Onetti: La pluma en el país que no existe / Federico Nogara
Estamos en 1939. En una calurosa pieza de Montevideo, Eladio Linacero está solo y piensa mientras escribe sus memorias. Ángel Rama sostiene, en el estudio crítico Origen de un novelista y de una generación literaria, centrado en la obra El Pozo, de Juan Carlos Onetti, que es esa soledad la que genera en Linacero la necesidad de escribir. Y agrega que la literatura nacida de la soledad, al funcionar como compensatoria a la asimilación a un medio, se tiñe necesariamente de vida privada, subjetiva, anclada en lo autobiográfico, lo que la termina llevando a ser desdeñosa con el medio social, afirmadora de lo personal, generadora de una ruptura entre el creador y el entorno. Más adelante, en el mismo estudio, Rama asegurará que en El Pozo no importa demasiado lo social.
Sin embargo, las palabras del propio Onetti sobre su personaje parecen desmentir el razonamiento de Rama, núcleo central de su crítica. Dice el autor: “Linacero es un poeta incapaz de escribir poesía, por eso se lanza a fantasear”.
Las dos concepciones son antagónicas y según de la que se parta se puede llegar a diferentes conclusiones sobre la obra. ¿Piensa Linacero desde la soledad o desde la frustración? ¿Ha llegado Linacero a esa soledad extrema por excesivo individualismo o por reacción contra un medio hostil?
Vayamos por partes. Situémonos primero en la época. La España republicana acaba de ser vencida, el nazismo y el fascismo comienzan a expandirse, el pacto germano-soviético rompe la unidad de las fuerzas antifascistas y en Uruguay, quienes habían llevado al país a la dictadura de 1933 vuelven a instalarse en el gobierno. Así opinaba Carlos Quijano (Marcha en marzo de 1965) sobre el cambio: “El 31 de marzo de 1933 (golpe de Estado de Terra) es un recodo de nuestra historia; pero no lo es menos, y acaso lo sea más, el año 1938. En este último, con más claridad que en aquella fecha –se tarda a veces en comprender el cabal significado de los hechos aunque pueda intuírsele- la historia del país se bifurcó. El 31 de marzo fue la reacción encabezada por las clases dominantes y más capaces. 1938 mostró que la resistencia al golpe había equivocado el camino. Para vencer a la reacción no se podía transitar por los mismos caminos de ella, buscar el apoyo en las mismas fuerzas que habían reclamado el golpe o lo habían tolerado. El tiempo, bien corto por cierto, no tardó en demostrarlo. Cuando los núcleos políticos desalojados el 31 de marzo, volvieron al gobierno, dejaron en pie no sólo las estructuras que habían posibilitado el golpe, sino también las propias construcciones de la dictadura. Se reinstalaron en el edificio conservado y reacondicionado o adornado por ésta. Todo siguió como antes y la lucha que contra la reacción se inició el 31 de marzo, en vez de abrir nuevas alternativas al país, se diluyó en una oscura confusión”.
Hay un dato muy importante que no debemos olvidar: Linacero piensa en 1939, en ese recodo de la historia como lo llama Quijano, y Ángel Rama lo hace veinticinco años más tarde, en el 64, cuando los movimientos reivindicativos estaban en pleno auge, el cambio social parecía posible y la cultura uruguaya vivía una de sus mejores épocas.
Situémonos ahora en esa soledad de Linacero sobre la que estamos especulando. Supongamos que Onetti hubiera imaginado a Linacero como empleado público o como individuo casado y con hijos. En cualquiera de esos casos la visión del mundo de su personaje hubiera sido la de un hombre con intereses concretos, parte de la sociedad, asimilado a ella.
Onetti utiliza el mismo recurso literario de Chandler o Hemingway, cuyos personajes, Nick Adams y Marlowe son célibes, sin compromisos familiares ni trabajo fijo, lo que les permite mirar la sociedad desde fuera, ajenos a las ataduras y los compromisos. Linacero, de esta forma, completamente solo, puede observar al militante Lázaro desde la objetividad porque está libre de militancia, especular sobre el amor porque no está enamorado y recrearse en la belleza de la escritura de Cordes porque es totalmente incapaz de desarrollar la propia.
¿Es cierto, como dice Rama, que en El Pozo no importa lo social? La izquierda uruguaya (mayoría cultural evidente) ha considerado siempre una obra como social (y política) cuando ésta más se alejaba de la ficción y más se acercaba a la muestra directa de la cruda realidad. Esta forma de medir el contenido social de una obra queda claro en el gusto por la llamada música popular, donde prima, aún hoy, la figura del cantautor que hace una especie de ensayo cantado sobre una realidad concreta, y en fenómenos tan apreciados como la murga, donde la denuncia de los problemas del país adquiere una forma simple y directa. Pero esa manera de encarar el arte tiene dos problemas fundamentales: en primer lugar, la realidad no se muestra, se reproduce, lo que quiere decir que quien la muestra no hace otra cosa que darnos su propia versión de la realidad, y en segundo lugar, esa realidad (sobre todo en el mundo actual) es sumamente compleja, por lo que su simple muestra, denuncia o enunciación se queda, la mayoría de las veces, en la epidermis del fenómeno. Me gustaría valerme de un ejemplo concreto para ilustrar lo que digo: Los problemas que ha vivido la Argentina al comenzar este siglo, y que casi la llevan a la bancarrota, han encontrado una explicación fácil en la corrupción imperante en el país y en la peculiar manera de ser de los argentinos. Esa explicación simple, que no se limita a los medios de comunicación (también aparece en series, películas y teatro), ni al país (también ha llegado al extranjero), oculta la verdadera complejidad del hecho histórico. Poco se dice de los mecanismos sociales y políticos que llevaron a la corrupción, de la identidad de quienes la alimentaron, de los organismos internacionales que miraron para otro lado y dejaron hacer, y nunca se menciona un dato que figura en los informes de la UNESCO y podría ser vital: Argentina (como toda América Latina) ha enviado a los países ricos el capital que recibiera como ayuda al desarrollo multiplicado por veinticinco. La realidad concreta es, la mayoría de las veces, sólo la punta del iceberg.
Onetti entendió ese funcionamiento desde el principio y lo aplicó a sus escritos, explicando los mecanismos que determinan a los personajes y a los hechos. Por esa razón, y parafraseándolo, los uruguayos y el Uruguay han terminado pareciéndose de forma asombrosa a sus escritos. El astillero, la novela de un hombre que trabaja en un negocio inexistente y cobra un sueldo ficticio, funciona a la perfección como metáfora del país actual (estoy escribiendo a principios del Siglo XXI), y Jorge Malabia, el intelectual rebelde e inconformista, no se suicida como otros personajes parecidos a él (el Compson de Faulkner, por poner un ejemplo) sino que se integra a la sociedad que detestaba (como muchos, como tantos) y termina vendiendo terrenos. Y podría seguir citando ejemplos sin dificultad.
Linacero no es un observador simple ni inocente. Tampoco lo es Onetti, que si bien no es Linacero, tiene obvias similitudes con él. Fijémonos lo que pensaba el autor en relación a la sociedad de su tiempo en un comentario personal sobre su texto Tierra de nadie, escrito entre 1939 y 1940 y desarrollado en Buenos Aires: “Pinto a un grupo de gentes representativas de su generación, la que reproduce, veinte años después, la europea de la post guerra. Los viejos valores morales han sido abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de la joven América crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia”. Sobre los escritores de la época opinaba así: “Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores, con la audacia paralizada. Y no hay esperanza de salir de esto. Los “nuevos” sólo aspiran a que alguno de los inconmovibles fantasmones que ofician de Popes les digan una palabra de elogio acerca de sus poemitas. Y los poemitas han sido facturados expresamente para alcanzar tan alto destino”. Y sobre su ciudad decía: “Montevideo, mientras tanto, no existe. Aunque tenga más doctores, empleados públicos y almaceneros que todo el resto del país, la capital no tendrá vida de veras hasta que nuestros literatos se resuelvan a decirnos cómo y qué es Montevideo y la gente que lo habita. (…) Es necesario que nuestros literatos miren alrededor suyo y hablen de ellos y su experiencia. Es indudable que si lo hacen con talento, muy pronto Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que ellos escriban”.
La negación de su ciudad y su país es una constante en la obra y la vida de Onetti. Al llegar a su exilio madrileño la sintetizará en un comentario a un periodista: “Vengo de un país que no existe”. No fue el escritor el primero ni el único uruguayo que se apuntó a esa negación. Corría 1841 cuando Rivera consideró llegado el momento de hacer volver al prócer José Gervasio Artigas a la patria. Los emisarios enviados al Paraguay recibieron una seca respuesta: “Yo no tengo patria”. El caudillo de la unidad latinoamericana no se reconocía en el pequeño país inventado por los intereses imperiales que tanto combatiera. A principios del siglo XX uno de los escritores más importantes del Modernismo, Herrera y Reissig, llamaba a su ciudad Tontovideo mientras soñaba desde su torre con París. Negación por ser un país inventado, negación por no tener un movimiento cultural y literario que pudiera darle una razón de ser y existir (Onetti coincidía con Wilde en que el arte inventa la realidad), negación por provinciano, negación por no ofrecer un futuro a sus hijos. Uruguay ha sido sistemáticamente negado. ¿Hay en esa actitud mucho de amor desesperado?
Quizá sintetizando todos los conceptos anteriores podría explicarse, a grandes rasgos, El Pozo: un hombre sin fe ni interés por su destino observa, desde un país inexistente, a unos escritores (e intelectuales) que no asumen riesgos, a unos militantes que no profundizan y a unas gentes (él mismo) que son incapaces de amar.
El problema fundamental de la crítica de Rama (excelente en algunos pasajes) consiste en que está hecha en un momento en que estos problemas parecen resueltos, por eso concluye sus razonamientos sobre El Pozo sosteniendo: “…a veinticinco años de escrito mantiene ese seductor aire inconformista, confuso, adolescente, irremisiblemente ingenuo y equivocado…”
Releyendo el texto se puede tildar a Linacero de muchas cosas, pero no de ingenuo. La buena fe, el candor, el pensamiento sin doblez, elementos fundamentales de la ingenuidad, no parecen formar parte de su personalidad. Lo que dice Linacero puede ser discutible muchas veces, pero es filoso y mal intencionado. El odio que Linacero siente por la sociedad norteamericana y la clase media no es, como dice Rama, “infantil” (aunque tenga razón en que aparece al lector como exagerado). Basta repasar las atrocidades que ha cometido la administración norteamericana en los últimos ochenta años para concluir que esa sociedad debería haber hecho mucho más, que no se puede ser cómplice de monstruosidades sólo por mantener el nivel de vida. En cuanto a la clase media: “No hay nada más despreciable, más inútil. Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”, merecen ser barridos sin juicio previo”, debemos pensar cómo podía sentirse el poeta frustrado Linacero (y el autor Onetti, que tardó diez años en vender los quinientos primeros ejemplares) cuando veía que a su alrededor se iba acomodando la gente de acuerdo a su condición de clase social y no por sus méritos intelectuales. Y si vamos más allá y nos centramos en Onetti, es fácil considerar, de acuerdo a su manera de pensar, que compartía la opinión de los historiadores revisionistas, sobre todo argentinos, que piensan que a América Latina le faltó una verdadera burguesía nacional, porque la que tuvo estaba directamente ligada a las oligarquías nacionales y, por ende, a los intereses extranjeros.
En los pensamientos de Linacero no está sólo presente lo social sino lo abiertamente político. Se atreve, por ejemplo, a tocar el tema del stalinismo, un tema curiosamente tabú en Uruguay. Y lo hace de una manera breve y coloquial pero contundente: “Este es el momento oportuno para hablarle del lujo asiático en que viven los comisarios del Kremlin y de la inclinación inmoral del gran camarada Stalin por las niñitas tiernas”. Linacero mata dos pájaros de un tiro. Constata que la Unión Soviética seguía siendo una sociedad dividida en clases sociales y que esa moral rígida, casi religiosa que proclamaban sus dirigentes, (la burocracia que dominaba el supuesto sistema comunista y que presentaba a todo el que se opusiera o agregara algo nuevo como un burgués corrupto), no se la aplicaban a ellos mismos.
Esa negativa a discutir el stalinismo es parte de una curiosa manera de mirar la historia: al capitalismo se le reconocen etapas (keynesiano, neoliberal), así como a la iglesia se le reconocen etapas y movimientos (la Inquisición, la iglesia de los pobres, la iglesia defensora del fascismo); pero al comunismo se lo ve como una masa que ha comenzado y ha terminado, sin entrar a considerar sus etapas y concepciones diferentes, algunas de las cuales han concluido de manera brutal y podrían explicarle a la izquierda las causas de la caída (la prisión de los dirigentes opositores en Siberia durante el primer período del gobierno de Stalin, los extraños apoyos de la Unión Soviética a movimientos y gobiernos dudosos, los enfrentamientos durante la guerra civil española, el asesinato de Trotski).
Lo político en Linacero no se queda ahí, va mucho más allá, ingresa incluso en la composición social de los grupos que planteaban el cambio y lo hace de una manera que le otorga un carácter atemporal: “Hay de todo; algunos que se acercaron al movimiento para que el prestigio de la lucha revolucionaria o como quiera llamarse se reflejara un poco en sus maravillosos poemas. Otros, sencillamente, para divertirse con las muchachas que sufrían, generosamente, del sarampión antiburgués de la adolescencia. Hay quien tiene un Packard de ocho cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre. Los partidos revolucionarios deben creer en la eficacia de ellos y suponer que los están usando. Es en el fondo un juego de toma y daca. Queda la esperanza de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera definitiva, de toda esa morralla”.
Hace unos años se estrenó en Montevideo el corto Jaula 8, del grupo de cine joven Dodecá. En esta película, premiada en festivales internacionales, un grupo de jóvenes, cansados de la letanía de un profesor lejano y escasamente avezado en pedagogía, iban desertando poco a poco de la clase hasta dejarla vacía. Su destino no era el parque, ni el cine, ni un partido de fútbol; terminaban todos en la rambla mirando el mar en silencio con la mirada perdida.
Un conocido filósofo alemán sostenía que los hechos y los personajes tienden a repetirse a lo largo de la historia. ¿Son estos jóvenes de Jaula 8 la repetición de Linacero? ¿Puede aplicarse el análisis de Quijano a otros períodos de la historia uruguaya? ¿Se repiten en la cultura uruguaya actual algunos de los problemas que detectaba Onetti en el 39? ¿Es el uruguayo de hoy una persona sin fe ni interés por su destino?
Quizá los jóvenes que miran el mar con la mirada perdida se estén haciendo muchas preguntas que aún están sin respuesta.