Decir lo desconocido (el fuego en los ojos del ciervo) – Entrevista / Luis Bravo
Orfila Bardesio entrevistada por Luis Bravo
Estamos ante una mujer que ha escrito, invariablemente, a través del ojo de la poesía entendida como forma del discurrir espiritual. Quienes aventuran tal camino suelen cultivar una fe que los hace singulares y solitarios. Su obra es una de las más sólidas de entre quienes componen la Generación del 45 en el Uruguay. Sobre un libro escrito en trance místico, La Luz del ojo en el follaje (1989), giró buena parte de un diálogo al que se agregan evocaciones biográficas y reflexiones del arte poético que hablan por sí mismas. Se optó, por tanto, sustituir las preguntas puntuales por subtítulos que sirvan de guía a sus palabras.
LA JUSTICIA DEL CIERVO
Cuando tenía doce años, jugando con unos chiquilines fui a saltar sobre un gran pozo y al llegar al otro lado me dije: «yo tengo que escribir algo, pero no sé lo que es». Mi vocación empezó así. Cuando terminé el libro La Luz del ojo en el follaje, sentí que había terminado de saldar aquella inquietud que también era un oscuro pozo. Ahora un silencio ensordecedor reina en torno de esa obra. Es la lectura de la Carta IV del Apocalipsis de San Juan al Ángel de las Iglesias de Tiatira; se refiere a la Iglesia en la era de las industrias y de la tecnología. Es una lectura en el oído de las grandes ciudades. Me llevó sangre escribirlo. Hubo un tiempo en que viví como una alucinada, estudiando diferentes versiones de la Biblia. La luz del ojo al que refiere el título pertenece al ciervo, que es Cristo según lo dice San Juan: «como el ciervo huiste habiéndome herido». El ciervo que tiene las patas de bronce fino, no hace ruido y llega adonde está escondido el secreto. Esa luz de fuego de sus ojos es con la que quema el error cuando lo mira, esto es parte de la simbología del libro. Tiene que ver con la culpa, en especial con la culpa sexual que imparte la Iglesia; una culpa que influye en los niños, en la humanidad cuando es niña. En la Carta IV se habla de una mujer, Jezabel, figura que muestra cómo se roba la libertad y la felicidad sexual de las bodas. En el capítulo II de mi libro se dice: «el cuerpo es más que el Hermano Asno, según San Francisco; es más que nuestro compañero, es el objeto de trascendencia, es la materia sacramental. Si en lo sagrado se lo calla, ¿qué se consagra? Reducir el amor humano a materia penitencial en el secreto del confesionario, es una forma de la avaricia de Jezabel». Dicho de otra manera: aún hoy la Iglesia tiene el manejo de esa culpa de lo sexual, lo que implica un dominio de las vidas, de las almas. Soy una convencida de que si el papado reconociera la posibilidad de elegir entre una castidad ofrecida y la libertad sexual se ganaría mucho en el plano de la libertad humana. En las bodas, por ejemplo, se habla de los deberes, pero no se menciona la felicidad sexual de las parejas. Sigue siendo objeto de culpa la unidad sagrada del hombre y la mujer, la Iglesia así lo considera, es terrible eso. De todas maneras, se reencuentre o no la Iglesia con su pueblo, yo creo que la humanidad así, ciega, no puede seguir. Como digo en el prólogo, el hombre tiene por primera vez en la historia la opción de destruir, o no, el mundo. Es necesario que haya una institución, que podría ser la Iglesia transformada, que le diga a la humanidad que hay algo más que la ciencia, algo que reivindique la trascendencia de la vida, la dignidad de la existencia, la divinización de la tierra, ¡cómo nos hemos olvidado de eso!
EL DEVENIR DEL POEMA
Cuando leí a San Juan vi que con el Cántico espiritual se le hacía un favor a la humanidad, revelando el secreto de esa poesía, «ese saber no sabiendo a toda ciencia trascendiendo». Nadie puede avanzar en poesía si no sabe mucho, si no tiene la experiencia. Por más inspiración, intuición, sin el trabajo de orfebrería del oficio, la poesía no existe, necesita de un artista, evidentemente. Pero cuando se agota ese camino y te quedás como manso, en silencio, como esperando, entonces es como si eso que no sabés viniera a vos, y decís las cosas desconocidas. Es como la imagen de los músicos en uno de mis escritos, donde se invierte el movimiento creador. Allí los instrumentos de una orquesta, latiendo al máximo posible de tensión expresiva, llegan al silencio. Entonces la música viene a ellos, que ya no son quienes la interpretan, sino que ésta llega a ellos; así los músicos empiezan a ignorar lo que hacen. ¿Cómo te diré? Cuando el poeta tiene una proyección de que lo que hace excede a la poesía misma, entonces debe estar atento a eso, debe ser como el portero, o como el guía de su propia experiencia interior. Los griegos les llamaban musas. Algo que está más allá de la inteligencia. Henri Bergson dice que por la intuición el hombre conoce lo absoluto. San Pablo habla de la verdad evidente, a la que si llegás profundamente no tiene ya que ser defendida ni atacada. Está ahí, y es como una luz prendida sobre la mesa. Pienso que al poeta, igual que al ciervo, le salen llamas de los ojos, que van consumiendo los alrededores de la cosa. Como pensaba Rimbaud, la poesía es una alucinación de las cosas eternas, es como abrir una ventana y quedar frente a lo eterno. No hay poeta que no se desvele por dar su obra, aun a riesgo de caer en la locura, o de vivir un destino extraño y sentirse aislado. Yo digo que viene una ola y la corona la espuma, y viene otra ola y otra, hasta que llega una grandísima más coronada de espuma que las otras. Así es, viene. Así llegué a un poema dedicado a mi amistad con Jules Supervielle. Se titula “Sueño”. Allí se dice: «cuando me llaman, /mi nombre tarda siglos en llegar. / Las cabras de mi nombre no me encuentran. /—De silencio es el nombre de todo— (…)//—-El día es una carta para mí—. /Vendrá la muerte enérgica/ y cederá la puerta». A él le gustaba mucho y me lo hacía decir cien veces. La relación con él fue preciosa. Viene un día a casa el psiquiatra [Dr. Alfredo] Cáceres, el marido de Esther de Cáceres, y me dice: «Vamos a ver a Supervielle» — él se había exiliado en Carrasco en los años posteriores a la guerra—; “¿yo? —le digo— ¡si apenas sé hablar en francés y tengo tres poemas! Vamos… usted lo va a alegrar», insistió. «Bueno, si lo voy a alegrar, voy». Y fui. Allí estaba aquel monstruo sagrado con sus manos larguísimas y esa bondad extraordinaria. Se paseaba entre los árboles gigantescos. Yo era muy joven, tenía 23 años, él ya era viejito y a veces se sentía muy mal. Él acá no vino como los europeos, “a civilizarnos”, sino a buscar un rincón caluroso lejos de su patria. Me acuerdo que alojaba a Felisberto Hernández, cuando éste no tenía ropa ni comida; era una especie de galponcito, y le decía: «Usted, hasta que no termine El caballo perdido, de acá no se mueve». En realidad, estaba horrorizado de que nadie se diera cuenta del talento que tenía Felisberto. Una vez declaró a L’Observateur: «estoy aquí con Orfila Bardesio y Felisberto Hernández». Y era que estaba con nuestros libros. Él siempre quiso llevarme a Francia, quiso incluso prologarme un libro, pero nunca se lo acepté.
SENSUALIDAD: POR ESE CAMINO ENTRO
Bebí mucho en Delmira [Agustini] y en María Eugenia [Vaz Ferreira], en Juana [De Ibarbourou] mucho menos. Pienso que hay un aspecto existencial, que no digo sea dominio de la mujer, pero donde entra muchísimo la intuición de lo femenino que se anda más por las entrañas que por la inteligencia. Cuando digo que «soy la seda de las cosas» pienso en eso y en el auténtico interés por la libertad y por la realización humana, que quizás está vinculado a la maternidad. Esas dos mujeres mostraron, a principios del siglo XX, las grandes trabas para la felicidad sexual. Siempre me pregunté, ¿por qué no tuvieron ellas, con esa inteligencia y capacidad fabulosa para vivir, la felicidad de poder darse? Obsesionada por eso escribí el libro Ciervo radiante. Mi compromiso era: «yo escribiré el libro de la felicidad del placer sexual». En un verso digo: «Porque la cara del amor cantó mi cara». El hecho es que es un fenómeno que en este pequeño territorio haya habido tantas mujeres poetas. Y debe tener un poco apabullados a los hombres tanta gentileza de las musas con las mujeres. Como decía la Garbo, «es una maldición que no le deseo a nadie»; se refería a compartir la vida con mujeres tan agraciadas, ¿no? Cuando vino de Europa Susana Soca yo había escrito La flor del llanto, un manuscrito al que no daba mucha importancia. No lo había trabajado, estaba tal como me salió. Un día a mi marido se le ocurrió publicarlo, de sorpresa, para mi cumpleaños. Se lo llevé a Susana y me dijo: «Orfila a los místicos les llevó años decir lo que dijeron, y usted me dice que esto lo escribió en una semana». Comentó que yo era una mística; yo dije: «está completamente loca», a mí me encanta la vida, la sensualidad de las cosas, qué voy a ser una mística. Después aprendí la sensualidad fabulosa que hay en El cantar de los cantares, en Sor Juana [Inés de la Cruz]. Y valoro cada vez más la sensualidad. Por ese camino entro. El trabajo de los sentidos es como una puerta por la que se accede a otros mundos, y vas abriendo esas perspectivas misteriosas también a los que te leen. Al respecto de esto [Alfredo] Cáceres siempre decía que me veía sola, «sí, sí, sola con su dios». Él a veces venía y se sentaba cerca del aljibe, allá en Treinta y Tres, donde vivíamos, y yo le contaba lo que me pasaba. «Yo creo, yo creo, contame», me decía. Sin ese ángel no sé si yo hubiera podido seguir…
En El sentimiento trágico de la vida, Unamuno dice que el hombre se engaña con el sueño de la inmortalidad, que es el hambre esencial que tenemos. Uno piensa: ¿cómo puede ser que esa hambre tan esencial no sea saciada? Si yo quiero alimentar mi cuerpo tengo lo que apetezco y se sacia el hambre física, ¿cómo ese Dios va a ser tan demente de negarse a saciarme el hambre del alma? También recuerdo una sentencia de Albert Einstein: «Dios es listo, pero no travieso», me quedo con eso.
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Entrevista realizada en la casa de la poeta, en la calle José Ellauri de Montevideo, en abril de 1995. Ha tenido diversas versiones publicadas: Semanario Brecha, Montevideo, 2/2/1996; Las hojas del diluvio, Barcelona, 1996; Diario de Poesía, nº 41, Buenos Aires, otoño 1997. En el libro Nómades y prófugos, entrevistas literarias, de Luis Bravo, Universidad EAFIT, Medellín, 2001. Revista Lo que vendrá, nº 8-9, Montevideo, octubre 2013.
Esta versión ha sido especialmente revisada para la edición: Poesía (1946-2009) de Orfila Bardesio, Editorial Yaugurú, Montevideo, 2019.
Texto autorizado por el autor para Malabia / 67.