Categorías
Número 71

Editorial / Revista Malabia

Revista Malabia número 71

Editorial / Revista Malabia

Del gran acervo cultural iberoamericano extraemos hoy tres nombres: Miguel Soler, Emir Rodríguez Monegal y Eduardo Pons Prades. Ninguno de ellos se contentó con quedarse en el altillo de su región, escribiendo lo que le venía a la mente. Además de pensadores eran hombres de acción y, por encima de todo, universales.

En Malabia consideramos fundamental el rescate de gente así para esclarecer el confuso mundo en que vivimos.


Algunos datos iniciales:


Emir Rodríguez Monegal (Cerro Largo, Uruguay, 1921 – New Haven, USA, 1982). Docente, crítico literario, articulista y ensayista. Creador del término «Generación del 45» para referirse al movimiento literario de los escritores uruguayos de su generación. En 1943 comenzó a trabajar en el semanario Marcha de Montevideo, y entre 1944 y 1969 dirigió su página literaria. En ese período redactó artículos para El País (Uruguay) y las revistas Número, de la que fue cofundador, Anales de Ateneo y Escritura, entre otras.

En 1949 el Consejo Británico le otorgó una beca para estudiar en la Universidad de Cambridge durante un año. Estuvo cuatro años en Inglaterra y en 1954 viajó a Chile con intención de mejorar su trabajo.

Fue profesor de literatura en el Instituto de Profesores Artigas y en el centro de enseñanza secundaria Alfredo Vásquez Acevedo. En 1966 fundó en París la revista Mundo Nuevo. Luego de renunciar a la dirección en 1968 regresó a Montevideo, enterándose que había sido destituido como profesor por «abandono de cargo». Esto le obligó a abandonar el país. En 1969 su excelente reputación le permitió obtener un puesto permanente en la Universidad de Yale (New Haven) como profesor en la cátedra de Literatura Hispanoamericana.

En 1972 su hija fue encarcelada por pertenecer al movimiento Tupamaros y él acusado de financiar la organización con el dinero que le enviaba como ayuda.Se le negó el pasaporte y no pudo volver a Uruguay hasta 1985. Ese año, ya enfermo de gravedad, pudo hacer una corta visita al país, tras la cual regresó a Estados Unidos para morir el 14 de noviembre.


Miguel Soler Roca (Barcelona, 1922 – Montevideo, 2021). Maestro. Su familia emigró a Uruguay en 1924. Allí realizó la carrera de Magisterio, graduándose en 1939. En 1945 fue uno de los fundadores de la Federación Uruguaya de Magisterio. Redactó en 1949 los programas de estudio para las escuelas rurales junto a Julio Castro y Enrique Brayer.

Entre 1948 y 1954 dirigió la Escuela Rural Nº 59 en el Departamento de Soriano. Durante esos años la UNESCO le otorgó una beca para realizar estudios como Especialista en Educación Fundamental en México.

En 1954 organizó y dirigió el Núcleo Experimental de La Mina, cuyo objetivo fue luchar contra el aislamiento de las zonas despobladas, en coordinación con otras escuelas y organismos gubernamentales. Renunció en 1961 por desacuerdos con resoluciones del Consejo de Enseñanza Primaria.

Desde esa fecha trabajó para la UNESCO en diversas partes del mundo. En 1982, a pesar de jubilarse, siguió colaborando con la organización. A partir de ese año vivió en Barcelona, hasta que en 2005 regresó definitivamente a Uruguay. Ya en su país de adopción luchó activamente por el esclarecimiento de asesinatos cometidos por la dictadura, entre ellos el de su amigo y colega Julio Castro.

Continuando su labor como pedagogo, fundó el Grupo de Reflexión sobre Educación, integró el Movimiento de Educadores por la Paz y colaboró con el programa de Extensión de la Universidad de la República, escribiendo artículos sobre la educación y la realidad de Uruguay y América Latina. En 2006 recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de la República y en 2016 le fue otorgado el Premio Internacional Mario Benedetti a la lucha por los Derechos Humanos y la Solidaridad.


Eduardo Pons Prades (Barcelona, 1920-2007) Escritor, historiador y conferenciante. Participó activamente en el Partido Sindicalista de Ángel Pestaña, y fue militante de la Confederación Nacional del Trabajo. Con 16 años, falsificando su edad, se alistó en el Ejército Republicano. Recibió el título de sargento de ametralladoras de manos de Miguel Hernández. Combatió en las batallas de Guadarrama, Brunete y Ebro, formando parte de la Quinta del Biberón. Derrotada la República, intervino en la evacuación de heridos hacia Francia, que consiguió sacar del país a 10.300 soldados.

En 1939 se exilió, siendo ingresado como herido en el hospital de Carcasona. Posteriormente trabó contacto con el maquis y el ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, donde combatió contra los nazis en Bélgica y Luxemburgo. Tras la derrota francesa colaboró tratando de salvar vidas de judíos y aliados. Integrado luego en el ejército de Leclerc y de Gaulle, interviene en la liberación del departamento de Aude.

Acabada la guerra trabaja organizando viajes a España. Durante uno de ellos es detenido en Puigcerdà, pero logra fugarse y regresa a Carcasona. Desde allí continuó su labor de escritor e historiador colaborando en distintas publicaciones. Regresó a España gracias a la amnistía de 1962.

Formó parte de la fundación de editorial Alfaguara y se afilió al Sindicat de Periodistes de Catalunya. Colaboró en diferentes publicaciones como El Periódico, Historia y Vida, Historia 16, Nueva Historia, Diari de Barcelona, El Correo de Andalucía, Ínsula, Letras, Índice de Artes. Fue guionista de documentales y actor en La guerrilla de la memoria. Tiene una extensa lista de libros publicados. Su fondo personal se encuentra en el Arxiu Nacional de Catalunya.


Siguiendo con un objetivo ya comenzado en Malabia: el análisis y difusión de la poesía uruguaya escrita por mujeres (hecho cultural relevante e insólito en la literatura contemporánea), sumamos a este número una de las autoras más destacadas de la Generación del 45: Amanda Berenguer.

Cuando se cumplen cien años de su nacimiento y las evocaciones a su obra y persona son merecidamente abundantes, en redacción hemos recordado una noticia que nos atravesó en su día. Mientras se imprimía el libro colectivo Los árboles sin bosque (Muestra de literatura uruguaya contemporánea, ed. Carena y Libros de Malabia, Barcelona, 2010), donde Amanda participó, nos enteramos de su fallecimiento. La edición fue de inmediato dedicada a ella.

Hoy rescatamos de aquel libro los textos de la poeta, añadiendo el notable prólogo de Luis Bravo para una reciente reedición de tres títulos de Berenguer en un solo volumen: Donde anida el rayo (ed. Estuario, Montevideo, 2021).

Revista Malabia

Categorías
Número 71

Rastrojos / Miguel Soler

Revista Malabia número 71
Una reflexión y dos cartas, por Miguel Soler

Rastrojos / Miguel Soler

Después de haber dado a la imprenta algunos libros, muchos artículos y tres antologías, dos en castellano y una en catalán, entre mis papeles viejos y nuevos descubrí algunos que nunca habían sido editados o que, habiéndolo sido, no habían logrado la difusión deseable. He reunido algunos en este volumen titulado Rastrojos por consejo del diccionario de la RAE que califica así, en sentido general, a «los residuos que quedan de algo» y, en sentido más estricto, a «los residuos de las cañas de la mies, que quedan en la tierra después de segar» y «antes de recibir nueva labor».

Con estos rastrojos regreso a mi pasado personal de escribidor, pero también de agricultor. En mis años tempranos de maestro rural recibí el consejo de algún vecino más experimentado: «Deje estas parcelas en rastrojo, maestro, y dentro de unos meses vuélvalas a arar y sembrar«. Los rastrojos preservan el suelo de la erosión a la que lo exponen las lluvias intensas, aligeran la tierra y la nutren con sus componentes orgánicos. No son paja muerta, sino complemento alimentario de lo que vendrá y el diccionario llama «nueva labor«.

Algunas aclaraciones al lector. Para entender mejor el porqué de la presente publicación puede serle útil saber que, desde principios de 2016, venía trabajando a mi ritmo habitual en una nueva obra en que tomo posición sobre aspectos de la problemática educativa que considero fundamentales. Ya tenía título, Valió la pena, y un índice que estimulaba mucho mi trabajo. Problemas de salud se opusieron durante los últimos dos años a mis planes, poniendo freno a esa actividad. Crear pensamiento se me hizo prácticamente imposible. En cambio, rescatar en Rastrojos mi pensamiento anterior inédito me resultó factible y tentador. No tuve otra tarea que seleccionar los ensayos, corregir sus pequeños errores de ortografía y puntuación, y escribir las notas de actualización; todo compatible, y así lo he vivido, con la evolución de mi salud. Con toda intención sigo en esto el consejo de Vaz Ferreira en su Fermentario: «Y no morirse con tantas cosas adentro«.

No encontrará el lector en este libro el tratamiento estructurado de temas vinculados a la educación. Todo lo contrario, es un puzzle de reacciones personales a circunstancias que se cruzaron en mi largo camino: trabajos por encargo, registros de actividades de terreno con algún comentario o conclusión, impresiones de viaje, la presentación de libros propios o ajenos, evocaciones afectivas, manifestaciones de rechazo o aplauso a la marcha de la historia. Predomina un talante de breve ensayo. Tampoco encontrará un propósito autobiográfico, no soy yo el tema tratado. Pero, como es natural, al referirme al contexto en el que he vivido y trabajado, se deslizan anécdotas que me sitúan personalmente ante los problemas y las realizaciones.

Para justificarme y mejor darme a comprender por el lector, cada uno de los capítulos, 24 en total, va precedido de una «Presentación actualizada», en la que describo el origen del documento, las circunstancias que rodearon su redacción, sus efectos y su distanciamiento o cercanía de la actualidad, De ahí que estas presentaciones actualizadas concluyan con la mención del año 2017. Todas ellas fueron redactadas ese año, pero en distintos contextos. La elaboración de muchas de ellas coincidió con acontecimientos históricos infaustos: las terribles catástrofes naturales como los terremotos en México, los ciclones en América Central y el Caribe, y las inundaciones en nuestro Sur; la crisis política en mi Cataluña natal, la repentina y dolorosa muerte de mi gran amigo Daniel Viglietti, a cuya memoria dedico la totalidad de esta obra.

Con la misma intención, he tenido que agregar notas a pie de página. Son todas mías, todas recientes, muchas de ellas me son necesarias para poder discrepar conmigo mismo cuando el paso de los años ha cambiado mi manera de pensar o sentir.

Poseo miles de fotografías, todas previas a la era digital. Pero no me he querido embarcar en una aventura gráfica, de modo que me limito a preceder cada uno de los capítulos por fotografías, muchas de ellas de mi autoría. Las que aparecen en la cubierta fueron tomadas en el verano del 48 en el predio de la escuela Nº 59 de Colonia Concordia, departamento de Soriano, a cuya dirección yo acababa de acceder por concurso. Mi amigo Abner Prada, a quien en otros documentos he calificado como el maestro más completo que he conocido, me acompañó durante varios días para conocer la Colonia y ayudarme a acondicionar el local escolar. Aquí lo vemos cortando malezas, aunque no rastrojos.

Me resultó difícil establecer el orden en que estos ensayos, de gran diversidad temática y de muy variada extensión, debían aparecer en el libro. Finalmente opté por el orden cronológico, ateniéndome a las fechas en que fueron redactados. El primero es de 1942, hace 75 años y el último de 2016. Si mira el índice el lector observará la arritmia de esos rastrojos. El período 1953-1991 aparece como de producción nula. Durante seis de esos años trabajé en el Núcleo Escolar de la Mina. Escribí día y noche, y con posterioridad comenté aquel período en libros y artículos que no fueron rastrojos, sino semillas que siguen dando apreciados frutos. Más tarde, a partir de 1961 estuve trabajando como funcionario de la Unesco, primero en diversdos países sobre el terreno, más tarde en la sede de París. Pues bien, lo que más hice durante esos años fue escribir, verter mi experiencia de maestro uruguayo en documentos cuyos autores quedábamos siempre en el anonimato, pues pasaban a ser documentos oficiales de la organización, resultantes del trabajo en equipo.

Son mucho más numerosas las partes redactadas en el correr del presente siglo (17 artículos), en que mi condición de jubilado me ha permitido expresarme personal y libremente. Pero la elaboración colectiva de pronunciamientos, sobre todo como miembro de la Mesa Cívica de Barcelona, de la Comunidad Educativa de América Latina y del Grupo de Reflexión sobre Educación (GRE) en Montevideo, ha sido para mí una fuente de satisfacciones, con resultados tangibles, aunque ausentes de Rastrojos.

La búsqueda de un equilibrio en la extensión de los distintos capítulos de Rastrojos, me ha llevado a suprimir partes del texto original de mis notas, sobre todo aquellas sobrecargadas de detalles descriptivos que poco aportaban al debate sobre el cambio social. He identificado el lugar de los fragmentos eliminados con el tradicional símbolo (…).

En la concepción de esta colección me han estimulado algunos compañeros y amigos, entre quienes quiero destacar a la Dra María García Alonso, de la Universidad de Educación a Distancia de España. A mi pedido, el manuscrito ha sido objeto del estudio crítico de dos colegas, las profesoras Elsa Gatti y Lilián D´Elía cuyo consejo, que agradezco, me ha sido de gran utilidad. Siempre respetando el material original, se pronunciaron sobre la pertinencia de los diversos capítulos y sobre mis notas aclaratorias recientes. Algunos textos fueron suprimidos o abreviados; uno, a su pedido, salió del silencio que yo le había impuesto. Fue un trabajo exigente, de positivos resultados para el lector. Es obvio que la responsabilidad por el contenido del texto es solamente mía. En la elaboración material del volumen soy deudor de la competente ayuda de Washington García, Cristina Sánchez, Juan Todaro y Cynthia Turenne. A todos mi mayor agradecimiento.

El tránsito de toda obra, desde el manuscrito original hasta el ejemplar en manos del lector, constituye casi siempre un largo viaje, con intervención de editores, diseñadores, correctores, financiadores, impresores, distribuidores, vendedores, cada uno con sus propios y legítimos intereses que no siempre coinciden con los del autor. En ese caso, en cuanto yo di por acabado el manuscrito, la Federación Uruguaya de Magisterio (FUM-TEP) me hizo saber su disposición a tomar a su cargo el trabajo editorial y comercial propio de la producción de toda obra. Me resultó muy grato conocer esa resolución que amplía la función sindical de nuestra FUM, me libera a mí de todos los aspectos logísticos a asumir y presta a los maestros, agremiados o no, el importante servicio de estimular sus lecturas profesionales. Dos ideas deben quedar claras: mi sincero agradecimiento a ellos por esta amplia y generosa colaboración y la liberación de toda responsabilidad por el contenido de la obra atribuible a personas y entidades que me han ayudado a sacarla adelante.

Y no puedo cerrar esta presentación sin protestar una vez más por el asesinato que no cesa de educadoras y educadores latinoamericanos, la mayor parte de las veces perpetrados por fuerzas estatales. Reitero mi intransigente posición favorable al desarme en mi patria nativa, en mi patria de adopción y en el planeta entero.

Finalmente, declaro mi convicción de que, como todo campo con rastrojos, este que el lector tiene ahora en las manos contiene también malezas, cuya extirpación queda en manos de quienes tienen la dicha de ser jóvenes.

Montevideo, diciembre de 2017

(Prólogo del autor)

Categorías
Número 71

Una reflexión y dos cartas / Miguel Soler

Revista Malabia número 71
Una reflexión y dos cartas, por Miguel Soler

Una reflexión y dos cartas / Miguel Soler

«A quienes están hoy estudiando me permito decirles: no se conformen con aprobar sus personales exámenes ni con conquistar sus codiciados y merecidos títulos. No ahoguen sus dudas en cualquiera de las formas del éxito; movilícense en busca de respuestas, piensen en cómo poner los saberes adquiridos a disposición de un país que los necesita, desesperadamente, para brindar sus frutos a esa tercera parte de nuestra población a la que hemos dejado a mitad de camino. No se culpabilicen, pero eviten caer en las tentaciones de una sociedad planetaria que nos necesita enajenados, competitivos, egoístas, buenos consumidores y, sobre todo, distraídos».

Miguel Soler

Soler sobre Julio Castro

Queridas amigas y queridos amigos:

Este correo tiene por destinatarios los residentes uruguayos en Cataluña y otros lugares de fuera de Uruguay, así como a personas que sin ser uruguayas han mostrado interés en el caso del Maestro Julio Castro. Procuraré dar cuenta a título exclusivamente personal de hechos y sentimientos vinculados al reciente velatorio y sepelio de sus restos. Se me perdonará si mi comentario incluye detalles bien conocidos por los compatriotas.

Destacado educador y periodista uruguayo, Julio Castro fue secuestrado, torturado y asesinado por la dictadura cívico militar uruguaya entre el 1 y el 3 de agosto de 1977, siendo uno de nuestros desaparecidos.

Durante tres décadas sus familiares y amigos luchamos por esclarecer las circunstancias de su muerte y desaparición forzada, lo que resultó imposible por ampararse las sucesivas autoridades en la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado.

En agosto de 2010 el actual Presidente José Mujica decretó que dicha ley no era aplicable al caso de Julio Castro, lo que abrió las puertas a la acción de la Justicia. Uno de sus familiares y el Movimiento de Educadores por la Paz, al cual pertenezco, actuamos como partes denunciantes. El caso pasó al despacho del Juez Dr. Juan Carlos Fernández Lecchini, actuando como Fiscal la Dra. Mirtha Guianze, que viene realizando una abnegada y valiente labor por el esclarecimiento de crímenes similares. El 17 de mayo de 2011 me correspondió desempeñarme como testigo ante el Juez. Éste, finalmente optó por procesar a dos funcionarios de muy baja jerarquía implicados en el crimen, sin tomar posición sobre responsables de nivel superior. La Dra. Guianze ha apelado ese fallo por considerarlo insuficiente.

Mientras tanto, el 21 de octubre de 2011, tras un trabajo de excavación convenido entre el anterior Presidente Tabaré Vázquez y la Universidad de la República, aparecieron en un predio militar restos humanos sepultados, sin duda de uno de los desaparecidos. Realizadas las pericias del caso, el 1º de diciembre de 2011 el Gobierno informó que dichos restos eran lo que quedaba del Maestro Julio Castro. Para la ciudadanía uruguaya, este hallazgo resultó uno de los hechos más conmovedores de la post dictadura.

Los restos quedaron retenidos por la Justicia para la realización de los peritajes necesarios y muy recientemente fueron entregados a los familiares. Las múltiples entidades que actúan en el campo de los Derechos Humanos consideraron que correspondía a la familia (por otra parte no muy numerosa) decidir los pasos propios del velatorio y sepelio de los restos.

Por decisión de la familia y en acuerdo con las autoridades respectivas (en el caso el Consejo de Educación Inicial y Primaria) el velatorio fue organizado para la tarde del viernes 11 de mayo en el salón principal del Museo y Biblioteca Pedagógicos, institución de la que es responsable el Consejo ya mencionado. No tuvo lugar, como se había hecho en casos anteriores, una marcha popular multitudinaria hacia el cementerio, por cuanto la familia resolvió que el sepelio tendría carácter íntimo en fecha posterior. Por tal razón, se pidió no llevar flores al velatorio en el local del Museo y encaminar donaciones voluntarias en efectivo a una cuenta bancaria con destino a la Escuela Primaria Nº 169 de Montevideo, que lleva el nombre de “Maestro Julio Castro”.

Al velatorio del día 11 concurrieron varios centenares de personas que ingresaban a la sala en la que en muchas oportunidades Julio Castro nos había dirigido la palabra. Sobre el estrado, al pie de una pintura muy conocida del Reformador de nuestra educación José Pedro Varela, se colocó la urna con los restos de Julio, una caja modesta de unos cincuenta centímetros de largo, un retrato de Julio, un modesto ramo de flores. La urna tiene una placa donde se lee: “Maestro Julio Castro Pérez” y tres fechas: “1908-1977-2011”, es decir los años de su nacimiento, de su asesinato y del hallazgo de sus restos. No hubo discursos, sí lágrimas y abrazos. Desfilaron autoridades gubernamentales, políticos, periodistas, intelectuales, dirigentes gremiales, artistas, y un número inmenso de docentes, que constituimos la otra familia de Julio. Como a las nueve de la noche, la urna fue regresada a la empresa funeraria.

Para mi esposa Matilde, para mi hija Mariana, que habían tratado a Julio durante años, y para mí fue una instancia de gran conmoción, por el amigo reencontrado, por la sincera emoción de todos, por el local en que estábamos, asociado a mi vida personal como escolar, como maestro, como conferenciante, como reiterativo denunciante del crimen.

La familia me comunicó que el sepelio sería al día siguiente, sábado 12, en la mayor intimidad. Hubo excepciones: el Contraalmirante Oscar Lebel, enemigo desde el principio de la dictadura y colaborador de Julio en varias acciones de salvataje de ciudadanos perseguidos, el Presidente y el Secretario del Movimiento de Educadores por la Paz, Matilde y yo.

En una primera parte de esa mañana nos encontramos con una treintena de familiares en un recinto especial muy acogedor dispuesto por la funeraria. Allí estaba, laica y sobria, la urna con los restos de Julio. Sobre las doce, se organizó el cortejo hacia el Cementerio del Buceo, siempre unas treinta personas. Todo fue rápido. La familia dispone de un nicho (el número 519 de la sección interior paralela a la calle Tomás Basáñez), donde también están los restos de Julito Castro, el hijo ya fallecido de Julio.

En agosto de 1987, en un acto recordatorio que tuvo lugar en el Paraninfo de nuestra Universidad al cumplirse los diez años de la desaparición de Julio, pronuncié unas palabras que incluían las siguientes: “En sociedades en que no se puede vivir sin documentos, el desaparecido se va convirtiendo en un indocumentado. Es urgente interrumpir este maleficio, movilizar las voluntades, desempolvar las leyes y lograr que las flores cultivadas durante la espera reposen al fin, sobre la losa que les corresponde”.

De modo que fui a una florería cercana a la funeraria y compré una hermosa rosa roja. Se me explicó que era importada de Ecuador, país donde Julio había trabajado durante seis años en programas de alfabetización y cuya capital, Quito, cuenta con una calle que lleva, en hospitalario reconocimiento, el nombre de Julio Castro.

A mi pedido los sepultureros colocaron mi rosa (no, no era mía, era de todos nosotros y sobre todo de Zaira, la esposa de Julio ya fallecida) sobre la pequeña caja, donde quedó, acompañándolo.

Hubo unas breves palabras de su hija Hebe agradeciendo la asistencia de todos y cada uno regresó a lo suyo.

Para mí, ha concluido una trágica búsqueda que ha permitido un reencuentro humilde, silencioso, auténtico. Como si diéramos vuelta una página y confirmáramos que la mitad del libro sigue teniendo sus hojas en blanco. Nos corresponde llenarlas, ante todo rindiendo homenajes al Maestro y al Periodista que tanto aportó a la historia de nuestras ideas y que por ellas sacrificó su vida. Lo haremos. Y persistiremos en hacer todo lo posible por lograr que la Justicia cumpla con el deber de arrancar de sus asesinos la Verdad que durante treinta y cinco años nos han ocultado, a sus familiares, a sus colegas, a sus amigos, al Pueblo todo. Como en tantos otros casos, rodeados todavía por mayores sombras. Julio ya descansa de su fecundo y trágico viaje. Nosotros no tenemos, por ahora, derecho al descanso. Es mi invitación, que les hago llegar con un dolorido abrazo,

Miguel Soler Roca,

Montevideo, mayo de 2012

Última carta a los amigos

Queridos amigos y amigas:

Les escribo el 2 de agosto desde el hotel residencia donde Matilde y yo hemos elegido vivir para superar las fuertes limitaciones que nos imponía vivir en nuestra casa del Edificio Censa. Son estos días muy difíciles para todo el mundo y cada uno los enfrenta como puede. Yo los vivo con el constante recuerdo de Julio Castro, asesinado precisamente a principios de agosto hace ya 43 años.

Debo comenzar diciéndoles que en términos generales estamos bien, con nuestros respectivos 98 y 88 años de edad y las dolencias que les son propias tanto en lo físico como en lo psíquico. Reconocemos que el cambio de vivienda ha sido muy impactante pero habíamos llegado a la conclusión de que debíamos hacerlo. Teníamos orden médica de no estar nunca solos y el acatamiento de este régimen tenía muchas exigencias difíciles de seguir sosteniendo. Hace ya algunos años habíamos decidido que viviríamos nuestra vejez avanzada en un lugar donde todas las necesidades de la vida cotidiana fueran resueltas en régimen colectivo. Escogimos la residencia Hotel Lafayette, hotel desde siempre, y desde hace un año con una parte del edificio organizada como residencia, con una cincuentena de residentes ancianos. Ocupamos uno de los departamentos más amplios y cómodos, en el noveno piso. Podríamos decir que es un monoambiente con dormitorio, escritorio y cuarto de baño. Se nos sirven cuatro comidas diarias aceptables y luego del almuerzo se puede participar, voluntariamente, en actividades para acortar la jornada de encierro.

El escritorio, donde me he instalado y el dormitorio tienen unos ventanales que nos permiten ver el Río de la Plata, algunos edificios asoleados y también las densas nieblas típicas del paisaje invernal uruguayo. Ahora continúo escribiéndoles el 10 de agosto porque, parece mentira que así sea, he estado muy ocupado. Como en todos lados, el Covid 9 se hace sentir con severidad. En la residencia, siguiendo el régimen de vida que se nos ha impuesto, no se entra ni se sale. La prioridad es la salud; no salimos sino para consultas médicas y no hemos tenido otras visitas que la de técnicos sanitarios. Mi hija Mariana viene de vez en cuando para llevar y traer cosas, pero no puede subir a nuestra pieza. Yo bajo y converso con ella lo indispensable en la sala de recepción, separados por un vidrio que nos impide todo contacto físico. Es prácticamente un triste régimen carcelario, cuyo fin deseamos todos sea lo más cercano posible. Pero no nos quejamos, la televisión, la radio y el teléfono nos hacen saber que la situación mundial es mucho peor que la nuestra. El contacto permanente con las jóvenes empleadas, por cierto de extrema amabilidad para con nosotros, atenúa la senilidad del conjunto.

Desde hace años yo venía trabajando en una obra titulada Valió la pena. No se trata de una autobiografía sino de un conjunto de reflexiones principalmente relacionadas con la educación. La organicé en siete partes detallando bastante el contenido de cada una. Tres de esas partes ya están redactadas. Desde 2016 me he tenido que limitar a reunir centenares de notas, datos y pensamientos como base de la futura redacción de las cuatro partes restantes que son las más tentadoras para mí. También pude dar forma, publicar con la FUM y distribuir una obra a la que titulé Rastrojos, que me resultó menos riesgosa para mi salud porque en ella solo tuve que reunir materiales muy diversos escritos en el pasado.

He traído a mi etapa en la Residencia Lafayette – que presiento será la última de mi vida- el material indispensable para proseguir la redacción de Valió la pena, pero todavía no he arrancado con la labor, mientras el mundo se desgasta y da lugar a que el título de mi obra pase a ser ¿Valió la pena?

Ya ven en qué ando, compartiendo dudas con Matilde y mis amigos más cercanos, privado de ver a mis bisnietos desde hace cinco meses. No se apenen por el contenido de este relato, me mantengo muy cerca de ser el que siempre fui, con mis obstinaciones tan catalanas y el fruto de la experiencia de haber luchado contra la cruel, injustificada y creciente pobreza de nuestros campesinos y sus niños.

Para que mi trabajo valga la pena debo llevar mi tozudez creadora hasta el final. La amistad de ustedes, juntamente con la comprensión y paciencia de mis familiares, me ayudarán a lograrlo.


Reciban el abrazo de siempre de Miguel.

Categorías
Número 71

Emir de veras / Homero Alsina Thevenet

Revista Malabia número 71
Mundo Nuevo, por Nick Ravangel

Emir de veras / Homero Alsina Thevenet

Tuve mis diferencias con Emir Rodríguez Monegal, pero también las tuvieron Carlos Quijano, veinte intelectuales que fueron sus contemporáneos y media docena de mujeres que atravesaron su complicada vida. Si hoy importa mencionar diferencias, después de su penosa muerte, es porque ningún perfil de Emir sería cierto sin su pequeño porcentaje de asperezas.

En mi caso, todos los conflictos fueron triviales, carecen de interés histórico y terminaron superados por el compendio de cariño y respeto que sentí por él, en una mezcla agridulce que fue experimentada con diversos sabores por Hugo Alfaro, Mario Benedetti, Maneco Flores, Carlos Maggi, Carlos Martínez Moreno, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Idea Vilariño y otros integrantes de una presunta generación del 45 que irremediablemente se está esfumando poco a poco. Con cierta ventaja sobre otros, tuve el privilegio de compartir con Emir muchas tareas, a lo largo de cuarenta años y a menudo en el mismo frente de batalla. Eso nos enseñó a limar los inevitables desbarajustes que se producen hasta en los más armoniosos y prolongados matrimonios. A cierta altura nos poníamos de acuerdo en que estábamos en desacuerdo (sic) y a partir de ahí teníamos mucho por hacer. En buena medida lo hicimos juntos, pero él lo hizo mejor.

Debió ser en 1941 que conocí a Emir en los pasillos universitarios donde ambos terminaríamos por interrumpir los preparatorios de Derecho. Me recuerdo deslumbrado en esas primeras semanas por su memoria, por los tesoros de su biblioteca, por la variedad de sus inquietudes estéticas, que entonces no supe calibrar. Había una guerra en el mundo, mientras Emir se preocupaba no sólo de la cultura sino del contexto social en que la cultura existía, con una indagación de lo que él demasiadas veces llamó «raíces». En alguna oportunidad posterior le señalé que estaba abusando del término, pero con ello sólo conseguí una disertación sobre la complejidad de los fenómenos humanos. Insoportablemente, solía tener razón y, además, estaba empeñado en tenerla. Esos y otros ejercicios de esgrima comenzaron una amistad duradera, con la fecundación recíproca que aportaron los amigos comunes y quienes eran en rigor nuestros mayores (Artura Despouey, Onetti) más la provocativa coincidencia de que en 1941 se estrenara El ciudadano de Welles, excitando las neuronas uruguayas mucho antes que las francesas. El azar quiso que yo me hubiera acercado ya al periodismo y que ese poderoso virus se infiltrara en Emir. También el azar determinó que en 1944 yo atravesara una plácida convalescencia y él se apresurara a enriquecerla con La montaña mágica de Thomas Mann, con Moby Dick de Melville, con los tomos de Proust, que fueron estreno absoluto para ese barrio. Y el mismo azar acercó nuestros domicilios a unos doscientos metros de distancia, cuando Emir se casó y tuvo su domicilio en la calle Ossorio (Pocitos nuevo), hacia 1947-1950, justo cuando compartimos algunos trabajos.

En rigor, debo a Emir una ampliación de horizontes. Porque no fue el azar el que me atrajo a él, sino su creciente sabiduría y la habilidad con que terminó por impartirla. Definir a Emir como un pozo de erudición fue una torpeza frecuente, pero conformarse con ese retrato es quedarse a mitad de camino. Tenía ciertamente toda la literatura y casi todo el teatro en su cabeza, desde las tragedias griegas hasta las novelas policiales estadounidenses, más todo un repertorio rioplatense y latinoamericano que gradualmente se concretó en libros y folletos sobre Horacio Quiroga, Andrés Bello, José Enrique Rodó y desde luego Borges, que pasó a ser hacia 1943 su dedicación preferencial. Mucho después, cuando la Enciclopedia Británica resolvió conceder a Borges el honor de un ensayo especial, confió la tarea a Emir, y ese excelente texto enriquece hoy el tomo 3 de la edición de 1977. Pero ni antes ni después fue Emir sólo un erudito, sino sobre todo un combativo profesor. Revisaba inquisitivamente las concepciones ajenas, las rastreaba hasta sus queridas raíces y a menudo las impugnaba con modales de cumplido gentleman, proponiendo relecturas, revisiones y prolongaciones de aquello que creía mal comprendido. A cierta altura, todo el Uruguay podía ser su aula de clase. Fue en la página literaria de marcha que hizo sus informes sintéticos y puntuales de Kafka, Henry James, sobre Proust, sobre Jean Paul Sartre, descubriendo mundos distintos a una generación. No se lo agradecieron bastante, y desde la perspectiva actual aquellas exploraciones pueden parecer un lugar común, sin la carga reveladora que tuvieron entonces. Pero lo mismo haría la perspectiva actual con la Revolución Rusa de 1917. Aquella vocación didáctica surgió de un joven culto e introvertido en 1941, en parte porque otros (también yo) lo empujaron a poner en circulación lo mucho que sabía.

Hacia 1942, Emir asomó tímidamente en las páginas de Cine Radio Actualidad y poco después ya era profesor de literatura. Durante 1945-1952 compartí con él los afanes de Marcha, que son toda una historia y hoy suenan a leyenda. En 1952-1955 integramos el pequeño milagro que fue la revista Film, publicada por Cine Universitario. En 1960-1965 los rigores diarios de la página de Espectáculos del diario El País, que dejó alguna marca. Los viajes nos distanciaron físicamente, en buena medida porque Emir adquirió celebridad internacional. En 1980 él vivía en USA y yo en Barcelona, cuando me sorprendió con la propuesta de que le tradujera su Borges al español, primero porque su libro sólo existía en su versión inglesa, segundo porque el Fondo de Cultura Económica (México) necesitaba el texto con cierta urgencia y tercero porque no tenía tiempo material de hacerlo. El libro era y es admirable, con rincones de Borges que pocos conocen, pero la propuesta era asombrosa. Había que poner a Emir en español, aunque él mismo era a esa altura un estilista consumado. Quise hacerlo con mis mejores luces, justificándome en que yo podía conocer mejor que nadie los giros verbales de Emir. Y por otra parte, en lo que ya era un hábito para ambos, él pedía una «lectura crítica» para subsanar repeticiones, contradicciones, omisiones y otros pequeños baches que se deslizan en un libro de 500 páginas. Después la editorial demoró la publicación, pero creo que Emir quedó satisfecho, porque así lo dijo en el excelente y postrero reportaje que le hizo Ruben Cotelo para la revista Jaque. Emir no podía acometer su propia traducción porque era una persona muy ocupada debido a su mente irrefrenable, por lo que siempre buscaba hacer cosas que había descuidado antes. Las dos semanas de vacaciones que tuvo en Yale en 1979 las dedicó a dar unos cursos en Los Ángeles al mismo tiempo que preparaba una ponencia para un congreso literario europeo.

Un día de 1950 lo visitamos con Alfara para documentarnos sobre Juana de Arco, cuando era inminente el estreno de la versión cinematográfica con Ingrid Bergman. Entonces entresacó y leyó a gran velocidad tres capítulos de un enorme tratado francés y a la semana siguiente me contó, con aire casual, que se había entusiasmado tanto con el texto que terminó leyendo sus seiscientas páginas. Fue en esa época que se puso a comparar escritos de Proust con su versión inglesa y se entusiasmó tanto que terminó leyendo los tomos de A la recherche du temps perdu en su original francés. En 1952, en un Festival de Punta del Este, experimentamos juntos nuestro primer Bergman (Juventud divino tesoro). Esa noche de hotel se hizo larga y rica con el coloquio para revisar y desentrañar el hallazgo. Este dato podría servir para revisar y desentrañar el hallazgo y despejar otras leyendas, porque fueron once los críticos uruguayos que descubrieron simultáneamente a Bergman en aquella semana balnearia. Eso dejó una semilla, primero porque aparecieron otros trabajos del sueco durante la etapa inmediata, y después porque en 1964, robando tiempo a El País, terminamos por recopilar conjuntamente una serie de crónicas de ambos para un libro que se tituló Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico. Hace muy poco bromeamos que si ese libro hubiera llegado a la fama su título correcto debería haber sido Early Bergman. Pero no ocurrió.

Los rasgos notorios anotados por los testigos de Emir fueron su capacidad de trabajo y su velocidad de escritura, con lo que se desplegó sucesiva y alternadamente como crítico de literatura, de cine, de teatro, de artes plásticas y como autor de una docena de libros y folletos, como editor de revistas literarias (Número de Montevideo, Mundo Nuevo de parís). como partícipe de congreso, como profesor de muchos cursos y especialmente como director del departamento de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Yale, cargo que ocupó hasta su muerte y que dejó una siembra de discípulos. A eso habría que agregar dos matrimonios, tres hijos, el interés ocasional por el psicoanálisis, la singular competencia para el baile de salón.

Pese a todo, era un hombre sociable, aunque prescindía del automóvil, del cigarrillo, de los naipes y del deporte, incluso del ajedrez.

Quienes le conocieron, con mayor o menor fortuna, supieron que su curiosidad intelectual había rendido frutos durante cuatro décadas, aunque para eso también le fue necesario irse del Uruguay, país que irradia exilios. Parte de esos frutos se advierten en sus mejores logros, como Borges y Yale.

Mientras otros profesores se contentarían con las Obras Completas de Borges (que son harto incompletas), Emir poseía casi todas las ediciones originales y hasta los insólitos recortes de lo que Borges escribía en El Hogar hacia 1937. Mientras muchos de sus colegas se conformaban con apoyarse en resúmenes y manuales, Emir podía aducir con fundamento que había leído a los autores brasileños en portugués y a Corneille o Racine en francés. Con cuatro idiomas, su memoria, una monstruosa biblioteca a cuestas y su resistencia a la fatiga, quedaba más allá de todo posible competidor. El mayor inconveniente de su amistad terminó por ser la necesidad de ayudarle en una mudanza, porque los libros pesan y es necesario ordenarlos.

Pero más allá de la biblioteca y la cultura misma, hay que señalar en él su insobornable análisis de las ideas propias y ajenas, lo cual tuvo su costo adicional en algunas polémicas, como lo supieron Roberto Ibáñez, Ricardo Paseyro y Ángel Rama entre otros. Fui testigo de algunos de esos choques y conseguí frenarle, ocasionalmente, algunas derivas personalistas mientras él corregía mis diversas inepcias juveniles. De hecho, aprendimos juntos una parte de lo que en periodismo sirve y una parte de lo que no sirve, en una depuración que se podría advertir en los pasos dados desde Marcha a Film, desde aquí a El País y después a otros países. Aprendimos que la prosa útil es la más económica y que un texto debe decir todo sin una palabra ni una frase de más. Aprendimos que el estilo no es una salsa que se agrega a la prosa sino la forma de encararla. Aprendimos que mantener todos los verbos en tercera persona es una maravillosa disciplina para lograr la objetividad. Y aprendimos algo que sólo cabe definir como crítica constructiva. En cierto sentido éramos hormas intercambiables para nuestros respectivos zapatos y llegamos rápidamente a una fórmula que aplicamos durante cuatro décadas. Nos leeríamos recíprocamente las notas antes de darlas al taller y formularíamos abiertamente las observaciones. La norma era prescindir de personalismos y de todo el orgullo posible. Más aún, la orden era «cien por ciento de franqueza y cero por ciento de ofensa». Será prudente no imponer esas reglas de oro a los bulliciosos, personalistas y juveniles periodistas de hoy, pero ahora mismo me gustaría que Emir leyera este recordatorio, cuando, tristemente, ya no puede.


5 de diciembre de 1985

Categorías
Número 71

Emir Rodríguez Monegal y la revista Mundo Nuevo / Nick Ravangel

Revista Malabia número 71
Mundo Nuevo, por Nick Ravangel

Emir Rodríguez Monegal y la revista Mundo Nuevo / Nick Ravangel

Los años sesenta son en Uruguay, por encima de todo, años de búsqueda. El país que vivía de espaldas a América Latina, el país de los empleados públicos, de la siesta, de la gente amable y tranquila, despertó de repente al borde del abismo. La reconstrucción europea, el fin de la guerra de Corea, la aparición de nuevos competidores, hundieron el precio de las materias primas. El país comenzó a endeudarse. De repente, en pleno desconcierto, aparecieron la revolución cubana y la guerrilla continental mostrando otro camino posible. «Obreros y estudiantes, unidos y adelante«, surgió como consigna cuyo clamor encendía la calle mientras los historiadores rompían con la edulcorada y heroica historia nacional mostrándonos el “rostro terrible de la patria”. El discurso de cambio fue avanzando y se profundizó, incluso hasta desembocar, parte del mismo, en la guerrilla urbana (Tupamaros). Mientras tanto, del exterior llegaban el gran cine italiano explicando aconteceres y adivinando futuros, Bergman con sus complejidades humanas, la literatura latinoamericana pronta para el boom que conquistaría Europa, la Beat Generation norteamericana, el movimiento Hippy, la reivindicación de las minorías, el cuestionamiento de la familia como institución, el intento de cuestionar al padre padrone, la libertad sexual, la vida vista desde la óptica de los perdedores. El capitalismo, poderoso y en auge, no iba a permitir por mucho tiempo semejante estado de cosas. El choque será inevitable y terminará en la contra revolución cultural neoliberal.

Durante esos años se suceden la invasión fallida de Cuba a cargo de los Estados Unidos, la crisis de los misiles, también en Cuba, que pone al mundo al borde de otra guerra mundial, el inicio del conflicto armado en Colombia y la dictadura militar en Argentina en 1966 que durará hasta 1973. A todo este panorama nacional y continental agreguemos el asesinato de Lumumba, líder de la independencia del Congo, del presidente Kennedy, de Malcolm X, de Martin Luther King y la prisión de Nelson Mandela. Y todo dentro de la Guerra Fría, en el choque entre dos formas diferentes de encarar la economía. Es necesario recalcar (incluso hoy) que la batalla económica la estaba ganando Occidente, pero estaba perdiendo la cultural, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Por eso hablamos de contra revolución cultural neoliberal, parte de la cual, y muy importante, es el tema de la revista que tratamos en este número.

En este contexto de crisis total Rodríguez Monegal funda, (1966) en París, Mundo Nuevo. Su verdadera intención -reconocida hasta por quienes lo atacaron y muy difícil de entender hoy, cuando prima lo económico sobre cualquier otro aspecto- era difundir la literatura de calidad (con ese fin invitó a escritores notorios, entre ellos los cubanos):

«He aceptado (la propuesta de apoyarme y financiarme) porque el Grupo que me la ofrece, vinculado al Congreso por la Libertad de la Cultura pero no dependiente de él, me asegura total libertad de elección y orientación. Entre las cosas que he especificado con total claridad, deletreándolas, está la colaboración de intelectuales cubanos. Hay que erradicar el maccarthismo».

La invitación recibió esta respuesta de Fernández Retamar, entonces Director de la Casa de las Américas:

«El Congreso por la Libertad de la Cultura es una organización creada para algo, que es, precisamente, lo contrario de lo que nuestros países requieren (…) Tiene como única misión la defensa de los intereses imperialistas de Estados Unidos, agenciándose para ello la colaboración de intelectuales de diversos matices, algunos de los cuales no son necesariamente hostiles a nuestras causas. ¿O debemos creer que el imperialismo norteamericano, al margen de ciertas hazañas en el Congo, Vietnam o Santo Domingo, se ha entregado de repente al patrocinio desinteresado de las puras tareas del espíritu en el mundo, sobre todo en nuestro mundo, y te envían a París para darle a América Latina la revista que su literatura requiere?».

La aparición de la revista Mundo Nuevo coincide con el cierre de Cuadernos, una publicación del Departamento Latinoamericano del Congreso por la Libertad de la Cultura, que fue entonces reemplazado por el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales, ILARI. La nueva revista era más dinámica que la anterior, más fácil de leer y, es bueno insistir, de calidad incuestionable. Su aparición coincidió con unas circunstancias históricas especiales, entre ellas la recién nacida Revolución Cubana que impactó a los escritores latinoamericanos con tal fuerza que la mayoría hicieron suya la causa. Al haber planteado Rodríguez Monegal su publicación como plural, abierta, sin intereses ideológicos ni pretensiones políticas en tales circunstancias (lo había prometido a sus amistades e invitados a participar), las sospechas surgieron de inmediato, y la acusación de ser un instrumento de organizaciones con intereses desestabilizadores claros se hizo constante, sobre todo de parte del semanario uruguayo Marcha y Casa de las Américas, que acusaban a la revista de ser un instrumento de la CIA porque trabajaba por la neutralidad de la cultura, la despolitización de los intelectuales y un lenguaje de izquierda «camaleónico».

En 1967, pese a que The New York Times publicara unos reportajes que probaban que la CIA había sido el soporte del Congreso, Monegal seguía insistiendo en la libertad de la revista. Las defecciones se fueron amontonando entonces, una de ellas la de García Márquez: «En estas condiciones, Señor Director, no me sorprendería que usted fuera el primero en entender que no vuelva a colaborar en Nuevo Mundo mientras esa revista mantenga cualquier vínculo con un organismo que nos ha colocado, a usted, a mí y a tantos amigos en esta abrumadora situación de cornudos«.

Monegal condenó la actuación de la CIA y trató de comprender al Congreso explicando que era una institución propia de la Guerra Fría «en la que dos superimperios de ideologías opuestas y aparentemente monolíticas se dividían encarnizadamente el mundo» y lamentando el daño causado a los escritores que comprometieron su nombre en el proyecto ignorando la procedencia dudosa de los fondos: «Por un lado, es víctima de la calumnia de la reacción organizada, de la pandilla maccarthista o stalinista; por el otro sufre el engaño de la CIA» Sin embargo, todavía creía en la capacidad del intelectual para resistir la coacción: «La CIA, u otros corruptores de ambos bandos, pueden pagar a los intelectuales independientes sin que lo sepan. Lo que no pueden es comprarlos«.

Los escritores, no obstante, fueron renunciando a participar y el nivel cayó. En 1968 la Fundación Ford se hizo cargo de la revista pero con condiciones: en tres años debía autofinanciarse y su sede pasar de París a América Latina. Monegal no aceptó las condiciones.

Mundo Nuevo será publicada hasta 1971 en Buenos Aires y con un tono más conservador, que contrastaba con el tono progresista de la época Monegal, y sin firmas conocidas.

Para muchos estudiosos, como la Profesora de Filosofía de la Historia María Mudrovcic (Argentina) y autora de un profundo estudio sobre el tema, la revista fue un instrumento destinado a infiltrar en la cultura latinoamericana ciertos conceptos sobre el trabajo intelectual y la figura del escritor. Según su opinión -y la de muchos otros-, se trataba de neutralizar la cultura latinoamericana despolitizándola a través de un discurso integracionista de tono moderado y ecléctico y evadiendo de forma sistemática la polémica verbal. Para lograr ese objetivo se sublimaba al escritor independiente que resistía las presiones de ambos bandos, un verdadero héroe.

No cabe duda que la verdadera intención de Monegal era fundar una revista que diera cabida a una amplia gama de escritos no seleccionados por posturas políticas sino por su aporte a la cultura. No olvidemos que participaron, entre otros muchos, Carlos Fuentes, Severo Sarduy, Guimaraes Rosa, Cabrera Infante, García Márquez, José Donoso, Nicanor Parra, Neruda, Jorge Edwards, Sábato, Roa Bastos. Octavio Paz, Vargas Llosa, Borges, Marechal, Ernesto Cardenal, Lezama Lima. Pero en todo el proceso de publicación su actitud muestra una gran dosis de ingenuidad. Creer que una organización, cualquiera sea, va a financiar un medio de comunicación cultural (o sea, de escasos beneficios económicos) en épocas políticas convulsas sin obtener nada a cambio, lo demuestra.

Las justificaciones de Monegal para mantenerse en su terca posición son varias. En la presentación había planteado una publicación que hiciera visibles, a nivel mundial, a los escritores latinoamericanos y que fuera independiente, que no respondiera a ninguno de los dos bandos en pugna. Dejaba de lado, curiosamente, que estaba financiada por uno de esos bandos. Ángel Rama decía al respecto en una carta: «El Centro del Congreso por la libertad de la cultura (aunque ahora resolvieron no usar más ese nombre) ha abierto centros en Montevideo, Buenos Aires y Santiago. Proclaman el desgaste de los esquemas ideológicos (tesis de Lipset, Shils, etc.), la necesidad de una creación ajena a la política, el pluralismo ideológico. Se dirigen de preferencia a la izquierda no comunista -claro, en la izquierda están todos los intelectuales y artistas que valen- invitándola. En todos lados han fundado revistas que se apoyan y han cumplido innumerables exposiciones de artistas plásticos modernísimos. Lo que viene será todavía peor».

Monegal también matizaba constantemente su opinión sobre el papel de Estados Unidos como potencia, planteando que el país había sustituido la dirección política por otra militar, por lo que la reprobación de sus actos no debía hacerse a EEUU como unidad sino a una indeterminada dirección militar (este razonamiento nos trae a la mente la película «Algunos hombres buenos» y algunas teorías conspiranoicas tan en boga). Llegaba, además, a la conclusión (apoyado por Max Aub) de que en el caso de Estados Unidos sería más adecuado hablar de hegemonía que de imperialismo, porque era un país descentralizado, con rivalidad entre los distintos órganos del Estado y hasta en instituciones no oficiales, con multiplicidad de opiniones y puntos de vista, lo que permitía actividades, sobre todo culturales, patrocinadas por sus organizaciones con un margen de tolerancia y latitud impresionantes. La conclusión que sacaba de ese razonamiento era que la resistencia a concentrar el poder en una sola mano impide que EEUU se vuelva uno de los imperios más abusivos de la historia.

En 1982, cuando la dictadura le había prohibido la entrada a Uruguay porque lo acusaba de apoyar a los tupamaros con el dinero que enviaba a su hija, que formaba parte de la organización rebelde, Monegal escribiría lo siguiente en una serie de fascículos muy populares (Editorial Orbis) en los que estaba a cargo de la opinión sobre los escritores íberoamericanos:

«Desde sus orígenes, la literatura de la América hispana fue política. Es decir: estuvo comprometida con la circunstancia específica de cada nacionalidad y con las alternativas de una historia que pronto habría de demostrar que la liberación de la tiranía de España no significaba la libertad. Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada, y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo) habrían de demostrar muy pronto que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un largo siglo de anarquía, guerras civiles y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales que trataron de aprovechar al descalabro del imperio español (Inglaterra y Francia en la cuenca del Plata, la últimas en México) y la emergencia del poder imperial de Estados Unidos (que se hizo sentir sobre todo en el expolio de México y en la intervención en la cuanca del Caribe), confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX».


Que el lector saque sus propias conclusiones.

Categorías
Número 71

Una jornada particular / Federico Nogara

Revista Malabia número 71
Una jornada particular, por Federico Nogara

Una jornada particular / Federico Nogara

A Eduardo Pons Prades,
a quien tuve la suerte de conocer

Hace ahora muchos años, el editor José Membrive (Ediciones Carena) se decidió a publicar un libro sobre Camilo José Cela escrito por quien fuera uno de sus secretarios. Debo aclarar que Membrive no sólo ha editado libros durante más de treinta años (algunos de calidad excelsa), sino que ha estado comprometido con la cultura de diversas formas.

Luego de tener ese libro en sus manos, comenzó a plantearse los nombres de los integrantes de la mesa de presentación, a realizarse en el FNAC de la Avenida Diagonal de Barcelona. Por aquel entonces su editorial había publicado la última edición del conocido Mujeres para la historia de Antonina Rodrigo. La conexión entre Cela y Eduardo Pons Prades, compañero de Antonina, ambos fundadores de la Editorial Alfaguara, hizo lógica la participación de este último en el acto.

Llegado el momento, todo transcurrió de manera normal en una sala abarrotada de gente, hasta que, de forma inadvertida, la situación comenzó a torcerse. Quizá fueron los elogios desmedidos del secretario a su jefe, los aplausos estridentes, casi ovaciones, las cabezadas de satisfacción del editor, o el ambiente general de siesta dada la hora temprana de la tarde. Lo cierto es que cuando le tocó el turno a Eduardo, puso en escena al peor Cela, un hombre al servicio de las clases acomodadas, franquista, mal educado, interesado por el dinero, zafio.

Para el ciudadano común español -presencia mayoritaria en la sala repleta-, que a esas alturas (principios de siglo) ya comenzaba a ser educado dentro de la cultura de masas y por lo tanto se iba acostumbrando a las semblanzas de escritores en las que la buena imagen es parte fundamental de la conformación de un producto literario cuyo objetivo es la venta, aquello cayó como una bomba. Hubo protestas y abucheos. Una señora se levantó, gritó la genialidad de Cela y sin esperar respuesta se fue a la carrera. Varios señores, de pie, pedían la palabra.

Yo había concurrido con varios asiduos a unas tertulias que se desarrollaron primero en el barrio del Raval y luego en el bar Nostromo, en las que Eduardo había participado en varias ocasiones. Quizá fuimos los únicos, o los pocos, que aplaudimos.

Aquello terminó siendo un aquelarre que los esfuerzos del editor no lograban apaciguar. Unos querían hablar, otros protestaban, los más se iban. Pedí la palabra para exigir cordura y defender una presentación de libro polémica que por eso me parecía brillante. Mi acento uruguayo sólo consiguió echar más leña al fuego. Un anarquista desaforado defendido por un sudamericano que debía ser igual o peor que él, hasta ahí podíamos llegar. Varias personas me increparon diciendo que un recién llegado poco podía saber sobre cultura hispánica. En ese momento tomó la palabra el autor del libro, a quien todos habíamos olvidado, enfrascados como estábamos en otras cosas. El hombre sostuvo, en tono desconsolado, que las discusiones estaban muy bien, pero que él sólo había pretendido presentar el libro para hacer un poco de publicidad del mismo y tratar de venderlo y la participación de Eduardo Pons había desatado el efecto contrario. Sus palabras despertaron la compasión general, consiguieron la calma y abrieron la posibilidad de intervención a Membrive, que cerró el acto haciendo un sentido panegírico a la libertad de expresión y la tolerancia.

La concurrencia comenzó a retirarse, el escritor a firmar ejemplares, alrededor del editor se formó el clásico corro, colofón de cualquier acto, y Eduardo quedó solo a un costado. Nosotros corrimos a hacerle compañía. Personalmente, pensaba que estaría compungido, quizás arrepentido. Por eso mis primeras palabras fueron de consuelo. Él me miró sorprendido y me dijo: “Pero si yo quería que hubiera polémica, intercambio, a eso vine”. Acto seguido sonrió. Entonces comprendí. Estaba ante alguien que había estado cara a cara con la muerte durante toda su vida, que había sufrido torturas y prisión, que había vivido despidiendo a sus compañeros, a sus amigos, y había discutido en asambleas interminables sobre cuestiones vitales como combates, armas y subsistencia. Ese alguien debía necesariamente tener una visión de la vida diferente a la de la mayoría de los asistentes a la presentación del libro. Porque él vivía en otra parte, esa a la que sólo una minoría puede llegar.

Categorías
Número 71

Vamos a menos / Juan Goytisolo

Revista Malabia número 71

Vamos a menos / Juan Goytisolo

La decisión del jurado del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si hubiera alguna necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grosera del esperpento. Sí, Spain is different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de amor del laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se atreve a decir su nombre, al secretario de Estado para la Cultura (¡»Ay, mi amor, cuántas cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con vosotros. Cuenta conmigo para lo que quieras»); sus expresiones chulas e insultantes respecto a los otros candidatos, entre quienes por fortuna no me hallaba yo («ahora sí que les hemos jodido bien» , «esto es la polla»); sus muy rendidas gracias a quienes «se lo han trabajado (el premio) a muerte» (su padrino José Hierro y el crítico estrella de este periódico), resultarían incomprensibles en otro país que el nuestro. En la flamante España que va a más, la ignorancia, desfachatez y venalidad reinantes permiten galardonar no a Valente, sino a don José García Nieto, pues en razón de la ausencia casi general de criterios de valor, todo vale. En corto, la cultura ha sido sustituida por un simulacro mediático y nadie o muy pocos elevan la voz contra ese estado de cosas. La resignación y el conformismo con los poderes fácticos reinan en el campo literario como en los felices tiempos del franquismo.

Lo más extraordinario de este inefable festival de burlas y vanidades es la insistencia del galardonado en la índole «política» de su premio y su recompensa a la «España progresista» que él encarna. ¡El autoproclamado escritor de izquierdas, e incluso rojo, publicaba sin duda en Cuadernos de Ruedo Ibérico o Nuestras ideas y no en La Gaceta Literaria! Para un memorialista de su pedigrí, la desmemoria que afecta a la vida española es una baza única. ¡Del patrocinio de Juan Aparicio al de Luis Alberto de Cuenca, qué impecable trayectoria de izquierdas!

Mas lo ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer escritor- no puede considerarse como un hecho aislado: se inscribe en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y el buen gusto. La distinción fundamental entre el texto literario y el producto editorial ha sido cuidadosamente borrada y, para emplear los términos acuñados por Antonio Saura, el «hipo de la moda» se confunde con la «moderna intensidad». No tengo nada en contra de los buenos «productos» que sirven de soporte material a la publicación de obras minoritarias y de mayor enjundia. Una gran editorial como Gallimard -a la que se tributó un merecido homenaje en la Feria del Libro de Guadalajara- ha sabido combinar unos y otros durante casi un siglo hasta componer un catálogo digno de admiración. Pero en España, en donde la cultura es escasa y superficial, víctima de nuestra trágica discontinuidad histórica -¿puede considerarse «normal» un país en el que el lector no pudo acceder al disfrute de una obra como La Regenta durante más de cuarenta años?-, el empeño de algunos en sostener la obra de calidad lucha quijotescamente contra la ignorancia de los más y la demostrada incompetencia de los dómines de la cultura. Si a ello añadimos el hecho de que la educación se ha convertido en una nueva forma de calamidad pública -como señaló recientemente Juan Pablo Fusi, el nivel de conocimientos de los universitarios de hoy en las disciplinas de humanidades es tal vez inferior al de los colegios de enseñanza media de la Institución Libre de Enseñanza de los tiempos de Cánovas-, obtendremos un cuadro completo de la desertificación ética y literaria de nuestra España de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos. No hay que extrañarse así de que en este clima triunfalista y deletéreo de sometimiento a lo inane, pero mediático -o por decir mejor, de mediático por lo inane-, asistamos a la reproducción clónica de premios y obras premiadas en los que el contenido del libro viene determinado de antemano por estrategias e imperativos de su promoción. Una buena promoción suple con creces la baratija impresa y atenúa el hedor de lo manido y rancio con un buen empaquetado de regalo de Nina Ricci o Dior. Todo ello no sería posible sin la complicidad activa o pasiva de las páginas culturales de los grandes periódicos, dependientes, como nadie ignora, de intereses políticos o empresariales más o menos confesables. Cualquier crítico o escritor de escaso fuste pero de muchas campanillas puede pontificar sobre la «retórica hueca» de Valente o perdonar la vida a Borges mientras proclama al inefable cervantes de las botas negras brillantes y pañuelo rosa o de bufanda blanca y pantalón rojo eléctrico, lo mismo da, el mejor escritor de todas las Españas. Cualquier avispado columnista de cartón piedra puede establecer, con ayuda o sin ayuda del ministerio, su canon literario y forjarse de ese modo, a costa de omisiones mezquinas y flagrantes desafueros, una pequeña celebridad. Los amores y desamores de los pretendientes a Bloom mas de integridad condigna de un cabecilla de taifa, reflejan fielmente lo que escribió Cernuda -a quien no se lee y se cita con desparpajo- en uno de sus ensayos: «Lo lamento, pero la crítica no consiste como creen ahí, en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquellos detestados por el crítico, sino en otra cosa«. Para desdicha nuestra, esa «otra cosa» sigue brillando por su ausencia. Recuerdo una reseña de una novela de difícil repercusión fuera de España en la que el crítico prodigó 16 adjetivos de elogio (cinco de ellos terminados en ante). El mismo crítico se despachó a gusto con otra -ésta sí traducida posteriormente a varias lenguas no obstante su índole minoritaria- con un número apenas inferior de frases o términos demoledores y despectivos.

Pero en un caldo de cultivo como el de nuestra villa y corte, en el que la tontería y falsedades de las que habla Cernuda pasan por valores constantes y sonantes, nada significa ya nada. Igual da Gala que Martingala y Verdi que Monteverdi («basta quitarle el Monte», como dijo un musicólogo de tertulia). Los opiniónomos y sabios disciernen títulos de gloria o de infamia sin tomarse la molestia de leer a quienes trituran o ensalzan. (Hace años incurrí en la ingenuidad de presentarme a una plática radiofónica sobre la novela que acababa de publicar. Al llegar con unos minutos de antelación al estudio sorprendí a los contertulios mientras leían apresuradamente la contracubierta del libro para saber de qué iba. Los ejemplares a su disposición lucían una virginidad ajena a todo manoseo zafio. A pesar de ello, al empezar la charla, tres de ellos alabaron la obra y uno la criticó con dureza. Pero se trataba de una iluminación directa del Espíritu Santo, ya que ninguno la había leído).

Es una desdicha que el Paráclito no alumbre casi nunca las mentes de nuestros responsables culturales. Sus intervenciones salvíficas son más bien raras. ¡Ojalá tuviéramos con nosotros a este camarero de un restaurante popular de Monterrey que me habló de unas semanas de Disciplina Clericalis y de don Sem Tob! De depender de mí, le habría nombrado en el acto ministro de Educación.

La amenaza más grave que hoy pesa sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición sin combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la luna a los fabricantes de bestsellers y margina a quienes escriben sin anhelo de recompensa permaneciendo fieles a la ética del lenguaje. Como escribía en su bello discurso de recepción del Nobel el novelista chino Gao Xingjian: «Si el juicio estético del escritor debiera seguir las tendencias del mercado, ello equivaldría al suicidio de la literatura».

Para no suicidarse, el escritor tiene que aceptar en efecto la soledad creadora, mucho menos dramática por fortuna que la de quienes, como Osip Mandelstam o Bulgakov, no pudieron ver impresa su obra o perecieron a causa de su exigencia moral y estética insobornable. Evocar el destino de éstos o de algunos grandes creadores de nuestra lengua (de los que tan poco sabemos) resultaría una ayuda preciosa en el momento de afrontar la alternativa. No pienso aquí en las plumas serviles o zafias que existen tan sólo a la sombra del poder o gracias a su continua presencia mediática sino en aquellas que, dotadas de la sensibilidad innata del escritor capaz de plasmar su visión del mundo, sacrifican su precioso don al afán barato de hacer carrera.

Una prensa atenta a la educación ciudadana debería cuidar de la defensa de los valores literarios y artísticos más allá de las modas y combinaciones mercantiles. Dicha labor no es cómoda en un medio habituado a la confección y venta de productos de asimilación instantánea conforme a las normas de sociedades configuradas por el mercado global (productos consumidos a su vez por éstas con la misma facilidad y rapidez que las hamburguesas zampadas, digeridas y evacuadas de sus hamburgueserías). Pero los críticos que aceptan sin pestañear dicho orden de cosas y ensalzan regularmente las obras plastificadas y fabricadas en serie deberían comparecer ante un tribunal de deontología. Que los órganos de prensa venales o al servicio del poder -para el que la cultura es sólo un motivo de decoración o alarde vano- participen en tal almoneda no puede sorprender a nadie. En otros casos dicha conducta resulta más difícil de encajar.

El País es «algo más que un periódico». Es también, como sabemos, la matriz o pieza clave de un poderoso grupo empresarial con ramificaciones en el ámbito editorial y en diversos medios de comunicación de España e Iberoamérica. Su credibilidad informativa le ha permitido conquistar en buena ley una audiencia internacional y alzarse al nivel de los cuatro o cinco mejores periódicos del mundo. Merced a ello podemos disfrutar de la lectura de algunas de las mejores plumas españolas y extranjeras tocantes a los problemas y realidades acuciantes con los que debemos lidiar. En mis viajes a diversas zonas conflictivas a lo largo de la última década he podido comprobar igualmente la excepcional seriedad y competencia de sus corresponsales en los Balcanes, Rusia, Oriente Próximo y el Magreb. Pero advierto con creciente inquietud -y esto es la otra cara de la moneda, visible no obstante a todo observador sin anteojeras- la incidencia de una serie de presiones internas y externas, ligadas a su dimensión empresarial y a la imbricación que conlleva, que ponen a dura prueba en una de sus secciones sus designios de imparcialidad.

Si al cabo de los años leo siempre con el mismo incentivo las páginas de Opinión y las informaciones y crónicas internacionales (las de España me interesan menos con excepción de las que tocan el País Vasco, el racismo y la inmigración), en el campo cultural verifico a menudo la fuerza de estas presiones y la existencia de un lo nuestro y lo ajeno de un nosotros y ellos que justifican un muy diferente trato a autores y obras según pertenezcan o no al grupo multimedia o, lo que es peor, sean amigos o no de quienes a la sombra pinchan y cortan.

No descubro el Mediterráneo si señalo que algunas informaciones sobre el número de premios acumulados y ejemplares vendidos de un autor de la casa, reiterados con machaconería, corresponden más bien a las funciones de un buen agente literario que a las de un periódico serio cuya fiabilidad nadie debería poner en duda. Tampoco descubro el Atlántico si apunto al hecho de que el nombre de ciertos autores es escamoteado por causas que los interesados ignoran y que ese ninguneo llega a tales extremos que se puede informar sobre la presentación de un libro y omitir el nombre del presentador (esto acaeció la pasada primavera con la del bello poemario póstumo de Carlos Fuentes Lemus; su presentador, Julio Ríos, desapareció de la reseña del acto). Se me dirá que esto puede ocurrir en todos los diarios. Mas la índole sistemática de las promociones y ninguneos no debería sobrepasar ciertos límites so pena de afectar la confianza que deposita en ellos el lector.

Algunas omisiones, por minúsculas que sean, pueden acarrear consecuencias dañinas y citaré un ejemplo que me atañe. Cuando el imán Jomeini decretó su célebre fatwua contra Salman Rushdie, recibí en Marraquech una llamada telefónica de Londres para solicitar mi firma en una carta cuyo texto fue publicado al día siguiente en The Times. Por más señas, fui el único firmante español y el único que suscribió la protesta contra el desafuero en un país musulmán. Poco después, la misma carta, con sus signatarios, apareció en este periódico. Sólo faltaba mi firma, detalle insignificante al que no presté mayor atención. Pero he aquí que al cabo de unos años un colega me reprochó, de buena fe sin duda, haber negado mi apoyo al escritor perseguido. Entonces comprobé, con retraso, las secuelas de ciertas omisiones para mí tan misteriosas como las que existían en tiempos de la censura franquista, y lamenté no haber indicado públicamente el escamoteo de mi nombre en la lista reproducida en El País en forma de comunicado o anuncio.

Más allá de estas anécdotas de escaso interés para el lector, percibo en las páginas de Cultura los corolarios de una endogamia que se acentúa año a año. La existencia de unos intelectuales orgánicos, no ya al servicio de un partido político o grupo social, sino de la empresa, tiene a la corta o a la larga efectos negativos si no se toma conciencia de ello y no se adoptan medidas para circunscribir el mal. Todos conocemos a estos escritores (buenos o mediocres, lo mismo da) que están siempre en la brecha, allí donde deben estar y que si critican lo divino y lo humano se cuidan muy mucho de emitir el menor reparo al funcionamiento del sector cultural y a unos favoritismos de los que son los primeros beneficiarios. Tal vez eso sea inevitable y difícil de erradicar. Pero si desaparecen las voces críticas o son ahogadas por un discurso satisfecho y eufórico -como sucedía a otra escala, mucho más nociva, en los países del «socialismo real»- se corre el riesgo de aplaudir a quien habla de forma «autorizada»: en otras palabras, de confundir la voz propia con la de la sociedad.

Junto a la figura de Defensor del Lector a secas, habría que crear un Defensor del Lector literario, con el encargo expreso de señalar los usos y abusos de nuestro peculiar Parnaso con la ironía de un Larra o un Clarín; el elogio en el que no cree ni el que lo da ni el que lo lee ni a veces, si conserva una pizca de lucidez, el que lo recibe; los compadreos, aborrecimientos y exclusiones ajenos a toda ética y sentido común; la censura comercial, mucho más solapada y mortífera que la antigua censura religiosa, ideológica o política. Hoy, como hace 40 años, lo que entiendo por crítica literaria -extraño quizá a la mentalidad española, según creía Cernuda- se refugia de ordinario en unas pocas revistas independientes de toda subvención estatal y autonómica, como es el caso heroico de Quimera o Archipiélago, o recurre al libelo provocador pero saludable samizdat. Quién sabe si los foros espontáneos de internautas serán en el futuro la única alternativa viable a la trivialidad.

Las cosas no han cambiado mucho desde el día en el que el último cervantes llegó al café Gijón. En mi novela Don Julian -prohibida por los servicios del entonces padrino de aquél-, hablaba de «esas estatuas todavía sin pedestal, pero ya con la mímica y el desplante taurómacos» de los escaladores del «Laurífico escalafón, que vierten a raudales su simpático don de gentes: si me citas te cito, si me alabas te alabo, si me lees te leo:¡original y castizo sistema crítico fundado en la tribal, primitiva economía del trueque! ¡Poetas, narradores, dramaturgos, al acecho de planetario premio, de alcaponesca beca!: trenzándose, entretanto, unos a otros floridas guirnaldas, prodigándose henchidos elogios, redactando sonoros panegíricos: fuera de tono, inauténticos siempre excepto cuando airada, recíprocamente combaten», etcétera.

Cualquier parecido con el Parnaso de hoy sería desde luego simple coincidencia. En este campo, si tenemos en cuenta los estragos de la seudocultura mediática y la ignorancia general de nuestro pasado, incluso el más próximo, no cabe sino concluir que vamos a menos.

Publicado en El País (Madrid) el 10 de enero de 2001

Categorías
Número 71

Sobre el compromiso / Jorge Rodríguez Padrón

Revista Malabia número 71

Sobre el compromiso / Jorge Rodríguez Padrón

Cualquier informe urgente, cualquier encuesta, por somera que sea, nos desvela la escasa implantación que el verdadero debate político tiene hoy en el ámbito de la Universidad española, espacio que -por tradición- lo ha sido siempre de agitación intelectual y de rebeldía política; no en vano concurren en él energía juvenil y bullir de ideas. Concedamos que las circunstancias históricas -y más en la España neodemocrática – son otras bien diferentes a las de hace unas décadas; concedamos, incluso, que la acción política, ya no movida por el fervor de las ideas, ha pasado a ser asunto de legisladores y -peor aun- de administradores, más o menos hábiles, más o menos eficientes, de la cosa pública. Renovada burocracia, y muy poco más. En consecuencia, ¿qué podrá mover la conciencia política de unos estudiantes que no ingresan en el mundo coincidiendo con su acceso a los estudios universitarios, sino desde mucho antes? Y, devaluados los estudios como forma de encuentro del joven consigo mismo y de reconocimiento de su razón de ser en el mundo, el objetivo primero de estos universitarios es su urgente, práctica y utilitaria integración en eso que, de forma aberrante, se denomina hoy mercado de trabajo. Y no sucede esto sólo en aquellos estudios que podríamos llamar técnicos; también los estudiantes de humanidades (otra denominación de la que sería bueno revisar su contenido) aguardan – casi exclusivamente – el punto final de su preparación teórica y el lugar de trabajo que, una vez alcanzado el título correspondiente, piensan encontrar; y mucho mejor, si se le concede la oportunidad de convertirse en funcionarios. Aquellas encuestas que digo llevan, de forma invariable, a la misma y creo que desalentadora conclusión: a los estudiantes universitarios les resulta indiferente la política establecida, tanto en sus propios órganos de representación académica como cuando se trata de lo referente a la gobernación del Estado.

Hay quienes se rasgan las vestiduras, haciéndose lenguas de lo que entienden una falta de motivación y de compromiso ideológico entre los estudiantes. Y quienes así piensan suelen ser los mismos que creyeron, se desengañaron y se convirtieron, para acomodarse a la torpe pervivencia de una acción política democrática, dicen que normalizada, porque siguen pensando – con añoranza inconcebible – en aquel republicanismo imposible de repetir, y no precisamente por republicanismo, como demuestra el aceleradísimo curso de la historia en los apenas veintipocos últimos años. Que no me estoy refiriendo a una concreta forma de Estado, bien lo entenderá el lector. Al menos, esa esperanza me asiste. Porque mi propósito es traer a colación (y a discusión) el entendimiento de una dinámica cultural e intelectual que -para ser auténticamente renovadora y libre – no tiene por qué reproducir sin más aquella otra que, en los años treinta del pasado siglo, se acogió a la hasta entonces insólita, pero tan breve, libertad que la II República española hizo posible. Con retrotraernos deslumbrados a aquellos escenarios -que fueron de debate, no lo olvidemos -y a sus protagonistas- la mayoría de los cuales se han leído mal, porque se han leído correcta e interesadamente-, poco vamos a conseguir, más allá de lo que habitualmente se hace: mostrarlos con la vana brillantez de «un mero castillo de fuegos de artificio» (Juan Goytisolo), subrayando que son memoria ejemplar, nostálgicos referentes de lo ya imposible, sin mezcla de mal alguno. Que me parece ha sido el flaco favor que se les ha hecho siempre.

En los actuales plazos de nuestra historia no padecemos la misma manquedad cultural de entonces: muy otra, nuestra sociedad, y no es asunto baladí la enorme diferencia en el nivel de vida, con respecto al de hace casi setenta años, entre pobreza endémica, importantes carencias educativas y una modernidad cultural inexistente. Lo que de entonces parece indispensable no perder es aquella conciencia intelectual entendida como valor moral; pero para partir de ella y llenar de sentido un pensamiento y una escritura dejados hoy de la mano de los mercaderes o entregados -secretamente, por mala conciencia- al amparo y los manejos del poder. Precisamente aquí lo que habríamos de considerar a fondo: ¿hasta dónde una cultura tutelada como la que la República hizo posible, siquiera protegida, no se ha revelado como servidumbre más o menos encubierta? Porque todos se hacen lenguas -a favor o en contra- de los compromisos ideológicos que el intelectual debe contraer; pero nadie tiene en cuenta, quizá, lo más espinoso del asunto: el peligro de una cultura institucionalizada, porque corre el riesgo de ser una cultura carente de verdadera libertad.

Qué espectáculo (porque quieren que lo sea, ayudado por el papanatismo mediático que aún padece el síndrome de la mordaza dictatorial) ofrecen los políticos en ejercicio a la sociedad, si no es el de su torpeza funcionarial o el de su pequeñita guerra de intereses domésticos, sin visión y -lo que es peor- sin la más mínima imaginación. Y resulta que fueron ellos mismos -los ahora en uso de tales facultades- quienes llenaron su juventud y sus muros con los chafarrinones que la exigían… No es éste un modelo demasiado sugestivo; ni parece que constituya un espacio adecuado para el verdadero debate y la necesaria contestación, dejadas las ideas en un polvoriento desván. ¿Y la moral? Pues parece también cuestión subsidiaria; es más, admite cualquier tratamiento que la acomode al antojo de los unos y de los otros, cuando el estallido de los sesenta, precisamente en el seno de la Universidad, quiso dejar en evidencia una hipocresía social que muy pronto, y con habilidades de prestímano, los mismos protestarios supieron asimilar muy ventajosamente.

No puede resultar extraño que los intereses de sus cachorros sean otros, y que los orienten hacia formas de participación política más acordes con el sentido gregario que, desde el propio poder (y no sólo político), se esmeran en fomentar quienes lo ejercen con aquella lección bien aprendida. Una política de la despersonalización (por eso, tanto hincapié en la seguridad funcionarial, en la inclusión rápida en esa nómina en donde habrán de quedar sepultados de por vida sus proyectos individuales; por eso, también, tanto interés porque la burocracia -lo que son las cosas- crezca y se haga cada vez más compleja e intrincada); una política que afecta, de modo primordial, a los sentimientos y emociones más elementales y genéricos (el voluntariado, por ejemplo; o cualesquiera otras acciones similares pero que «aparezcan en los medios de comunicaciones» porque si no no existen, y sean- por consiguiente- de fácil venta a una sociedad dispuesta para, y entregada al, consumo indiscriminado); una política, en fin, limitada, de forma egoísta, a la inmediata reivindicación de cuestiones utilitarias y de procedimiento.

Dadas las circunstancias, el discurso cultural del tiempo arraiga perfectamente en ese terreno tan bien abonado: su objetivo primero, el colectivismo de los sentimientos; su materia, la misma atractiva y frágil forma de solidaridad que, en apariencia al margen del juego partidario de la política y sus intereses, resultará muy atractiva para los jóvenes. Se les ofrece con ello una respuesta impulsiva y de carácter masivo (en nuestra sociedad finisecular, lamentablemente, el único valor que sirve de refrendo, incluso de las propuestas culturales, es superar la prueba de la cantidad: cantidad de lectores, de espectadores, de asistentes…). De esa manera queda anulada toda distancia suficiente y necesaria para la reflexión, para no perder el privilegio de la individualidad pensante. La cultura de nuestro tiempo pregona la diferencia, pero se impone- sin embargo- como discurso igualador y monótono; un discurso en el cual resulta prácticamente imposible dilucidar las verdaderas categorías, los valores más sólidos, porque se enreda siempre en la sugestiva pero confundidora hojarasca de la anécdota, cuanto más llamativa y espectacular mejor: amalgama de nombres notables, porque el uso inteligente de los medios los ha encumbrado como triunfadores; peligrosa tendencia, disimulada de aparente libertad y pluralidad, a deslizarse hacia una cómoda satisfacción sujeta al lema- falsamente democrático- de todo vale. No es escepticismo, quisiera advertir: ésta sería una actitud intelectualmente digna y enriquecedora. Es un modo de pregonar (y celebrar, e imponer en su caso) valores que no lo son, y que de esa manera serán aceptados sin el menor escrúpulo; no exigen, siquiera, el esfuerzo de reconocimiento y entrega, que sería la forma más cierta de una existencia intelectual y moralmente comprometida.

Las evidencias se multiplican, apenas abordamos la lectura de las obras publicadas por escritores que la crítica habitual nos dice representativos de los últimos veinticinco años. Sus limitaciones más reseñables no proceden- como sería de esperar- del atrevimiento con que abordan temática y escritura (o resulta un atrevimiento ingenuo, de sobra asimilado por la literatura desde mucho tiempo atrás), sino de la extremada prudencia con que juegan sus bazas. Su lenguaje tiene más bien poco de novedad, y muy escasa frescura (digo, en los dos sentidos); ni tan siquiera desde el punto de vista de la inseguridad y el balbuceo, que sería mucho más enriquecedor y novedoso (la palabra, en su estado inicial, oralidad y escritura en constante debate), al contrario, con el pudor de no parecer en exceso intelectualizados (no es un valor, porque con ello se sustraerían a la aceptación masiva), hay escritores que dicen someter su trabajo, antes de publicar, a la prueba de la lectura por parte de personas ajenas al oficio, y consideran una catarsis, para sí mismos y para su escritura, lo que ellas puedan decirle al respecto. Una temática siempre empequeñecedora, cercana a (y protegida por) el medio urbano, donde- como ha declarado alguno-

a cien metros de nuestras existencias burguesas, podemos ver infiernos como el de Dante, esa iconografía de la gente que sufre, llora y no llega a fin de mes, se mete por las pupilas y los poros.

Mientras transcribo textualmente estas palabras, me pregunto: ¿ha leído como debe ser, quien así se pronuncia, la obra de Baudelaire? Y si es así, ¿puede pensar que la imaginería urbana del poeta francés (lea cuanto dice Walter Benjamín al respecto), al margen de que pueda seguir vigente o no en nuestros tiempos, habrá de tratarse de la misma manera que entonces? Porque, ¿puede ser hoy un argumento válido, desde el punto de vista social, esa llamada de atención a la conciencia burguesa? Podría ser una forma de recuperación del compromiso moral. Pero la verdadera cuestión, desde mi punto de vista, queda planteada cuando, al manifestar su preocupación por los marginados y sus sufrimientos, dice que es algo que «se mete por las pupilas y los poros». Al expresarse así, declara- implícitamente- que el asunto en nada afecta a un posible debate con las formas expresivas, que fue- precisamente- lo que Baudelaire consiguió, y lo convertiría en fundador de la poesía moderna: alumbrar un lenguaje que no se limitara a decir lo que el poeta veía, sino que rompiera los límites del decir, para entrar de verdad en aquellos infiernos. Para el escritor francés no se trataba de una frase hecha; ni, mucho menos, para Dante, también aquí invocado. Su Comedia- escribe Octavio Paz- «relata la historia del viaje de un hombre al otro mundo. Ese hombre no es un héroe… sino un pecador- y más: ese pecador es el poeta mismo»; y así la obra es un puente entre lo visible y lo invisible, una frontera abatida por la construcción verbal que es el poema. Al parecer, para nuestros más jóvenes escritores, el lenguaje (la escritura y su artificio) se considera como algo dado, un simple instrumento que cualquiera puede usar. Y cuando echan mano de la expresividad del habla, quedan sólo en las fórmulas más o menos ingeniosas y efectistas, cuyo uso y abuso las ha vaciado de contenido; nada de dinamismo fecundador, términos anquilosados por su utilidad cotidiana, en vez de reflexión y debate sobre las leyes impuestas a la lengua por el poder.

Resulta aleccionador un hecho: la proliferación de talleres o escuelas que atraen a los alevines de escritor al reclamo de una enseñanza de las técnicas de la escritura narrativa o poética; la cantidad de manuales de autoayuda con el mismo objetivo, firmados muchas veces por críticos literarios o profesores de literatura. Una forma de matar de un tiro dos pájaros: la promesa de éxito literario y la oportunidad de hacerse un nombre a cuenta de esa ilusión que venden. Igualmente significativas las declaraciones de esos mismos escritores noveles, tras ganar ciertos premios convocados al efecto y con similar criterio profesional (descubrir nuevos valores); los jurados- por supuesto- de fama y rumbo mediáticos para que el atractivo público sea mayor: el leit motiv de todos, la facilidad que dicho galardón creen habrá de proporcionarles para publicar en las editoriales de mayor difusión, para ser más conocidos; en ninguno de los casos, hemos podido oír a quienes así comienzan su trayectoria literaria confesando que los mueve el convencimiento de que a la escritura entregaran su vida. Vivirán de ella, se empeñan en certificar.

Así, quienes pescan en el río revuelto de nuestra cultura cuentan con esa baza a su favor: lo mismo por lo que se refiere a las relaciones personales que por cuanto atañe a las apuestas estéticas. La inclinación extremista de ciertos sectores de la juventud, acráticos y destructivos, es aprovechada por las instancias del poder para consolidarse, por paradójico que parezca, al tener un enemigo reconocible que mostrar a la sociedad; el discurso deslenguado y descarado de ciertos jóvenes, hurgando en ese mismo espacio destructor, es materia fácilmente reconvertible en éxito literario, cuando en verdad nos resulta muy viejo, si no ingenuo, al recordar apuestas parecidas de épocas anteriores. Pero si entonces introducían la provocación y el escándalo, ahora resultan de una eficacia comercial sorprendente. En contra de lo que pudiera parecer, ninguna de esas posturas resquebrajan el orden establecido ni hacen que el poder se tambalee. El poder las utiliza, también en beneficio propio. Se trata de una perturbación superficial, y hasta deseable, que será sofocada – o asimilada, en su caso- sin mucho esfuerzo, cuando sea preciso. La apuesta realmente crítica, la que abre verdaderos cauces de debate y confrontación, es aquella disposición intelectual que pide diálogo, no ya sobre las ideologías (hoy tan grises y sin diferencia cierta a la hora de manifestarse en acción), sino sobre las formas de relación y sobre la seriedad del compromiso (un debate moral) o sobre las formas de expresión de ese compromiso (un debate estético), porque actúan de manera directa sobre la misma línea de flotación del establishment, aunque no resulten tan estridentes (y mucho menos, tan espectaculares) como las primeras.

Categorías
Número 71

¿Hacia dónde va la pintura actual? / Joseph Vechtas

Revista Malabia número 71

¿Hacia dónde va la pintura actual? / Joseph Vechtas

La pregunta es válida para las artes plásticas, pero nos limitaremos a comentar el artículo de Tzvetan Todorov (en adelante: TT), aparecido en Relaciones 415, diciembre 2018, y que desconocía. El título es Testimonio de la pintura; y el subtítulo, Nacimiento del individuo, con un hábil enfoque no sólo artístico sino también histórico. Expuse mi diagnóstico acerca de la anomia cultural presente e incluso de sus posibles causas. Creo que la propuesta del autor coincide con la síntesis de Cézanne, que buscó rescatar el dibujo de los clásicos (su admirado Poussin) y el impresionismo. Es notable su relación entre el descubrimiento del individuo (Escuela holandesa) y su desaparición actual.


EL MUNDO VISIBLE

Todorov recuerda la observación de Ortega acerca de la desaparición del hombre y su circunstancia. «En el arte representativo, el cuadro habla del mundo visible. En el arte abstracto, el cuadro habla, pero no sabemos de qué exactamente. En el arte conceptual, se habla pero ya no hay cuadro». «La perspectiva que nos ofrecen los cien años transcurridos desde el inicio de esta transformación, nos permite ver que esta evolución es ilusoria». Acoto: evolución que se inspira en la científica, basada en la experimentación y sus logros teóricos. En arte no se progresa. Comparemos el manchismo o el conceptualismo, lo que fuere, con la maestría de los maestros del Renacimiento o el Barroco. “La Pietà” del Miguel Ángel veinteañero, la obra de Rembrandt, de Leonardo. Sin mencionar la boutade de Picasso sobre la decadencia de la pintura, desde los bisontes de Altamira en adelante. Es una extensión falaz del mito del Progreso. La pregunta obvia es, si después de centenares de años conservamos sus obras por afán museístico, como la fotografía del abuelo, los restos paleolíticos o los fragmentos de estatuaria griega: ¿Tuvieron algo que decir y cómo lo dijeron; o fue mero oficio de obras por encargo?


OBSOLESCENCIA DEL ARTE REPRESENTATIVO

«El arte representativo está bien lejos de haber desaparecido y las prácticas en cuestión son simultáneas, no sucesivas». (TT)

No parece ser así por la hegemonía del «arte contemporáneo» en museos, concursos y galerías. Incluso es necesario explicar la idea por escrito ─¿desconfianza en su legibilidad?─ Más aún: la exigencia para concursar, de presentar un desafío, cuando antes bastaba con la obra. (TT ejemplifica con Bonnard).

Marcel Duchamp se propuso un no arte, como el Dadá, contra la mentira de la Belle Époque y la 1ª guerra mundial. Distinta motivación fue la de un Pollock, un Andy Warhol, etc.

El constructivismo de J. Torres-García, Augusto y Horacio Torres y la Escuela del Sur, tuvo un propósito específicamente estético y una metafísica platonizante. Contra lo que piensan ciertos teóricos, de que «lo característico de la pintura del s. XX consiste en que una nueva norma (subrayo) sustituye la anterior, (lo cierto es que) coexisten (sub. TT) varias otras radicalmente diferentes».

El proceso histórico del arte no sigue el proceso evolutivo de la ciencia, que establece hipótesis provisorias (Poincaré) como leyes. Su evolución se debe, precisamente, a que se equivoca; no es dogmático (doctrina admitida). Tampoco las escuelas artísticas son necesariamente homogéneas; no siguen un solo canon. Junto al constructivismo se hizo arte representativo (el del maestro, sus hijos y los discípulos).


TT ANALIZA LA PINTURA DEL SIGLO XX

Hoy hay museos e institutos culturales ─privados o estatales─, que alojan obras contemporáneas. Sólo admiten lo actual, lo progresivo. En arte se puede hablar de nuevos procedimientos técnicos ─el óleo o la perspectiva renacentista─, pero en cada expresión artística hay una cosmovisión distinta, un estilo distinto ─no sólo por obra de la fatiga estética─.

La contemporaneidad, la moda, no es un valor de por sí ─juicio que se extrapola del progreso científico─, además del mito del Progreso del siglo de las luces. ¿Acaso Bach es inferior a su mayorazgo, quien dispersó la obra paterna entre sus propios discípulos por considerarla demodé, académica? Por supuesto que la fatiga estética y el agotamiento estilístico reciben un refrescante regocijo. Las nuevas formas se acogen no pocas veces por su novedad, por progresivas. Sin duda fomentan a los jóvenes y a sus maestros. No pocas veces prima el esnobismo ─movido por el imperio de aventajar a otros─, encubriendo la ignorancia o por pose; hecho psicosocial, no artístico (Veblen). Se vende, pues, como le dernier cri o producto decorativo, mirado a ciegas, por la moda, el último grito. Pero la inautenticidad cultural, ¿hacia qué nos lleva?


EL PLURALISMO

«Lo que ha marcado el siglo XX, no es la modernidad sino el pluralismo«. Si esto significa la multiplicidad de movimientos o grupos de artistas con diferentes programas, nunca hubo tantos y tanta dispersión, tras la originalidad, el mercado y la obsolescencia de la figuración o de sus coetáneos. Un fenómeno propio del individualismo burgués, que TT destaca notablemente desde el comienzo. Si ello supone la no figuración, adhiero sin reserva a esa tesis.

Hay una suerte de desconexión con el mundo real, como la del viajero que picotea su celular sin conectar con quien se sienta aliado; y más aún, si lleva audífonos que aíslen del mundo.

Conocí una versión del arte decorativo en la que fue meca del arte. Se exponían enormes telas cuadrangulares, con cuadrados insertos en cuadros, con distintos colores, destinados, aparentemente, a adornar paredes de bancos o consultorios. Una industria de la originalidad que se repite saliendo a la calle. Esta dispersión me confirma acerca de la anomia conceptual artística. Todo vale. Es experimental. Parece haberse encontrado el camino del progreso. Las que llaman la atención son las perífrasis alrededor del producto, generalmente pobre, sin pretensiones artísticas y menos aún estéticas, ya que el discurso suple lo específico artístico. Se trata del concepto, no de la sensibilidad, en busca del mero efecto epidérmico, sensorial. En muchos casos con nuevos materiales químicos y aún recursos electrónicos. TT se pregunta acerca de la relación del arte contemporáneo con el representativo: «¿Cuáles pasan a ser los grandes rasgos del arte representativo en el arte moderno?»


UNA OBSERVACIÓN DE W. WORRINGER

TT responde: «De entrada desaparece lo representado individual. El creador ya no es una ventana abierta al mundo, la huella de lo que ve el ojo. Puede ser visto (al menos en la variante general de «arte abstracto»), pero ya no ve (subrayo). La tendencia general es indiscutible. Como observó Wilhelm Worringer. En el arte europeo la abstracción alterna con la empatía, y al principio del período moderno está en consonancia con la época de Constantino y de Teodoro».

En las catacumbas e iglesias de los primeros cristianos se carecía ─no les interesaba─ de la técnica de la representación del arte antiguo. Lo importante era el simbolismo cristiano; los santos, las escenas bíblicas; los milagros. En cambio, acoto, en Mondrian, en Torres-García, el simbolismo constructivista hace lo que la Idea en Platón, y los colores elementales, puros; la esencia (eidos).

Es un arte intelectual ─no conceptual─; absolutamente compatible con la representación («Los hombres célebres» de Torres-García, que asimila la lección de Cézanne ).

Me atrevería a decir que el arte de las catacumbas, más que un simbolismo, es un signo; una escritura alusiva, no una esencia. Y ahí está la analogía de Worringer. La situación del pintor ─a diferencia del proceso de individualización renacentista del retrato─ lo que compara de hecho, es que «al haber desaparecido la representación ─continúa TT─, desaparece también el punto de vista desde el cual el artista observaba el mundo». (Lo de Ortega). La cosmoplástica del artista, como lo llamo.


LA CIRCUNSTANCIA EN LA FIGURACIÓN

Yo suelo afirmar que es un arte sin hombre, sin humanidad ─concreta, al menos─, sin su circunstancia existencial. Y no por afán historicista ni archivístico. Desde las pinturas rupestres, los murales egipcios, las mujeres cosechando trigo, al autobombo de los triunfadores de batallas o las imágenes de Cristo en la cruz (Grünewald, el Greco, Velázquez), representamos nuestra circunstancia para detener el instante en la eternidad.

El arte representativo es antropocéntrico. Aquí el contraste es notable: son dos procesos opuestos.

En el renacentista, la individualización (burguesa), es fomentada no sólo por la economía, también por el protestantismo, para el cual la relación con Dios es personal ─de alporidad, a y por el otro, el tú─; y en el contemporáneo, la desaparición del mundo de las Ideas y de los dioses. Que da lugar al de las drogas, la masificación, la soledad y las neurosis originadas socialmente (Karen Horney); a los pentecostales, la internalización de ideologías antidemocráticas, 1984 y su invisible Gran Hermano. La concentración patológica de la riqueza. La enfermedad y el hambre. La desaparición del ciudadano por el consumidor. La obsolescencia planificada y la indeterminación del futuro (Wallerstein).

La despersonalización del arte actual, si alude al hombre, lo hace etiquetándolo.

¿Qué serían el 2 y el 3 de mayo goyescos, su imaginación, el vigor dramático de su pincelada, sin el salvajismo napoleónico? Sus grabados, sin la razón extraviada del mito de las luces y el robinsonismo social. (El náufrago en su isla no necesita moral, hasta que llega Viernes, el fugitivo, y el marinero inglés lo esclaviza). En cambio Goya, trágicamente implicado en su vida social y política, en su medio y circunstancia, primero es pintor, y resuelve su figuración como tal. Sus precursores, en la cueva de Altamira, representan la suya, como los maestros mexicanos.


LA PERSPECTIVA

«Si no tiene sentido hablar de perspectiva, es porque no la tiene ya el artista ni se le puede exigir, porque está tan ausente como su concepción del mundo (su cosmoplástica); si lo asume, no se puede manifestar más que en un supletorio de la representación: la escritura».

El caso paradigmático es del artista independizado del mundo fenoménico. (Al parecer, Platón admiraba el arte geometrizante egipcio). La originalidad que busca, está en su técnica. Si antes, con su maestro, parecía seguro de su camino, se aparta del trillo y cree tener su estilo, aunque visto globalmente se parece al de todos. Lo cual no es extraño. Es el estilo epocal, como el clásico, el barroco, el romántico. Para simplificar, habría dos tipos de personalidad artística. El del artista talentoso, que domina su oficio y que luego se aparta del canon originario. Hace bien lo que hace; es sensible, fino. Se le reconoce. Acude a salones y bienales extranjeras. Sus colegas lo respetan. Ensaya y encuentra un modo personal de expresarse. Sin embargo, no tiene la independencia de un Picasso, un Braque, un Matisse y tantos excelentes pintores, el marchand le exige estereotiparse. El otro caso es el del artista impaciente por independizarse; que se saltea el dibujo y las técnicas. Quiere pintar de inmediato. Triunfa, gana concursos; becas. Se convierte en una marca. Participa en bienales. Tiene un estudio propio. Expone, el marchand le exige lo que vende. Sigue con su modalidad creadora: experimenta incesantemente. Uno ve sus trabajos expuestos, incluso televisados. Sigue sus procedimientos. Por la pantalla se le ve improvisando. Aunque cree saberlo, no sabe lo que hace, pero busca. Cada día pinta un cuadro, dos, tres cuadros. Uno de ellos, que le conquista un galardón internacional, es una gran monocromo, donde el acento está en las pinceladas, unas con relieve, otras planas y veteadas. Luego hay cuadros que consisten en cuadrículas, donde incluye, en estantes, un rostro, una mano, una paloma, un buque velero, un martillo; el esquema de un hombre. No se relacionan entre sí, a diferencia de los simbolismos torregarcianos.

La figuración antropomórfica se cosifica; no es más que un elemento decorativo. Su función es ocupar un espacio. Otras telas consisten en chorros de pintura, que corre por gravitación, con menos o más cuerpo, veteada por colores que se mezclan al azar, a ver qué sale. Experimentan. También tienden lienzos en la calle, para que los rodantes completen la obra; luego de lo cual saben lo que han hecho. Nadie se admira del recurso ni de la originalidad del resultado.

Leo: «Se subraya más que nunca la individualidad del creador. Ante todo, la creciente exigencia de originalidad y acto seguido, porque al desaparecer la obra en sí (en el arte conceptual) es indispensable la identidad del artista para obtener reconocimiento público». (Subrayo). Yo agregaría: no sólo por la necesidad de seguir el mito del progreso ─remedo del científico tecnológico─, sino, ante todo, por la necesidad de una marca mercantil y revitalizar las ventas.

En el país de los ciegos, la fama hace al talento. Una exigencia sine qua non cuando una moda deviene obsoleta o con el fin de despertar el interés de la demanda, especialmente la del coleccionista y del snob. (Teoría de la clase ociosa. Veblen).

El snob compra por ser moda, más que por la idea del progreso. La moda da el último grito: ¡Los que saben, lo compran! «Yo compro; ergo…». Basta un buen equipo publicitario. ¿Cómo figurar si no paso por entendido? (Moliere, Thackeray). El reconocimiento es una necesidad social del ser humano. Monsieur Jourdain, un burgués, necesitaba además de su fortuna, adquirir el lenguaje de las clases altas, para enmascarar su origen. Las «Preciosas ridículas«, exhiben su saber en los salones. (Molestó a los nobles señores, dando tema al satírico, un varón de su tiempo). Bocata di cardinale para el mercado. Se es alguien, se existe ─no sólo socialmente─, si se posee y somos consumistas, siempre que procure reconocimiento. No importa si son baratijas; sino si son caras (Veblen). Lo mismo da un cuadro de bazar informe, chillón, si se compra en una galería. Lo importante es la marca y que se vea. Dalí vendía hojas en blanco con su firma; otro, su excremento.

«… En ciertos aspectos, el arte moderno del siglo XX se acerca al de la Edad media (la pintura ya no representa al mundo en su individualidad); en otros, es exactamente su contrario: al anonimato del artista de antaño, se opone al estrellato casi necesario de hoy», para vender su arte.

«El simbolismo no desaparece. En el conceptualismo se aproxima al alegorismo de la pintura medieval. Reaparecen palabras. Ya no capta el sentido sin ellas, que se delega a la introducción del crítico «, que prolifera. (1)

«La subjetividad del artista surge de la intersubjetividad. Se comportan como individuos con su mensaje religioso o ideológico; la perspectiva visual del pintor, que todos comparten, aunque (Nicolás de Cusa) cada cual tiene una imagen propia de Dios, en la dualidad individuo-colectividad.«

No se rechaza toda ley común «sino que se participa en su formulación». Afirmación imprecisa, si la ideología dominante es la de la clase dominante (Marx), y una de sus formas de dominación: la hegemonía cultural (Gramsci). Bien lo expresó B. Brecht: se recuerda a los faraones que mandaron construir las pirámides, no a quienes las levantaron. En el s. XIX, la percepción del objeto percibido todavía es común (El amanecer de Monet), no obstante lo revolucionario de su estilo. Valorar lo individual no supone la desaparición de la sociedad.


CÉZANNE PROPONE UNA SÍNTESIS

En el retrato se dan dos subjetividades. La individual no afecta lo comunitario. «El descubrimiento del individuo en la pintura flamenca del siglo XV, sugiere otra enseñanza.» Apenas se afirman los principios de la pintura, Van Eyck los supera en su obra. En vez de mostrar el mundo, su pintura muestra la pintura como tal, lo que Torres llamaba la pintura-pintura; lo pictórico específico. Pinta personas, objetos, iglesias. A fines del XIX «algunos pintores parecen darse cuenta de que el cuadro sólo nos muestra un cuadro y lo dicen.» Se refiere a los impresionistas. No fue tan inmediato. No sólo influyó la invención del daguerrotipo y la fotografía; permitió prescindir del retratista, si al cliente sólo le interesaba la mímesis para la posteridad.

Los románticos rechazaron al neoclasicismo, revalorizando el color (Delacroix). Los paisajistas se enfrentaron al paisaje (La escuela de Barbizon; Corot), con su peculiar sentido plástico.

Los impresionistas ─influidos por la teoría de los complementarios─ valoraron la luz y el color. Configuran por contrastes cromáticos, provocando la reacción de Cézanne, quien ─sin apartarse de la naturaleza─ buscó recuperar el dibujo de los clásicos (Poussin). Organizó estructuralmente el cuadro, enladrilló las pinceladas ─entre intersticios blancos de la tela─, y geometrizó con esferas, conos y cilindros, además de su planismo. El resultado fue una síntesis revolucionaria, entre el impresionismo y el clasicismo. Sin dejar de ser representativo ─recomendó no apartarse de la naturaleza─ percibió la obra como pintura-pintura, abriendo el camino al cubismo y otras tendencias del siglo XX.

¿Cómo desapareció la representación del mundo y su circunstancia? Prescindir de la representación supuso un largo trayecto, derivando en una anomia artística, cuyas voces simultáneas recuerdan los galimatías de la Torre de Babel. TT menciona la famosa definición de Maurice Denis: «un cuadro, más que un caballo de batalla, una mujer desnuda o cualquier anécdota, es básicamente, una superficie plana cubierta de colores distribuidos con un cierto orden».

TT concluye: «No por eso Cézanne deja de pintar la montaña Sainte-Victoire, manzanas o retratos, en lugar de formas geométricas puras» … Según él, sus sucesores lo interpretaron al pie de la letra, con «antiobras«; y «no siempre nos da la impresión de captar la verdad de la pintura«. No se entendió «una parte del mensaje de Van Eyck, Vermeer y Cézanne«. Llevan la pintura hasta la más alta intensidad; muestran el arte de la pintura en sí, no dejan por eso de representar al mundo, como si la esencia sólo pudiera manifestarse por añadidura, de forma indirecta» «La pintura acaso exige para seguir con vida, que no nos empeñemos en contemplar directamente su esencia, sino que creyendo que nos sumergimos en una imagen del mundo, nos dejemos conducir hasta pintar sin darnos cuenta». Para Aristóteles, el arte es un organismo. A diferencia de Platón, su maestro, cree que las esencias sólo son reales con sus accidentes.

Es curioso que una época tan materialista se evada al Topos Uranos platónico y aspire a esencias puras: colores puros, formas puras, geometría pura. Una purificación espiritual, que considerara una esencia a la pobreza, la prescindencia de todo lo accidental. Un acto ascético de contrición, que se contamina con la realidad. Es, como ocurre en Todorov, una elección.

No creo en el dogmatismo estético: esteriliza. Somete al espíritu de escuela. Pero sí hay aspectos fácticos a considerar en el fenómeno estético y artístico. El arte devino mera técnica (su etimología), y gira como un trompo en sí misma. Una belleza entrada en años, que quiere encontrar su aspecto más joven y bello. Quizá podamos augurar, como Nadia Boulanger, que Mozart volverá.

____________________

(1) Cuida su estatus, tutelando al arte como el Santo Oficio ─que quemó o aisló socialmente a quienes se apartaron de su interpretación del dogma─. El mercantilismo, no difiere de hecho, con la actitud vaticana opuesta a Galileo. De aceptar sus descubrimientos ─contra la opinión de sus astrónomos─, desacralizaba su fuente de legitimación acerca del planismo y el geocentrismo bíblico. Perdía la infalibilidad de su tutela. (Aún hoy hay quienes sostienen esos mitos, sólo por sacralizados, como si Dios ignorara anatomía o geografía o que la Creación tiene cinco mil años). Contra los literalistas, para la Iglesia son mitos que heredaron los escribas. Quienes ofician como críticos del negocio artístico, sentencian juicios infalibles no sólo en los concursos. Museos, instituciones privadas y estatales excluyen a priori todo estilo artístico no contemporáneo, como si la moda fuese un valor incondicionado, pese a la convivencia secular de opuestas concepciones del arte. Struggle for life. Creso, agradecido.



Joseph Vechtas / texto inédito para la revista Malabia.

Categorías
Número 71

Amanda Berenguer, experimentadora y visionaria / Luis Bravo

Revista Malabia número 71
Amanda Berenguer, experimentadora y visionaria, por Luis Bravo

Amanda Berenguer, experimentadora y visionaria / Luis Bravo

(*) Para Amanda Berenguer (1921-2010) la poesía fue exploración y descubrimiento, más aventura que orden. Su legado es una multifacética producción que abarcó 70 años de publicaciones entre 1940 y 2010, más algunos años de escarceos adolescentes: «caí en el amor de Leonardo da Vinci a los 15 / caí en claroscuro dulcísimo / en huertos ambiguos / en la sonrisa aleve de la geometría». Esa criatura de lenguaje en mutación que es la/su poesía se hace presente una vez más, brindando a los lectores esta tríada de libros claves en su obra, sobre los que aún resta mucho por develar y estudiarse. Son libros que jalonaron su presencia poética en tres décadas consecutivas: Materia prima (1966), Composición de lugar (1976), La dama de Elche (1987). Les sirve de marco la “Autobiografía” cuyo epígrafe reza: “Mi biografía es una sucesión de acontecimientos con el lenguaje. No tengo más.”

Integrante de la uruguaya Generación del 45 en la que predominan las identidades fijas en los modos de decir —es el caso de Mario Benedetti e Idea Vilariño, por ejemplo—, el decir Berenguer despliega una inquietante polifonía de modos de composición y producción. En esa multivocidad, el ostinato rigore davinciano al que Berenguer adhirió, no excluye el riesgo de las experimentaciones. Sistemática en una actitud proteica para con la escritura, realiza proyectos en los que el lenguaje es experiencia, para ella y para sus receptores. Los resultados son auténticos hallazgos que no repiten fórmulas retóricas, siendo acaso ella la primera sorprendida con los derroteros alcanzados. No por casualidad solía decir, citando a Heráclito de Efeso, a los más jóvenes: “si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás”.

Tal y como se aprecia, respectivamente, en los tres libros aquí compilados en su poética tienen lugar concepciones científicas del espacio-tiempo (“Las nubes magallánicas”; “La cinta de Moebius”); desafíos tales como escribir durante meses, sus impresiones sobre el horizonte del mar en el tiempo acotado de un atardecer; o emprender un viaje verbal, alucinado y alucinante, auscultando voces desde una antigua “dama ibérica”, esculpida en piedra caliza.

Una particularidad de su trabajo es que abordó en varias ocasiones, y con diferentes estructuras, el poema largo, de considerable extensión, formato poco cultivado en la poesía uruguaya. Entre estos, muchos conforman poemas-libro: El río (1952); Declaración conjunta (1964); La dama de Elche (1987); Los signos sobre la mesa (1987); La estranguladora (1998); Poner la mesa del tercer milenio (2002); Las mil y una preguntas (2005).

En la contrapartida a esos poemas de proliferación también trabajó la síntesis. En Contracanto (1961; 1980) reunió 36 poemas breves, muchos de los cuales fueron musicalizados en los sesenta, cuando estallaba la canción popular en todo el mundo. Y en Identidad de ciertas frutas (1983) la precisión sensual y la metaforización sorprenden. Presenta allí diversas frutas y frutos comestibles, y lo hace desde la desautomatización (la ostranenie de V. Scholvsky) gracias a lo cual el lector los podrá degustar con el asombro de lo recién descubierto por el paladar perceptivo. En igual sentido hay que apreciar la orfebrería verbal de 50 poemas de Emily Dickinson (2013), traducciones largamente elaboradas que vieron la luz póstumamente.

Otro aspecto muy propio de su estilo es cómo ingresan el calado biográfico y la vida doméstica en su mundo. Los nombres de familiares, de amigos, e incluso ella misma desdoblada en diferentes planos, habitan el universo de sus personajes poemáticos: “soy Amanda mujer de José Pedro / seguro como un cedro encrestado”; “soy Amanda madre de Álvaro (…) anunciado por un pichón de golondrina”; “soy Amanda —montevideana—/ hija de Amanda la de ojos de vaca/ diosa contemporánea/ corazón de mirlos con relámpagos/ donde anida el rayo que quiebra la noche”; “soy Amanda/ y voy Amanda sin destino/ apátrida/ perseguida por un tábano dorado.” (La dama de Elche). Este pliegue autobiográfico no se inscribe en formas convencionales del “yo”, sino en una dimensión mítica de lo íntimo en la que el lenguaje hace del mundo conocido, un territorio factible de maravilla: “En medio de este mundo, enseñoreada/voy entre los domésticos poderes/de mis fieles sentidos naturales”, dice el epígrafe del breve libro Suficiente maravilla (1953). No es el boscaje de lo “maravilloso negro” de Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio (ellas se profesaron esa amistad de la complicidad poética), sino una transtemporalidad que atañe a lo visionario, como en La Dama de Elche, o incluso a lo más antiguo y sibilino (La estranguladora). En sus obras hay siempre un anclaje, un cable a tierra, algo que remite a lo concreto y nombrable, sea la ciudad de Montevideo o su propia casa de la calle Mangaripé (Punta Gorda).

En cuanto a la coloquialidad de su lenguaje, que asimila modismos, refranes y frases hechas, lo hace de modo y por motivos distintos a las poéticas comunicantes (1), modélicas a inicios de los sesenta. Sus usos del habla pueden conformar estructuras compositivas complejas, según se verá en Declaración conjunta (1964).

Un asunto puntual pero significativo, ocurre en los años del restablecimiento del sistema democrático en Uruguay, 1985-87. En tal contexto histórico la poeta elige presentar un largo texto en el que, como nunca antes ni después en su trayectoria, explicita una postura ética de alcance político, vinculando el tema universal de los derechos humanos con la tortura sufrida por miles de compatriotas durante el proceso cívico-militar que comenzó en Uruguay con las Medidas prontas de Seguridad de 1968, y se prolongó hasta la devolución del poder político a los civiles en 1985. “Ante mis hermanos supliciados”, dice el subtítulo de Los signos sobre la mesa (Premio Reencuentro, UDELAR, 1985); antes de la publicación en 1987, la poeta lo lee en el Coloquio sobre cultura uruguaya, en la Universidad de Maryland (EE. UU.,1986). Luego de escuchar otra lectura suya de este poema (Alianza Francesa. 2000), considero que es uno de los más destacados textos que se han escrito en nuestro país en relación al traumático asunto de la tortura sistemática aplicada a civiles por parte de funcionarios del Estado. Su incursión en el tema, por entonces tabú, se produce desde la confesada imposibilidad de trasladar la vejación del dolor físico y moral al orden del lenguaje: “La palabra también cae de sus andamios / se descuartiza / y queda invalidada en medio de las cosas que pasaron.”

Otra característica señalada es su vocación de conocimiento. En su universo prevalece la materia como fenómeno de observación y de estudio, adoptando perspectivas desafiantes al interior de sus poemas, siendo La botella verde (Analysis situs), de 1995, un destacado ejemplo. En tal sentido, en la nota introductoria a la más completa compilación de su obra, Constelación del Navío (2002), Amir Hamed la compara con Sor Juana Inés de la Cruz: “siendo de las escasísimas damas que han hecho, de la voluntad de episteme, verso.”

Desde El río (1950) en adelante pone distancia a la especulación metafísica, discurriendo una década después por una diversidad de campos que, fusionados, interpelan sobre la fenomenología de la Era Espacial o Atómica, según refiere ella misma. Ella sabe que las “invenciones” de esa nueva era van a cambiar el mundo de manera cada vez más acelerada, como en efecto ha ido ocurriendo. Desde la conciencia contemporánea de habitar una realidad en veloz transformación, su registro léxico da cuenta de nuevos usos y hábitos tecnológicos, que asimila a su escritura. Así, se permite conjugar la imaginación científica con la invención lingüística del presente, buscando incluso el ingreso a lo que hoy designamos como multimedia, con proyectos precoces al desarrollo de la cibernética finisecular. Es el caso de “Circuito reverberante”, un poema-performático en el que utilizando diapositivas coloreadas iba conformando, mediante proyecciones yuxtapuestas, una estructura arbórea mientras intercalaba música y voz, por fragmentos. Al respecto declaró: “Es un extenso poema audiovisual, escrito a tres voces —podría tener muchas más— e integrado con poemas gráficos, a los que llamo ´árboles de palabras coloreadas´ (…) Se trata de un proceso, a nivel de diferentes lenguajes, que vuelve sobre sí mismo ampliando sus resonancias.” (2)

Otra operativa de su estilo fue hacer confluir experimentos y experiencias científicas modernas sobre el friso milenario de los más antiguos mitos. Si Platón afirmó que el poeta no es el que escribe en verso sino quien inventa mitos, Berenguer los convoca en sus textos, trayéndolos desde muy diferentes épocas, culturas y lenguas, para territorializarlos a su propia vida doméstica, al mundo actual regido por la robótica cotidiana, y al futuro. De hecho, la suya es una poética jugada al futuro más que al espejo retrovisor. Berenguer asumió ese riesgo adoptando lenguajes que la motivaron a vivir acompasada y en diálogo con el devenir de los acontecimientos de la modernidad tardía. Su concepto de lo cinético ilustra esa actitud. Cito pasajes de “Poesía cinética”, texto suyo publicado en Marcha (18.10.1966), a raíz de la salida de Materia Prima, ese mismo año:

“Poesía cinética, de movimiento, de desplazamiento, de velocidad (aquí interior, no visible), equiparable a una especie de ritmo vital acelerado acorde con las circunstancias vertiginosas del mundo presente, o lento y desacompasado pero móvil como el pasaje fluyente de la sangre en uno mismo cuando crece el ansia (…) el sentimiento móvil que despertaría en el lector o auditor (esto) sería producido por una suerte de fluido o empuje o impulso o tiempo que se desplazaría por dentro de las palabras (…) poesía cinética es una expresión que encierra lo presente y lo vivo. Quizá el mundo entero no sea más que una enorme masa cinética, el maravilloso universo en movimiento (…) los seres, las cosas, se mueven y no se mueven. Esto lo demuestra la ciencia. El movimiento es el eje de lo vivo.”

El título de esta compilación fue tomado del primer hemistiquio de ese verso ya citado en el que asistimos al retrato de Amanda Bellán, su madre: “donde anida el rayo que quiebra la noche”. Además de la referencia a la matriz que le dio a luz, otra significación apunta a la electricidad de ese rayo en la comparece su teoría cinética de la poesía: voz fulgurante cuya irradiación se inscrusta-inscribe en el acto de la poiesis, dando a luz el poema.

2. Luego de apartar de su bibliografía las tres primeras obras de los años cuarenta, se publica El río (1952), poema extenso cuyo tono elegíaco se prolonga en La Invitación (1957). La conciencia ontológica del ser arrojado al mundo, expone el desgarro existencialista de la posguerra: “Estamos aquí lanzados a la noche/terrestre, apretujados”. La superación de líneas modales de la década del 40 (Paul Valery, Rainer M. Rilke, J.R. Jiménez, la generación del 27) se manifiesta en Suficiente maravilla (escrito en 1953, publicado en 1979). Allí desarma los endecasílabos originarios, y los dispone fragmentariamente sobre la página, produciendo una materialidad versal que impacta en la composición sintáctica y en el plano fónico.

Dos libros siguientes perfilan otra voz que elige nuevas aperturas para el verso libre, un léxico atravesado por la jerga científica, y ciertas verbo-voco-visualidades a la manera del Concretismo brasileño. Esos libros son: Quehaceres e invenciones (1963) y Declaración conjunta (1964). En este último se asiste al diálogo por capas entre un Tú y un Yo compuesto a modo de rondó musical. La estructuración de una lógica gramatical aditiva —el texto va agregando los elementos de una cláusula gramatical: sujeto + adjetivo + verbo + predicados— contrasta con las impredecibles asociaciones que se van inscribiendo en esa operación que, siendo tan programática, adquiere un sesgo más bien surreal. Las estrofas conforman circuitos en los que se percibe el orden molecular de la materia lingüística, mientras las acciones remiten a una discontinuidad del eje temporal: “esta mesa esta danza loca de electrones / estas hojas que vuelven a sus árboles / escritas / estas manzanas peladas y mordidas/ retrocediendo hasta la flor de un salto”.

En Materia prima (1966) confluyen aspectos de esos dos libros anteriores, dando plenitud a una estética que hizo impacto en la crítica. Figuran allí dos hoy muy celebrados poemas largos. En “La cinta de Moebius” logra que el ´afuera´ y el ´adentro´ no se diferencien, en forma análoga a lo que ocurre con esa estructura paradójica de la geometría, de la que el poema toma el nombre y la forma. El otro, “Las nubes magallánicas”, fue comparado por Roberto Echavarren con Primero sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz: “Ambos son nocturnos. Ambos recurren al saber de su tiempo, a las ciencias (medicina, física) y ambas lo encuentran insuficiente para explicar el proceso cósmico” (3). Es, a la vez, un poema en el que aparece una dimensión compleja del tiempo. Un tiempo no sucesivo del que Echavarren dice es “una reunión de presentes yuxtapuestos; o un presente extendido, abierto, de ramificaciones en lecturas, estudios, convivencia, arte. En él conviven la violencia que funda el primer encuentro entre indios y europeos en nuestras tierras: los indígenas asaron y devoraron al descubridor Solís; el momento en que un niño es aplastado por un coche; la travesía de Magallanes a través del estrecho; los cotidianos `minifundios de dolor y de torpeza´; la marcha de las constelaciones”2.

Este relacionamiento entre ciencias físicas aplicado al gran tema del Tiempo, que atraviesa toda su obra, tiene una nueva formulación veinte años después, desde un enfoque visionario en La Dama de Elche (Premio Banco Exterior, España, 1987). El libro marca un hito en el reconocimiento internacional de la poeta uruguaya. Entre sus lecturas admite el imaginar una confabulación mitológica en la que el descenso al Averno procede a través de una ruta que invita al lector desde el subtítulo, “el vocablo es el viaje”. Su maestría consiste en la conformación de un poema-río en cuyas aguas transcurren lo histórico y lo mítico, lo onírico y lo fáctico, lo literario y lo biográfico, en un vasto friso monologante. Es un continuo sensorial, intermediado por la figura de esa Dama ibérica cuya escultura, hallada en Elche en 1897, representaría a una de las cinco diosas del arte peninsular del siglo V. A.C., de influencia greco-romana. Su elegante cabeza, sus finos rasgos de belleza enigmática, están labrados en piedra caliza. Al interior del poema, la Dama asume un rol de oráculo cuya voz interna “habla”, pero sin emitir palabra. Desde esa resonancia, la poeta-médium ausculta las innumerables voces que le llegan a través de dos grandes discos que cubren sus orejas. Estos son los rodetes en los cuales se guardaba el cabello de aquellas damas, pero en el poema se los postula como aparatos receptores de sonidos, una especie antigua de auriculares. Por la mente de la Dama transcurren las voces y la memoria del universo: “toda la piedra se hizo caverna / oreja resonante / y yo era esa oreja resonante.”

Esta impronta visionaria adopta otra vertiente diez años después en La estranguladora (1998). Allí se deja entrever cómo la voz de las mujeres, que fue referencia para los mágicos oráculos antiguos, fue a la vez marginada de los cánones literarios hasta bien entrada la modernidad. En este caso, la nunca del todo descifrada palabra de la Esfinge del antiguo mito egipcio es sustituida por quien, al haber perdido la noción de su papel oracular, hace preguntas domésticas en tono coloquial: “¿de qué demonios hablan? ¿dónde estoy? ¿adónde vamos? ¿qué me pongo? ¿quiénes son? ¿a qué hora comemos? ¿quién hace las camas?». Esta Esfinge, hija bastarda del Tiempo (el Ave roc) y de una madre que apenas comprende a su propia criatura, es la voz que “conoce el magisterio del lenguaje/ fue educada/ por Cantoras divinas/ las Musas/ hijas del Firmamento Brillante y de la Memoria/ que le enseñaron la palabra: su música/ su poder/ y su vuelo”. Berenguer incorpora también en este poema a su madre Amanda, a su abuela, a las Parcas, y a una serie de personajes femeninos que son paridoras, dan vida, pero también son capaces de matar para alimentarse. Este poema espera su crítica a la luz de los actuales estudios de género.

Antes, durante la dramática década del 70, la escritora se abocó a experimentaciones en lo visual y en lo fónico. En Dicciones (disco simple, Ayuí, 1973) estrena una línea de trabajo con la voz. Es una puesta vocal en la que improvisadas derivas fónicas hacen que el poema, como ella bien lo dice, sea reinventado en la voz:

“El poema ya estaba escrito y me eché sobre él a decirlo, distorsionarlo, gritarlo, no sé, a inventarlo de nuevo en la voz (…) La experiencia es directa, improvisada, y no puedo repetirla. Es recrear el poema, ya escrito, en la voz. Si quisiera volver a hacerlo sería diferente. Ninguna versión es igual a otra. (4)

Su libro de singularísima factura experimental en el plano verbo-visual es Composición de lugar (1976). Lo conforman 19 “ponientes” o puestas de sol, que la poeta registra como podría hacerlo un pintor ante el paisaje. Desde el 24 de febrero de 1972 hasta el 16 de enero de 1974 transcurrió el período en que, sobre todo durante los veranos en su casa de Playa Verde (Maldonado), la poeta inscribió decenas de atardeceres, a modo de écfrasis del paisaje sobre el horizonte del mar. La puesta en página contó finalmente con tres versiones de cada puesta de sol: la primera, convencional en su forma versal; la segunda, con alteraciones en la sintaxis, utiliza signos no lingüísticos; la tercera hace de los vocablos y de su tipografía, objetos letrísticos que se relacionan plásticamente entre sí y con el espacio en blanco de la página. Esa tercera versión presenta estructuras no lineales, cuya materialidad visual es semejante a caligramas abstractos. Si bien se utilizan casi las mismas palabras, el pasaje de una versión a otra muestra el proceso de una metamorfosis. Una última página para cada triple versión, alberga en el borde inferior una línea versal que oficia como título de cada poema que, por tanto, se lee al final.

Para un “Diapomontaje de Composición de Lugar” que la poeta realizó en 1996 en uno de mis talleres de escritura —junto a su marido, el escritor José P. Díaz, hacían una magnífica presentación dialogada— utilizó dos proyectores de diapositivas y una pantalla. Como repartido para esa ocasión Amanda escribió un texto del cual extraigo fragmentos que explicitan el proceso creativo del libro. Tras describir lo que ponía en juego en su imaginación el asistir fascinada a los atardeceres sobre el mar, en la majestuosa desembocadura del estuario del Río de la Plata sobre el océano Atlántico, dice:

“Pensé entonces una prueba inmediata, que durara lo que dura la puesta del sol sobre el mar, 10 minutos antes de llegar al horizonte y 10 minutos después. Un total de 20 minutos en los cuales yo debería escribir un texto directo, impresionista, tratando de apresar el paisaje (…) como el paisaje es cambiante y en él pasa el tiempo, en el poema también corre fatalmente ese tránsito (…)

Pasó el tiempo y me di cuenta que aquellas versiones podrían ser enriquecidas. Entonces hice las segundas versiones, más abstractas, tomando el texto inicial de cada uno y ubicando las mismas imágenes y conceptos, en una estructura más indirecta y para la que utilicé no solo la palabra, sino también signos matemáticos (…).

En la tercera versión de cada poema o poniente nació un poema gráfico, ubicado en la página siguiendo dos coordenadas, la horizontal (línea del horizonte) y la vertical (caída del sol). Con esas coordenadas, siguiendo siempre instrucciones del primer poniente, escribí en la página blanca de papel milimetrado, ese otro texto visual que completa tres versiones de un mismo poniente sobre el mar.”

En el prólogo del libro la poeta dejó establecida la vinculación que tenían para ella esos ensayos de lenguaje con su propio concepto de ´poesía cinética`:

“Al instalar la palabra en la extensión del blanco y revalorar su grafía (sobre todo en la tercera versión de cada poema) esa nueva forma, elaborada para ser aprehendida visualmente, y su inherente significado se movilizan, movilizando toda la estructura. Estos vocablos activos, estas imágenes plásticas, esta forma impulsiva, por su acción y situación, formarían parte de eso que, en otras oportunidades, hemos llamado poesía cinética”. (5)

Suya es la vocación de campo abierto en la que poesía y conocimiento confluyen a conciencia, en búsquedas de lenguaje aún vigentes a un siglo de su nacimiento. Amanda, mujer que honró su nombre (“digna de ser amada”) para las varias promociones de poetas más jóvenes con quienes interactuó generosamente, sigue siendo hoy en 1921 una abridora de caminos, una dadora de preguntas y de reflexiones estéticas. Amanda, autodidacta y pensante, fue portadora de una fe laica, consagrada al arte de la poesía. Amanda Berenguer está aquí, una vez más, para motivarnos ante lo inesperado.

____________________

(*) Prefacio de la compilación Donde anida el rayo, ed. Estuario, Montevideo, 2021.
Texto autorizado por su autor para Malabia/71.

Notas del autor:

(1) Bravo, L. Voz y palabra. Historia transversal de la poesía uruguaya 1950-1973, Estuario, Montevideo, 2012; 2021, pp. 77-145.

(2) Moraña, Ana. “Cocinera de un pan extravagante” (entrevista). Publicada en Brecha (14.1.1990). Compilada en El monstruo incesante/ expedición de caza, Arca, Montevideo, 1990 p. 93.

(3) Echavarren, R., “Sin línea directa a ningún trono de la tierra”. Posfacio de La cuidadora del fuego, Montevideo, La flauta mágica, 2010, p. 180.
2 Ibidem, p.176.

(4) Berenguer, Amanda, “Renovar la poesía”, entrevista de Jorge Ruffinelli. Semanario Marcha, Montevideo 30.6.1973. Recogida en El monstruo incesante / expedición de caza, Arca, Montevideo, 1990.

(5) Berenguer, Amanda, “Posición”, prólogo de Composición de lugar, Montevideo, Arca, 1976.