“Una vez se dijo, y con razón, que un hombre bien educado puede leerlo todo. Por algo que es natural sólo pueden enfadarse los mayores puercos y los hombres de refinada ordinariez.
Hace años leí la crítica de no sé qué novela. El comentarista se escandalizaba porque el autor había escrito: “Se sonó y limpió las narices”. Eso, según él, atentaba contra la belleza y la sublimidad que la literatura tiene que dar al pueblo.
Las personas que se enfadan por las expresiones fuertes son cobardes, pues la vida les sorprende y precisamente las personas débiles son las más perjudiciales para la cultura y el carácter. Ellos quisieran transformar al pueblo en una multitud de personajes supersensibles, masturbadores de una cultura falsa, a la manera de San Luis, sobre quien se cuenta en el libro del monje Eustaquio que cuando oía que un hombre soltaba sus vientos con estrépito empezaba a llorar y sólo conseguía calmarse rezando.
También hay personas que se irritan en público, pero que sienten extraordinaria afición por los retretes públicos y allí leen las indecorosas frases que hay escritas en las paredes.
No podemos pedirle al tabernero que hable como las señoras refinadas y toda una serie de personas que desearían transformar la República checoslovaca en un gran salón con parquet por el que habría que ir en frac y guantes y donde se guardarían las delicadas costumbres del gran mundo, bajo cuya cubierta los finos lobos podrían entregarse a los peores vicios y excesos”.
Así cerraba Jaroslav Hashek la primera parte de su libro “Las aventuras del valeroso soldado Schwejk” (ver artículo de Jorge Rodríguez Padrón en este número). El libro fue escrito entre 1920 y 1923, año en que la muerte sorprendió al autor impidiéndole terminar la segunda parte, completada por el también escritor checo K. Vanek.
El debate que abren las palabras de Hashek no nos es ajeno hoy, aún continúa.
Tomamos del libro Las masas y las lanzas de Abelardo Ramos el capítulo del mismo nombre. Es el tercer acercamiento al historiador revisionista argentino. La razón está en sus propias palabras: “Toda política es el coronamiento de una concepción total del país donde se aplica, la concepción actual de un pasado implícito en esa política y en cierto modo la continuación moderna de una lucha lejana”.
La memoria es fundamental en la actividad cultural. Nunca sabremos quiénes somos si no conocemos la historia de nuestro lugar en el mundo.
Dedicamos este número al cuento. Decía Cortázar que una novela es como una película, puede desarrollar sus elementos parciales de forma acumulativa, mientras un cuento es como una fotografía, fija esos elementos dentro de determinados límites.
Especial atención merece Andrés Caicedo, autor colombiano dueño de un gran talento, que se suicidó joven.
Los hermanos Robertson pertenecían a esa falange de viajeros ingleses que el Imperio derramó generosamente sobre el Nuevo Mundo; eran comerciantes, diplomáticos y espías, todo a la vez, el ojo viajero de una raza enérgica y experta.
Sus recuerdos, memoriales e informes han permitido reconstruir el pasado argentino en detalles sugerentes que muchos hijos del país desdeñaron evocar; pues un pueblo sólo comienza a escribir memorias en su madurez histórica. Un día los hermanos Robertson llegaron a la tierra purpúrea y describieron irónicamente la persona del gran caudillo oriental:
“¿Qué creéis que vi? Pues al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de novillo junto al fogón encendido en el suelo del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa… Tenía alrededor de 1500 secuaces andrajosos en su campamento, que actuaban en la doble capacidad de infantes y jinetes”.
Esa visión puramente europea y ahistórica de la originalidad nativa en las horas iniciales de un pueblo ya era inadecuada para los hijos de Albión: cuando todavía vagaban por las islas británicas bárbaros con hacha de piedra, los árabes habían recreado la matemática y la astronomía y los vástagos de la América desconocida concebían religiones solares, acueductos, artesanías, músicas y una literatura legandaria.
Si los ingleses así juzgaban la poderosa figura de Artigas, resulta inaudito que los propios latinoamericanos de la posteridad hayan adoptado los juicios de los mercaderes extranjeros que nos conocieron, y que la historia argentina, frente a sus caudillos populares, viva prisionera de las interesadas mistificaciones ajenas. Pero la noción misma de verdad es un producto variable de la historia en movimiento. Las clases sociales dominantes son las que imponen en cada época su regla de valores. Está muy lejos de nuestro ánimo ejercer el método de señalar los “errores” de apreciación en que incurren los historiadores de ayer y de hoy sobre la historia de los argentinos. Cada juicio transmite diáfanamente los intereses sociales y políticos de quien lo expresa. De ahí la importancia que reviste describir con toda objetividad las opiniones de las diversas escuelas históricas, que son, en último análisis, escuelas de partido.
La época de las masas y las lanzas abraza setenta años de nuestra historia, el ciclo capital de nuestras disensiones civiles. Observemos incidentalmente que nuestras “guerras civiles” lo son hasta cierto límite. La participación en ellas de Buenos Aires, asociada estrechamente a los intereses extranjeros, confiere a estos conflictos un sentido que trasciende los marcos estrictamente internos. Preferiríamos llamar a estas luchas “guerras nacionales”, tanto por sus participantes como por sus fines.
En pocos momentos de la historia universal, que tantos hechos dramáticos ha proporcionado a la literatura, se encontrarán episodios más seductores y criaturas tan poseídas de “epos” novelesco como los que encierra nuestra propia historia. Sólo la paciente mediocridad oficial y sus medallones escolares han podido infundir a los argentinos desde su infancia una indiferencia tan profunda hacia el pasado de su pueblo como el que se advierte con toda evidencia en nuestros días. Esta opacidad requiere una explicación. Yacen razones profundas en ella que surgirán naturalmente de este relato a su debido tiempo. La consideración oficial de la palabra “caudillo” la ha relegado a una sinonimia puramente injuriosa. Los héroes de las masas y las lanzas han sido lapidados por la oligarquía triunfante. Gauchos, caudillos y montoneros fueron degradados a la condición de ladrones de ganado, de meros delincuentes armados, indignos de análisis. Las arengas ecuestres de los próceres adictos bastaron para narrar una historia confusa y heroica, simplificada hasta el hastío con fórmulas en las que todo el mundo ha dejado de creer: barbarie o civilización, mayo y caseros, organización nacional o anarquía, libertad o despotismo.
Veamos por orden el juicio de la historia oficial y de sus variantes modernas. Para Mitre, el más importante agente de la pligarquía porteña, la historia no constituía una ciencia aérea sino una rama literaria de la política militante. En una carta a Vicente Fidel López decía:
“Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones contra los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.
En cuanto a López, historiador del más amplio vuelo y vitalidad, porteño asimismo, escribía:
“Los caudillos provinciales que surgieron como la espuma que fermentaba de la inmundicia artiguista, eran jefes de bandoleros que segregaban los territorios donde imperaban a la manera de tribus para mandar y dominar a su antojo, sin formas, sin articulaciones intermedias, sin dar cuenta a nadie de sus actos, y constituirse en dueños de vidas y haciendas”. Guiado por su peculiar ceguera porteña, López añade: “Artigas fue un malvado, un caudillo nómade y sanguinario, señor de horca y cuchillo, de vidas y haciendas, aborrecido por los orientales que un día llegaron hasta resignarse con la dominación portuguesa antes que vivir bajo la ley del aduar de aquel bárbaro”.
De las opiniones de Mitre y López se han nutrido la literatura histórica oficial, los textos de los tres ciclos de la enseñanza argentina y la cátedra de historia del Colegio Militar de la Nación; en cuanto al Colegio naval, la formación histórica de los cadetes no hubo menester de textos ni de cátedra: hecho inaudito, carecen en sus programas de cursos sobre historia argentina. Ahora bien, los partidos políticos y tendencias políticas del país han vivido esclavizadas de esta mortal leyenda. El Dr. Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista, escribió en “La teoría científica de la Historia”:
“Las montoneras eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores de las ciudades … pretendían paralizar el desarrollo económico del país y mantenerlo en un estancamiento imposible”.
¡El político científico! ¡El “maestro” del socialismo! Teórico de la antigua izquierda en el ciclo inmigratorio, Justo arrastró toda su vida el lastre positivista y su respeto por los hechos consumados. Tenía una incapacidad orgánica para entender América Latina en toda su barbarie y para emplear las categorías marxistas que habrían develado el enigma de esa barbarie. Se había formado bajo la influencia dominante de las cooperativas belgas y del parlamentarismo inglés, de las vacas australianas y de los pollos yanquis, con un respeto reverencial a las estadísticas y un indisimulado desprecio por las razas oprimidas. Era un Kipling prosaico, un admirador pequeño burgués del Hombre Blanco. Sus ideas históricas las tomó prestadas del mitrismo, como casi todos los partidos y tendencias políticas del país. Socialistas, stalinistas, radicales, liberales y hasta ciertos nacionalistas rindieron homenaje a esa convención inviolable que excluía a Mitre de las disputas históricas.
Pero esa “incapacidad orgánica” de Justo para entender el país se derivaba de que las ideas dominantes de su tiempo estaban impuestas por la hegemonía anglo-porteña en el Río de la Plata.
Los comunistas de Argentina, por ejemplo, serían inexplicables desde el punto de vista puramente político si se desconoce su posición ante la historia nacional. Toda política es el coronamiento de una concepción total del país donde se aplica, la concreción actual de un pasado en ella implícito y en cierto sentido la continuación moderna de una lucha lejana. Si se desea saber, por ejemplo, cuáles son las razones fundamentales que movieron al partido comunista a sostener a Braden en 1945, será preciso conocer su opinión oficial sobre las montoneras criollas de hace un siglo, predecesoras naturales de los argentinos del siglo XX que intervinieron decisivamente en las jornadas de octubre de 1945. Juan José Real ha expresado la posición formal del Partido Comunista, o dicho en otros términos la visión mitrista del stalinismo.
En su libro “Manual de Historia Argentina”, Real expone las ideas históricas oficiales del Partido Comunista. La identificación entre los stalinistas y el mitrismo es completa. Para Real el general Juan Bautista Bustos es un hombre “fatídico” (pag 138); en cuanto a la guerra civil del año veinte:
“… el pueblo asiste indiferente y asqueado a estas luchas (pag 311); han errado los que han atribuido a los acontecimientos del año veinte altas finalidades político-sociales y un contenido democrático-popular que no tenían. Fue un episodio –nada glorioso, nada popular- de la lucha que se desarrollaba entre las fuerzas ligadas a la ganadería del litoral y las mismas fuerzas porteñas que habían luchado contra la primera Junta…” .
Ridiculiza la magnitud de nuestras guerras civiles y después de mencionar el número de combatientes de Ramírez y López (1.600 hombres) agrega:
“A eso se reducían las famosas “masas” que tanto han dado que hablar en nuestra historia. Estas “masas” se irán achicando a medida que la guerra civil se desarrolle”.
En historia, como en política, el stalinismo persiste en no ver a las masas, ni en 1820 ni en 1945. Es una verdadera obsesión.
A estos “marxistas” liberales se impone oponerles el pensamiento de Alberdi, un liberal del que pueden aprender mucho los verdaderos marxistas:
“Los pueblos, en aquella época, no tenían más jefes regulares y de línea que los jefes españoles. No podían servirse de éstos para hacerse independientes de España; ni de los nuevos militares que Buenos Aires les enviaba, para hacerse independientes de Buenos Aires. Alguna vez, temiendo más la dominación de Buenos Aires que la de España, los pueblos se valían de los españoles para resistir a los porteños, como sucedió en el Paraguay y el Alto Perú; y enseguida echaron a los españoles sin sujetarse a los porteños. Más de una vez Buenos Aires calificó de reacción española lo que, en ese sentido, sólo era reacción contra la segunda mira de conquista. ¿Qué hacían los pueblos para luchar contra España y contra Buenos Aires en defensa de su libertad, amenazada de uno y otro lado? No teniendo militares en regla, se daban jefes nuevos, sacados de su seno.
Como todos los jefes populares, eran simples paisanos las más veces. Ni ellos ni sus soldados, improvisados como ellos, conocían ni podían practicar la disciplina militar. Al contrario, triunfar de la disciplina, que era el fuerte del enemigo, por la guerra a discreción y sin regla, debía ser el fuerte de los caudillos de la independencia. De ahí la guerra de recursos, la montonera y sus jefes, los caudillos; elementos de la guerra de pueblo; guerra de democracia, de libertad, de independencia. Antes de la gran revolución no había caudillos ni montonera en el Plata. La guerra de independencia los dio a luz, y ni ese origen les vale para obtener perdón de ciertos demócratas. El realismo español fue el primero que llamó caudillos, por apodo, a los jefes americanos en que no querían ver generales”.
De izquierda a derecha, y en la práctica viva que no miente, la historia argentina resulta así polarizada en la literatura ultrajante fundada por Sarmiento. Los partidos de hoy reproducen la visión histórica de los partidos de ayer, fundados en las mismas clases sociales de la ciudad puerto. Mitre, López, Justo, los comunistas actuales, ninguno falta en este cuadro de unanimidad asombrosa. El panorama se completa si incluimos en él a un nacionalista proto porteño, admirador de Juan Manuel y de la cultura greco-romana. Héctor Sáenz Quesada describe así, irónicamente, el país: “tal cual era: pampa y travesía; gauchos melenudos de pies de loro y plebe africana de goteras adentro; aldehuelas insolentemente erigidas en capitales de provincias; el general Peñaloza jugando al monte con sus coroneles echados sobre un poncho, y en el cuarto vecino, híjar por medio, su mujer y el chinerío durmiendo la siesta en camisa; los Taboada, sobrinos de Ibarra, dueños de la única tienda de Santiago, impidiendo con las milicias que se instalen competidores; el tío analfabeto de Artigas peleándose borracho en las pulperías; Otorgués vejando a Montevideo hasta la desesperación; el capitán Guerra de Dolores, tendiendo el recado una noche bajo algarrobo y despertándose al día siguiente sin percatarse que estaba en plena Plaza Mayor de La Rioja; el solazo, el viento, la sabandija, el mío-mío, el desaliño, el degüello y el carcheo. Y la ciudad porteña, con vista al mar y a la civilización, defendiendo con su “gente decente”, a pesar de todo, la cultura europea contra la guaraní, la quechua o la sudanesa…”
El fundamento profundo de esta coincidencia entre tendencias en apariencia tan dispares, debe buscarse en el sistema oligárquico –de ayer y de hoy- encontró en la ciudad de Buanos Aires su plataforma material, su nexo con el capital extranjero y con su poderosa influencia cultural. La ciudad-puerto, desde los tiempos de la pandilla del Barranco, concentró en sus límites la mayor parte de la riqueza y la cultura del país, del cual se nutría, y este hecho fue decisisvo para la modelación de los partidos políticos y la falsificación de la historia. Foco de civilización vuelto de espaldas al país hambriento, Buenos Aires fue durante más de un siglo la Shangai, la Calcuta, Río o Saigón de América latina, plataforma dilecta de los intereses antinacionales.
Para perpetuar sus privilegios presentes, los partidos debieron modificar el pasado, y al difamar a las masas populares de ayer, justificar su alejamiento de las masas populares de hoy; unos con argumentos liberales, otros con grotescas imitaciones verbales del materialismo dialéctico, pero todos unidos en el designio de proscribir de la vida histórica real a la multitud creadora. Ayer gaucha, montonera o “bárbara”, luego simple peonaje realengo y hoy clase obrera industrial, esas masas populares argentinas reactuaron sobre la historia escrita y dejaron su marca en la historia verdadera, aquella que está por escribirse y que la inteligencia revolucionaria debe generalizar sin miedo en una nueva formulación que abrace al país desconocido.
Para describir la época terrible de las masas y las lanzas, revélase necesaria la exposición somera de la situación política por que atravesaban las viejas Provincias Unidas del Río de la Plata cuando la independencia las enfrentó a su nuevo destino.
Hablo de Jaroslav Haschek (1883-1923), ese escritor checo, bohemio y extravagante primero, disciplinado revolucionario después, cuyo nombre se halla ligado, para siempre, al de Josef Schwejk, aquel “valeroso soldado” a quien diera vida –y sobre todo, voz- en el trasiego de cerveza y humo de alguna de las mil tabernas de Praga, hacia el 17 del siglo pasado.
Hace poco, he visitado aquella ciudad. Entre otras cosas, para acudir a la cita que –en su despedida- propone el soldado Schwejk (“a partir de las seis, en el Kelch, en Na Bojischti”), y que su compinche Woditschka, zapador fanfarrón y pendenciero, aceptó sin dudarlo un instante: “después de la guerra, a las seis de la tarde” –grita desde “una esquina de la segunda línea de barracones”. Allí, exactamente en Na Bojischti, hallé al menudo y parlanchín de Schwejk, con el bruto de Woditschka, que hablaban y hablaban sin parar. Volvía a verlos, después de tanto tiempo; y con ellos recorrí hacia atrás la sugestiva peripecia del soldado, tal como la cuenta Haschek: larga y enmarañada peregrinación desde su Bohemia natal (también la del autor) hasta unos sórdidos alrededores de Viena, orillas del Leitha, con la guerra ya en el desconcierto de sus amenes.
Pobre Haschek, entregado al minucioso relato de las andanzas del pobre Schwejk. Todo un esfuerzo creativo, en un mundo que se desmoronaba sin remedio: fusil o pluma, para él, la misma eficaz herramienta. Y tanto. Pobre Haschek, no le alcanzaría la vida para asistir a aquella cita; pero nos dejó a sus criaturas inolvidables en la esperanza del reencuentro. Haschek como Schwejk, en el centro de la literatura checa; pero más, en la conciencia popular del verdadero corazón de Europa, y en tan delicado momento: ajustan cuentas con el imperio caduco, con el absurdo de los sistemas de poder, con quienes, para despojarlos de su cultura, de su lengua y de su identidad histórica, habían sembrado discordia y desconfianza entre los pequeños orgullos patrios de tan menudas nacionalidades. Una paradoja que nos es familiar. Pero nuestro escritor y su criatura –que es él mismo, repito- se zafan de la gravedad y profundidad intelectual que animan la escritura densa y reflexiva de Kafka, de Musil, de Broch, en idéntica coyuntura. Haschek recupera la comedia grotesca y le introduce la sacudida irónica de una voz que vuelve del revés toda fraseología política y burocrática, en una parodia corrosiva. Imagen deformada la suya (razón y fuerza crítica del expresionismo) para despreciar, para ridiculizar aquel espíritu heroico, justo cuando saltaba por los aires, aquel entusiasmo romántico que se extinguía ya para siempre.
Hablar, idéntica imparable rebeldía que escribir. “Esta novela –confiesa su autor- no es un medio de pulimiento para salón de tertulia, ni un manual instructivo (…). Es una imagen histórica de cierta época”, que discurre –y de ahí su valor- por la delgada línea donde el parloteo chistoso y la ironía de la verdad son lo mismo; así, la realidad queda sin máscara y en situación muy comprometida. No una palabra que exige cumplimiento; humor espontáneo y liberador con el que se crea ese desconcierto único que consiste en llamar a las cosas por su nombre. Todo comienza, pues, con la sorpredente naturalidad –lógica aplastante- con que se recibe la noticia del magnicidio de Sarajevo (ni sus graves razones, ni sus trágicas consecuencias importan aquí; o importan de otra manera). El suceso pone en marcha al pobre Schwejk, que ni sabe… Bueno, no. En la aparente tranquilidad de su andar cotidiano, en sus amables conversaciones con esa gente vulgar que no tiene más cosa (ni menos) que su propia vida, conjura con su palabra el drama aquel que, siempre un poco más allá de donde él se halla, se cumple en todo su horror.
Drama de la Europa de las naciones –amistadas o enemistadas, según conveniencias-; de la Europa negada a aceptar la confluencia de mundos y culturas y lenguas que la han hecho, sin los que no hubiera sido, y justamente en el perímetro que delimita el viaje de nuestro “valeroso soldado”. Como si lo viera ahora mismo, con sólo sustituir cantidades iguales. Digo, en este momento tremendo que atravesamos, y con la unión entre manos. ¿Por qué no, en su lugar, como se deduce de la lectura de Haschek, una fecunda concurrencia que es su natural condición? Adviértase cómo, en aquel mundo vuelto del revés (tal vez éste), nada puede ya sorprendernos (“Cuando se vive en una época tan peligrosa en que se dispara contra un archiduque, a nadie puede extrañarle que le lleven a la Jefatura de Policía”); cómo, en una guerra donde no valen ya coartadas heroicas o patrióticas, qué otra evidencia sino la desesperanza (“en la remota lejanía de la historia descendía sobre Europa la verdad de que el mañana destruirá los planes del presente” –apostilla Haschek, en un determinado momento. Téngase en cuenta).
Sin embargo, nuestro “valeroso soldado” resiste al pesimismo; afronta su destino con decisión y cada una de sus acciones dejará en evidencia tanta prosopopeya. Y no por el hecho de ser un cualquiera, cuya ternura o su debilidad nos enternezca; porque –miseria por miseria- la suya de superviviente resulta más verdadera. Sobre la guerra y sus avatares acaban por leerse anécdotas de poco momento; el “inocente, suave, humilde y tierno calor de [la] mirada” de Schwejk desbarata, una y otra vez, el orden burocrático de “reglamentos e instituciones, peticiones de informes y disposiciones”, o la rigidez militar prusiana, ya sólo caricatura, o esa otra, clerical, minada por la corrupción. Necio, que no pícaro, Schwejk no hace gala de un particular arte de ingenio: le basta con decir la verdad para que veamos, bajo semejante disparate, tanta brutalidad, tanta desconsideración hacia el otro, a quien se humilla de la manera más sangrante y con total impunidad; para señalar la premeditada construcción de un escenario de terror que mantenga a la comunidad en permanente sobresalto (“hay que sembrar el pánico, para que el duelo sirva de algo”).
Entonces, uno se detiene en la lectura, mira alrededor y observa con inquietud que nada ha variado desde entonces, ni aun tras tamaña tragedia; que en ese mismo centro adonde confluyen desde siempre las venas culturales de Europa, la desconfianza permanece, la intolerancia frena la comunión que esperaríamos, el mestizaje que vendría a decirnos quiénes somos de verdad. Allí, y desde idénticos puntos de referencia, se siguen limando hoy los cimientos que nos constituyen, por más que el corrosivo humor del valeroso Haschek nos lo hubiera advertido. Quizá lo abandonamos muy pronto, en el anaquel de los libros leídos, como si memoria no fuera. Y se trata de una palabra en la que autor y criatura se entregan con todas sus consecuencias. Hablar siempre ha sido peligroso aquí, con tanto tribunal y tanta policía y tanta chusma denunciante. Peligroso, sobre todo, cuando la voz se alza frente a la convención de una “belleza y sublimidad que la literatura tiene que dar al pueblo”; lo que oímos (más que leemos) en esta novela ejemplar, encuentro y cruce de voces, de identidades, en una peripecia que establece su diferencia, esa rebeldía que no conviene olvidar, aunque el pobre Schwejk ni se entera. O tal vez sí: nunca se sabe.
En vez de la continuidad convencional de un relato; escenas donde los personajes sobre todo hablan (“Sólo digo lo que Schwejk cuenta”, señala Haschek). Cuento del cuento, pues; hablar que multiplica la vida, y la prolonga al final, en medio de aquel torbellino de violencia y muerte que los arrastra. “Callar equivale a morir y los personajes (…) rivalizan a su vez entre sí para asumir la palabra salvífica” –como explica Juan Goytisolo de Las Mil y una Noches. Dicen lo que han oído a tantos; y en vez de contundencia asertiva, su discurso es un desesperante andarse por las ramas… Quien emparentó a Haschek con Rabeleais, bien supo lo que hacía; como quien lo acercó a Cervantes. Porque, aquí, también el diálogo supone dependencia y complicidad entre los personajes que se juntan para hablar, mientras transcurre ese viaje que no los lleva a otro lugar sino hacia ellos mismos. De nuevo, la certera ironía de Haschek: Schwejk, en su anábasis, anda “constantemente en la misma dirección (…) [se abre] camino a través de paisajes desconocidos, rodeado de enemigos (…) como Jenofonte o como (…) las estirpes de bandoleros que vinieron a Europa de Dios sabe qué lugar del Caspio o del mar de Azov”; seguro que trajeron con ellos esta milenaria tradición de la palabra. ¿Habrá que explicar mucho más?
Hacía diez días que girábamos en la órbita lunar. Hacia un lado y hacia otro de la escotilla solamente divisábamos el intenso, infinito espacio azul universal.
No experimentábamos ni calor ni frío. No sentíamos ni hambre ni sed. No padecíamos trastorno o enfermedad alguna. No nos dolían ni los cabellos ni los dientes. No había ni oscuridad ni luz. No hacíamos sombra. Cuando dormíamos no soñábamos. Allí, jamás anochecía ni amanecía. Un plenilunio continuo. No había ni relojes ni fotografías. Podíamos dormir o estar despiertos. Nadie se vestía ni se desvestía.
A los diez días, Silvio me suplicó que le contara alguna historia. Pero yo había perdido la memoria.
― Inventa algo –me imploró. Sin embargo, en la esterilidad del espacio, girando siempre alrededor de la luna, no pude inventar nada.
― Háblame –me dijo entonces. Yo busqué una palabra que estuviera escrita en alguna parte de la nave y que yo pudiera pronunciar. Fue inútil: las máquinas ya no necesitaban instrucciones: funcionaban solas. No había nada escrito en ninguna parte y que yo pudiera leer. A ambos lados de la escotilla, solamente el espacio azul universal. No experimentábamos ni calor ni frío. No sentíamos hambre ni sed. No padecíamos trastorno o enfermedad alguna. No había ni oscuridad ni sombra. Los sonidos eran pequeños, débiles, atenuados. No necesitábamos acostarnos o ponernos de pie. Podíamos dormir o estar despiertos. Nadie se vestía o se desvestía.
Al final, con todo mi esfuerzo, pude pronunciar una palabra.
― Piedad –dije.
Cristina Peri Rossi (Del libro “La tarde del dinosaurio”, Plaza & Janés, Barcelona 1985).
Las mayores elevaciones del Ecuador están situadas en la zona de la Sierra Central. Allí se encuentran las provincias de Cotopaxi, Bolívar, Chimborazo y Tungurahua.
En esta última se encuentra la ciudad de Ambato, capital de provincia, situada a 2600 metros de altura sobre el nivel del mar, pródiga en frutas y flores, tapices (los famosos tapices «salasacas», fabricados por el grupo indígena del mismo nombre que llegó desde la región de Bolivia a la de Tungurahua en la época de los Incas).
Ambato es una ciudad encerrada entre montañas, agradable, provinciana, serena y compleja como puede serlo una ciudad andina del norte de América del Sur.
Como suele suceder en estos casos hay mucho para ver o hay muy poco para ver, dependiendo de la disposición y la actitud inquisitiva del observador. Los turistas no avisados siguen de largo por Ambato, en busca de la más pintoresca y cercana población de Los Baños, donde compran artesanías a mitad del precio con respecto a la capital del país, Quito, y adquieren por sumas irrisorias los auténticos «sombreros Panamá» cuya denominación, como todo el mundo sabe, es otra de las flagrantes contradicciones del continente latinoamericano: los sombreros Panamá son oriundos del Ecuador.
Pero el que busca, encuentra. El viajero avisado e inquisitivo a poco de recorrer las calles de esta tranquila capital provinciana se encuentra con una de las siete maravillas del realismo fantástico latinoamericano. Una maravilla desconocida por completo, por cierto, para los folletos turísticos, los libros de Historia y aún para la enorme mayoría de los pobladores de las grandes ciudades del Ecuador, Quito y Guayaquil. Se trata de un pequeño museo de Historia Natural alojado en el edificio y colegio Bolívar, frente a una de las principales plazas de la ciudad de Ambato. Allí, alojada prolijamente en frascos de formol y regularmente iluminada en vitrinas de casi dos metros de alto, se encuentra una variopinta galería de monstruosidades biológicas, dignas de haber sido tomadas como fuente de inspiración por Brueghel, el Bosco, Goya o Dalí.
Los animales monstruosos del museo del colegio de Ambato incluyen los consabidos terneros de dos cabezas, pequeños cerditos con un hiperdesarrollado apéndice nasal en forma de trompa de elefante, corderos siameses embalsamados que con sus cuatro ojos de vidrio castaño contemplan inmóviles el horror del espectador, gallinas de tres patas, enormes caparazones calcáreos de caracoles marinos que quién sabe cómo fueron a parar a las cumbres más altas de los Andes, y un sinnúmero de reliquias monstruosas sumergidas en formol que alguna vez estuvieron vivas y respiraron sobre la tierra.
¿De dónde habrá salido tanta maravilla bizarra, de dónde tanto ingenio torcido y abstruso? ¿Cómo habrá ido a parar a Ambato esta circense parafernalia biológica, horror y hermosura de una naturaleza aburrida de su propia regularidad?
En la sala central de este pequeño museo del colegio de Ambato se encuentra un elefante embalsamado de mediano tamaño. Hace muchos años un circo llegó a Quito, y de Quito atravesó por caminos de montaña la provincia de Cotopaxi, pasando por las poblaciones de Saquisilí, Latacunga y Pujilí, llegó finalmente a Tungurahua e instaló la remendada e inmensa lona de su carpa en Ambato. El elefante llegó cansado, exhausto de ver tanta montaña, tanto pico nevado. La noche misma del arribo los cuidadores locales, contratados en la misma ciudad por el dueño del circo, le dieron de cenar al elefante algo malo, tan malo que el elefante murió, tan malo que la muerte fue casi instantánea y cuando el veterinario llegó, convocado de urgencia por el domador, ya no había nada que hacer.
El veterinario certificó la defunción del paquidermo.
La mole de carne se pudriría, echaría un olor espantoso y atraería las moscas.
Para enterrar el cuerpo debía cavarse una fosa de por lo menos cinco metros de diámetro y tres metros de profundidad en el pedregoso terreno andino. El dueño del circo no estaba dispuesto a distraer el trabajo de varios días de dos jornaleros para semejante tarea, de modo que después de pensarlo un poco y bajo el influjo de la inspiración que le brindaron algunos lugareños, testigos presenciales de la tragedia animal, decidió donar el cadáver a la municipalidad y a tal efecto convocó al presidente de la Comisión Honoraria del Ayuntamiento y, mediante la contribución de unos muy escasos dineros, lo convenció de la oportunidad y conveniencia del donativo, que sin duda alguna acrecentaría de manera significativa el acervo histórico cultural de la ciudad de Ambato.
La comisión del Municipio decidió a su vez donar el elefante al museo del colegio de la ciudad para que dispusieran medidas apropiadas y urgentes para su conservación a efectos de poder exhibirlo con orgullo en su sala central. Así, Ambato tuvo para siempre su propio y auténtico elefante embalsamado en medio de los Andes, almuerzo, merienda y cena de miles de generaciones de polillas durante muchos decenios.
La flaca no podía hablar. Tenía la boca empedrada. Dentro de cada ojo su mirada desmoronada buscaba entre nosotros alguna forma de razón. Memoria incierta de gestos, rostros y voces.
Reconocía las preguntas y murmullos de los amigos que rodeábamos la cama mientras su cuerpo empañado intentaba desterrar los momentos vividos. Despertaba con la memoria de algo. Un cierto gusto de la desgracia. Un costado absurdo que sabía a muerte.
La boca pedía un vaso de agua. Las manos clamaban por un cigarrillo. Temblaba como si el miedo le atropellara todo el cuerpo. Sitio inevitable de los recuerdos y la desesperación.
Aún no acertaba con todo aquello que tenía un sesgo de accidente o una idea de operación quirúrgica. Las imágenes anestesiadas en su retina, huían hacia formas imposibles de refracción. Pertenecían a una jauría de espejos donde nada era igual o parecido.
Tal vez fuera el recuerdo de una violación. Inciertas lágrimas se enhebraban a las preguntas envueltas en ansiedades demasiado toscas, demasiado urgentes de su padre. Pero la flaca sabía. Su cuerpo reconocía el sabor pesado de la sangre. Una precisa sensación de coágulos manchaba su pensamiento. Una patada en el rostro aún castigaba sin doler.
Ahora debía expiar los recuerdos. Debería componer las palabras en un lenguaje audible. Recoger los pequeños aciertos de su voz que subía entre nudos de estopa. Su padre le alcanzó un vaso de agua. La María encendió dos cigarrillos tal como era su costumbre anclada en rito de amistad. Los otros, es decir nosotros, desdibujados en la penumbra de la habitación, cerramos los sonidos mientras alguien, desconociendo el motivo, apagó la luz de la lámpara. El relato llegó.
Estábamos en el apartamento de Mary. De pronto escuchamos los golpes en la puerta. Abrimos. Ellos entraron. Se la llevaron. Ya está, agregó de sí. Ya está susurró desde otro lugar. Ya está pero cómo explicar que estuvo ahí por costumbre de casualidad. Cómo decirle a los otros, su padre y los amigos, que estuvo por ahí mateando y los libros comentados, la música de otro tiempo y otra ciudad cenit de la memoria. Cómo explicar explicar explicar. Y la trampa de las horas que se deslíen. El peligro de una madrugada que no se debía compartir. Las palabras que ya no asistían el futuro de los días. Cómo decir que estaba ahí conociendo de antemano las señales donde ambulaban ciertos presagios en el fondo anhelados por si acaso el conjuro fuera posible. Cómo explicar el suicidio del gato, el rechazo de Mary a la citación de la federal, los consejos de la flaca para un inalcanzable exilio. Cómo ocultar que en el fondo de esas horas trucadas esperaban los golpes inconfundibles. Esperaban el tumulto de sombras que de pronto clavarían los días en un eje perceptible mutando el tiempo de la espera en un trámite, un número, un lugar y una cita prefijada. Pero aún en el tránsito de pesadilla que está por ocurrir, de sensaciones enmarañadas, aún la flaca no comprendía ni podía explicar por qué estaba ahí. En ese lugar. En aquella cama. En su cuerpo deshabitado de palabras. Por qué estaba ahí en silencio y testimonio.
Pasaban horas componiendo días que tenían el color de los moretones violáceos. Espacios donde el tiempo se comportaba en forma extraña. Estiraba las pausas o abrupto, acortaba las fases del día.
La noche de pronto sorprendía la sombra de los muebles y la ventana o sólo transcurrían unos segundos luego de una tensa espera. El tiempo como un riesgo atropellado por un suceder de alguien desconocido. La sensación tal vez de una ciudad detenida por nuestra ausencia.
La flaca tirada en la cama apenas recogía los incesantes esfuerzos de su padre, el perro, los amigos. Cierta desmemoria de vida le hacía mirar aunque no viera más allá de una tenue pantalla instalada en el cuenco de sus ojos donde sin tregua se proyectaban las mismas imágenes, idénticos elementos de una sola secuencia; los golpes en la puerta, la manera que tuvieron de mirarse en un silencio definitivo, las manos de Mary temblando al abrir, los pasos en la escalera, la entrada al apartamento, la presión de una bota en su nuca, el sollozo último vestigio de Mary, el silencio final.
Repetía y repetía las imágenes buscando descubrir algún detalle imprevisto en el rastro totalmente veraz de la memoria instalada en lo vivido. Repetía y repetía como si el movimiento pudiera desgastar ciertas aristas del recuerdo. Dispersar un aire demasiado seco. Revelar tal vez otra escena que no fuera la mirada que se dieron, aquel sollozo de Mary, ese sabor de víscera cansada que enlutaba su aliento y el aroma de sí misma.
En las noches despertaba en medio de gritos abrumados por la presencia de ciertas pesadillas que la expulsaban del sueño como si las pesadillas tuvieran necesidad de continuar sin el testimonio de su mirada que se abría a un insomnio voraz, interminable. Su cuerpo volteaba los límites y la casa se convertía en una enorme caja donde resonaban sus latidos. Mary me está soñando. Mary me está llamando. Mary me está necesitando susurraba la flaca antes de entregarse a un llanto tenue y sosegado.
La noche volvía a enlazar sus rumores cotidianos. El perro sacudía el cuerpo y los muebles retomaban sus menudos arpegios de maderas inquietas. La flaca se vestía y salía de la casa en busca del aire fuerte que madrugaba en el repecho salitroso de los Ejidos.
Días invisibles. El cuerpo convertido en un desierto de sal. Ninguna caricia ni gesto convocaba, ninguna calle sorprendía, ninguna música ni lectura ni poesía.
La María hacía lo imposible por aliviar esa mirada que nos culpaba de asuntos, de continuidad. Las charlas padecían como si un constante equivoco las socavara. Nuestras largas mateadas convertidas en simulacro y hasta las guitarras desarmadas en el taller parecían acusadas por algo que rondaba detrás de cada palabra. Él nombre de Mary poco a poco cambiado por un “ella” que lo sustituía en cada frase lanzándolo hacia un lugar desconocido por la imaginación y los sueños.
En ocasiones la María se animaba con cigarrillos negros, botellas de ginebra y el cantar tiene sentido inteligencia y razón en la grabación de Cecilia Todd que la flaca escuchaba en silencio total. En ausencia de imágenes recordaba la enormidad de frases dichas por si acaso aquello llegaba. Testamento de futuro como forma de apostar contra la muerte. “Ella” y sus infinitas boletas de quiniela. Cábala de una suerte construida bajo la condición de un desacierto pertinaz.
Pasados los meses llegó la entrega del apartamento en Lavalle y Montevideo. El reparto de ropas, prendas aún habitadas por inquietos sudores y desaliños, pequeñas manchas pliegues y roturas, marcas de un cuerpo que fue compartido en secreto acuerdo de amigos. María anduvo dentro de las botas con las que “ella” recorriera desconocidos caminos en las calles de Buenos Aires. Raúl llevaba la polera azul desteñida y el gabán. Juana los vaqueros gastados. La flaca sólo quiso la chalina hindú raída en los bordes.
Los objetos deshabitados de sombras humanas mostraron de golpe el abuso de un tiempo precipitado en los boliches y cafés, fritangas y latas de alimentos. Los libros guardaron su balada de café triste en un cajón de verdura que los encaminó en un desconocido itinerario de porteras y junta papeles porque el corazón es un cazador solitario con el que nadie puede como “ella” decía trastocándolo en una verdad tan ligera de equipaje como trilce y aquella noche de setiembre.
Sueños de gatos y sigilos gatunos sin sueños prensaron su cara. El rostro de la flaca parecía dragado por una especie de pasión lenta. La casa había perdido su memoria de lugar amigo. Mostraba las grietas en un trayecto de mueca constante y al mismo tiempo imprevisible. Los helechos del patio interior que en otros tiempos y otras noches de San Juan crearan sutiles coreografías de sombras ahora marchitaban su pasado. Renunciaban sin tregua ni dolor.
En aquellas tardes que pausaron meses que pausaron años caminé por los Ejidos recibiendo de frente la surestada o la lluvia que ascendía desde la escollera. El olor cetáceo del río entremezclado con la bruma que exhalaba la fábrica de jabón creaba un itinerario reminiscente. Ningún vestigio ni memoria de verano que sin embargo tuvo que acontecer.
Dentro de la casa el taller de guitarras había cobrado el aspecto de algo fatigado. La flaca se movía con una cautela desusada como si algunos gestos impensados pudieran asaltar su cuerpo ya definitivo en una especie de vejez innecesaria. De tanto en tanto una frase cargaba su rostro mientras sus manos que siempre quedaban como desencontradas con el resto del cuerpo se desplazaban en la lenta búsqueda de un cigarrillo.
No podía volverme loca porque tenía que buscarla y la frase amortiguaba su voz. No sé cómo pude agregaba y también agregaba silencio. Luego fumaba como si en cada pitada se le fuera la parte más importante de la vida. Primero solo quería saber que estaba viva, no me importaba otra cosa que la certeza de su vida, cualquier precio de la imaginación por saber que “ella” respiraba. La flaca velaba sus ojeras en contraluz violeta. Ahora ya pude aunque no puedo arreglar las cuerdas de este violín porque yo tuve que matarla. Mientras hablaba desencajaba un violín con notorio pasado de valsecitos y rancheras. Extendía un mandil de cuero desgastado y se perdía en inciertas explicaciones acerca de la crin necesaria para reparar las cuerdas. Luego hurgaba dentro de caja y colocaba dos pequeños tacos de madera sobre el paño que envolvía el estuche. Estas maderitas son el alma del violín. Si no las tiene suena falso decía la flaca mientras un cigarrillo se consumía en el cenicero.
No recuerdo cuánto tiempo estuve sentada en la mesa del boliche. En la acera de enfrente la clínica psiquiátrica se dejaba envolver por el desbarajuste de colores, los vitraux de la iglesia, el olor de las fogatas encendidas con ramas y hojas de eucaliptus. Entre mis manos los últimos poemas y dibujos. A través de la ventana vi a la María corriendo con un paquete de ropa limpia, yerba y tal vez empanadas que la flaca recibiría con la parsimonia de un dolor demasiado cuerpo.
Como en busca de mí mirada el fondo del pocillo de café mostraba un rastro borroso que dibujaba el perfil de Mary Lupi mientras la línea espectral de las palabras enlazaban nombres olvidados, desaparecidos en cualquier calle de cualquier lugar.
A María Luisa y Sonia.
Del libro Cuentistas hispanoamericanos en La Sorbona, Ediciones Mascarón (Barcelona, 1983).
Levantó la mano y la sacudió en el aire. Un ruido de risas pareció responderle haciéndolo sentirse incómodo, desubicado. El hombre de la gabardina, a quien iba dedicado el saludo, pasó a su lado camino del metro sin darse por enterado.
De repente sintió todas las miradas clavadas en él, todas las burlas dedicadas a su persona. Un súbito calor le encendió el rostro y le hizo bajar el brazo con rapidez. Un bar, un bar. El encargado del kiosco ojeó los titulares del diario.
CUARENTA MUERTOS EN CRUENTO ATENTADO. Al empuñar la pistola con fuerza notó el calor. Tenía la camisa pegada a la espalda, la frente llena de gotas de sudor cayendo sobre los ojos y la mano resbalaba alrededor de la culata. No iba a poder. La rabia hizo avanzar sus piernas agarrotadas. No soy un cobarde, no soy un cobarde. Miró a sus dos amigos. Uno estaba parado en medio del local con la boca abierta y la cara lívida; el otro parecía haber descubierto un asunto de suma importancia que lo mantenía paralizado con los ojos fijos. Esto no funciona. Dejarlo todo, renunciar. En el paseo se sucedían los jóvenes risueños corriendo calle abajo, los turistas de pantalones cortos y camisetas de equipos de fútbol, las estatuas vivientes, los pedigüeños. Una anciana con un vestido de lunares, la cara pintarrajeada y una peineta encima de un pelo demasiado negro para ser el suyo natural, arrastraba un desvencijado carro de compra conteniendo un altavoz y un micrófono. El mundo era un caos, pero eso no justificaba sentirse tan turbado por haberse confundido de persona. De repente se encontró metido en un lugar conocido en pleno proceso de transformación, de decoración moderna anunciando una nueva época. El tiempo pasaba demasiado deprisa. ¿Dónde había quedado su juventud, qué había hecho de ella? Hundido en un sillón extraño –blando, como relleno de agua-, ubicado en la parte más alejada del exterior, pudo encontrar el sosiego necesario para volver a ser el de diez minutos antes: un ser anónimo paseando por una ciudad extraña del mundo desarrollado. El hombre de la gabardina llegó muy rápido a su oficina. En realidad le hubiera gustado tardar más, incluso no ir. Abrió con temor las cartas encontradas en el buzón. Las caras se amontonaron en las fotos pegadas a los formularios. Ya nadie flirteaba en los bares, en los lugares públicos, en los parques o en las fiestas; la gente prefería el correo electrónico o los contactos a través de una agencia. Mejor así, esa tapadera funcionaba bien. Dos coches con las puertas abiertas, un montón de gente curioseando alrededor de dos hombres y una mujer insultándose, un anciano delirante gritando frases incomprensibles, una señora reivindicando sus derechos a paraguazo limpio. Sacudió la cabeza y sonrió.
MUEREN DOS MUJERES POR SEMANA A MANOS DE SUS MARIDOS. Aspiró hondo y dejó caer el mentón sobre el pecho. Estaba harta de no encontrar explicaciones, de observar desde fuera, de no ser. La habían terminado convirtiendo en una presencia poco molesta y de fácil prescindencia, alguien que nunca tiene la última palabra. Y ella había contribuido escondiendo sus sentimientos y renunciando a su proyecto de juventud, tocar el piano en una orquesta. Muchas veces se había visto sentada en la banqueta, vestida de negro y con el oído alerta. Cuando llegaba el momento preciso sus manos se alborotaban sobre el teclado como dos palomas enloquecidas. Luego la gente de pie, los aplausos. Se había terminado conformando con un marido que apenas le prestaba atención y unas amigas indiferentes a sus reclamos, renuentes a sus desdichas, con quienes se limitaba a tener una vida social de té y dulces en ciertas tardes prefijadas.
LOS ACCIDENTES LABORALES SE DISPARAN. Sus horas están contadas y él lo sabe. Había vivido setenta y un años sin pensar. De repente un dolor persistente, parecido al taladro del dentista, se instala en su espalda para quedarse y todos los pensamientos aparecen de golpe. Exámenes, radiografías, palpaciones. ¿Cuánto, doctor? Como mucho, un año. Uno piensa que cuando le den la noticia se derrumbará. No siempre es así, por lo menos él se lo toma con calma. Al salir del médico compra dulces, un entrecot, una botella de vino caro y otra de whisky. Cocina despacio, aprovechando cada aroma, cada sorbo de aperitivo. El tomate y la lechuga le recuerdan la tarde de un domingo de verano poco disfrutada por su prisa en volver a casa pensando en el trabajo del lunes. Había sido un hombre responsable, honesto, de conducta intachable. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. El ciudadano modelo, sueño de todo político profesional. Su jefe no ahorró elogios cuando le regaló el reloj de oro el día de su jubilación. Tampoco sus compañeros escatimaron felicitaciones y aplausos. Fue el canto del cisne: nunca más lo llamaron por teléfono ni se interesaron en verlo. Cincuenta años sin huella. La carne era la mejor que había comido en su vida, y el vino, repleto de matices y añadido a tres vasos de whisky, lo hacía levitar. Alentado por la comida y la bebida se sentía pleno por primera vez en muchos años. Pero la euforia del alcohol tiene su lado traicionero. A él se le dio por desgranar los años transcurridos: vacío por aquí, nada por allá. Aquella comida, la última, a los setenta y un años, le permitió descubrir lo que hubiera podido ser vivir de forma plena. Entonces comenzó a llorar desconsolado.
VIOLADA AL PASAR UN PUENTE. Aguantó a su padre mientras dependió de él. Su madre no contaba, era un cero a la izquierda. Apenas pudo valerse por sí mismo se fue de casa y si te he visto no me acuerdo. Su vieja furgoneta le sirvió de hogar durante mucho tiempo, tanto que había dejado de medirlo. Un día, saliendo de una gasolinera, encontró a una chica haciendo auto stop y la levantó. Enseguida se estableció entre ambos una relación de pocas palabras aunque de mucha cercanía. Para él era la continuación de la que había tenido con sus padres con el aliciente del sexo. Ella nunca había tenido una verdadera familia. Cansada de rodar y aguantar cretinos, estar con aquel muchacho un tanto inocente le pareció una tregua. Se mantenían consiguiendo cosas aquí y allá, realizando chapuzas, vendiendo cartones, botellas y latas. Hasta que resolvieron robar en una tienda. El buen botín los llevó a sustituir el alcohol por cocaína.
MATAN A UN JOVEN EN UNA REYERTA ENTRE VECINOS. La gente no quiere trabajar. Y todavía hay idiotas diciendo que vienen de lejos a hacer sacrificios. Pamplinas. Sacrificios hicieron sus padres en el pueblo durante y después de la guerra civil. Estos de ahora tienen mucho cuento. Quieren televisión, coche, móvil. Si esperan un trato especial de su parte van listos. Ocho horas de trabajo duro por un buen puñado de dinero, ese es su lema, y al que no le guste que se vaya a su país; aquí se viene a trabajar. Por desgracia tienen de su parte a algunos quejicas: que si no se respetan las normas de seguridad, que si no se dan vacaciones suficientes, que si el horario. ¡Anda ya! Lo único que falta es abanicarlos cuando sudan. En todo lugar donde hay hombres duros hay heridos, es el precio a pagar. Los trabajadores no deben descuidarse y bajar la guardia. Si se pensara más en el trabajo y menos en la holganza todo funcionaría mejor.
OFRECEN CIEN MILLONES DE EUROS POR DELANTERO. La joven siente en su nalga la mano apretando. Al bajar la vista, paso previo a la bofetada, sus ojos tropiezan con el montón de billetes. No hables preciosa, dice una voz cálida a su oído. Está acorralada en una esquina del vagón de metro repleto de gente. Nadie parece mirar, nadie parece darse cuenta. La mano ya no aprieta, ahora empieza a acariciar con movimientos circulares. No digas nada ni te muevas, susurra la voz. Es imposible que nadie vea, a lo mejor no quieren meterse en asuntos ajenos, no les importa o harían lo mismo si pudieran. Quinientos euros, hasta seiscientos puede haber. Y eso es sólo el principio, ha dicho la voz. Si por ella fuera insultaría o golpearía. Piensa en su avejentado padre, sin trabajo, rumiando amargura, apegado a la bebida, y en su madre limpiando suciedad ajena. Ella misma, ¿cuánto tiempo necesita para ganar esa cantidad? Quinientos al mes por ocho horas incluidos los sábados. Una ayuda extra nunca viene mal. Por primera vez lo mira. Tiene el pelo blanco, podría ser su padre, hasta su abuelo. Sin embargo es atractivo, va bien vestido y huele a perfume caro. Bajamos en la próxima, le oye decir. Niega con la cabeza. Mil, llego hasta mil. Eso es muchísimo dinero. El vagón se detiene. Sólo es una aventura sin importancia. Es imprescindible levantarse muy temprano, su casa queda en las afueras, lejos de todo. Eso se repite mientras camina como un borracho hacia el baño. Es jueves, sólo faltan dos días para el sábado. El pensamiento lo anima. Al pasar por la diminuta sala, casi toda televisor, la luz escasa del todavía tímido sol del amanecer atraviesa los visillos de la persiana y se alarga en rayos por la penumbra. Es el único momento de auténtico disfrute del día. Antes, en su país de origen, siendo maestro de parvulario, disfrutaba viendo las caras de alegría de los niños. Había sido feliz sin saberlo. En su nueva tierra tenía una mujer a la que trataba de acostumbrarse –el amor es un gran desconocido- y un par de hijos amontonados en una habitación de dos por dos. La modesta vivienda y el barrio, cerca de una fábrica con charco de agua maloliente al lado, lo obsesionan. Pensar a los niños jugando en las calles estrechas, sucias, encerradas entre edificios altos, le produce dolor y rabia contra sí mismo. Por suerte aún no van a la escuela. Tiene que trabajar mucho para escapar. El primer sorbo de café le recuerda que su mujer espera un tercero.
MULTINACIONAL DESPIDE DIEZ MIL EMPLEADOS. El lugar donde se han bajado del metro le es totalmente extraño. Queda a cuatro estaciones de su parada y sin embargo da la impresión de ser de otro mundo. A lo lejos puede ver unos baldíos descuidados alrededor de una construcción en ruinas cerca de unas vías herrumbradas; más acá se alzan los esqueletos de unos edificios en construcción y en la acera de enfrente yace en el suelo un hombre en harapos con una botella en la mano delante de un bar de fachada descuidada. El miedo empieza a atenazarla. Mira al extraño que la lleva del brazo sin prestarle atención ni decir una palabra. Podría gritar, pero esa no sería una solución adecuada, al fin y al cabo está caminando a su lado por pura voluntad. Quiero irme. El extraño la mira sin exteriorizar sorpresa. Sonriendo se pregunta porqué todas dicen lo mismo. No temas, sólo es una sección fotográfica. Elijo este lugar por la luz, el estudio tiene un enorme ventanal. Si quieres marcharte puedes hacerlo cuando quieras, eres libre. Claro que sería una lástima haber venido hasta aquí en balde. Tú decides. Una siesta es el remate perfecto a una buena comida. Cuando entra en la habitación se arrepiente. Quiere abandonar las rutinas, romper con los hábitos. Todavía no ha decidido si se tirará de un edificio o tomará algún veneno. La soga no lo atrae y el revólver salpica mucho, lo pone todo perdido. ¿Cuánto hace que no se acuesta con una mujer? Todo no lo podrá hacer en un día. Apenas lo piensa se arrepiente; las prisas siempre lo condicionaron. Un año ha dicho el doctor. Se da veinte días como máximo. La agonía es una indecencia. No se imagina aullando de dolor y delirando mientras los demás se apiadan. Sólo el pensarlo le causa una inmensa tristeza. Lo mejor es esperar el momento oportuno y actuar con rapidez.
ASESINAN A LÍDER OPOSITOR EN ORIENTE MEDIO. Debajo de la cara de un cincuentón bien parecido hay una pequeña cruz. Del bolsillo extrae la clave y lee el texto que describe al individuo. Se estremece. Hasta el momento los encargos no han pasado de palizas bien dadas, de amenazas, de rotura de cristales y fuego. Matar es otra cosa. Necesita aire puro. Sale a la calle y camina como un autómata. Después de un rato llega a un parque y se sienta en un banco. Un perro ladra a su lado distrayéndolo de sus pensamientos. Trata de calmarse respirando hondo. La vaharada le inunda las narinas haciéndole torcer el gesto: la ciudad huele a orina, a excremento, a cloaca. Hacer una cosa así no es tan sencillo, qué se habrán creído, es preciso tener más datos, aclarar la situación. La angustia le aprisiona el pecho. Él no conoce a nadie, recibe los encargos por correo en la agencia matrimonial que regentea, un negocio ficticio, escaparate para lavar dinero negro. Debe buscar el hilo conductor hacia la organización. De entre los rostros convocados asoma el saludador de la entrada del metro. Ese tipo había venido una vez a la agencia a solucionar los problemas generados por una pérdida de agua. Se levanta rápido y corre hacia el paseo. Las vigas son demasiado pesadas. Por fin han terminado de cargarlas y puede volver al encofrado. Desde la décima planta hay una hermosa vista; lástima tener que disfrutarla de reojo. A lo lejos se divisa el campo. Recuerda su niñez en los espacios abiertos: el olor al trigo recién cortado, los campesinos rodeando el fuego al anochecer, el sueño llegando despacio a su cuerpo tendido sobre el pajar. La felicidad existe, lástima que sea tan breve. El capataz empuja y apremia con sus órdenes. Hay que terminar a tiempo. La tenaza se le resbala y en el intento de sujetarla se hace un corte en el dorso de la mano. La sangre brota oscura y se desliza en un grueso hilo hacia la muñeca. Abandona el encofrado y se dirige a la enfermería. El capataz quiere ver el alcance de la lesión. La mira y sacude la cabeza. No sabía que estos indios eran tan maricones, grita para que todos lo oigan y acompañen su indecente risa de panza batiente. Ardiendo de indignación llega a primeros auxilios. La enfermera apenas le presta atención. Del botiquín saca una botella de agua oxigenada, de una lata gasa y de otro recipiente esparadrapo. Limpia la herida, la cubre y dice “ya está” dándose vuelta. Es todo. ¿A quién le importa un indio? Porque eso es aunque hayan tratado de despersonalizarlo, de hacerle asumir su condición como si fuera una falta. Es un indio dentro del fuerte. Si al arquitecto le dijeran que tiene que tirarlo al vacío para terminar el edificio lo haría sin dudar. Después tendría una legión de abogados como defensa. ¿Para qué sirve un indio? Para trabajar como un animal en la ciudad de los blancos a cambio de un plato de comida y un piso diminuto en medio de un estercolero.
EL PARO SUPERA EL CUARENTA POR CIENTO ENTRE LOS JÓVENES. La tarde vuelve a presentarse pese a su esfuerzo por rechazarla. El concierto ha sido magnífico. Estaban el rey, el presidente, las autoridades municipales, dos escritores de esos de televisión y revista en colores, un presentador de telediario y hasta un famoso jugador de fútbol. Los nervios la habían mantenido envarada al principio, pero el silencio respetuoso de los presentes comenzó a hacer su efecto sedante, tanto que pronto creyó estar sola entre las nubes, volando con la música que arrancaban sus dedos al piano y contagiaba a la orquesta. Un alarido hizo desaparecer al público, al escenario. La magia había desaparecido, sustituida por una habitación pequeña en un barrio periférico y un marido con mal gesto y una camisa arrugada en la mano derecha. Un tirón de pelo y como respuesta a las protestas un buen puñetazo. Para que aprendas a comportarte y te dejes de sueños sin sentido. La quiero bien planchada, esta noche ceno con el jefe. Vaya panda de inservibles. Un indio que se hace un cortecito y corre al médico, un moro que se cree que se las sabe todas y un día se va a reventar un dedo con un martillo clavando un clavo, tres negros que no sirven ni para avisar quién viene. Y esos son los mejores. Encima los de siempre los defienden y los jefes se ablandan tratando de justificarlos. La barahúnda de la calle se introduce en el local a través de la puerta abierta por el recién llegado. A ese hombre lo conozco, es el de la entrada del metro. Ahora no lo saludo, no quiero quedar en ridículo, mejor me hago el tonto. Se oye un pitido. Deben ser los pulmones de la ciudad aspirando aire maloliente. Hay muchos coches, demasiados. Las cosas extrañas que a uno se le da por pensar cuando está sentado en la mesa de un bar. Ya me acuerdo, es el dueño de la agencia matrimonial. Me habían aconsejado no visitarlo y no les hice caso. Si lo descubren puedo meterme en líos, esos tipos no juegan. A ver si puedo escaparme por esa salida lateral.
ÍDOLO TELEVISIVO COMPRA CASA POR DIEZ MILLONES DE DÓLARES. Sus dos amigos dejan las armas en el suelo y levantan las manos. No lo hagan, aquí hay gato encerrado, todavía podemos huir, no se rindan. La garganta seca traba las palabras. De repente un disparo lo estremece, y luego otro, y otro. No los maten, son demasiado jóvenes, tienen la vida por delante. Asesinos, asesinos. Ha comenzado a correr en dirección opuesta a los agentes que se acercan con las armas apuntando. Sus dos amigos están tirados en el suelo desangrándose. No hay escape, no hay salida. La puerta de un bloque de apartamentos está abierta. Entra a toda carrera, se mete en el ascensor y aprieta un botón al azar. Huir. En algún lugar del Caribe bellas mujeres danzan entre palmeras cerca de playas de aguas cristalinas. El pasillo tiene cuatro puertas. Las dos primeras están cerradas con llave pero la tercera cede. Entra en una sala grande y se esconde detrás de un sofá enorme. Sienta la libertad, déjese llevar por nuestro nuevo motor potente y económico. Un ruido sorprende sus oídos alertas. Alguien está llorando. La joven lo observa preparar la cámara fotográfica y las luces. Unas simples fotos ligera de ropa; después a casa con mil euros en el bolso. Y no sólo eso, a lo mejor es el principio de una carrera, la televisión y todo eso. ¡Daría cualquier cosa por ser una estrella televisiva! Siente la presión de la garra en el hombro derecho. Nombres, quiero nombres. Yo no sé nada, soy un mandado, me pagan por hacer chapuzas, puedo darte una dirección, es lo único que tengo, sí, puedo llevarte, pero no me hagas daño, esto me pasa por andar saludando a la gente en la calle. Jóvenes señoritas atienden en domicilio privado. Llamar por teléfono a la dirección del periódico va contra su naturaleza; sin embargo cumpliendo esa simple acción se siente capaz de cualquier cosa, cambiado, como si no estuviera viejo y enfermo. En veinte minutos puede pasar, estarán esperándolo. La mujer tiene problemas graves y necesidades acuciantes, por eso no la asusta demasiado la presencia del joven. ¿Qué más puede pasarle ya? La inquieta, eso sí, la palidez del rostro y el temblor del cuerpo delgado y fibroso. Es bien parecido, incluso hermoso. Conozca en nuestra revista la vida secreta de los famosos y disfrute de los cuerpos espectaculares de las chicas y chicos más sexy del planeta. La llamada de la policía deja las cosas claras. Él suplica con los ojos. No he visto ninguna persona joven, perdone, estoy pasando por un mal momento, mi marido me golpea, ¿pueden hacer algo? Ahora no estamos para eso, como ve tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. Por suerte desisten. Ya está harto de órdenes, de gritos, de insultos, de que le digan el indio; si no fuera por su mujer y sus hijos se pintaría la cara para ir a buscar al capataz y le rompería la cabeza. Al mirarla detenidamente descubre las ojeras enormes, los pechos fláccidos, los moretones, los pinchazos en los tobillos. Vivir tanto y conocer tan poco. Indaga. Ella no quiere hablar, no debe hablar; su compañero ha dejado de ser el joven casi inocente para convertirse en un bruto como los demás. A pesar del miedo, ese hombre mayor –parecido a su padre en una foto recibida de casualidad no hace mucho- le transmite confianza, le da el sosiego y la paz suficientes para pensar que por fin está frente a un ser humano. Poniendo la cabeza en su pecho habla, cuenta, deja salir la basura oculta durante años. No tiene casa ni familia, malvive en una furgoneta, roba y se vende barato para lo que los demás gusten mandar. Yo le consigo otra, dice al final entre lágrimas y desaparece. Solo en medio de la habitación siente pena por los animales jóvenes destruidos. Una sola tarde le ha bastado para comprobar el horror del mundo. Su primera intención es escapar, pero sería hacer lo de siempre, ceder a la costumbre, cumplir el rito doloroso. La pianista y el asaltante no pretendían tocar el cielo, se conformaban con una mísera porción del pastel para conseguir un descanso de las miserias cotidianas. Ella alarga la mano y le acaricia la cara. Él se acerca y la besa en los labios. Aunque el amor para ellos haya sido una broma macabra, ese ínfimo simulacro les descubre una visión lateral del paraíso. El hombre de la gabardina agarra al saludador de un brazo y lo arrastra por la calle. Ha decidido no cumplir el pedido, el dinero no es razón suficiente para matar a alguien; sólo busca datos para terminar con una mala etapa. Cierta gente necesita un escarmiento. Sabe que tendrá al moro y a los negros de su lado. Pese al dolor del corte en la mano trabaja sin descanso pensando en la venganza cercana. La radiante belleza de la muchacha enciende la habitación produciéndole un temblor desconocido. De repente comprende cuánto se ha perdido, qué inútil ha sido su paso por el mundo, de que manera lo engañaron con el cuento del trabajo, del esfuerzo, del futuro. Nuestro banco le asegura una vejez digna y sin dificultades. El capataz se asomó al balcón de la tercera planta justo al desprenderse un trozo de cemento de la azotea. Por suerte le pegó en el hombro. Eso sí, se lo dejó a la miseria, no podrá trabajar por muchos meses. Es mala suerte, estábamos por terminar la obra, declara compungido en el hospital a los jefes, quienes, a pesar de tener decidido su despido y contar con el sustituto, le siguen la corriente por compasión. La “otra” no pertenece al ambiente, le falta calle y le sobran modales. Aunque haya mirado la vida desde la barrera –o quizá por eso- conoce a la gente. Vuelve a indagar. Me ha obligado a prostituirme después de violarme. ¿Quién? El dedo señala la habitación contigua y los labios temblorosos debajo de unos ojos arrasados por las lágrimas modulan un vergonzoso “el fotógrafo”. El saludador señala la casa y sale corriendo. El hombre de la gabardina sonríe mientras lo mira alejarse. Un disparo rasga la tarde quieta. Entra y corre escaleras arriba empuñando un arma. Necesita un motivo, una excusa para liquidar el trabajo. Primero una habitación desvencijada con una mesa, algunas sillas y lo que parece material fotográfico. Luego una puerta. La abre con cuidado. Silencio. Adentro hay un anciano mirando el techo como si nunca antes hubiera visto uno. En el pecho tiene una mancha roja creciente. A su lado está tirado el cincuentón de la foto con un cuchillo de cocina hundido en el vientre. No sabe si está vivo ni le importa. Si lo está no tardará mucho en morirse. Cierra los ojos del viejo agradeciéndole haberle ahorrado trabajo y quien sabe si disgustos. Y haberle salvado la vida. En cuanto pueda beberá a su salud. Un ruido le llama la atención. Acurrucada en un rincón llora una adolescente semidesnuda. La ayuda a levantarse, le coloca la gabardina sobre los hombros y le señala el teléfono. No pregunta nada ni se queda porque no tiene vocación de padre ni de salvador de la humanidad. Le gusta pensar que el viejo ha muerto tratando de rescatarla de una situación horrible. Baja las escaleras y ya en la calle, la remonta despacio pensando en el camino más corto hacia el aeropuerto.
Otra vez sin maleta. Otra maleta que se queda en la intersección, en el cruce… detenida por la prisa, la negligencia, el extravío, los controles.
Después de tres aviones y diversas conexiones, reconoció que la maleta no estaba. Recordaba haberla transferido en el pasaje entre el control de pasaportes y el nuevo destino. La había cogido con sus propias manos y la había dejado junto a otras, cerca de la boca devoradora de maletas y de las manos confusas de los agentes que las distribuían, a veces sin prestar atención a los cambios. Todo lucía igual, frío y distante.
Llegó al aeropuerto de su ciudad con cierto gusto agridulce, el de las despedidas.
Entonces, una vez más descubrió que faltaba la maleta verde… un rápido recorrido le permitió recordar el inventario de objetos que había en el interior. El más importante, el de las plantillas de sus zapatos. Si no aparecía la maleta con las plantillas en el interior, la esperaba un veranito insoportable porque caminar sin plantillas era sufrir y ella no quería sufrir. Qué más había en esa maleta, se preguntó mientras esperaba el taxi que la llevaría a su casa.
Había dos taxis en la parada, uno negro, de lujo; el otro, una camioneta de una empresa conocida, y escogió la segunda alternativa. Ya era tarde, se sentía cansada y nerviosa especialmente por las plantillas. Desde aquel verano en el Festival de Teatro de Avignon, empezaron a dolerle los pies y se acabó el uso de sandalias, de zapatos abiertos y con tacones, se acabó todo eso… comenzó el calvario de encontrar plantillas adecuadas. Pasó casi cuatro años sufriendo, sin encontrar ni podólogos que acertaran ni una solución para sus pies, hasta que un día después de una intensa caminata por el monte al que la invitara un amigo, le dijo, casi entre sollozos, no puedo más con los pies, no puedo más con este dolor y él le consiguió los datos de esos profesionales del pie, que eran, además, los podólogos de un famoso equipo de fútbol. Y vino la calma, el poder caminar sin sufrimientos, las esperadas plantillas que eran especiales para sus pies…
Subió a la camioneta. El conductor era un africano que hablaba mal inglés… no le preguntó qué ruta prefería ni ningún otro dato y comenzó a conducir. El camino parecía más largo que de costumbre. Miró por las ventanillas y vio las sombras de la noche cayendo sobre la autopista. Poco tráfico, pocos coches. Se preguntó qué camino había elegido este hombre que parecía un tanto despistado y le preguntó con sobriedad en la voz si conocía la calle que ella le había indicado. Un viaje a su casa desde el aeropuerto costaba normalmente unos 25 dólares y ahora el taxímetro indicaba 32 dólares y aún no reconocía el vecindario.
El hombre la miraba por el espejo, pero ella no tenía ganas de hablar, ella sólo pensaba en la maleta verde, en sus plantillas, en la agenda con los teléfonos y direcciones de Barcelona, en los libros que le habían regalado y que le resultaban tan necesarios para sus estudios…
Le volvió a preguntar si sabía dónde se encontraba la calle Waterloo y él le dijo que sí.
Llegaron a destino. Le extendió la tarjeta de crédito y el hombre se incomodó cuando vio que la tarjeta aparecía como inválida. Ella recordó entonces que su banco solía anular las tarjetas si ella no les avisaba que estaba de viaje, simplemente si verificaban cargos realizados desde otro país, las cancelaban. El hombre no parecía comprender la dificultad. Cómo explicarle todo este proceso de su banco, se dijo ya un poco molesta por la mirada inquisidora de este conductor tan prepotente, le extendió un cheque y él le contestó clavando sus ojos con cierta impertinencia que no aceptaban cheques. Bajaré a buscar otra tarjeta, espetó la mujer, ya en la puerta de su casa.
Miró la puerta de entrada a oscuras y se preguntó por la luz, qué pasaba que la luz no estaba encendida. Miró por la ventana de la cocina y la silla donde se sentaba el gato para mirar pasar a la gente, estaba caída. Sintió vértigo, sus amigos más cercanos estaban de viaje y entró a su casa. Dejó las maletas en la camioneta… volvió con la tarjeta de crédito y tampoco funcionaba. El conductor parecía muy molesto y ella prefirió firmar el pago de la tarjeta de modo manual. Sabía que tenía dinero en el banco, pero el hombre la hacía sentir como una criminal. La mujer firmó la autorización manual de su tarjeta y se quedó de pie, esperando que el hombre abriera el portaequipaje y le permitiera sacar sus maletas. Era de noche, la luz de la casa estaba apagada y ella se sintió incómoda, inquieta, apenas se reconocían los bultos en la oscuridad.
Cuando quiso acordar, el hombre se subió a la camioneta con su equipaje en el interior.
Llevaba en su maletín la computadora y todos sus materiales de trabajo.
– Ya habrá ido a dar la vuelta a la manzana para conseguir la dirección de retorno al Aeropuerto, – pensó la mujer, pues había obras de reparación de las calles en el vecindario que dificultaban el tránsito, pero el conductor no regresaba.
Entonces le agarró un ataque de pánico. ¿Y si se había vuelto loco? ¿Si se había marchado a algún lugar con su equipaje?
Pero esto es América y esta es una ciudad pequeña, pensó con desesperación. Llamó al 911, e inmediatamente atendió la policía, explicó la situación con voz llena de temblor y el policía le dio el teléfono de la empresa de taxis. Entonces llamó a la empresa.
La mujer que la atendió con voz falsamente atenta la escuchó y le dijo que tomaría nota.
Ella le replicó que no, que nada de tomar notas, que ella quería su equipaje y si no había respuesta inmediata llamaría a la policía y haría la denuncia.
La mujer insistió hasta que la joven con voz aguda, falsamente cordial, le respondió que estaban contactando al conductor.
Se volvió loco, le repetía a la mujer… se volvió loco. Cómo se le ocurría desaparecer en la noche, dejarla a ella de pie, sola en la entrada de su casa y no volver.
Esto podría suceder en el tercer mundo, en esos países de pacotilla, con la corrupción comenzando en sus gobernantes, pero en este país, en esta ciudad ordenada, limpia, con tantos controles y prerrogativas, cómo un conductor de color, sobre todo con esa marca histórica en su piel, osaba desaparecer con el equipaje de la pasajera, en lugar de colaborar con ella, ayudarla, tratarla con respeto.
La mujer no podía creerlo, una maleta perdida y otras dos desaparecidas, era demasiado.
Las situaciones límites -y esta de repente se estaba convirtiendo en una situación límite- la conducían a reflexiones existenciales del orden de lo sagrado, pero esto no anulaba su condición de lucha, ni de reclamo ni de aceptación de lo inaceptable. No podemos cambiar la guerra infame que mata niños pero sí podemos declararnos anti/guerra o pacifistas, insistió en su monólogo a modo de consuelo.
La joven de la oficina de taxis la llamó para informarle que el conductor le estaba llevando el equipaje a su casa y ella le preguntó si ese hombre estaba loco o no, que exigía unas disculpas. La joven se disculpó, sí, se disculpó en nombre de la empresa.
Entonces vio la camioneta y la mujer le preguntó al hombre por qué lo había hecho, si estaba loco… mientras él abría el portaequipajes para lanzar sobre el césped los dos bultos.
El hombre no respondió. Ella estaba enojada, no podía dar las gracias como si nada hubiera pasado, simplemente necesitaba cantarle cuatro perras, y lo hizo. No soy una criminal, le dijo, y usted me ha hecho sentir como si lo fuera por una tarjeta que está bloqueada temporalmente por el banco. No, el hombre no entendía, los ojos blancos brillaban en la noche. Ella era simplemente una mujer histérica que reclamaba, que era extranjera y cuya tarjeta había sido declinada por su banco y que hablaba mal el inglés y no la entendían…
La mujer entró el equipaje a su casa, acarició a sus gatos y lloró. Dio gracias a Dios porque el loco del conductor había retornado con las maletas y acarició su computadora, las cremas para la cara, la película sobre Santa Teresa. Le dijo a la mujer de voz falsamente amable que no comprendía cómo tenían este tipo de conductores, que ella era una profesional, que no aceptaba este maltrato. Pero todo caía en el fondo de un agujero sin fondo, palabras al vacío como moneditas en el estanque de las brujas. Eso era.
Le costó centrarse, le costó reconocer la ira acumulada, la dificultad por comprender al conductor y comprender su reacción. Se fue a dormir pensando en la plantillas de su maleta verde, en si la llamarían del aeropuerto como le habían prometido, hacia las dos de la mañana, para entregarle la maleta extraviada. El segundo capítulo de una novela innecesaria.
Esperó hasta las tres de la mañana y nadie la llamó ni le trajo noticias de su maleta verde extraviada. Pensó, mejor me voy a dormir, ha sido un día largo y complicado.
Dos días más tarde la llamaron del aeropuerto para avisarle que la maleta había aparecido y se la llevarían a su casa. Le dolían los pies y sentía un miedo extraño en su cuerpo. El paso del tiempo trae nuevos miedos, se dijo.
Hace unos días, mientras miraba la televisión le pareció ver una sombra asomada por la ventana del comedor, los mismos ojos blanquecinos en la noche parecían mirarla desde su ventanal, cuando se acercó, con el teléfono en su mano para discar el 911 no había nadie, sus gatos dormían tranquilos – buena señal- y pensó que como afirmaba su amigo Sebastián seria mejor instalar una alarma. No son buenos los tiempos que vivimos.
Mario no puede entender lo sucedido, su sorpresa es tal que no atina más allá de ella. Se ha marchado, le ha abandonado y no es capaz de sentirse culpable.
Siempre creyó que Eva exageraba, que no había razón para ponerse así, al fin y al cabo, él no sabía qué estaba pasando. Cuando ella lo explicaba dudaba de si le estaría mintiendo, pues nada de lo que decía le sonaba a propio, y ahora estaba solo en el taller, al calor de su horno, con una segunda botella de vino en su copa.
Eva decía que todo empezó en el momento que decidió dedicarse a trabajar el vidrio. Parecía que no fuera a perdonarle jamás haber hipotecado su futuro para comprar ese viejo y destartalado local, que pretéritamente se usó para hacer souvenirs, por una vocación que, a sus treinta y cinco años, no había sentido siquiera dos meses atrás. Ni una sola botella había soplado antes de ese rapto de locura, pero, veleta incorregible, sentía un impulso irrefrenable que le empujaba.
Vaciando sus pulmones día a día dominó las técnicas más complejas, adquirió una gran destreza con los instrumentos y manejaba con tal soltura el color que parecía venir de una larga estirpe de artesanos. Sin desfallecer un solo momento consiguió que el taller comenzara a ser rentable, aplacando las quejas de Eva. Apenas había más calor en su alcoba que el que Mario traía aún del horno cuando llegaba a casa, agotado de haberse entregado por entero. Estaba tan orgulloso de sí mismo que ella no era capaz de no sentirse dichosa también.
Las cosas empezaban a ir muy bien cuando Mario empezó a susurrar en sueños, al principio poco más que gemidos, pero con el tiempo aparecieron palabras ardientes, y Eva pensó que ese hombre, capaz de conformar los más bellos objetos esculpiendo la luz, la llevaba en lo más profundo de su ser. Qué felicidad traslucían sus ojos, él creyó que jamás podría igualar ese brillo.
El tiempo se sumaba y cada noche que iba pasando los sueños se manifestaban más a menudo en la madrugada. Se mezclaban elementos del trabajo entre gemidos y referencias calientes a los placeres de la carne. Ella no supo muy bien de qué modo interpretarlo, pero como sus relaciones sexuales mejoraban conforme la destreza en el oficio le daba más seguridad, decidió no darle mayor importancia.
Una noche más corriente que las demás, lo que decía en sueños ya no encajaba con ella, y la sombra de la sospecha prendió en su ánimo. Trató de no pensarlo, pero no pudo evitar pasar los días dándole vueltas, mientras las noches se convirtieron en un calvario. La palabra que decía con mayor frecuencia, luz, ya no parecía tan inocente. Quizá no pasara tantas horas en el taller como le hacía creer, iría a comprobarlo con cualquier excusa. Mario, de natural despreocupado, no se daba cuenta del fondo de la situación, y se alegraba de que se interesara por su quehacer.
A Eva cada vez le resultaba más difícil controlar sus emociones. En un primer momento, sintió alivio al comprobar que en el taller únicamente se trabajaba, pero luz seguía ahí todas las noches. Su dolor crecía ahogado a duras penas por la almohada, hasta que no pudo contener su orgullo herido. Esta vez no fue en sueños, si no en la explosión del orgasmo donde Mario gritó ¡luz!. Violada en lo más íntimo, corrió a ducharse reprimiendo las lágrimas, pensando sólo en poderlo limpiar. Seis horas más tarde, salió de la ducha, se vistió y se fue, no sin antes exigir que él no estuviera allí a su vuelta.
Mario no puede entender lo sucedido. No recuerda haber dicho nada. Se repite una y otra vez que Eva volverá. Reniega, maldice, no comprende, escupe… la impotencia le exaspera y tal como vacía la botella en la garganta, la lanza contra sus últimos trabajos formando una lluvia de ruidos que inunda todos los rincones de su cabeza cociendo la rabia, al dictado de la cual coge la caña y hace añicos todo lo que puede ser destrozado. A medida que el suelo del taller se convierte en una alfombra de vidrio multicolor y el cansancio, empapado en su ropa, va haciendo mella en su arrebato, se percata de que algo se ha desatado en él. Quieto, de pie en medio del taller, con las zapatillas hechas trizas y los pies ensangrentados, nota cómo esa presencia desconocida sí parece conocerle a él. Los sentidos se embotan, pero Mario no siente ningún recelo. La memoria corporal va desvelando recuerdos que no entiende cómo han podido ser reprimidos todo este tiempo. Los sueños ocupan la consciencia rompiendo con su anarquía cualquier posible prevención, hasta que llega la reminiscencia del orgasmo que se transforma en una imperiosa necesidad de soplar vidrio. Echa unas paladas del batiburrillo de materiales que hay desperdigados por el local notando crecer esa fuerza en todo su ser, se pone a soplar sintiéndolo fluir de todas las partes de su cuerpo, saliendo de su boca por la caña, hinchando ese magma incandescente que palpita al otro extremo.
La memoria perdida viene y se hace presente, en un beso que le erotiza subyugándole enteramente a ella. Lo que no puede suceder sucede, lo que su razón niega es aceptado sin más por su sola presencia. La realidad se desvanece, sólo luz extendiendo su halo en una nueva génesis, luzeando las cosas. Innecesitando de enfriamiento se suceden los colores, reflejando de las caricias el tactileo, tuismo del yo, reconociente misterismo que al fin sábese él, apareciente, huellamiento apropiante en las formas. Placerante original, Mario extasioso percipiente en el pielamiento no afuerado, si no del unismo germinatorio, simienta la doblez que estrechea su entrepiernante sexolaridad en quietosa copulacionez, invadiosa de todismos los rinconámenes, vaivenada de espasmodaciones. No se electe lo que ses. Gimea con la sentida de que el vidar envuelviona su eros, entendimientiendo el sentidizado de su existencialez. Su voluntismo sapiona la hacilidad, lo querientido es al fin luzistido, el dualimento ha de ser uno, Mario y luz existiendo en el orgasmamiento ultradimensional, las cuerpilidades se fusionan. Conociado el camino sólo queda un paso. Agarra la caña con fuerza e inspira el magma.
A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo largísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá “el cine de calidad” que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: Imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne “porque el ejército de Estados Unidos siempre mata muchos indios”, que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí alguno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día.
Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9,8,7,6.5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.
II
Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y porqué a todos se les ve el hambre en la cara, porqué, sobre todo al chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico,
III
Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:
– Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?
El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:
– Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además, la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar.
Y el gordo al oír esto se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.
Canibalismo
Hay varias maneras de comerse a una persona.
Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No sé si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el cuerpo humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así nomás, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo al otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mí antes me gustaba muchísimo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no cómo hacen. Yo no sé, si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa (1) de papel y amarrado con cabuya (2), lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo. Era un coronel Rodríguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotito, y con una chucha (3) que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en que consistía ese “extraño estado en que se había hallado el cuerpo”, pero como yo no estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido. No se lo acabaron del todo porque mi coronel ya tenía 52, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca. Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los 35, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.
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(1) Chuspa – Bolsa o morral (2) Cabuya – Cuerda de pita (árbol tropical) (3) Chucha – Hembra del perro