Sobre el compromiso / Jorge Rodríguez Padrón
Cualquier informe urgente, cualquier encuesta, por somera que sea, nos desvela la escasa implantación que el verdadero debate político tiene hoy en el ámbito de la Universidad española, espacio que -por tradición- lo ha sido siempre de agitación intelectual y de rebeldía política; no en vano concurren en él energía juvenil y bullir de ideas. Concedamos que las circunstancias históricas -y más en la España neodemocrática – son otras bien diferentes a las de hace unas décadas; concedamos, incluso, que la acción política, ya no movida por el fervor de las ideas, ha pasado a ser asunto de legisladores y -peor aun- de administradores, más o menos hábiles, más o menos eficientes, de la cosa pública. Renovada burocracia, y muy poco más. En consecuencia, ¿qué podrá mover la conciencia política de unos estudiantes que no ingresan en el mundo coincidiendo con su acceso a los estudios universitarios, sino desde mucho antes? Y, devaluados los estudios como forma de encuentro del joven consigo mismo y de reconocimiento de su razón de ser en el mundo, el objetivo primero de estos universitarios es su urgente, práctica y utilitaria integración en eso que, de forma aberrante, se denomina hoy mercado de trabajo. Y no sucede esto sólo en aquellos estudios que podríamos llamar técnicos; también los estudiantes de humanidades (otra denominación de la que sería bueno revisar su contenido) aguardan – casi exclusivamente – el punto final de su preparación teórica y el lugar de trabajo que, una vez alcanzado el título correspondiente, piensan encontrar; y mucho mejor, si se le concede la oportunidad de convertirse en funcionarios. Aquellas encuestas que digo llevan, de forma invariable, a la misma y creo que desalentadora conclusión: a los estudiantes universitarios les resulta indiferente la política establecida, tanto en sus propios órganos de representación académica como cuando se trata de lo referente a la gobernación del Estado.
Hay quienes se rasgan las vestiduras, haciéndose lenguas de lo que entienden una falta de motivación y de compromiso ideológico entre los estudiantes. Y quienes así piensan suelen ser los mismos que creyeron, se desengañaron y se convirtieron, para acomodarse a la torpe pervivencia de una acción política democrática, dicen que normalizada, porque siguen pensando – con añoranza inconcebible – en aquel republicanismo imposible de repetir, y no precisamente por republicanismo, como demuestra el aceleradísimo curso de la historia en los apenas veintipocos últimos años. Que no me estoy refiriendo a una concreta forma de Estado, bien lo entenderá el lector. Al menos, esa esperanza me asiste. Porque mi propósito es traer a colación (y a discusión) el entendimiento de una dinámica cultural e intelectual que -para ser auténticamente renovadora y libre – no tiene por qué reproducir sin más aquella otra que, en los años treinta del pasado siglo, se acogió a la hasta entonces insólita, pero tan breve, libertad que la II República española hizo posible. Con retrotraernos deslumbrados a aquellos escenarios -que fueron de debate, no lo olvidemos -y a sus protagonistas- la mayoría de los cuales se han leído mal, porque se han leído correcta e interesadamente-, poco vamos a conseguir, más allá de lo que habitualmente se hace: mostrarlos con la vana brillantez de «un mero castillo de fuegos de artificio» (Juan Goytisolo), subrayando que son memoria ejemplar, nostálgicos referentes de lo ya imposible, sin mezcla de mal alguno. Que me parece ha sido el flaco favor que se les ha hecho siempre.
En los actuales plazos de nuestra historia no padecemos la misma manquedad cultural de entonces: muy otra, nuestra sociedad, y no es asunto baladí la enorme diferencia en el nivel de vida, con respecto al de hace casi setenta años, entre pobreza endémica, importantes carencias educativas y una modernidad cultural inexistente. Lo que de entonces parece indispensable no perder es aquella conciencia intelectual entendida como valor moral; pero para partir de ella y llenar de sentido un pensamiento y una escritura dejados hoy de la mano de los mercaderes o entregados -secretamente, por mala conciencia- al amparo y los manejos del poder. Precisamente aquí lo que habríamos de considerar a fondo: ¿hasta dónde una cultura tutelada como la que la República hizo posible, siquiera protegida, no se ha revelado como servidumbre más o menos encubierta? Porque todos se hacen lenguas -a favor o en contra- de los compromisos ideológicos que el intelectual debe contraer; pero nadie tiene en cuenta, quizá, lo más espinoso del asunto: el peligro de una cultura institucionalizada, porque corre el riesgo de ser una cultura carente de verdadera libertad.
Qué espectáculo (porque quieren que lo sea, ayudado por el papanatismo mediático que aún padece el síndrome de la mordaza dictatorial) ofrecen los políticos en ejercicio a la sociedad, si no es el de su torpeza funcionarial o el de su pequeñita guerra de intereses domésticos, sin visión y -lo que es peor- sin la más mínima imaginación. Y resulta que fueron ellos mismos -los ahora en uso de tales facultades- quienes llenaron su juventud y sus muros con los chafarrinones que la exigían… No es éste un modelo demasiado sugestivo; ni parece que constituya un espacio adecuado para el verdadero debate y la necesaria contestación, dejadas las ideas en un polvoriento desván. ¿Y la moral? Pues parece también cuestión subsidiaria; es más, admite cualquier tratamiento que la acomode al antojo de los unos y de los otros, cuando el estallido de los sesenta, precisamente en el seno de la Universidad, quiso dejar en evidencia una hipocresía social que muy pronto, y con habilidades de prestímano, los mismos protestarios supieron asimilar muy ventajosamente.
No puede resultar extraño que los intereses de sus cachorros sean otros, y que los orienten hacia formas de participación política más acordes con el sentido gregario que, desde el propio poder (y no sólo político), se esmeran en fomentar quienes lo ejercen con aquella lección bien aprendida. Una política de la despersonalización (por eso, tanto hincapié en la seguridad funcionarial, en la inclusión rápida en esa nómina en donde habrán de quedar sepultados de por vida sus proyectos individuales; por eso, también, tanto interés porque la burocracia -lo que son las cosas- crezca y se haga cada vez más compleja e intrincada); una política que afecta, de modo primordial, a los sentimientos y emociones más elementales y genéricos (el voluntariado, por ejemplo; o cualesquiera otras acciones similares pero que «aparezcan en los medios de comunicaciones» porque si no no existen, y sean- por consiguiente- de fácil venta a una sociedad dispuesta para, y entregada al, consumo indiscriminado); una política, en fin, limitada, de forma egoísta, a la inmediata reivindicación de cuestiones utilitarias y de procedimiento.
Dadas las circunstancias, el discurso cultural del tiempo arraiga perfectamente en ese terreno tan bien abonado: su objetivo primero, el colectivismo de los sentimientos; su materia, la misma atractiva y frágil forma de solidaridad que, en apariencia al margen del juego partidario de la política y sus intereses, resultará muy atractiva para los jóvenes. Se les ofrece con ello una respuesta impulsiva y de carácter masivo (en nuestra sociedad finisecular, lamentablemente, el único valor que sirve de refrendo, incluso de las propuestas culturales, es superar la prueba de la cantidad: cantidad de lectores, de espectadores, de asistentes…). De esa manera queda anulada toda distancia suficiente y necesaria para la reflexión, para no perder el privilegio de la individualidad pensante. La cultura de nuestro tiempo pregona la diferencia, pero se impone- sin embargo- como discurso igualador y monótono; un discurso en el cual resulta prácticamente imposible dilucidar las verdaderas categorías, los valores más sólidos, porque se enreda siempre en la sugestiva pero confundidora hojarasca de la anécdota, cuanto más llamativa y espectacular mejor: amalgama de nombres notables, porque el uso inteligente de los medios los ha encumbrado como triunfadores; peligrosa tendencia, disimulada de aparente libertad y pluralidad, a deslizarse hacia una cómoda satisfacción sujeta al lema- falsamente democrático- de todo vale. No es escepticismo, quisiera advertir: ésta sería una actitud intelectualmente digna y enriquecedora. Es un modo de pregonar (y celebrar, e imponer en su caso) valores que no lo son, y que de esa manera serán aceptados sin el menor escrúpulo; no exigen, siquiera, el esfuerzo de reconocimiento y entrega, que sería la forma más cierta de una existencia intelectual y moralmente comprometida.
Las evidencias se multiplican, apenas abordamos la lectura de las obras publicadas por escritores que la crítica habitual nos dice representativos de los últimos veinticinco años. Sus limitaciones más reseñables no proceden- como sería de esperar- del atrevimiento con que abordan temática y escritura (o resulta un atrevimiento ingenuo, de sobra asimilado por la literatura desde mucho tiempo atrás), sino de la extremada prudencia con que juegan sus bazas. Su lenguaje tiene más bien poco de novedad, y muy escasa frescura (digo, en los dos sentidos); ni tan siquiera desde el punto de vista de la inseguridad y el balbuceo, que sería mucho más enriquecedor y novedoso (la palabra, en su estado inicial, oralidad y escritura en constante debate), al contrario, con el pudor de no parecer en exceso intelectualizados (no es un valor, porque con ello se sustraerían a la aceptación masiva), hay escritores que dicen someter su trabajo, antes de publicar, a la prueba de la lectura por parte de personas ajenas al oficio, y consideran una catarsis, para sí mismos y para su escritura, lo que ellas puedan decirle al respecto. Una temática siempre empequeñecedora, cercana a (y protegida por) el medio urbano, donde- como ha declarado alguno-
a cien metros de nuestras existencias burguesas, podemos ver infiernos como el de Dante, esa iconografía de la gente que sufre, llora y no llega a fin de mes, se mete por las pupilas y los poros.
Mientras transcribo textualmente estas palabras, me pregunto: ¿ha leído como debe ser, quien así se pronuncia, la obra de Baudelaire? Y si es así, ¿puede pensar que la imaginería urbana del poeta francés (lea cuanto dice Walter Benjamín al respecto), al margen de que pueda seguir vigente o no en nuestros tiempos, habrá de tratarse de la misma manera que entonces? Porque, ¿puede ser hoy un argumento válido, desde el punto de vista social, esa llamada de atención a la conciencia burguesa? Podría ser una forma de recuperación del compromiso moral. Pero la verdadera cuestión, desde mi punto de vista, queda planteada cuando, al manifestar su preocupación por los marginados y sus sufrimientos, dice que es algo que «se mete por las pupilas y los poros». Al expresarse así, declara- implícitamente- que el asunto en nada afecta a un posible debate con las formas expresivas, que fue- precisamente- lo que Baudelaire consiguió, y lo convertiría en fundador de la poesía moderna: alumbrar un lenguaje que no se limitara a decir lo que el poeta veía, sino que rompiera los límites del decir, para entrar de verdad en aquellos infiernos. Para el escritor francés no se trataba de una frase hecha; ni, mucho menos, para Dante, también aquí invocado. Su Comedia- escribe Octavio Paz- «relata la historia del viaje de un hombre al otro mundo. Ese hombre no es un héroe… sino un pecador- y más: ese pecador es el poeta mismo»; y así la obra es un puente entre lo visible y lo invisible, una frontera abatida por la construcción verbal que es el poema. Al parecer, para nuestros más jóvenes escritores, el lenguaje (la escritura y su artificio) se considera como algo dado, un simple instrumento que cualquiera puede usar. Y cuando echan mano de la expresividad del habla, quedan sólo en las fórmulas más o menos ingeniosas y efectistas, cuyo uso y abuso las ha vaciado de contenido; nada de dinamismo fecundador, términos anquilosados por su utilidad cotidiana, en vez de reflexión y debate sobre las leyes impuestas a la lengua por el poder.
Resulta aleccionador un hecho: la proliferación de talleres o escuelas que atraen a los alevines de escritor al reclamo de una enseñanza de las técnicas de la escritura narrativa o poética; la cantidad de manuales de autoayuda con el mismo objetivo, firmados muchas veces por críticos literarios o profesores de literatura. Una forma de matar de un tiro dos pájaros: la promesa de éxito literario y la oportunidad de hacerse un nombre a cuenta de esa ilusión que venden. Igualmente significativas las declaraciones de esos mismos escritores noveles, tras ganar ciertos premios convocados al efecto y con similar criterio profesional (descubrir nuevos valores); los jurados- por supuesto- de fama y rumbo mediáticos para que el atractivo público sea mayor: el leit motiv de todos, la facilidad que dicho galardón creen habrá de proporcionarles para publicar en las editoriales de mayor difusión, para ser más conocidos; en ninguno de los casos, hemos podido oír a quienes así comienzan su trayectoria literaria confesando que los mueve el convencimiento de que a la escritura entregaran su vida. Vivirán de ella, se empeñan en certificar.
Así, quienes pescan en el río revuelto de nuestra cultura cuentan con esa baza a su favor: lo mismo por lo que se refiere a las relaciones personales que por cuanto atañe a las apuestas estéticas. La inclinación extremista de ciertos sectores de la juventud, acráticos y destructivos, es aprovechada por las instancias del poder para consolidarse, por paradójico que parezca, al tener un enemigo reconocible que mostrar a la sociedad; el discurso deslenguado y descarado de ciertos jóvenes, hurgando en ese mismo espacio destructor, es materia fácilmente reconvertible en éxito literario, cuando en verdad nos resulta muy viejo, si no ingenuo, al recordar apuestas parecidas de épocas anteriores. Pero si entonces introducían la provocación y el escándalo, ahora resultan de una eficacia comercial sorprendente. En contra de lo que pudiera parecer, ninguna de esas posturas resquebrajan el orden establecido ni hacen que el poder se tambalee. El poder las utiliza, también en beneficio propio. Se trata de una perturbación superficial, y hasta deseable, que será sofocada – o asimilada, en su caso- sin mucho esfuerzo, cuando sea preciso. La apuesta realmente crítica, la que abre verdaderos cauces de debate y confrontación, es aquella disposición intelectual que pide diálogo, no ya sobre las ideologías (hoy tan grises y sin diferencia cierta a la hora de manifestarse en acción), sino sobre las formas de relación y sobre la seriedad del compromiso (un debate moral) o sobre las formas de expresión de ese compromiso (un debate estético), porque actúan de manera directa sobre la misma línea de flotación del establishment, aunque no resulten tan estridentes (y mucho menos, tan espectaculares) como las primeras.