La cultura latinoamericana ha tenido fuerte incidencia en el inicio de Malabia, que la vinculó de inmediato con temáticas y autores de España, sede de la publicación. De estas regiones se destacaron ciudades: Buenos Aires, Montevideo y Barcelona, debido en parte a que la mayoría de nuestros colaboradores vivían y viven en ellas. Pero sobre todo motivados por el potencial creativo, calidades y trayectorias históricas, extendidas más allá de los últimos setenta años.
Establecer canales de intercambio entre estas fuentes, hacerlas convivir con la cultura universal, sumando otros países e idiomas, viene siendo un objetivo primordial en nuestra tarea.
Ante tan diverso abanico, las observaciones de nuestros lectores no han sido menores. Y una de ellas, recurrente a lo largo de los años, la intentamos sintetizar a continuación:
Habiendo publicado abundante literatura uruguaya contemporánea (sea en la revista digital o en dos libros impresos), la sorpresa por la calidad y cantidad de escritoras de aquel país no ha parado de crecer.
Teniendo en cuenta que la revista interactuó directamente con autoras de obra en curso (Cristina Peri Rossi, Circe Maia, Ida Vitale, Selva Casal, Tatiana Oroño, Silvia Guerra, Mariella Nigro, etc.), el público quedó interesado también en sus coetáneas y anteriores ya fallecidas. Vale decir, todas aquellas que generaron un fenómeno todavía pendiente de amplia difusión: la singularidad y alto nivel de las letras uruguayas escritas por mujeres.
En este ámbito es extraordinario el aporte de una serie de poetas dignas de cualquier sociedad avanzada, con un pasado mucho mayor que el de aquel joven y despoblado país.
Figuras precursoras de la talla de María Eugenia Vaz Ferreira, Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou, o poetas destacadas de la Generación del 45 como Amanda Berenguer o Idea Vilariño, extienden sus influencias y dialogan con las obras de las antes citadas, hasta llegar a nuevas generaciones que, en tiempos de tanta tecnología divulgativa, todavía desconocen el caudal expresivo de sus antecesoras.
Mucho más difícil resulta el acceso a las autoras aisladas e independientes, quienes se entregaron por completo a sus trabajos, tan personales como esquivos a encasillamientos.
Si algunas de estas creadoras tuvieron recepción internacional (Marosa di Giorgio, Ida Vitale, Peri Rossi…) fue, en primera instancia, por el interés y reconocimiento generados en el exterior, donde sus obras han sido editadas, estudiadas y premiadas en la última década.
Pero dentro de Uruguay otras voces fueron silenciándose injusta y progresivamente. Entre ellas, Selva Márquez, Susana Soca, Sara de Ibáñez o Concepción Silva Bélinzon, universos aún por descubrir para lectores de largo recorrido.
Uno de los casos más significativos ha sido el de Orfila Bardesio.
A diez años de su muerte celebramos la feliz revisión de su obra y persona, impulsadas por la reciente publicación de “Poesía” (1946-2009), reunida en dos volúmenes.
La editorial montevideana Yaugurú realizó una excelente labor, homologable a los cánones del primer mundo, y que sin duda está marcando ya un hito en las librerías uruguayas.
Con la autorización de los autores del prólogo, entrevista y semblanza incluidos en dicha edición, Malabia/67 presenta esos textos acompañados de varios poemas manuscritos, como así los versos a Orfila dedicados por Jules Supervielle en los años inaugurales de la poeta.
Testimonios de Marosa di Giorgio y Álvaro Ojeda, y enlaces a lecturas, audios e imágenes seleccionadas de internet, abren las puertas hacia una de las más valiosas e intemporales poetas uruguayas.
En la línea de varios números anteriores, Malabia dedicará alternativamente nuevas páginas a estas creadoras. Estamos convencidos que un lector exigente, y de cualquier geografía, las integrará en sus vidas con permanente provecho.
1. Esta primera compilación de la poesía de Orfila Bardesio (1922-2009) fue elaborada por sus hijos con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento. La entrega comienza a partir de su tercer libro publicado, Poema (1946), coincidiendo así con varias miradas críticas que la consideran su primera obra madura. Le anteceden dos libros juveniles que, por tanto, no se incluyen. El primero, Voy (prosas y versos, 1939), gracias al cual la poeta, de apenas 17 años, fue presentada públicamente por el insigne crítico Alberto Zum Felde en el marco de las jornadas de “Arte y cultura popular” (Paraninfo de la Universidad, 1939). El segundo es un cuaderno breve, La muerte de la luna (1942), publicado en Buenos Aires por la prestigiosa colección Cuadernos de Fontefrida, fundada en 1941 por su director el poeta César Fernández Moreno.
Jules Supervielle (1884-1960) recibió Poema con un entusiasmo del que dejó testimonio en un soneto manuscrito que Orfila atesoró y que, años después, reprodujo al inicio de su Antología poética (Banda Oriental, 1994); libro gracias al cual varios jóvenes poetas de los ochenta la “descubrimos”, y algunos ya no dejamos de leerla.
Su co-generacional Idea Vilariño (bajo el seudónimo Ola O. Fabre) reseñó el celebrado libro en la revista Clinamen Nº2 (mayo-junio, 1947). Si bien refiere a presuntas debilidades, lo presenta como un verdadero acontecimiento poético, acertando a señalar: “Una transmutación del que canta en el objeto del canto, se ha realizado en forma total”. Esa consustanciación bien puede proyectarse a la poética que, a lo largo de los años, fue ahondando en el difícil arte de la alquimia entre verbo y espíritu, una cualidad que la distingue de entre sus pares. En tal sentido, es posible establecer cierto parentesco con otra voz inspirada, la de Concepción Silva Bélinzon (1903-1987). A ambas las identificó como “solitarias” Enrique Fierro (“Los poetas del 45”, Capítulo Oriental, Nº32, 1968) en relación a las voces más integradas al núcleo central de esa Generación del 45, Ida Vitale, Amanda Berenguer, Idea Vilariño. Lo que en verdad las reúne es que sus registros son, cada uno a su manera, los más irracionalistas de su entorno. Una disidencia que se pagaba caro en un contexto de desconfianza por aquello que pudiera salirse de marco, o entrar en territorios no abordables por cierto racionalismo estrecho y realista —aunque eficaz y productivo— que abundó en la crítica uruguaya de poesía del medio siglo. El hecho es que, atravesadas por una singular mixtura entre lo místico, lo visionario y lo surreal, las poéticas de estas dos mujeres no fueron asimiladas en su tiempo. Desde la complicidad en esa trinchera insular, Orfila retrató cabalmente a Concepción como nadie lo ha hecho en un poema. En “La adolescente” (Uno, Libro Tercero, 1971) dice:
Sube a estrellas ardientes por una escala de oro. Mientras las brújulas, los mapas, los dibujos esperan conducir el eco de sus flautas, se olvida por la luz en las abejas finas. Con el pecho encendido por un racimo de planetas, –de los metales, al fuego, de la respuesta, a la pregunta, de la piedra, a las lágrimas, vuela en un columpio que sostiene un pez confiando brillos a delgadas alturas.
El primer libro de lo que luego sería la trilogía Uno (1954) lleva como epígrafe el primer cuarteto de “Correspondencias” de Baudelaire, paradigmático soneto de la vía mística del romanticismo que derivaría en el Simbolismo. Al respecto, Domingo Bordoli (Antología de la Poesía Uruguaya, Tomo II, 1966), a pesar de su prejuicio en torno al sesgo surrealista (habla de “chocante ilogismo”), percibió la índole visionaria de esa poética: “Este Uno es para nosotros el Universo. Ante él, el ´yo´ se hace una misma cosa con el mundo. Cada poema de este libro es, por lo tanto, mundo derramado. Todas las cosas pueden corresponderse, de extraña súbita manera (…). Y si la visión de Orfila es simbolista, la ejecución de chocante ilogismo viene sin duda del surrealismo. Si sus temas son de un ´panteísmo erótico´, nosotros creemos ver algo más: una fiebre que viene de la lucidez en lo bello. No transporte o arrebato: sino asombro, infancia, aunque con suculencia hacia lo edénico”.
En similar orientación Wilfredo Penco (“La sensual orfebrería”, Historia de la literatura uruguaya contemporánea, T II, 1997) brinda una síntesis de su estilo: “la vida cotidiana, las cosas más inmediatas del entorno, quedan desplazadas o se transforman porque el objetivo es penetrar en su naturaleza y acceder a otros mundos”.
2. En la calibrada docena de libros que la poeta dio a luz en sesenta años de incesante labor con la palabra, es posible visualizar zonas diferenciales que, siendo complementarias, conforman la coherencia de su arte.
En una primera zona de factura cósmica, atravesada por una asociatividad dinámica entre lo vegetal y lo animal, la poeta busca y encuentra a cada paso la convergencia de todos los elementos. “Como pensaba Rimbaud, la poesía es una alucinación de las cosas eternas, es como abrir una ventana y quedar frente a lo eterno”, afirmó Orfila en la entrevista que mantuvimos en 1995 (“Decir lo desconocido”, incluida a modo de epílogo en Poesía Dos de esta edición). De verso libre, pero de cuidado ritmo, esta fase da lugar a un vuelo de la imagen que, con ángulos metafóricos abiertos, va enhebrando mística romántica, simbolismo, cierta inmersión surreal. Tiradas de versos largos, sin puntos y con tonalidad apasionada, se despliegan a velocidad por la retina del lector, imantándole en el trance. Es una poética de sueño verbal cuyo brillo sensitivo hila un enjambre de significaciones. Según la actitud lectora arrojarán más o menos luz, o sombra, pero de tiempo en tiempo se abrirá una renovada interpretación entre sus líneas.
Es también una palabra fueguina, en movimiento. En “Diálogo con mi poesía” (revista Alfar, Nº89, 1951) ella misma lo plantea así: “En el principio de la Poesía fue el fuego. Pienso que es un Amor Ardiente (…) Las cosas iluminadas quedan escritas en el alma con la fuerza y la intensidad de ese fuego, y empiezan a vivir de él en nosotros, hasta salir al mundo iluminadas por el mismo fuego que las encendió”.
Esta zona de su producción abarca los primeros libros atravesando la década del 40 y las dos primeras entregas de Uno (1954; 1959), incluyendo Juego (1972), que alterna poemas con aliento y factura surrealista, con otros más breves de intensidad lírica, pero de palabra precisa. Los ejemplos a los que remito al lector son los dos últimos poemas de Uno (Libro Segundo), “La muralla” y “El laúd en el bosque”, éste dedicado al Dr. Alfredo Cáceres y a la poeta, también doctora, Esther de Cáceres, de cuya amistad la autora ha dejado agradecido testimonio. Es en la tertulia de los Cáceres, en el edificio Rex de Montevideo, donde Orfila entró en contacto con escritores y figuras determinantes en su formación, Jules Supervielle, Felisberto Hernández, el matrimonio Dieste, Susana Soca, Paco Espínola, entre otros.
Una segunda zona en estilo y temática podría integrar los libros Uno (Libro Tercero, 1971), La flor del llanto (1973) y El ciervo radiante (1984). En este último reúne de manera magistral la exaltación espiritual con la celebración del placer sexual femenino, desplazando así la culpa évica por el goce natural del cuerpo. En tanto mujer creyente en una Iglesia transformada, Orfila pensaba que debería solicitarse a sacerdotes y monjas elegir entre una castidad ofrecida o una vida sexual plena; esto, dijo en la entrevista mencionada, devolvería la felicidad a la unidad sagrada del hombre y la mujer.
Rosa Franco (Origen de lo erótico en la poesía femenina americana, 1960) reconoció que ya en sus primeros libros hay “un erotismo intelectual lindante con lo panteísta”, como una forma de conocimiento que se ejerce mediante “una peregrinación a través de sucesivas metamorfosis”. En efecto, ese pantheos es medular en toda su obra y, si bien alcanza una maduración en esta segunda etapa, ya se encuentra enérgicamente planteado en la potencia de “Mediodía” (de Poema) uno de esos textos en los que goce sensual y espíritu divino engarzan de maravilla. Sirvan de ejemplo tres estrofas espigadas del poema:
Habito en las abejas que liban los secretos y me dejan la voz llena de miel, de polen, de pistilos, llena de gotas de rocío y de pequeños astros perfumados. Ando descalza y silenciosa, abandonada en el mar del asombro,
y con el pelo suelto como las naves, hundo mis dedos en las alfombras de la selva, les pregunto a los árboles cómo están, cómo han pasado la noche, qué canción han oído (…)
Dios pasea en mis venas como en voluptuosas avenidas de un jardín. Sus órdenes perfuman en mi voz, duermen en mis oídos, golpean en mi pecho, giran en mi cintura y la muerte no quiere deshojarlas.
Su voz se alza entonces más cristalina, como si fluyera del manantial de la Naturaleza en su incesante actividad creadora. El epígrafe de Rubén Darío en La flor del llanto bien lo ilustra: “De desnuda que está brilla la estrella;/ el agua dice el alma de la fuente/ en la voz de cristal que fluye d’ella”. El tono, vital y dinámico se abre allí a otros elementos; mientras, el fuego antes protagónico se concentra en imágenes de particular cuño profético. Así el ciervo, símbolo de Cristo (“como el ciervo huiste habiéndome herido”, dice San Juan) es quien con sus sigilosas patas de bronce llega donde está el secreto y, con la luz de fuego de sus ojos, quema el error cuando lo mira. Lo que sí aparece irradiando es un amoroso tejido que reúne a todos los seres, los elementos y las cosas que habitan el mundo. Esto lo expone en una sabia técnica de efecto contrario, en el texto XX del mismo libro:
Un saludable viento agita las hojas verdes que se estremecen alegremente y delicadas abejas afinan el aire… Solamente en el odio las cosas permanecen inmóviles.
Sin embargo, La flor del llanto, que ilustra esta vía de enunciación más reposada en lo formal, aunque publicado en 1973 habría sido escrito en la década del 50. Susana Soca llegó a leerlo y a decirle que ella era una “poeta mística”, ante lo cual Orfila se dijo a sí misma: “está completamente loca, a mí me encanta la sensualidad de las cosas, qué voy a ser una mística. Después aprendí —afirma en la entrevista citada— la sensualidad fabulosa de ´El cantar de los cantares´, incluso de Sor Juana Inés de la Cruz”.
Aunque siempre agudamente sensitiva, esta segunda fase es más reflexiva; cultiva una palabra más precisa en poemas más breves, en pleno dominio de la llameante espiritualidad de su sello personal. Su pensamiento concentra la intensidad de lo espiritual y lo religioso en ceñidas imágenes psico-cósmicas, como la del poema final (XL), de La flor del llanto:
Blanco es el color de la Penitencia y sus espumas como la corona de una jornada de olas.
Ella sabe por oficio de orfebre —y por haberse sentido más de una vez arrastrada más allá de sí misma a través de las palabras— que la poesía es experiencia de tensión entre el arrebato inspirado y el cultivo de la precisión. Por eso ha dicho: “nadie puede avanzar en poesía si no sabe mucho, si no tiene la experiencia. Por más inspiración, sin el trabajo de orfebrería la poesía no existe, necesita de un artista, evidentemente. Pero cuando se agota ese camino y te quedás como manso en silencio, como esperando, entonces es como si eso que no sabés viniera a vos y comenzás, y decís las cosas desconocidas”. Esta es, me parece, una certera descripción de la experiencia visionaria en materia poética. Sobre cómo opera la síntesis alquímica de la naturaleza de las cosas en la naturaleza de las palabras en el poema “El Equilibrio” se dice:
Cada vez que el silencio desciende su escalera de pausas hacia raíces oscuras las palabras coronan gloriosamente los tallos.
3. Una tercera zona estaría dada por Canción (1970), Dieciséis Odas y una Canción (2005) y La Canción de la Tierra (2009). El primero es un solo poema escrito en 1956, que conforma un libro breve dedicado a sus hijos. Estos, por entonces aún niños, son personajes del poema y se relacionan con ese mar como si éste fuera un juguete con el que experimentar la consistencia del mundo:
Mi hijo tal vez juegue contigo como con un trompo de madera, mi hijita tal vez te estruje con sus pequeños dientes nuevos, tal vez estrene contigo sus incisivos recientes.
Se impone lo concreto, el lenguaje directo y la cotidianeidad doméstica gira en torno al elemento cantado que es, a la vez, el canoro mar. Siendo éste omnipresente para los habitantes de Montevideo, la canción finaliza invitando al siempre activo mar a descansar, ya que en virtud de ese acostumbramiento no precisa representar papel protagónico alguno:
Están las estrellas, Mar. Descansa un poco en Montevideo. Oculto en mis costumbres no eres importante.
Las Dieciséis Odas son una joya que, escrita en los primeros años 90, brillará finalmente a veintiún años de distancia de su último libro original. Hay que agradecerle el valioso rescate de las mismas al poeta Héctor Rosales, quien las preparó y prologó para una edición en Lisboa que, finalmente, ocurrió en México (2005) en formato digital. Rosales —quien en yunta con el humanísimo Rolando Faget (1941-2009) fue desde los años ochenta un devoto difusor de la obra de Orfila— había publicado anteriormente la plaquette antológica La mano desnuda (Barcelona, 1996). En su prólogo a las Odas (“La larga oración de Orfila”, 2005) dice: “el bagaje temático condensa sus múltiples reflexiones religiosas al lado de las inquietudes actuales del ser humano de cualquier tiempo y lugar. La figura de Jesús y la simbología cristiana, que ha estado presente en no pocas páginas de la producción bardesiana, se retoma en las odas con una tensión asombrosa (…) en una progresión que va aumentando en intensidad hasta desembocar en la formidable ´Oda Duodécima´, donde al final se nombra a ese ´Dios desconocido´”.
Con el libro La Canción de la Tierra (2009), publicado casi en simultáneo en lengua catalana (Barcelona) y en español (Montevideo), estamos ante una despedida que, siendo personal, apunta más a un legado dirigido a la humanidad en su conjunto. El mensaje es claro y trata de cómo la actual civilización debiera reconocer con urgencia que la naturaleza toda del planeta Tierra es la casa común que habitamos. Considera que sólo habrá futuro si hay reconciliación entre los seres humanos entre sí, y para con su casa compartida. El cometido es dar lugar a otro mundo pero en éste, en el que hoy la prodigiosa naturaleza se precipita velozmente al límite del equilibrio ecológico.
No era nuevo este compromiso de la escritora en responsabilidades individuales y colectivas. En el prólogo al ensayo de interpretación del Apocalipsis de San Juan, La luz del ojo en el follaje (1989), la poeta advertía: “Nuestro tiempo, a diferencia de los anteriores, conoce una nueva opción de poder: destruir o no destruir el mundo (…) desde entonces, el carácter de nuestra acción es de tal envergadura que la salud humana es prioritaria (…) nunca fue más necesario el desarrollo de los valores de convivencia, su ejercicio y su conocimiento cabal; valores que estén por encima de conveniencias que los posterguen”.
Luego de analizar el viraje producido en nuestra civilización por una confianza ciega en la ciencia y en su razón práctica, concluye: “se ha producido un lamentable menosprecio en nuestra cultura hacia el cosmos de fuerzas que exceden a la Ciencia, cuando, precisamente allí esté tal vez, en silencio, el gran descubrimiento que necesita de nuestra humildad de la razón, para manifestar su existencia (…) nunca se despeñaron los tiempos con más urgencia hacia las soluciones desprestigiadas por la pujanza lógica, porque nunca fue la luz de la Ciencia tan oscura (desde que perfecciona la destrucción) ni tan clara la oscuridad desconocida del corazón humano (…) tuvo que descender la Sombra, para que la Inteligencia reconociera al Sentimiento como hermano en la salvaguardia de la vida”.
Los 91 poemas breves y la canción final recogen en parte aquella visión y la amplían en clave lírica, en tanto síntesis de lenguajes. En su saludar amoroso a toda una heredad de nietos y nietas Orfila sabe que la humanidad toda aún es niña. Asoma allí una piedad en la que hay menos para juzgar y más para compartir, dando así paso a la voz misma de la Tierra. De sencilla composición versal, con un animismo consustancial a la inocencia infantil, estos poemas conmueven. Con sus 87 años la poeta adopta un tono de piedad por lo que se muere, mientras advierte sobre lo que se deja morir o se mata; no le ocupa el propio morirse, que es asunto natural, sino el de la naturaleza que nos habita y que, en lugar de habitarla armoniosamente, con violencia desalojamos.
En especial en este su libro de despedida, Orfila es la mujer— la madre y la abuela— quien con pulso lento pero actitud serena y firme, entona unos cantos terrenales donde tañe lo primordial. De accesible registro y comprensión, nada obvio hay sin embargo en el elaborado arte que los sostiene. Con la fe lúcida que la distingue, su voz canta por y con la Tierra, junto a sus habitantes todos: árboles, mares, pájaros rojos, niños y astros que miramos y nos miran hoy con desconcierto. Con pluma sin adornos abre un rastro de reflexiones cuestionadoras en la “baldía tierra” en la que esta civilización se ha empantanado.
En “Ritmo” se asiste a la transmutación de su propia poesía, transita desde una primera cualidad visionaria en la que la palabra desciende hermética incluso para la propia poeta, hasta esa otra lírica en la que el canto se abre a la común comprensión:
Siempre digo una cosa que no comprendo hasta que el Dueño de las palabras quiere revelarlo. —Conozco a mis palabras por la ignorancia de lo que expreso—. Cuando se levantan del lecho con significado pleno, ya no son mías sino de todos.
En los dos últimos versos del poema “Un puñado de confianza”, tras la enumeración de lo perecedero que inunda la vida material — hay un eco manriqueano— se hace tangible el único vínculo posible entre la vanidad de las criaturas humanas y la infinita gracia de Dios: “Porque lo amamos/ nos reconocerá”.
En tiempos de fundamentalismos retro y de new age mercantilizadas, no es habitual reunir materiales del pensamiento cristiano con tropos de sorprendente factura, ni es común entablar la relación con lo divino desde interrogantes eto-ecológicas, a sana distancia de fáciles consejitos y previsibles dogmas. Ese mérito es poético y es también religioso en el sentido de lo sagrado, pues logra decirse religando un camino abierto de creencia en la cualidad amorosa. El poema “La canción de la Tierra” está dedicado a San Francisco de Asís, pero el libro en su conjunto participa de una poética en que las “florecillas franciscanas” anuncian la sonoridad de la inocencia en el lenguaje de la naturaleza: “el nomeolvides/ suena más fuerte en la llanura/ que campanas de bronce”
Es que el diálogo de la poesía es primero y antes consigo misma, de ahí que la poeta no se excluya a la hora de señalar el yerro de la condición humana, condición siempre a riesgo de ser desdibujada, ya en lo alienante, ya en la banalidad: “Con superficies, cubrimos / preguntas profundas, /con ellas frotamos la entrada / a dimensiones desconocidas” (“Velos”).
La conciencia del desmadre de los códigos naturales que la civilización actual ha traído hasta aquí —ahora a límites siniestros— comparece en La Canción de la Tierra, que, siendo una elegía, se va convirtiendo en oración; es también un diagnóstico que se va armando de fe y es un llanto que, sin embargo, no entrega en su dolor el temple de la esperanza.
4. La obra de Orfila Bardesio todavía no ha sido suficientemente leída ni abordada críticamente en la dimensión que merece y exige. Tras la relectura de todos sus libros resulta evidente lo mucho que aún queda por descubrir e investigar de ese universo que, con renovado asombro, apenas he podido aquilatar en esta introducción. Si cada poeta tiene su tiempo de crear, cada obra artística tiene su tiempo de llegada a destino. A ese tiempo apunta esta compilación de Poesía en dos volúmenes que desde ya propicia un más pleno conocimiento de su producción. Con esa fe presentamos aquí la poesía de Orfila, una de las más singulares voces de mujeres que, para ayudarnos a ver y oír y a gozar más hondo en el infinito bosque de la creación, entre nosotros se han encendido.
Luis Bravo, “Casa Soles” (Ciudad de la Costa, Uruguay), 9 de julio, 2019.
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Prólogo a Poesía (1946-2009) de Orfila Bardesio, Editorial Yaugurú, Montevideo, 2019. Texto revisado y autorizado por el autor para Malabia / 67.
Tomando como base varios fragmentos del poema “Han matado un cordero”, presente en la antología de Orfila Bardesio publicada por Ediciones de la Banda Oriental (Montevideo, 1994), la poeta uruguaya Marosa di Giorgio escribió en una reseña del libro y su autora:
Se trata de un gran cuerpo celeste, místico, adolescente, eterno, tachonado por cúmulos titilantes. La eterna ninfa mira acontecer la Gracia, la desgracia, oye y ve al Señor y a los Señores. Es fugitiva, pasajera, alada, va desnuda, espera tras de las puertas, por la venta, sin oropeles, los vestidos huyeron tal “glicinas, copas de vino”.
Es magnolia, ensueño, ciervo con astas de diamante, de dulce roble. Cordero sacrificial. Y cordero que encontró la grama que asusta, el aviso de los más altos pájaros.
Cristiana y panteísta, Orfila, cantante, bailarina, en la diáfana y entre-cerrada escritura.
Y todos atentos al paso sagrado de su voz.
A mediados de los noventa puse en marcha una serie de plaquetas bajo el título “Las hojas del diluvio”. La idea central fue distribuir entre creadores, críticos, suplementos y revistas literarias de España una selección de poetas contemporáneos en lengua castellana, en su mayoría poco difundidos o desconocidos aquí.
Partiendo de aquellas páginas, algunas personas y publicaciones difundieron textos/autores mediante sus propios canales, ampliando muy considerablemente la llegada a lectores en general.
En números monográficos, artesanales, con tiraje limitado y no venal, la serie despertó especial atención en varias poetas que, a los pocos años, cobrarían una dimensión internacional. El caso más notorio fue el de Marosa di Giorgio. Dada la singularidad de sus obras, también se destacó el dedicado a su amiga y compatriota, Orfila Bardesio.
Con formato pdf ofrecemos en Malabia una versión facsimilar de aquel número de enero 1996: “La mano desnuda”.
Tomando como fuente su antología poética, preparada por Orfila para Ediciones de la Banda Oriental (Montevideo, 1994), realicé una segunda selección de poemas, que ahora se podrá leer tal como aparecieron en las hojas mencionadas.
Decir lo desconocido (el fuego en los ojos del ciervo) – Entrevista / Luis Bravo
Orfila Bardesio entrevistada por Luis Bravo
Estamos ante una mujer que ha escrito, invariablemente, a través del ojo de la poesía entendida como forma del discurrir espiritual. Quienes aventuran tal camino suelen cultivar una fe que los hace singulares y solitarios. Su obra es una de las más sólidas de entre quienes componen la Generación del 45 en el Uruguay. Sobre un libro escrito en trance místico, La Luz del ojo en el follaje (1989), giró buena parte de un diálogo al que se agregan evocaciones biográficas y reflexiones del arte poético que hablan por sí mismas. Se optó, por tanto, sustituir las preguntas puntuales por subtítulos que sirvan de guía a sus palabras.
LA JUSTICIA DEL CIERVO
Cuando tenía doce años, jugando con unos chiquilines fui a saltar sobre un gran pozo y al llegar al otro lado me dije: «yo tengo que escribir algo, pero no sé lo que es». Mi vocación empezó así. Cuando terminé el libro La Luz del ojo en el follaje, sentí que había terminado de saldar aquella inquietud que también era un oscuro pozo. Ahora un silencio ensordecedor reina en torno de esa obra. Es la lectura de la Carta IV del Apocalipsis de San Juan al Ángel de las Iglesias de Tiatira; se refiere a la Iglesia en la era de las industrias y de la tecnología. Es una lectura en el oído de las grandes ciudades. Me llevó sangre escribirlo. Hubo un tiempo en que viví como una alucinada, estudiando diferentes versiones de la Biblia. La luz del ojo al que refiere el título pertenece al ciervo, que es Cristo según lo dice San Juan: «como el ciervo huiste habiéndome herido». El ciervo que tiene las patas de bronce fino, no hace ruido y llega adonde está escondido el secreto. Esa luz de fuego de sus ojos es con la que quema el error cuando lo mira, esto es parte de la simbología del libro. Tiene que ver con la culpa, en especial con la culpa sexual que imparte la Iglesia; una culpa que influye en los niños, en la humanidad cuando es niña. En la Carta IV se habla de una mujer, Jezabel, figura que muestra cómo se roba la libertad y la felicidad sexual de las bodas. En el capítulo II de mi libro se dice: «el cuerpo es más que el Hermano Asno, según San Francisco; es más que nuestro compañero, es el objeto de trascendencia, es la materia sacramental. Si en lo sagrado se lo calla, ¿qué se consagra? Reducir el amor humano a materia penitencial en el secreto del confesionario, es una forma de la avaricia de Jezabel». Dicho de otra manera: aún hoy la Iglesia tiene el manejo de esa culpa de lo sexual, lo que implica un dominio de las vidas, de las almas. Soy una convencida de que si el papado reconociera la posibilidad de elegir entre una castidad ofrecida y la libertad sexual se ganaría mucho en el plano de la libertad humana. En las bodas, por ejemplo, se habla de los deberes, pero no se menciona la felicidad sexual de las parejas. Sigue siendo objeto de culpa la unidad sagrada del hombre y la mujer, la Iglesia así lo considera, es terrible eso. De todas maneras, se reencuentre o no la Iglesia con su pueblo, yo creo que la humanidad así, ciega, no puede seguir. Como digo en el prólogo, el hombre tiene por primera vez en la historia la opción de destruir, o no, el mundo. Es necesario que haya una institución, que podría ser la Iglesia transformada, que le diga a la humanidad que hay algo más que la ciencia, algo que reivindique la trascendencia de la vida, la dignidad de la existencia, la divinización de la tierra, ¡cómo nos hemos olvidado de eso!
EL DEVENIR DEL POEMA
Cuando leí a San Juan vi que con el Cántico espiritual se le hacía un favor a la humanidad, revelando el secreto de esa poesía, «ese saber no sabiendo a toda ciencia trascendiendo». Nadie puede avanzar en poesía si no sabe mucho, si no tiene la experiencia. Por más inspiración, intuición, sin el trabajo de orfebrería del oficio, la poesía no existe, necesita de un artista, evidentemente. Pero cuando se agota ese camino y te quedás como manso, en silencio, como esperando, entonces es como si eso que no sabés viniera a vos, y decís las cosas desconocidas. Es como la imagen de los músicos en uno de mis escritos, donde se invierte el movimiento creador. Allí los instrumentos de una orquesta, latiendo al máximo posible de tensión expresiva, llegan al silencio. Entonces la música viene a ellos, que ya no son quienes la interpretan, sino que ésta llega a ellos; así los músicos empiezan a ignorar lo que hacen. ¿Cómo te diré? Cuando el poeta tiene una proyección de que lo que hace excede a la poesía misma, entonces debe estar atento a eso, debe ser como el portero, o como el guía de su propia experiencia interior. Los griegos les llamaban musas. Algo que está más allá de la inteligencia. Henri Bergson dice que por la intuición el hombre conoce lo absoluto. San Pablo habla de la verdad evidente, a la que si llegás profundamente no tiene ya que ser defendida ni atacada. Está ahí, y es como una luz prendida sobre la mesa. Pienso que al poeta, igual que al ciervo, le salen llamas de los ojos, que van consumiendo los alrededores de la cosa. Como pensaba Rimbaud, la poesía es una alucinación de las cosas eternas, es como abrir una ventana y quedar frente a lo eterno. No hay poeta que no se desvele por dar su obra, aun a riesgo de caer en la locura, o de vivir un destino extraño y sentirse aislado. Yo digo que viene una ola y la corona la espuma, y viene otra ola y otra, hasta que llega una grandísima más coronada de espuma que las otras. Así es, viene. Así llegué a un poema dedicado a mi amistad con Jules Supervielle. Se titula “Sueño”. Allí se dice: «cuando me llaman, /mi nombre tarda siglos en llegar. / Las cabras de mi nombre no me encuentran. /—De silencio es el nombre de todo— (…)//—-El día es una carta para mí—. /Vendrá la muerte enérgica/ y cederá la puerta». A él le gustaba mucho y me lo hacía decir cien veces. La relación con él fue preciosa. Viene un día a casa el psiquiatra [Dr. Alfredo] Cáceres, el marido de Esther de Cáceres, y me dice: «Vamos a ver a Supervielle» — él se había exiliado en Carrasco en los años posteriores a la guerra—; “¿yo? —le digo— ¡si apenas sé hablar en francés y tengo tres poemas! Vamos… usted lo va a alegrar», insistió. «Bueno, si lo voy a alegrar, voy». Y fui. Allí estaba aquel monstruo sagrado con sus manos larguísimas y esa bondad extraordinaria. Se paseaba entre los árboles gigantescos. Yo era muy joven, tenía 23 años, él ya era viejito y a veces se sentía muy mal. Él acá no vino como los europeos, “a civilizarnos”, sino a buscar un rincón caluroso lejos de su patria. Me acuerdo que alojaba a Felisberto Hernández, cuando éste no tenía ropa ni comida; era una especie de galponcito, y le decía: «Usted, hasta que no termine El caballo perdido, de acá no se mueve». En realidad, estaba horrorizado de que nadie se diera cuenta del talento que tenía Felisberto. Una vez declaró a L’Observateur: «estoy aquí con Orfila Bardesio y Felisberto Hernández». Y era que estaba con nuestros libros. Él siempre quiso llevarme a Francia, quiso incluso prologarme un libro, pero nunca se lo acepté.
SENSUALIDAD: POR ESE CAMINO ENTRO
Bebí mucho en Delmira [Agustini] y en María Eugenia [Vaz Ferreira], en Juana [De Ibarbourou] mucho menos. Pienso que hay un aspecto existencial, que no digo sea dominio de la mujer, pero donde entra muchísimo la intuición de lo femenino que se anda más por las entrañas que por la inteligencia. Cuando digo que «soy la seda de las cosas» pienso en eso y en el auténtico interés por la libertad y por la realización humana, que quizás está vinculado a la maternidad. Esas dos mujeres mostraron, a principios del siglo XX, las grandes trabas para la felicidad sexual. Siempre me pregunté, ¿por qué no tuvieron ellas, con esa inteligencia y capacidad fabulosa para vivir, la felicidad de poder darse? Obsesionada por eso escribí el libro Ciervo radiante. Mi compromiso era: «yo escribiré el libro de la felicidad del placer sexual». En un verso digo: «Porque la cara del amor cantó mi cara». El hecho es que es un fenómeno que en este pequeño territorio haya habido tantas mujeres poetas. Y debe tener un poco apabullados a los hombres tanta gentileza de las musas con las mujeres. Como decía la Garbo, «es una maldición que no le deseo a nadie»; se refería a compartir la vida con mujeres tan agraciadas, ¿no? Cuando vino de Europa Susana Soca yo había escrito La flor del llanto, un manuscrito al que no daba mucha importancia. No lo había trabajado, estaba tal como me salió. Un día a mi marido se le ocurrió publicarlo, de sorpresa, para mi cumpleaños. Se lo llevé a Susana y me dijo: «Orfila a los místicos les llevó años decir lo que dijeron, y usted me dice que esto lo escribió en una semana». Comentó que yo era una mística; yo dije: «está completamente loca», a mí me encanta la vida, la sensualidad de las cosas, qué voy a ser una mística. Después aprendí la sensualidad fabulosa que hay en El cantar de los cantares, en Sor Juana [Inés de la Cruz]. Y valoro cada vez más la sensualidad. Por ese camino entro. El trabajo de los sentidos es como una puerta por la que se accede a otros mundos, y vas abriendo esas perspectivas misteriosas también a los que te leen. Al respecto de esto [Alfredo] Cáceres siempre decía que me veía sola, «sí, sí, sola con su dios». Él a veces venía y se sentaba cerca del aljibe, allá en Treinta y Tres, donde vivíamos, y yo le contaba lo que me pasaba. «Yo creo, yo creo, contame», me decía. Sin ese ángel no sé si yo hubiera podido seguir…
En El sentimiento trágico de la vida, Unamuno dice que el hombre se engaña con el sueño de la inmortalidad, que es el hambre esencial que tenemos. Uno piensa: ¿cómo puede ser que esa hambre tan esencial no sea saciada? Si yo quiero alimentar mi cuerpo tengo lo que apetezco y se sacia el hambre física, ¿cómo ese Dios va a ser tan demente de negarse a saciarme el hambre del alma? También recuerdo una sentencia de Albert Einstein: «Dios es listo, pero no travieso», me quedo con eso.
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Entrevista realizada en la casa de la poeta, en la calle José Ellauri de Montevideo, en abril de 1995. Ha tenido diversas versiones publicadas: Semanario Brecha, Montevideo, 2/2/1996; Las hojas del diluvio, Barcelona, 1996; Diario de Poesía, nº 41, Buenos Aires, otoño 1997. En el libro Nómades y prófugos, entrevistas literarias, de Luis Bravo, Universidad EAFIT, Medellín, 2001. Revista Lo que vendrá, nº 8-9, Montevideo, octubre 2013. Esta versión ha sido especialmente revisada para la edición: Poesía (1946-2009) de Orfila Bardesio, Editorial Yaugurú, Montevideo, 2019. Texto autorizado por el autor para Malabia / 67.
Orfila Bardesio – Misticismo y sensualidad / Álvaro Ojeda
Según sus propios recuerdos, la necesidad de escribir la asaltó a los doce años mientras jugaba con otros niños. El juego consistía en saltar un enorme pozo llegando indemne a la otra orilla. Es posible imaginar aquella escena infantil con los gritos de excitación, el temor, la alegría del desafío. Consumado el propósito del juego, la futura poeta siente que debe escribir sobre esa experiencia: algo, alguna palabra, alguna vez.
Acaso esa sensación de riesgo, de oscuridad latente debajo de los pies de la niña, de abandono voluntario de una orilla real por otra incierta, pervivió en toda su poesía. Acaso el peligro inmanente, el desafío, la apuesta, sean la misión última del hombre en el mundo y por lo tanto de la poeta, compañera de ruta, compañera entre las cosas. Acaso en ese salto encontró Orfila Bardesio el tono definitivo de su poesía, el tono que evoca y consolida en su último libro –La canción de la tierra– publicado pocos meses antes de su muerte. En el poema “Oración” escribe: “-¿Quieres pedirle algo/ al que nos salpica/ con agua del día?/ -Tal vez le complazca/ la gratitud que sube/ del corazón naciente,/ tal vez para tender/ un puente/ somos llamados/ tal vez para que amemos/ somos amados,/ y el amor sea/ la razón del mundo.”
En 1946, a raíz de la publicación de Poema, el segundo libro de Orfila Bardesio, Idea Vilariño –utilizando el seudónimo de Ola O. Fabre– escribió que en la poeta encontraba: “profundo amor, comprensión, ternura por las cosas y los seres, una vibración espiritual, intelectual, física, que corresponde largamente a ecos más delicados.”
Lo que Vilariño no podía describir era que ese carácter amoroso hacia el universo todo, provenía de una postura religiosa –de re-ligar, de establecer puentes, de conectar orillas– que la llevará a Bardesio a ser la única poeta cristiana y católica de la generación del 45. Del salto infantil sobre el pozo –el real y el simbólico– al extraño diálogo con Dios y con los hombres en ese poema tan cercano a la muerte de la poeta, sobrevive una constante.
Dos orillas, un salto, el misterio insondable del pozo, los puentes que tiende la poesía.
Vida literaria
Orfila Bardesio nació en Montevideo el 18 de mayo de 1922.
Su libro inicial: Voy, con prosas y versos escritos entre los 11 y 16 años, se edita en Montevideo en 1939. El segundo fue publicado en Buenos Aires en 1942 y en su título –La muerte de la luna– se advierte una característica de toda su obra: la generación de metáforas permanentes, en oleadas, muchas veces relacionadas con palabras de cierto prestigio literario a priori que la poeta logra vencer a fuerza de una creatividad frondosa, inusual en la poesía uruguaya. La poeta parece abrevar en el Romanticismo alemán y en el Simbolismo francés, aunque a la hora de la verdad, su desbordada imaginación barre con toda influencia paralizante. En el texto “La adolescente” de su poemario Uno. Libro tercero de 1971, dedicado a la poeta Concepción Silva Bélinzon escribe: “Desnuda, blanca, sola, como los huesos./ Un puñado de hormigas. Unas manchas de lluvia./ Unas puertas. Unas brisas naciendo de sus madres.” Palabras prestigiosas –lluvia, brisas, madres– ampliadas y vencidas por la irrupción de un ritmo cortante y la combinación con otras palabras más toscas, más comunes.
Por los años 40 la poeta escribe, sorprende y convive, en una Montevideo casi parisina, con escritores de generaciones que le anteceden, marcando una constante en su formación y en sus contactos literarios. Así conoció –a instancias del psiquiatra Alfredo Cáceres, esposo de la poeta Esther de Cáceres– a Jules Supervielle, a Felisberto Hernández, Paco Espínola, Joaquín Torres García, Alberto Zum Felde y su esposa, la poeta Clara Silva. Una larga lista de escritores que de alguna manera la ven como un prodigio que debe ser guiado, protegido, mimado. De todas estas figuras y de ese Montevideo con sueños de grandeza y de futuro, dejó pulcra constancia en su libro de crónicas de 2006, El pasado cultural uruguayo. En 1950 se casa con el también poeta Julio Fernández y ambos se trasladan a la ciudad de Treinta y Tres en donde ejercen la docencia en literatura hasta que la poeta enviuda en 1974.
Mientras tanto ha sumado libros a su obra. Su tríptico Uno, iniciado en 1955 y culminado en 1971, muestra la consolidación de su poética. Surgen los animales cargados de simbología religiosa: el ciervo, el cordero, la garza, la paloma. Las menciones permanentes al mundo vegetal: magnolias, hiedras, encinas. Ese mundo natural y objetivo es el que le permitirá trascender en su madurez hacia un misticismo puro y a la vez original. Julio Cortázar en su minucioso ensayo Imagen de John Keats, escrito entre 1951 y 1955 y dedicado al poeta romántico inglés, la cita como poseedora de un lenguaje poético de cierta conexión inefable con los misterios de la vida. Cortázar señala una similitud vital entre Keats y Bardesio basada en la experiencia de dos poetas jóvenes que se remiten a una infancia demasiado cercana pero asombrosamente sabia: “Si este canto produce en su principio la misma sensación escolar pronto se advierte que el poeta ha andado camino, que lo está andando en el poema; el retorno es rico, con noticias y presentes. Ya está como dice Orfila Bardesio: ‘Sabiendo de otro modo, por el orden/ de la encina y la hiedra’.”
El pozo, el juego infantil, el abismo.
Escrituras
La obra continúa. Publica Canción dedicado a sus hijos en 1970, Juego en 1972, La flor del llanto en 1973 y en 1984 el sorprendente El ciervo radiante, quizás su libro esencial. Su poesía experimenta un cambio. Mantiene esa generación de imágenes, pero se acota a versos de menor extensión y mayor densidad. De igual manera esa religiosidad ingenua de los inicios deviene en una fuerte profesión de fe desde el único lugar en que la misma puede profesarse: la duda.
En el poema que inaugura La flor del llanto escribe: “Aquella flor/ con la que hablaba sola de niña/ ¿no eras Tú?/ ¿no era la corola de tu oído?” La pregunta está engañosamente dirigida a Dios, al amado, a ambos confundidos en un solo ser, como en San Juan de la Cruz. En Canción retomará la tradicional identificación entre mar y muerte de la poesía española dándole un giro entre sensual y provocador: “Y olvidado/ –tú, Mar, olvidado, por fin–,/ tal vez gires invisible/ como una lágrima/ por los vellos de los marineros/ que con los ojos habituados a verte/ no te vieron y sin embargo te reclaman/ como si estuvieras obligado/ a comparecer.”
Pero será en El ciervo radiante en donde la figura de Cristo, representada en el animal de cornamenta renovada y poderosa, símbolo de la resurrección y del poder de la vida, tomará dimensión de rotunda existencia. En el poema “El divino ciervo” luego de enunciar sucesivas imágenes del poder terrenal –guerreros, magos, tigres– opta por el único poder que salva, el poder del sacrificio y lo hace con versos memorables que descartan el combate que no sea emprendido: “sino por el guerrero de divina fuerza/ que herido por el tigre se desangra/ y con su misma sangre/ mientras él lo devora/ lo aniquila.”
Si bien en 1989 escribió un ensayo literario-religioso –La luz del ojo en el follaje– denunciando ciertas herejías internas que desvían a la Iglesia de su verdadero rumbo, en su último libro de poemas, el ya nombrado La canción de la tierra, retorna a un espíritu franciscano, de cohabitación amorosa con la naturaleza que redondea una intensidad y una coherencia dignas de la notable poeta que fue. Alaba a Dios desde la pequeñez humana, pero asumiendo que el hombre siempre será la máxima creación divina. “Dios es listo, pero no travieso”, decía la poeta citando a Albert Einstein.
Hay unos versos de Orfila Bardesio que se corresponden con esta especie de amable certeza en la probidad divina: “Si yo quisiera saber/ lo que me espera/ después de la muerte/ ¿me escucharía/ el que me trajo/ a este mundo?/ –si me dijera algo/ que yo pudiera entender/ estaría contenta de saberlo?–”
La poeta falleció el 14 de octubre de 2009. La niña está ahora en la otra orilla del pozo.
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Este artículo fue publicado en el semanario Brecha (Montevideo, 2009), a raíz de la muerte de la poeta uruguaya. Autorizado y revisado por el autor para el presente número de la revista Malabia.
¡Dame mi paso en esa catedral, / mis pies en esa tierra, mi fuerza en sus victorias, / y déjame anidar en el secreto aunque la luz me toque desde lejos!
O. B.
Durante años, coincidiendo con el invierno y la temprana retirada del sol, siempre que visité (nunca antes de las cinco de la tarde) aquel apartamento montevideano del barrio Pocitos, yo sabía que la mayor cantidad de luz, cultura, calidez y afecto los encontraría en el domicilio de Orfila. Y así fue.
En la calle José Ellauri, muy cerca de Bvar. España, los árboles abundantes conocían la profunda mirada de la poeta, que posaba en ellos innumerables senderos para sus reflexiones, proyectos y diálogos. La vivienda respondía al universo bardesiano: dignísima sencillez, contacto permanente con libros, fotografías, música, cualquier vehículo donde la belleza y el humanismo fueran fuentes de vida, soportes del ánimo, horizontes.
Hasta allí fueron mis pasos y los de amistades muy queridas a lo largo de más de veinte años. Allí vivió y trabajó una de las poetas más esenciales de las letras uruguayas e hispanoamericanas y, en lo estrictamente personal y literario, una de las tres o cuatro voces que más me interesaron e interesan de aquel país, cuya poesía escrita por mujeres es de las más relevantes del idioma. Esta es una afirmación nada caprichosa, ni mucho menos “patriotera”, sino avalada por el criterio de lectores extranjeros de primer nivel, que repararon en las cualidades de autoras uruguayas con mayor tino y entusiasmo que la propia y tantas veces sorda sociedad.
En la madrugada de este miércoles 14 de octubre, en su Montevideo natal (había nacido en 1922), fallecía Orfila Bardesio. Sus hijos comunicaron sobriamente por mail la muy triste noticia. Me invadieron el silencio y los recuerdos como si el océano intentara ocupar una pequeña botella de vidrio.
El mes pasado Orfila llamó por teléfono para preguntar si recibí un libro suyo (en agosto envió un volumen editado en la década de los ochenta). Le dije que sí, que ya tenía ese título desde su publicación, y que la carta adjunta me dejó muy contento. La poeta estaba pletórica de energía desde el otro lado de la línea, nada indicaba que aquella brevísima charla sería la última que mantendríamos.
En junio, aprovechando un viaje fugaz a Montevideo (muy pocos días para ver a mis familiares más directos), saqué tiempo de no sé dónde para visitar a Orfila.
Esa merienda final, entrañable como las anteriores, presidida con el característico té, escones caseros y/o tostadas que la anfitriona ofrecía a sus invitados, nos reencontró en un diálogo privado donde nuestra amiga compartió varias opiniones que hoy cobran implacables resonancias.
En determinado momento de la charla Orfila giró su cuerpo hacia un amplio ventanal paralelo a la calle. Sin dejar de mirar en esa dirección, comentó que meses atrás había estado releyendo poemas suyos de distintos libros y que, en general, no llegó a entender el significado de fondo que hizo posible aquellos textos…
Todavía con su cabeza orientada a las vecinas arboledas, añadió que quizás había un único poema que ella podría atribuirse, un texto que seguía considerando sustancial en toda su obra. Hizo varias pausas, bajó la mirada y luego la dirigió hacia mí para preguntarme si podía recitarlo. Algo extrañado, aunque lleno de curiosidad y gratitud, le dije: por supuesto.
No explicó a qué libro pertenecía. Con lentitud, firmeza y el tono más adecuado al poema, Orfila impregnó el ambiente con los siguientes versos:
SUEÑO
Al poeta Jules Supervielle
Mi estirpe es un jardín de hojas profundas
que bajaron a besarse la sombra, con ternura.
Mi antepasado, un elefante
de escandalosa piedra y de roca animal.
— Mi antepasado fue un espacio
ensordecido por el peso —.
Mis abuelos paternos fueron robles.
Mis abuelos maternos, dos manzanos.
Mi madre, el último eslabón de la cadena,
me alumbró de un trigal.
Yo dudé ser espiga o mujer.
Lloré de no poder ser mundo,
y me crecieron largos brazos.
Lloré de no poder acostarme
a ser todo, y el surco, generoso,
entró en mi cuerpo.
¡Hace tanto que vengo!
¡Hace tanto que vengo
que todavía no he nacido!
Mi luz es de una estrella
que no ha brillado aún
y mi día es ayer.
Cuando me llaman,
mi nombre tarda siglos en llegar.
Las cabras de mi nombre no me encuentran.
— De silencio es el nombre de todo —.
Busco las manos mías, para darlas.
Para poder andar en el presente
busco mis pies entre los siglos.
Mis pasos todavía no han llegado a mis piernas.
¡Naufrago en tantos ríos
para encontrar mis lágrimas!
Si a veces digo algo,
es sólo una noticia…
¡tanta distancia me separa de la boca,
tantas palabras, de la voz!
Mis ojos, detrás mío, viajan
entre raíces y animales, apurados,
para que pueda ver cuando me muera.
Mi corazón demora.
Mi cuerpo tiene forma de paciencia
de caracol que espera ante una puerta.
Mi vida es un recuerdo
errante en la memoria de la tierra.
Mi pensamiento aguarda
despertar de su sueño en otro sueño.
Mientras tanto, alcanzadme las cosas
vibrantes del día, vosotros,
hojas de sueños diferentes.
— El día es una carta para mí —.
Vendrá la muerte enérgica
y cederá la puerta.
Apenas superada la magia de aquella audición, traté de expresarle torpemente cuánto me había gustado el poema y que lo recordaba de alguna lectura mía. Pero, al mismo tiempo, yo estaba reconociendo en esos versos, en la forma que la autora los comunicaba, un premonitorio anuncio de despedida.
La sensación ya provenía de su poemario “La canción de la tierra”, publicado este año, y de la puesta al día con su memoria juvenil, con su etapa de formación, en las crónicas aparecidas hace pocos años y que la autora tituló “El pasado cultural uruguayo”.
En ese presente de junio montevideano 2009 “su corazón ya no se demoraba”, sus ojos vislumbraban la puerta, la estrella brillando detrás.
Aquel poema pertenecía a una trilogía, “Uno”, galardonada en cada edición con el correspondiente primer premio del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. En ella descubrí algunos de los mejores poemas que yo haya leído jamás. Sumando el libro “Juego” (1972), estamos ante la columna vertebral de la poesía de Orfila, y ante cuatro de los poemarios más relevantes de la historia uruguaya, aunque quizás debería decir continental o universal.
En su ensayo inédito “Convivio”, el profesor y crítico literario español Jorge Rodríguez Padrón, apuntaba al respecto:
Entre 1954 y 1971 se cumple el trayecto primordial, y central, de la obra de Orfila Bardesio: la realización de un libro escrito en tres etapas que son, a la vez, otros tantos momentos o movimientos (modulaciones) de la totalidad a la cual se refiere su breve y esclarecedor titulo, “Uno”. Todo había comenzado en “Poema” (así, en singular), y este segundo poemario a la misma idea nos acerca: escritura que busca plenitud, experiencia que no debe reducirse a una parte de la vida, ni ambicionar un lugar en la poesía de su tiempo. La propuesta resulta mucho más atrevida que eso, y más renovadora en consecuencia: crear un espacio en donde esta palabra satisfaga su necesidad de ser, centrada en sí misma y en la visión que hace el poema, o los poemas que son el poema. No separar, unirlo todo; pero sin que las unidades menores cedan un ápice en su autonomía, haciendo que confluyan en la mayor que las acoge, abierta maravilla en donde empieza a vislumbrarse el territorio total de la existencia.
La poeta más aislada de la “Generación del 45”, la más fiel a su independencia, la que permaneció durante más de setenta años escribiendo una poesía que nunca le abandonó, se ha ido físicamente hace unos días. Ella fue una de las dos personas que más cartas me escribieron (todas manuscritas) en esta vida, junto a Rolando Faget, también poeta e inolvidable amigo nuestro (nacido en 1941), que se adelantó unos meses en el largo viaje. Ellos no han tenido ni tendrán la repercusión de las partidas de Idea Vilariño y Mario Benedetti (figuras tan notorias de aquella generación) en este funesto 2009.
Pero vuelvo a leer la dedicatoria, la caligrafía firme de Orfila en este pasado otoño montevideano acercándome su último poemario: “con amistad fuerte como la poesía”.
La veo entera entre estos papeles suyos, entre sobres y libros, fotos, pájaros, tierras, cielos y abrazos. Entera en su fe y en su palabra. Poeta verdadera donde las haya. Como así deseo que la encuentren, más adelante, sus nuevos lectores, quienes sabrán quererla.
Para todos entrego unos versos recientes de la poeta, de pie en el umbral, remitidos por sus hijos en este miércoles del adiós.
En adelante, cualquier pájaro hablará de Orfila, de su largo y bello tejido vital, fuerte y hondo, como la poesía.
EL TEJIDO
Ahora
que estoy
tejiendo,
los puntos
me salen
de la sangre
y de los ojos,
los números.
Ahora
que estoy
tejiendo, veo
el tiempo
dar pasos
inevitables
en las carreras,
sola,
por sus relojes
sometida
más que las aves
y los peces,
voy con lágrimas
y nadie se da cuenta
que el tejido
mide mis horas
y son pájaros
de mi vida:
lo que les doy.
Héctor Rosales Barcelona, 18 de octubre de 2009
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Publicado ese mismo año en el semanario Brecha y la revista de la Academia Nacional de Letras (Uruguay), como también en varias revistas literarias de internet, entre ellas, Letralia (Venezuela), Agulha (Brasil) y Malabia (España). Adaptado por el autor en Barcelona, 17 de julio de 2019, para la edición de Poesía (1946-2009) de Orfila Bardesio, Editorial Yaugurú, Montevideo, 2019. Texto autorizado para Malabia / 67