Categorías
Número 54

Dos cuentos cortos / Andrés Caicedo

Dos cuentos cortos de Andrés Caicedo

Dos cuentos cortos / Andrés Caicedo

Destinitos fatales

I

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo largísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá “el cine de calidad” que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: Imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne “porque el ejército de Estados Unidos siempre mata muchos indios”, que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí alguno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día.

Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9,8,7,6.5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.

El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.

El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

II

Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y porqué a todos se les ve el hambre en la cara, porqué, sobre todo al chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico,

III

Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:

– Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?

El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:

– Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además, la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar.

Y el gordo al oír esto se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.



Canibalismo

Hay varias maneras de comerse a una persona.

Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No sé si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el cuerpo humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así nomás, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo al otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mí antes me gustaba muchísimo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no cómo hacen. Yo no sé, si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa (1) de papel y amarrado con cabuya (2), lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo. Era un coronel Rodríguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotito, y con una chucha (3) que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en que consistía ese “extraño estado en que se había hallado el cuerpo”, pero como yo no estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido. No se lo acabaron del todo porque mi coronel ya tenía 52, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca. Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los 35, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.

____________________

(1) Chuspa – Bolsa o morral
(2) Cabuya – Cuerda de pita (árbol tropical)
(3) Chucha – Hembra del perro