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Número 55

El tendero Schulz / Jorge Rodríguez Padrón

El tendero Schulz

El tendero Schulz / Jorge Rodríguez Padrón

Voy al mapa, para localizar esa pequeña ciudad, Drohbicz, donde naciera, en 1893, Bruno Schulz, estúpida y brutalmente asesinado –también allí- por un oscuro miembo de las SS, en 1942, durante la ocupación alemana.

Quería imaginarme la situación del escritor, en la geografía y en la historia: en esa vía de penetración hacia occidente que son los Cárpatos; en una ciudad que, originariamente polaca, pasa a formar parte del imperio austro-húngaro y vuelve a ser parte de Polonia, en el 18 del siglo pasado (Schulz, entonces, adopta la nacionalidad polaca), para en el 45 ser anexionada por Rusia que ya la había ocupado en el 39. Quería situar a alguien como nuestro autor, en ese espacio del Este (como decimos por aquí) confundido siempre entre nacionalidades, entre lenguas, entre culturas y religiones. Porque Bruno Schulz, polaco por elección, no creo yo que lo sea en el sentido de que su obra responda a una determinada identidad nacional, ni tan siquiera pugna con ella en su escritura. Para mí, el tendero Schulz, hijo de Jakub, judío comerciante de paños, será natural de su única e intercambiable nación: el mundo que habita dentro de los límites de su escritura, lanzado por la prodigiosa energía de su imaginación.

Cuando, en 1972, se editó por primera vez en España Las tiendas de color canela (al parecer, hay una nueva edición de este libro singular, en este mismo año), las gacetillas de prensa y la solapa editorial saludaban a Bruno Schulz como a “uno de los grandes fabuladores de este siglo”; su nombre junto a los de Kafka o Musil o incluso Joyce. ¿Fabulador, por ese mundo fabuloso que digo? Tal vez. Pero no porque la suya sea una prosa de estirpe oral (sí la de Joyce, somo se sabe); menos aun, porque su propósito sea la ejemplaridad moral que vertebra la obra de esos otros parientes próximos, en la cronología y en el ámbito cultural compartido. Bruno Schulz, visionario en el sentido más genuino del término; y ello hace que sus relatos se desplieguen en un ámbito y con un lenguaje que debo identificar como poéticos, con todas sus consecuencias. El mismo título de Las tiendas… (su primera obra, publicada en 1934) apunta en esta dirección. O Kometa, de 1938. El mundo de nuestro autor es una energía verbal que se despliega como escritura, y que en ella se materializa visualmente, y se multiplica y se enriquece –con modos y sintaxis fílmicos, me atrevería a decir-, sin que nada se sepa nunca de la línea divisoria que separa este mundo del suyo: “al llegar a uno de esos cruces del negro espacio, sintieron que, aun a pesar de estar abrazados, se habían comprometido en una lucha salvaje y sin tregua (…), mientras que la ola del sueño los llevaba a lo lejos, hacia los siempre extraños y remotos confines de la noche”.

Relatos, diré a falta de otra denominación más precisa, lo que Bruno Schultz escribió siempre (el manuscrito de Miosés, su novela única, perdido). Fragmentos, sin duda; y, en ellos, apariciones. Movido todo eso desde una perspectiva que he de calificar como inocente. Mejor, de una manifiesta inmadurez, al modo en que Witold Gombrowicz entiende dicho concepto. Este narrador de Las tiendas…, testigo casi sin notarlo de un final, de una consunción imparable; pero es también alguien que, a pesar de eso, sabe más porque ve más (“Nudo tras nudo mi padre se desataba de nosotros, punto tras punto borraba los lazos que lo unían a la comunidad de los hombres”). Estos relatos configuran un escenario muy particular, paréntesis abiertos siempre por la perplejidad y asombro ante lo cotidiano; desarrollan su propio imaginario que viene a eliminar ese precipitado de espacio y tiempo, con límites muy imprecisos pero cuya identidad es absolutamente reconocible. Día y noche (“ese esbozo de aurora se marchitaba, ese germen de día casi maduro recaía en un impotente grisor”); verano y otoño (“ese segundo otoño de nuestras provincias (…) un febril espejismo de enfermo que lanza con un inmenso resplandor sobre nuestro cielo la moribunda belleza confiada a nuestros museos”); y qué del invierno siempre al acecho, con sus “sombríos pulmones de borrascas”.

La palabra juega ahí con la realidad, la amasa y moldea y cambia, al modo sublime de Chagall (“volar sobre la ciudad como hileras de pájaros migratorios –extraña y fantástica flotilla de papel estampado, color del tiempo otoñal”), o con ferocidad expresionista, si no con matemática cubista. Una transformación permanente del mundo, aunque no sujeta a premeditación alguna, como si el hecho mismo de poner las palabras hiciera volverse todo del revés, o que su energía lo volcara hacia un ámbito abigarrado e incierto, hacia una dimensión impensable e inapresable: “percibiréis en el horizonte, al mismo tiempo, el claro surco del alba y la negra masa de la tierra que se consolida”. La perspectiva, por tanto, no es literaria; este modesto profesor de dibujo, que ha estudiado Bellas Artes en Viena, entiende el arte de escribir como una forma de intensificar la mirada, de dar profundidad a la visión que se genera en el relato como consecuencia de que todo lo convocado a él viene de fuera para confluir, por variado y diverso que sea, en un único punto de fuga. Un relato, pues, que niega el discurso y se cumple en el instante de la visión; en el lugar siempre cerrado (casa, ciudad) que se reconoce como propio.

Ni nación, ni lengua, ni tan siquiera religión: un mundo personal e identitario por familiar; una vida que no podrá serle arrebatada ni al autor ni a sus criaturas, cuya tensión íntima, privada, es el acicate para una reflexión existencial sobre la verdad del individuo, sobre el valor de las relaciones humanas: donde afirmar lo que se es y donde arraigar en la verdadera memoria. Nada importa la pequeñez y fragilidad flagrantes que observamos; objetos, seres, lugares, con la energía de la mirada y la palabra acaban por multiplicarse, por transformarse sucesivamente, para bajar –y el autor siempre con ellos- a la raíz de la existencia. Por eso, el padre será la figura central, un “heresiarca [que] deambulaba entre las cosas como un magnetizador, contaminándolas y encantándolas con su peligrosa seducción”: exactamente la misma que dispara Bruno Schultz en su escritura. Por eso, también, la “antigua ciudad [en donde] reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso” será la que explore, desde dentro, la mirada ansiosa de revelaciones de aquel inmaduro narrador. Con una advertencia, pues podría pasar inadvertido: ese mundo en donde la visión estalla, portentosa, no es el de la casa, la ciudad o la tienda, sino el de la trastienda –en su sentido inmediato y en su acepción metafórica: revés de lo visible.

Así sucede con el padre, “héroe en el margen roído del texto”. Su progresiva extinción, su figura poco a poco deshumanizada o escindida “en varios yo diferentes y hostiles”, lo conducen hacia el mundo del otro lado, donde se desvela el prodigio, a medida que la realidad manifiesta su revés. Perseguido, sin embargo, por las fuerzas torpes de razón –familia, negocio. ¿Burlado por quienes lo señalan por ridículo o burlados los otros por la desmesurada libertad de este otro visionario cuya semilla florece en estas páginas debidas a la asombrada inmovilidad del hijo? Sólo así podremos justificar el brusco cambio que introducen los dos últimos relatos del libro; en ellos, de repente, el desplazamiento, la salida imprevista del narrador hacia otro ámbito ajeno, de cuyo “cielo gris descendía un alba miserable y tardía, fuera del tiempo”; hacia otro tiempo que tenía su trampa dispuesta desde el principio.

“El sanatorio del enterrador”, a donde nos lleva Schulz ahora, paralelo de aquel otro “con el emblema de la clepsidra” que publicara en 1937. Madurez ya inevitable (se atreve a confesar la edad, y ni falta), y el mundo visionario que se cierra, por el miedo a un infierno lleno de símbolos, con su cancerbero guardián y su enemigo prefabricado que amenaza (“¿Una guerra que interrumpe una feliz paz no perturbada por ningún conflicto? ¿Una guerra contra quién y por qué?”); por la humillación y encogimiento de quien se empeña en remediar lo imposible. Tanta sensualidad de antes, ahora en el revés; la palabra se escapa sin control, sin argumento ni historia, reflexión apenas en el punto de no retorno: “estupor que terminaba y cerraba el horizonte”. Toda la riqueza de una literatura que hoy no; tanta inocencia ahora desacreditada; horror que dejamos –con qué inconsciencia- de lado. La verdad que supone escribir, su necesidad para ser y hacer la vida, no simplemente para contar otras. Están ahí. Y este narrador, dentro siempre, aunque le va la vida; la realidad en la cual se reconoce es la que allí ha logrado ver. Por eso es verdad.

Jorge Rodríguez Padrón
(Las Palmas, 1943). Doctor en Filología Románica, catedrático de Literatura, periodista.