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Número 61

Conversación con Onetti (1969) / Emir Rodríguez Monegal

Revista Malabia número 61

Conversación con Onetti (1969) / Emir Rodríguez Monegal

ERM – Preferiría empezar preguntándote qué estás escribiendo

JCO – Estoy haciendo una novela que va a ser fatalmente larga. Cada vez que me pongo a escribirla aparecen cosas nuevas, o se imponen nuevas cosas, y entonces así empieza lo que llega ahora a mil páginas. Eso tiene, sin duda, una tarea de expurgación posterior. Pero no me gusta mutilar la obra cuando la estoy escribiendo. Por eso no sé lo que saldrá.

ERM: ¿Cuál es el tema?

JCO: El hombre que había salido de la ciudad maldita.

ERM: ¿De Santa María?

JCO: Sí, pero no pienso entrar por ahora en lo de Santa María, porque detrás hay cosas harto conocidas. Ese hombre se va de Santa María y viene a Montevideo. Es un poco lo que me pasó a mí cuando volví de Buenos Aires.

ERM: ¿Y por qué volviste?

JCO: La verdad es que hice todo lo posible por venirme a Montevideo, por razones económicas también. Era la época de Perón y estaba escribiendo mucho, y lo que pasaba allí políticamente no me tocaba para nada, quiero decir que yo no era argentino. Hasta tenía el orgullo de decir: esas cosas no suceden en mi país, en el Uruguay. Un orgullo estúpido, pero yo sufría espiritualmente por estar allá. Por eso me vine. Fue la vorágine de la vuelta, propuesta en lo personal por viejos amigos de la juventud: Maneco Flores, Luis Batlle y Michellini. Después del triunfo de 1954 querían que me viniera a Montevideo. A última hora decidí que lo haría.

ERM: Y te viniste a trabajar en el Municipio, primero en una Biblioteca Infantil y después en otra dependencia. Y, además, te viniste para seguir escribiendo: El astillero, Juntacadáveres y esa nueva novela. Pero volvamos al tema: ¿quién se escapa de la ciudad maldita?

JCO: Es un personaje apenas esbozado en El astillero, un tipo que no llega a Jefe de Policía, es sólo jefe del destacamento de policías. Tiene sólo una escena en la novela, cuando se ahoga uno de los socios de Larsen, Gálvez, ¿te acordás?, y que lo llevan a Larsen a la morgue enseguida, del destacamento, para que lo identifique. Ahí tienen los dos un diálogo amable entre tira y macró. Bueno, este hombre es el que dispara de allí porque tiene cierta libertad, porque él quiere ser otra cosa, no lo que es allá. Y huye hacia algo que podemos llamar Montevideo.

ERM: ¿En la novela se identifica como Montevideo?

JCO: Se reconoce. Lo que pasa es que no quiero seguir hablando de esto. Hay un consejo que anda por ahí, que no conviene contar el argumento de una novela que estás escribiendo. Es una superstición: el que cuenta el argumento después no escribe más. Pero no sé si ponerlo como superstición o como hecho. Es lo que le pasa a Paco Espínola.

ERM: Estaba pensando que Paco se pasa contando cuentos sin escribirlos.

JCO: Tendría que escribirlos, aunque me imagino que psíquicamente tendrá la sensación de que cumplió, que ya escribió el cuento de tanto contarlo.

ERM: Sí, creo que tenés razón. Y, además, hay que respetar la superstición de los autores, sea o no justificada. Pero si en vez de contarme el argumento me dijeses a qué parte del ciclo de novelas tuyas pertenece dentro de la saga de Santa María. Es decir, dónde la ubicarías cronológicamente.

JCO: Yo creo que va a posteriori a todo lo escrito hasta ahora. Muy pocos personajes de las otras están en esta, muy pocos.

ERM: En cierto sentido llegaría a completar un ciclo ya conocido.

JCO: Sí, sí, y además me sirve para contar muchas cosas que me ocurrieron cuando vivía en Montevideo, antes de irme a Buenos Aires; cosas que me interesaron como tema literario. El personaje también estuvo en Montevideo, así que puedo usar esas cosas. ¿Llegó a tus oídos la fabulosa historia de las mellizas?

ERM: ¿Por qué no me la contás?

JCO: Podría ser larga para contarla. Eran dos mellizas menores de edad. Andarían por los 17 años. Las llamaban la melliza mayor y la menor. Las dos muertas de hambre, se dedicaban a la prostitución. Una prostitución curiosa, porque la mayor, pese a su edad, se manejaba, sabía cobrar. La menor, de la que me acuerdo, era rubia y esquelética, parecida a Loretta Young. ¿No sé si te acordás de Loretta Young?

ERM: ¿Y vos no te acordás que soy crítico de cine?

JCO: Esa chica venía de Punta de Rieles, donde a veces íbamos por Camino Maldonado. Como te digo, la mayor cobraba, la otra ni un cobre. La mayor se ponía furiosa, la retaba, la insultaba. La pobrecita decía: ¿Y que querés que haga si cuando les digo que me paguen se ponen a reír?

ERM: Es un buen cuento.

JCO: ¿Cuento? Llamá a testigos.

ERM: Bueno, los mejores cuentos son de testigos.

JCO: Toda la barra del café Metro te puede salir de testigo. Por esa época yo iba mucho al Metro, porque era el punto de reunión de los amigos allá por la media noche. Yo trabajaba y vivía en Reuter prácticamente. Te estoy hablando de cuando empezó la guerra, por el 39. Y Reuter estaba al lado del café Metro, cerca de donde está ahora la administración del diario El País. Recuerdo que una noche llegué a encontrarme con la melliza, la menor. No lo vas a creer, pero fatalmente ella perdía el último ómnibus o tranvía. Entonces tenía que quedarse acá. Tampoco podía ir a un hotel. La única solución era pasar la noche en una casa de citas. Me acuerdo que era imposible la relación, muy extraña. Y siempre pasaba los mismo. Ella se quedaba conmigo, o me seguía por los cafés. Una noche, por ejemplo, estábamos en un restaurante que quedaba cerca del Tupi Nambá, te hablo del viejo, claro, y yo estaba metido en una discusión con uno de la barra del Metro. Era sobre Joyce. Y yo lo estaba defendiendo. Y alguien dijo que el Ulises era un mamarracho.

ERM: ¿Habían tomado la precaución de leerlo por lo menos? Entonces no estaba traducido al español.

JCO: Yo lo había leído en inglés con ayuda. Y también la traducción francesa que es bellísima. Los otros no sé. Creo que sí, pero no sé. Lo que te quiero contar no es eso. Me acuerdo que la melliza menor, mi amor, estaba limpiando los anteojos mientras yo discutía. Entonces, de pronto, tiró los anteojos y dijo: «Ustedes se callan, imbéciles. Ustedes qué saben del Ulises, qué saben de Onetti.». Eso es amor, sabés.

ERM: Eso es amor y sentido común, porque seguro que sabías más que los otros y habías entendido de qué se trataba.

JCO: No sé si lo había entendido. Pero había sentido el conjunto de la cosa y la extensión viva que todos esos no veían.

ERM: Este período que estás evocando ahora, y que es el período en que escribías El pozo y trabajabas como secretario de redacción en la recién fundada Marcha, ¿aparece reflejado en tu nueva novela?

JCO: Claro, este período montevideano aparece cuando el hombre logra escapar de la ciudad maldita. Entonces lo vive. Mejor dicho no lo vive, lo tiene dentro, y así aparecen una serie de peripecias que yo viví o de las que fui testigo.

ERM: ¿En qué terminó la melliza que parecía Loretta Young?

JCO: Desapareció. Yo conseguí que una amiga la empleara, no como sirvienta, más bien como compañía. Mi amiga tenía una casa grande frente a la Caja de Jubilaciones. Le había explicado mi historia, cómo llegué al punto de querer casarme con ella como única solución, para ella y mi conciencia. Aquel sufrimiento permanente de estar perdiendo el ómnibus o el tranvía cada día y estar por ahí hasta las doce o la una. Había arreglado todo para darle a mi amiga el sueldo de la melliza sin que ella se enterara. En la entrevista parecía muy contenta. Después, cuando salimos, me dijo: «Para mí es un truco. Te vas a la gran puta. Ya me di cuenta cómo te mira esa mujer…» Yo creí que había solucionado una existencia, ¿te das cuenta? Por lo menos le había encontrado un motivo para no andar yirando.

ERM: Y a propósito de la melliza. Aunque hay mujeres en tu obra nunca ninguna ocupa un lugar central. ¿Por qué?

JCO: Es cierto. No hay ninguna novela mía cuyo personaje central sea una mujer, pero en La vida breve hay eso que llaman un monólogo interior pero donde están respetuosamente puestos todos los puntos y comas, en que una mujer está hablando de un hombre. Ahí se muestra a la mujer por dentro, desde el punto de vista de ella.

ERM: A eso voy. Lo que se plantea allí es precisamente el problema del narrador hombre que trata de mostrar el personaje mujer por dentro. Muchos escritores lo pueden hacer, otros lo intentan y fracasan, como Quiroga en Historia de un amor turbio. Otros ni siquiera se toman el trabajo.

JCO: Para mí el mejor ejemplo es el de Joyce. El monólogo final de Ulises, de Marion Bloom, yo no sé qué fuerza de autenticidad tiene pero confío muchísimo en que la tiene. ¿Hasta dónde un hombre entiende a una mujer? ¿Hasta dónde una mujer entiende a un hombre? Además, una mujer entiende a un hombre de una manera muy objetiva, lo digo en el sentido de la pasión, aparte del amor. A un hombre le debería importar una mujer exclusivamente desde un punto de vista subjetivo, es decir, de su propio punto de vista de hombre. No hablo de las excepciones. Y eso creo que es lo que se ve en mi obra.

ERM: ¿Nunca discutiste con una mujer el monólogo de Marion Bloom? Quiero decir si a ella le parecía o no el verdadero monólogo interior de una mujer.

JCO: No, eso no, pero llegué a una cosa muy divertida con una niña de Buenos Aires que me pidió que le regalara el Ulises traducido. Entonces yo le dije: Te lo regalo si vos me leés las cuarenta páginas del monólogo a solas y en voz alta. Y ella me dijo: Claro que sí. Pero creo que no había pasado de las diez páginas cuando se acabó la historia literaria. La anécdota termina ahí.

ERM: Entonces sigo por otro lado. No sé si viste la película que hicieron sobre el Ulises. Casi lo único bueno, a mi juicio, es el monólogo de Molly. Ahí se oye a la actriz recitar fragmentos del monólogo. Sólo entonces las imágenes adquieren cierto sentido. Cuando están sostenidas en el discurso de Joyce.

JCO: Es que el texto tiene poesía. Porque si miramos bien no es nada más que el monólogo interior de una pobre vieja, una infeliz que se acuerda de cuando era joven, y mezcla todas esas cosas, el clavel o la rosa, con la menstruación y los hombres que tuvo, o la tuvieron. Sin embargo, el tipo salva todo eso y le emboca el tono justo.

ERM: Sí, es un poco lo que le pasaba a Swift cuando se acordaba que su Stella también iba al cuarto de baño y no precisamente a lavarse los dientes. Pero nos hemos alejado de la novela que escribes ahora y es culpa mía.

JCO: Sí. Después está el retorno a Santa María. Ya está todo montado pero no quiero entrar en detalles. Me limito a contarte que el individuo, después de un período en el que se cree en libertad, o se siente libre, en Montevideo, está haciendo diversas cosas, pinta, dibuja, crea. Entonces se viene desesperado a Santa María. No tiene permiso, o pasaporte, o lo que vos quieras. Su empeño es buscar por todos los medios el retorno a Santa María. Bueno, hasta ahí te cuento, nada más.

ERM: ¿De dónde sacaste el nombre de Santa María?

JCO: No sé.

ERM: Sin embargo, Santa María no es Buenos Aires porque no es una gran ciudad y además los personajes a veces van de Buenos Aires a Santa María (como en La vida breve) o al revés (como en Para una tumba sin nombre). Es otra ciudad, más bien un pueblo.

JCO: No sé por qué te tomás tanto trabajo.

ERM: A mí se me ocurrió decir una vez que tiene toques de ciudades del Río de la Plata, quizá Colonia o Rosario.

JCO: Tal vez. Pero todo eso no me importa.

ERM: Me gustaría conversar contigo sobre el ciclo entero de tus novelas. Cómo empezó a formarse en tu cabeza, cómo surgió, etc. Repasarlas no desde el punto de vista crítico, eso ya se ha hecho, sino desde tu punto de vista.

JCO: Son de esas cosas que pasan fatalmente. Se estaba formando dentro de mí sin que me diera cuenta. Me acuerdo que estaba en Buenos Aires, en la calle Independencia 858, y un día que me iba al trabajo, mientras caminaba por el corredor de mi apartamento me cayó así, del cielo, La vida breve. Y la vi. Me puse a escribirla desesperadamente. Sería dos años antes de publicarla, en el 48. A tal punto vi el asunto, fue tan poco deliberado, que no sé realmente por qué diablos fue así. Pero ya estaba allí el final de Larsen como aspirante al prostíbulo ideal, el prostíbulo perfecto de Santa María. Sólo cien años después lo escribí en Juntacadáveres.

ERM: ¿Eso fue lo primero que pensaste o viste?

JCO: Vi la despedida de Larsen, su adiós. Te digo que fue una cosa extraña, porque en el momento de la visión, de ver esa extraña despedida de Larsen con la policía al lado, yo no pensaba escribir Juntacadáveres y, por consiguiente, no pensaba escribir El astillero. Llevar la explicación por el lado del cine sería lo más comprensible. Es como algo de lo que no sabés el sentido pero te gustaría filmarlo, porque algún sentido tiene, ¿no? Lo mismo me pasó, aunque en otro plano, con El astillero. Yo estaba escribiendo Juntacadáveres y la tenía mediada cuando de pronto, por una de esas (uno puede tener sus cosas detestables), hice dos astilleros, uno en Buenos Aies, en el Dock Sur, y otro en Rosario.

ERM: Que es casualmente la ciudad donde muere Larsen.

JCO: Exacto. Yo conocía al astillero de Dock Sur y conocía a uno de los gerentes del otro, el de Rosario. Esa empresa que había hecho el señor Du Petrie y que llegó al punto de tener una línea de ferrocarril sólo para el astillero de Rosario. Pero te quería hablar del otro. La empresa estaba en quiebra cuando conocí al señor Fleitas, un viejito duro, bien vestido, muy convencido de que iban a ganar el pleito. Aunque luego hubo que rematarlo todo. Pero cuando lo conocí estaba aguantando a los acreedores y los embargos muy convencido. Fui al astillero acompañado de uno de los gerentes, uno de esos hombres que viven en el reino de su propia ilusión.

ERM: Es decir, que en Du Petrie tenías ya a Petrus y en Fleitas a uno de los empleados de la novela.

JCO: Sí, pero hay más. Misteriosamente Du Petrie mantenía todo como si el astillero siguiera funcionando. Todo estaba sellado por el juez, inmunizado por la justicia. No se podía sacar ni poner nada. Pero él había conseguido una llave y entraba. Tenía su oficina, una oficina fabulosa, en la calle Florida en Buenos Aires donde estaba todo abandonado. Una mugre, un polvo espantoso. Había una de esas mesas de escritorio, de petiribí, una maravilla. Fui a verla por invitación de uno de los gerentes. No te lo nombro porque es padre de un amigo, persona muy conocida. Ese hombre me invitó un día a visitar el astillero de Dock Sur. Toda aquella riqueza de material no sé si logré describirla en la novela, pero era riqueza tirada. Había unos remos que estaban hechos con una madera que sólo se consigue en la India. Yo tuve uno en mi apartamento, después se lo regalé a uno que remaba de veras. Y había un boliche que debe estar en la novela. Era un galpón con techo de zinc y en una de las vigas tenía un cartel que decía textualmente: «Prohibido el porte y el uso de armas». Genial. Fijáte que todos los sábados aquello era puñaladas y tiros. Si ya prohibís el porte de armas, ¿para qué vas a prohibir el uso. El bailongo ese del porte de armas era cierto, como lo era el astillero, los gerentes y el dueño que se creía que todo se arreglaría. Desgraciadamente, nada de eso es una creación. Todo estaba allí, pudriéndose, agujereándose, deshaciéndose. A mí lo que me importaba de la historia era la nueva visión y la nueva derrota. Por eso aparece Larsen.

ERM: No estaba inventado Larsen, y eso es lo que importa,

JCO: Claro, la cosa para mí era al revés. Porque para mí lo primero era Larsen y aquella visión que tuve. Para mí, Larsen existe. Lo veo como un individuo que hace un gesto cuya fuerza es notable porque no se puede creer en él. No sé si me explico. Él trata de fabricar su redención por medio de una nueva esperanza. Después de fracasar en el prostíbulo de Santa María a triunfar en otra cosa. Entonces acepta el juego del astillero arruinado, acepta el absurdo. Acepta el sueño de Petrus. No se puede saber por qué Larsen es así en ese período. Y por qué tiene la ambición de casarse con el dueño del astillero.

ERM: Dirás con la hija del dueño…

JCO: Y, había tantas obras sobre temas homosexuales en el concurso de novelas de Primera Plana, que me equivoco.

ERM: Te contagiaste.

JCO: No tanto. Bueno, Larsen quería casarse con la hija de Petrus. Tampoco el casamiento era para formar un hogar. Era más bien la realización de un status económico. Aunque él sabe que el astillero es una ruina sin solución. Y la cosa se convierte, por eso, en una cosa de status moral, espiritual, digamos. Pone en juicio el juego mismo. Y todo termina sórdidamente: en ese entrevero con la sirvienta de la hija, no con la hija misma, con esa sirvienta achinada de provincia, que lo lleva a la casa pero a las habitaciones del subsuelo, a las habitaciones de la sirvienta, con la foto de Carlitos Gardel y la Virgencita de Luján. Es decir: que al final lo único que consigue Larsen es volver a ser el que era, el de antes, el porteño que fue.

ERM: El macró que aparece en Tierra de nadie en 1941.

JCO: Sí, se me apareció allá, tenés razón.

ERM: Siempre me ha intrigado un poco el hecho de que Larsen, a lo largo de tu obra, fuera creciendo de una manera que no hacía prever para nada el Larsen de la primera aparición en 1941. Ni siquiera el Larsen de La vida breve.

JCO: Lo que pasa es que para mí, durante un tiempo, Larsen era sólo Larsen. No había llegado a la categoría de Juntacadaveres. Quiero decir que al principio era sólo un macró porteño, un tipo que explotaba mujeres en el ambiente y nada más. Un tipo convencional, mucho más despreciable, mucho más en decadencia. Pero un día, así de repente, se me ocurrió que este macró tiene una ambición: el prostíbulo perfecto, y se pone a juntar mujeres (cadáveres si querés) para realizar su sueño, y se las lleva a Santa María. La diferencia entre el Larsen de antes y el Larsen (juntacadáveres) de ahora está ahí. Un día sentí, porque lo sentí, que el individuo, el tipo, el coso, como quieras, tiene su porcentaje de fe y su porcentaje de desinterés, por lo menos inmediato. El individuo ese es un artista. Claro que el concepto me salió muy entreverado.

ERM: No creo. Yo entreví este concepto (aunque no aplicado a Larsen) cuando hice una crítica bastante detallada de La vida Breve en 1951. Allí buscaba señalar los distintos planos de interpretación de la novela y cuando llegaba al plano final, en que hay una interpretación del artista como creador que es paralelo al otro creador, Dios, me pareció que estaba dando una clave importante para descifrar toda su obra.

JCO: Yo sentí bruscamente a Larsen como un artista. Él no iba exclusivamente en busca de dinero como macró cuando puso el prostíbulo. Tenía un sueño del prostíbulo propio y de la mujer perfecta para cada tipo. Era muy complicado y no pudo realizarlo del todo. Hizo una caricatura. Pero el mundo está lleno de fracasados.

ERM: Uno de los problemas de tu saga sobre Santa María es que El astillero se publicase antes que Juntacadáveres aunque la historia que cuenta ocurre después.

JCO: Yo llevaba mediado Juntacadáveres cuando tuve la visión del derrumbamiento de Larsen. Entonces interrumpí la obra para escribir El astillero, y sólo cuando la terminé volví a Juntacadáveres. Creo que esto le hizo daño a la novela. No sé, no la he vuelto a leer. No he vuelto a leer nada mío, salvo cuando necesito algún dato para mi nueva novela.

ERM: ¿No tenés fichas, genealogías, planos, nada?

JCO: Nada. En un tiempo tenía un plano de Santa María, pero era más grande que yo y lo rompí.

ERM: A propósito de eso tengo la impresión de que Larsen cambia de tamaño y hasta de peso y apariencia física en tus novelas. A veces aparece más gordito y chiquito y otras más flaco y espigado.

JCO: Puede ser. Aunque mi impresión es que en Juntacadáveres todavía está fuerte y poderoso, eso que llamamos pesado, pisando fuerte. En El astillero está la desgracia, la decadencia de Larsen. Ahora hay una cosa clara, acepto como fracasado al de El astillero. Pero como terminé Juntacadáveres después de El astillero, la terminé de escribir sabiéndolo anciano y liquidado. Entonces sí, puede ser que dentro de Juntacadávres pierda peso.

ERM: La pérdida de peso la manejo en otro sentido. Hay una diferencia de tono muy grande entre la primera parte de la novela, que es cómica, y tiene un empuje irónico, satírico, y la segunda parte en que se anuncia ya el tono fúnebre de El astillero. Lo que pasa es que ese cambio se puede explicar no sólo por el hecho de que la segunda parte fue escrita después de El astillero, sino porque hay también un cambio en la situación de la novela. El chiste del prostíbulo ya no es un chiste al final. El cambio se justifica entonces no sólo por los azares de la composición de ambos libros sino por el sentido mismo de la obra.

JCO: No sé. Pero otros críticos han opinado diferente, han llegado a decir que en Juntacadáveres los personajes se mueven de manera no explícita, que se termina la obra sin saber cuál es el destino de ellos.

ERM: Con esa objeción también se podría atacar el Ulises, porque leyéndolo no se sabe qué va a pasar el día siguiente. El argumento me parece idiota. Y además injusto, porque Juntacadáveres tiene de interesante que está abierto a otras novelas tuyas. Porque continúa no sólo en El astillero, cerrando el destino de Larsen, sino en Para una tumba sin nombre, siguiéndole la pista a Jorge Malabia, y también en la novela que escribís, según contás. Pero yo quería discutir otra cosa, porque para mí hay dos puntos de vista sobre Juntacadáveres. Uno es precisamente del lector que sabe que forma parte de un ciclo y que puede entender perfectamente que sigue su desarrollo narrativo en otras. Y la otra es del lector que no lo sabe y se concentra en lo que la novela sí cuenta: la historia del prostíbulo, que tiene principio, medio y fin, y que es muy pero muy clarita.

JCO: A ese lector no le importa más que la novela. Y los otros, los que siguen mi obra, saben que mañana, a lo mejor, necesito un chivo enterrado donde se me ocurra y me dé la gana.

ERM: Y tenés todo el derecho del mundo. Si enterraste el chivo en Para una tumba sin nombre, podés desenterrarlo donde quieras. Yo te diría más. El astillero se presta más a ese tipo de crítica que citabas y que te tiene con la sangre en el ojo. Porque en esa novela los antecedentes de Larsen resultan misteriosos y sin haber leído Juntacadáveres no se sabe de qué derrota se tiene que vengar Larsen. Los antecedentes del personaje son desconocidos para el lector de esta novela.

JCO: Claro, claro. Pero eso es lo que yo quiero, que se pregunten quién es Larsen, por qué se llama así la novela, qué es el astillero

ERM: Sí, pero el lector que se hace esas preguntas no tiene por qué pedir al autor que se las conteste con la biografía del personaje. Hay otra lectura posible de la novela, en que las respuestas a esa pregunta (y no a la biografía de Larsen, o del fundador del astillero, o de quien sea) están en la novela misma y son respuestas de otro tipo, existenciales digamos. Por eso la obra puede ser leída de dos maneras completas: como obra parte de un ciclo y como independiente. Desde ese punto de vista es legítimo decir que El astillero no se puede entender si no conocés las obras del ciclo como decir que se puede entender por sí sola, porque ofrece un mundo cerrado, coherente y completo en sí mismo.

JCO: Además, el argumento de que la obra es incompleta o no se entiende puede aplicarse a muchas obras y autores. En Balzac hay ejemplos de personajes que aparecen un momento y uno apenas tiene tiempo de conocerlos y después resulta que son protagonistas de otras obras importantes. Y lo mismo te digo de Faulkner. No hay obligación de que el autor tenga que escribir una obra completa sobre cada personaje, cerrada y perfecta.

ERM: También hay que tener en cuenta que el desarrollo del personaje a través de varias novelas ofrece el interés agregado al lector de ver el ciclo novelesco con una gran perspectiva. Con Larsen le das al lector la oportunidad de ir descubriendo al personaje desde ángulos muy distintos. En Tierra de nadie es sórdido, pero a través de otras novelas vemos que comienza a espiritualizarse, a trascender y en El astillero ya se le ve en una dimensión superior a la que hubiera podido imaginarse en la primera novela.

JCO: Estoy totalmente de acuerdo. Rememorando al Larsen de las primeras novelas hay que verlo como un personaje cursi, un pobre desgraciado, un pobre diablo. Por el ejercicio de la voluntad se va espiritualizando. En los años que se pasa llevando los libros del astillero es para esconder que es, que ha sido, un cafisho, un explotador de mujeres, toda su vida. Por lo menos para mí. Creo que es al crítico a quien toca discutir al personaje desde el punto de vista del espiritualismo, o aún del misticismo.

ERM: Siguiendo por ese camino lo veo casi como una figura de Cristo. No sé si estas palabras son demasiado fuertes. No digamos un Cristo así entero, sino con una parte de Cristo: una víctima expiatoria, un chivo emisario. La parte final de la tragedia del astillero muestra un sentido profundo de la expiación, y no sólo de los pecados propios. Al asumir la gerencia, Larsen asume la culpa de la empresa, de todos.

JCO: Sí, eso puede ser porque hay un fondo cristiano mío. En el sentido de una cosa ideal que está ahí. No como una cosa deliberada, es claro.

ERM: No tenés nada de Graham Greene por suerte, ni tus novelas son «edificantes» en este sentido, ni tampoco deliberadamente alegóricas, aunque pueden leerse como alegoría.

JCO: No podría hacer eso ni aunque quisiera. ¿Conocés el chiste viejo del tipo al que le preguntaron qué mensaje tenía su novela? Contestó que si querían mensajes fueran a la Western Union. Yo no puedo concebir a alguien que se sienta a escribir para transmitir un mensaje. Sí concibo, y lo concibo porque lo he hecho, que uno se siente a escribir un ensayo o un artículo periodístico para dar un mensaje. En las novelas están Tata Dios y Onetti, nada más.

ERM: Volviendo a Larsen y a El astillero, la novela fue interpretada por el crítico inglés David Gallagher, en el New York Times como una alegoría de la decadencia actual del Uruguay. Como además, la novela está dedicada a Luis Batlle, tal vez sería posible atar esas dos moscas por el rabo y sacar conclusiones.

JCO; Batlle era amigo mío y le dediqué el libro como hice con otros amigos. Además, es una gran persona. Ahí tenés su retrato, miralo. Era como un niño. En cuanto a si El astillero es una alegoría, no lo creo. No hay alegoría de ninguna decadencia. Hay una decadencia real, del astillero y de Larsen.

ERM: De acuerdo. Y sé que te enojaste cuando el editor quitó la dedicatoria a Batlle en la segunda edición. Pero yo iba a otra cosa. La lectura de Gallagher es de crítico y puede tener razón. En ese sentido yo sugería ir más lejos y establecer un paralelo (no directo sino alegórico) entre el esfuerzo de Larsen por salvar el astillero y salvarse y el de Luis Batlle por salvar el Uruguay y la herencia del viejo Batlle y su propia carrera.

JCO: Para mí Luis Batlle es un gran amigo y Larsen un personaje imaginario que yo vi, completo, en un solo gesto definitorio, un día de 1948. Ya te lo conté. Y no puedo ver la relación, pero no importa.

ERM: En La vida breve tú partes de una narración de tipo realista, muy en el estilo de tus novelas anteriores, pero de pronto el personaje central, Brausen, se empieza a imaginar un mundo distinto al real, que él llama Santa María, hasta que al final de la novela se escapa de su mundo real para ir a vivir en el mundo imaginario. Todo esto se parece mucho a Borges o Bioy casares.

JCO: Sí, pero las cosas son distintas. En primer lugar, en todo el comienzo de la novela, Brausen hace algo muy corriente: se imagina a sí mismo en otra vida. Todo el mundo que yo conozco practica, consciente o inconscientemente, lo que se llama el «bovarismo» desde hace mucho tiempo. La vida imaginada. Hay gente ahora, por ejemplo, que quisiera ser Leonardo Favio, o ese animal que canta por la radio, ese Palito Ortega. Cuando Brausen empieza a imaginarse Santa María, y se pone a componer mentalmente un folletón, o un guión de cine, para ganarse la vida, para subsistir, lo único que realmente quiere, su único deseo, es salirse de su vida, ser otro. Ni siquiera busca ser otro mejor, más importante, más rico o inteligente. Simplemente quiere ser otro. Como la Bovary.

ERM: Brausen empieza a vivir como cafisho en el apartamento de al lado, de la misma forma que la Bovary empieza a tener amantes, como las heroínas de las novelas románticas. Pero después, cuando Brausen se escapa de la real Buenos Aires y va a dar a la imaginaria Santa María, ¿cómo hacés para marcar la transición, cómo llevás a Brausen hasta entrar en Santa María?

JCO: Brausen simplemente se imagina Santa María. Creo que es bastante. Cuando se la imagina, cuando descubre que es un mundo posible, puede entrar. Pero Brausen, y eso te quería decir, no tiene ningún tipo fijo de aspiración. Y de pronto se encuentra con el milagro ese de que escribir es como ser Dios. Uno puede escribir dos paginitas, por ejemplo, y empezar: «Juan López, de Tacuarembó, se levantó a las seis de la mañana un día del año 1964», y si se le ocurre, digo si se le ocurre a Brausen, podía haber puesto Cuareim en lugar de Tacuarembó y Pérez en lugar de López, y 1920 en lugar de 1964. Y entonces puede tener la sensación de ser como una espada, y la espada es la palabra de Dios. Y todo lo que escribe es fácil y mentirosamente definitorio. O dicho de manera más simple, ese individuo tiene un poder, el de decir una palabra, poner un adjetivo, modificar un destino. Eso le pasa a un desgraciado como Brausen, y cuando descubre ese poder lo usa para entrar él mismo en su mundo imaginario.

ERM: Tú tratas el fenómeno estético de una manera y a mí me gustaría tratarlo de una forma un poco más obvia. Vamos por partes. Lo primero que crea Brausen es otro personaje para vivirlo él mismo. Había sido hombre de una mujer, la legítima, había vivido en el orden y dentro de la ley y después se va a vivir con la Queca y se convierte en macró. La segunda etapa es la creación de Santa María, con sus personajes y su historia propia. La primera creación es el bovarismo, que todos tenemos en potencia y que Brausen y Bovary llevan a la realidad. Pero la segunda implica una metamorfosis radical y que no todos pueden realizar: no ya de una persona, personaje o máscara, sino la de un mundo. Aquí Brausen está actuando como creador novelesco. Como Onetti, digamos. Y aquí es donde aparece el parecido con Borges o Casares, porque los personajes de ellos también crean mundos imaginarios en los que acaban por interpolarse, como es el caso del asceta soñado por otro en Las ruinas circulares o el protagonista de La invención de Morel.

JCO: No sos el primero en establecer esa relación con Borges. Hay un crítico un poco áspero, se llama Cotelo, que siempre que escribe sobre un libro del suscripto lo califica de solipsista, frase que también siempre se aplica a Borges.

ERM: La vinculación entre La vida breve y la obra de Borges la establecí en 1951 en la revista Número. En esa época Cotelo leía a Mickey Mouse.

JCO: ¿Sos tan viejo, che? Otros críticos han hablado del asunto y creo que lo de solipsista es un disparate, porque como dijo Darío, ¿quién no lo es? Lo del solipsismo es lo más viejo del mundo.

ERM: Sí, vos querés decir que no podemos salirnos de nuestro yo, que esa es nuestra fatalidad, aunque el viejito Berkeley quería decir otra cosa más técnica sobre eso del solipsismo. Y Borges también. Pero tal vez lo que Cotelo quiere decir, si quiere decir algo, es que por tu solipsismo (el tuyo, a tu manera) tú te acercas a otro escritor solipsista, es decir, a Borges.

JCO: Yo opiné, sobre los cuentos de Borges, con gran indignación de tu amiga A. B., que parecían una traducción del Bartleby, aquel cuento de Melville. Ahora, a mí, me importa un corno de donde haya sacado sus cuentos Borges, sea de Melville o Marx. Lo que me importa es su talento literario. Yo sólo digo que pongan sus cuentos y los de la saga de Santa María y vean qué pasa. Como crítico, encuentra la comparancia.

ERM: Como crítico digo que ambos son escritores admirables.

JCO: Está bien, sos mi amigo, pero te pregunto como crítico.

ERM: Como crítico hay que partir del talento de ambos y agregaría a Bioy Casares por el manejo del lenguaje.

JCO: Ya apareció el lenguaje.

ERM: ¿Y qué tiene de malo? Siempre se termina en el lenguaje, por el que empieza todo.

JCO: Terrorífico es el mal que hace, por ejemplo Cortázar, o Sarduy, o Rodríguez Monegal, por afincarse en el lenguaje como la piedra angular de la novela. Cuando estuve en Venezuela, hace dos años, me dijeron que habías dicho que el personaje de la novela del futuro iba a ser el lenguaje. Yo les dije que el personaje sería el punto y coma. Mi contestación, claro, era un malentendido o una broma.

ERM: No es ni siquiera una broma. Yo no dije eso, dije que el lenguaje es el tema de la nueva novela, y es su realidad única, lo que es una cosa distinta. Lo que pasa es que siempre es más fácil no entender lo que uno dice, aunque esté escrito y explicado.

JCO: En lo que estoy de acuerdo con todos es en que el lenguaje es el medio de expresión del escritor. Pero también lo es del tipo que está en el boliche y se pelea con otro porque perdió Peñarol. Entonces, para mí, el lenguaje no es exclusivo del escritor. Un día Borges dijo que su principal ambición era escribir una frase que fuera de todos, que se convirtiera en expresión anónima.

ERM: Eso se relaciona con lo señalado por Mallarmé, que el poeta toma el lenguaje de la tribu y le da nueva expresión. Los del café están usando el lenguaje de todos, pero el escritor, vos, lo usa para crear un mundo análogo al real, paralelo, pero otro.

JCO: Sí, pero el tipo que te cuenta una historia usa también el lenguaje en el sentido creador. ¿En qué momento, señor crítico Monegal, en qué momento de su historia el lenguaje llega a ser creador?

ERM: En el sentido en que estás hablando, el lenguaje es siempre creador. El señor que cuenta una historia es un creador en la medida en que está contando todo de acuerdo con ciertos procedimientos narrativos que corresponden a una tradición oral, aunque puede haber elementos de narración escrita. Esos procedimientos los aprendió desde su nacimiento: en su casa primero, luego en la escuela, más tarde leyendo el diario o yendo al cine, escuchando la radio, mirando televisión, conversando con sus amigos, etc. Está usando, sin saberlo, determinadas fórmulas está usando la narración en primera persona, el narrador como testigo o actor, está usando el diálogo y las imágenes, símiles o metáforas, muchas de las cuales ya pertenecen al lenguaje y sólo por medio del análisis se descubre su valor simbólico. Está usando el lenguaje en sentido creativo. Aunque no lo sepa. La diferencia es que él está usando un lenguaje ya creado por otros, más o menos estratificado, que él sigue en líneas generales sin aportar nada nuevo. Y vos, cuando lo hacés hablar contás la historia como si hablara él. Ahí está la diferencia. Cuando le hacés decir, por ejemplo la patrona en lugar de mi mujer, estás usando un recurso estilístico que él usa inconscientemente. Por ahí pasa la línea divisoria, por ahí empieza la literatura.

JCO: Me atropellaste tan rápido que perdí el hilo. Ahora me acuerdo. Lo que estás diciendo no explica al Hachero o Peloduro, que usan el mismo lenguaje que yo.

ERM: No es cierto. Cuando uno se refiere al lenguaje de un escritor, hay que distinguir entre el lenguaje común, que es de todos, y el de él. Los lingüistas establecen la diferencia entre lenguaje (de todos) y habla (del escritor). Habría que establecer entonces una serie. Tu personaje del boliche usa el lenguaje común de su clase y su lugar. El Hachero, Peloduro o tú, cuando los imitas, usan el lenguaje común, pero conscientemente, con una función levemente (o fuertemente) paródica. Borges o tú, usan un habla propia. De manera que si hablamos del lenguaje en la nueva novela, tanto Cortázar o Sarduy o yo hablamos de eso que es la suma del habla de cada uno de los escritores principales, lo que compone un «lenguaje» de la novela latinoamericana de hoy. Tú no tienes sólo un habla particular tuya como escritor, sino que eres uno de los maestros del lenguaje de la nueva novela. O sea que tenemos dos ideas complementarias pero distintas: la del lenguaje como sistema total de un idioma, que corresponde analizar a los lingüistas, y la del lenguaje como sistema particular de un escritor, o de un género entero, que corresponde a los críticos literarios.

JCO: Es muy complicado todo eso.

ERM. Te equivocas. Son las mismas cosas de siempre dichas de manera más precisa.

JCO: Puede ser, pero lo que quería decirte era otra cosa. hace pocos días actué como jurado en el concurso de novela Sudamericana-Primera Plana en Buenos Aires. Pues había una novela que para mi gusto atrasado estaba admirablemente escrita, pero era una cosa así como la obra de Juan Montalvo, sólo que estos no eran los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, sino que eran fragmentos que se le olvidaron a Cortázar. Y estaban magníficamente escritos, así, con la misma relación de Montalvo con Cervantes como la de este escritor desconocido para mí, Néstor Sánchez, con Cortázar. Era un juego literario como el que se le había ocurrido a Montalvo. Y Sánchez lo hizo muy bien. Pero me parece que Cortázar, por lo menos en Rayuela (y estamos hablando de Rayuela) tenía una línea más o menos confusa, o más o menos trampeada, pero que era su línea, de él. Entonces ese otro chico, ¿qué hace? Escribe páginas que podía haber escrito Cortázar, que están muy bien y todo, pero la pregunta es ¿para qué?

ERM: Eres un poco injusto con Néstor Sánchez, que en sus novelas hace algo más que fragmentos de Cortázar. Incluso creo que va más allá que él componiendo fragmentos propios. Lo que hace en Nosotros dos y, sobre todo en Siberia blues, tiene que ver no sólo con Cortázar sino con la música de tango y, aunque parezca incoherente, con El año pasado en Marienbad. Compone secuencias verbales que se unen por medio no convencionales: yuxtaposición y contraste de serie que no tienen nada que ver entre sí, brusco salto de una secuencia a otra, serialización de imágenes, efectos que son archiconocidos en la música (hasta en la popular, como el tango) y en el cine. Lo que más te llama la atención de las novelas de Sánchez es aquello en que se parecen a las de Cortázar. Eso es un lado de la cuestión. Cortázar ofrece una novela que es una serie de fragmentos y, a la vez, una novela entera. Porque si se lee Rayuela en el sentido de numeración de los capítulos no hay discontinuidad ni fragmentación. Es una novela bastante corriente en el sentido de Proust, Joyce Y Virginia Wolf. Sólo cuando se lee Rayuela como propone Cortázar en el tablero indicador surge la discontinuidad y la fragmentación, y la crítica de la novela dentro de la novela misma. Lo de Sánchez es más radical. No hay pedagogo (Cortázar fue maestro) que le diga al lector como leer una novela, porque no hay otro orden que la conciencia del lector, co-autor y cómplice al recomponer la novela en su mente. Pero volviendo a lo del lenguaje, yo creo que se trata de una nueva formulación de algo obvio y que los escritores saben desde siempre, hasta el punto que lo dan por sentado y no se preocupan de ello. El lenguaje es un medio. Son los críticos, y los autores con temperamento de críticos, los que llaman ahora la atención sobre el medio. Tu das por sentado el lenguaje y a partir de ahí creas un habla propia.

JCO: Discrepo. Yo creo que ese tipo de novelística que Sánchez, y antes Cortázar, representan, no nace de la raíz fundamental. Por ejemplo, la anécdota esa que está contando Brausen, ese mundo que va inventando poco a poco no nace de una necesidad de decir cosas, sino de una cosa puramente intelectual. A mí, que tengo 60 años, por razones seniles me resulta insoportable. Yo sólo veo un juego intelectual.

ERM: No te refugies en la senilidad porque recuerdo perfectamente una conversación que tuvimos hace como 25 años con Martínez Moreno en la que planteabas las mismas objeciones, aunque no era sobre Sánchez y Cortázar. Nos acusaste de ser «relojeros mentales». Y años después, en Buenos Aires, conversando con Borges y conmigo te diste el gusto de bajarle la mano a Henry james, el «coso» ese, como lo llamabas entonces. No es la senilidad la que te hace decir esas cosas. La novela intelectual, o que plantea temas y problemas intelectuales, no te interesa. De ahí viene tu opinión sobre Sánchez y Cortázar.

JCO: Si no hay amor para escribir la novela…

ERM: No me vengas con el amor, estás buscando polémica. Pero no te voy a dar el gusto. ¿Por qué? Porque la novela rioplatense que más me hace acordar de Rayuela es La vida breve. Por eso creo que cuando pase el tiempo y las diferencias de lenguaje y de técnica, esas que parecen notables, se borren un poco, se notará que son semejantes. En ambas el problema central es la proyección de un individuo en otro, su doble (como en el caso de Oliveira y Traveler) o su máscara (como en la doble vida de Brausen). El tema común de las dos novelas es la búsqueda desesperada de una identidad a través del conflicto entre dos mundos. En el caso de Rayuela esos mundos corresponden a una marcada diferencia geográfica; en el tuyo están uno dentro del otro. Pero hay mucho más, como semejanzas de detalles, de temas, hasta de rasgos de estilo.. El tema excede la conversación, da para un ensayo.

JCO: No sé, puede que tengas razón. De todos modos, no tiene nada que ver con lo que yo pienso, o hago. En el fondo, nunca entiendo a los críticos, ni me importa entenderlos. Eso lo digo con el mayor respeto.

ERM: ¿Respeto? Tu madrina.