Emir de veras / Homero Alsina Thevenet
Tuve mis diferencias con Emir Rodríguez Monegal, pero también las tuvieron Carlos Quijano, veinte intelectuales que fueron sus contemporáneos y media docena de mujeres que atravesaron su complicada vida. Si hoy importa mencionar diferencias, después de su penosa muerte, es porque ningún perfil de Emir sería cierto sin su pequeño porcentaje de asperezas.
En mi caso, todos los conflictos fueron triviales, carecen de interés histórico y terminaron superados por el compendio de cariño y respeto que sentí por él, en una mezcla agridulce que fue experimentada con diversos sabores por Hugo Alfaro, Mario Benedetti, Maneco Flores, Carlos Maggi, Carlos Martínez Moreno, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Idea Vilariño y otros integrantes de una presunta generación del 45 que irremediablemente se está esfumando poco a poco. Con cierta ventaja sobre otros, tuve el privilegio de compartir con Emir muchas tareas, a lo largo de cuarenta años y a menudo en el mismo frente de batalla. Eso nos enseñó a limar los inevitables desbarajustes que se producen hasta en los más armoniosos y prolongados matrimonios. A cierta altura nos poníamos de acuerdo en que estábamos en desacuerdo (sic) y a partir de ahí teníamos mucho por hacer. En buena medida lo hicimos juntos, pero él lo hizo mejor.
Debió ser en 1941 que conocí a Emir en los pasillos universitarios donde ambos terminaríamos por interrumpir los preparatorios de Derecho. Me recuerdo deslumbrado en esas primeras semanas por su memoria, por los tesoros de su biblioteca, por la variedad de sus inquietudes estéticas, que entonces no supe calibrar. Había una guerra en el mundo, mientras Emir se preocupaba no sólo de la cultura sino del contexto social en que la cultura existía, con una indagación de lo que él demasiadas veces llamó «raíces». En alguna oportunidad posterior le señalé que estaba abusando del término, pero con ello sólo conseguí una disertación sobre la complejidad de los fenómenos humanos. Insoportablemente, solía tener razón y, además, estaba empeñado en tenerla. Esos y otros ejercicios de esgrima comenzaron una amistad duradera, con la fecundación recíproca que aportaron los amigos comunes y quienes eran en rigor nuestros mayores (Artura Despouey, Onetti) más la provocativa coincidencia de que en 1941 se estrenara El ciudadano de Welles, excitando las neuronas uruguayas mucho antes que las francesas. El azar quiso que yo me hubiera acercado ya al periodismo y que ese poderoso virus se infiltrara en Emir. También el azar determinó que en 1944 yo atravesara una plácida convalescencia y él se apresurara a enriquecerla con La montaña mágica de Thomas Mann, con Moby Dick de Melville, con los tomos de Proust, que fueron estreno absoluto para ese barrio. Y el mismo azar acercó nuestros domicilios a unos doscientos metros de distancia, cuando Emir se casó y tuvo su domicilio en la calle Ossorio (Pocitos nuevo), hacia 1947-1950, justo cuando compartimos algunos trabajos.
En rigor, debo a Emir una ampliación de horizontes. Porque no fue el azar el que me atrajo a él, sino su creciente sabiduría y la habilidad con que terminó por impartirla. Definir a Emir como un pozo de erudición fue una torpeza frecuente, pero conformarse con ese retrato es quedarse a mitad de camino. Tenía ciertamente toda la literatura y casi todo el teatro en su cabeza, desde las tragedias griegas hasta las novelas policiales estadounidenses, más todo un repertorio rioplatense y latinoamericano que gradualmente se concretó en libros y folletos sobre Horacio Quiroga, Andrés Bello, José Enrique Rodó y desde luego Borges, que pasó a ser hacia 1943 su dedicación preferencial. Mucho después, cuando la Enciclopedia Británica resolvió conceder a Borges el honor de un ensayo especial, confió la tarea a Emir, y ese excelente texto enriquece hoy el tomo 3 de la edición de 1977. Pero ni antes ni después fue Emir sólo un erudito, sino sobre todo un combativo profesor. Revisaba inquisitivamente las concepciones ajenas, las rastreaba hasta sus queridas raíces y a menudo las impugnaba con modales de cumplido gentleman, proponiendo relecturas, revisiones y prolongaciones de aquello que creía mal comprendido. A cierta altura, todo el Uruguay podía ser su aula de clase. Fue en la página literaria de marcha que hizo sus informes sintéticos y puntuales de Kafka, Henry James, sobre Proust, sobre Jean Paul Sartre, descubriendo mundos distintos a una generación. No se lo agradecieron bastante, y desde la perspectiva actual aquellas exploraciones pueden parecer un lugar común, sin la carga reveladora que tuvieron entonces. Pero lo mismo haría la perspectiva actual con la Revolución Rusa de 1917. Aquella vocación didáctica surgió de un joven culto e introvertido en 1941, en parte porque otros (también yo) lo empujaron a poner en circulación lo mucho que sabía.
Hacia 1942, Emir asomó tímidamente en las páginas de Cine Radio Actualidad y poco después ya era profesor de literatura. Durante 1945-1952 compartí con él los afanes de Marcha, que son toda una historia y hoy suenan a leyenda. En 1952-1955 integramos el pequeño milagro que fue la revista Film, publicada por Cine Universitario. En 1960-1965 los rigores diarios de la página de Espectáculos del diario El País, que dejó alguna marca. Los viajes nos distanciaron físicamente, en buena medida porque Emir adquirió celebridad internacional. En 1980 él vivía en USA y yo en Barcelona, cuando me sorprendió con la propuesta de que le tradujera su Borges al español, primero porque su libro sólo existía en su versión inglesa, segundo porque el Fondo de Cultura Económica (México) necesitaba el texto con cierta urgencia y tercero porque no tenía tiempo material de hacerlo. El libro era y es admirable, con rincones de Borges que pocos conocen, pero la propuesta era asombrosa. Había que poner a Emir en español, aunque él mismo era a esa altura un estilista consumado. Quise hacerlo con mis mejores luces, justificándome en que yo podía conocer mejor que nadie los giros verbales de Emir. Y por otra parte, en lo que ya era un hábito para ambos, él pedía una «lectura crítica» para subsanar repeticiones, contradicciones, omisiones y otros pequeños baches que se deslizan en un libro de 500 páginas. Después la editorial demoró la publicación, pero creo que Emir quedó satisfecho, porque así lo dijo en el excelente y postrero reportaje que le hizo Ruben Cotelo para la revista Jaque. Emir no podía acometer su propia traducción porque era una persona muy ocupada debido a su mente irrefrenable, por lo que siempre buscaba hacer cosas que había descuidado antes. Las dos semanas de vacaciones que tuvo en Yale en 1979 las dedicó a dar unos cursos en Los Ángeles al mismo tiempo que preparaba una ponencia para un congreso literario europeo.
Un día de 1950 lo visitamos con Alfara para documentarnos sobre Juana de Arco, cuando era inminente el estreno de la versión cinematográfica con Ingrid Bergman. Entonces entresacó y leyó a gran velocidad tres capítulos de un enorme tratado francés y a la semana siguiente me contó, con aire casual, que se había entusiasmado tanto con el texto que terminó leyendo sus seiscientas páginas. Fue en esa época que se puso a comparar escritos de Proust con su versión inglesa y se entusiasmó tanto que terminó leyendo los tomos de A la recherche du temps perdu en su original francés. En 1952, en un Festival de Punta del Este, experimentamos juntos nuestro primer Bergman (Juventud divino tesoro). Esa noche de hotel se hizo larga y rica con el coloquio para revisar y desentrañar el hallazgo. Este dato podría servir para revisar y desentrañar el hallazgo y despejar otras leyendas, porque fueron once los críticos uruguayos que descubrieron simultáneamente a Bergman en aquella semana balnearia. Eso dejó una semilla, primero porque aparecieron otros trabajos del sueco durante la etapa inmediata, y después porque en 1964, robando tiempo a El País, terminamos por recopilar conjuntamente una serie de crónicas de ambos para un libro que se tituló Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico. Hace muy poco bromeamos que si ese libro hubiera llegado a la fama su título correcto debería haber sido Early Bergman. Pero no ocurrió.
Los rasgos notorios anotados por los testigos de Emir fueron su capacidad de trabajo y su velocidad de escritura, con lo que se desplegó sucesiva y alternadamente como crítico de literatura, de cine, de teatro, de artes plásticas y como autor de una docena de libros y folletos, como editor de revistas literarias (Número de Montevideo, Mundo Nuevo de parís). como partícipe de congreso, como profesor de muchos cursos y especialmente como director del departamento de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Yale, cargo que ocupó hasta su muerte y que dejó una siembra de discípulos. A eso habría que agregar dos matrimonios, tres hijos, el interés ocasional por el psicoanálisis, la singular competencia para el baile de salón.
Pese a todo, era un hombre sociable, aunque prescindía del automóvil, del cigarrillo, de los naipes y del deporte, incluso del ajedrez.
Quienes le conocieron, con mayor o menor fortuna, supieron que su curiosidad intelectual había rendido frutos durante cuatro décadas, aunque para eso también le fue necesario irse del Uruguay, país que irradia exilios. Parte de esos frutos se advierten en sus mejores logros, como Borges y Yale.
Mientras otros profesores se contentarían con las Obras Completas de Borges (que son harto incompletas), Emir poseía casi todas las ediciones originales y hasta los insólitos recortes de lo que Borges escribía en El Hogar hacia 1937. Mientras muchos de sus colegas se conformaban con apoyarse en resúmenes y manuales, Emir podía aducir con fundamento que había leído a los autores brasileños en portugués y a Corneille o Racine en francés. Con cuatro idiomas, su memoria, una monstruosa biblioteca a cuestas y su resistencia a la fatiga, quedaba más allá de todo posible competidor. El mayor inconveniente de su amistad terminó por ser la necesidad de ayudarle en una mudanza, porque los libros pesan y es necesario ordenarlos.
Pero más allá de la biblioteca y la cultura misma, hay que señalar en él su insobornable análisis de las ideas propias y ajenas, lo cual tuvo su costo adicional en algunas polémicas, como lo supieron Roberto Ibáñez, Ricardo Paseyro y Ángel Rama entre otros. Fui testigo de algunos de esos choques y conseguí frenarle, ocasionalmente, algunas derivas personalistas mientras él corregía mis diversas inepcias juveniles. De hecho, aprendimos juntos una parte de lo que en periodismo sirve y una parte de lo que no sirve, en una depuración que se podría advertir en los pasos dados desde Marcha a Film, desde aquí a El País y después a otros países. Aprendimos que la prosa útil es la más económica y que un texto debe decir todo sin una palabra ni una frase de más. Aprendimos que el estilo no es una salsa que se agrega a la prosa sino la forma de encararla. Aprendimos que mantener todos los verbos en tercera persona es una maravillosa disciplina para lograr la objetividad. Y aprendimos algo que sólo cabe definir como crítica constructiva. En cierto sentido éramos hormas intercambiables para nuestros respectivos zapatos y llegamos rápidamente a una fórmula que aplicamos durante cuatro décadas. Nos leeríamos recíprocamente las notas antes de darlas al taller y formularíamos abiertamente las observaciones. La norma era prescindir de personalismos y de todo el orgullo posible. Más aún, la orden era «cien por ciento de franqueza y cero por ciento de ofensa». Será prudente no imponer esas reglas de oro a los bulliciosos, personalistas y juveniles periodistas de hoy, pero ahora mismo me gustaría que Emir leyera este recordatorio, cuando, tristemente, ya no puede.
5 de diciembre de 1985