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Número 66

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Revista Malabia número 66

Edgar Allan Poe / Jorge Luis Borges

Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror.

También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: «El terror no es de Alemania, es del alma».

Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es su figura como poeta, legada a la imaginación de los hombres (lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable –Was it not Fate, that, on this July midnight– honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.

Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton.

Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.