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Número 54

Los ojos en la noche / Zulema Moret

Los ojos en la noche, de Zulema Moret

Los ojos en la noche / Zulema Moret

Otra vez sin maleta. Otra maleta que se queda en la intersección, en el cruce… detenida por la prisa, la negligencia, el extravío, los controles.

Después de tres aviones y diversas conexiones, reconoció que la maleta no estaba. Recordaba haberla transferido en el pasaje entre el control de pasaportes y el nuevo destino. La había cogido con sus propias manos y la había dejado junto a otras, cerca de la boca devoradora de maletas y de las manos confusas de los agentes que las distribuían, a veces sin prestar atención a los cambios. Todo lucía igual, frío y distante.

Llegó al aeropuerto de su ciudad con cierto gusto agridulce, el de las despedidas.

Entonces, una vez más descubrió que faltaba la maleta verde… un rápido recorrido le permitió recordar el inventario de objetos que había en el interior. El más importante, el de las plantillas de sus zapatos. Si no aparecía la maleta con las plantillas en el interior, la esperaba un veranito insoportable porque caminar sin plantillas era sufrir y ella no quería sufrir. Qué más había en esa maleta, se preguntó mientras esperaba el taxi que la llevaría a su casa.

Había dos taxis en la parada, uno negro, de lujo; el otro, una camioneta de una empresa conocida, y escogió la segunda alternativa. Ya era tarde, se sentía cansada y nerviosa especialmente por las plantillas. Desde aquel verano en el Festival de Teatro de Avignon, empezaron a dolerle los pies y se acabó el uso de sandalias, de zapatos abiertos y con tacones, se acabó todo eso… comenzó el calvario de encontrar plantillas adecuadas. Pasó casi cuatro años sufriendo, sin encontrar ni podólogos que acertaran ni una solución para sus pies, hasta que un día después de una intensa caminata por el monte al que la invitara un amigo, le dijo, casi entre sollozos, no puedo más con los pies, no puedo más con este dolor y él le consiguió los datos de esos profesionales del pie, que eran, además, los podólogos de un famoso equipo de fútbol. Y vino la calma, el poder caminar sin sufrimientos, las esperadas plantillas que eran especiales para sus pies…

Subió a la camioneta. El conductor era un africano que hablaba mal inglés… no le preguntó qué ruta prefería ni ningún otro dato y comenzó a conducir. El camino parecía más largo que de costumbre. Miró por las ventanillas y vio las sombras de la noche cayendo sobre la autopista. Poco tráfico, pocos coches. Se preguntó qué camino había elegido este hombre que parecía un tanto despistado y le preguntó con sobriedad en la voz si conocía la calle que ella le había indicado. Un viaje a su casa desde el aeropuerto costaba normalmente unos 25 dólares y ahora el taxímetro indicaba 32 dólares y aún no reconocía el vecindario.

El hombre la miraba por el espejo, pero ella no tenía ganas de hablar, ella sólo pensaba en la maleta verde, en sus plantillas, en la agenda con los teléfonos y direcciones de Barcelona, en los libros que le habían regalado y que le resultaban tan necesarios para sus estudios…

Le volvió a preguntar si sabía dónde se encontraba la calle Waterloo y él le dijo que sí.

Llegaron a destino. Le extendió la tarjeta de crédito y el hombre se incomodó cuando vio que la tarjeta aparecía como inválida. Ella recordó entonces que su banco solía anular las tarjetas si ella no les avisaba que estaba de viaje, simplemente si verificaban cargos realizados desde otro país, las cancelaban. El hombre no parecía comprender la dificultad. Cómo explicarle todo este proceso de su banco, se dijo ya un poco molesta por la mirada inquisidora de este conductor tan prepotente, le extendió un cheque y él le contestó clavando sus ojos con cierta impertinencia que no aceptaban cheques. Bajaré a buscar otra tarjeta, espetó la mujer, ya en la puerta de su casa.

Miró la puerta de entrada a oscuras y se preguntó por la luz, qué pasaba que la luz no estaba encendida. Miró por la ventana de la cocina y la silla donde se sentaba el gato para mirar pasar a la gente, estaba caída. Sintió vértigo, sus amigos más cercanos estaban de viaje y entró a su casa. Dejó las maletas en la camioneta… volvió con la tarjeta de crédito y tampoco funcionaba. El conductor parecía muy molesto y ella prefirió firmar el pago de la tarjeta de modo manual. Sabía que tenía dinero en el banco, pero el hombre la hacía sentir como una criminal. La mujer firmó la autorización manual de su tarjeta y se quedó de pie, esperando que el hombre abriera el portaequipaje y le permitiera sacar sus maletas. Era de noche, la luz de la casa estaba apagada y ella se sintió incómoda, inquieta, apenas se reconocían los bultos en la oscuridad.

Cuando quiso acordar, el hombre se subió a la camioneta con su equipaje en el interior.

Llevaba en su maletín la computadora y todos sus materiales de trabajo.

– Ya habrá ido a dar la vuelta a la manzana para conseguir la dirección de retorno al Aeropuerto, – pensó la mujer, pues había obras de reparación de las calles en el vecindario que dificultaban el tránsito, pero el conductor no regresaba.

Entonces le agarró un ataque de pánico. ¿Y si se había vuelto loco? ¿Si se había marchado a algún lugar con su equipaje?

Pero esto es América y esta es una ciudad pequeña, pensó con desesperación. Llamó al 911, e inmediatamente atendió la policía, explicó la situación con voz llena de temblor y el policía le dio el teléfono de la empresa de taxis. Entonces llamó a la empresa.

La mujer que la atendió con voz falsamente atenta la escuchó y le dijo que tomaría nota.

Ella le replicó que no, que nada de tomar notas, que ella quería su equipaje y si no había respuesta inmediata llamaría a la policía y haría la denuncia.

La mujer insistió hasta que la joven con voz aguda, falsamente cordial, le respondió que estaban contactando al conductor.

Se volvió loco, le repetía a la mujer… se volvió loco. Cómo se le ocurría desaparecer en la noche, dejarla a ella de pie, sola en la entrada de su casa y no volver.

Esto podría suceder en el tercer mundo, en esos países de pacotilla, con la corrupción comenzando en sus gobernantes, pero en este país, en esta ciudad ordenada, limpia, con tantos controles y prerrogativas, cómo un conductor de color, sobre todo con esa marca histórica en su piel, osaba desaparecer con el equipaje de la pasajera, en lugar de colaborar con ella, ayudarla, tratarla con respeto.

La mujer no podía creerlo, una maleta perdida y otras dos desaparecidas, era demasiado.

Las situaciones límites -y esta de repente se estaba convirtiendo en una situación límite- la conducían a reflexiones existenciales del orden de lo sagrado, pero esto no anulaba su condición de lucha, ni de reclamo ni de aceptación de lo inaceptable. No podemos cambiar la guerra infame que mata niños pero sí podemos declararnos anti/guerra o pacifistas, insistió en su monólogo a modo de consuelo.

La joven de la oficina de taxis la llamó para informarle que el conductor le estaba llevando el equipaje a su casa y ella le preguntó si ese hombre estaba loco o no, que exigía unas disculpas. La joven se disculpó, sí, se disculpó en nombre de la empresa.

Entonces vio la camioneta y la mujer le preguntó al hombre por qué lo había hecho, si estaba loco… mientras él abría el portaequipajes para lanzar sobre el césped los dos bultos.

El hombre no respondió. Ella estaba enojada, no podía dar las gracias como si nada hubiera pasado, simplemente necesitaba cantarle cuatro perras, y lo hizo. No soy una criminal, le dijo, y usted me ha hecho sentir como si lo fuera por una tarjeta que está bloqueada temporalmente por el banco. No, el hombre no entendía, los ojos blancos brillaban en la noche. Ella era simplemente una mujer histérica que reclamaba, que era extranjera y cuya tarjeta había sido declinada por su banco y que hablaba mal el inglés y no la entendían…

La mujer entró el equipaje a su casa, acarició a sus gatos y lloró. Dio gracias a Dios porque el loco del conductor había retornado con las maletas y acarició su computadora, las cremas para la cara, la película sobre Santa Teresa. Le dijo a la mujer de voz falsamente amable que no comprendía cómo tenían este tipo de conductores, que ella era una profesional, que no aceptaba este maltrato. Pero todo caía en el fondo de un agujero sin fondo, palabras al vacío como moneditas en el estanque de las brujas. Eso era.

Le costó centrarse, le costó reconocer la ira acumulada, la dificultad por comprender al conductor y comprender su reacción. Se fue a dormir pensando en la plantillas de su maleta verde, en si la llamarían del aeropuerto como le habían prometido, hacia las dos de la mañana, para entregarle la maleta extraviada. El segundo capítulo de una novela innecesaria.

Esperó hasta las tres de la mañana y nadie la llamó ni le trajo noticias de su maleta verde extraviada. Pensó, mejor me voy a dormir, ha sido un día largo y complicado.

Dos días más tarde la llamaron del aeropuerto para avisarle que la maleta había aparecido y se la llevarían a su casa. Le dolían los pies y sentía un miedo extraño en su cuerpo. El paso del tiempo trae nuevos miedos, se dijo.

Hace unos días, mientras miraba la televisión le pareció ver una sombra asomada por la ventana del comedor, los mismos ojos blanquecinos en la noche parecían mirarla desde su ventanal, cuando se acercó, con el teléfono en su mano para discar el 911 no había nadie, sus gatos dormían tranquilos – buena señal- y pensó que como afirmaba su amigo Sebastián seria mejor instalar una alarma. No son buenos los tiempos que vivimos.