Las masas y las lanzas / Jorge Abelardo Ramos
Los hermanos Robertson pertenecían a esa falange de viajeros ingleses que el Imperio derramó generosamente sobre el Nuevo Mundo; eran comerciantes, diplomáticos y espías, todo a la vez, el ojo viajero de una raza enérgica y experta.
Sus recuerdos, memoriales e informes han permitido reconstruir el pasado argentino en detalles sugerentes que muchos hijos del país desdeñaron evocar; pues un pueblo sólo comienza a escribir memorias en su madurez histórica. Un día los hermanos Robertson llegaron a la tierra purpúrea y describieron irónicamente la persona del gran caudillo oriental:
“¿Qué creéis que vi? Pues al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de novillo junto al fogón encendido en el suelo del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa… Tenía alrededor de 1500 secuaces andrajosos en su campamento, que actuaban en la doble capacidad de infantes y jinetes”.
Esa visión puramente europea y ahistórica de la originalidad nativa en las horas iniciales de un pueblo ya era inadecuada para los hijos de Albión: cuando todavía vagaban por las islas británicas bárbaros con hacha de piedra, los árabes habían recreado la matemática y la astronomía y los vástagos de la América desconocida concebían religiones solares, acueductos, artesanías, músicas y una literatura legandaria.
Si los ingleses así juzgaban la poderosa figura de Artigas, resulta inaudito que los propios latinoamericanos de la posteridad hayan adoptado los juicios de los mercaderes extranjeros que nos conocieron, y que la historia argentina, frente a sus caudillos populares, viva prisionera de las interesadas mistificaciones ajenas. Pero la noción misma de verdad es un producto variable de la historia en movimiento. Las clases sociales dominantes son las que imponen en cada época su regla de valores. Está muy lejos de nuestro ánimo ejercer el método de señalar los “errores” de apreciación en que incurren los historiadores de ayer y de hoy sobre la historia de los argentinos. Cada juicio transmite diáfanamente los intereses sociales y políticos de quien lo expresa. De ahí la importancia que reviste describir con toda objetividad las opiniones de las diversas escuelas históricas, que son, en último análisis, escuelas de partido.
La época de las masas y las lanzas abraza setenta años de nuestra historia, el ciclo capital de nuestras disensiones civiles. Observemos incidentalmente que nuestras “guerras civiles” lo son hasta cierto límite. La participación en ellas de Buenos Aires, asociada estrechamente a los intereses extranjeros, confiere a estos conflictos un sentido que trasciende los marcos estrictamente internos. Preferiríamos llamar a estas luchas “guerras nacionales”, tanto por sus participantes como por sus fines.
En pocos momentos de la historia universal, que tantos hechos dramáticos ha proporcionado a la literatura, se encontrarán episodios más seductores y criaturas tan poseídas de “epos” novelesco como los que encierra nuestra propia historia. Sólo la paciente mediocridad oficial y sus medallones escolares han podido infundir a los argentinos desde su infancia una indiferencia tan profunda hacia el pasado de su pueblo como el que se advierte con toda evidencia en nuestros días. Esta opacidad requiere una explicación. Yacen razones profundas en ella que surgirán naturalmente de este relato a su debido tiempo. La consideración oficial de la palabra “caudillo” la ha relegado a una sinonimia puramente injuriosa. Los héroes de las masas y las lanzas han sido lapidados por la oligarquía triunfante. Gauchos, caudillos y montoneros fueron degradados a la condición de ladrones de ganado, de meros delincuentes armados, indignos de análisis. Las arengas ecuestres de los próceres adictos bastaron para narrar una historia confusa y heroica, simplificada hasta el hastío con fórmulas en las que todo el mundo ha dejado de creer: barbarie o civilización, mayo y caseros, organización nacional o anarquía, libertad o despotismo.
Veamos por orden el juicio de la historia oficial y de sus variantes modernas. Para Mitre, el más importante agente de la pligarquía porteña, la historia no constituía una ciencia aérea sino una rama literaria de la política militante. En una carta a Vicente Fidel López decía:
“Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones contra los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.
En cuanto a López, historiador del más amplio vuelo y vitalidad, porteño asimismo, escribía:
“Los caudillos provinciales que surgieron como la espuma que fermentaba de la inmundicia artiguista, eran jefes de bandoleros que segregaban los territorios donde imperaban a la manera de tribus para mandar y dominar a su antojo, sin formas, sin articulaciones intermedias, sin dar cuenta a nadie de sus actos, y constituirse en dueños de vidas y haciendas”. Guiado por su peculiar ceguera porteña, López añade: “Artigas fue un malvado, un caudillo nómade y sanguinario, señor de horca y cuchillo, de vidas y haciendas, aborrecido por los orientales que un día llegaron hasta resignarse con la dominación portuguesa antes que vivir bajo la ley del aduar de aquel bárbaro”.
De las opiniones de Mitre y López se han nutrido la literatura histórica oficial, los textos de los tres ciclos de la enseñanza argentina y la cátedra de historia del Colegio Militar de la Nación; en cuanto al Colegio naval, la formación histórica de los cadetes no hubo menester de textos ni de cátedra: hecho inaudito, carecen en sus programas de cursos sobre historia argentina. Ahora bien, los partidos políticos y tendencias políticas del país han vivido esclavizadas de esta mortal leyenda. El Dr. Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista, escribió en “La teoría científica de la Historia”:
“Las montoneras eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores de las ciudades … pretendían paralizar el desarrollo económico del país y mantenerlo en un estancamiento imposible”.
¡El político científico! ¡El “maestro” del socialismo! Teórico de la antigua izquierda en el ciclo inmigratorio, Justo arrastró toda su vida el lastre positivista y su respeto por los hechos consumados. Tenía una incapacidad orgánica para entender América Latina en toda su barbarie y para emplear las categorías marxistas que habrían develado el enigma de esa barbarie. Se había formado bajo la influencia dominante de las cooperativas belgas y del parlamentarismo inglés, de las vacas australianas y de los pollos yanquis, con un respeto reverencial a las estadísticas y un indisimulado desprecio por las razas oprimidas. Era un Kipling prosaico, un admirador pequeño burgués del Hombre Blanco. Sus ideas históricas las tomó prestadas del mitrismo, como casi todos los partidos y tendencias políticas del país. Socialistas, stalinistas, radicales, liberales y hasta ciertos nacionalistas rindieron homenaje a esa convención inviolable que excluía a Mitre de las disputas históricas.
Pero esa “incapacidad orgánica” de Justo para entender el país se derivaba de que las ideas dominantes de su tiempo estaban impuestas por la hegemonía anglo-porteña en el Río de la Plata.
Los comunistas de Argentina, por ejemplo, serían inexplicables desde el punto de vista puramente político si se desconoce su posición ante la historia nacional. Toda política es el coronamiento de una concepción total del país donde se aplica, la concreción actual de un pasado en ella implícito y en cierto sentido la continuación moderna de una lucha lejana. Si se desea saber, por ejemplo, cuáles son las razones fundamentales que movieron al partido comunista a sostener a Braden en 1945, será preciso conocer su opinión oficial sobre las montoneras criollas de hace un siglo, predecesoras naturales de los argentinos del siglo XX que intervinieron decisivamente en las jornadas de octubre de 1945. Juan José Real ha expresado la posición formal del Partido Comunista, o dicho en otros términos la visión mitrista del stalinismo.
En su libro “Manual de Historia Argentina”, Real expone las ideas históricas oficiales del Partido Comunista. La identificación entre los stalinistas y el mitrismo es completa. Para Real el general Juan Bautista Bustos es un hombre “fatídico” (pag 138); en cuanto a la guerra civil del año veinte:
“… el pueblo asiste indiferente y asqueado a estas luchas (pag 311); han errado los que han atribuido a los acontecimientos del año veinte altas finalidades político-sociales y un contenido democrático-popular que no tenían. Fue un episodio –nada glorioso, nada popular- de la lucha que se desarrollaba entre las fuerzas ligadas a la ganadería del litoral y las mismas fuerzas porteñas que habían luchado contra la primera Junta…” .
Ridiculiza la magnitud de nuestras guerras civiles y después de mencionar el número de combatientes de Ramírez y López (1.600 hombres) agrega:
“A eso se reducían las famosas “masas” que tanto han dado que hablar en nuestra historia. Estas “masas” se irán achicando a medida que la guerra civil se desarrolle”.
En historia, como en política, el stalinismo persiste en no ver a las masas, ni en 1820 ni en 1945. Es una verdadera obsesión.
A estos “marxistas” liberales se impone oponerles el pensamiento de Alberdi, un liberal del que pueden aprender mucho los verdaderos marxistas:
“Los pueblos, en aquella época, no tenían más jefes regulares y de línea que los jefes españoles. No podían servirse de éstos para hacerse independientes de España; ni de los nuevos militares que Buenos Aires les enviaba, para hacerse independientes de Buenos Aires. Alguna vez, temiendo más la dominación de Buenos Aires que la de España, los pueblos se valían de los españoles para resistir a los porteños, como sucedió en el Paraguay y el Alto Perú; y enseguida echaron a los españoles sin sujetarse a los porteños. Más de una vez Buenos Aires calificó de reacción española lo que, en ese sentido, sólo era reacción contra la segunda mira de conquista. ¿Qué hacían los pueblos para luchar contra España y contra Buenos Aires en defensa de su libertad, amenazada de uno y otro lado? No teniendo militares en regla, se daban jefes nuevos, sacados de su seno.
Como todos los jefes populares, eran simples paisanos las más veces. Ni ellos ni sus soldados, improvisados como ellos, conocían ni podían practicar la disciplina militar. Al contrario, triunfar de la disciplina, que era el fuerte del enemigo, por la guerra a discreción y sin regla, debía ser el fuerte de los caudillos de la independencia. De ahí la guerra de recursos, la montonera y sus jefes, los caudillos; elementos de la guerra de pueblo; guerra de democracia, de libertad, de independencia. Antes de la gran revolución no había caudillos ni montonera en el Plata. La guerra de independencia los dio a luz, y ni ese origen les vale para obtener perdón de ciertos demócratas. El realismo español fue el primero que llamó caudillos, por apodo, a los jefes americanos en que no querían ver generales”.
De izquierda a derecha, y en la práctica viva que no miente, la historia argentina resulta así polarizada en la literatura ultrajante fundada por Sarmiento. Los partidos de hoy reproducen la visión histórica de los partidos de ayer, fundados en las mismas clases sociales de la ciudad puerto. Mitre, López, Justo, los comunistas actuales, ninguno falta en este cuadro de unanimidad asombrosa. El panorama se completa si incluimos en él a un nacionalista proto porteño, admirador de Juan Manuel y de la cultura greco-romana. Héctor Sáenz Quesada describe así, irónicamente, el país: “tal cual era: pampa y travesía; gauchos melenudos de pies de loro y plebe africana de goteras adentro; aldehuelas insolentemente erigidas en capitales de provincias; el general Peñaloza jugando al monte con sus coroneles echados sobre un poncho, y en el cuarto vecino, híjar por medio, su mujer y el chinerío durmiendo la siesta en camisa; los Taboada, sobrinos de Ibarra, dueños de la única tienda de Santiago, impidiendo con las milicias que se instalen competidores; el tío analfabeto de Artigas peleándose borracho en las pulperías; Otorgués vejando a Montevideo hasta la desesperación; el capitán Guerra de Dolores, tendiendo el recado una noche bajo algarrobo y despertándose al día siguiente sin percatarse que estaba en plena Plaza Mayor de La Rioja; el solazo, el viento, la sabandija, el mío-mío, el desaliño, el degüello y el carcheo. Y la ciudad porteña, con vista al mar y a la civilización, defendiendo con su “gente decente”, a pesar de todo, la cultura europea contra la guaraní, la quechua o la sudanesa…”
El fundamento profundo de esta coincidencia entre tendencias en apariencia tan dispares, debe buscarse en el sistema oligárquico –de ayer y de hoy- encontró en la ciudad de Buanos Aires su plataforma material, su nexo con el capital extranjero y con su poderosa influencia cultural. La ciudad-puerto, desde los tiempos de la pandilla del Barranco, concentró en sus límites la mayor parte de la riqueza y la cultura del país, del cual se nutría, y este hecho fue decisisvo para la modelación de los partidos políticos y la falsificación de la historia. Foco de civilización vuelto de espaldas al país hambriento, Buenos Aires fue durante más de un siglo la Shangai, la Calcuta, Río o Saigón de América latina, plataforma dilecta de los intereses antinacionales.
Para perpetuar sus privilegios presentes, los partidos debieron modificar el pasado, y al difamar a las masas populares de ayer, justificar su alejamiento de las masas populares de hoy; unos con argumentos liberales, otros con grotescas imitaciones verbales del materialismo dialéctico, pero todos unidos en el designio de proscribir de la vida histórica real a la multitud creadora. Ayer gaucha, montonera o “bárbara”, luego simple peonaje realengo y hoy clase obrera industrial, esas masas populares argentinas reactuaron sobre la historia escrita y dejaron su marca en la historia verdadera, aquella que está por escribirse y que la inteligencia revolucionaria debe generalizar sin miedo en una nueva formulación que abrace al país desconocido.
Para describir la época terrible de las masas y las lanzas, revélase necesaria la exposición somera de la situación política por que atravesaban las viejas Provincias Unidas del Río de la Plata cuando la independencia las enfrentó a su nuevo destino.