El elefante de ambato / Rafael Courtoisie
Las mayores elevaciones del Ecuador están situadas en la zona de la Sierra Central. Allí se encuentran las provincias de Cotopaxi, Bolívar, Chimborazo y Tungurahua.
En esta última se encuentra la ciudad de Ambato, capital de provincia, situada a 2600 metros de altura sobre el nivel del mar, pródiga en frutas y flores, tapices (los famosos tapices «salasacas», fabricados por el grupo indígena del mismo nombre que llegó desde la región de Bolivia a la de Tungurahua en la época de los Incas).
Ambato es una ciudad encerrada entre montañas, agradable, provinciana, serena y compleja como puede serlo una ciudad andina del norte de América del Sur.
Como suele suceder en estos casos hay mucho para ver o hay muy poco para ver, dependiendo de la disposición y la actitud inquisitiva del observador. Los turistas no avisados siguen de largo por Ambato, en busca de la más pintoresca y cercana población de Los Baños, donde compran artesanías a mitad del precio con respecto a la capital del país, Quito, y adquieren por sumas irrisorias los auténticos «sombreros Panamá» cuya denominación, como todo el mundo sabe, es otra de las flagrantes contradicciones del continente latinoamericano: los sombreros Panamá son oriundos del Ecuador.
Pero el que busca, encuentra. El viajero avisado e inquisitivo a poco de recorrer las calles de esta tranquila capital provinciana se encuentra con una de las siete maravillas del realismo fantástico latinoamericano. Una maravilla desconocida por completo, por cierto, para los folletos turísticos, los libros de Historia y aún para la enorme mayoría de los pobladores de las grandes ciudades del Ecuador, Quito y Guayaquil. Se trata de un pequeño museo de Historia Natural alojado en el edificio y colegio Bolívar, frente a una de las principales plazas de la ciudad de Ambato. Allí, alojada prolijamente en frascos de formol y regularmente iluminada en vitrinas de casi dos metros de alto, se encuentra una variopinta galería de monstruosidades biológicas, dignas de haber sido tomadas como fuente de inspiración por Brueghel, el Bosco, Goya o Dalí.
Los animales monstruosos del museo del colegio de Ambato incluyen los consabidos terneros de dos cabezas, pequeños cerditos con un hiperdesarrollado apéndice nasal en forma de trompa de elefante, corderos siameses embalsamados que con sus cuatro ojos de vidrio castaño contemplan inmóviles el horror del espectador, gallinas de tres patas, enormes caparazones calcáreos de caracoles marinos que quién sabe cómo fueron a parar a las cumbres más altas de los Andes, y un sinnúmero de reliquias monstruosas sumergidas en formol que alguna vez estuvieron vivas y respiraron sobre la tierra.
¿De dónde habrá salido tanta maravilla bizarra, de dónde tanto ingenio torcido y abstruso? ¿Cómo habrá ido a parar a Ambato esta circense parafernalia biológica, horror y hermosura de una naturaleza aburrida de su propia regularidad?
En la sala central de este pequeño museo del colegio de Ambato se encuentra un elefante embalsamado de mediano tamaño. Hace muchos años un circo llegó a Quito, y de Quito atravesó por caminos de montaña la provincia de Cotopaxi, pasando por las poblaciones de Saquisilí, Latacunga y Pujilí, llegó finalmente a Tungurahua e instaló la remendada e inmensa lona de su carpa en Ambato. El elefante llegó cansado, exhausto de ver tanta montaña, tanto pico nevado. La noche misma del arribo los cuidadores locales, contratados en la misma ciudad por el dueño del circo, le dieron de cenar al elefante algo malo, tan malo que el elefante murió, tan malo que la muerte fue casi instantánea y cuando el veterinario llegó, convocado de urgencia por el domador, ya no había nada que hacer.
El veterinario certificó la defunción del paquidermo.
La mole de carne se pudriría, echaría un olor espantoso y atraería las moscas.
Para enterrar el cuerpo debía cavarse una fosa de por lo menos cinco metros de diámetro y tres metros de profundidad en el pedregoso terreno andino. El dueño del circo no estaba dispuesto a distraer el trabajo de varios días de dos jornaleros para semejante tarea, de modo que después de pensarlo un poco y bajo el influjo de la inspiración que le brindaron algunos lugareños, testigos presenciales de la tragedia animal, decidió donar el cadáver a la municipalidad y a tal efecto convocó al presidente de la Comisión Honoraria del Ayuntamiento y, mediante la contribución de unos muy escasos dineros, lo convenció de la oportunidad y conveniencia del donativo, que sin duda alguna acrecentaría de manera significativa el acervo histórico cultural de la ciudad de Ambato.
La comisión del Municipio decidió a su vez donar el elefante al museo del colegio de la ciudad para que dispusieran medidas apropiadas y urgentes para su conservación a efectos de poder exhibirlo con orgullo en su sala central. Así, Ambato tuvo para siempre su propio y auténtico elefante embalsamado en medio de los Andes, almuerzo, merienda y cena de miles de generaciones de polillas durante muchos decenios.