Categorías
Número 54

Ciudad / Federico Nogara

Ciudad, de Federico Nogara

Ciudad / Federico Nogara

Levantó la mano y la sacudió en el aire. Un ruido de risas pareció responderle haciéndolo sentirse incómodo, desubicado. El hombre de la gabardina, a quien iba dedicado el saludo, pasó a su lado camino del metro sin darse por enterado.

De repente sintió todas las miradas clavadas en él, todas las burlas dedicadas a su persona. Un súbito calor le encendió el rostro y le hizo bajar el brazo con rapidez. Un bar, un bar. El encargado del kiosco ojeó los titulares del diario.

CUARENTA MUERTOS EN CRUENTO ATENTADO. Al empuñar la pistola con fuerza notó el calor. Tenía la camisa pegada a la espalda, la frente llena de gotas de sudor cayendo sobre los ojos y la mano resbalaba alrededor de la culata. No iba a poder. La rabia hizo avanzar sus piernas agarrotadas. No soy un cobarde, no soy un cobarde. Miró a sus dos amigos. Uno estaba parado en medio del local con la boca abierta y la cara lívida; el otro parecía haber descubierto un asunto de suma importancia que lo mantenía paralizado con los ojos fijos. Esto no funciona. Dejarlo todo, renunciar. En el paseo se sucedían los jóvenes risueños corriendo calle abajo, los turistas de pantalones cortos y camisetas de equipos de fútbol, las estatuas vivientes, los pedigüeños. Una anciana con un vestido de lunares, la cara pintarrajeada y una peineta encima de un pelo demasiado negro para ser el suyo natural, arrastraba un desvencijado carro de compra conteniendo un altavoz y un micrófono. El mundo era un caos, pero eso no justificaba sentirse tan turbado por haberse confundido de persona. De repente se encontró metido en un lugar conocido en pleno proceso de transformación, de decoración moderna anunciando una nueva época. El tiempo pasaba demasiado deprisa. ¿Dónde había quedado su juventud, qué había hecho de ella? Hundido en un sillón extraño –blando, como relleno de agua-, ubicado en la parte más alejada del exterior, pudo encontrar el sosiego necesario para volver a ser el de diez minutos antes: un ser anónimo paseando por una ciudad extraña del mundo desarrollado. El hombre de la gabardina llegó muy rápido a su oficina. En realidad le hubiera gustado tardar más, incluso no ir. Abrió con temor las cartas encontradas en el buzón. Las caras se amontonaron en las fotos pegadas a los formularios. Ya nadie flirteaba en los bares, en los lugares públicos, en los parques o en las fiestas; la gente prefería el correo electrónico o los contactos a través de una agencia. Mejor así, esa tapadera funcionaba bien. Dos coches con las puertas abiertas, un montón de gente curioseando alrededor de dos hombres y una mujer insultándose, un anciano delirante gritando frases incomprensibles, una señora reivindicando sus derechos a paraguazo limpio. Sacudió la cabeza y sonrió.

MUEREN DOS MUJERES POR SEMANA A MANOS DE SUS MARIDOS. Aspiró hondo y dejó caer el mentón sobre el pecho. Estaba harta de no encontrar explicaciones, de observar desde fuera, de no ser. La habían terminado convirtiendo en una presencia poco molesta y de fácil prescindencia, alguien que nunca tiene la última palabra. Y ella había contribuido escondiendo sus sentimientos y renunciando a su proyecto de juventud, tocar el piano en una orquesta. Muchas veces se había visto sentada en la banqueta, vestida de negro y con el oído alerta. Cuando llegaba el momento preciso sus manos se alborotaban sobre el teclado como dos palomas enloquecidas. Luego la gente de pie, los aplausos. Se había terminado conformando con un marido que apenas le prestaba atención y unas amigas indiferentes a sus reclamos, renuentes a sus desdichas, con quienes se limitaba a tener una vida social de té y dulces en ciertas tardes prefijadas.

LOS ACCIDENTES LABORALES SE DISPARAN. Sus horas están contadas y él lo sabe. Había vivido setenta y un años sin pensar. De repente un dolor persistente, parecido al taladro del dentista, se instala en su espalda para quedarse y todos los pensamientos aparecen de golpe. Exámenes, radiografías, palpaciones. ¿Cuánto, doctor? Como mucho, un año. Uno piensa que cuando le den la noticia se derrumbará. No siempre es así, por lo menos él se lo toma con calma. Al salir del médico compra dulces, un entrecot, una botella de vino caro y otra de whisky. Cocina despacio, aprovechando cada aroma, cada sorbo de aperitivo. El tomate y la lechuga le recuerdan la tarde de un domingo de verano poco disfrutada por su prisa en volver a casa pensando en el trabajo del lunes. Había sido un hombre responsable, honesto, de conducta intachable. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. El ciudadano modelo, sueño de todo político profesional. Su jefe no ahorró elogios cuando le regaló el reloj de oro el día de su jubilación. Tampoco sus compañeros escatimaron felicitaciones y aplausos. Fue el canto del cisne: nunca más lo llamaron por teléfono ni se interesaron en verlo. Cincuenta años sin huella. La carne era la mejor que había comido en su vida, y el vino, repleto de matices y añadido a tres vasos de whisky, lo hacía levitar. Alentado por la comida y la bebida se sentía pleno por primera vez en muchos años. Pero la euforia del alcohol tiene su lado traicionero. A él se le dio por desgranar los años transcurridos: vacío por aquí, nada por allá. Aquella comida, la última, a los setenta y un años, le permitió descubrir lo que hubiera podido ser vivir de forma plena. Entonces comenzó a llorar desconsolado.

VIOLADA AL PASAR UN PUENTE. Aguantó a su padre mientras dependió de él. Su madre no contaba, era un cero a la izquierda. Apenas pudo valerse por sí mismo se fue de casa y si te he visto no me acuerdo. Su vieja furgoneta le sirvió de hogar durante mucho tiempo, tanto que había dejado de medirlo. Un día, saliendo de una gasolinera, encontró a una chica haciendo auto stop y la levantó. Enseguida se estableció entre ambos una relación de pocas palabras aunque de mucha cercanía. Para él era la continuación de la que había tenido con sus padres con el aliciente del sexo. Ella nunca había tenido una verdadera familia. Cansada de rodar y aguantar cretinos, estar con aquel muchacho un tanto inocente le pareció una tregua. Se mantenían consiguiendo cosas aquí y allá, realizando chapuzas, vendiendo cartones, botellas y latas. Hasta que resolvieron robar en una tienda. El buen botín los llevó a sustituir el alcohol por cocaína.

MATAN A UN JOVEN EN UNA REYERTA ENTRE VECINOS. La gente no quiere trabajar. Y todavía hay idiotas diciendo que vienen de lejos a hacer sacrificios. Pamplinas. Sacrificios hicieron sus padres en el pueblo durante y después de la guerra civil. Estos de ahora tienen mucho cuento. Quieren televisión, coche, móvil. Si esperan un trato especial de su parte van listos. Ocho horas de trabajo duro por un buen puñado de dinero, ese es su lema, y al que no le guste que se vaya a su país; aquí se viene a trabajar. Por desgracia tienen de su parte a algunos quejicas: que si no se respetan las normas de seguridad, que si no se dan vacaciones suficientes, que si el horario. ¡Anda ya! Lo único que falta es abanicarlos cuando sudan. En todo lugar donde hay hombres duros hay heridos, es el precio a pagar. Los trabajadores no deben descuidarse y bajar la guardia. Si se pensara más en el trabajo y menos en la holganza todo funcionaría mejor.

OFRECEN CIEN MILLONES DE EUROS POR DELANTERO. La joven siente en su nalga la mano apretando. Al bajar la vista, paso previo a la bofetada, sus ojos tropiezan con el montón de billetes. No hables preciosa, dice una voz cálida a su oído. Está acorralada en una esquina del vagón de metro repleto de gente. Nadie parece mirar, nadie parece darse cuenta. La mano ya no aprieta, ahora empieza a acariciar con movimientos circulares. No digas nada ni te muevas, susurra la voz. Es imposible que nadie vea, a lo mejor no quieren meterse en asuntos ajenos, no les importa o harían lo mismo si pudieran. Quinientos euros, hasta seiscientos puede haber. Y eso es sólo el principio, ha dicho la voz. Si por ella fuera insultaría o golpearía. Piensa en su avejentado padre, sin trabajo, rumiando amargura, apegado a la bebida, y en su madre limpiando suciedad ajena. Ella misma, ¿cuánto tiempo necesita para ganar esa cantidad? Quinientos al mes por ocho horas incluidos los sábados. Una ayuda extra nunca viene mal. Por primera vez lo mira. Tiene el pelo blanco, podría ser su padre, hasta su abuelo. Sin embargo es atractivo, va bien vestido y huele a perfume caro. Bajamos en la próxima, le oye decir. Niega con la cabeza. Mil, llego hasta mil. Eso es muchísimo dinero. El vagón se detiene. Sólo es una aventura sin importancia. Es imprescindible levantarse muy temprano, su casa queda en las afueras, lejos de todo. Eso se repite mientras camina como un borracho hacia el baño. Es jueves, sólo faltan dos días para el sábado. El pensamiento lo anima. Al pasar por la diminuta sala, casi toda televisor, la luz escasa del todavía tímido sol del amanecer atraviesa los visillos de la persiana y se alarga en rayos por la penumbra. Es el único momento de auténtico disfrute del día. Antes, en su país de origen, siendo maestro de parvulario, disfrutaba viendo las caras de alegría de los niños. Había sido feliz sin saberlo. En su nueva tierra tenía una mujer a la que trataba de acostumbrarse –el amor es un gran desconocido- y un par de hijos amontonados en una habitación de dos por dos. La modesta vivienda y el barrio, cerca de una fábrica con charco de agua maloliente al lado, lo obsesionan. Pensar a los niños jugando en las calles estrechas, sucias, encerradas entre edificios altos, le produce dolor y rabia contra sí mismo. Por suerte aún no van a la escuela. Tiene que trabajar mucho para escapar. El primer sorbo de café le recuerda que su mujer espera un tercero.

MULTINACIONAL DESPIDE DIEZ MIL EMPLEADOS. El lugar donde se han bajado del metro le es totalmente extraño. Queda a cuatro estaciones de su parada y sin embargo da la impresión de ser de otro mundo. A lo lejos puede ver unos baldíos descuidados alrededor de una construcción en ruinas cerca de unas vías herrumbradas; más acá se alzan los esqueletos de unos edificios en construcción y en la acera de enfrente yace en el suelo un hombre en harapos con una botella en la mano delante de un bar de fachada descuidada. El miedo empieza a atenazarla. Mira al extraño que la lleva del brazo sin prestarle atención ni decir una palabra. Podría gritar, pero esa no sería una solución adecuada, al fin y al cabo está caminando a su lado por pura voluntad. Quiero irme. El extraño la mira sin exteriorizar sorpresa. Sonriendo se pregunta porqué todas dicen lo mismo. No temas, sólo es una sección fotográfica. Elijo este lugar por la luz, el estudio tiene un enorme ventanal. Si quieres marcharte puedes hacerlo cuando quieras, eres libre. Claro que sería una lástima haber venido hasta aquí en balde. Tú decides. Una siesta es el remate perfecto a una buena comida. Cuando entra en la habitación se arrepiente. Quiere abandonar las rutinas, romper con los hábitos. Todavía no ha decidido si se tirará de un edificio o tomará algún veneno. La soga no lo atrae y el revólver salpica mucho, lo pone todo perdido. ¿Cuánto hace que no se acuesta con una mujer? Todo no lo podrá hacer en un día. Apenas lo piensa se arrepiente; las prisas siempre lo condicionaron. Un año ha dicho el doctor. Se da veinte días como máximo. La agonía es una indecencia. No se imagina aullando de dolor y delirando mientras los demás se apiadan. Sólo el pensarlo le causa una inmensa tristeza. Lo mejor es esperar el momento oportuno y actuar con rapidez.

ASESINAN A LÍDER OPOSITOR EN ORIENTE MEDIO. Debajo de la cara de un cincuentón bien parecido hay una pequeña cruz. Del bolsillo extrae la clave y lee el texto que describe al individuo. Se estremece. Hasta el momento los encargos no han pasado de palizas bien dadas, de amenazas, de rotura de cristales y fuego. Matar es otra cosa. Necesita aire puro. Sale a la calle y camina como un autómata. Después de un rato llega a un parque y se sienta en un banco. Un perro ladra a su lado distrayéndolo de sus pensamientos. Trata de calmarse respirando hondo. La vaharada le inunda las narinas haciéndole torcer el gesto: la ciudad huele a orina, a excremento, a cloaca. Hacer una cosa así no es tan sencillo, qué se habrán creído, es preciso tener más datos, aclarar la situación. La angustia le aprisiona el pecho. Él no conoce a nadie, recibe los encargos por correo en la agencia matrimonial que regentea, un negocio ficticio, escaparate para lavar dinero negro. Debe buscar el hilo conductor hacia la organización. De entre los rostros convocados asoma el saludador de la entrada del metro. Ese tipo había venido una vez a la agencia a solucionar los problemas generados por una pérdida de agua. Se levanta rápido y corre hacia el paseo. Las vigas son demasiado pesadas. Por fin han terminado de cargarlas y puede volver al encofrado. Desde la décima planta hay una hermosa vista; lástima tener que disfrutarla de reojo. A lo lejos se divisa el campo. Recuerda su niñez en los espacios abiertos: el olor al trigo recién cortado, los campesinos rodeando el fuego al anochecer, el sueño llegando despacio a su cuerpo tendido sobre el pajar. La felicidad existe, lástima que sea tan breve. El capataz empuja y apremia con sus órdenes. Hay que terminar a tiempo. La tenaza se le resbala y en el intento de sujetarla se hace un corte en el dorso de la mano. La sangre brota oscura y se desliza en un grueso hilo hacia la muñeca. Abandona el encofrado y se dirige a la enfermería. El capataz quiere ver el alcance de la lesión. La mira y sacude la cabeza. No sabía que estos indios eran tan maricones, grita para que todos lo oigan y acompañen su indecente risa de panza batiente. Ardiendo de indignación llega a primeros auxilios. La enfermera apenas le presta atención. Del botiquín saca una botella de agua oxigenada, de una lata gasa y de otro recipiente esparadrapo. Limpia la herida, la cubre y dice “ya está” dándose vuelta. Es todo. ¿A quién le importa un indio? Porque eso es aunque hayan tratado de despersonalizarlo, de hacerle asumir su condición como si fuera una falta. Es un indio dentro del fuerte. Si al arquitecto le dijeran que tiene que tirarlo al vacío para terminar el edificio lo haría sin dudar. Después tendría una legión de abogados como defensa. ¿Para qué sirve un indio? Para trabajar como un animal en la ciudad de los blancos a cambio de un plato de comida y un piso diminuto en medio de un estercolero.

EL PARO SUPERA EL CUARENTA POR CIENTO ENTRE LOS JÓVENES. La tarde vuelve a presentarse pese a su esfuerzo por rechazarla. El concierto ha sido magnífico. Estaban el rey, el presidente, las autoridades municipales, dos escritores de esos de televisión y revista en colores, un presentador de telediario y hasta un famoso jugador de fútbol. Los nervios la habían mantenido envarada al principio, pero el silencio respetuoso de los presentes comenzó a hacer su efecto sedante, tanto que pronto creyó estar sola entre las nubes, volando con la música que arrancaban sus dedos al piano y contagiaba a la orquesta. Un alarido hizo desaparecer al público, al escenario. La magia había desaparecido, sustituida por una habitación pequeña en un barrio periférico y un marido con mal gesto y una camisa arrugada en la mano derecha. Un tirón de pelo y como respuesta a las protestas un buen puñetazo. Para que aprendas a comportarte y te dejes de sueños sin sentido. La quiero bien planchada, esta noche ceno con el jefe. Vaya panda de inservibles. Un indio que se hace un cortecito y corre al médico, un moro que se cree que se las sabe todas y un día se va a reventar un dedo con un martillo clavando un clavo, tres negros que no sirven ni para avisar quién viene. Y esos son los mejores. Encima los de siempre los defienden y los jefes se ablandan tratando de justificarlos. La barahúnda de la calle se introduce en el local a través de la puerta abierta por el recién llegado. A ese hombre lo conozco, es el de la entrada del metro. Ahora no lo saludo, no quiero quedar en ridículo, mejor me hago el tonto. Se oye un pitido. Deben ser los pulmones de la ciudad aspirando aire maloliente. Hay muchos coches, demasiados. Las cosas extrañas que a uno se le da por pensar cuando está sentado en la mesa de un bar. Ya me acuerdo, es el dueño de la agencia matrimonial. Me habían aconsejado no visitarlo y no les hice caso. Si lo descubren puedo meterme en líos, esos tipos no juegan. A ver si puedo escaparme por esa salida lateral.

ÍDOLO TELEVISIVO COMPRA CASA POR DIEZ MILLONES DE DÓLARES. Sus dos amigos dejan las armas en el suelo y levantan las manos. No lo hagan, aquí hay gato encerrado, todavía podemos huir, no se rindan. La garganta seca traba las palabras. De repente un disparo lo estremece, y luego otro, y otro. No los maten, son demasiado jóvenes, tienen la vida por delante. Asesinos, asesinos. Ha comenzado a correr en dirección opuesta a los agentes que se acercan con las armas apuntando. Sus dos amigos están tirados en el suelo desangrándose. No hay escape, no hay salida. La puerta de un bloque de apartamentos está abierta. Entra a toda carrera, se mete en el ascensor y aprieta un botón al azar. Huir. En algún lugar del Caribe bellas mujeres danzan entre palmeras cerca de playas de aguas cristalinas. El pasillo tiene cuatro puertas. Las dos primeras están cerradas con llave pero la tercera cede. Entra en una sala grande y se esconde detrás de un sofá enorme. Sienta la libertad, déjese llevar por nuestro nuevo motor potente y económico. Un ruido sorprende sus oídos alertas. Alguien está llorando. La joven lo observa preparar la cámara fotográfica y las luces. Unas simples fotos ligera de ropa; después a casa con mil euros en el bolso. Y no sólo eso, a lo mejor es el principio de una carrera, la televisión y todo eso. ¡Daría cualquier cosa por ser una estrella televisiva! Siente la presión de la garra en el hombro derecho. Nombres, quiero nombres. Yo no sé nada, soy un mandado, me pagan por hacer chapuzas, puedo darte una dirección, es lo único que tengo, sí, puedo llevarte, pero no me hagas daño, esto me pasa por andar saludando a la gente en la calle. Jóvenes señoritas atienden en domicilio privado. Llamar por teléfono a la dirección del periódico va contra su naturaleza; sin embargo cumpliendo esa simple acción se siente capaz de cualquier cosa, cambiado, como si no estuviera viejo y enfermo. En veinte minutos puede pasar, estarán esperándolo. La mujer tiene problemas graves y necesidades acuciantes, por eso no la asusta demasiado la presencia del joven. ¿Qué más puede pasarle ya? La inquieta, eso sí, la palidez del rostro y el temblor del cuerpo delgado y fibroso. Es bien parecido, incluso hermoso. Conozca en nuestra revista la vida secreta de los famosos y disfrute de los cuerpos espectaculares de las chicas y chicos más sexy del planeta. La llamada de la policía deja las cosas claras. Él suplica con los ojos. No he visto ninguna persona joven, perdone, estoy pasando por un mal momento, mi marido me golpea, ¿pueden hacer algo? Ahora no estamos para eso, como ve tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. Por suerte desisten. Ya está harto de órdenes, de gritos, de insultos, de que le digan el indio; si no fuera por su mujer y sus hijos se pintaría la cara para ir a buscar al capataz y le rompería la cabeza. Al mirarla detenidamente descubre las ojeras enormes, los pechos fláccidos, los moretones, los pinchazos en los tobillos. Vivir tanto y conocer tan poco. Indaga. Ella no quiere hablar, no debe hablar; su compañero ha dejado de ser el joven casi inocente para convertirse en un bruto como los demás. A pesar del miedo, ese hombre mayor –parecido a su padre en una foto recibida de casualidad no hace mucho- le transmite confianza, le da el sosiego y la paz suficientes para pensar que por fin está frente a un ser humano. Poniendo la cabeza en su pecho habla, cuenta, deja salir la basura oculta durante años. No tiene casa ni familia, malvive en una furgoneta, roba y se vende barato para lo que los demás gusten mandar. Yo le consigo otra, dice al final entre lágrimas y desaparece. Solo en medio de la habitación siente pena por los animales jóvenes destruidos. Una sola tarde le ha bastado para comprobar el horror del mundo. Su primera intención es escapar, pero sería hacer lo de siempre, ceder a la costumbre, cumplir el rito doloroso. La pianista y el asaltante no pretendían tocar el cielo, se conformaban con una mísera porción del pastel para conseguir un descanso de las miserias cotidianas. Ella alarga la mano y le acaricia la cara. Él se acerca y la besa en los labios. Aunque el amor para ellos haya sido una broma macabra, ese ínfimo simulacro les descubre una visión lateral del paraíso. El hombre de la gabardina agarra al saludador de un brazo y lo arrastra por la calle. Ha decidido no cumplir el pedido, el dinero no es razón suficiente para matar a alguien; sólo busca datos para terminar con una mala etapa. Cierta gente necesita un escarmiento. Sabe que tendrá al moro y a los negros de su lado. Pese al dolor del corte en la mano trabaja sin descanso pensando en la venganza cercana. La radiante belleza de la muchacha enciende la habitación produciéndole un temblor desconocido. De repente comprende cuánto se ha perdido, qué inútil ha sido su paso por el mundo, de que manera lo engañaron con el cuento del trabajo, del esfuerzo, del futuro. Nuestro banco le asegura una vejez digna y sin dificultades. El capataz se asomó al balcón de la tercera planta justo al desprenderse un trozo de cemento de la azotea. Por suerte le pegó en el hombro. Eso sí, se lo dejó a la miseria, no podrá trabajar por muchos meses. Es mala suerte, estábamos por terminar la obra, declara compungido en el hospital a los jefes, quienes, a pesar de tener decidido su despido y contar con el sustituto, le siguen la corriente por compasión. La “otra” no pertenece al ambiente, le falta calle y le sobran modales. Aunque haya mirado la vida desde la barrera –o quizá por eso- conoce a la gente. Vuelve a indagar. Me ha obligado a prostituirme después de violarme. ¿Quién? El dedo señala la habitación contigua y los labios temblorosos debajo de unos ojos arrasados por las lágrimas modulan un vergonzoso “el fotógrafo”. El saludador señala la casa y sale corriendo. El hombre de la gabardina sonríe mientras lo mira alejarse. Un disparo rasga la tarde quieta. Entra y corre escaleras arriba empuñando un arma. Necesita un motivo, una excusa para liquidar el trabajo. Primero una habitación desvencijada con una mesa, algunas sillas y lo que parece material fotográfico. Luego una puerta. La abre con cuidado. Silencio. Adentro hay un anciano mirando el techo como si nunca antes hubiera visto uno. En el pecho tiene una mancha roja creciente. A su lado está tirado el cincuentón de la foto con un cuchillo de cocina hundido en el vientre. No sabe si está vivo ni le importa. Si lo está no tardará mucho en morirse. Cierra los ojos del viejo agradeciéndole haberle ahorrado trabajo y quien sabe si disgustos. Y haberle salvado la vida. En cuanto pueda beberá a su salud. Un ruido le llama la atención. Acurrucada en un rincón llora una adolescente semidesnuda. La ayuda a levantarse, le coloca la gabardina sobre los hombros y le señala el teléfono. No pregunta nada ni se queda porque no tiene vocación de padre ni de salvador de la humanidad. Le gusta pensar que el viejo ha muerto tratando de rescatarla de una situación horrible. Baja las escaleras y ya en la calle, la remonta despacio pensando en el camino más corto hacia el aeropuerto.