionarios de verdad tiempo atrás, caída del socialismo real, el stalinismo. Los líderes de Occidente proclamaron a los cuatro vientos el fin de las guerras, de la pobreza, del hambre. Hasta hubo quien se animó a decretar el fin de la historia. Sin enemigo a la vista, el capitalismo haría eso posible. Pero las contradicciones no tardaron en aparecer y en el 2001, con un mundo sumido en más pobreza y hambre que antaño y conflictos bélicos crecientes, surgió de la nada el enemigo necesario para seguir adelante. Ahora no tenía ideología ni color de piel, ni siquiera rostro: era el terror.
La larga dictadura militar uruguaya perdió con el tiempo su razón de ser y el país regresó a la democracia, Benedetti acuñó una definición certera que todos íbamos a usar y a vivir de una u otra manera: el desexilio. Unidos a la palabra iban unos versos que tratamos de hacer nuestros: Quizá mi única noción de patria / sea esta urgencia por decir nosotros.
El desexilio no implicaba sólo el fin del exilio para quienes se habían ido del país, contemplaba también la salida de un exilio interior de los uruguayos que se habían quedado en el país:
«Todo dependerá (decía en abril de 1983) de la comprensión, palabra clave. Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado entrelíneas, que ya requieren una buena dosis de osadía y de imaginación. Los de dentro, por su parte, deberán entender que los exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros deberemos sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos estuvimos amputados: ellos, los que se quedaron, de la libertad; nosotros, del contexto».
La experiencia del retorno fue diversa: unos volvieron para ser bien recibidos y acomodarse a la vida del país; otros esperaban reconocimiento de algún tipo y encontraron silencio. Muchos decidieron pensarse mejor la vuelta. Las experiencias acumuladas en el exterior sirvieron de poco; era difícil comprender vivencias tan dispares, cerrar heridas y sacarse de encima la dictadura. En mis viajes al país, constantes desde principios de los noventa, fui siempre bien recibido (el uruguayo es hospitalario), pero cuando mis razonamientos sobre la sociedad uruguaya no coincidían con los de las personas que vivían en el país, se me recordaba de alguna manera u otra que yo no sufría los problemas diarios que padecían ellos y que en realidad pensaba como un europeo.
El reproche nunca se abandonó. Los uruguayos, para poner un ejemplo, no pueden votar en el exterior. Esta barbaridad, que atenta contra los derechos fundamentales del individuo (máxime teniendo en cuenta que los uruguayos nunca pierden su nacionalidad), fue refrendada por la población, en un referendum, hace pocos años. «Los de afuera son de palo», como reza el dicho popular.
A consecuencia de todo esto (y algo más que ahora no viene al caso), Uruguay quedó partido en tres: Montevideo, los de afuera (por qué me dicen de afuera si yo soy del interior, dice Fernando Cabrera en una canción) y los de más afuera (el exterior). Benedetti mismo, aunque siguió siendo admirado y leído, sufrió varias experiencias amargas; y decían que extrañaba Madrid.
Benedetti falleció en mayo de 2009. Teniendo en cuenta sus dificultades de insersión al medio cultural uruguayo, era lógico pensar que su despedida sería discreta. Nada de eso. Más de veinte mil personas acudieron a sus funerales. Cuentan las crónicas que la primera mujer en ingresar al velatorio declaró: «Acercó la literatura a la gente común, nosotros lo podíamos entender». Hacía justicia al escritor, que una vez dijera a un colega: «Yo quiero escribir para la gente, como si estuvieran leyendo por encima de mi hombro».
Hubiera sido aconsejable dejarle descansar en paz, pero a un grupo de políticos se le ocurrió homenajearlo poniéndole su nombre al aeropuerto de Carrasco. No sé si exagero sospechando que de paso se homenajeaban ellos. Sea como sea, la cuestión es que enseguida comenzaron a aparecer las voces discordantes, venidas todas ellas del profesorado, la crítica y los escritores.
Existía de antiguo una fuerte corriente anti Benedetti en el país, ligada sobre todo al pensamiento conservador y reaccionario, crítico con la vertiente política de su obra. A esa crítica se fueron agregando con el tiempo los transgresores, individuos que buscaban notoriedad a través de la descalificación, o ya la tenían y aspiraban a afianzarla de esa forma (Benedetti los hubiera llamado guarangos).
Decía una de las críticas surgidas a raíz de la idea de ponerle el nombre del escritor al aeropuerto:
“Es difícil decir en qué la obra de Benedetti, hoy, podría contribuir a progreso o avance alguno (…) Como en el fútbol: Benedetti no es el que mejor juega, nadie está diciendo eso; pero es al que la gente más quiere, aquel con el que más puede identificarse. (…) La gente tampoco se termina de identificar con alguien por lo excelente que es en lo que hace. Benedetti no es un escritor que haya producido textos de una particular ‘calidad’. Pero los uruguayos no nos identificamos con alguien, no lo sentimos como nuestro, el mejor o más “representativo” de nosotros mismos, porque produzca cosas de alta calidad (se trate de poemas, goles, engranajes o lo que sea). Otras culturas eligen homenajear a quienes consideran los autores de las obras de mayor calidad (el mejor científico, el mejor poeta, etcétera). Nosotros estamos eligiendo homenajear a los más ‘representativos’, concepto que, en el peor de los casos, suele confundirse con el de ‘los más vendidos’”
Decía otra:
“No hay un estándar único para medir la ‘calidad’, mucho menos cuando se trata de objetos simbólicos, como es el caso de la literatura. En la mayoría de los terrenos en que a menudo ella se mide, casi nadie diría que Benedetti produjo literatura ‘de primera calidad’. Es decir: si comparamos la sofisticación de su escritura, o su capacidad para hacernos pensar o sentir cosas novedosas, o de maneras novedosas, o bien de expandir las posibilidades del lenguaje, o las de la poesía, la narrativa o el teatro, o, para decirlo en breve, su capacidad para decir algo de una manera más intensa, o más precisa, o más abarcadora de lo que ha sido dicho antes, en fin, si comparamos la obra de Benedetti, en cualquiera de estos aspectos, con la de muchos otros escritores uruguayos, no es de los ‘mejores’. Su calidad, medida en esos términos, dista bastante de la de un narrador como Onetti, un dramaturgo como Sánchez o un poeta como Herrera y Reissig. Está lejos de ser un peso pesado. Ahora bien, si se piensa la calidad en términos, por ejemplo, de la capacidad de su poesía para comunicar poéticamente algo para un gran número de personas, muchas de las cuales tienen muy poca relación con la poesía escrita, entonces es un escritor importantísimo. Si se mide la calidad en términos de lo que puede emocionar, por ejemplo, entonces la valoración dependerá de qué te emocione a ti. Y a la mayoría de las personas Benedetti las emociona más que Herrera, Delmira Agustini o cualquiera de nuestros poetas vivos. En el fondo, creo que nadie que sepa algo de poesía o de literatura te dirá que Benedetti es importante por su calidad. Yo diría que lo es por su representatividad”.
Me reservo el nombre de los autores de las críticas debido al ninguneo que ya mencioné, unido a esa costumbre, que se mantiene, de dividir a quienes opinan en buenos y malos.
Ambas miradas no están desencaminadas, pero más allá de los aciertos o los desaciertos de opinión, hubo en todo este asunto mucho de mezquindad. En lo personal, tampoco habría estado de acuerdo en ponerle el nombre del escritor al aeropuerto, había mucha gente en lista de espera, aunque ya puestos hubiera aprovechado para levantarle un monumento en Montevideo, o ponerle su nombre a una avenida. Y no sólo a él sino a tantos otros artistas que tanto prestigio han dado al país y siguen en esa lista de espera a la que me refería. ¿Hay que tener calidad literaria para ser homenajeado? ¿No alcanza con ser representativo? No olvidemos que una avenida y un monumento en sitio central homenajean a Rivera, quien traicionó a Artigas, y otra avenida lleva el nombre de General Flores, uno de los responsables del genocidio de la Triple Alianza en Paraguay. Y podría seguir.
Tengo ante mí, en mi mesa de trabajo, una entrevista a jóvenes escritores nacidos poco antes del cambio de siglo en Uruguay. Sus declaraciones no dejan de sorprenderme. Hay quien afirma escribir «porque escucha voces en su cabeza»; quien asegura que se metió en esto cuando entendió «que la poesía es algo más físico que intelectual» y hasta uno que asegura escribir «porque le gustan sus defectos». En lo que sí coinciden todos es en su extrañeza ante lo «uruguayo», que uno define así: «No sé qué es el Uruguay, no sé qué es la literatura uruguaya».
De repente, traído por mi enorme sorpresa, aparece al rescate Emir Rodríguez Monegal, uno de los más renombrados críticos literarios uruguayos, del que estos jóvenes, con seguridad, ni habrán oído hablar:
«Una de las características más lamentables de nuestra situación de cultura marginal es el robinsonismo del que hablaba Real de Azúa: ese eterno recomenzar que lleva a cada generación a ignorar que la precedente se planteó las mismas cuestiones y las resolvió en forma parecida. Actitud no sólo ignorante sino también suicida, porque obliga a cada escritor a hacer tabla rasa de lo que debió aprender y lo fuerza a empezar -él solito- a crearlo todo en la feria de las vanidades». (15)
Vienen a mi mente algunas lecturas de los últimos tiempos, que señalaban, desde autores a editoriales, la necesidad que tiene la literatura uruguaya de entrar en Europa. El problema es que no veo cómo. Porque por lo que leo, la denominación «poesía uruguaya joven» es un oxímoron. Y la prosa está dedicada a escapar de la realidad, cosa que los europeos ya vienen haciendo desde hace tiempo.
Los dos problemas que señalaba Monegal se juntan: literatura marginal y renuencia de los jóvenes al aprendizaje. El resultado es la ausencia de una tradición literaria. Los buenos escritores, que los hay (algunos excelentes), están exiliados dentro del país, y quienes viven en el exterior son ignorados cuando no ninguneados. Y nos queda, para complicar más la cosa, el tema de la identidad nacional siempre discutida.
En los variados artículos que consideré para llegar al trabajo que presento, los autores coincidían en que la dictadura había creado un vacío generacional que había hecho que los nuevos escritores quedaran sin referencias. Estoy de acuerdo, y agregaría a la dictadura la Operación Cóndor. Y aquí chocamos otra vez con el reincidente tema político. El profesor y filósofo italiano Nuccio Ordine, en una reciente entrevista, nos ilumina:
«En una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio, el conocimiento es la única forma de resistencia. Porque con el dinero se puede comprar cualquier cosa: parlamentarios, jueces, el éxito, la vida erótica. Sólo hay una cosa que no se compra con dinero: el conocimiento. Si soy un gran magnate y quiero comprar el saber, ni un cheque en blanco me valdría. El precio del saber es el esfuerzo personal. El conocimiento no se compra, se conquista».
El profesor abre la puerta a la otra parte del problema, la que tiene que ver con la sociedad en la que el joven trata de desarrollar sus habilidades, «una sociedad corrompida por la dictadura del beneficio», nos dice. Eso es el neoliberalismo, la etapa del capitalismo en la que vivimos.
Benedetti comenzó escribiendo en una sociedad muy diferente, lejos del consumo como lo entendemos hoy, sin tecnología. Una sociedad en la que el intelectual era respetado (la cultura estaba mayoritariamente en manos de la izquierda) y las editoriales cumplían su cometido de publicar aquello que les gustaba. La diferencia entre izquierda y derecha no dejaba lugar a dudas: la derecha defendía el capitalismo y la izquierda se oponía, incluso planeaba derribarlo. También las potencias extranjeras estaban en otra etapa histórica. Estados Unidos era una sociedad industrial y agrícola y Europa se lamía las heridas de la guerra. En un abrir y cerrar de ojos todo cambió. Las revoluciones fueron vencidas y la izquierda, domada, entró en el juego de la democracia. El capitalismo clásico, de trabajo, cambió a aventurero (financiero especulativo), según definiciones de Max Weber. Las editoriales pasaron a ser sucursales de los grupos mediáticos poderosos. Eso significa que una editorial española difunde a sus autores en toda España y América Latina (los universaliza) y sus sucursales sólo difunden al autor local en su medio, en la aldea. Hemos pasado, en ese campo, de una cultura «de mercado» a la cultura de masas, que es la combinación de la televisión, las grandes radios, los diarios, las editoriales de nombre, cuyos dueños son los mismos, casi siempre grupos mediáticos o millonarios deseosos de invertir y ganar dinero.
Como decía antes, el capitalismo se tambaleó en el 2001, y luego sufrió un fuerte revolcón en el 2008. Ahora anda dando tumbos. ¿Cómo se sostiene? No tengo dudas, en la cultura.
«Eso de que todo es ficción es algo que está muy presente en el discurso histórico y en el debate cultural. Me parece que ahí se produce una extrapolación de algo que uno podría localizar más precisamente y decir que es en la cultura de masas donde la distinción entre ficción y verdad se ha perdido. Y que muchos de los filósofos «posmodernos» -entre comillas- trasladan lo que es real en la cultura de masas al conjunto de las prácticas. En la cultura de masas es cierto que se han disuelto las categorías clásicas, entre otras la distinción entre verdad y ficción, que nos movemos en un mundo donde esas categorías han perdido totalmente relevancia. Pero no creo que debemos tomar ese elemento, que es particular a la cultura de masas, como un dato para entender el conjunto del funcionamiento social. Estamos muy amenazados por la expansión de los medios, pero no me parece que un ámbito como la lucha social, por ejemplo, deba asimilar y repetir las posiciones discursivas que genera la cultura de masas (…) Lukács dice en 1913: en el cine la distinción entre ficción y verdad se ha perdido, porque lo que vemos es siempre real. Anticipa ahí una serie de hipótesis sobre el mundo de la imagen, sobre la sociedad del espectáculo, sobre la representación. Me parece que ahí hay un punto de partida para localizar este asunto de la expansión de la ficción, de la ilusión de verdad y el efecto de falsedad de una sociedad de la imagen (…) que nos lleva, a menudo, hoy, a una concepción de la verdad que no es pertinente porque pertenece a un ámbito preciso y no a todas las prácticas de la sociedad. Los filósofos «posmodernos» son filósofos de la cultura de masas y ven el mundo bajo la forma de la cultura de masas». (16)
Es cierto que Benedetti no podría resistir una comparación justa con Onetti, Borges o Rulfo, pero tampoco hace falta. Un par de meses atrás fue entrevistado en España el escritor noruego Karl Ove Knausgaard, un best seller que nos cuenta su vida en libros voluminosos. El entrevistador trajo al tapete a Proust, que también nos contaba su vida. Knausgaard, en un gesto de honradez, le dijo: «La diferencia es que Proust hacía literatura, y yo sólo pretendo escribir».
Onetti aparece en medio de la siesta uruguaya. Viene trayendo de la mano a Linacero, un individuo que trata de despertar a los uruguayos con razonamientos agresivos, muchas veces rencorosos, siempre recordando la decadencia y el vacío existencial. Los cien volúmenes de la primera edición de El pozo tardaron diez años en venderse.
Benedetti también contaba con su Linacero particular, pero la verdad de su personaje, siempre repetido en el futuro, era más simple, más popular, la gente común se identificaba con él incluso desde lo negativo.
«Creo que escribió un tipo de cuentos y de poesía que representaban una gran novedad en su época. En una época en que la literatura latinoamericana buscaba ser muy vistosa, elegante, brillante, él hizo una literatura sobre una clase media más bien gris, burocrática, que existía, en cierta medida, en el Uruguay de su juventud y de su primera madurez. Después el país se volvió traumático. Pero cuando él comienza a escribir, encuentra un lenguaje y unas historias capaces de expresar, de una manera bastante persuasiva, ese mundo de burócratas, de gente que está atrapada en una rutina de clase media; y consigue mostrar eso con autenticidad, con simpatía, con cariño… ‘Montevideanos’, por ejemplo, es un libro muy bonito, y que parecía imposible de escribir en América Latina; lo que buscaban los latinoamericanos eran historias violentas, épicas, llamativas, personajes de excepción, destinos fuera de lo común, todo lo contrario a lo que muestra Mario Benedetti. Y, por otra parte, yo creo que fue un buen escritor… No diría que fue un gran escritor, como lo diría de Onetti, por ejemplo. Pero fue un buen escritor con una obra muy coherente, muy sostenida como ensayista, como poeta, como cuentista…» (17)
Encuentro esta opinión de Vargas Llosa muy honesta (por estar en las antípodas del pensamiento benedettiano) y muy acertada, sobre todo cuando se refiere a los primeros tiempos de Benedetti como escritor. Ese que señala fue el secreto de su inmediato éxito.
«Cierta convicción es necesaria para poder leer, no me parece que se pueda leer si uno no cree que hay una verdad a partir de la cual lee. En ese sentido soy totalmente contrario a las hipótesis actuales que postulan una especie de pluralismo de consenso que existiría como imposición «débil», un dogmatismo de la incertidumbre. Me parece que uno lee porque tiene ciertas hipótesis, parte de cierto tipo de verdad». (18)
Sus numerosos lectores y admiradores, al verse reflejados, han captado en sus escritos la parte que les tocaba de esa «verdad». Siguiendo este razonamiento desembocamos en otro: no sólo es importante qué se lee, sino desde dónde se lee y cómo se lee. Una persona culta, de vida acomodada y acostumbrada a la buena literatura, tenderá a un tipo de libros muy diferente a aquellos que elegirá alguien de las clases populares, cuyo bagaje cultural está ligado a la cultura de masas. Aquí un inciso importante: la cultura de masas no es el sinónimo de la maldad, ni una estudiada conspiración de las multinacionales; es el resultado de haber convertido la cultura en otro recurso más para ganar dinero. Y el dinero se gana, en sociedades de escaso nivel cultural, con productos entretenidos y de muy baja calidad.
Los gobiernos progresistas han colaborado al desastre jugándose por la llamada «cultura popular» y cometiendo al mismo tiempo la barbaridad de hacer suya la europea denominación industria cultural, que convierte todo producto artístico en una mercancía. Por un lado, el cultural, se trata de abandonar la cultura burguesa (un viejo intento de la «izquierda» que costó muchas vidas y sufrimientos) y por el otro, el económico, el fundamental para esa clase social, se le proporciona justo lo que quiere, un negocio rentable donde más duele.
Podría seguir, pero ya me estaría metiendo en el terreno de ese debate histórico y cultural que los nuevos tiempos nos reclaman y que seguimos dilatando. Benedetti, con sus sombras y sus luces, que tuvo muchas, debería ser parte fundamental de esas respuestas, que las numerosas preguntas que nos hacemos quienes transitamos por esos caminos, andan buscando.
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Bibliografía
1) Zum Felde
2 y 15) Rodríguez Monegal
3) Fernando Aínsa
4) Mercedes Rein
5) Abelardo Ramos
6) Cristina Mazzeo
7) Methol Ferré
8, 11, 12, 13, 14) Benedetti
9) Ernesto Guevara
10) Héctor Rosales
15) Monegal
16 y 18) Piglia
17) Vargas Llosa
Gracias a Alejandro Michelena y Ruffinelli, cuyos acertados artículos me mostraron el camino.