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Número 71

Vamos a menos / Juan Goytisolo

Revista Malabia número 71

Vamos a menos / Juan Goytisolo

La decisión del jurado del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si hubiera alguna necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grosera del esperpento. Sí, Spain is different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de amor del laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se atreve a decir su nombre, al secretario de Estado para la Cultura (¡»Ay, mi amor, cuántas cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con vosotros. Cuenta conmigo para lo que quieras»); sus expresiones chulas e insultantes respecto a los otros candidatos, entre quienes por fortuna no me hallaba yo («ahora sí que les hemos jodido bien» , «esto es la polla»); sus muy rendidas gracias a quienes «se lo han trabajado (el premio) a muerte» (su padrino José Hierro y el crítico estrella de este periódico), resultarían incomprensibles en otro país que el nuestro. En la flamante España que va a más, la ignorancia, desfachatez y venalidad reinantes permiten galardonar no a Valente, sino a don José García Nieto, pues en razón de la ausencia casi general de criterios de valor, todo vale. En corto, la cultura ha sido sustituida por un simulacro mediático y nadie o muy pocos elevan la voz contra ese estado de cosas. La resignación y el conformismo con los poderes fácticos reinan en el campo literario como en los felices tiempos del franquismo.

Lo más extraordinario de este inefable festival de burlas y vanidades es la insistencia del galardonado en la índole «política» de su premio y su recompensa a la «España progresista» que él encarna. ¡El autoproclamado escritor de izquierdas, e incluso rojo, publicaba sin duda en Cuadernos de Ruedo Ibérico o Nuestras ideas y no en La Gaceta Literaria! Para un memorialista de su pedigrí, la desmemoria que afecta a la vida española es una baza única. ¡Del patrocinio de Juan Aparicio al de Luis Alberto de Cuenca, qué impecable trayectoria de izquierdas!

Mas lo ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer escritor- no puede considerarse como un hecho aislado: se inscribe en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y el buen gusto. La distinción fundamental entre el texto literario y el producto editorial ha sido cuidadosamente borrada y, para emplear los términos acuñados por Antonio Saura, el «hipo de la moda» se confunde con la «moderna intensidad». No tengo nada en contra de los buenos «productos» que sirven de soporte material a la publicación de obras minoritarias y de mayor enjundia. Una gran editorial como Gallimard -a la que se tributó un merecido homenaje en la Feria del Libro de Guadalajara- ha sabido combinar unos y otros durante casi un siglo hasta componer un catálogo digno de admiración. Pero en España, en donde la cultura es escasa y superficial, víctima de nuestra trágica discontinuidad histórica -¿puede considerarse «normal» un país en el que el lector no pudo acceder al disfrute de una obra como La Regenta durante más de cuarenta años?-, el empeño de algunos en sostener la obra de calidad lucha quijotescamente contra la ignorancia de los más y la demostrada incompetencia de los dómines de la cultura. Si a ello añadimos el hecho de que la educación se ha convertido en una nueva forma de calamidad pública -como señaló recientemente Juan Pablo Fusi, el nivel de conocimientos de los universitarios de hoy en las disciplinas de humanidades es tal vez inferior al de los colegios de enseñanza media de la Institución Libre de Enseñanza de los tiempos de Cánovas-, obtendremos un cuadro completo de la desertificación ética y literaria de nuestra España de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos. No hay que extrañarse así de que en este clima triunfalista y deletéreo de sometimiento a lo inane, pero mediático -o por decir mejor, de mediático por lo inane-, asistamos a la reproducción clónica de premios y obras premiadas en los que el contenido del libro viene determinado de antemano por estrategias e imperativos de su promoción. Una buena promoción suple con creces la baratija impresa y atenúa el hedor de lo manido y rancio con un buen empaquetado de regalo de Nina Ricci o Dior. Todo ello no sería posible sin la complicidad activa o pasiva de las páginas culturales de los grandes periódicos, dependientes, como nadie ignora, de intereses políticos o empresariales más o menos confesables. Cualquier crítico o escritor de escaso fuste pero de muchas campanillas puede pontificar sobre la «retórica hueca» de Valente o perdonar la vida a Borges mientras proclama al inefable cervantes de las botas negras brillantes y pañuelo rosa o de bufanda blanca y pantalón rojo eléctrico, lo mismo da, el mejor escritor de todas las Españas. Cualquier avispado columnista de cartón piedra puede establecer, con ayuda o sin ayuda del ministerio, su canon literario y forjarse de ese modo, a costa de omisiones mezquinas y flagrantes desafueros, una pequeña celebridad. Los amores y desamores de los pretendientes a Bloom mas de integridad condigna de un cabecilla de taifa, reflejan fielmente lo que escribió Cernuda -a quien no se lee y se cita con desparpajo- en uno de sus ensayos: «Lo lamento, pero la crítica no consiste como creen ahí, en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquellos detestados por el crítico, sino en otra cosa«. Para desdicha nuestra, esa «otra cosa» sigue brillando por su ausencia. Recuerdo una reseña de una novela de difícil repercusión fuera de España en la que el crítico prodigó 16 adjetivos de elogio (cinco de ellos terminados en ante). El mismo crítico se despachó a gusto con otra -ésta sí traducida posteriormente a varias lenguas no obstante su índole minoritaria- con un número apenas inferior de frases o términos demoledores y despectivos.

Pero en un caldo de cultivo como el de nuestra villa y corte, en el que la tontería y falsedades de las que habla Cernuda pasan por valores constantes y sonantes, nada significa ya nada. Igual da Gala que Martingala y Verdi que Monteverdi («basta quitarle el Monte», como dijo un musicólogo de tertulia). Los opiniónomos y sabios disciernen títulos de gloria o de infamia sin tomarse la molestia de leer a quienes trituran o ensalzan. (Hace años incurrí en la ingenuidad de presentarme a una plática radiofónica sobre la novela que acababa de publicar. Al llegar con unos minutos de antelación al estudio sorprendí a los contertulios mientras leían apresuradamente la contracubierta del libro para saber de qué iba. Los ejemplares a su disposición lucían una virginidad ajena a todo manoseo zafio. A pesar de ello, al empezar la charla, tres de ellos alabaron la obra y uno la criticó con dureza. Pero se trataba de una iluminación directa del Espíritu Santo, ya que ninguno la había leído).

Es una desdicha que el Paráclito no alumbre casi nunca las mentes de nuestros responsables culturales. Sus intervenciones salvíficas son más bien raras. ¡Ojalá tuviéramos con nosotros a este camarero de un restaurante popular de Monterrey que me habló de unas semanas de Disciplina Clericalis y de don Sem Tob! De depender de mí, le habría nombrado en el acto ministro de Educación.

La amenaza más grave que hoy pesa sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición sin combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la luna a los fabricantes de bestsellers y margina a quienes escriben sin anhelo de recompensa permaneciendo fieles a la ética del lenguaje. Como escribía en su bello discurso de recepción del Nobel el novelista chino Gao Xingjian: «Si el juicio estético del escritor debiera seguir las tendencias del mercado, ello equivaldría al suicidio de la literatura».

Para no suicidarse, el escritor tiene que aceptar en efecto la soledad creadora, mucho menos dramática por fortuna que la de quienes, como Osip Mandelstam o Bulgakov, no pudieron ver impresa su obra o perecieron a causa de su exigencia moral y estética insobornable. Evocar el destino de éstos o de algunos grandes creadores de nuestra lengua (de los que tan poco sabemos) resultaría una ayuda preciosa en el momento de afrontar la alternativa. No pienso aquí en las plumas serviles o zafias que existen tan sólo a la sombra del poder o gracias a su continua presencia mediática sino en aquellas que, dotadas de la sensibilidad innata del escritor capaz de plasmar su visión del mundo, sacrifican su precioso don al afán barato de hacer carrera.

Una prensa atenta a la educación ciudadana debería cuidar de la defensa de los valores literarios y artísticos más allá de las modas y combinaciones mercantiles. Dicha labor no es cómoda en un medio habituado a la confección y venta de productos de asimilación instantánea conforme a las normas de sociedades configuradas por el mercado global (productos consumidos a su vez por éstas con la misma facilidad y rapidez que las hamburguesas zampadas, digeridas y evacuadas de sus hamburgueserías). Pero los críticos que aceptan sin pestañear dicho orden de cosas y ensalzan regularmente las obras plastificadas y fabricadas en serie deberían comparecer ante un tribunal de deontología. Que los órganos de prensa venales o al servicio del poder -para el que la cultura es sólo un motivo de decoración o alarde vano- participen en tal almoneda no puede sorprender a nadie. En otros casos dicha conducta resulta más difícil de encajar.

El País es «algo más que un periódico». Es también, como sabemos, la matriz o pieza clave de un poderoso grupo empresarial con ramificaciones en el ámbito editorial y en diversos medios de comunicación de España e Iberoamérica. Su credibilidad informativa le ha permitido conquistar en buena ley una audiencia internacional y alzarse al nivel de los cuatro o cinco mejores periódicos del mundo. Merced a ello podemos disfrutar de la lectura de algunas de las mejores plumas españolas y extranjeras tocantes a los problemas y realidades acuciantes con los que debemos lidiar. En mis viajes a diversas zonas conflictivas a lo largo de la última década he podido comprobar igualmente la excepcional seriedad y competencia de sus corresponsales en los Balcanes, Rusia, Oriente Próximo y el Magreb. Pero advierto con creciente inquietud -y esto es la otra cara de la moneda, visible no obstante a todo observador sin anteojeras- la incidencia de una serie de presiones internas y externas, ligadas a su dimensión empresarial y a la imbricación que conlleva, que ponen a dura prueba en una de sus secciones sus designios de imparcialidad.

Si al cabo de los años leo siempre con el mismo incentivo las páginas de Opinión y las informaciones y crónicas internacionales (las de España me interesan menos con excepción de las que tocan el País Vasco, el racismo y la inmigración), en el campo cultural verifico a menudo la fuerza de estas presiones y la existencia de un lo nuestro y lo ajeno de un nosotros y ellos que justifican un muy diferente trato a autores y obras según pertenezcan o no al grupo multimedia o, lo que es peor, sean amigos o no de quienes a la sombra pinchan y cortan.

No descubro el Mediterráneo si señalo que algunas informaciones sobre el número de premios acumulados y ejemplares vendidos de un autor de la casa, reiterados con machaconería, corresponden más bien a las funciones de un buen agente literario que a las de un periódico serio cuya fiabilidad nadie debería poner en duda. Tampoco descubro el Atlántico si apunto al hecho de que el nombre de ciertos autores es escamoteado por causas que los interesados ignoran y que ese ninguneo llega a tales extremos que se puede informar sobre la presentación de un libro y omitir el nombre del presentador (esto acaeció la pasada primavera con la del bello poemario póstumo de Carlos Fuentes Lemus; su presentador, Julio Ríos, desapareció de la reseña del acto). Se me dirá que esto puede ocurrir en todos los diarios. Mas la índole sistemática de las promociones y ninguneos no debería sobrepasar ciertos límites so pena de afectar la confianza que deposita en ellos el lector.

Algunas omisiones, por minúsculas que sean, pueden acarrear consecuencias dañinas y citaré un ejemplo que me atañe. Cuando el imán Jomeini decretó su célebre fatwua contra Salman Rushdie, recibí en Marraquech una llamada telefónica de Londres para solicitar mi firma en una carta cuyo texto fue publicado al día siguiente en The Times. Por más señas, fui el único firmante español y el único que suscribió la protesta contra el desafuero en un país musulmán. Poco después, la misma carta, con sus signatarios, apareció en este periódico. Sólo faltaba mi firma, detalle insignificante al que no presté mayor atención. Pero he aquí que al cabo de unos años un colega me reprochó, de buena fe sin duda, haber negado mi apoyo al escritor perseguido. Entonces comprobé, con retraso, las secuelas de ciertas omisiones para mí tan misteriosas como las que existían en tiempos de la censura franquista, y lamenté no haber indicado públicamente el escamoteo de mi nombre en la lista reproducida en El País en forma de comunicado o anuncio.

Más allá de estas anécdotas de escaso interés para el lector, percibo en las páginas de Cultura los corolarios de una endogamia que se acentúa año a año. La existencia de unos intelectuales orgánicos, no ya al servicio de un partido político o grupo social, sino de la empresa, tiene a la corta o a la larga efectos negativos si no se toma conciencia de ello y no se adoptan medidas para circunscribir el mal. Todos conocemos a estos escritores (buenos o mediocres, lo mismo da) que están siempre en la brecha, allí donde deben estar y que si critican lo divino y lo humano se cuidan muy mucho de emitir el menor reparo al funcionamiento del sector cultural y a unos favoritismos de los que son los primeros beneficiarios. Tal vez eso sea inevitable y difícil de erradicar. Pero si desaparecen las voces críticas o son ahogadas por un discurso satisfecho y eufórico -como sucedía a otra escala, mucho más nociva, en los países del «socialismo real»- se corre el riesgo de aplaudir a quien habla de forma «autorizada»: en otras palabras, de confundir la voz propia con la de la sociedad.

Junto a la figura de Defensor del Lector a secas, habría que crear un Defensor del Lector literario, con el encargo expreso de señalar los usos y abusos de nuestro peculiar Parnaso con la ironía de un Larra o un Clarín; el elogio en el que no cree ni el que lo da ni el que lo lee ni a veces, si conserva una pizca de lucidez, el que lo recibe; los compadreos, aborrecimientos y exclusiones ajenos a toda ética y sentido común; la censura comercial, mucho más solapada y mortífera que la antigua censura religiosa, ideológica o política. Hoy, como hace 40 años, lo que entiendo por crítica literaria -extraño quizá a la mentalidad española, según creía Cernuda- se refugia de ordinario en unas pocas revistas independientes de toda subvención estatal y autonómica, como es el caso heroico de Quimera o Archipiélago, o recurre al libelo provocador pero saludable samizdat. Quién sabe si los foros espontáneos de internautas serán en el futuro la única alternativa viable a la trivialidad.

Las cosas no han cambiado mucho desde el día en el que el último cervantes llegó al café Gijón. En mi novela Don Julian -prohibida por los servicios del entonces padrino de aquél-, hablaba de «esas estatuas todavía sin pedestal, pero ya con la mímica y el desplante taurómacos» de los escaladores del «Laurífico escalafón, que vierten a raudales su simpático don de gentes: si me citas te cito, si me alabas te alabo, si me lees te leo:¡original y castizo sistema crítico fundado en la tribal, primitiva economía del trueque! ¡Poetas, narradores, dramaturgos, al acecho de planetario premio, de alcaponesca beca!: trenzándose, entretanto, unos a otros floridas guirnaldas, prodigándose henchidos elogios, redactando sonoros panegíricos: fuera de tono, inauténticos siempre excepto cuando airada, recíprocamente combaten», etcétera.

Cualquier parecido con el Parnaso de hoy sería desde luego simple coincidencia. En este campo, si tenemos en cuenta los estragos de la seudocultura mediática y la ignorancia general de nuestro pasado, incluso el más próximo, no cabe sino concluir que vamos a menos.

Publicado en El País (Madrid) el 10 de enero de 2001