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Número 61

Desde la redacción / Revista Malabia

Revista Malabia número 61

Desde la redacción / Revista Malabia

Hasta el número 60, quienes hacíamos Malabia nos habíamos planteado publicar textos de calidad para gente que entendiera esa calidad. El proyecto fue exitoso y nos puso en contacto con lo más interesante de la literatura en lengua ibérica (también publicamos textos en portugués).

Ahora, en esta nueva etapa, intentamos abrir el abanico de posibilidades de la publicación sin renegar de la calidad, que consideramos fundamental. Y lo hacemos porque hemos notado que en estos tiempos de cultura rápida y entretenida, se distorsiona la mirada sobre los autores que han sido. A unos se los descalifica por sus opiniones políticas, otros ya no interesan de entrada y sobre algunos hay en la sociedad una opinión fija, casi inamovible: son reaccionarios o deprimentes, no se les entiende nada, han estado en cosas raras o no son un buen ejemplo. Y todavía quedan aquellos (escritores, lectores y críticos) que niegan el pasado de forma interesada para valorar lo suyo o sus opiniones literarias.

La cultura, no puede ser de otra manera, es retrospectiva. Vamos construyendo sobre lo que nos viene de atrás, poniendo al día. Quienes escribieron en el pasado guardaron para nosotros el tiempo que les tocó vivir. Y nosotros dejaremos el nuestro a quienes vienen.

La tarea actual que se plantea Malabia es situar a los autores en su época para que la gente de hoy pueda entenderlos en toda su magnitud. Y rescatar a quienes han quedado olvidados y merecen recordarse.

Comenzamos, como nuestro nombre nos obliga, con Juan Carlos Onetti, un autor incómodo, hoy y en el pasado. A través de textos propios y de varios autores iremos desgranando su obra, su espacio vital, su forma de mirar y entender la vida. Este escritor atemporal y universal se lo merece.

A Onetti le tocó iniciar su obra en un país muy particular, del tercer mundo pero con un alto nivel de vida. Así nos pinta esa época un historiador:

«El coronel Latorre había construido el Estado jurídico; Batlle ordena el Estado exportador y distribuye la renta agraria entre la pequeña burguesía de la ciudad, que se hace naturalmente partidaria de un orden democrático y parlamentario de corte europeo. El bienestar general se prolongará seis décadas. El Uruguay urbano comenzaba a ser ya un país de ahorristas, pequeños propietarios, empleados públicos bien remunerados y artesanos independientes. El batllismo es su expresión política; el positivismo su filosofía; la literatura francesa su arquetipo. Montevideo es la ciudad de los templos protestantes, de los importadores, de los maestros poetas. Reina un tibio confort hogareño, una actitud ahistórica, una propensión portuaria. Uruguay se ha “belganizado”. Un alto nivel de vida en la semi colonia ha sepultado los ideales nacionales. De ahí que ignore su origen, pues nada le importa de él. El hijo o nieto de inmigrantes permanece vuelto de espaldas a la Banda Oriental, a las Provincias Unidas, a la América criolla. Vive replegado en sí mismo en una antesala confortable de la grande Europa. Y en esa vida de próspera aldea, con sus Taine, sus Renán y sus Comte, en esa viscosa “idealidad” de las secularizadas religiones prácticas, Uruguay se aburre; en ese hastío nacido de su insularidad, el pasado es un misterio (recién comienza a embalsamarse a Artigas como “héroe nacional”) y el futuro no ofrece sobresaltos».

En ese panorama aparece Onetti (y luego Marcha, donde trabajará) para contar «el rostro horrible de la patria» y la decadencia de los seres humanos metidos en esa eutanasia en almíbar del país.

Después de él ya nunca nada será igual.

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Lecturas necesarias para entender el Siglo XX / Revista Malabia

Revista Malabia número 61

Lecturas necesarias para entender el Siglo XX / Revista Malabia

Los lectores atentos comprenderán enseguida que no hemos seguido un criterio estrictamente literario para elegir estas lecturas. Si así fuera no nos hubiéramos atrevido a mezclar a Proust con Patricia Highsmith ni a convocar a Henry Charriere, que ni siquiera era escritor. Pero nadie podría entender la mentalidad del siglo pasado sin el amoral Ripley, o el presidiario Papillon luchando sin descanso por la libertad.

La lista, no obstante, queda abierta a la sugerencia de los lectores. Los nuevos nombres que envíen serán discutidos de forma abierta. Y si alguien quiere saber el porqué de la inclusión de un escritor se le explicará.

Gracias y a disfrutar de la lectura.

NOVELA

■ Absalom, Absalom / William Faulkner
■ La vida Breve / Juan Carlos Onetti
■ Ulises / James Joyce
■ Another country / James Baldwin
■ Matar un ruiseñor / Harper Lee
■ Paradiso / José Lezama Lima
■ Viaje al fin de la noche / Louis-Ferdinand Céline
■ El largo adiós / Raymond Chandler
■ Mrs Dalloway / Virginia Woolf
■ Hijo de la tierra / Richard Wright
■ Corre conejo / John Updike
■ La condición humana / André Malraux
■ On the road / Jack Kerouac
■ Operación Masacre / Rodolfo Walsh
■ Doña flor y sus dos maridos / Jorge Amado
■ Tiempo de silencio / Luis Martín Santos
■ A sangre fría / Truman Capote
■ El desierto de los tártaros / Dino Buzzati
■ Muerte en Venecia / Thomas Mann
■ El nombre de la rosa / Umberto Eco
■ El mundo es ancho y ajeno / Ciro Alegría
■ El reino de este mundo / Alejo Carpentier
■ Doña Bárbara / Rómulo Gallegos
■ Lolita / Vladimir Nabokov
■ Shortcuts / Raymond Carver
■ El tambor de hojalata / Günter Grass
■ Los mandarines / Simone de Beauvoir
■ Otra vuelta de tuerca / Henry James
■ La metamorfosis / Franz Kafka
■ Boquitas pintadas / Manuel Puig
■ The talented Mr Ripley / Patricia Highsmith
■ El papa verde / Miguel Ángel Asturias
■ Cien años de soledad / Gabriel García Márquez
■ En busca del tiempo perdido / Marcel Proust
■ Manhattan transfer / John Dos Passos
■ El guardián en el centeno / J. D. Salinger
■ El Padrino / Mario Puzo
■ Trópico de Capricornio / Henry Miller
■ El gran Gatsby / Scott Fitzgerald
■ El caballero del hongo gris / Ramón Gómez de la Serna
■ Volverás a Región / Joan Benet
■ Campos / Max Aub
■ Niebla / Miguel de Unamuno
■ Pedro Páramo / Juan Rulfo
■ Trainspotting / Irvine Welsh
■ La conjura de los necios / John Kennedy Toole
■ El extranjero / Albert Camus
■ Las uvas de la ira / John Steinbeck
■ Un mundo feliz / Aldous Huxley
■ El amante de Lady Chatterley / D. H. Lawrence
■ La broma / Milan Kundera
■ El irresistible ascenso de Arturo Ui / Bertold Brecht
■ Lord Jim / Joseph Conrad
■ Bajo el volcán / Malcolm Lowry
■ Papillon / Henry Charriere
■ Berlin Alexanderplatz / Alfred Döblin
■ Petersburgo / Andrei Bely
■ El maestro y Margarita / Mijail Bulgakov
■ Sin novedad en el frente / Maxence Van Der Mersch
■ Las estrellas miran hacia abajo / A. J. Cronin
■ El tercer hombre / Graham Greene
■ The sheltering sky / Paul Bowles
■ Museo de la novela de la eterna / Macedonio Fernández
■ Yo el supremo / Augusto Roa Bastos
■ Mi vida / León Trotski
■ El corazón de las tinieblas / Joseph Conrad
■ El fuego / Henri Barbusse
■ Pentimento / Lillian Hellman
■ Escupiré sobre sus tumbas / Boris Vian
■ Huasipungo / Jorge Icaza
■ Moderato cantabile / Marguerite Duras
■ The good earth / Pearl S. Buck
■ Memorias de Adriano / Marguerite Yourcenar
■ Libro del desasosiego / Fernando Pessoa
■ Gran Sertón: veredas / João Guimarães Rosa

RELATOS / CUENTOS

■ El perseguidor / Julio Cortázar
■ Ficciones / Jorge Luis Borges
■ Los asesinos / Ernest Hemingway
■ Con otra gente / Haroldo Conti
■ Los muertos / James Joyce
■ Ceremonia secreta / Marco Denevi
■ El pozo / Juan Carlos Onetti
■ Nadie encendía las lámparas / Felisberto Hernández
■ El reparto de los panes / Clarice Lispector
■ Tales of ordinary Madness / Charles Bukowski
■ El nadador / John Cheever
■ Cuentos de amor de locura y de muerte / Horacio Quiroga
■ El marciano / Ray Bradbury
■ Los cachorros (Pichula Cuéllar) / Mario Vargas Llosa
■ Soy leyenda / Richard Matheson
■ Montevideanos / Mario Benedetti
■ El llano en llamas / Juan Rulfo
■ Tales of the unexpected / Roald Dahl
■ Los siete mensajeros / Dino Buzzatti
■ La dama del perrito / Antón Chéjov
■ To build a fire / Jack London
■ El barril mágico / Bernard Malamud

POESÍA

■ Cantos de vida y esperanza / Rubén Darío
■ Altazor / Vicente Huidobro
■ Poeta en Nueva York / Federico García Lorca
■ Residencia en la tierra / Pablo Neruda
■ La tierra baldía / T. S. Elliot
■ El cementerio marino / Paul Valéry
■ Campos de Castilla / Antonio Machado
■ Los Cantos / Ezra Pound
■ Caligramas / Guillaume Apollinaire
■ Poemas / Antonin Arteaud
■ La destrucción o el amor / Vicente Aleixandre
■ Raíz salvaje / Juana de Ibarbourou
■ Muertes y entradas / Dylan Thomas
■ Espacio / Juan Ramón Jiménez
■ La escalera de caracol / William Butler Yeats
■ Cántico / Jorge Guillén
■ Trilce / César Vallejo
■ La realidad y el deseo / Luis Cernuda
■ Amapola y memoria / Paul Celan
■ El rayo que no cesa / Miguel Hernández
■ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos / Cesare Pavese
■ Sobre los ángeles / Rafael Alberti
■ Aullido / Allen Ginsberg
■ Poemas / Emily Dickinson
■ Los campos magnéticos / André Breton / Philippe Soupault
■ Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters
■ Sentimiento del tiempo / Giuseppe Ungaretti
■ La edad de la ansiedad / W. H. Auden
■ El tiempo postergado / Ingeborg Bachmann
■ Desolación / Gabriela Mistral
■ En la masmédula / Oliverio Girondo
■ Los papeles salvajes / Marosa di Giorgio
■ Cantos órficos / Dino Campana
■ Extracción de la piedra de la locura / Alejandra Pizarnik
■ La tormenta y otros poemas / Eugenio Montale
■ Aromas cazadores / René Char
■ Abolición de la muerte / Emilio Adolfo Westphalen
■ Capital del dolor / Paul Éluard
■ Amantes antípodas / Enrique Molina
■ Y de repente la noche / Salvatore Quasimodo

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Número 61

Varios autores sobre Onetti / Caballero Bonald / Marsé / Fuentes / Roa Bastos / Pacheco / Bryce Echenique / Piglia / Montalbán / Domínguez

Revista Malabia número 61

Varios autores sobre Onetti / Caballero Bonald / Marsé / Fuentes / Roa Bastos / Pacheco / Bryce Echenique / Piglia / Montalbán / Domínguez

Clima de ternura

José Manuel Caballero Bonald

Juan Carlos Onetti creó un mundo narrativo ejemplar. Era un maestro del idioma y uno de los grandes investigadores literarios de la condición humana. En sus novelas -desde La vida breve a El astillero- se despliega una portentosa capacidad para trasvasar a un espléndido lenguaje las experiencias vividas.

Toda su obra contiene un clima de fatalismo y de ternura, de piedad y desconsuelo que linda frecuentemente con la fascinación. Por ahí se contabilizan con singular brillantez muchos fragmentos capitales de nuestra común historia contemporánea. Pocos escritores me han emocionado tanto, me han sugestionado tanto y me han enseñado tanto. Supo asimilar la gran herencia novelística anglosajona -con Faulkner a la cabeza- para elaborar un universo narrativo que seguirá sobreviviendo a las modas y los virajes de la literatura.

Uno de los grandes

Juan Marsé

Tuve la fortuna de tratarle hace algunos años, le he leído y releído, le he admirado siempre. Su estilo me fascina, tiene el don de sugerir mucho más de lo que la escritura dice. Onetti es un novelista con un mundo propio, unos personajes y una escenografía propios, inconfundibles. El doctor Grey no es un fantasma de ficción, es para mí un personaje mucho más real que muchos tipos que conozco, y Santa María me seguirá obsesionando mientras viva.

Prosista singular, fulgurante, no deja nunca que ese fulgor ciegue al lector y emborrone la historia, los sentimientos y las emociones, el drama de la existencia que viven sus personajes. Onetti es uno de los grandes.

Le llamaré siempre Júpiter

Carlos Fuentes

Onetti tenía la rara cualidad de ser inimitable pero al mismo tiempo de crear escuela. A todos sus descendientes nos dio una lección de inteligencia narrativa, de construcción sabia, de inmenso amor a la imaginación literaria, de riesgo e ironía.

Nos conocimos en 1962, entre Buenos Aires y Montevideo, y a partir de entonces, no con la regularidad que yo hubiese deseado, compartimos conversaciones, paseos, viajes, comidas y hasta festines.

Me llamaba Proteo.

Yo le llamaré siempre Júpiter.

El clásico por antonomasia

Augusto Roa Bastos

Con Onetti desaparece uno de los mayores maestros de la narrativa que se escribe en lengua española, y sin duda alguna, el clásico por antonomasia de las letras hispanoamericanas contemporáneas.

Su obra -novelas y cuentos que constituyen una constelación de obras maestras por la coherencia y profundidad del universo humano reflejado en ellas, por su estilo inconfundible, a la vez austero, trágico y mágico, despojado hasta la maceración, por momentos alucinante- cubre más de medio siglo de la historia literaria latinoamericana como una cima solitaria y única en la que el autor, el hombre, el escritor de calidad excepcional transfundió el vértigo callado, latente, el obstinado rigor de su vida entregada por entero a la literatura.

En esa soledad sostenida hasta el fin por una energía sobrehumana, por una vocación inflexible, por el coraje ético y estético de esta vocación en permanente incandescencia, se nos acaba de morir el gran Onetti, a quien ya creíamos imperecedero como su obra. Una pérdida como ésta es una catástrofe para nustra cultura, para nuestra lengua, para nuestra literatura común, española y latinoamericana. Cómo no hemos de sentirnos consternados por el fin último de un escritor que perteneció a la raza de los verdaderos creadores de dimensión universal.

Nos queda su obra, ciertamente. Y con ella la presencia inextinguible de quien dio a Iberoamérica una de sus voces más puras y más íntegras.

Juan Carlos Onetti en Santa Elena

José Emilio Pacheco

«Sin excepción nacemos
para el fracaso.
La derrota
es el destino único de todos.
Nadie se salva»,

dice el viejo escritor triunfante
que ya no se levanta de la cama.
Le da un sorbo a su whisky y añade:

«¿Quién ha tenido el éxito
de Napoleón?:
la campaña de Italia,
la batalla de las pirámides,
el Consulado, el Imperio,
Jena, Austerlitz
y todo lo que gusten.
Gran victoria
si cortamos aquí el relato.

Pero al final Napoleón
es Waterloo y Santa Elena.

Todos vamos sin pausa hacia el desastre.
Toda vida termina en el fracaso.

La soledad de un escritor de fondo

Alfredo Bryce Echenique

Enrico Cicogna me habló por primera vez de él. Este noble traductor italiano volvía de Madrid y había hecho escala en París. Las tardes las pasaba en mi casa contándome cosas de Onetti. El pobre Enrico se sentía muy mal. Por acompañar a su queridísimo amigo en su encierro oscuro y en lo de su aparato para beber vino sin interrumpir la lectura o la conversación, había empinado el codo de manera desacostumbrada. lo quería y admiraba a Onetti, pero no podía soportar una nueva visita a su departamento de Madrid. En el fondo, sin embargo, Enrico quería volver, y llegó a pedirme que lo acompañara en su próxima visita. Yo podía cuidarlo, no dejarlo caer hasta tal punto en lo que el poeta y crítico Saúl Yurkievich llamó «el hueco voraz de Onetti». Yo me resistía, no quería molestar a un hombre que, lentamente, silenciosamente, dolorosamente, se había ganado el derecho a la soledad.

Poco después Enrico murió en Milán y supe que ya no tendría que molestar a un maestro. Pero un día, una de mis alumnas me dijo que no podía avanzar en su tesina sobre Onetti sin hablar con él. Le dije que él era algo así como un ogro buenísimo a quien no se debía molestar. La chica insistió y le dije que intentara concertar una cita, pero que no me mencionara para nada. Cuál no sería mi sorpresa: un Onetti amabilísimo le había dedicado toda una tarde y la había ayudado en su trabajo. Y además me mandaba saludos sin conocerme y me invitaba a su casa. Pero no lo hice nunca, pese a que hubiera sido bonito dedicarle una charla a la memoria de Enrico Cicogna.

En 1979 vi a Onetti por primera vez y no estaba para que nadie le molestara. Fue en un congreso literario en Canarias y al maestro le había tocado encontrarse ante el único asiento libre en el ómnibus nada menos que con Juan Rulfo, otro maestro. El ómnibus no podía partir porque ambos insistían en cederse el asiento, ocasión que aprovechó un despistado para sentarse. Onetti casi le mata.

Y desde entonces imagino a Onetti a través de su obra. Me quedo con cada una de ellas, porque aunque nada stendhaliano, con este extraordinario escritor uruguayo sucede lo mismo que con Stendhal: uno no se deleita leyendo tal o cual libro de ellos, uno se deleita leyendo a Stendhal y Onetti y punto. Los libros del uruguayo son dolorosos y tiernos, nocturnos y duros. Son libros sin medio ambiente, sin paisaje, sin geografía. Todo en ellos mana del alma de los personajes, de una sórdida angustia terriblemente lúcida. Los personajes de Onetti deambulan por un espacio deshabitado y sin pasado, sin historia y sin futuro. De sus corazones sin fe brotan, sin embargo, palabras muy tiernas, palabras que describen el itinerario de un escritor de fondo.

Largo es el deambular sin sentido de estos personajes abandonados hasta por el narrador. Onetti desaparece de sus libros, o en todo caso de él no queda más que el espíritu. Lo suyo es un modo de ser del que por consecuencia se llega a un temple de ánimo no visto como consecuencia sino como actitud.

Onetti representa desde «El pozo» (1939), su primera novela, una nueva actitud del hombre en su circunstancia, toda la enorme dificultad de ser algo genuinamente latinoamericano en medio del escepticismo de una generación sin fe, angustiada ante problemas político-sociales que se viven en un retiro absoluto, con la conciencia de la realidad inauténtica que condiciona una limitación existencial: «Me aparté enseguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado. Puede ser que tenga razón, se me importa un cuerno, por otra parte. Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si no fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania: existe un pasado antiguo y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil, se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. Pero, ¿aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.»

El amor, aún cuando se adora a alguien, es algo a lo que no se le puede dar una espalda dormida en el lecho común. Laten la traición y el desengaño; alguien va a dar una terrible puñalada siempre, en algún momento. Aunque la muerte no sea cosa terrible, porque mucho peor es la vida: «El amor es maravilloso y absurdo e incomprensiblemente visita cualquier clase de almas. Pero la gente maravillosa y absurda no abunda, y los que lo son es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden. (…) Y si uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco. el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatinas en las esquinas de los liceos.»

Recuerdo que cuando leía estas cosas a mis alumnos de París, se crispaban y movían negativamente la cabeza. Pero yo les pedía confianza y les mandaba leer «Juntacadáveres», «El astillero», «La vida breve» y sus maravillosos cuentos. Entonces era yo quien reaccionaba crispado y moviendo la cabeza. Todos querían trabajar sobre Onetti. Querían hacer su tesina y hasta un doctorado. Bueno, ¿pero no les interesaba otro autor? ¿No les había hablado yo de grandes escritores? Bueno, sí, pero…

Y es que habían descubierto la nocturna ternura y la pena sin nombre, la gratuidad del mundo que los personajes de Onetti construyen sobre y contra la nada. El escepticismo como virtud, que nos permite ver la miseria cuando nos levantamos. Las cosas que se esconden en las cosas. Ese deambular de los personajes de Onetti hasta llegar al fondo de la noche. Alguien, en algún lugar de Montevideo, Buenos Aires y Madrid, había asumido la total soledad de un escritor de fondo. Y mis alumnos amaban la literatura.

Lo acabo de recordar: volví a ver a Onetti una vez más. Fue en la Sorbona. Una sabia pedagoga lo explicó «todo» sobre «la suma onettiana», al presentar con absoluta pedantería a un hombre cansado. Por fin se calló y le dio la palabra «al gran maestro Juan Carlos Onetti». ¡Cuánto me reí! Nadie logró sacarle una palabra. Gocé mucho, y hasta ahora me jacto de haber asistido como si adivinara lo que iba a suceder con Onetti esa noche en la Sorbona. Y de haberme tomado un vino en su honor de regreso al mismo apartamento en que Enrico Cigogna me habló por primera vez de su amigo Onetti.

Crítica y ficción

Ricardo Piglia

Me parece que Onetti saca de Faulkner la figura de un narrador que no entiende lo que narra y también la certidumbre de que el tono de la prosa define la trama (y no al revés). Para mí lo mejor de Onetti está en las nouvelles; ahí es único, más literario y más virtuoso que el propio Faulkner, un narrador excepcional, capaz de fragmentar una historia hasta convertirla en un destello de luz en un vaso. Jorge Malabia, como Renzi, como Quentin Compson, es un hijo de Stephen Dedalus (que a su vez es hijo del príncipe Hamlet): el joven poeta, que detesta el mundo práctico y se niega a actuar. En «Juntacadáveres» me interesa más la historia de Jorge Malabia que la historia de Larsen; por lo demás no me gusta cómo termina sus días, prefiero el final de Compson, que se suicida (pero la degradación es el modelo de la tragedia para Onetti). «Él, Jorge Malabia, había cambiado. Compraba tierras y casas, vendía tierras y casas. ya no sufría por cuñadas suicidas, ni por poemas imposibles. Ahora era un hombre abandonado por los problemas metafísicos, por la necesidad de atrapar la belleza con un poema o un libro.

«Marcha» y Onetti

Manuel Vázquez Montalbán

La noticia de las detenciones de Carlos Quijano, Hugo Alfaro, otros responsables de la revista uruguaya «Marcha» y el escritor Juan Carlos Onetti, deja en primer plano la desigual batalla entre un débil guerrero de papel y el monolitismo del poder que en estos momentos arropa al presidente Bordaberry. Tras el desmantelamiento del Parlamento, de la libertad de expresión y de la Universidad, «Marcha» era como el tablón del náufrago para le conciencia progresiva de un país, que de la noche a la mañana, ha pasado de las más elevadas cotas de permisividad a las más negras honduras del autoritarismo.

El milagro de la supervivencia de «Marcha» hay que atribuirlo a su proyección extra uruguaya, a su carácter de órgano de opinión de la progresía latinoamericana. Desde hace treinta y cinco años y siempre bajo la batuta de Carlos Quijano, «Marcha» ha sostenido una continuada y esforzada batalla en defensa de su independencia crítica, una independencia a prueba, tanto de los flirteos con el poder, como de beaterías hacia izquierdismos coyunturales. Si algún compromiso ha mantenido «Marcha» inalterablemente, es con el sentido progresivo de los hechos.

El valor moral de «Marcha» se plasma en el temple de Carlos Quijano, un septuagenario que desde hace varios meses se niega a publicar el editorial habitual de la revista y lo sustituye por los decretos de Bordaberry que se oponen a la libertad de expresión. A pesar de estas graves limitaciones, el oficio de las gentes de «Marcha» les permite la «escritura entre líneas», no abdicar, en suma, del recurso de mantener el fuego sagrado crítico, aunque su calor y fulgor ya sólo sirva para los habitantes de las catacumbas.

En setiembre, Hugo Alfaro dirigió un SOS universal a los amigos de «Marcha» o a los simplemente sensibilizados por el problema de la libertad de expresión. El Gobierno había impuesto ceses temporales a la publicación y la economía de «Marcha» se resentía hasta el punto de que amenazaba ruina. Alfaro pedía «apoyo informativo» y «apoyo económico». Según parece no faltó di del uno, ni del otro. Pero aunque sólo fuera por eso y por los agravios acumulados, «Marcha» ya se había convertido en una culebra muy difícil de tragar por el poder.

Ahora se ha buscado el pretexto de que en un reciente premio literario de cuentos. «Marcha» lo concedió a uno que ofendía la moral y atacaba a las Instituciones. Con las vigentes reglas del juego imperantes en el país es muy difícil no atacar la moral o las instituciones, conservadas ambas en el invernadero de los vegetales más frágiles. El show se ha montado por todo lo alto y no ha respetado ni a uno de los más importantes escritores de habla hispánica del siglo XX, Juan Carlos Onetti. Aunque las informaciones que llegan del Uruguay no hablan de las repercusiones internas que puede reportar «el caso «Marcha -Onetti», de momento ya es sabe que el ministro del interior ha dimitido y que será sustituido por el de Educación.

No se sabe si ha dimitido debido a las críticas por haber creado un «Solzjenitsin» uruguayo o porque un ministro de Educación hilará más fino en este tipo de prefabricaciones. Son ya muchas las voces «sensatas», voces de extremo centro o de centro extremo, que piden término a esa «solución final» política que desde hace unos años asfixia progresivamente a todo el cono sur de América Latina.

La vida menos breve de Julio Stein

Carlos María Domínguez

Me entero, tarde, que este año falleció en Israel Julio Adín. Los lectores de Juan Carlos Onetti lo conocen por Julio Stein, el amigo de Brausen en La vida breve. Hacía años vivía en Tel Aviv con su última mujer, afectado por un mal que deshacía su pasado como se desmadeja un sueño.

La historia de Stein fue contada en la ficción que fundó Santa María para la literatura hispanoamericana, pero la de Julio Adín y la de su relación con Onetti pertenecen al real e inasible tiempo humano. Judío ruso nacido en la aldea de Grodno, Adín tenía 16 años cuando cometió dos imprudencias que lo traerían al Río de la Plata: creer que Grodno pertenecía a Rusia, cuando permanecía en manos polacas, y fundar la primera célula de estudiantes del Partido Comunista en la región de mayor terrorismo antibolchevique. El grupo no tardó en ser diezmado. El compañero que los delató se disparó un tiro en la cabeza, otro murió en las torturas y un tercero desapareció. Adín logró escapar con dos camaradas gracias a un cónsul uruguayo en Prusia oriental que vendía pasaportes falsos por doscientos dólares. Una red de contrabandistas lo ayudó a pasar la frontera polaca y a cruzar territorio alemán, y en 1931, sin hablar una palabra de español, desembarcó en el puerto de Montevideo.

Se vinculó al Partido Comunista Uruguayo y consiguió ingresar en la Facultad de Veterinaria, donde pletórico de fe en la movilización de las masas lideró una huelga de estudiantes que paralizó la facultad durante dos días. Allí conoció a Tola Invernizzi, por entonces representante de la llamada Asociación Estudiantil Roja. Llegó a Buenos Aires en 1938 para trabajar de periodista en un diario judío y poco después, un alemán que atendía las necesidades de los refugiados de la guerra le compró unas máquinas de linotipia, le abrió una cuenta en el banco y le montó una empresa editorial que se encargó rápidamente de fundir.

Una noche de 1943, Tola Invernizzi lo llevó a conocer a Onetti. Se citaron en una lechería ubicada a pocos metros de Corrientes y Pueyrredón que, pese a su nombre, tenía la virtud de servir copas de grapa. Tola y Adín conversaron con entusiasmo sobre la obra de Walt Whitman, mientras Onetti los observaba en silencio, atento a los gestos y palabras de Julio.

Al rato, un hombre entró a la lechería y fue hacia el mostrador con un alcohólico zigzag. Ante el previsible pedido de una grapa, el dueño contestó que no había alcohol. Los borrachos miran desconsoladamente la estupidez de los mozos cuando delante de estanterías abastecidas insisten en que el alcohol se acabó, pero los mozos nunca quieren enterarse de lo que dicen esos ojos. Acaso por eso, cuando el hombre emprendió la retirada y pasó junto a su mesa, Onetti lo invito a tomar una copa. “Vení, acá hay”, dijo y le ofreció la suya. “No sé porqué no me quiere vender”, se quejó el hombre mientras hundía la mano en el bolsillo y sacaba un enorme fajo de billetes que, se enterarían después, era producto de un asalto.

”Desde entonces quedé completamente enamorado y seducido por ese personaje llamado Onetti” me dijo Julio Adín una tarde en casa de Darío Queijeiro, cuando escribía con María Esther Gilio la biografía de Onetti. “Lo nuestro fue amor a primera vista. Empezamos a vernos casi todos los días. Después hicimos una especie de trío con Alsinita (Homero Alsina Thevenet), que por entonces daba en Buenos Aires sus primeros pasos de niño prodigio.”

A diferencia de Onetti, que mantenía una actitud progresista pero reticente a los pronunciamientos ideológicos, Julio exponía sus análisis políticos con pasión de iluminado, sobre todo si en la mesa había mujeres. “Julio era deslumbrante” afirmaba Alsina Thevenet. “La clase de tipo que te conoce y a los treinta segundos sabe qué es lo que te interesa de la vida, qué opinás de esto y aquello, lo que estás pensando y no te animás a decir.”

Sus diferencias respecto de la política se diluían en materia de conquistas sexuales. Cada uno ejercía su modo de seducir. Si Julio las impactaba con su inteligencia, Juan Carlos las atraía con un aire de misterio. “Julio era como la novia de Onetti” contó Fabi, quien alternativamente fue amante de ambos. Los tres estábamos muy unidos pero en ellos, tal cual los veía yo, aunque uno alardeara y el otro escondiera, había una especie de represión permanente.

Una noche Julio Adín atendió el teléfono de su casa y oyó la voz de Onetti que le decía: “Escuchá, no digas nada… Stein, ¿te parece bien? Julio Stein”, repitió. “Sí” le dijo Julio, “me parece bien.” Así cruzó el umbral de la literatura onettiana, con un nombre que se haría tanto o más real que el propio. De sus andanzas comunes, Onetti construyó un personaje enamorado de la noche y la frivolidad, deportista de la generosidad, el amor y la inteligencia. “Entonces yo seducía a las mujeres con fervor, con la fe del amor, creía en la pasión” contó Adín. “Con el tiempo, descubrí que Onetti lograba ser testigo de las situaciones que vivíamos. No sólo era actor como yo, que estaba perdido en mi juego, limitadamente. Él me observaba a mí, pero también se observaba a sí mismo en el amor.”

Mantuvieron la amistad por muchos años, hasta que el conflicto judío-palestino los separó para siempre. En una carta dirigida a Hugo Alfaro y publicada en el cuarto número de BRECHA (1-11-85), entre felicitaciones y saludos por la aparición del semanario, Onetti escribía con mordaz ironía desde Madrid: “(…) Veo que el corresponsal de la nonata BRECHA en Tel Aviv es un tal Julio Adín. (Su verdadero apellido es Stein y nunca escuché chistes tan graciosos sobre el sionismo como los que me contó entre una mujer y otra.) Espero informará minuciosamente sobre las matanzas de palestinos que no son, claro está, actos terroristas”.

La respuesta de Adín desde Israel, donde se había radicado en 1964, no demoró en llegar. Decía que el sionismo había llegado tarde a la historia para recurrir al genocidio, que pese a los crímenes cometidos por el ejército israelí no había tal genocidio en Palestina. Agregaba que no pretendía discutir con Onetti ni arañar el mármol, pero sentía curiosidad por saber si entre los papeles de su abuelo, que había sido secretario de Rivera, no encontró referencias a la OLCH (Organización para la Liberación de los Charrúas).

La provocación enfureció a Onetti. “Cuando meses más tarde viajé a Madrid y lo llamé por teléfono” contó Adín, “atendió Dolly. Quedó petrificada al escuchar mi nombre y ya supe que estaba perdido, que me borraban del mapa”.

”Hola” dice Onetti.

”Habla Julio”.

”Andate a la mierda” me dice.

”Me voy a Israel”.

”Es lo mismo”.

—Ah… –le digo–. Ya no vas a hacer como Arturito.

—¿Qué?

—Como Arturito Rimbaud, que por delicadeza yo perdí mi vida’.

Quería decirle con aquel poema de Rimbaud que no fuera grosero conmigo, pero no me dio pelota.

—Andate a la mierda –volvió a decir.

—Te traigo la entrevista con María Esther. ¿Te la mando por correo?

—Chau.

Ahí terminó mi relación con uno de los hombres más inteligentes y cabales que conocí en mi vida. Es difícil sospechar qué puede herir la susceptibilidad onettiana.

Ahora que Julio Stein extravió su origen y sólo queda su memoria y una novela, verdad y literatura muestran una vez más la paradoja de barro que las une. Una es cierta y confusa, la otra alisa y engaña, inseparablemente.

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Número 61

Juan Carlos Onetti, desde el ámbito de la fábula / Jorge Rodríguez Padrón

Revista Malabia número 61

Juan Carlos Onetti, desde el ámbito de la fábula / Jorge Rodríguez Padrón

I

Podría decirse que la nueva narrativa hispanoamericana, esta que ha ido produciendo, al paso que se publican nuevos títulos, y de acuerdo con la actividad personal de sus autores, un notorio revuelo y una, desde luego lógica admiración, ha ido centrando su interés en las zonas geográfico-políticas del continente que más conflictivas parecían. No en vano la literatura más reciente de la América de habla hispana -y creo haberlo apuntado en otras ocasiones- ha alcanzado tanta importancia y ha cautivado a lectores e interesados precisamente por el hecho de configurar de forma sorprendente, a través de la fabulación literaria, la faz de un pueblo nuevo, de una historia y una mentalidad nuevas, porque lo que ha hecho -en primerísimo lugar- ha sido rastrear las señas de identidad, los rasgos personalizadores no sólo de un determinado pueblo, sino también de una determinada cultura y de unas formas de vida y expresión que iban parejas con el despertar de una actitud socio-económica-política también nueva, también identificadora. Que desde la segunda mitad del siglo XIX hasta hoy los pueblos de Iberoamérica han ido luchando contra el fantasma de la despersonalización, no es más que repetir una viejísima verdad; pero téngase en cuenta cómo la literatura que se hace en estos países, desde entonces acá ha ido variando y no por mor de unas nuevas modas literarias, sino en razón de una mayor adecuación a la verdadera personalidad de esa actitud histórica nueva en el mundo y que venimos identificando conn Hispanoamérica.

No ha sido, pues, en principio, extraño que Cuba, o Argentina, o Perú, o el mismo México, con sus respectivas literaturas, hayan acaparado la atención de la crítica y también de los editores, que han aprovechado ventajosamente no ya esa floración indiscutiblemente importante, sino también todos los valores ecoicos que, al socaire de esa coyuntura, inevitablemente han ido apareciendo. Hasta aquí era lógico que se desarrollasen así las cosas; el exotismo de los países citados era atractivo más que suficiente; pero existían otras culturas literarias sobre las que pesaba «el baldón de ser poco latinoamericanas, porque gustosos se dejaban invadir en su crecimiento por influencias estadounidenses y europeas». (1)

Por eso, un país como Uruguay, de siempre considerado como la Suiza del continente americano, hubiera permanecido, si no al margen, sí, al menos, en un modesto segundo plano en relación con el atractivo que presentaba la literatura de esos otros pueblos aludidos. Ha tenido que producirse la conmoción política y económica en Uruguay; ha tenido que saltar a primer plano de la actualidad el descontento que se ha generalizado en el país y ha tenido que ser una realidad bien punzante la presencia de la guerrilla urbana para que Uruguay adquiriera protagonismo y, sobre todo, para que su literatura pudiese ser valorada en su justa importancia. A veces me pregunto si no operará de modo inconsciente u subconsciente el exotismo, lo extraño, como un dato valorador de toda esta literatura desde aquí, desde Europa. Porque la uruguaya había sido una literatura olvidada, entre otras. Y el olvido se había extendido a Onetti, a pesar de su sugestiva personalidad, ahora protagonista de noticias y homenajes, después de los sucesos que culminaron con su encarcelamiento, por motivos aún no del todo claros y que determinaron las dificultades del semanario Marcha, a cuya plantilla perteneciera Onetti como secretario de redacción. Onetti era hasta entonces un escritor de segunda fila, si nos atenemos a las decisiones de los jurados de los premios y si hacemos caso sobre todo a los clarinazos propagadores de los fabricantes de mitos literarios. Onetti seguía siendo el hombre sencillo y oculto que ha sido toda su vida, y muy poco hubiésemos conocido de él, a lo peor, si no es por la actualidad de los acontecimientos: Onetti saltó a los flashes de las agencias periodísticas de todo el mundo con motivo de su polémica detención y encarcelamiento, y después de un corto período de cárcel ha sido puesto en libertad. Y Onetti, al fin, acaba de recibir en Italia un prestigioso premio literario. Y la libertad y el premio han coincidido con este homenaje. Quizá esta ocasión, esta especie de coyuntura favorable pueda distraer al lector del verdadero sentido de la obra del extraordinario escritor uruguayo, cuya abundante bibliografía, sin embargo, no ha sido todo lo bien que su importancia requiere. Quizá su nombre se emparente mucho más con estos avatares y estas penosas circunstancias, transitorias y provisionales como toda circunstancia, que con esa profunda saga de su novela, que es realmente subyugante y desde luego original.

Sumarse a este homenaje, pienso, debe ser hacer abstracción de toda circunstancia accidental; proponer un mejor conocimiento de ese mundo de fabulación que el escritor ha construido y observar a través de su lectura cómo esa riquísima peripecia personal se ha ido convirtiendo en creación literaria. Cómo se ha ido convirtiendo en una específica cosmovisión que hinca sus raíces en un terreno sustancialmente testimonial, dramática y trágicamente verdadero. Mi intención, en las páginas que siguen, será la de rastrear, tras la lectura de ese prodigio de novela que es El astillero (2), esos contactos, esa íntima relación que se puede descubrir entre el mundo de la experiencia y el mundo de la fabulación literaria; y observar cómo la peripecia vital se ha ido transformando, por mor de la utilización precisa y exacta del lenguaje narrativo, en una creación nueva, en un nuevo mundo donde los personajes adquieren, quizá mucha más entidad, y mucho más rigor de verdad, que en otra realidad convencional de la historia.

II

Desde que me recuerdo invento historias. De adolescente solía ir al puerto a ver los barcos cargueros, barcos que llegaban del otro lado del océano con nombres cuyo significado no entendía.

-Escribía esas historias…

-Las imaginaba… Es lo mismo. (3)

Esas palabras de Onetti me parece que pueden servir de punto de partida para nuestro propósito. Obsérvese que, por ejemplo, Onetti se plantea una dicotomía muy definida, que se mantendrá luego a lo largo de toda su obra. Para llegar a imaginarse esas historias, que para él es lo mismo que escribirlas (nótese bien esta precisión), ha de estar situado en el límite entre dos realidades: la palpable, la inmediatez de lo histórico referencial, y la posibilidad que lo mismo tiene de aportar toda la carga sugestiva de imaginación, de indagación -véase- a través de cosas y nombres, de objetos y palabras. Porque se siente atraído, por igual, por los barcos y su carga, pero sobre todo por el poder sugestivo de los nombres, de unas palabras que no sabe muy bien qué significan, y que proceden (esto también me parece muy sintomático a la vista de su obra) «del otro lado del océano». Del otro lado de un límite que se identifica con esa frontera entre el mundo sobre el que se asienta la peripecia vital y cotidiana, y ese otro que aporta la realidad primera de las cosas, la realidad más viva, la que -al decir de José Donoso- es «paralela a la realidad y que, por ser paralela, jamás la toca». (4)

Luis Harss, que ha hablado de las razones que impulsan a Onetti a escribir, vuelve a insistir en la idea de lo azaroso de esta decisión, de las razones desconocidas que llevan a nuestro escritor a imaginar historias, a fabular sobre la experiencia cotidiana. La excitación de la imaginación no proviene sólo del bulto misterioso que avanza desde el otro lado, sino -y muy especialmente- de esa palabra que se llega a la frontera y le propone el mensaje que no alcanza a entender. Los personajes de Onetti, entonces, adquieren una importancia capital como trasuntos de esa actitud. No se trata de que el escritor cifre en ellos ciertas características físicas que podemos identificar con las del propio Onetti («el desgano en su andar de oficinista envejecido», esos seres que viven incomunicados en «soledad y desamparo»; «héroes maduros, ya cuarentones, extraviados en una vida frustrada…»), sino que a partir de ellas se nos va dibujando un grupo humano de muy especiales características y que, desde su aparición, centran toda la atención del relato, y no se los abandona en ningún momento, a pesar de que cada uno de estos personajes, al que podríamos considerar un ser vivo, independiente y capaz por sí mismo de tener una identidad específica, es plenamente libre para asumir su destino

(El olfato y la intuición de Larsen, puestos al servicio de su destino, lo trajeron de vuelta a santa María para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia a las calles y a las salas de los negocios de la ciudad odiada. Y lo guiaron después hasta la casa con mármoles, goteras y pasto crecido, hasta los enredos eléctricos del astillero).

o para ser catalizador del mismo ámbito en el que ha de desenvolverse, y que se va configurando poco a poco, al tiempo que el mismo personaje lo crea y lo moldea desde su perspectiva, y en razón de su necesaria peripecia. Ello hace que los personajes de Onetti, a la vez que podamos identificarlos física y vitalmente con el autor, aunque los consideremos en muchos casos sus otros «yoes», sean personajes totalmente nuevos; surgen a la vida de la novela con total y perfecta entidad, y unas razones también intransferibles los conducen a través de las páginas del relato, hasta que su acción se consuma totalmente.

La ambigüedad es una de las características en las que coinciden la mayoría de los críticos de la obra onettiana. Pero yo creo que tal aseveración necesita algunas precisiones. Se trata de una ambigüedad muy especial, muy personal también: no se trata de que lo que en la novela se nos propone aparezca diluido, o confuso -todo lo contrario-, sino que ese deambular de los seres por el entresijo del relato se propone como si de el debatirse con un laberinto se tratase; los seres de Onetti atraviesan los vericuetos de un específico mundo de ficción, que corresponde a un ámbito no nítidamente determinado, sino que siempre participa de esa dicotomía inicial; siempre está localizado en los márgenes de la realidad y la ficción, bascula entre la realidad testimonial y el ámbito del sueño y la imaginación. Porque no les queda otro medio en el que vivir. Mario Benedetti ha escrito que la obra de Onetti es un «renovado, constante trazado de proposiciones acerca de la misma encerrona, del mismo círculo vicioso en que el hombre ha sido inexorablemente inscrito». (5)

Esa monotonía de las vidas, ese ir y venir desnortado de los personajes señala con dramáticos perfiles la situación de encierro, de agobio reiterativo, que pesa sobre las vidas de estos personajes, y sobre el espacio y el tiempo que habitan. Por ello también, a pesar de que parecen salir del propio Onetti, y consecuentemente podrían ser seres de una pieza, los individuos de su saga van dispersando poco a poco su actitud y, si bien -en ciertos momentos- parece que conocemos su objetivo determinado, pronto toman un sesgo totalmente distinto, y hasta optan por reacciones totalmente contrarias a las que serían previsibles. Y tal necesidad los mantiene siempre en movimiento. Larsen, por ejemplo en El astillero, desde que surge en el primer capítulo, se mueve con una insistencia muy significativa. El autor se preocupa de seguirlo con la mirada, pero sobre todo, y casi sin un respiro, lo hace con la palabra, pausada, rítmica, constante, que lo persigue con un rigor y una capacidad muy particulares. Siempre lo veremos a través de una serie de acciones encadenadas, a veces se detendrá para tomar momentáneamente un respiro y luego continuar. Es muy sugerente esta manera que tiene Onetti de seguir a sus criaturas, como si se solazara en buscarlas y acecharlas, como si se complaciera en la persecución. Pero, al mismo tiempo, hay que advertir que estas etapas del camino de sus personajes, son etapas cerradas, porque el deambular de estos seres es una andadura circular que siempre los devuelve, irremediablemente, al punto de partida. Un camino que termina por cerrarse sobre sí mismo y cuya acción circular nos patentiza su inutilidad. Larsen llega caminando, y caminando lo dejamos al final del relato, aunque entonces alcance su final, la muerte. Tengo que precisar, sin embargo, que esta muerte -a pesar de lo que pudiera parecer- es el momento menos trascendente de la novela, como si al autor le importara muy poco el trágico desenlace de su personaje; pero -eso sí- se matiza con mucho detalle la marcha del final:

Caminó hasta el astillero para mirar el enorme cubo oscuro, por mandato; hizo un rodeo para husmear silencioso la casilla donde había vivido Gálvez con su mujer. Olió las brasas de la leña de eucalipto, pisoteó las huellas de tareas; se fue agachando hasta sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo. Ahora estaba encogido, inmóvil en la parte más alta del mundo y tenía conciencia en el centro de la perfecta soledad que había supuesto, y que había deseado, tantas veces en años remotos (…) Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza (…) Vio a la mujer en la cama (…) Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos (…) Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de madera y charcos podridos.

Igual importancia tiene que los personajes -ya lo hemos insinuado- vivan dentro de un ámbito que ellos mismos están configurando, que ellos mismos disponen para su peripecia. La pluralidad de personajes no supone más que un pretexto para justificar lo que Onetti realmente quiere: determinar la provisionalidad que viven estos seres siempre en marcha, con una vida precaria, oscura, frustrada de antemano, y que, a pesar de todo, siguen cumpliendo el destino para el cual han aparecido en ese ámbito novelesco, para el cual han nacido a la vida de la fábula. Por eso decía que son los propios personajes los que configuran su mundo; porque ese mundo está ahí para que en él se encuentren y se noten, o se pierdan y se diluyan progresivamente, ante nuestra mirada, y por encima de su acción imposible. Los personajes, además, van y vienen, pero deambulan entre dos puntos reconocibles; ese espacio novelesco que los encierra está polarizado siempre por unos lugares que, también, están nítidamente señalados. Notemos aquí cómo coincide otra de las circunstancias vitales de Onetti: «mis numerosos viajes de Montevideo a Buenos Aires y de Buenos Aires a Montevideo»; viajes que han condicionado la pérdida de determinadas cosas, algunos manuscritos, por ejemplo. (6)

A primera vista los personajes de Onetti son sólo vagabundos a los que el autor se complace en ver pasar de una parte a otra; pero apenas nos fijemos nos damos cuenta de que ese movimiento de los personajes no responde a una referencia testimonial, ni siquiera a una dimensión novelesca más profunda, sino que su ir y venir está condicionado ya por el propio espacio en el que se mueven y que, por lo mismo, tiene más de acción cumplida que de desnortado caminar. No es casualidad que el asentamiento (imposible, por otra parte) de Larsen, y su consiguiente relación con Gálvez, Kunz, los Petrus, Josefina o la mujer de Gálvez, no sea un encuentro fugaz, sino que se convierte en un poderoso atractivo que, aunque el protagonista lo reconoce en su fuero interno como como una descabellada idea, se quiere consumar para ver cómo puede forzar su suerte, o su destino, que a nadie compete más que a él. Larsen está jugando una carta que sabe perdida, pero quiere consumar su suerte hasta el final, comprobar que todo tiene irremediablemente que consumarse, incluso su propia existencia; que el resto de su vida, como sucedía con el protagonista de El pozo. «será el silencio, la humillación, el escarnio de un amor solitario e indeterminado, una larga serie de frustraciones desordenadas caóticamente una sobre otra, como suelen caer las lágrimas al ritmo del dolor». Esta indeterminación aparente es lo que podemos identificar con la ambigüedad; una ambigüedad que si bien viven los personajes, nunca se trasluce en una ambigüedad del relato. El espacio no es sólo el lugar de la acción, sino que se completa con el grupo humano que lo puebla, y hasta asistimos a las constantes relaciones imposibles entre ellos, unas relaciones que, precisamente por ser producto de la situación así determinada, llegan a confundir las identidades, no sabiendo con exactitud, ni siquiera si son seres humanos («-Señora- murmuró, y quedaron mirándose fatigados, con una leve alegría, con un pequeño odio cálido, como si fueran de veras un hombre y una mujer»)

Dice José Donoso en el prólogo a El astillero, en la edición de Salvat-RTV, que «estos fantasmas (Larsen, Gálvez, Angélica, Inés…) en que encarna su pensamiento iluminan algo que no queda fuera del relato, sino dentro de él, que no señala verdades ni significados situados exteriormente a la novela, sino en su transcurso, en la experiencia de leerla y dejarse envolver por esa otra realidad ficticia…». Y es cierto. Porque una de las cosas más importantes de la escritura de Onetti es esa sustantividad de de la novela: a partir de su escritura estamos aistiendo a la creación de un mundo y de unos personajes que van a configurar a su vez el espacio que les corresponde, y que le otorgarán la dimensión temporal correspondiente. Un tiempo hecho también de idas y venidas, de lanzamientos hacia el futuro, o de miradas hacia el pasado; de visiones y recuperaciones, signadas todas ellas por esa sensación de inutilidad. Por tanto, me parece fundamental, siempre que se hable de Onetti, a partir de la obra misma (y de él mismo) para poder entenderla a mayor plenitud, y para leerla en su dimensión exacta y con los presupuestos más justos. No en vano los personajes vuelven siempre no sólo al punto de partida, sino a los mismos lugares por los que han estado. Y vuelven con un sentido de melancólico e irrenunciable retorno a ese ámbito que saben habrán de abandonar para siempre. Obsérvese, por ejemplo, que los títulos y la numeración de cada capítulo indican con precisión ese ir y volver cíclico. Los personajes se abren a todos los vientos y se entregan por entero a la labor de vivir con los demás, a sentirse de y para los demás; y lo que sucede es que esos seres de Onetti siempre llegan tarde; no les queda tiempo suficiente para cumplir adecuadamente su objetivo; aunque también es cierto que el ámbito al que retornan ya no es el mismo, porque en él ya no queda ninguna esperanza de recuperación.

III

Creo que es muy evidente en toda la novela de Onetti un predominio de lo situacional sobre lo discursivo. Es más, el desarrollo de la anécdota, o de la acción de los personajes para ser más precisos, mantiene un ritmo pendular, se establece siempre entre dos extremos que limitan de forma rigurosa el espacio del relato. Veamos el siguiente esquema:

Astillero                 (b)
B        Casilla     Glorieta    Casa  (c)
Santa María   (a)
________________________________________
      A

Observe el lector cómo se distribuyen los viajes de Larsen entre los extremos del ámbito predeterminado; un espacio que actúa a tres niveles diferentes: el primero (A-B), a nivel de esa dicotomía sustancial en Onetti: el mundo en el que la peripecia se desarrolla y el mundo del espacio más allá, de ese otro lado de donde proceden (no sabemos con exactitud cuál es su ubicación precisa) los personajes. Larsen regresa a Santa María, después de cinco años, «cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia». Y al final vemos cómo abandona el espacio de su peripecia y se pierde mientras camina, y nos enteramos, porque el autor nos lo dice (yo creo que sin mucha convicción), que «murió de pulmonía en El Rosario antes que terminara la semana y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero».

Un segundo nivel correspondería a los extremos del espacio narrativo: Santa María (a), la creación de Onetti, la ciudad fundada por Brausen, y que de alguna manera aglutina todas las necesidades de los personajes y las peripecias de los mismos; todas las necesidades y, por supuesto, todas las servidumbres. Es un «villorrio rioplatense en medio de un río y una colonia agrícola» (7); el punto de referencia que supuso la primera esperanza de culminación de su destino para Larsen; y el astillero, el último extremo de su caminar hacia esa consumación de su destino.

Y un tercer nivel. Un espacio más reducido, no sólo por la cercanía geográfica, sino también por la cercanía espiritual (en él pretende Larsen confirmar que su existencia no ha sido inútil). Vendría determinado por el propio astillero (b) y por los lugares referencia de cada uno de los otros personajes; los lugares donde Larsen puede encontrar a esos otros seres que como él consumen su existencia: la casilla, la glorieta y finalmente la casa (c), esa inalcanzable realidad de la casa en donde -después de tanto desearla- alcanza la aventura más irrisoria de todo el relato, cuando Larsen se abandona a la agrisada medianía, a su decadencia evidente. En el gráfico se puede notar, además, la frecuencia regular de los movimientos de Larsen, y cómo las escapadas a Santa María representan esos retornos cíclicos a los que aludía más arriba.

¿Dónde empieza, pues, y dónde termina exactamente este peregrinaje de Larsen? Porque Onetti ha confesado que la muerte de Larsen no ha sido su final, que puede volver al mundo de la novela:

Lo que realmente sé es que por un oscuro arrebato maté a Larsen en «El astillero» y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo, posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fuera despojado en anteriores novelas. (8)

Su misma timidez al confesarnos el fallecimiento de un personaje, dándole más importancia a ese diluirse que al hecho en sí de la muerte física nos deja ante la disyuntiva de ese nuevo retorno de Larsen. Pero, seguimos preguntándonos, ¿de dónde?, y ¿cuál es su nombre completo que figura en los libros del hospital? Sobre su personaje, en torno a él, Onetti ha llegado a crear una aureola de fábula, ciertamente mística, pero no por ello castradora de su libertad de acción y de sus posibilidades de ser novelesco. Yo me inclino por un posibilismo más que por una ambigüedad; más por una multiplicación de las soluciones, y las situaciones, que por la disolución de las mismas en un confusionismo peligroso, o confundidor.

Su actitud me parece clara con respecto al mundo de la novela. Confiesa que Santa María «se trata de una posición de fuga y del deseo de existir en otro mundo en el que fuera posible respirar y no tener miedo. Esto es Santa María y éste es su origen. «Yo era un demiurgo y podía construir una ciudad donde las cosas acontecieran como me diera la gana. Ahí se inició la saga de Santa María, donde los personajes van y vienen, mueren y resucitan. Creo que me voy a quedar allí porque soy feliz (9).

No quisiera desestimar esas declaraciones, porque hermanan, con mucha coherencia, la actitud personal del escritor y el sentido de su obra. El mundo onettiano no se halla fuera de la experiencia del propio escritor, ni siquiera al margen de ella, sino que es el trasunto, genialmente literaturizado, de esa peripecia y esa personalidad. Por ello mismo el espacio, que es urbano hasta cierto punto, estás matizado por una serie de elementos de tipo intelectual.

(Calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flamantes columnas del alumbrado; y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento. El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural).

O -y esto es muy importante- va adquiriendo tal protagonismo que se dinamiza, anima y llega hasta personalizarse. Como afirma Rafael conte, se trata de «una geografía interior -no lineal, como dice Hass- donde hasta el escenario se convierte en un ser animado, surcado por la impotencia y el fracaso» (10) («la lluvia, muy suave, golpeaba el techo y en la calle, compañera, interlocutora, perspicaz»). El astillero ejerce un irresistible poder de atracción sobre los personajes: no sólo los convoca a su sorda llamada, sino que se erige en protagonista y ejerce su influencia en el deambular de los seres, y asiste, con cruel indiferencia, a la consumación de sus peripecias. Todos dependen de él, y todos se aferran a él para sobrevivir, pero el astillero va deshaciéndose de todos, va despojándose de todo, en medio de una decadencia irreversible, a pesar de estar contrapunteada por la voluntad de los personajes que intentan, a toda costa, su renacimiento ilusionado. Las alusiones a las reparaciones, a las reconstrucciones, son constantes, y siempre nos dan la idea de esa provisionalidad que lo caracteriza todo, de la imposibilidad de que los proyectos se lleven a término:

Pero lo que realmente importa son los sueldos futuros. Y otra cosa: los bloques de casas que va a construir la empresa para el personal. Claro que no será obligatorio vivir en ellos, pero será sin duda muy conveniente. Pronto le voy a mostrar los planos. Respecto a todo esto, tengo la palabra de Petrus.

*****

Y así, arrastrado por el escepticismo universal, Kunz fue perdiendo la fe primera, y el gran edificio carcomido se transformó en templo desertado de una religión extinta. Y las espaciadas profecías de resurrección, recitadas por el viejo Petrus y las que distribuía regularmente Larsen, no lograron devolverle la gracia.

El astillero juega con ellos, conoce perfectamente su inequívoco destino, pero nunca llega a desilusionarlos completamente. Se mantiene allí, como una sombra atrayente y destructora al mismo tiempo. Cuando los personajes, sobre todo el desesperanzado Larsen, se den cuenta de las cosas será demasiado tarde. Y se les permitirá entonces alcanzar el ámbito que han estado anhelando durante todo el relato: en el caso del protagonista, la casa de Petrus. Y cuando lo hace (que es tarde también) sólo consigue pasar a las habitaciones de Josefina, la criada, «la mujer de siempre, su igual, hecha a la medida ya no para la comunicación, sino para que él tenga conciencia de que se halla en el centro de la perfecta soledad» (11). Las desesperadas idas y venidas de Larsen no hacen sino confirmarle su su soledad y su impotencia; primero, porque los extremos de ese ámbito se hallan dramáticamente cerca, y segundo, porque los demás personajes, que están en torno suyo. con su presencia física o su presencia obsesiva, aunque no estén esa presencia que otorga el poder y la seguridad como en el caso del viejo Petrus, que sólo aparece, y de forma fugaz, en un par de ocasiones), pero que pesa de forma agobiante en toda la novela. Así descubre el protagonista que están muy lejos de su alcance, que no llegará nunca a solidarizarse con ellos; as í sentirá, poco a poco, el abandono y perfilará la desesperada solución de la marcha fuera del ámbito, de nuevo hacia el otro lado, hacia un más allá desconocido, desde el cual un día regresará a Santa María «para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia».

También desde ese más allá llegarán las alusiones premonitorias, reflejadas en el peculiar estado de la atmósfera y del ambiente que rodea la geografía interior de la novela y pesa en el ánimo de los personajes en ciertos y determinados momentos (» La noche estaba afuera, enmudecida, y la vastedad del mundo podía ser puesta en duda.» «Hicieron sonar después definitivamente el pestillo de una puerta y la noche de lluvia se transformó en ventosa, placentera y gimiente, no más real que un recuerdo, más allá de las persianas corridas de la plaza.»)

En las novelas de Onetti es difícil encontrar amaneceres luminosos, soles radiantes… El mundo parece desfilar ante la mirada… de alguien que no puede cerrar los ojos y que, en esta tensión agotadora, ve las imágenes un poco borrosas, confundiendo dimensiones, yuxtaponiendo cosas y rosotros que se hallan, por ley, naturalmente alejados entre sí. (12)

Por eso, precisamente, serán las relaciones sensoriales las que definan y precisen los contactos entre los personajes y su ámbito, y de ahí también nos vamos a encontrar con una de las características más significativas de la escritura de Onetti: la tendencia a despistar al lector, a señalarle caminos posibles y a jugar con el azar de las soluciones, escondiendo los posibles orígenes y finales de la historia, y también utilizando una serie de transposiciones tiempo-espaciales imaginarias que, solapadamente, nos muestran que el final es una vuelta al comienzo:

Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual.

La intervención del narrador únicamente se notará al ver esta provocación de posibilismo, este mantenernos en vilo mientras juega a la inquietud del azar, a pesar de que el esquema está trágicamente claro desde el comienzo («Hubo, es indudable, aunque nadie puede saber hoy con certeza en qué momento de la historia debe ser colocada, la semana en que Gálvez se negó a ir al astillero. La primera mañana de su ausencia debe haber sido para Larsen el verdadero día de prueba de aquel invierno; los padecimientos y las dudas posteriores se hicieron más fáciles de soportar») o para dar fuerza fabuladora a la historia que estamos viviendo y conseguir con ello absoluta autonomía del relato.

«Onetti crea un ámbito fantasmagórico irreal, sin recurrir a ninguna de las tutorías de la literatura fantástica; nada más que valiéndose de convenciones realistas» (13). Esta me parece una apreciación interesante de Benedetti. Porque el talante de la prosa de Onetti, a pesar de permitirnos traspasar los límites, siempre está basado en la utilización de una escritura directamente conectada a la realidad que nos da como referencia. Lo que sucede, y esto es importante, es que con sólo nombrar esa realidad nos encontramos en un medio en el que los límites destacados con toda nitidez, fijan los extremos de la tensión dramática en que se resume el movimiento -lento, pesado, acompasado- de los personajes habitantes de esa atmósfera casi irrespirable del astillero, pero sobre todo de la imposibilidad de conocerse, de reconocerse y de salir de allí. El aire se enrarece por momentos, y los seres necesitan imperiosamente salir de su entorno, aunque están condenados por el autor a ser, digamos, ejemplo de lo que han hecho y han de quedar, o bien estáticamente hundidos en aquel fango, o bien desaparecer en la muerte o tras esos límites que no se sabe a ciencia cierta a dónde los llevarán.

Es, pues, la peculiar ordenación de los elementos del relato lo que confiere a la obra de Onetti su originalidad. Su prosa es de clara e inmediata raigambre realista, testimonial, lo que sucede es que las referencias que se nos transmiten a través de ella, y el mundo que determina, están más allá de las posibilidades de la lógica de la realidad convencional. Para encontrarnos con sus personajes, para entenderlos, y para seguirlos en su deambular constante y nunca finalizado, hemos de llegar al borde mismo que separa el espacio novelesco de la realidad cotidiana; allí no sólo tropezamos con los personajes y con su cosmos específico, sino que nos los encontramos cargados de cosas, de nombres, de palabras extrañas, que nunca llegamos a precisar, pero cuyo contenido, precisamente por ser múltiple, se nos hace muchísimo más verdadero, más tangible, desde luego, que esa otra realidad estrecha y regulada de la historia cotidiana.

Es curioso observar cómo elo proceso de la escritura de Onetti es ése, precisamente: liberar esa realidad cotidiana suya, incluso su peripecia individual, y sus actitudes, y sus acontecimientos nimios, por medio de la palabra; de una palabra que va más allá del simple relato, de una palabra que hace y que construye una nueva historia, con un nuevo espacio y un nuevo tiempo que sólo a ella competen, y que es capaz de crear unos nuevos seres que encarnan la fábula, que la hacen suya y la desarrollan hasta extremos que las reglas del juego habitual no alcanzarían jamás. Podíamos decir, para terminar, parafraseando al propio escritor, que Onetti ha cambiado su posición, su perspectiva: si de adolescente lo veíamos absorto en el muelle, viendo barcos cargueros, marinos y nombres que llegaban del otro lado del océano y que se le antojaban ininteligibles, e imaginando consecuentemente historias, ahora Onetti parte de su sabiduría novelística, y por medio de su particular peripecia vital ha logrado instalarse en ese otro lado, pasar al mundo de la ficción y ha encarnado él también allí, en la saga enriquecida de Santa María y sus habitantes.

Onetti ha optado por el mundo ajeno de esos seres alienados, de esos outsiders que, como muy bien ha señalado Álvaro Castillo, no sólo llevan un nombre extranjero, sino que participan de esa extranjeridad:

Onetti siempre ha tenido predilección por lo extranjero, casi diría lo exótico… Entre los seres de Onetti abundan los de apellido extranjero, Brausen, Larsen, la gorda Kirsten…, el luchador Jacob von Oppen; parece como si con los apellidos Onetti intentara acentuar la extranjeridad de esos individuos, su condición de desplazados. (14)

«Los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene», se dice en El pozo. Y es verdad, pero ha de tenerse en cuenta que el sentimiento se ha modificado desde el punto de vista y hora que el escritor ha desplazado totalmente la perspectiva, Onetti ha logrado perfeccionar algo bastante difícil, y efectivo, si pensamos en lo que debe ser la narración; ha eliminado, sin que se note, la duplicidad de los mundos literarios (el del narrador y el de la ficción), y parte desde cero, creando y componiendo la peripecia novelesca desde dentro mismo del ámbito de la fábula. Pero ello no quiere decir que haya renunciado a su propia peripecia. Todo lo contrario: esta fábula se va a nutrir, precisamente, de elementos que están sustancialmente vivos, que son netamente testimoniales, y que por la misma razón pueden surgir a la nueva vida que el escritor les concede.

Penetrar de forma absoluta y total en la obra de Onetti requeriría un análisis que aquí no me he propuesto; en primer lugar porque presupondría un conocimiento mucho más vasto de su obra, que evidentemente yo no poseo; y en segundo lugar, porque sólo he querido fijarme en uno de los aspectos de su obra que me parece fundamental para acceder a la misma. Quizá pueda, a partir de aquí, continuar, en mejor disposición, mi lectura de una de las obras narrativas más singulares de los últimos años, tanto por el tratamiento del lenguaje como por las peculiaridades temáticas que le sirven de apoyo sustantivo.

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(1) José Donoso Prólogo a El astillero
(2) Onetti El astillero
(3) María Esther Gilio «Onetti, el compromiso con umo mismo»
(4) Ver nota 1
(5) Benedetti «Onetti y la aventura del hombre»
(6) Onetti «Por culpa de Fantomas»
(7) Rafael Conte Lenguaje y violencia
(8) Ver nota 6
(9) Ver nota 6
(10) Ver nota 7
(11) Ver nota 5
(12) Ver nota 5
(13) Ver nota 5
(14) Álvaro Castillo «Hacia Onetti»

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Número 61

Onetti: La pluma en el país que no existe / Federico Nogara

Revista Malabia número 61

Onetti: La pluma en el país que no existe / Federico Nogara

Estamos en 1939. En una calurosa pieza de Montevideo, Eladio Linacero está solo y piensa mientras escribe sus memorias. Ángel Rama sostiene, en el estudio crítico Origen de un novelista y de una generación literaria, centrado en la obra El Pozo, de Juan Carlos Onetti, que es esa soledad la que genera en Linacero la necesidad de escribir. Y agrega que la literatura nacida de la soledad, al funcionar como compensatoria a la asimilación a un medio, se tiñe necesariamente de vida privada, subjetiva, anclada en lo autobiográfico, lo que la termina llevando a ser desdeñosa con el medio social, afirmadora de lo personal, generadora de una ruptura entre el creador y el entorno. Más adelante, en el mismo estudio, Rama asegurará que en El Pozo no importa demasiado lo social.

Sin embargo, las palabras del propio Onetti sobre su personaje parecen desmentir el razonamiento de Rama, núcleo central de su crítica. Dice el autor: “Linacero es un poeta incapaz de escribir poesía, por eso se lanza a fantasear”.

Las dos concepciones son antagónicas y según de la que se parta se puede llegar a diferentes conclusiones sobre la obra. ¿Piensa Linacero desde la soledad o desde la frustración? ¿Ha llegado Linacero a esa soledad extrema por excesivo individualismo o por reacción contra un medio hostil?

Vayamos por partes. Situémonos primero en la época. La España republicana acaba de ser vencida, el nazismo y el fascismo comienzan a expandirse, el pacto germano-soviético rompe la unidad de las fuerzas antifascistas y en Uruguay, quienes habían llevado al país a la dictadura de 1933 vuelven a instalarse en el gobierno. Así opinaba Carlos Quijano (Marcha en marzo de 1965) sobre el cambio: “El 31 de marzo de 1933 (golpe de Estado de Terra) es un recodo de nuestra historia; pero no lo es menos, y acaso lo sea más, el año 1938. En este último, con más claridad que en aquella fecha –se tarda a veces en comprender el cabal significado de los hechos aunque pueda intuírsele- la historia del país se bifurcó. El 31 de marzo fue la reacción encabezada por las clases dominantes y más capaces. 1938 mostró que la resistencia al golpe había equivocado el camino. Para vencer a la reacción no se podía transitar por los mismos caminos de ella, buscar el apoyo en las mismas fuerzas que habían reclamado el golpe o lo habían tolerado. El tiempo, bien corto por cierto, no tardó en demostrarlo. Cuando los núcleos políticos desalojados el 31 de marzo, volvieron al gobierno, dejaron en pie no sólo las estructuras que habían posibilitado el golpe, sino también las propias construcciones de la dictadura. Se reinstalaron en el edificio conservado y reacondicionado o adornado por ésta. Todo siguió como antes y la lucha que contra la reacción se inició el 31 de marzo, en vez de abrir nuevas alternativas al país, se diluyó en una oscura confusión”.

Hay un dato muy importante que no debemos olvidar: Linacero piensa en 1939, en ese recodo de la historia como lo llama Quijano, y Ángel Rama lo hace veinticinco años más tarde, en el 64, cuando los movimientos reivindicativos estaban en pleno auge, el cambio social parecía posible y la cultura uruguaya vivía una de sus mejores épocas.

Situémonos ahora en esa soledad de Linacero sobre la que estamos especulando. Supongamos que Onetti hubiera imaginado a Linacero como empleado público o como individuo casado y con hijos. En cualquiera de esos casos la visión del mundo de su personaje hubiera sido la de un hombre con intereses concretos, parte de la sociedad, asimilado a ella.

Onetti utiliza el mismo recurso literario de Chandler o Hemingway, cuyos personajes, Nick Adams y Marlowe son célibes, sin compromisos familiares ni trabajo fijo, lo que les permite mirar la sociedad desde fuera, ajenos a las ataduras y los compromisos. Linacero, de esta forma, completamente solo, puede observar al militante Lázaro desde la objetividad porque está libre de militancia, especular sobre el amor porque no está enamorado y recrearse en la belleza de la escritura de Cordes porque es totalmente incapaz de desarrollar la propia.

¿Es cierto, como dice Rama, que en El Pozo no importa lo social? La izquierda uruguaya (mayoría cultural evidente) ha considerado siempre una obra como social (y política) cuando ésta más se alejaba de la ficción y más se acercaba a la muestra directa de la cruda realidad. Esta forma de medir el contenido social de una obra queda claro en el gusto por la llamada música popular, donde prima, aún hoy, la figura del cantautor que hace una especie de ensayo cantado sobre una realidad concreta, y en fenómenos tan apreciados como la murga, donde la denuncia de los problemas del país adquiere una forma simple y directa. Pero esa manera de encarar el arte tiene dos problemas fundamentales: en primer lugar, la realidad no se muestra, se reproduce, lo que quiere decir que quien la muestra no hace otra cosa que darnos su propia versión de la realidad, y en segundo lugar, esa realidad (sobre todo en el mundo actual) es sumamente compleja, por lo que su simple muestra, denuncia o enunciación se queda, la mayoría de las veces, en la epidermis del fenómeno. Me gustaría valerme de un ejemplo concreto para ilustrar lo que digo: Los problemas que ha vivido la Argentina al comenzar este siglo, y que casi la llevan a la bancarrota, han encontrado una explicación fácil en la corrupción imperante en el país y en la peculiar manera de ser de los argentinos. Esa explicación simple, que no se limita a los medios de comunicación (también aparece en series, películas y teatro), ni al país (también ha llegado al extranjero), oculta la verdadera complejidad del hecho histórico. Poco se dice de los mecanismos sociales y políticos que llevaron a la corrupción, de la identidad de quienes la alimentaron, de los organismos internacionales que miraron para otro lado y dejaron hacer, y nunca se menciona un dato que figura en los informes de la UNESCO y podría ser vital: Argentina (como toda América Latina) ha enviado a los países ricos el capital que recibiera como ayuda al desarrollo multiplicado por veinticinco. La realidad concreta es, la mayoría de las veces, sólo la punta del iceberg.

Onetti entendió ese funcionamiento desde el principio y lo aplicó a sus escritos, explicando los mecanismos que determinan a los personajes y a los hechos. Por esa razón, y parafraseándolo, los uruguayos y el Uruguay han terminado pareciéndose de forma asombrosa a sus escritos. El astillero, la novela de un hombre que trabaja en un negocio inexistente y cobra un sueldo ficticio, funciona a la perfección como metáfora del país actual (estoy escribiendo a principios del Siglo XXI), y Jorge Malabia, el intelectual rebelde e inconformista, no se suicida como otros personajes parecidos a él (el Compson de Faulkner, por poner un ejemplo) sino que se integra a la sociedad que detestaba (como muchos, como tantos) y termina vendiendo terrenos. Y podría seguir citando ejemplos sin dificultad.

Linacero no es un observador simple ni inocente. Tampoco lo es Onetti, que si bien no es Linacero, tiene obvias similitudes con él. Fijémonos lo que pensaba el autor en relación a la sociedad de su tiempo en un comentario personal sobre su texto Tierra de nadie, escrito entre 1939 y 1940 y desarrollado en Buenos Aires: “Pinto a un grupo de gentes representativas de su generación, la que reproduce, veinte años después, la europea de la post guerra. Los viejos valores morales han sido abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de la joven América crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia”. Sobre los escritores de la época opinaba así: “Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores, con la audacia paralizada. Y no hay esperanza de salir de esto. Los “nuevos” sólo aspiran a que alguno de los inconmovibles fantasmones que ofician de Popes les digan una palabra de elogio acerca de sus poemitas. Y los poemitas han sido facturados expresamente para alcanzar tan alto destino”. Y sobre su ciudad decía: “Montevideo, mientras tanto, no existe. Aunque tenga más doctores, empleados públicos y almaceneros que todo el resto del país, la capital no tendrá vida de veras hasta que nuestros literatos se resuelvan a decirnos cómo y qué es Montevideo y la gente que lo habita. (…) Es necesario que nuestros literatos miren alrededor suyo y hablen de ellos y su experiencia. Es indudable que si lo hacen con talento, muy pronto Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que ellos escriban”.

La negación de su ciudad y su país es una constante en la obra y la vida de Onetti. Al llegar a su exilio madrileño la sintetizará en un comentario a un periodista: “Vengo de un país que no existe”. No fue el escritor el primero ni el único uruguayo que se apuntó a esa negación. Corría 1841 cuando Rivera consideró llegado el momento de hacer volver al prócer José Gervasio Artigas a la patria. Los emisarios enviados al Paraguay recibieron una seca respuesta: “Yo no tengo patria”. El caudillo de la unidad latinoamericana no se reconocía en el pequeño país inventado por los intereses imperiales que tanto combatiera. A principios del siglo XX uno de los escritores más importantes del Modernismo, Herrera y Reissig, llamaba a su ciudad Tontovideo mientras soñaba desde su torre con París. Negación por ser un país inventado, negación por no tener un movimiento cultural y literario que pudiera darle una razón de ser y existir (Onetti coincidía con Wilde en que el arte inventa la realidad), negación por provinciano, negación por no ofrecer un futuro a sus hijos. Uruguay ha sido sistemáticamente negado. ¿Hay en esa actitud mucho de amor desesperado?

Quizá sintetizando todos los conceptos anteriores podría explicarse, a grandes rasgos, El Pozo: un hombre sin fe ni interés por su destino observa, desde un país inexistente, a unos escritores (e intelectuales) que no asumen riesgos, a unos militantes que no profundizan y a unas gentes (él mismo) que son incapaces de amar.

El problema fundamental de la crítica de Rama (excelente en algunos pasajes) consiste en que está hecha en un momento en que estos problemas parecen resueltos, por eso concluye sus razonamientos sobre El Pozo sosteniendo: “…a veinticinco años de escrito mantiene ese seductor aire inconformista, confuso, adolescente, irremisiblemente ingenuo y equivocado…”

Releyendo el texto se puede tildar a Linacero de muchas cosas, pero no de ingenuo. La buena fe, el candor, el pensamiento sin doblez, elementos fundamentales de la ingenuidad, no parecen formar parte de su personalidad. Lo que dice Linacero puede ser discutible muchas veces, pero es filoso y mal intencionado. El odio que Linacero siente por la sociedad norteamericana y la clase media no es, como dice Rama, “infantil” (aunque tenga razón en que aparece al lector como exagerado). Basta repasar las atrocidades que ha cometido la administración norteamericana en los últimos ochenta años para concluir que esa sociedad debería haber hecho mucho más, que no se puede ser cómplice de monstruosidades sólo por mantener el nivel de vida. En cuanto a la clase media: “No hay nada más despreciable, más inútil. Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”, merecen ser barridos sin juicio previo”, debemos pensar cómo podía sentirse el poeta frustrado Linacero (y el autor Onetti, que tardó diez años en vender los quinientos primeros ejemplares) cuando veía que a su alrededor se iba acomodando la gente de acuerdo a su condición de clase social y no por sus méritos intelectuales. Y si vamos más allá y nos centramos en Onetti, es fácil considerar, de acuerdo a su manera de pensar, que compartía la opinión de los historiadores revisionistas, sobre todo argentinos, que piensan que a América Latina le faltó una verdadera burguesía nacional, porque la que tuvo estaba directamente ligada a las oligarquías nacionales y, por ende, a los intereses extranjeros.

En los pensamientos de Linacero no está sólo presente lo social sino lo abiertamente político. Se atreve, por ejemplo, a tocar el tema del stalinismo, un tema curiosamente tabú en Uruguay. Y lo hace de una manera breve y coloquial pero contundente: “Este es el momento oportuno para hablarle del lujo asiático en que viven los comisarios del Kremlin y de la inclinación inmoral del gran camarada Stalin por las niñitas tiernas”. Linacero mata dos pájaros de un tiro. Constata que la Unión Soviética seguía siendo una sociedad dividida en clases sociales y que esa moral rígida, casi religiosa que proclamaban sus dirigentes, (la burocracia que dominaba el supuesto sistema comunista y que presentaba a todo el que se opusiera o agregara algo nuevo como un burgués corrupto), no se la aplicaban a ellos mismos.

Esa negativa a discutir el stalinismo es parte de una curiosa manera de mirar la historia: al capitalismo se le reconocen etapas (keynesiano, neoliberal), así como a la iglesia se le reconocen etapas y movimientos (la Inquisición, la iglesia de los pobres, la iglesia defensora del fascismo); pero al comunismo se lo ve como una masa que ha comenzado y ha terminado, sin entrar a considerar sus etapas y concepciones diferentes, algunas de las cuales han concluido de manera brutal y podrían explicarle a la izquierda las causas de la caída (la prisión de los dirigentes opositores en Siberia durante el primer período del gobierno de Stalin, los extraños apoyos de la Unión Soviética a movimientos y gobiernos dudosos, los enfrentamientos durante la guerra civil española, el asesinato de Trotski).

Lo político en Linacero no se queda ahí, va mucho más allá, ingresa incluso en la composición social de los grupos que planteaban el cambio y lo hace de una manera que le otorga un carácter atemporal: “Hay de todo; algunos que se acercaron al movimiento para que el prestigio de la lucha revolucionaria o como quiera llamarse se reflejara un poco en sus maravillosos poemas. Otros, sencillamente, para divertirse con las muchachas que sufrían, generosamente, del sarampión antiburgués de la adolescencia. Hay quien tiene un Packard de ocho cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre. Los partidos revolucionarios deben creer en la eficacia de ellos y suponer que los están usando. Es en el fondo un juego de toma y daca. Queda la esperanza de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera definitiva, de toda esa morralla”.

Hace unos años se estrenó en Montevideo el corto Jaula 8, del grupo de cine joven Dodecá. En esta película, premiada en festivales internacionales, un grupo de jóvenes, cansados de la letanía de un profesor lejano y escasamente avezado en pedagogía, iban desertando poco a poco de la clase hasta dejarla vacía. Su destino no era el parque, ni el cine, ni un partido de fútbol; terminaban todos en la rambla mirando el mar en silencio con la mirada perdida.

Un conocido filósofo alemán sostenía que los hechos y los personajes tienden a repetirse a lo largo de la historia. ¿Son estos jóvenes de Jaula 8 la repetición de Linacero? ¿Puede aplicarse el análisis de Quijano a otros períodos de la historia uruguaya? ¿Se repiten en la cultura uruguaya actual algunos de los problemas que detectaba Onetti en el 39? ¿Es el uruguayo de hoy una persona sin fe ni interés por su destino?

Quizá los jóvenes que miran el mar con la mirada perdida se estén haciendo muchas preguntas que aún están sin respuesta.

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Número 61

Juan Carlos Onetti y Los adioses / Hugo Fontana

Revista Malabia número 61

Juan Carlos Onetti y Los adioses / Hugo Fontana

Un breve verano

Sabio, majestuoso, exacto, Juan Carlos Onetti publicó en 1954 en Buenos Aires una de las novelas más importantes de su producción y de la literatura en general: Los adioses. A más de sesenta años de su primera edición, y a más de veinte del fallecimiento de Onetti, ocurrido el 30 de mayo de 1994 en Madrid, siempre es bueno repasar aquel título fundamental.

En poco más de 80 páginas, un hombre que había llegado enfermo quince años atrás a una pequeña población en las sierras –seguramente Córdoba, alguna localidad cercana al midland argentino, Cosquín, tal como aventura Josefina Ludmer–, lugar de peregrinaje para turistas en verano y para tuberculosos a lo largo de todo el año, cuenta una extraña historia. Tras recuperarse de su afección, este hombre que asegura vivir apenas con tres cuartos de un pulmón, abre un almacén en el mismo lugar y allí se queda para siempre. Ante la complicidad de dos de sus clientes más asiduos –un enfermero y su prometida, la Reina, mucama de uno de los hoteles-, se supone capaz de avizorar la suerte de aquellos que van a tratarse. Se dice o se sabe competente para aventurar si el enfermo llega con la voluntad de salvarse o no. Le basta con mirarlo a los ojos, con observar con atención la expresión de su rostro, la seguridad con que da sus primeros pasos al bajar del ómnibus que lo trae desde la ciudad.

“Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada.” Esta es la primera frase de la novela; este es el primer diagnóstico que el almacenero hace del nuevo visitante, un famoso ex basquetbolista que arriba una tarde, a pocas semanas del verano. “Quisiera no haber visto más que las manos”, repite en el comienzo del segundo párrafo, “…para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse”.

“Los miro, nada más, a veces los escucho; (…) adivino qué importancia tiene lo que dejaron, qué importancia tiene lo que vinieron a buscar, y comparo una con otra.”


Trofeos y recuerdos

El paciente se hospeda en uno de los hoteles y consulta con el Dr. Gunz, director del hospital. Rápidamente establece una rutina diaria. Viaja a la oficina de Correos de la ciudad para depositar un par de cartas que envía, se supone, a la capital; pasa por el almacén –también estafeta-, bebe en la penumbra del mostrador una cerveza y levanta su correspondencia, en la que destacan dos tipos de sobres: uno con letra de mujer (“azul, ancha, redonda”), otro de papel manila (“también, visiblemente, de mujer”) escrito con una máquina de “tipos sucios y desnivelados”.

Pronto alquila un chalet en la sierra, una suerte de casa maldita donde tiempo atrás murieron tres hermanas y una prima, todas enfermas de tuberculosis y a la edad de veinticinco años. Sin embargo, durante semanas permanece en el hotel. Un día baja del ómnibus una mujer de anteojos oscuros, “lenta, ancha sin llegar a la gordura”. Él la está esperando en el almacén, se abrazan, se acarician, conversan. En un fugaz momento en que él va a buscar un taxi que los acerque al hotel, ella le comenta con orgullo al almacenero dos o tres proezas deportivas de su hombre: haber jugado en el seleccionado contra los chilenos y los norteamericanos, ser mencionado en la prensa muchas veces.

Durante el tiempo en que ambos se hospedan en el hotel, las cartas cesan, pero a los pocos días la mujer se marcha. Entonces, el correo se reaviva con sus sobres azules y con sus sobres marrones. El enfermero y la mucama se acomodan en una mesa frente a una ventana desde la que pueden observar el trajín de la calle polvorienta, beben, comen, hacen conjeturas que el almacenero a veces acompaña y otras desestima.

¿Cuál es el camino más corto que lleva de la gloria a la desesperación? El almacenero se imagina al deportista posando para los fotógrafos luego de un partido en el Luna Park, en cuclillas, de perfil, deleitándose de antemano con esa imagen que los diarios o las revistas como El Gráfico reproducirán al otro día en sus portadas, pero también lo ve “en una habitación sombría, examinando a solas, sin comprender, la lámina flexible de la primera radiografía, rodeado por trofeos y recuerdos, copas, banderines, fotografías de cabeceras de banquetes”.


El anillo invisible

Hasta allí, la primera parte de la historia, dramática, lineal. Pero se acercan las fiestas de fin de año y comienzan a llegar los turistas abarrotando los hoteles. Una tarde el enfermero instiga al dueño del almacén a que organice dos bailes, uno en Noche Buena, otro el 31. Éste acepta de inmediato la idea y manda a buscar un árbol para adornarlo con guirnaldas y serpentinas. La música la pondrá el aparato de radio; el local es amplio y puede albergar un buen número de mesas, dar cabida a los sanos y a los enfermos, aceptar esa “forma de locura especial y tolerable” que la gente adopta desde el atardecer de ambas fechas.

El relato, pues, parece interrumpirse. De las primeras páginas anegadas de vaticinios, de profecías de mal agüero, donde la muerte parece rondar los pasos del otro -de todo otro-, a esta interrupción dionisíaca, parece distar un enorme trecho simbólico. Sin embargo, como toda bacanal, en las fiestas se conjugan en un mismo tiempo el principio y el fin de las cosas: una orgía donde los cuerpos se confunden y donde la vida y la muerte simulan bailar el mismo vals. Llueve el 24, hace calor el 31 y las mesas invaden la vereda. La radio emite toda la noche y los parroquianos se resignan “a las bebidas ordinarias y al ajo del matambre”. Pero de pronto, apenas pasada la medianoche y cuando la gente comienza a retirarse, el almacenero descubre en el marco de la puerta “un pedazo de pollera, un zapato, un costado de la valija” de una muchacha que ha descendido de un solitario ómnibus.

Ha llegado, ella también, para reunirse con el basquetbolista. Pero su tren se había atrasado y, tratando de subsanar el contratiempo, había enviado un imposible telegrama para que la fueran a esperar. Tras algunos minutos de indecisión, el almacenero se ofrece a llevarla hasta el hotel, pensando que ella es “demasiado joven”, que había “tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios”. “Así es la cosa”, rumia, malpensado, el enfermero: “una mujer en primavera, la chica esta para el verano”. En un instante el almacenero adivina que ella es quien envía los sobres marrones. La acerca al hotel y espera hasta ver al hombre descender la escalera de entrada y abrazar a la muchacha. En su trayecto de retorno, se detiene en el bar de otro hotel, el Royal, y pide un trago. Allí también la fiesta agoniza y se escuchan voces que bajan desde el primer piso, “bruscamente hasta un tono de adioses”. Amanece, y una mujer canta “en voz suave, en francés, La vida color de rosa’”.

Al día siguiente el almacenero se entera de que, minutos más tarde del encuentro, el hombre y la muchacha habían partido para el chalet: “Se fueron caminando en la noche y subieron la sierra, él con la valija de la muchacha y tomándole una mano para guiarla, medio paso más adelante, orgulloso e insistente”. Cuatro días más tarde, los ve “andando cabizbajos, ligados por dos dedos…”

El inglés Stephen Spender escribió hace muchos años un poema bellísimo: “Mientras ahora vamos caminando, mi hija/ Alegremente agarra un dedo mío con toda su mano./ Toda mi vida sentiré que un invisible anillo/ Circunda este hueso con su brillo; cuando crecida,/ Esté muy lejos de hoy, como sus ojos ya lo están.”


El privilegio de la ayuda

La muchacha permanece en la casa menos de una semana, tiempo en que el almacenero recibe dos cartas de letra azul que, tras días de no ver a su cliente, guarda en un cajón y luego olvida entregarle. Hemos llegado a la mitad del libro. Las siguientes páginas acumularán chismes, suposiciones, bromas de mal gusto de parte del enfermero, quien se interroga acerca de la fortaleza del hombre para satisfacer a dos mujeres tan diferentes. Todo parece reanudarse: el basquetbolista regresa al hotel, retoma su rutina, los turistas comienzan a abandonar el pueblo, el silencio vuelve a adueñarse del aire iluminado.

Lentamente se va estableciendo un raro vínculo entre el almacenero y el deportista, quien visita el comercio a diario para tomar una cerveza, para recoger las cartas que han vuelto a llegar. Un vínculo cómplice, simbiótico acaso: basta un furtivo, sordo cambio de miradas para saber qué lugar ocupa cada uno en la vida del otro pero, sobre todo, desde ese mismo espacio, qué lugar ocupa cada uno en la vida del universo. El almacenero intenta negar la presencia del otro; ambos son testigo especular de lo que ninguno de los dos es. Lo que de algún modo aquel representa para el enfermo –su trivial deseo de vivir, la certeza de que es posible seguir viviendo–, el otro lo convalida autorizándolo a vivir, tal como el narrador expresa: “Estábamos, él y yo -aunque él no supiera o creyera saber otra cosa- jugando durante aquel verano reseco al juego de la piedad y la protección.”

Pero días más tarde, terminado el carnaval, vuelve la mujer de la letra azul, esta vez acompañada por un niño de unos cinco años. El basquetbolista los recibe en el hotel. Y al día siguiente regresa la muchacha. Se detiene en el almacén, pide al dueño que la acompañe con un café. Éste, de inmediato, abre sus especulaciones y compara a una y otra mujer, apostando por la mayor, “por los años, la costumbre, la impregnación”. Y además, porque en el breve intercambio de palabras con la muchacha, él se descubre infinitamente débil, como si ella le estuviera revelando “la invariable desdicha de mis quince años en el pueblo, el arrepentimiento de haber pagado como precio la soledad, el almacén, esta manera de no ser nada”.

Cuando ella llega al hotel, se enfrenta con la presencia de la otra y del niño. El encuentro parece de una grosera incomodidad, pero sin embargo pronto los cuatro comparten la mesa colocada en la terraza, sin poder calcular el equívoco escándalo que están provocando. “Habría que matarlo”, comenta la Reina en el almacén, recordando el episodio. “Matarlo a él. A esa putita, perdóneme, no sé qué le haría. La muerte es poco si se piensa que hay un hijo.”

El hombre ayuda a la muchacha a instalarse en el chalet y retorna al hotel. Entre estos ires y venires, se cruza con Gunz y termina de reconocer que está desahuciado. Un par de días después, la mujer y el niño se marchan. El almacenero los ve cuando van a tomar el ómnibus. Su aprensión casi lo obliga a llamarla, a decirle “que lo que estaba dejando a la otra no era el cadáver del hombre sino el privilegio de ayudarlo a morir, la totalidad y la clave de la vida del tipo”.


La intrusa

Durante semanas el basquetbolista y la muchacha se encierran en el chalet y se hacen llevar comida desde el hotel; durante semanas los chismes y maledicencias no amainan. Escándalo y afrenta pública: de eso hablan el enfermero y la mucama y todos aquellos que fueron testigos de los encuentros y desencuentros, de la reclusión en la casa de la sierra. Hasta que un día el hombre, cada vez más desmejorado, baja hasta el almacén. Le comenta al dueño que no le seguirán enviando la comida, le pide si no puede hacerse cargo de mandarle un par de viandas diarias. “…no fui capaz de reventar a tiempo, dentro de los límites de la decencia, como ellos esperaban”, le explica, quejándose de su supervivencia. Y le dice además que aún podía seguir pagando sus gastos gracias a un dinero que la muchacha había heredado de su madre y que había tenido “el capricho de gastarlo en esto, en curarme”.

Una noche ella baja para hablar con el médico. A la mañana siguiente pasan por el almacén y piden café. Es el paso previo a la internación en el sanatorio: el hombre le advierte al almacenero que ya no necesitará más las viandas: “…quería avisarle que se acabó. Y darle las gracias”. Unos días más tarde, de limpieza en el almacén, el dueño encuentra las dos olvidadas cartas de letra azul. Las abre y las lee. Una habla de amor: no tiene importancia. La segunda sí tiene un párrafo relevante: “Y qué puedo hacer yo, menos ahora que nunca”, se preguntaba la mujer, “considerando que al fin y al cabo ella es tu sangre y quiere gastarse generosamente su dinero para devolverte la salud. No me animaría a decir que es una intrusa porque bien mirado soy yo la que se interpone entre ustedes. Y no puedo creer que vos digas de corazón que tu hija es la intrusa siendo que yo poco te he dado y he sido más bien un estorbo”.

Padre e hija permanecen en el sanatorio algunos días más, hasta que una madrugada y sin que ella lo advierta, él huye rumbo al chalet, donde se pega un tiro. Los vecinos lo descubren a la mañana. Hacía allí va el almacenero para dar su testimonio. Después de observar el cadáver, se sienta en un diván, “estremecido y en paz”.


Releer la vida

Podría decirse que a partir de la lectura que el almacenero hace de una de las cartas, en la que se revela que la muchacha es la hija del tuberculoso, la novela vuelve a comenzar o, en todo caso, el lector se ve obligado, como el resto de los protagonistas, a reinterpretar todo lo sucedido. Dan así por tierra los chismes y rumores, se desmorona el punto de vista soez del enfermero y de la mucama, del almacenero incluso, del propio lector que acompañó la historia con equívoca procacidad. Pero también dan por tierra los rasgos que aquellos, como narradores múltiples, habían ofrecido al lector solicitándole su complicidad.

Hilando aun más fino, no solo se reformula el acuerdo establecido entre narrador y escritor, esencia de la literatura y de la ficción, sino que, como en un dominó, los demás acuerdos se van desvaneciendo uno tras otro: lo que el basquetbolista transmitió a sus dos mujeres desde el primer día que llegó a la sierra; lo que transmitió al almacenero y a los demás agonistas que vigilaban sus tristes pasos; lo que transmitió al propio Gunz cuando decide finalmente internarse; lo que el almacenero cuenta para su eventual receptor –lector o tercer sujeto (narratario)–; lo que el escritor, en definitiva, con la ayuda de sus yo auxiliares ha hecho creer al lector.

Onetti emprende el texto con una fineza de estilo poco frecuente en la literatura moderna. Hay una cadencia perfecta dada por el uso de los adjetivos, que se suceden en duplas o ternas, a veces complementarias, a veces antagónicas, en estricto, cabal barroquismo. Los ejemplos serían múltiples, pero se podrían citar algunos juegos, por ejemplo, para definir al paciente, “sudoroso, crédulo y feliz” en una cancha o luego “abstraído y lacónico” en su mesa del hotel; o a la mujer “flaca, rubia, triste”, con “una contracción alegre, asqueada y feroz” en la boca, que bebe en el almacén la noche de Fin de Año; o en la cara “excitada, alerta, hambrienta” de la muchacha cuando el almacenero la imagina a punto de hacer el amor, o en la cara “enflaquecida, triste, inmoral” del basquetbolista cuando despide a su hija por primera vez…

Hay en el relato certidumbres que sobresalen dentro de la atmósfera de sospecha con que el narrador intenta anegar su historia. Pero ellas no son otra cosa que esos acuerdos desvanecidos: la “establecida fortaleza” del deportista, al menos en su pasado reciente; la “establecida credulidad” de uno y otro de los protagonistas centrales –enfermo y comerciante–, que les permite seguir manteniendo sus identidades en un enfrentamiento subjetivo que los coloca ante sus atributos reales; el “establecido engaño” que finalmente termina atrapando a todas las partes, dentro del libro, fuera de él, en la mano del escritor que ha cometido el supremo arte de la trampa sin ocultar ninguna información, sin hacer trampas. He allí, además, la explicación de la literatura, su esencia, su condición y su destino.

“…Toda la novela, especialmente su protagonista-testigo”, sostenía el crítico Wolfgang Luchting en un prólogo que acompañó una de las tantas ediciones de Los adioses, “no es sino una metáfora del quehacer de un narrador, de un novelista, en una palabra: de Onetti en tanto que escritor.”

Releer la novela con la clave revelada es lo mismo que releer la vida, ejercicio que pocas veces los humanos llevamos a cabo. Cuando, en cualquiera de sus obras, un escritor logra algo similar, se inscribe entonces dentro del reducidísimo grupo de los grandes, de los elegidos.

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RECUADRO

Vargas Llosa, Rodríguez Monegal

Mario Vargas Llosa publicó en 2009, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Onetti, el ensayo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, libro en el que comete dos pecados: el de la pereza y el de la vanidad. Pereza, porque el autor de La casa verde no investigó a fondo entre los conocidos o allegados a Onetti, y comete omisiones bibliográficas (textos de Emir Rodríguez Monegal, José Donoso, Noé Jitrik, Andrés Rivera, libros de Omar Prego y María Angélica Petit, y un largo etcétera) que ningún trabajo académico, y mucho menos ante tal interlocutor, se debería permitir. Y vanidad porque, además de dedicar la cuarta parte del libro a su propia obra, Vargas Llosa ha llegado a ese estadio en que le es factible suponer que todo comentario, toda opinión, toda frase que escriba es inteligente o digna de veneración.

Entre los múltiples errores de enfoque y de concepto que se deslizan en este libro, quizá las páginas dedicadas a Los adioses sean las más infelices. Vargas da por sentado la existencia de una relación incestuosa entre el basquetbolista y su hija, vínculo que se descubre tras la lectura de las cartas, lo que transforma el relato “en algo distinto –más complejo, más sórdido, más violento– de lo que parecía”. Pero la infelicidad del peruano no se detiene en el tropiezo ante el lugar común, confundiendo absolución con lascivia y piedad con pesimismo, sino que se muestra sorprendido porque el almacenero, “un pobre hombre sin mayor cultura ni vuelo intelectual, reflexione de manera tan literaria y tan profunda en torno a lo que cuenta”. ¿Cómo debería hablar ese hombre para ser creíble? ¿Qué blasones debería enarbolar para que nosotros admitiéramos la autenticidad y la exactitud de su discurso?

“La obscenidad de los mirones contamina todo lo que ven”, escribió hace cincuenta años Emir Rodríguez Monegal en su primera reseña de Los adioses, un notable artículo titulado “Una o dos historias de amor” aparecido en el semanario Marcha. Párrafos más adelante sostiene que “Esa descontada y triste obscenidad que contamina el testimonio del relator (reflejo de la obscenidad que contamina la ciudad entera) explica la sensación de estafa, de burla premeditada, que se tiene cuando se revela el misterio del hombre y de la muchacha. El lector, que ha ido aceptando el testimonio del relator, que no ha podido no aceptarlo; el lector, partícipe vicario del chisme y del regodeo, no puede aceptar la solución que la verdadera historia le propone”.

Luego agrega: “Onetti usa la ambigüedad porque su visión del mundo es ambigua, porque toda su concepción del universo descansa en la dualidad de criterios que hace que la mayor sordidez (para el espectador, el testigo) contenga una carga de irredente poesía (para el paciente)”.

“En realidad, ésta es una historia de amor y no de sexo.”

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Número 61

Conversación con Onetti (1969) / Emir Rodríguez Monegal

Revista Malabia número 61

Conversación con Onetti (1969) / Emir Rodríguez Monegal

ERM – Preferiría empezar preguntándote qué estás escribiendo

JCO – Estoy haciendo una novela que va a ser fatalmente larga. Cada vez que me pongo a escribirla aparecen cosas nuevas, o se imponen nuevas cosas, y entonces así empieza lo que llega ahora a mil páginas. Eso tiene, sin duda, una tarea de expurgación posterior. Pero no me gusta mutilar la obra cuando la estoy escribiendo. Por eso no sé lo que saldrá.

ERM: ¿Cuál es el tema?

JCO: El hombre que había salido de la ciudad maldita.

ERM: ¿De Santa María?

JCO: Sí, pero no pienso entrar por ahora en lo de Santa María, porque detrás hay cosas harto conocidas. Ese hombre se va de Santa María y viene a Montevideo. Es un poco lo que me pasó a mí cuando volví de Buenos Aires.

ERM: ¿Y por qué volviste?

JCO: La verdad es que hice todo lo posible por venirme a Montevideo, por razones económicas también. Era la época de Perón y estaba escribiendo mucho, y lo que pasaba allí políticamente no me tocaba para nada, quiero decir que yo no era argentino. Hasta tenía el orgullo de decir: esas cosas no suceden en mi país, en el Uruguay. Un orgullo estúpido, pero yo sufría espiritualmente por estar allá. Por eso me vine. Fue la vorágine de la vuelta, propuesta en lo personal por viejos amigos de la juventud: Maneco Flores, Luis Batlle y Michellini. Después del triunfo de 1954 querían que me viniera a Montevideo. A última hora decidí que lo haría.

ERM: Y te viniste a trabajar en el Municipio, primero en una Biblioteca Infantil y después en otra dependencia. Y, además, te viniste para seguir escribiendo: El astillero, Juntacadáveres y esa nueva novela. Pero volvamos al tema: ¿quién se escapa de la ciudad maldita?

JCO: Es un personaje apenas esbozado en El astillero, un tipo que no llega a Jefe de Policía, es sólo jefe del destacamento de policías. Tiene sólo una escena en la novela, cuando se ahoga uno de los socios de Larsen, Gálvez, ¿te acordás?, y que lo llevan a Larsen a la morgue enseguida, del destacamento, para que lo identifique. Ahí tienen los dos un diálogo amable entre tira y macró. Bueno, este hombre es el que dispara de allí porque tiene cierta libertad, porque él quiere ser otra cosa, no lo que es allá. Y huye hacia algo que podemos llamar Montevideo.

ERM: ¿En la novela se identifica como Montevideo?

JCO: Se reconoce. Lo que pasa es que no quiero seguir hablando de esto. Hay un consejo que anda por ahí, que no conviene contar el argumento de una novela que estás escribiendo. Es una superstición: el que cuenta el argumento después no escribe más. Pero no sé si ponerlo como superstición o como hecho. Es lo que le pasa a Paco Espínola.

ERM: Estaba pensando que Paco se pasa contando cuentos sin escribirlos.

JCO: Tendría que escribirlos, aunque me imagino que psíquicamente tendrá la sensación de que cumplió, que ya escribió el cuento de tanto contarlo.

ERM: Sí, creo que tenés razón. Y, además, hay que respetar la superstición de los autores, sea o no justificada. Pero si en vez de contarme el argumento me dijeses a qué parte del ciclo de novelas tuyas pertenece dentro de la saga de Santa María. Es decir, dónde la ubicarías cronológicamente.

JCO: Yo creo que va a posteriori a todo lo escrito hasta ahora. Muy pocos personajes de las otras están en esta, muy pocos.

ERM: En cierto sentido llegaría a completar un ciclo ya conocido.

JCO: Sí, sí, y además me sirve para contar muchas cosas que me ocurrieron cuando vivía en Montevideo, antes de irme a Buenos Aires; cosas que me interesaron como tema literario. El personaje también estuvo en Montevideo, así que puedo usar esas cosas. ¿Llegó a tus oídos la fabulosa historia de las mellizas?

ERM: ¿Por qué no me la contás?

JCO: Podría ser larga para contarla. Eran dos mellizas menores de edad. Andarían por los 17 años. Las llamaban la melliza mayor y la menor. Las dos muertas de hambre, se dedicaban a la prostitución. Una prostitución curiosa, porque la mayor, pese a su edad, se manejaba, sabía cobrar. La menor, de la que me acuerdo, era rubia y esquelética, parecida a Loretta Young. ¿No sé si te acordás de Loretta Young?

ERM: ¿Y vos no te acordás que soy crítico de cine?

JCO: Esa chica venía de Punta de Rieles, donde a veces íbamos por Camino Maldonado. Como te digo, la mayor cobraba, la otra ni un cobre. La mayor se ponía furiosa, la retaba, la insultaba. La pobrecita decía: ¿Y que querés que haga si cuando les digo que me paguen se ponen a reír?

ERM: Es un buen cuento.

JCO: ¿Cuento? Llamá a testigos.

ERM: Bueno, los mejores cuentos son de testigos.

JCO: Toda la barra del café Metro te puede salir de testigo. Por esa época yo iba mucho al Metro, porque era el punto de reunión de los amigos allá por la media noche. Yo trabajaba y vivía en Reuter prácticamente. Te estoy hablando de cuando empezó la guerra, por el 39. Y Reuter estaba al lado del café Metro, cerca de donde está ahora la administración del diario El País. Recuerdo que una noche llegué a encontrarme con la melliza, la menor. No lo vas a creer, pero fatalmente ella perdía el último ómnibus o tranvía. Entonces tenía que quedarse acá. Tampoco podía ir a un hotel. La única solución era pasar la noche en una casa de citas. Me acuerdo que era imposible la relación, muy extraña. Y siempre pasaba los mismo. Ella se quedaba conmigo, o me seguía por los cafés. Una noche, por ejemplo, estábamos en un restaurante que quedaba cerca del Tupi Nambá, te hablo del viejo, claro, y yo estaba metido en una discusión con uno de la barra del Metro. Era sobre Joyce. Y yo lo estaba defendiendo. Y alguien dijo que el Ulises era un mamarracho.

ERM: ¿Habían tomado la precaución de leerlo por lo menos? Entonces no estaba traducido al español.

JCO: Yo lo había leído en inglés con ayuda. Y también la traducción francesa que es bellísima. Los otros no sé. Creo que sí, pero no sé. Lo que te quiero contar no es eso. Me acuerdo que la melliza menor, mi amor, estaba limpiando los anteojos mientras yo discutía. Entonces, de pronto, tiró los anteojos y dijo: «Ustedes se callan, imbéciles. Ustedes qué saben del Ulises, qué saben de Onetti.». Eso es amor, sabés.

ERM: Eso es amor y sentido común, porque seguro que sabías más que los otros y habías entendido de qué se trataba.

JCO: No sé si lo había entendido. Pero había sentido el conjunto de la cosa y la extensión viva que todos esos no veían.

ERM: Este período que estás evocando ahora, y que es el período en que escribías El pozo y trabajabas como secretario de redacción en la recién fundada Marcha, ¿aparece reflejado en tu nueva novela?

JCO: Claro, este período montevideano aparece cuando el hombre logra escapar de la ciudad maldita. Entonces lo vive. Mejor dicho no lo vive, lo tiene dentro, y así aparecen una serie de peripecias que yo viví o de las que fui testigo.

ERM: ¿En qué terminó la melliza que parecía Loretta Young?

JCO: Desapareció. Yo conseguí que una amiga la empleara, no como sirvienta, más bien como compañía. Mi amiga tenía una casa grande frente a la Caja de Jubilaciones. Le había explicado mi historia, cómo llegué al punto de querer casarme con ella como única solución, para ella y mi conciencia. Aquel sufrimiento permanente de estar perdiendo el ómnibus o el tranvía cada día y estar por ahí hasta las doce o la una. Había arreglado todo para darle a mi amiga el sueldo de la melliza sin que ella se enterara. En la entrevista parecía muy contenta. Después, cuando salimos, me dijo: «Para mí es un truco. Te vas a la gran puta. Ya me di cuenta cómo te mira esa mujer…» Yo creí que había solucionado una existencia, ¿te das cuenta? Por lo menos le había encontrado un motivo para no andar yirando.

ERM: Y a propósito de la melliza. Aunque hay mujeres en tu obra nunca ninguna ocupa un lugar central. ¿Por qué?

JCO: Es cierto. No hay ninguna novela mía cuyo personaje central sea una mujer, pero en La vida breve hay eso que llaman un monólogo interior pero donde están respetuosamente puestos todos los puntos y comas, en que una mujer está hablando de un hombre. Ahí se muestra a la mujer por dentro, desde el punto de vista de ella.

ERM: A eso voy. Lo que se plantea allí es precisamente el problema del narrador hombre que trata de mostrar el personaje mujer por dentro. Muchos escritores lo pueden hacer, otros lo intentan y fracasan, como Quiroga en Historia de un amor turbio. Otros ni siquiera se toman el trabajo.

JCO: Para mí el mejor ejemplo es el de Joyce. El monólogo final de Ulises, de Marion Bloom, yo no sé qué fuerza de autenticidad tiene pero confío muchísimo en que la tiene. ¿Hasta dónde un hombre entiende a una mujer? ¿Hasta dónde una mujer entiende a un hombre? Además, una mujer entiende a un hombre de una manera muy objetiva, lo digo en el sentido de la pasión, aparte del amor. A un hombre le debería importar una mujer exclusivamente desde un punto de vista subjetivo, es decir, de su propio punto de vista de hombre. No hablo de las excepciones. Y eso creo que es lo que se ve en mi obra.

ERM: ¿Nunca discutiste con una mujer el monólogo de Marion Bloom? Quiero decir si a ella le parecía o no el verdadero monólogo interior de una mujer.

JCO: No, eso no, pero llegué a una cosa muy divertida con una niña de Buenos Aires que me pidió que le regalara el Ulises traducido. Entonces yo le dije: Te lo regalo si vos me leés las cuarenta páginas del monólogo a solas y en voz alta. Y ella me dijo: Claro que sí. Pero creo que no había pasado de las diez páginas cuando se acabó la historia literaria. La anécdota termina ahí.

ERM: Entonces sigo por otro lado. No sé si viste la película que hicieron sobre el Ulises. Casi lo único bueno, a mi juicio, es el monólogo de Molly. Ahí se oye a la actriz recitar fragmentos del monólogo. Sólo entonces las imágenes adquieren cierto sentido. Cuando están sostenidas en el discurso de Joyce.

JCO: Es que el texto tiene poesía. Porque si miramos bien no es nada más que el monólogo interior de una pobre vieja, una infeliz que se acuerda de cuando era joven, y mezcla todas esas cosas, el clavel o la rosa, con la menstruación y los hombres que tuvo, o la tuvieron. Sin embargo, el tipo salva todo eso y le emboca el tono justo.

ERM: Sí, es un poco lo que le pasaba a Swift cuando se acordaba que su Stella también iba al cuarto de baño y no precisamente a lavarse los dientes. Pero nos hemos alejado de la novela que escribes ahora y es culpa mía.

JCO: Sí. Después está el retorno a Santa María. Ya está todo montado pero no quiero entrar en detalles. Me limito a contarte que el individuo, después de un período en el que se cree en libertad, o se siente libre, en Montevideo, está haciendo diversas cosas, pinta, dibuja, crea. Entonces se viene desesperado a Santa María. No tiene permiso, o pasaporte, o lo que vos quieras. Su empeño es buscar por todos los medios el retorno a Santa María. Bueno, hasta ahí te cuento, nada más.

ERM: ¿De dónde sacaste el nombre de Santa María?

JCO: No sé.

ERM: Sin embargo, Santa María no es Buenos Aires porque no es una gran ciudad y además los personajes a veces van de Buenos Aires a Santa María (como en La vida breve) o al revés (como en Para una tumba sin nombre). Es otra ciudad, más bien un pueblo.

JCO: No sé por qué te tomás tanto trabajo.

ERM: A mí se me ocurrió decir una vez que tiene toques de ciudades del Río de la Plata, quizá Colonia o Rosario.

JCO: Tal vez. Pero todo eso no me importa.

ERM: Me gustaría conversar contigo sobre el ciclo entero de tus novelas. Cómo empezó a formarse en tu cabeza, cómo surgió, etc. Repasarlas no desde el punto de vista crítico, eso ya se ha hecho, sino desde tu punto de vista.

JCO: Son de esas cosas que pasan fatalmente. Se estaba formando dentro de mí sin que me diera cuenta. Me acuerdo que estaba en Buenos Aires, en la calle Independencia 858, y un día que me iba al trabajo, mientras caminaba por el corredor de mi apartamento me cayó así, del cielo, La vida breve. Y la vi. Me puse a escribirla desesperadamente. Sería dos años antes de publicarla, en el 48. A tal punto vi el asunto, fue tan poco deliberado, que no sé realmente por qué diablos fue así. Pero ya estaba allí el final de Larsen como aspirante al prostíbulo ideal, el prostíbulo perfecto de Santa María. Sólo cien años después lo escribí en Juntacadáveres.

ERM: ¿Eso fue lo primero que pensaste o viste?

JCO: Vi la despedida de Larsen, su adiós. Te digo que fue una cosa extraña, porque en el momento de la visión, de ver esa extraña despedida de Larsen con la policía al lado, yo no pensaba escribir Juntacadáveres y, por consiguiente, no pensaba escribir El astillero. Llevar la explicación por el lado del cine sería lo más comprensible. Es como algo de lo que no sabés el sentido pero te gustaría filmarlo, porque algún sentido tiene, ¿no? Lo mismo me pasó, aunque en otro plano, con El astillero. Yo estaba escribiendo Juntacadáveres y la tenía mediada cuando de pronto, por una de esas (uno puede tener sus cosas detestables), hice dos astilleros, uno en Buenos Aies, en el Dock Sur, y otro en Rosario.

ERM: Que es casualmente la ciudad donde muere Larsen.

JCO: Exacto. Yo conocía al astillero de Dock Sur y conocía a uno de los gerentes del otro, el de Rosario. Esa empresa que había hecho el señor Du Petrie y que llegó al punto de tener una línea de ferrocarril sólo para el astillero de Rosario. Pero te quería hablar del otro. La empresa estaba en quiebra cuando conocí al señor Fleitas, un viejito duro, bien vestido, muy convencido de que iban a ganar el pleito. Aunque luego hubo que rematarlo todo. Pero cuando lo conocí estaba aguantando a los acreedores y los embargos muy convencido. Fui al astillero acompañado de uno de los gerentes, uno de esos hombres que viven en el reino de su propia ilusión.

ERM: Es decir, que en Du Petrie tenías ya a Petrus y en Fleitas a uno de los empleados de la novela.

JCO: Sí, pero hay más. Misteriosamente Du Petrie mantenía todo como si el astillero siguiera funcionando. Todo estaba sellado por el juez, inmunizado por la justicia. No se podía sacar ni poner nada. Pero él había conseguido una llave y entraba. Tenía su oficina, una oficina fabulosa, en la calle Florida en Buenos Aires donde estaba todo abandonado. Una mugre, un polvo espantoso. Había una de esas mesas de escritorio, de petiribí, una maravilla. Fui a verla por invitación de uno de los gerentes. No te lo nombro porque es padre de un amigo, persona muy conocida. Ese hombre me invitó un día a visitar el astillero de Dock Sur. Toda aquella riqueza de material no sé si logré describirla en la novela, pero era riqueza tirada. Había unos remos que estaban hechos con una madera que sólo se consigue en la India. Yo tuve uno en mi apartamento, después se lo regalé a uno que remaba de veras. Y había un boliche que debe estar en la novela. Era un galpón con techo de zinc y en una de las vigas tenía un cartel que decía textualmente: «Prohibido el porte y el uso de armas». Genial. Fijáte que todos los sábados aquello era puñaladas y tiros. Si ya prohibís el porte de armas, ¿para qué vas a prohibir el uso. El bailongo ese del porte de armas era cierto, como lo era el astillero, los gerentes y el dueño que se creía que todo se arreglaría. Desgraciadamente, nada de eso es una creación. Todo estaba allí, pudriéndose, agujereándose, deshaciéndose. A mí lo que me importaba de la historia era la nueva visión y la nueva derrota. Por eso aparece Larsen.

ERM: No estaba inventado Larsen, y eso es lo que importa,

JCO: Claro, la cosa para mí era al revés. Porque para mí lo primero era Larsen y aquella visión que tuve. Para mí, Larsen existe. Lo veo como un individuo que hace un gesto cuya fuerza es notable porque no se puede creer en él. No sé si me explico. Él trata de fabricar su redención por medio de una nueva esperanza. Después de fracasar en el prostíbulo de Santa María a triunfar en otra cosa. Entonces acepta el juego del astillero arruinado, acepta el absurdo. Acepta el sueño de Petrus. No se puede saber por qué Larsen es así en ese período. Y por qué tiene la ambición de casarse con el dueño del astillero.

ERM: Dirás con la hija del dueño…

JCO: Y, había tantas obras sobre temas homosexuales en el concurso de novelas de Primera Plana, que me equivoco.

ERM: Te contagiaste.

JCO: No tanto. Bueno, Larsen quería casarse con la hija de Petrus. Tampoco el casamiento era para formar un hogar. Era más bien la realización de un status económico. Aunque él sabe que el astillero es una ruina sin solución. Y la cosa se convierte, por eso, en una cosa de status moral, espiritual, digamos. Pone en juicio el juego mismo. Y todo termina sórdidamente: en ese entrevero con la sirvienta de la hija, no con la hija misma, con esa sirvienta achinada de provincia, que lo lleva a la casa pero a las habitaciones del subsuelo, a las habitaciones de la sirvienta, con la foto de Carlitos Gardel y la Virgencita de Luján. Es decir: que al final lo único que consigue Larsen es volver a ser el que era, el de antes, el porteño que fue.

ERM: El macró que aparece en Tierra de nadie en 1941.

JCO: Sí, se me apareció allá, tenés razón.

ERM: Siempre me ha intrigado un poco el hecho de que Larsen, a lo largo de tu obra, fuera creciendo de una manera que no hacía prever para nada el Larsen de la primera aparición en 1941. Ni siquiera el Larsen de La vida breve.

JCO: Lo que pasa es que para mí, durante un tiempo, Larsen era sólo Larsen. No había llegado a la categoría de Juntacadaveres. Quiero decir que al principio era sólo un macró porteño, un tipo que explotaba mujeres en el ambiente y nada más. Un tipo convencional, mucho más despreciable, mucho más en decadencia. Pero un día, así de repente, se me ocurrió que este macró tiene una ambición: el prostíbulo perfecto, y se pone a juntar mujeres (cadáveres si querés) para realizar su sueño, y se las lleva a Santa María. La diferencia entre el Larsen de antes y el Larsen (juntacadáveres) de ahora está ahí. Un día sentí, porque lo sentí, que el individuo, el tipo, el coso, como quieras, tiene su porcentaje de fe y su porcentaje de desinterés, por lo menos inmediato. El individuo ese es un artista. Claro que el concepto me salió muy entreverado.

ERM: No creo. Yo entreví este concepto (aunque no aplicado a Larsen) cuando hice una crítica bastante detallada de La vida Breve en 1951. Allí buscaba señalar los distintos planos de interpretación de la novela y cuando llegaba al plano final, en que hay una interpretación del artista como creador que es paralelo al otro creador, Dios, me pareció que estaba dando una clave importante para descifrar toda su obra.

JCO: Yo sentí bruscamente a Larsen como un artista. Él no iba exclusivamente en busca de dinero como macró cuando puso el prostíbulo. Tenía un sueño del prostíbulo propio y de la mujer perfecta para cada tipo. Era muy complicado y no pudo realizarlo del todo. Hizo una caricatura. Pero el mundo está lleno de fracasados.

ERM: Uno de los problemas de tu saga sobre Santa María es que El astillero se publicase antes que Juntacadáveres aunque la historia que cuenta ocurre después.

JCO: Yo llevaba mediado Juntacadáveres cuando tuve la visión del derrumbamiento de Larsen. Entonces interrumpí la obra para escribir El astillero, y sólo cuando la terminé volví a Juntacadáveres. Creo que esto le hizo daño a la novela. No sé, no la he vuelto a leer. No he vuelto a leer nada mío, salvo cuando necesito algún dato para mi nueva novela.

ERM: ¿No tenés fichas, genealogías, planos, nada?

JCO: Nada. En un tiempo tenía un plano de Santa María, pero era más grande que yo y lo rompí.

ERM: A propósito de eso tengo la impresión de que Larsen cambia de tamaño y hasta de peso y apariencia física en tus novelas. A veces aparece más gordito y chiquito y otras más flaco y espigado.

JCO: Puede ser. Aunque mi impresión es que en Juntacadáveres todavía está fuerte y poderoso, eso que llamamos pesado, pisando fuerte. En El astillero está la desgracia, la decadencia de Larsen. Ahora hay una cosa clara, acepto como fracasado al de El astillero. Pero como terminé Juntacadáveres después de El astillero, la terminé de escribir sabiéndolo anciano y liquidado. Entonces sí, puede ser que dentro de Juntacadávres pierda peso.

ERM: La pérdida de peso la manejo en otro sentido. Hay una diferencia de tono muy grande entre la primera parte de la novela, que es cómica, y tiene un empuje irónico, satírico, y la segunda parte en que se anuncia ya el tono fúnebre de El astillero. Lo que pasa es que ese cambio se puede explicar no sólo por el hecho de que la segunda parte fue escrita después de El astillero, sino porque hay también un cambio en la situación de la novela. El chiste del prostíbulo ya no es un chiste al final. El cambio se justifica entonces no sólo por los azares de la composición de ambos libros sino por el sentido mismo de la obra.

JCO: No sé. Pero otros críticos han opinado diferente, han llegado a decir que en Juntacadáveres los personajes se mueven de manera no explícita, que se termina la obra sin saber cuál es el destino de ellos.

ERM: Con esa objeción también se podría atacar el Ulises, porque leyéndolo no se sabe qué va a pasar el día siguiente. El argumento me parece idiota. Y además injusto, porque Juntacadáveres tiene de interesante que está abierto a otras novelas tuyas. Porque continúa no sólo en El astillero, cerrando el destino de Larsen, sino en Para una tumba sin nombre, siguiéndole la pista a Jorge Malabia, y también en la novela que escribís, según contás. Pero yo quería discutir otra cosa, porque para mí hay dos puntos de vista sobre Juntacadáveres. Uno es precisamente del lector que sabe que forma parte de un ciclo y que puede entender perfectamente que sigue su desarrollo narrativo en otras. Y la otra es del lector que no lo sabe y se concentra en lo que la novela sí cuenta: la historia del prostíbulo, que tiene principio, medio y fin, y que es muy pero muy clarita.

JCO: A ese lector no le importa más que la novela. Y los otros, los que siguen mi obra, saben que mañana, a lo mejor, necesito un chivo enterrado donde se me ocurra y me dé la gana.

ERM: Y tenés todo el derecho del mundo. Si enterraste el chivo en Para una tumba sin nombre, podés desenterrarlo donde quieras. Yo te diría más. El astillero se presta más a ese tipo de crítica que citabas y que te tiene con la sangre en el ojo. Porque en esa novela los antecedentes de Larsen resultan misteriosos y sin haber leído Juntacadáveres no se sabe de qué derrota se tiene que vengar Larsen. Los antecedentes del personaje son desconocidos para el lector de esta novela.

JCO: Claro, claro. Pero eso es lo que yo quiero, que se pregunten quién es Larsen, por qué se llama así la novela, qué es el astillero

ERM: Sí, pero el lector que se hace esas preguntas no tiene por qué pedir al autor que se las conteste con la biografía del personaje. Hay otra lectura posible de la novela, en que las respuestas a esa pregunta (y no a la biografía de Larsen, o del fundador del astillero, o de quien sea) están en la novela misma y son respuestas de otro tipo, existenciales digamos. Por eso la obra puede ser leída de dos maneras completas: como obra parte de un ciclo y como independiente. Desde ese punto de vista es legítimo decir que El astillero no se puede entender si no conocés las obras del ciclo como decir que se puede entender por sí sola, porque ofrece un mundo cerrado, coherente y completo en sí mismo.

JCO: Además, el argumento de que la obra es incompleta o no se entiende puede aplicarse a muchas obras y autores. En Balzac hay ejemplos de personajes que aparecen un momento y uno apenas tiene tiempo de conocerlos y después resulta que son protagonistas de otras obras importantes. Y lo mismo te digo de Faulkner. No hay obligación de que el autor tenga que escribir una obra completa sobre cada personaje, cerrada y perfecta.

ERM: También hay que tener en cuenta que el desarrollo del personaje a través de varias novelas ofrece el interés agregado al lector de ver el ciclo novelesco con una gran perspectiva. Con Larsen le das al lector la oportunidad de ir descubriendo al personaje desde ángulos muy distintos. En Tierra de nadie es sórdido, pero a través de otras novelas vemos que comienza a espiritualizarse, a trascender y en El astillero ya se le ve en una dimensión superior a la que hubiera podido imaginarse en la primera novela.

JCO: Estoy totalmente de acuerdo. Rememorando al Larsen de las primeras novelas hay que verlo como un personaje cursi, un pobre desgraciado, un pobre diablo. Por el ejercicio de la voluntad se va espiritualizando. En los años que se pasa llevando los libros del astillero es para esconder que es, que ha sido, un cafisho, un explotador de mujeres, toda su vida. Por lo menos para mí. Creo que es al crítico a quien toca discutir al personaje desde el punto de vista del espiritualismo, o aún del misticismo.

ERM: Siguiendo por ese camino lo veo casi como una figura de Cristo. No sé si estas palabras son demasiado fuertes. No digamos un Cristo así entero, sino con una parte de Cristo: una víctima expiatoria, un chivo emisario. La parte final de la tragedia del astillero muestra un sentido profundo de la expiación, y no sólo de los pecados propios. Al asumir la gerencia, Larsen asume la culpa de la empresa, de todos.

JCO: Sí, eso puede ser porque hay un fondo cristiano mío. En el sentido de una cosa ideal que está ahí. No como una cosa deliberada, es claro.

ERM: No tenés nada de Graham Greene por suerte, ni tus novelas son «edificantes» en este sentido, ni tampoco deliberadamente alegóricas, aunque pueden leerse como alegoría.

JCO: No podría hacer eso ni aunque quisiera. ¿Conocés el chiste viejo del tipo al que le preguntaron qué mensaje tenía su novela? Contestó que si querían mensajes fueran a la Western Union. Yo no puedo concebir a alguien que se sienta a escribir para transmitir un mensaje. Sí concibo, y lo concibo porque lo he hecho, que uno se siente a escribir un ensayo o un artículo periodístico para dar un mensaje. En las novelas están Tata Dios y Onetti, nada más.

ERM: Volviendo a Larsen y a El astillero, la novela fue interpretada por el crítico inglés David Gallagher, en el New York Times como una alegoría de la decadencia actual del Uruguay. Como además, la novela está dedicada a Luis Batlle, tal vez sería posible atar esas dos moscas por el rabo y sacar conclusiones.

JCO; Batlle era amigo mío y le dediqué el libro como hice con otros amigos. Además, es una gran persona. Ahí tenés su retrato, miralo. Era como un niño. En cuanto a si El astillero es una alegoría, no lo creo. No hay alegoría de ninguna decadencia. Hay una decadencia real, del astillero y de Larsen.

ERM: De acuerdo. Y sé que te enojaste cuando el editor quitó la dedicatoria a Batlle en la segunda edición. Pero yo iba a otra cosa. La lectura de Gallagher es de crítico y puede tener razón. En ese sentido yo sugería ir más lejos y establecer un paralelo (no directo sino alegórico) entre el esfuerzo de Larsen por salvar el astillero y salvarse y el de Luis Batlle por salvar el Uruguay y la herencia del viejo Batlle y su propia carrera.

JCO: Para mí Luis Batlle es un gran amigo y Larsen un personaje imaginario que yo vi, completo, en un solo gesto definitorio, un día de 1948. Ya te lo conté. Y no puedo ver la relación, pero no importa.

ERM: En La vida breve tú partes de una narración de tipo realista, muy en el estilo de tus novelas anteriores, pero de pronto el personaje central, Brausen, se empieza a imaginar un mundo distinto al real, que él llama Santa María, hasta que al final de la novela se escapa de su mundo real para ir a vivir en el mundo imaginario. Todo esto se parece mucho a Borges o Bioy casares.

JCO: Sí, pero las cosas son distintas. En primer lugar, en todo el comienzo de la novela, Brausen hace algo muy corriente: se imagina a sí mismo en otra vida. Todo el mundo que yo conozco practica, consciente o inconscientemente, lo que se llama el «bovarismo» desde hace mucho tiempo. La vida imaginada. Hay gente ahora, por ejemplo, que quisiera ser Leonardo Favio, o ese animal que canta por la radio, ese Palito Ortega. Cuando Brausen empieza a imaginarse Santa María, y se pone a componer mentalmente un folletón, o un guión de cine, para ganarse la vida, para subsistir, lo único que realmente quiere, su único deseo, es salirse de su vida, ser otro. Ni siquiera busca ser otro mejor, más importante, más rico o inteligente. Simplemente quiere ser otro. Como la Bovary.

ERM: Brausen empieza a vivir como cafisho en el apartamento de al lado, de la misma forma que la Bovary empieza a tener amantes, como las heroínas de las novelas románticas. Pero después, cuando Brausen se escapa de la real Buenos Aires y va a dar a la imaginaria Santa María, ¿cómo hacés para marcar la transición, cómo llevás a Brausen hasta entrar en Santa María?

JCO: Brausen simplemente se imagina Santa María. Creo que es bastante. Cuando se la imagina, cuando descubre que es un mundo posible, puede entrar. Pero Brausen, y eso te quería decir, no tiene ningún tipo fijo de aspiración. Y de pronto se encuentra con el milagro ese de que escribir es como ser Dios. Uno puede escribir dos paginitas, por ejemplo, y empezar: «Juan López, de Tacuarembó, se levantó a las seis de la mañana un día del año 1964», y si se le ocurre, digo si se le ocurre a Brausen, podía haber puesto Cuareim en lugar de Tacuarembó y Pérez en lugar de López, y 1920 en lugar de 1964. Y entonces puede tener la sensación de ser como una espada, y la espada es la palabra de Dios. Y todo lo que escribe es fácil y mentirosamente definitorio. O dicho de manera más simple, ese individuo tiene un poder, el de decir una palabra, poner un adjetivo, modificar un destino. Eso le pasa a un desgraciado como Brausen, y cuando descubre ese poder lo usa para entrar él mismo en su mundo imaginario.

ERM: Tú tratas el fenómeno estético de una manera y a mí me gustaría tratarlo de una forma un poco más obvia. Vamos por partes. Lo primero que crea Brausen es otro personaje para vivirlo él mismo. Había sido hombre de una mujer, la legítima, había vivido en el orden y dentro de la ley y después se va a vivir con la Queca y se convierte en macró. La segunda etapa es la creación de Santa María, con sus personajes y su historia propia. La primera creación es el bovarismo, que todos tenemos en potencia y que Brausen y Bovary llevan a la realidad. Pero la segunda implica una metamorfosis radical y que no todos pueden realizar: no ya de una persona, personaje o máscara, sino la de un mundo. Aquí Brausen está actuando como creador novelesco. Como Onetti, digamos. Y aquí es donde aparece el parecido con Borges o Casares, porque los personajes de ellos también crean mundos imaginarios en los que acaban por interpolarse, como es el caso del asceta soñado por otro en Las ruinas circulares o el protagonista de La invención de Morel.

JCO: No sos el primero en establecer esa relación con Borges. Hay un crítico un poco áspero, se llama Cotelo, que siempre que escribe sobre un libro del suscripto lo califica de solipsista, frase que también siempre se aplica a Borges.

ERM: La vinculación entre La vida breve y la obra de Borges la establecí en 1951 en la revista Número. En esa época Cotelo leía a Mickey Mouse.

JCO: ¿Sos tan viejo, che? Otros críticos han hablado del asunto y creo que lo de solipsista es un disparate, porque como dijo Darío, ¿quién no lo es? Lo del solipsismo es lo más viejo del mundo.

ERM: Sí, vos querés decir que no podemos salirnos de nuestro yo, que esa es nuestra fatalidad, aunque el viejito Berkeley quería decir otra cosa más técnica sobre eso del solipsismo. Y Borges también. Pero tal vez lo que Cotelo quiere decir, si quiere decir algo, es que por tu solipsismo (el tuyo, a tu manera) tú te acercas a otro escritor solipsista, es decir, a Borges.

JCO: Yo opiné, sobre los cuentos de Borges, con gran indignación de tu amiga A. B., que parecían una traducción del Bartleby, aquel cuento de Melville. Ahora, a mí, me importa un corno de donde haya sacado sus cuentos Borges, sea de Melville o Marx. Lo que me importa es su talento literario. Yo sólo digo que pongan sus cuentos y los de la saga de Santa María y vean qué pasa. Como crítico, encuentra la comparancia.

ERM: Como crítico digo que ambos son escritores admirables.

JCO: Está bien, sos mi amigo, pero te pregunto como crítico.

ERM: Como crítico hay que partir del talento de ambos y agregaría a Bioy Casares por el manejo del lenguaje.

JCO: Ya apareció el lenguaje.

ERM: ¿Y qué tiene de malo? Siempre se termina en el lenguaje, por el que empieza todo.

JCO: Terrorífico es el mal que hace, por ejemplo Cortázar, o Sarduy, o Rodríguez Monegal, por afincarse en el lenguaje como la piedra angular de la novela. Cuando estuve en Venezuela, hace dos años, me dijeron que habías dicho que el personaje de la novela del futuro iba a ser el lenguaje. Yo les dije que el personaje sería el punto y coma. Mi contestación, claro, era un malentendido o una broma.

ERM: No es ni siquiera una broma. Yo no dije eso, dije que el lenguaje es el tema de la nueva novela, y es su realidad única, lo que es una cosa distinta. Lo que pasa es que siempre es más fácil no entender lo que uno dice, aunque esté escrito y explicado.

JCO: En lo que estoy de acuerdo con todos es en que el lenguaje es el medio de expresión del escritor. Pero también lo es del tipo que está en el boliche y se pelea con otro porque perdió Peñarol. Entonces, para mí, el lenguaje no es exclusivo del escritor. Un día Borges dijo que su principal ambición era escribir una frase que fuera de todos, que se convirtiera en expresión anónima.

ERM: Eso se relaciona con lo señalado por Mallarmé, que el poeta toma el lenguaje de la tribu y le da nueva expresión. Los del café están usando el lenguaje de todos, pero el escritor, vos, lo usa para crear un mundo análogo al real, paralelo, pero otro.

JCO: Sí, pero el tipo que te cuenta una historia usa también el lenguaje en el sentido creador. ¿En qué momento, señor crítico Monegal, en qué momento de su historia el lenguaje llega a ser creador?

ERM: En el sentido en que estás hablando, el lenguaje es siempre creador. El señor que cuenta una historia es un creador en la medida en que está contando todo de acuerdo con ciertos procedimientos narrativos que corresponden a una tradición oral, aunque puede haber elementos de narración escrita. Esos procedimientos los aprendió desde su nacimiento: en su casa primero, luego en la escuela, más tarde leyendo el diario o yendo al cine, escuchando la radio, mirando televisión, conversando con sus amigos, etc. Está usando, sin saberlo, determinadas fórmulas está usando la narración en primera persona, el narrador como testigo o actor, está usando el diálogo y las imágenes, símiles o metáforas, muchas de las cuales ya pertenecen al lenguaje y sólo por medio del análisis se descubre su valor simbólico. Está usando el lenguaje en sentido creativo. Aunque no lo sepa. La diferencia es que él está usando un lenguaje ya creado por otros, más o menos estratificado, que él sigue en líneas generales sin aportar nada nuevo. Y vos, cuando lo hacés hablar contás la historia como si hablara él. Ahí está la diferencia. Cuando le hacés decir, por ejemplo la patrona en lugar de mi mujer, estás usando un recurso estilístico que él usa inconscientemente. Por ahí pasa la línea divisoria, por ahí empieza la literatura.

JCO: Me atropellaste tan rápido que perdí el hilo. Ahora me acuerdo. Lo que estás diciendo no explica al Hachero o Peloduro, que usan el mismo lenguaje que yo.

ERM: No es cierto. Cuando uno se refiere al lenguaje de un escritor, hay que distinguir entre el lenguaje común, que es de todos, y el de él. Los lingüistas establecen la diferencia entre lenguaje (de todos) y habla (del escritor). Habría que establecer entonces una serie. Tu personaje del boliche usa el lenguaje común de su clase y su lugar. El Hachero, Peloduro o tú, cuando los imitas, usan el lenguaje común, pero conscientemente, con una función levemente (o fuertemente) paródica. Borges o tú, usan un habla propia. De manera que si hablamos del lenguaje en la nueva novela, tanto Cortázar o Sarduy o yo hablamos de eso que es la suma del habla de cada uno de los escritores principales, lo que compone un «lenguaje» de la novela latinoamericana de hoy. Tú no tienes sólo un habla particular tuya como escritor, sino que eres uno de los maestros del lenguaje de la nueva novela. O sea que tenemos dos ideas complementarias pero distintas: la del lenguaje como sistema total de un idioma, que corresponde analizar a los lingüistas, y la del lenguaje como sistema particular de un escritor, o de un género entero, que corresponde a los críticos literarios.

JCO: Es muy complicado todo eso.

ERM. Te equivocas. Son las mismas cosas de siempre dichas de manera más precisa.

JCO: Puede ser, pero lo que quería decirte era otra cosa. hace pocos días actué como jurado en el concurso de novela Sudamericana-Primera Plana en Buenos Aires. Pues había una novela que para mi gusto atrasado estaba admirablemente escrita, pero era una cosa así como la obra de Juan Montalvo, sólo que estos no eran los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, sino que eran fragmentos que se le olvidaron a Cortázar. Y estaban magníficamente escritos, así, con la misma relación de Montalvo con Cervantes como la de este escritor desconocido para mí, Néstor Sánchez, con Cortázar. Era un juego literario como el que se le había ocurrido a Montalvo. Y Sánchez lo hizo muy bien. Pero me parece que Cortázar, por lo menos en Rayuela (y estamos hablando de Rayuela) tenía una línea más o menos confusa, o más o menos trampeada, pero que era su línea, de él. Entonces ese otro chico, ¿qué hace? Escribe páginas que podía haber escrito Cortázar, que están muy bien y todo, pero la pregunta es ¿para qué?

ERM: Eres un poco injusto con Néstor Sánchez, que en sus novelas hace algo más que fragmentos de Cortázar. Incluso creo que va más allá que él componiendo fragmentos propios. Lo que hace en Nosotros dos y, sobre todo en Siberia blues, tiene que ver no sólo con Cortázar sino con la música de tango y, aunque parezca incoherente, con El año pasado en Marienbad. Compone secuencias verbales que se unen por medio no convencionales: yuxtaposición y contraste de serie que no tienen nada que ver entre sí, brusco salto de una secuencia a otra, serialización de imágenes, efectos que son archiconocidos en la música (hasta en la popular, como el tango) y en el cine. Lo que más te llama la atención de las novelas de Sánchez es aquello en que se parecen a las de Cortázar. Eso es un lado de la cuestión. Cortázar ofrece una novela que es una serie de fragmentos y, a la vez, una novela entera. Porque si se lee Rayuela en el sentido de numeración de los capítulos no hay discontinuidad ni fragmentación. Es una novela bastante corriente en el sentido de Proust, Joyce Y Virginia Wolf. Sólo cuando se lee Rayuela como propone Cortázar en el tablero indicador surge la discontinuidad y la fragmentación, y la crítica de la novela dentro de la novela misma. Lo de Sánchez es más radical. No hay pedagogo (Cortázar fue maestro) que le diga al lector como leer una novela, porque no hay otro orden que la conciencia del lector, co-autor y cómplice al recomponer la novela en su mente. Pero volviendo a lo del lenguaje, yo creo que se trata de una nueva formulación de algo obvio y que los escritores saben desde siempre, hasta el punto que lo dan por sentado y no se preocupan de ello. El lenguaje es un medio. Son los críticos, y los autores con temperamento de críticos, los que llaman ahora la atención sobre el medio. Tu das por sentado el lenguaje y a partir de ahí creas un habla propia.

JCO: Discrepo. Yo creo que ese tipo de novelística que Sánchez, y antes Cortázar, representan, no nace de la raíz fundamental. Por ejemplo, la anécdota esa que está contando Brausen, ese mundo que va inventando poco a poco no nace de una necesidad de decir cosas, sino de una cosa puramente intelectual. A mí, que tengo 60 años, por razones seniles me resulta insoportable. Yo sólo veo un juego intelectual.

ERM: No te refugies en la senilidad porque recuerdo perfectamente una conversación que tuvimos hace como 25 años con Martínez Moreno en la que planteabas las mismas objeciones, aunque no era sobre Sánchez y Cortázar. Nos acusaste de ser «relojeros mentales». Y años después, en Buenos Aires, conversando con Borges y conmigo te diste el gusto de bajarle la mano a Henry james, el «coso» ese, como lo llamabas entonces. No es la senilidad la que te hace decir esas cosas. La novela intelectual, o que plantea temas y problemas intelectuales, no te interesa. De ahí viene tu opinión sobre Sánchez y Cortázar.

JCO: Si no hay amor para escribir la novela…

ERM: No me vengas con el amor, estás buscando polémica. Pero no te voy a dar el gusto. ¿Por qué? Porque la novela rioplatense que más me hace acordar de Rayuela es La vida breve. Por eso creo que cuando pase el tiempo y las diferencias de lenguaje y de técnica, esas que parecen notables, se borren un poco, se notará que son semejantes. En ambas el problema central es la proyección de un individuo en otro, su doble (como en el caso de Oliveira y Traveler) o su máscara (como en la doble vida de Brausen). El tema común de las dos novelas es la búsqueda desesperada de una identidad a través del conflicto entre dos mundos. En el caso de Rayuela esos mundos corresponden a una marcada diferencia geográfica; en el tuyo están uno dentro del otro. Pero hay mucho más, como semejanzas de detalles, de temas, hasta de rasgos de estilo.. El tema excede la conversación, da para un ensayo.

JCO: No sé, puede que tengas razón. De todos modos, no tiene nada que ver con lo que yo pienso, o hago. En el fondo, nunca entiendo a los críticos, ni me importa entenderlos. Eso lo digo con el mayor respeto.

ERM: ¿Respeto? Tu madrina.

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Número 61

¡Ay de los tibios! / Juan Carlos Onetti

Revista Malabia número 61

¡Ay de los tibios! / Juan Carlos Onetti

Yo creo que ha llegado el momento de pasar la esponja y empezar de nuevo. Cada comarca en la tierra tiene un rasgo prominente. Nosotros teníamos varios, pero ya no nos queda ninguno. Los habitantes de paí­ses lejanos se encuentran en la imposibilidad de sacarnos de eso que llaman armonioso conjunto de los pueblos de América mediante alguna característica de uso privado e inconfundible. Y ya es inmediato el momento en que nosotros mismos no sabemos quiénes somos, ni a dónde vamos, ni de dónde venimos ni a qué demonios pagamos impuestos y ocupamos lugar. Hubo un tiempo en que nos conocí­an desde lejos. Los hombres obesos y graves, y los niños que estudiaban geografí­a en la otra punta del mundo “que son en definitiva los únicos seres que se ocupan en estas cosas” asociaban el nombre Uruguay a “un paí­s de larga tradición democrática”. Vino el 31 de marzo y no ha quedado nada en pie. Llegó el momento de palparnos, buscar un espejo y preguntar quiénes éramos. En seguida perdimos otro rasgo fisonómico: el peso oro. Ya el espejo mostraba una borrosa, corriente imagen, pero que lograba defenderse del anonimato por algunos detalles. ¿Por qué temblar?, nos dijimos. Somos el paí­s del futbol, de las hermosas playas que atraen a los turistas, del alegre carnaval de treinta dí­as.

Nos hemos convertido en un pueblo con espí­ritu de velorio. Adoptemos una filosofí­a adecuada y reconozcamos que “no somos nada”. Más de una vez, con el estómago pesado por una bochornosa lluvia de discursos, hemos hablado de que adocenaban el paí­s mentes tropicales y subtropicales. No era cierto, desgraciadamente. El trópico es calor, exceso y colorinche. El nuestro es un mundo gris, con cielo de ceniza y alma de notario de pueblo. No, no éramos frí­os ni calientes; éramos tibios. Y ya fue dicho: ¡ay de los tibios! Porque ellos no fueron ni frí­os ni calientes…

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Publicado con el seudónimo Groucho Marx, en Marcha, nº 86, Montevideo, 28-2-1941.

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Onetti por Onetti / Juan Carlos Onetti

Revista Malabia número 61

Onetti por Onetti / Juan Carlos Onetti

La literatura se termina. Pero ¿empieza o no? ¿Y cómo empieza? Me da miedo cuando dicen lenguaje subjetivo. Todo es subjetivo en literatura desde el punto de vista de quien la hace. Pero la historia es organizar el caos subjetivo y ese que nos rodea, volverlos comprensibles.

Así como la persona, ante circunstancias diversas, asume circunstancias diversas y maneras de solucionar sus conflictos también diversos, de la misma manera ocurre con la literatura. El escritor debe enfrentarse a cada tema nuevo de manera nueva. No podía trabajar Los adioses de la misma manera que trabajé Juntacadáveres. El tratamiento es siempre otro ante cada nueva creación.

No creo -y esto lo digo categóricamente- que el lenguaje sea un personaje dentro de la novela. Pienso que es un instrumento que cada escritor utiliza y renueva según su creación se lo exija, pero en ningún momento como personaje. Los personajes de la novela son los hombres y las mujeres, y todo lo que los mueve es sencillamente la vida. El artefacto lenguaje no puede estar por encima de la vida misma y de los hombres y mujeres como protagonistas de una novela o un cuento.

Como dijo alguien cuyo nombre lamento no recordar, los escritores se dividen en dos grandes categorías: los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir. Basta leer algunas de sus páginas para clasificarlos sin error. A los primeros les aconsejaría darse prisa, porque, según mi amigo lord Keynes -uno de los estilistas que más admiro- un boom se caracteriza por su breve duración relativa. Los segundos no necesitan ningún consejo.

La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso, como verdadero y supremo fin.

Los escritores se agrupan en generaciones para ayudarse a ellos mismos. Después organizan las mafias.

En el momento más inesperado el tema llega y lo domina a uno. Cuando nos ponemos a buscar el tema, como hacen algunos que no quisiera nombrar, pensando que está bien escribir esto y mal esto otro, entonces uno no es un artista. Podrá ser un correcto escritor, pero nunca un artista.

El que pretende dirigirse a la humanidad, o es un tramposo o está equivocado. La pretendida comunicación se cumple o no; el autor no es responsable, cuando ella se da es por añadidura. El que quiera enviar mensajes -como se ha dicho tantas veces- que encargue la tarea a una mensajería.

Siempre dije que los críticos son la muerte; a veces demoran, pero siempre llegan.

El boom debe ser discriminatorio. Si partimos de la base de que es un fenómeno bien organizado por revistas y editoriales, creo que forzosamente se va a tender a prestigiar a determinados autores. Esto es muy evidente en Buenos Aires. Se nota la facilidad con que se erige a fulano de tal como el más grande novelista de América. Y fulano de tal puede ser un desconocido. lo imponen, venden sus libros y luego lo dejan caer. La gente termina desilusionada, pero no sabe si el tipo fue malo desde un principio.

Pasado el boom, los pacientes jurados de numerosos concursos idos y por venir se encontraron y se encontrarán con cientos de obras cuyos autores no tienen nada que decir y se aferran a estériles juegos de estilo, a la confusión (que siempre debe aceptarse como profundidad y no incapacidad), a bobadas comparables con la poesía tipográfica, la deslumbrante y tan novedosa invención del culteranismo. También está y sigue nuestro amigo Dadá. Con la diferencia de que los dadaístas hace medio siglo no se tomaban en serio y se hubieran indignado si un pobre burgués lo hiciera. Claro está que los trepadores todavía no son burgueses.

El escritor no desempeña ninguna tarea de importancia social.

Es muy curioso lo que sucede ahora con los escritores latinoamericanos. El noventa por ciento de los que interesan son de izquierda y es de suponer que abogan por una mayor comunicación entre escritor y lector; sin embargo, con ese absurdo abuso están haciendo -o hay peligro de que hagan- una literatura de incomunicación.