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Número 61

Varios autores sobre Onetti / Caballero Bonald / Marsé / Fuentes / Roa Bastos / Pacheco / Bryce Echenique / Piglia / Montalbán / Domínguez

Revista Malabia número 61

Varios autores sobre Onetti / Caballero Bonald / Marsé / Fuentes / Roa Bastos / Pacheco / Bryce Echenique / Piglia / Montalbán / Domínguez

Clima de ternura

José Manuel Caballero Bonald

Juan Carlos Onetti creó un mundo narrativo ejemplar. Era un maestro del idioma y uno de los grandes investigadores literarios de la condición humana. En sus novelas -desde La vida breve a El astillero- se despliega una portentosa capacidad para trasvasar a un espléndido lenguaje las experiencias vividas.

Toda su obra contiene un clima de fatalismo y de ternura, de piedad y desconsuelo que linda frecuentemente con la fascinación. Por ahí se contabilizan con singular brillantez muchos fragmentos capitales de nuestra común historia contemporánea. Pocos escritores me han emocionado tanto, me han sugestionado tanto y me han enseñado tanto. Supo asimilar la gran herencia novelística anglosajona -con Faulkner a la cabeza- para elaborar un universo narrativo que seguirá sobreviviendo a las modas y los virajes de la literatura.

Uno de los grandes

Juan Marsé

Tuve la fortuna de tratarle hace algunos años, le he leído y releído, le he admirado siempre. Su estilo me fascina, tiene el don de sugerir mucho más de lo que la escritura dice. Onetti es un novelista con un mundo propio, unos personajes y una escenografía propios, inconfundibles. El doctor Grey no es un fantasma de ficción, es para mí un personaje mucho más real que muchos tipos que conozco, y Santa María me seguirá obsesionando mientras viva.

Prosista singular, fulgurante, no deja nunca que ese fulgor ciegue al lector y emborrone la historia, los sentimientos y las emociones, el drama de la existencia que viven sus personajes. Onetti es uno de los grandes.

Le llamaré siempre Júpiter

Carlos Fuentes

Onetti tenía la rara cualidad de ser inimitable pero al mismo tiempo de crear escuela. A todos sus descendientes nos dio una lección de inteligencia narrativa, de construcción sabia, de inmenso amor a la imaginación literaria, de riesgo e ironía.

Nos conocimos en 1962, entre Buenos Aires y Montevideo, y a partir de entonces, no con la regularidad que yo hubiese deseado, compartimos conversaciones, paseos, viajes, comidas y hasta festines.

Me llamaba Proteo.

Yo le llamaré siempre Júpiter.

El clásico por antonomasia

Augusto Roa Bastos

Con Onetti desaparece uno de los mayores maestros de la narrativa que se escribe en lengua española, y sin duda alguna, el clásico por antonomasia de las letras hispanoamericanas contemporáneas.

Su obra -novelas y cuentos que constituyen una constelación de obras maestras por la coherencia y profundidad del universo humano reflejado en ellas, por su estilo inconfundible, a la vez austero, trágico y mágico, despojado hasta la maceración, por momentos alucinante- cubre más de medio siglo de la historia literaria latinoamericana como una cima solitaria y única en la que el autor, el hombre, el escritor de calidad excepcional transfundió el vértigo callado, latente, el obstinado rigor de su vida entregada por entero a la literatura.

En esa soledad sostenida hasta el fin por una energía sobrehumana, por una vocación inflexible, por el coraje ético y estético de esta vocación en permanente incandescencia, se nos acaba de morir el gran Onetti, a quien ya creíamos imperecedero como su obra. Una pérdida como ésta es una catástrofe para nustra cultura, para nuestra lengua, para nuestra literatura común, española y latinoamericana. Cómo no hemos de sentirnos consternados por el fin último de un escritor que perteneció a la raza de los verdaderos creadores de dimensión universal.

Nos queda su obra, ciertamente. Y con ella la presencia inextinguible de quien dio a Iberoamérica una de sus voces más puras y más íntegras.

Juan Carlos Onetti en Santa Elena

José Emilio Pacheco

«Sin excepción nacemos
para el fracaso.
La derrota
es el destino único de todos.
Nadie se salva»,

dice el viejo escritor triunfante
que ya no se levanta de la cama.
Le da un sorbo a su whisky y añade:

«¿Quién ha tenido el éxito
de Napoleón?:
la campaña de Italia,
la batalla de las pirámides,
el Consulado, el Imperio,
Jena, Austerlitz
y todo lo que gusten.
Gran victoria
si cortamos aquí el relato.

Pero al final Napoleón
es Waterloo y Santa Elena.

Todos vamos sin pausa hacia el desastre.
Toda vida termina en el fracaso.

La soledad de un escritor de fondo

Alfredo Bryce Echenique

Enrico Cicogna me habló por primera vez de él. Este noble traductor italiano volvía de Madrid y había hecho escala en París. Las tardes las pasaba en mi casa contándome cosas de Onetti. El pobre Enrico se sentía muy mal. Por acompañar a su queridísimo amigo en su encierro oscuro y en lo de su aparato para beber vino sin interrumpir la lectura o la conversación, había empinado el codo de manera desacostumbrada. lo quería y admiraba a Onetti, pero no podía soportar una nueva visita a su departamento de Madrid. En el fondo, sin embargo, Enrico quería volver, y llegó a pedirme que lo acompañara en su próxima visita. Yo podía cuidarlo, no dejarlo caer hasta tal punto en lo que el poeta y crítico Saúl Yurkievich llamó «el hueco voraz de Onetti». Yo me resistía, no quería molestar a un hombre que, lentamente, silenciosamente, dolorosamente, se había ganado el derecho a la soledad.

Poco después Enrico murió en Milán y supe que ya no tendría que molestar a un maestro. Pero un día, una de mis alumnas me dijo que no podía avanzar en su tesina sobre Onetti sin hablar con él. Le dije que él era algo así como un ogro buenísimo a quien no se debía molestar. La chica insistió y le dije que intentara concertar una cita, pero que no me mencionara para nada. Cuál no sería mi sorpresa: un Onetti amabilísimo le había dedicado toda una tarde y la había ayudado en su trabajo. Y además me mandaba saludos sin conocerme y me invitaba a su casa. Pero no lo hice nunca, pese a que hubiera sido bonito dedicarle una charla a la memoria de Enrico Cicogna.

En 1979 vi a Onetti por primera vez y no estaba para que nadie le molestara. Fue en un congreso literario en Canarias y al maestro le había tocado encontrarse ante el único asiento libre en el ómnibus nada menos que con Juan Rulfo, otro maestro. El ómnibus no podía partir porque ambos insistían en cederse el asiento, ocasión que aprovechó un despistado para sentarse. Onetti casi le mata.

Y desde entonces imagino a Onetti a través de su obra. Me quedo con cada una de ellas, porque aunque nada stendhaliano, con este extraordinario escritor uruguayo sucede lo mismo que con Stendhal: uno no se deleita leyendo tal o cual libro de ellos, uno se deleita leyendo a Stendhal y Onetti y punto. Los libros del uruguayo son dolorosos y tiernos, nocturnos y duros. Son libros sin medio ambiente, sin paisaje, sin geografía. Todo en ellos mana del alma de los personajes, de una sórdida angustia terriblemente lúcida. Los personajes de Onetti deambulan por un espacio deshabitado y sin pasado, sin historia y sin futuro. De sus corazones sin fe brotan, sin embargo, palabras muy tiernas, palabras que describen el itinerario de un escritor de fondo.

Largo es el deambular sin sentido de estos personajes abandonados hasta por el narrador. Onetti desaparece de sus libros, o en todo caso de él no queda más que el espíritu. Lo suyo es un modo de ser del que por consecuencia se llega a un temple de ánimo no visto como consecuencia sino como actitud.

Onetti representa desde «El pozo» (1939), su primera novela, una nueva actitud del hombre en su circunstancia, toda la enorme dificultad de ser algo genuinamente latinoamericano en medio del escepticismo de una generación sin fe, angustiada ante problemas político-sociales que se viven en un retiro absoluto, con la conciencia de la realidad inauténtica que condiciona una limitación existencial: «Me aparté enseguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado. Puede ser que tenga razón, se me importa un cuerno, por otra parte. Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si no fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania: existe un pasado antiguo y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil, se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. Pero, ¿aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.»

El amor, aún cuando se adora a alguien, es algo a lo que no se le puede dar una espalda dormida en el lecho común. Laten la traición y el desengaño; alguien va a dar una terrible puñalada siempre, en algún momento. Aunque la muerte no sea cosa terrible, porque mucho peor es la vida: «El amor es maravilloso y absurdo e incomprensiblemente visita cualquier clase de almas. Pero la gente maravillosa y absurda no abunda, y los que lo son es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden. (…) Y si uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco. el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatinas en las esquinas de los liceos.»

Recuerdo que cuando leía estas cosas a mis alumnos de París, se crispaban y movían negativamente la cabeza. Pero yo les pedía confianza y les mandaba leer «Juntacadáveres», «El astillero», «La vida breve» y sus maravillosos cuentos. Entonces era yo quien reaccionaba crispado y moviendo la cabeza. Todos querían trabajar sobre Onetti. Querían hacer su tesina y hasta un doctorado. Bueno, ¿pero no les interesaba otro autor? ¿No les había hablado yo de grandes escritores? Bueno, sí, pero…

Y es que habían descubierto la nocturna ternura y la pena sin nombre, la gratuidad del mundo que los personajes de Onetti construyen sobre y contra la nada. El escepticismo como virtud, que nos permite ver la miseria cuando nos levantamos. Las cosas que se esconden en las cosas. Ese deambular de los personajes de Onetti hasta llegar al fondo de la noche. Alguien, en algún lugar de Montevideo, Buenos Aires y Madrid, había asumido la total soledad de un escritor de fondo. Y mis alumnos amaban la literatura.

Lo acabo de recordar: volví a ver a Onetti una vez más. Fue en la Sorbona. Una sabia pedagoga lo explicó «todo» sobre «la suma onettiana», al presentar con absoluta pedantería a un hombre cansado. Por fin se calló y le dio la palabra «al gran maestro Juan Carlos Onetti». ¡Cuánto me reí! Nadie logró sacarle una palabra. Gocé mucho, y hasta ahora me jacto de haber asistido como si adivinara lo que iba a suceder con Onetti esa noche en la Sorbona. Y de haberme tomado un vino en su honor de regreso al mismo apartamento en que Enrico Cigogna me habló por primera vez de su amigo Onetti.

Crítica y ficción

Ricardo Piglia

Me parece que Onetti saca de Faulkner la figura de un narrador que no entiende lo que narra y también la certidumbre de que el tono de la prosa define la trama (y no al revés). Para mí lo mejor de Onetti está en las nouvelles; ahí es único, más literario y más virtuoso que el propio Faulkner, un narrador excepcional, capaz de fragmentar una historia hasta convertirla en un destello de luz en un vaso. Jorge Malabia, como Renzi, como Quentin Compson, es un hijo de Stephen Dedalus (que a su vez es hijo del príncipe Hamlet): el joven poeta, que detesta el mundo práctico y se niega a actuar. En «Juntacadáveres» me interesa más la historia de Jorge Malabia que la historia de Larsen; por lo demás no me gusta cómo termina sus días, prefiero el final de Compson, que se suicida (pero la degradación es el modelo de la tragedia para Onetti). «Él, Jorge Malabia, había cambiado. Compraba tierras y casas, vendía tierras y casas. ya no sufría por cuñadas suicidas, ni por poemas imposibles. Ahora era un hombre abandonado por los problemas metafísicos, por la necesidad de atrapar la belleza con un poema o un libro.

«Marcha» y Onetti

Manuel Vázquez Montalbán

La noticia de las detenciones de Carlos Quijano, Hugo Alfaro, otros responsables de la revista uruguaya «Marcha» y el escritor Juan Carlos Onetti, deja en primer plano la desigual batalla entre un débil guerrero de papel y el monolitismo del poder que en estos momentos arropa al presidente Bordaberry. Tras el desmantelamiento del Parlamento, de la libertad de expresión y de la Universidad, «Marcha» era como el tablón del náufrago para le conciencia progresiva de un país, que de la noche a la mañana, ha pasado de las más elevadas cotas de permisividad a las más negras honduras del autoritarismo.

El milagro de la supervivencia de «Marcha» hay que atribuirlo a su proyección extra uruguaya, a su carácter de órgano de opinión de la progresía latinoamericana. Desde hace treinta y cinco años y siempre bajo la batuta de Carlos Quijano, «Marcha» ha sostenido una continuada y esforzada batalla en defensa de su independencia crítica, una independencia a prueba, tanto de los flirteos con el poder, como de beaterías hacia izquierdismos coyunturales. Si algún compromiso ha mantenido «Marcha» inalterablemente, es con el sentido progresivo de los hechos.

El valor moral de «Marcha» se plasma en el temple de Carlos Quijano, un septuagenario que desde hace varios meses se niega a publicar el editorial habitual de la revista y lo sustituye por los decretos de Bordaberry que se oponen a la libertad de expresión. A pesar de estas graves limitaciones, el oficio de las gentes de «Marcha» les permite la «escritura entre líneas», no abdicar, en suma, del recurso de mantener el fuego sagrado crítico, aunque su calor y fulgor ya sólo sirva para los habitantes de las catacumbas.

En setiembre, Hugo Alfaro dirigió un SOS universal a los amigos de «Marcha» o a los simplemente sensibilizados por el problema de la libertad de expresión. El Gobierno había impuesto ceses temporales a la publicación y la economía de «Marcha» se resentía hasta el punto de que amenazaba ruina. Alfaro pedía «apoyo informativo» y «apoyo económico». Según parece no faltó di del uno, ni del otro. Pero aunque sólo fuera por eso y por los agravios acumulados, «Marcha» ya se había convertido en una culebra muy difícil de tragar por el poder.

Ahora se ha buscado el pretexto de que en un reciente premio literario de cuentos. «Marcha» lo concedió a uno que ofendía la moral y atacaba a las Instituciones. Con las vigentes reglas del juego imperantes en el país es muy difícil no atacar la moral o las instituciones, conservadas ambas en el invernadero de los vegetales más frágiles. El show se ha montado por todo lo alto y no ha respetado ni a uno de los más importantes escritores de habla hispánica del siglo XX, Juan Carlos Onetti. Aunque las informaciones que llegan del Uruguay no hablan de las repercusiones internas que puede reportar «el caso «Marcha -Onetti», de momento ya es sabe que el ministro del interior ha dimitido y que será sustituido por el de Educación.

No se sabe si ha dimitido debido a las críticas por haber creado un «Solzjenitsin» uruguayo o porque un ministro de Educación hilará más fino en este tipo de prefabricaciones. Son ya muchas las voces «sensatas», voces de extremo centro o de centro extremo, que piden término a esa «solución final» política que desde hace unos años asfixia progresivamente a todo el cono sur de América Latina.

La vida menos breve de Julio Stein

Carlos María Domínguez

Me entero, tarde, que este año falleció en Israel Julio Adín. Los lectores de Juan Carlos Onetti lo conocen por Julio Stein, el amigo de Brausen en La vida breve. Hacía años vivía en Tel Aviv con su última mujer, afectado por un mal que deshacía su pasado como se desmadeja un sueño.

La historia de Stein fue contada en la ficción que fundó Santa María para la literatura hispanoamericana, pero la de Julio Adín y la de su relación con Onetti pertenecen al real e inasible tiempo humano. Judío ruso nacido en la aldea de Grodno, Adín tenía 16 años cuando cometió dos imprudencias que lo traerían al Río de la Plata: creer que Grodno pertenecía a Rusia, cuando permanecía en manos polacas, y fundar la primera célula de estudiantes del Partido Comunista en la región de mayor terrorismo antibolchevique. El grupo no tardó en ser diezmado. El compañero que los delató se disparó un tiro en la cabeza, otro murió en las torturas y un tercero desapareció. Adín logró escapar con dos camaradas gracias a un cónsul uruguayo en Prusia oriental que vendía pasaportes falsos por doscientos dólares. Una red de contrabandistas lo ayudó a pasar la frontera polaca y a cruzar territorio alemán, y en 1931, sin hablar una palabra de español, desembarcó en el puerto de Montevideo.

Se vinculó al Partido Comunista Uruguayo y consiguió ingresar en la Facultad de Veterinaria, donde pletórico de fe en la movilización de las masas lideró una huelga de estudiantes que paralizó la facultad durante dos días. Allí conoció a Tola Invernizzi, por entonces representante de la llamada Asociación Estudiantil Roja. Llegó a Buenos Aires en 1938 para trabajar de periodista en un diario judío y poco después, un alemán que atendía las necesidades de los refugiados de la guerra le compró unas máquinas de linotipia, le abrió una cuenta en el banco y le montó una empresa editorial que se encargó rápidamente de fundir.

Una noche de 1943, Tola Invernizzi lo llevó a conocer a Onetti. Se citaron en una lechería ubicada a pocos metros de Corrientes y Pueyrredón que, pese a su nombre, tenía la virtud de servir copas de grapa. Tola y Adín conversaron con entusiasmo sobre la obra de Walt Whitman, mientras Onetti los observaba en silencio, atento a los gestos y palabras de Julio.

Al rato, un hombre entró a la lechería y fue hacia el mostrador con un alcohólico zigzag. Ante el previsible pedido de una grapa, el dueño contestó que no había alcohol. Los borrachos miran desconsoladamente la estupidez de los mozos cuando delante de estanterías abastecidas insisten en que el alcohol se acabó, pero los mozos nunca quieren enterarse de lo que dicen esos ojos. Acaso por eso, cuando el hombre emprendió la retirada y pasó junto a su mesa, Onetti lo invito a tomar una copa. “Vení, acá hay”, dijo y le ofreció la suya. “No sé porqué no me quiere vender”, se quejó el hombre mientras hundía la mano en el bolsillo y sacaba un enorme fajo de billetes que, se enterarían después, era producto de un asalto.

”Desde entonces quedé completamente enamorado y seducido por ese personaje llamado Onetti” me dijo Julio Adín una tarde en casa de Darío Queijeiro, cuando escribía con María Esther Gilio la biografía de Onetti. “Lo nuestro fue amor a primera vista. Empezamos a vernos casi todos los días. Después hicimos una especie de trío con Alsinita (Homero Alsina Thevenet), que por entonces daba en Buenos Aires sus primeros pasos de niño prodigio.”

A diferencia de Onetti, que mantenía una actitud progresista pero reticente a los pronunciamientos ideológicos, Julio exponía sus análisis políticos con pasión de iluminado, sobre todo si en la mesa había mujeres. “Julio era deslumbrante” afirmaba Alsina Thevenet. “La clase de tipo que te conoce y a los treinta segundos sabe qué es lo que te interesa de la vida, qué opinás de esto y aquello, lo que estás pensando y no te animás a decir.”

Sus diferencias respecto de la política se diluían en materia de conquistas sexuales. Cada uno ejercía su modo de seducir. Si Julio las impactaba con su inteligencia, Juan Carlos las atraía con un aire de misterio. “Julio era como la novia de Onetti” contó Fabi, quien alternativamente fue amante de ambos. Los tres estábamos muy unidos pero en ellos, tal cual los veía yo, aunque uno alardeara y el otro escondiera, había una especie de represión permanente.

Una noche Julio Adín atendió el teléfono de su casa y oyó la voz de Onetti que le decía: “Escuchá, no digas nada… Stein, ¿te parece bien? Julio Stein”, repitió. “Sí” le dijo Julio, “me parece bien.” Así cruzó el umbral de la literatura onettiana, con un nombre que se haría tanto o más real que el propio. De sus andanzas comunes, Onetti construyó un personaje enamorado de la noche y la frivolidad, deportista de la generosidad, el amor y la inteligencia. “Entonces yo seducía a las mujeres con fervor, con la fe del amor, creía en la pasión” contó Adín. “Con el tiempo, descubrí que Onetti lograba ser testigo de las situaciones que vivíamos. No sólo era actor como yo, que estaba perdido en mi juego, limitadamente. Él me observaba a mí, pero también se observaba a sí mismo en el amor.”

Mantuvieron la amistad por muchos años, hasta que el conflicto judío-palestino los separó para siempre. En una carta dirigida a Hugo Alfaro y publicada en el cuarto número de BRECHA (1-11-85), entre felicitaciones y saludos por la aparición del semanario, Onetti escribía con mordaz ironía desde Madrid: “(…) Veo que el corresponsal de la nonata BRECHA en Tel Aviv es un tal Julio Adín. (Su verdadero apellido es Stein y nunca escuché chistes tan graciosos sobre el sionismo como los que me contó entre una mujer y otra.) Espero informará minuciosamente sobre las matanzas de palestinos que no son, claro está, actos terroristas”.

La respuesta de Adín desde Israel, donde se había radicado en 1964, no demoró en llegar. Decía que el sionismo había llegado tarde a la historia para recurrir al genocidio, que pese a los crímenes cometidos por el ejército israelí no había tal genocidio en Palestina. Agregaba que no pretendía discutir con Onetti ni arañar el mármol, pero sentía curiosidad por saber si entre los papeles de su abuelo, que había sido secretario de Rivera, no encontró referencias a la OLCH (Organización para la Liberación de los Charrúas).

La provocación enfureció a Onetti. “Cuando meses más tarde viajé a Madrid y lo llamé por teléfono” contó Adín, “atendió Dolly. Quedó petrificada al escuchar mi nombre y ya supe que estaba perdido, que me borraban del mapa”.

”Hola” dice Onetti.

”Habla Julio”.

”Andate a la mierda” me dice.

”Me voy a Israel”.

”Es lo mismo”.

—Ah… –le digo–. Ya no vas a hacer como Arturito.

—¿Qué?

—Como Arturito Rimbaud, que por delicadeza yo perdí mi vida’.

Quería decirle con aquel poema de Rimbaud que no fuera grosero conmigo, pero no me dio pelota.

—Andate a la mierda –volvió a decir.

—Te traigo la entrevista con María Esther. ¿Te la mando por correo?

—Chau.

Ahí terminó mi relación con uno de los hombres más inteligentes y cabales que conocí en mi vida. Es difícil sospechar qué puede herir la susceptibilidad onettiana.

Ahora que Julio Stein extravió su origen y sólo queda su memoria y una novela, verdad y literatura muestran una vez más la paradoja de barro que las une. Una es cierta y confusa, la otra alisa y engaña, inseparablemente.