Juan Carlos Onetti, desde el ámbito de la fábula / Jorge Rodríguez Padrón
I
Podría decirse que la nueva narrativa hispanoamericana, esta que ha ido produciendo, al paso que se publican nuevos títulos, y de acuerdo con la actividad personal de sus autores, un notorio revuelo y una, desde luego lógica admiración, ha ido centrando su interés en las zonas geográfico-políticas del continente que más conflictivas parecían. No en vano la literatura más reciente de la América de habla hispana -y creo haberlo apuntado en otras ocasiones- ha alcanzado tanta importancia y ha cautivado a lectores e interesados precisamente por el hecho de configurar de forma sorprendente, a través de la fabulación literaria, la faz de un pueblo nuevo, de una historia y una mentalidad nuevas, porque lo que ha hecho -en primerísimo lugar- ha sido rastrear las señas de identidad, los rasgos personalizadores no sólo de un determinado pueblo, sino también de una determinada cultura y de unas formas de vida y expresión que iban parejas con el despertar de una actitud socio-económica-política también nueva, también identificadora. Que desde la segunda mitad del siglo XIX hasta hoy los pueblos de Iberoamérica han ido luchando contra el fantasma de la despersonalización, no es más que repetir una viejísima verdad; pero téngase en cuenta cómo la literatura que se hace en estos países, desde entonces acá ha ido variando y no por mor de unas nuevas modas literarias, sino en razón de una mayor adecuación a la verdadera personalidad de esa actitud histórica nueva en el mundo y que venimos identificando conn Hispanoamérica.
No ha sido, pues, en principio, extraño que Cuba, o Argentina, o Perú, o el mismo México, con sus respectivas literaturas, hayan acaparado la atención de la crítica y también de los editores, que han aprovechado ventajosamente no ya esa floración indiscutiblemente importante, sino también todos los valores ecoicos que, al socaire de esa coyuntura, inevitablemente han ido apareciendo. Hasta aquí era lógico que se desarrollasen así las cosas; el exotismo de los países citados era atractivo más que suficiente; pero existían otras culturas literarias sobre las que pesaba «el baldón de ser poco latinoamericanas, porque gustosos se dejaban invadir en su crecimiento por influencias estadounidenses y europeas». (1)
Por eso, un país como Uruguay, de siempre considerado como la Suiza del continente americano, hubiera permanecido, si no al margen, sí, al menos, en un modesto segundo plano en relación con el atractivo que presentaba la literatura de esos otros pueblos aludidos. Ha tenido que producirse la conmoción política y económica en Uruguay; ha tenido que saltar a primer plano de la actualidad el descontento que se ha generalizado en el país y ha tenido que ser una realidad bien punzante la presencia de la guerrilla urbana para que Uruguay adquiriera protagonismo y, sobre todo, para que su literatura pudiese ser valorada en su justa importancia. A veces me pregunto si no operará de modo inconsciente u subconsciente el exotismo, lo extraño, como un dato valorador de toda esta literatura desde aquí, desde Europa. Porque la uruguaya había sido una literatura olvidada, entre otras. Y el olvido se había extendido a Onetti, a pesar de su sugestiva personalidad, ahora protagonista de noticias y homenajes, después de los sucesos que culminaron con su encarcelamiento, por motivos aún no del todo claros y que determinaron las dificultades del semanario Marcha, a cuya plantilla perteneciera Onetti como secretario de redacción. Onetti era hasta entonces un escritor de segunda fila, si nos atenemos a las decisiones de los jurados de los premios y si hacemos caso sobre todo a los clarinazos propagadores de los fabricantes de mitos literarios. Onetti seguía siendo el hombre sencillo y oculto que ha sido toda su vida, y muy poco hubiésemos conocido de él, a lo peor, si no es por la actualidad de los acontecimientos: Onetti saltó a los flashes de las agencias periodísticas de todo el mundo con motivo de su polémica detención y encarcelamiento, y después de un corto período de cárcel ha sido puesto en libertad. Y Onetti, al fin, acaba de recibir en Italia un prestigioso premio literario. Y la libertad y el premio han coincidido con este homenaje. Quizá esta ocasión, esta especie de coyuntura favorable pueda distraer al lector del verdadero sentido de la obra del extraordinario escritor uruguayo, cuya abundante bibliografía, sin embargo, no ha sido todo lo bien que su importancia requiere. Quizá su nombre se emparente mucho más con estos avatares y estas penosas circunstancias, transitorias y provisionales como toda circunstancia, que con esa profunda saga de su novela, que es realmente subyugante y desde luego original.
Sumarse a este homenaje, pienso, debe ser hacer abstracción de toda circunstancia accidental; proponer un mejor conocimiento de ese mundo de fabulación que el escritor ha construido y observar a través de su lectura cómo esa riquísima peripecia personal se ha ido convirtiendo en creación literaria. Cómo se ha ido convirtiendo en una específica cosmovisión que hinca sus raíces en un terreno sustancialmente testimonial, dramática y trágicamente verdadero. Mi intención, en las páginas que siguen, será la de rastrear, tras la lectura de ese prodigio de novela que es El astillero (2), esos contactos, esa íntima relación que se puede descubrir entre el mundo de la experiencia y el mundo de la fabulación literaria; y observar cómo la peripecia vital se ha ido transformando, por mor de la utilización precisa y exacta del lenguaje narrativo, en una creación nueva, en un nuevo mundo donde los personajes adquieren, quizá mucha más entidad, y mucho más rigor de verdad, que en otra realidad convencional de la historia.
II
Desde que me recuerdo invento historias. De adolescente solía ir al puerto a ver los barcos cargueros, barcos que llegaban del otro lado del océano con nombres cuyo significado no entendía.
-Escribía esas historias…
-Las imaginaba… Es lo mismo. (3)
Esas palabras de Onetti me parece que pueden servir de punto de partida para nuestro propósito. Obsérvese que, por ejemplo, Onetti se plantea una dicotomía muy definida, que se mantendrá luego a lo largo de toda su obra. Para llegar a imaginarse esas historias, que para él es lo mismo que escribirlas (nótese bien esta precisión), ha de estar situado en el límite entre dos realidades: la palpable, la inmediatez de lo histórico referencial, y la posibilidad que lo mismo tiene de aportar toda la carga sugestiva de imaginación, de indagación -véase- a través de cosas y nombres, de objetos y palabras. Porque se siente atraído, por igual, por los barcos y su carga, pero sobre todo por el poder sugestivo de los nombres, de unas palabras que no sabe muy bien qué significan, y que proceden (esto también me parece muy sintomático a la vista de su obra) «del otro lado del océano». Del otro lado de un límite que se identifica con esa frontera entre el mundo sobre el que se asienta la peripecia vital y cotidiana, y ese otro que aporta la realidad primera de las cosas, la realidad más viva, la que -al decir de José Donoso- es «paralela a la realidad y que, por ser paralela, jamás la toca». (4)
Luis Harss, que ha hablado de las razones que impulsan a Onetti a escribir, vuelve a insistir en la idea de lo azaroso de esta decisión, de las razones desconocidas que llevan a nuestro escritor a imaginar historias, a fabular sobre la experiencia cotidiana. La excitación de la imaginación no proviene sólo del bulto misterioso que avanza desde el otro lado, sino -y muy especialmente- de esa palabra que se llega a la frontera y le propone el mensaje que no alcanza a entender. Los personajes de Onetti, entonces, adquieren una importancia capital como trasuntos de esa actitud. No se trata de que el escritor cifre en ellos ciertas características físicas que podemos identificar con las del propio Onetti («el desgano en su andar de oficinista envejecido», esos seres que viven incomunicados en «soledad y desamparo»; «héroes maduros, ya cuarentones, extraviados en una vida frustrada…»), sino que a partir de ellas se nos va dibujando un grupo humano de muy especiales características y que, desde su aparición, centran toda la atención del relato, y no se los abandona en ningún momento, a pesar de que cada uno de estos personajes, al que podríamos considerar un ser vivo, independiente y capaz por sí mismo de tener una identidad específica, es plenamente libre para asumir su destino
(El olfato y la intuición de Larsen, puestos al servicio de su destino, lo trajeron de vuelta a santa María para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia a las calles y a las salas de los negocios de la ciudad odiada. Y lo guiaron después hasta la casa con mármoles, goteras y pasto crecido, hasta los enredos eléctricos del astillero).
o para ser catalizador del mismo ámbito en el que ha de desenvolverse, y que se va configurando poco a poco, al tiempo que el mismo personaje lo crea y lo moldea desde su perspectiva, y en razón de su necesaria peripecia. Ello hace que los personajes de Onetti, a la vez que podamos identificarlos física y vitalmente con el autor, aunque los consideremos en muchos casos sus otros «yoes», sean personajes totalmente nuevos; surgen a la vida de la novela con total y perfecta entidad, y unas razones también intransferibles los conducen a través de las páginas del relato, hasta que su acción se consuma totalmente.
La ambigüedad es una de las características en las que coinciden la mayoría de los críticos de la obra onettiana. Pero yo creo que tal aseveración necesita algunas precisiones. Se trata de una ambigüedad muy especial, muy personal también: no se trata de que lo que en la novela se nos propone aparezca diluido, o confuso -todo lo contrario-, sino que ese deambular de los seres por el entresijo del relato se propone como si de el debatirse con un laberinto se tratase; los seres de Onetti atraviesan los vericuetos de un específico mundo de ficción, que corresponde a un ámbito no nítidamente determinado, sino que siempre participa de esa dicotomía inicial; siempre está localizado en los márgenes de la realidad y la ficción, bascula entre la realidad testimonial y el ámbito del sueño y la imaginación. Porque no les queda otro medio en el que vivir. Mario Benedetti ha escrito que la obra de Onetti es un «renovado, constante trazado de proposiciones acerca de la misma encerrona, del mismo círculo vicioso en que el hombre ha sido inexorablemente inscrito». (5)
Esa monotonía de las vidas, ese ir y venir desnortado de los personajes señala con dramáticos perfiles la situación de encierro, de agobio reiterativo, que pesa sobre las vidas de estos personajes, y sobre el espacio y el tiempo que habitan. Por ello también, a pesar de que parecen salir del propio Onetti, y consecuentemente podrían ser seres de una pieza, los individuos de su saga van dispersando poco a poco su actitud y, si bien -en ciertos momentos- parece que conocemos su objetivo determinado, pronto toman un sesgo totalmente distinto, y hasta optan por reacciones totalmente contrarias a las que serían previsibles. Y tal necesidad los mantiene siempre en movimiento. Larsen, por ejemplo en El astillero, desde que surge en el primer capítulo, se mueve con una insistencia muy significativa. El autor se preocupa de seguirlo con la mirada, pero sobre todo, y casi sin un respiro, lo hace con la palabra, pausada, rítmica, constante, que lo persigue con un rigor y una capacidad muy particulares. Siempre lo veremos a través de una serie de acciones encadenadas, a veces se detendrá para tomar momentáneamente un respiro y luego continuar. Es muy sugerente esta manera que tiene Onetti de seguir a sus criaturas, como si se solazara en buscarlas y acecharlas, como si se complaciera en la persecución. Pero, al mismo tiempo, hay que advertir que estas etapas del camino de sus personajes, son etapas cerradas, porque el deambular de estos seres es una andadura circular que siempre los devuelve, irremediablemente, al punto de partida. Un camino que termina por cerrarse sobre sí mismo y cuya acción circular nos patentiza su inutilidad. Larsen llega caminando, y caminando lo dejamos al final del relato, aunque entonces alcance su final, la muerte. Tengo que precisar, sin embargo, que esta muerte -a pesar de lo que pudiera parecer- es el momento menos trascendente de la novela, como si al autor le importara muy poco el trágico desenlace de su personaje; pero -eso sí- se matiza con mucho detalle la marcha del final:
Caminó hasta el astillero para mirar el enorme cubo oscuro, por mandato; hizo un rodeo para husmear silencioso la casilla donde había vivido Gálvez con su mujer. Olió las brasas de la leña de eucalipto, pisoteó las huellas de tareas; se fue agachando hasta sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo. Ahora estaba encogido, inmóvil en la parte más alta del mundo y tenía conciencia en el centro de la perfecta soledad que había supuesto, y que había deseado, tantas veces en años remotos (…) Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza (…) Vio a la mujer en la cama (…) Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos (…) Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de madera y charcos podridos.
Igual importancia tiene que los personajes -ya lo hemos insinuado- vivan dentro de un ámbito que ellos mismos están configurando, que ellos mismos disponen para su peripecia. La pluralidad de personajes no supone más que un pretexto para justificar lo que Onetti realmente quiere: determinar la provisionalidad que viven estos seres siempre en marcha, con una vida precaria, oscura, frustrada de antemano, y que, a pesar de todo, siguen cumpliendo el destino para el cual han aparecido en ese ámbito novelesco, para el cual han nacido a la vida de la fábula. Por eso decía que son los propios personajes los que configuran su mundo; porque ese mundo está ahí para que en él se encuentren y se noten, o se pierdan y se diluyan progresivamente, ante nuestra mirada, y por encima de su acción imposible. Los personajes, además, van y vienen, pero deambulan entre dos puntos reconocibles; ese espacio novelesco que los encierra está polarizado siempre por unos lugares que, también, están nítidamente señalados. Notemos aquí cómo coincide otra de las circunstancias vitales de Onetti: «mis numerosos viajes de Montevideo a Buenos Aires y de Buenos Aires a Montevideo»; viajes que han condicionado la pérdida de determinadas cosas, algunos manuscritos, por ejemplo. (6)
A primera vista los personajes de Onetti son sólo vagabundos a los que el autor se complace en ver pasar de una parte a otra; pero apenas nos fijemos nos damos cuenta de que ese movimiento de los personajes no responde a una referencia testimonial, ni siquiera a una dimensión novelesca más profunda, sino que su ir y venir está condicionado ya por el propio espacio en el que se mueven y que, por lo mismo, tiene más de acción cumplida que de desnortado caminar. No es casualidad que el asentamiento (imposible, por otra parte) de Larsen, y su consiguiente relación con Gálvez, Kunz, los Petrus, Josefina o la mujer de Gálvez, no sea un encuentro fugaz, sino que se convierte en un poderoso atractivo que, aunque el protagonista lo reconoce en su fuero interno como como una descabellada idea, se quiere consumar para ver cómo puede forzar su suerte, o su destino, que a nadie compete más que a él. Larsen está jugando una carta que sabe perdida, pero quiere consumar su suerte hasta el final, comprobar que todo tiene irremediablemente que consumarse, incluso su propia existencia; que el resto de su vida, como sucedía con el protagonista de El pozo. «será el silencio, la humillación, el escarnio de un amor solitario e indeterminado, una larga serie de frustraciones desordenadas caóticamente una sobre otra, como suelen caer las lágrimas al ritmo del dolor». Esta indeterminación aparente es lo que podemos identificar con la ambigüedad; una ambigüedad que si bien viven los personajes, nunca se trasluce en una ambigüedad del relato. El espacio no es sólo el lugar de la acción, sino que se completa con el grupo humano que lo puebla, y hasta asistimos a las constantes relaciones imposibles entre ellos, unas relaciones que, precisamente por ser producto de la situación así determinada, llegan a confundir las identidades, no sabiendo con exactitud, ni siquiera si son seres humanos («-Señora- murmuró, y quedaron mirándose fatigados, con una leve alegría, con un pequeño odio cálido, como si fueran de veras un hombre y una mujer»)
Dice José Donoso en el prólogo a El astillero, en la edición de Salvat-RTV, que «estos fantasmas (Larsen, Gálvez, Angélica, Inés…) en que encarna su pensamiento iluminan algo que no queda fuera del relato, sino dentro de él, que no señala verdades ni significados situados exteriormente a la novela, sino en su transcurso, en la experiencia de leerla y dejarse envolver por esa otra realidad ficticia…». Y es cierto. Porque una de las cosas más importantes de la escritura de Onetti es esa sustantividad de de la novela: a partir de su escritura estamos aistiendo a la creación de un mundo y de unos personajes que van a configurar a su vez el espacio que les corresponde, y que le otorgarán la dimensión temporal correspondiente. Un tiempo hecho también de idas y venidas, de lanzamientos hacia el futuro, o de miradas hacia el pasado; de visiones y recuperaciones, signadas todas ellas por esa sensación de inutilidad. Por tanto, me parece fundamental, siempre que se hable de Onetti, a partir de la obra misma (y de él mismo) para poder entenderla a mayor plenitud, y para leerla en su dimensión exacta y con los presupuestos más justos. No en vano los personajes vuelven siempre no sólo al punto de partida, sino a los mismos lugares por los que han estado. Y vuelven con un sentido de melancólico e irrenunciable retorno a ese ámbito que saben habrán de abandonar para siempre. Obsérvese, por ejemplo, que los títulos y la numeración de cada capítulo indican con precisión ese ir y volver cíclico. Los personajes se abren a todos los vientos y se entregan por entero a la labor de vivir con los demás, a sentirse de y para los demás; y lo que sucede es que esos seres de Onetti siempre llegan tarde; no les queda tiempo suficiente para cumplir adecuadamente su objetivo; aunque también es cierto que el ámbito al que retornan ya no es el mismo, porque en él ya no queda ninguna esperanza de recuperación.
III
Creo que es muy evidente en toda la novela de Onetti un predominio de lo situacional sobre lo discursivo. Es más, el desarrollo de la anécdota, o de la acción de los personajes para ser más precisos, mantiene un ritmo pendular, se establece siempre entre dos extremos que limitan de forma rigurosa el espacio del relato. Veamos el siguiente esquema:
Astillero (b)
B Casilla Glorieta Casa (c)
Santa María (a)
________________________________________
A
Observe el lector cómo se distribuyen los viajes de Larsen entre los extremos del ámbito predeterminado; un espacio que actúa a tres niveles diferentes: el primero (A-B), a nivel de esa dicotomía sustancial en Onetti: el mundo en el que la peripecia se desarrolla y el mundo del espacio más allá, de ese otro lado de donde proceden (no sabemos con exactitud cuál es su ubicación precisa) los personajes. Larsen regresa a Santa María, después de cinco años, «cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia». Y al final vemos cómo abandona el espacio de su peripecia y se pierde mientras camina, y nos enteramos, porque el autor nos lo dice (yo creo que sin mucha convicción), que «murió de pulmonía en El Rosario antes que terminara la semana y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero».
Un segundo nivel correspondería a los extremos del espacio narrativo: Santa María (a), la creación de Onetti, la ciudad fundada por Brausen, y que de alguna manera aglutina todas las necesidades de los personajes y las peripecias de los mismos; todas las necesidades y, por supuesto, todas las servidumbres. Es un «villorrio rioplatense en medio de un río y una colonia agrícola» (7); el punto de referencia que supuso la primera esperanza de culminación de su destino para Larsen; y el astillero, el último extremo de su caminar hacia esa consumación de su destino.
Y un tercer nivel. Un espacio más reducido, no sólo por la cercanía geográfica, sino también por la cercanía espiritual (en él pretende Larsen confirmar que su existencia no ha sido inútil). Vendría determinado por el propio astillero (b) y por los lugares referencia de cada uno de los otros personajes; los lugares donde Larsen puede encontrar a esos otros seres que como él consumen su existencia: la casilla, la glorieta y finalmente la casa (c), esa inalcanzable realidad de la casa en donde -después de tanto desearla- alcanza la aventura más irrisoria de todo el relato, cuando Larsen se abandona a la agrisada medianía, a su decadencia evidente. En el gráfico se puede notar, además, la frecuencia regular de los movimientos de Larsen, y cómo las escapadas a Santa María representan esos retornos cíclicos a los que aludía más arriba.
¿Dónde empieza, pues, y dónde termina exactamente este peregrinaje de Larsen? Porque Onetti ha confesado que la muerte de Larsen no ha sido su final, que puede volver al mundo de la novela:
Lo que realmente sé es que por un oscuro arrebato maté a Larsen en «El astillero» y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo, posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fuera despojado en anteriores novelas. (8)
Su misma timidez al confesarnos el fallecimiento de un personaje, dándole más importancia a ese diluirse que al hecho en sí de la muerte física nos deja ante la disyuntiva de ese nuevo retorno de Larsen. Pero, seguimos preguntándonos, ¿de dónde?, y ¿cuál es su nombre completo que figura en los libros del hospital? Sobre su personaje, en torno a él, Onetti ha llegado a crear una aureola de fábula, ciertamente mística, pero no por ello castradora de su libertad de acción y de sus posibilidades de ser novelesco. Yo me inclino por un posibilismo más que por una ambigüedad; más por una multiplicación de las soluciones, y las situaciones, que por la disolución de las mismas en un confusionismo peligroso, o confundidor.
Su actitud me parece clara con respecto al mundo de la novela. Confiesa que Santa María «se trata de una posición de fuga y del deseo de existir en otro mundo en el que fuera posible respirar y no tener miedo. Esto es Santa María y éste es su origen. «Yo era un demiurgo y podía construir una ciudad donde las cosas acontecieran como me diera la gana. Ahí se inició la saga de Santa María, donde los personajes van y vienen, mueren y resucitan. Creo que me voy a quedar allí porque soy feliz (9).
No quisiera desestimar esas declaraciones, porque hermanan, con mucha coherencia, la actitud personal del escritor y el sentido de su obra. El mundo onettiano no se halla fuera de la experiencia del propio escritor, ni siquiera al margen de ella, sino que es el trasunto, genialmente literaturizado, de esa peripecia y esa personalidad. Por ello mismo el espacio, que es urbano hasta cierto punto, estás matizado por una serie de elementos de tipo intelectual.
(Calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flamantes columnas del alumbrado; y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento. El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural).
O -y esto es muy importante- va adquiriendo tal protagonismo que se dinamiza, anima y llega hasta personalizarse. Como afirma Rafael conte, se trata de «una geografía interior -no lineal, como dice Hass- donde hasta el escenario se convierte en un ser animado, surcado por la impotencia y el fracaso» (10) («la lluvia, muy suave, golpeaba el techo y en la calle, compañera, interlocutora, perspicaz»). El astillero ejerce un irresistible poder de atracción sobre los personajes: no sólo los convoca a su sorda llamada, sino que se erige en protagonista y ejerce su influencia en el deambular de los seres, y asiste, con cruel indiferencia, a la consumación de sus peripecias. Todos dependen de él, y todos se aferran a él para sobrevivir, pero el astillero va deshaciéndose de todos, va despojándose de todo, en medio de una decadencia irreversible, a pesar de estar contrapunteada por la voluntad de los personajes que intentan, a toda costa, su renacimiento ilusionado. Las alusiones a las reparaciones, a las reconstrucciones, son constantes, y siempre nos dan la idea de esa provisionalidad que lo caracteriza todo, de la imposibilidad de que los proyectos se lleven a término:
Pero lo que realmente importa son los sueldos futuros. Y otra cosa: los bloques de casas que va a construir la empresa para el personal. Claro que no será obligatorio vivir en ellos, pero será sin duda muy conveniente. Pronto le voy a mostrar los planos. Respecto a todo esto, tengo la palabra de Petrus.
*****
Y así, arrastrado por el escepticismo universal, Kunz fue perdiendo la fe primera, y el gran edificio carcomido se transformó en templo desertado de una religión extinta. Y las espaciadas profecías de resurrección, recitadas por el viejo Petrus y las que distribuía regularmente Larsen, no lograron devolverle la gracia.
El astillero juega con ellos, conoce perfectamente su inequívoco destino, pero nunca llega a desilusionarlos completamente. Se mantiene allí, como una sombra atrayente y destructora al mismo tiempo. Cuando los personajes, sobre todo el desesperanzado Larsen, se den cuenta de las cosas será demasiado tarde. Y se les permitirá entonces alcanzar el ámbito que han estado anhelando durante todo el relato: en el caso del protagonista, la casa de Petrus. Y cuando lo hace (que es tarde también) sólo consigue pasar a las habitaciones de Josefina, la criada, «la mujer de siempre, su igual, hecha a la medida ya no para la comunicación, sino para que él tenga conciencia de que se halla en el centro de la perfecta soledad» (11). Las desesperadas idas y venidas de Larsen no hacen sino confirmarle su su soledad y su impotencia; primero, porque los extremos de ese ámbito se hallan dramáticamente cerca, y segundo, porque los demás personajes, que están en torno suyo. con su presencia física o su presencia obsesiva, aunque no estén esa presencia que otorga el poder y la seguridad como en el caso del viejo Petrus, que sólo aparece, y de forma fugaz, en un par de ocasiones), pero que pesa de forma agobiante en toda la novela. Así descubre el protagonista que están muy lejos de su alcance, que no llegará nunca a solidarizarse con ellos; as í sentirá, poco a poco, el abandono y perfilará la desesperada solución de la marcha fuera del ámbito, de nuevo hacia el otro lado, hacia un más allá desconocido, desde el cual un día regresará a Santa María «para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia».
También desde ese más allá llegarán las alusiones premonitorias, reflejadas en el peculiar estado de la atmósfera y del ambiente que rodea la geografía interior de la novela y pesa en el ánimo de los personajes en ciertos y determinados momentos (» La noche estaba afuera, enmudecida, y la vastedad del mundo podía ser puesta en duda.» «Hicieron sonar después definitivamente el pestillo de una puerta y la noche de lluvia se transformó en ventosa, placentera y gimiente, no más real que un recuerdo, más allá de las persianas corridas de la plaza.»)
En las novelas de Onetti es difícil encontrar amaneceres luminosos, soles radiantes… El mundo parece desfilar ante la mirada… de alguien que no puede cerrar los ojos y que, en esta tensión agotadora, ve las imágenes un poco borrosas, confundiendo dimensiones, yuxtaponiendo cosas y rosotros que se hallan, por ley, naturalmente alejados entre sí. (12)
Por eso, precisamente, serán las relaciones sensoriales las que definan y precisen los contactos entre los personajes y su ámbito, y de ahí también nos vamos a encontrar con una de las características más significativas de la escritura de Onetti: la tendencia a despistar al lector, a señalarle caminos posibles y a jugar con el azar de las soluciones, escondiendo los posibles orígenes y finales de la historia, y también utilizando una serie de transposiciones tiempo-espaciales imaginarias que, solapadamente, nos muestran que el final es una vuelta al comienzo:
Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual.
La intervención del narrador únicamente se notará al ver esta provocación de posibilismo, este mantenernos en vilo mientras juega a la inquietud del azar, a pesar de que el esquema está trágicamente claro desde el comienzo («Hubo, es indudable, aunque nadie puede saber hoy con certeza en qué momento de la historia debe ser colocada, la semana en que Gálvez se negó a ir al astillero. La primera mañana de su ausencia debe haber sido para Larsen el verdadero día de prueba de aquel invierno; los padecimientos y las dudas posteriores se hicieron más fáciles de soportar») o para dar fuerza fabuladora a la historia que estamos viviendo y conseguir con ello absoluta autonomía del relato.
«Onetti crea un ámbito fantasmagórico irreal, sin recurrir a ninguna de las tutorías de la literatura fantástica; nada más que valiéndose de convenciones realistas» (13). Esta me parece una apreciación interesante de Benedetti. Porque el talante de la prosa de Onetti, a pesar de permitirnos traspasar los límites, siempre está basado en la utilización de una escritura directamente conectada a la realidad que nos da como referencia. Lo que sucede, y esto es importante, es que con sólo nombrar esa realidad nos encontramos en un medio en el que los límites destacados con toda nitidez, fijan los extremos de la tensión dramática en que se resume el movimiento -lento, pesado, acompasado- de los personajes habitantes de esa atmósfera casi irrespirable del astillero, pero sobre todo de la imposibilidad de conocerse, de reconocerse y de salir de allí. El aire se enrarece por momentos, y los seres necesitan imperiosamente salir de su entorno, aunque están condenados por el autor a ser, digamos, ejemplo de lo que han hecho y han de quedar, o bien estáticamente hundidos en aquel fango, o bien desaparecer en la muerte o tras esos límites que no se sabe a ciencia cierta a dónde los llevarán.
Es, pues, la peculiar ordenación de los elementos del relato lo que confiere a la obra de Onetti su originalidad. Su prosa es de clara e inmediata raigambre realista, testimonial, lo que sucede es que las referencias que se nos transmiten a través de ella, y el mundo que determina, están más allá de las posibilidades de la lógica de la realidad convencional. Para encontrarnos con sus personajes, para entenderlos, y para seguirlos en su deambular constante y nunca finalizado, hemos de llegar al borde mismo que separa el espacio novelesco de la realidad cotidiana; allí no sólo tropezamos con los personajes y con su cosmos específico, sino que nos los encontramos cargados de cosas, de nombres, de palabras extrañas, que nunca llegamos a precisar, pero cuyo contenido, precisamente por ser múltiple, se nos hace muchísimo más verdadero, más tangible, desde luego, que esa otra realidad estrecha y regulada de la historia cotidiana.
Es curioso observar cómo elo proceso de la escritura de Onetti es ése, precisamente: liberar esa realidad cotidiana suya, incluso su peripecia individual, y sus actitudes, y sus acontecimientos nimios, por medio de la palabra; de una palabra que va más allá del simple relato, de una palabra que hace y que construye una nueva historia, con un nuevo espacio y un nuevo tiempo que sólo a ella competen, y que es capaz de crear unos nuevos seres que encarnan la fábula, que la hacen suya y la desarrollan hasta extremos que las reglas del juego habitual no alcanzarían jamás. Podíamos decir, para terminar, parafraseando al propio escritor, que Onetti ha cambiado su posición, su perspectiva: si de adolescente lo veíamos absorto en el muelle, viendo barcos cargueros, marinos y nombres que llegaban del otro lado del océano y que se le antojaban ininteligibles, e imaginando consecuentemente historias, ahora Onetti parte de su sabiduría novelística, y por medio de su particular peripecia vital ha logrado instalarse en ese otro lado, pasar al mundo de la ficción y ha encarnado él también allí, en la saga enriquecida de Santa María y sus habitantes.
Onetti ha optado por el mundo ajeno de esos seres alienados, de esos outsiders que, como muy bien ha señalado Álvaro Castillo, no sólo llevan un nombre extranjero, sino que participan de esa extranjeridad:
Onetti siempre ha tenido predilección por lo extranjero, casi diría lo exótico… Entre los seres de Onetti abundan los de apellido extranjero, Brausen, Larsen, la gorda Kirsten…, el luchador Jacob von Oppen; parece como si con los apellidos Onetti intentara acentuar la extranjeridad de esos individuos, su condición de desplazados. (14)
«Los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene», se dice en El pozo. Y es verdad, pero ha de tenerse en cuenta que el sentimiento se ha modificado desde el punto de vista y hora que el escritor ha desplazado totalmente la perspectiva, Onetti ha logrado perfeccionar algo bastante difícil, y efectivo, si pensamos en lo que debe ser la narración; ha eliminado, sin que se note, la duplicidad de los mundos literarios (el del narrador y el de la ficción), y parte desde cero, creando y componiendo la peripecia novelesca desde dentro mismo del ámbito de la fábula. Pero ello no quiere decir que haya renunciado a su propia peripecia. Todo lo contrario: esta fábula se va a nutrir, precisamente, de elementos que están sustancialmente vivos, que son netamente testimoniales, y que por la misma razón pueden surgir a la nueva vida que el escritor les concede.
Penetrar de forma absoluta y total en la obra de Onetti requeriría un análisis que aquí no me he propuesto; en primer lugar porque presupondría un conocimiento mucho más vasto de su obra, que evidentemente yo no poseo; y en segundo lugar, porque sólo he querido fijarme en uno de los aspectos de su obra que me parece fundamental para acceder a la misma. Quizá pueda, a partir de aquí, continuar, en mejor disposición, mi lectura de una de las obras narrativas más singulares de los últimos años, tanto por el tratamiento del lenguaje como por las peculiaridades temáticas que le sirven de apoyo sustantivo.
____________________
(1) José Donoso Prólogo a El astillero
(2) Onetti El astillero
(3) María Esther Gilio «Onetti, el compromiso con umo mismo»
(4) Ver nota 1
(5) Benedetti «Onetti y la aventura del hombre»
(6) Onetti «Por culpa de Fantomas»
(7) Rafael Conte Lenguaje y violencia
(8) Ver nota 6
(9) Ver nota 6
(10) Ver nota 7
(11) Ver nota 5
(12) Ver nota 5
(13) Ver nota 5
(14) Álvaro Castillo «Hacia Onetti»