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Número 60

Dialéctica de una niña que flota / Álvaro Ojeda

Incorporación de Tránsito

Dialéctica de una niña que flota / Álvaro Ojeda

1

“Todo arte es a la vez superficie y símbolo”, dictaminaba Oscar Wilde en su famoso prefacio a El retrato de Dorian Gray y agregaba: “Los que quieren comprender el símbolo, corren también su riesgo.” La poeta Tatiana Oroño sumerge al lector en el fluyente símbolo del estuario, que en su libro homónimo, adquiere dimensión de diálogo con las aguas, que conjugadas, confluyen en el estuario mágico del poema. Unas y otras -superficie y símbolo- tocan al lector y lo sumergen, lo conjugan en la lengua del poema, que es lengua materna y propia y recreadora de la vida contra la muerte por medio, a instancias del arte que todo acontecer humano localiza , que todo sistema piadoso registra como se registra el devenir del río que forma el estuario en la geografía humana de las cosas. Este símbolo inmortalizado por Jorge Manrique para siempre en la literatura en lengua española es en Oroño, un flujo dialéctico entre superficie y símbolo, y entre lo que se ve de un estuario –aquí en la estuárica Montevideo- como presencia y compañía, como cuestión central de la vida de la poeta, a saber y a riesgo de no ser taxativo: niñez, maternidad, familia, actualidad y consolidación desarrolladas en cinco partes o estancias -impar es la dicha se sabe- e impar es la dialéctica porque el tres no es trinidad dogmática, es salto a un nuevo desafío. Manrique hablaba de vidas y ríos, muerte y mar y el alma, síntesis de vida y muerte, escurriendo hacia el padre que la dio, que la otorgó como regalo platónico. Oroño dice: “como la flor de tuna” que persiste desde la tierra infame y a la vez misteriosamente eleusina, pese al terror y a la muerte (tuna espinosa, tierra nutriente, flor abierta) abriendo otro ciclo como el estuario abre otro curso de agua que es uno y otro y diferente y nuevo. “Ese esqueleto: un haz de pétalos.” Un nuevo salto a lo que vendrá que fue desde la muerte pero no es sino el grano de mostaza que cambia el universo. Y ese poema abre el libro. Una epifanía cernudiana, Lázaro trunco que abre otra vida; la de la verdad del maestro asesinado.

2

Cuando una poeta con poderosa obra se abre al lector con nuevo poemario, la tentación del que escruta en el texto es tratar de enumerar rasgos, metáforas, reiteraciones cifradas, obsesiones poéticas, y está bien caer en la tentación. Pero cada verso es una nueva posibilidad y en cada verso de Ororño -sobre todo en esos que discurren entre los sugestivos diminutivos y las capciosas expresiones coloquiales- el lector puede perderse, no ya en el bosque, en el sendero que lo rodea.

“interrogo a los ojos de los míos
-de los míos más jóvenes-
y reconozco el nido/nudo del mirar. asomados al mundo
ellos capturan cazan, han asido la presa. asaltan el fanal.
guárdanse el recio eslabón de impresiones.
cómo acopian los bienes del botín me pregunto, mirándolos.
como organizan
la casa del mirar. ¿saben qué miran?”

El poema es la síntesis de todo lo propio, de la pertenencia que por conocida no es menos reveladora a los ojos de la poeta. Técnicamente todo el poema es un logro superior pero como en el caso de Antonio machado, todo discurre con la naturalidad de la vida vista desde el presente, no la zozobra diaria, sino desde la comarca apacible aunque rumorosa. Parónimos, metátesis, hasta las asonantes rimas en “u” se suman a la certeza de que algo nunca se sabrá del todo. Eso es entender la poesía: reconocer que su revelación adviene, acaso en el insólito momento de la serena fuga de la vida (si se da) o en la contemplación de los ojos amados.
Algo albea allí en esa cadena vital, algo nutricio, solitario y a la vez comunitario y desde ese rincón observado, desde ese mirador, rumia la vida, la sucesión.

3

¿Y si después de mirar en los descendientes se vuelve sobre sí misma la poeta, se invagina, se trata de ahuecar en la luz y en el agua y en el aire -la Tierra es el padre- y dice: “respirá hondo, atrapá el aire/ el mar te alza” , se asiste a un nuevo parto asistido a su vez, por comadrón paterno? ¿Cómo se puede ser tan excelsamente sintética sin perder un ápice de creatividad, de poiesis, y contar, poetizar un parto nuevo de una niña que quiere -y es impulsada- a aprender a nadara, a vivir?

Colocados en ese escenario, la voz poética flota, -¿en un estuario?-, y es en sí misma producto de una dialéctica: hija de padre y madre, flota sobre agua pero escruta el aire -¿podemos decir que se ha instituido en la poesía uruguaya una nueva forma de connotar a la poesía, una forma paralela, simétrica a la forma arbórea de Amanda Berenguer, o a la forma de la sospecha en puntas de pie de ese espíritu de la escalera de Circe Maia?, sí, seguramente estamos ante una nueva forma de definición de lo poético y de la poesía que nos regala Ororño- y reza desde la levedad del acto de flotar, del futuro que la llevará a ser eterna náufraga con islotes de querencia amorosa.

Ya está presente en el poema el devenir: “-voces dadas/ muchas playas atrás” con ese guión reflexivo, solitario, sin concluir como corresponde a toda dialéctica salvífica. Honrar la vida alzándose hacia la luz como herencia porque hay una tradición amorosa que te alza, Tatiana Oroño, niña en ciernes de vivir, viviendo ya, parece decir la voz del padre.

¿Y qué hacer sino conmoverse hasta la desazón con este: “(el padre de la abuela/ instruía: que no se hundiera el cuerpo/ no se arqueara/ la columna lumbar: “el flotador: tuy pecho”)”. Se puede intentar despejar ese paréntesis de pequeña cueva cobijada en la conseja, en la oquedad de la voz dulce del relato de la abuela/abuelo, admonitoria y ética: no ha de arquearse para evitar el hundimiento, el pecho guía, enseña y enseña de la vida.

¿Por qué resuenan en este momento en mi cabeza de escrutador de la poeta los versos de Alfredo Zitarrosa en la chamarrita P’al que se va?

La verticalidad de Oroño en su vida, enseña la dialéctica. Ya sabemos cómo ha pagado su quintal de sangre y esfuerzo y maternidad.

Y se suceden abuelas y manos y nietos y bañistas perdidos en las afueras de algo insondable -nueva Newton escogiendo restos traídos a la costa y soportando la inmensidad del universo- y el mundo sigue permanece en el acto de la niña poeta, de la niña que surca el estribo débil de flotar, el verbo de la primera conjugación que impele a vivir, de la tercera conjugación, acaso síntesis, peldaño de un futuro mar incierto, manriqueano otra vez.

Pero hay un final: “en la orilla del mar que no es eterno/ pero burla estaciones” establece la voz poética un resuello infinito y agrega, espacio abajo -ah, la infinita, cruel, connotación de la página en blanco rodeada de sonidos- la veleidosa palabra “dura”.

Es conjugación del verbo durar, ¿o es adjetivo al acecho de dureza, la piedra nada sabe?, medición de un tiempo inasible por mutante, Heráclito renovado en el estuario de Tatiana Oroño, es y será, para que la poesía dure.

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Álvaro Ojeda; Parque de los Aliados, primavera de 2014.