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Número 58

La actualidad de Nietzsche, el nietzschismo de la actualidad / Sandino Núñez

La actualidad de Nietzsche, el nietzschismo de la actualidad, Sandino Núñez

La actualidad de Nietzsche, el nietzschismo de la actualidad / Sandino Núñez

1.

Podemos entregarnos a hablar tranquila y amistosamente de la actualidad de Nietzsche o de la vigencia de Nietzsche. Ahora bien: algo en nuestra conversación siempre hará ruido, afortunadamente, aunque no lo haga. ¿Qué alcance tiene la frase “la actualidad de Nietzsche”? ¿Nos referimos a la empecinada sobrevivencia del pensamiento de alguien que escribió hace más de ciento veinte años? ¿A la asombrosa y admirable capacidad de un pensador de proyectar su voz más de un siglo hacia adelante?, ¿a su potencia de anticipación, a su genio para estar a la altura o ser la medida de su futuro? Esta hipótesis sería, me parece, parte de una lectura muy pobre de la llamada historia de las ideas: una lectura haragana, conformista, lineal. Y en cierto modo, incluso, podría decirse, una lectura no nietzscheana. Aunque, en otro sentido, hay que decirlo, esa lectura parece perfectamente consecuente con el gesto radical de Nietzsche cuyo correlato es la exigencia de su reconocimiento inmediato como nombre propio excepcional: “¿por qué soy un destino?”, “la filosofía es un explosivo terrorífico que pone al mundo entero en peligro” (Ecce Homo); “soy lo suficientemente fuerte como para partir la historia de la humanidad en dos ramas” (carta a Strindberg, diciembre de 1888); “(…) soy algo decisivo y fatal que se levanta entre dos milenios” (carta a Von Seydlitz, febrero de 1888). O más gráficamente, en El Anticristo: “Este libro está reservado a un pequeño número de personas. Es probable incluso que ninguna de ellas haya nacido todavía”. La pregunta inocente es: ¿seremos nosotros esas personas? Pero antes hay que entender algo. Nietzsche es el explosivo y el destino: él es la violencia de la mano que da vuelta la página de la historia y es el goce de la primera página de la nueva era. Nietzsche será adorado e idolatrado en su excepcionalidad, aunque no tenga ni quiera discípulos, o porque no tiene ni quiere discípulos: ese vínculo transferencial clásico que asegura la despreciable continuidad de la novela filosófica y metafísica, con su origen y su destino, allí donde Nietzsche entiende a la filosofía como la ruptura explosiva solitaria, como la radicalidad del acto contra la continuidad del fundamento. Volveré a ese punto.

Pero, ¿por qué no complicar la linealidad de la fórmula de la actualidad de Nietzsche? Glosando a Borges, podríamos decir que una época inventa a sus precursores. Y podemos agregar que ese invento siempre es un poco problemático, y viene a ligarse, con la época que lo llama y lo evoca, en un nudo doble, que se resiste al análisis lineal. Fuimos nosotros los que convocamos a Nietzsche, y no debería por lo tanto resultarnos para nada asombroso que Nietzsche acuda tan puntualmente con su “actualidad” y su “vigencia”: sería como maravillarnos de lo conveniente de tener tabique nasal para poder sostener los lentes. En otras palabras, la “actualidad de Nietzsche” habla menos de Nietzsche que de su actualidad, es decir, habla menos de Nietzsche que de nosotros, de aquellos que necesitamos a Nietzsche, aquellos que nos reunimos a convocar el espíritu de Nietzsche para que nuestro espíritu sea nietzscheano. Habla de las condiciones de posibilidad actuales de la actualidad de Nietzsche. ¿Y por qué nuestra época sería nietzscheana? ¿Por qué, en cierto momento, comenzamos a entusiasmarnos con el espacio ilimitado de la tragedia o de la fiesta para que el hombre fuera —él mismo— arte dionisíaco, con la voluntad de poder, con el gesto pleno y afirmativo de la vida, con la lucha contra el nihilismo de filósofos cristianos y teólogos, con la consagración y celebración del mediodía como el momento de la sombra más corta o de la ausencia de sombra, allí donde Hegel hablaba de la filosofía como un arte crepuscular y del filósofo como una figura del atardecer, o Descartes proponía la madurez como el momento en que se empuja o se fuerza la evidencia a la duda y a la sombra? ¿Por qué el águila y el león de Zaratustra contra el búho de Atenea?



2.

Voy a ser parcialmente injusto: si “nuestra época” remite a ciertas coordenadas más o menos precisas, más allá del bautismo de Heidegger (cuya importancia se inscribió más bien en el canon institucional de la filosofía), fue Foucault (y en menor medida, pero en una medida bastante notoria, Deleuze) quien nos empujó a Nietzsche y quien puso a Nietzsche en el compromiso de ser nuestro contemporáneo, quien lo hizo encarnar nuestra época. Con Foucault (hablo sobre todo de “Nietzsche, la genealogía y la historia”) entendimos la densidad de Nietzsche, porque sobre todo entendimos la densidad de nuestra necesidad de Nietzsche, logramos ver el hueco o la falta de Nietzsche como si fuera una marca de nuestra época, la presencia de una ausencia, la voz de la arqueología o de la genealogía como anticuerpo contra las solemnidades vacías de la Historia, del Origen y del Destino, de la Idea, del Bien Supremo y de la Metafísica. Nos entusiasmamos con la trama bélica y no lingüística o dialéctica de la historia, con la muerte del sujeto y la aparición del Übermensch. Pero también entendimos y vivimos a Nietzsche en la hermenéutica, o en ciertas líneas de la vulgata hermenéutica, cuando se dijo que Verdad filosófica había caído con todo el enorme peso de su negatividad mastodóntica, dañada de muerte por los minúsculos e innumerables mordiscos afirmativos de los sentidos y las interpretaciones. Entendimos a Nietzsche entonces como el acto afirmativo de la vida y de los (contra)poderes contra el gran poder de la muerte y la nada, contra los sacerdotes y los burócratas del saber-poder. Entonces, quiero situar “nuestra época”, filosófica para el caso, en el giro de la política francesa hacia los 70-80: la afirmación erótica de Bataille, la indignación de Foucault, la impaciencia intelectual de Deleuze. Es la era, para cometer un ligero anacronismo (que en todo caso también es francés), del populismo heteroglósico y carnavalesco de Bajtin. Es la era del lenguaje entendido como las positividades singulares y múltiples de la phoné, del discurso, los dialectos, la comunicación, la confrontación, la contextualidad, la interpretación, la retórica y la pragmática. El lenguaje como logos o Ley, razón o gramática (“vieja hembra engañadora”, dice Nietzsche) comienza a ser la figura autoritaria y mentirosa de los sacerdotes burócratas del dios nihil. Esta es una época que antipatiza con la verdad, con el sujeto, con la teoría, la crítica y la dialéctica: es decir, que antipatiza con Descartes, Kant y Hegel. Y también, por cierto, con Marx y con Freud.

Esta época pudo recostarse más de una vez en la invocación del viejo rencor de Nietzsche contra la metafísica y la moral de los archifundadores: Platón y Cristo: la tradición grecocristiana. Y en esta perspectiva es que digo que la vigencia de Nietzsche es un síntoma de nuestra época: pues nuestra época es filosóficamente antiplatónica, y más ampliamente, antimetafísica, y desconfía furiosamente de la potencia oscura de la trascendencia, del sujeto y de la verdad, para afirmar la vitalidad local de los discursos y los sentidos. En eso “nuestra época” se parece a Nietszche, o ése es el Nietzsche que nuestra época necesita. Pero ocurre también que, al traerlo de regreso, lo somete a un curioso desplazamiento de su signo, pues nuestra época, que —insisto— es la época de la vitalidad de los sentidos enojada con la verticalidad fúnebre de la Verdad o de la Teoría, empieza a globalizarse como la época de una democracia enojada con las figuras del totalitarismo, e introduce en el enojo una etiología miedosa u obsesiva que está completamente ausente en Nietzsche: el miedo al sacerdote, el miedo al maestro, el miedo al Estado, el miedo a las totalizaciones de la teoría.

Nietzsche, de sospechoso de cierta teatral complicidad genética après-coup con el nazismo, comenzó a funcionar, hacia los 70-80 del siglo pasado, como una reserva utópica de pensamiento antitotalitario. Tanto, que el entusiasmo hermenéutico de Gianni Vattimo pudo en parte apoyarse en Nietzsche para justificar un “pensamiento débil”, expresión que supongo habría arrancado del propio Nietzsche su famosa “carcajada homérica”. La fuerza explosiva de Nietzsche, su ausencia de miedo, su desprecio a la filosofía del pusilánime, se trasponen en una especie de anticuerpo contra los excesos centralistas, autoritarios o burocráticos de la razón (asunto presente en el mundo intelectual occidental desde la segunda posguerra, y doblemente presente desde el comienzo de la caída de la máquina soviética). Es decir, el enojo mismo se vuelve un síntoma de pusilanimidad. Quizás eso no está tan mal, pero aloja, en el reverso de ese Nietzsche “recuperado” o “reciclado”, algunos síntomas de malestar que conviene señalar.



3.

Hay que recordar una vez más que Nietzsche es, antes que nada, el grito de un nombre propio que no puede desaparecer (lo indeleble de ese nombre que estalla en un grito podría ser la locura Nietzsche). Nietzsche es el brillo enloquecedor de un pathos absoluto, el relámpago de una pasión que estalla sobre la tierra gris o negativa de la religión y la filosofía. Nietzsche no es una figura de superación o de crítica, sino de transgresión y disolución. Es un puro signo de exclamación que recalienta y aprieta la frase de la historia hasta hacerla estallar en sí misma. La transvaloración de todos los valores no vuelca a Nietzsche en una matriz hegeliana, como decía Heidegger, pues Nietzsche no postula ninguna Aufhebung, ninguna superación dialéctica de los valores viejos: él es el acto radical de desfondar los valores, de convertirlos en los fósiles sobre los cuales caminará el Übermensch: ningún fantasma moral o teológico, ninguna idea, solamente la vida y su libertad inherente. Él es quien mata a Dios y nos libera de la sumisa condición castrada a la que Dios nos condenaba. Pero matar a Dios es matar a la idea de Dios: es cancelar ese procedimiento necesario -en Descartes por ejemplo, Tercera Meditación- de postular la infinitud, la eternidad o la perfección para poder pensarme y saberme finito, incompleto, deseante, abierto, histórico. La infinitud es la finitud en tanto que finitud. O, mejor: Dios es el hombre en tanto que hombre. Y eso, y no otra cosa, es la castración. Pero Nietzsche mata a Dios, me restituye como hombre no castrado y me concede en un solo golpe de luz toda la petrificante libertad, plenitud y positividad de la posdialéctica. La vida es la vida: no tiene historia, es decir no tiene origen ni destino. Nietzsche es quien nos hace libres, pero al mismo tiempo es quien invalida en un solo acto todo ese paciente camino a la liberación que llamábamos historia o política. Todos somos superhombres en tanto entendemos que no necesitamos luchar por liberarnos sino abolir la liberación.

Nietzsche es, insisto, la explosión y también el destino: es su propia víspera y su propio día después, es el anuncio de la muerte de Dios, es la mano que mata a Dios y también es lo que sobrevive a la muerte de Dios —todo en un mismo acto unánime. (“Yo soy, entre esta gente, mi propio precursor, mi propio canto del gallo por las calles oscuras”, dice en el Zaratustra). En las antípodas, el Nietzsche de Foucault, el propio Foucault, quiere desaparecer, renuncia a su nombre propio, a su identidad civil y a la autoría, necesita que lo dejen tranquilo, quiere desprenderse de sus compromisos simbólicos (“Más de uno, como yo sin dudas, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz a la hora de escribir”, dice en La arqueología del saber). Foucault quiere deslizarse gozosamente a lo imaginario, quiere desaparecer en el murmullo de los discursos sin rastro dialéctico alguno, sin yo y sin Sujeto, sin maestros y sin discípulos. Nietzsche, en cambio, no es un mero desliz a lo imaginario: mantiene una posición hipertrófica y rígida de sujeto que estoy tentado, como tantos otros, de caracterizar como paranoica. Nietzsche tiene en común con Foucault una especie de renuncia a la dialéctica con el Otro, a toda relación educativa, característica de la filosofía clásica: pero mientras en Foucault esto ocurre por estar demasiado cerca del Otro (su rechazo a la autoría, la vocación de “dejar hablar al otro” sin mediaciones, su desprecio por el mesianismo del intelectual universal, etc.), en Nietzsche ocurre por estar demasiado lejos (“Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy yo. En el fondo sería lícito saberlo ya: pues no he dejado de «dar testimonio» de mí. Mas la desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera”, Ecce homo). La “postura débil” de Foucault es la herencia de la violencia radical de Nietzsche, el día después de su golpe absoluto. Pero ambas figuras, la hipernitidez del hombre no castrado de Nietzsche y el desdibujamiento del sujeto de Foucault, terminan por ser la misma. Pues en este punto, es claro, no hay diferencia efectiva entre estar más allá del bien y del mal y estar más acá del bien y del mal, entre la posición hipersubjetiva de Nietzsche y la desubjetiva de Foucault, entre la locura de Nietzsche y el mutismo teórico de Foucault: pues la vida (o el poder) es amoral, asocial, asimbólica, apolítica. No es posible afirmar la vida o combatir el poder sin negarlos para tener un lenguaje o un pensamiento sobre la vida o el poder, es decir, sin ocupar un lugar que por definición hegeliana, no es vida y no es poder. Pero al mismo tiempo, cualquier lenguaje sobre la vida o el poder, si bien son una negación y una superación de la vida y el poder, no deja de ser, hasta cierto punto, vida y poder, por lo cual su destino es, llegado el momento, ser superado, siempre. La castración es la conciencia de la castración. Y ésa es la dialéctica, la “astucia de la razón” por la cual Hegel, siempre por encima de sí mismo, termina por enloquecer a todos los que no son hegelianos (tentado estoy de glosar a Borges otra vez —él hablaba de Quevedo y la literatura— y decir que Hegel no es un filósofo: es la filosofía). Hegel es, se me disculpará la expresión, un pensador de la liberación, y eso hace de Nietzsche un poeta de la libertad, y de Foucault un soldado anónimo o un peón imaginario del contrapoder. (“Nietzsche —dice Heidegger en su Hegel— quien se había liberado tardíamente de la quejosa denigración y desdén por Hegel heredados de Schopenhauer, dijo una vez que ‘nosotros alemanes somos hegelianos, aún cuando nunca se hubiera dado un Hegel’”. Aquí, paradójicamente, reconoce el nombre del padre.)



4.

Quiero recordar aquí una extraña e inquietante observación de Benjamin de 1921, en un artículo llamado “El capitalismo como religión”. Benjamin escribe: “La trascendencia divina se ha derrumbado. Pero Dios no ha muerto; está incorporado en el destino terreno del hombre. El tránsito del planeta humano en su órbita absolutamente solitaria por la casa de la desesperación, es el ethos del hombre determinado por Nietzsche. Ese hombre es el Übermensch: el primer hombre que empieza a cumplir, reconociéndola, la religión capitalista”.

Es necesario retener toda la potencia de esa observación. La muerte de la trascendencia y la incorporación de Dios a la vida práctico-cotidiana de los hombres es el alcance que Benjamin le da a la muerte de Dios y a la creación del superhombre en tanto primer hombre que acepta concientemente la lógica práctica de la vitalidad del capitalismo: jugar y desempeñarse, sin Bien y sin Mal, en los rituales de la religión pagana del capitalismo. Lo que anticipa Benjamin es bastante asombroso: llegará el momento en que vamos a confundir, advierte, la desterritorialización de las energías de la vida con relación a las estructuras muertas de la burocracia nihilista, con la desterritorialización de las energías del capital con relación a la política y la filosofía. Pues llegado el punto, no hay diferencia. El sistema generalizado de equivalencias e intercambios, la circulación libre e incesante de todo (energías, cuerpos, voces, dialectos, mercancías, imágenes), la lógica pragmática de la sobrevivencia o del beneficio: eso es la vida, en la consagración de su amoralidad o su asocialidad radical: el mercado. La vida, el mercado, las energías libres, es la bellum omnium contra omnes que aterrorizaba a Hobbes al punto de hacerlo convocar a Leviatán: el Estado como monstruo armado vigilante, ordenador y castigador. Y uno de los grandes problemas que ha tenido esta época que trato de caracterizar es, precisamente, el de ubicar al mal en el polo sustancial del Estado Leviatán (la fantasía totalitaria), y al bien en una especie de resistencia romántica a ese poder despótico o burocrático en el polo de las energías desterritorializadas de la circulación y la equivalencia (la fantasía democrática). Pero el mal, el enemigo, el capital, no se sitúa en uno u otro polo, sino más bien en la solidaridad entre ambos, en su lógica de campo y no de sustancia, en la oscilación o en el cortocircuito entre la libertad horizontal indialéctica y la verticalidad del Estado como Amo Absoluto. Entre el mercado y la policía, entre la libertad y la esclavitud. Democracia y totalitarismo, libertad horizontal y verticalidad del Amo: ambos son sueños o fantasías del sujeto capitalista. (Conviene no olvidar, para evitar asociaciones fáciles, que entre los pensadores que Benjamin menciona como involuntarios sacerdotes de la religión capitalista están —además de Nietzsche— Freud, y el propio Marx. Pero ese es otro asunto.) En nuestro Nietzsche actual, abolido el tema hegeliano de la historia o de la sustancia como Sujeto, la radicalidad imaginaria entre la libertad absoluta y la esclavitud jamás podrá ser mediada, tercerizada por el deseo y el lenguaje de la liberación, por la no plenitud de su sujeto, su no coincidencia consigo mismo, su delay eterno, rebelde y melancólico. Este Sujeto se constituye por un lado en su drama, su estiramiento inteligente (dianoia, dialéctica) hacia lo imposible de la Idea, la Verdad, el Ser, la Libertad, el Bien o Dios, y por otro en su huída inteligente del objeto parcial, en la superación de la causa puntual contingente de su deseo. En el odio a este Sujeto y en su combate, en el primer caso situamos el magnicidio de Nietzsche (matar la idea de Dios como síntoma de nihilismo), y en el segundo, la caída de Foucault en el anonimato del placer, el cuerpo, las luchas locales, las microdisciplinas (entregarnos a lo único que existe, ya que Dios ha muerto, que son los objetos parciales).

Digamos: el Sujeto (de la historia) no sabe positivamente qué es la libertad ni la justicia, porque en el fondo sabe que no son positividades. Le importa menos saber qué es la libertad que luchar por la liberación (o contra la injusticia). Porque sabe que la Idea (libertad o justicia, para el caso) no es ni una entidad práctico-sustancial ni una entelequia sobrenatural que lo guía desde lo alto (algo como la idea rectora de Kant). La Idea (libertad o justicia) no es sino esa negatividad necesaria que le permite juzgar socialmente una situación como dependiente, alienada o injusta, y plantearse como una praxis contra la alienación o la injusticia. Por lo tanto, el problema político, el problema filosófico, siempre fue y será, en mi opinión, la soberanía y no el poder, la negatividad de la soberanía y no la positividad del poder. Eso me coloca en una posición antigenealógica, para usar una palabra necesariamente excesiva, que puedo intentar definir así: el problema de la filosofía no es dado un saber en posición de verdad investigar en qué relaciones de poder se inscribe, de qué estructura de poder proviene y extrae sus efectos de verdad, etc., sino postular un momento (que es histórico y traumático, pero no empírico) en que el poder comienza a necesitar de la Verdad, de una Razón o de una Ley, como algo que se sitúa necesariamente por encima de su gesto o de su acto absoluto, para decirse, legitimarse o justificarse. Podemos llamar soberano a ese poder dañado, a ese momento en el que el poder, para decirse o pensarse, necesita en cierto modo dejar de ser poder, mostrar una brecha por la que se hipoteca su absolutidad. Por esa herida o por esa grieta es que penetra el lenguaje político como objeción al poder, como eterna crítica y superación del poder. Para Nietzsche esa grieta es un signo cristiano de debilidad nihilista: hay que obturarla, sellarla para siempre con el acto trágico dionisíaco. Para Foucault es una de las tantas manifestaciones tramposas del poder: es la mera presencia positiva del poder traspuesta en el fantasma del efecto de verdad.



5.

Por último, es necesario completar el razonamiento, o digamos, mejor, envolverlo. ¿Cómo podría haber dicho lo que dije sin Nietzsche o sin Foucault, quiero decir, no como meros argumentos a discutir o a refutar, o como nombres propios que se han cruzado arbitrariamente en mi camino (no hay que olvidar que estamos en la presentación de un libro sobre Nietzsche, por lo cual hay ahí algo radicalmente accidental que me está ligando a Nietzsche), sino como posiciones que han determinado necesariamente, digamos, mi propia posición filosófica o política? Lo que digo siempre es algo más, por no decir algo distinto y por no decir lo contrario, de lo que quiero decir. Nietzsche o Foucault se me aparecen, en un primer momento, como los obstáculos que debo superar para exponer un “pensamiento justo” acerca de la historia, el sujeto, el poder, la verdad o lo que sea. Pero en un segundo momento me doy cuenta de que mi “pensamiento justo” está determinado por Nietzsche y por Foucault, es decir que el movimiento del pensamiento consiste él mismo, precisamente, en superar tales obstáculos. Por eso, los obstáculos no son simples obstáculos positivos: son, ellos mismos, constitutivos de pensamiento, ya que el pensamiento no es eso que ocurre utópicamente después de haber superado los obstáculos, como quien ha limpiado el campo quirúrgico, sino que es el acto mismo de superación. Este cambio de perspectiva me conduce ahora a replantear los obstáculos en tanto eslabones de la cadena del pensamiento, eslabones cuya insuficiencia inherente posibilita y condiciona al eslabón ulterior. Y este no es, se entenderá, un simple argumento vinculado con la pragmática de la discusión o del intercambio. Es la paradoja constitutiva de todo pensamiento: mi posición aparece inevitablemente dañada (por Nietzsche o por Foucault, para el caso), y ese daño es irreparable o insuperable: es a la vez obstáculo y condición de posibilidad. Pues no puedo, hasta cierto punto, dejar de pensar a Nietzsche como un obstáculo positivo que impide el advenimiento de la Idea, ya que si así no fuera, nada me movería a comentarlo, discutirlo o criticarlo. Y ahí reside el punto de su necesidad, o mejor, el punto en el que su radical contingencia se vuelve necesaria para el proceso subjetivo del pensamiento.

No me puedo situar más lejos de la antifilosofía de Nietzsche (como la caracteriza Alain Badiou), pero al mismo tiempo nada me acerca más a la filosofía que la antifilosofía de Nietzsche. La postura radical de Nietzsche, su explosivo antiplatónico y anticristiano que quiere hacer estallar la verdad filosófica se implementa contra los dogmas nihilistas de la verdad, y hay ahí, en ese acto excesivo, una verdad que advierte contra los excesos de la propia verdad: contra la verdad congelada en tal o cual sentido, en tal o cual enunciado, en tal o cual sistema o en tal o cual relato.

Sabemos que esta coincidencia plena entre sentido y verdad es dogmática, y podríamos decir religiosa, y podríamos agregar delirante. Pero el día después de la bomba nietzscheana es el mediodía pleno en el que la barra que separa y antagoniza al sentido y a la verdad ha sido abolida, la barra que separa y antagoniza al hombre y a Dios ha sido abolida: no hay sino una proliferación múltiple de sentidos sin verdad, o una proliferación horizontal de hombres vivientes sin dios y sin trascendencia. Pues la barra que antagoniza sentido/verdad, u hombre/Dios es la hermana gemela (en realidad, es la misma) que la que antagoniza sentido/sinsentido, u hombre (en tanto ser político o social)/animal (en tanto mero organismo viviente). ¿Cómo distinguir el sentido de lo insensato sin una idea implícita de verdad? ¿Cómo distinguir al hombre del animal sin una idea implícita de Dios? Es que el famoso dualismo (imaginario) es en realidad un antagonismo (dialéctico, simbólico) que supone un tercer punto, que es el lugar desde el cual el dualismo mismo puede ser planteado y superado. Ese tercer punto, además, no es una entidad solitaria y abstracta, sino que aparece siempre parasitando a uno de los dos polos involucrados en el dualismo. Esto hace que las definiciones sean inclusivas y paradojales: hombre es la capacidad de distinguir entre hombre y animal (o, de acuerdo a la fórmula hegeliana que ya he usado: hombre es el animal en tanto que animal); sentido es la capacidad de distinguir entre sentido y sinsentido (sentido es el sinsentido en tanto que sinsentido). O, para trasponerlo en términos cartesianos, el alma es la capacidad de plantear el antagonismo cuerpo-alma, por lo cual, el alma es el cuerpo en tanto que cuerpo. Eso le quita a “hombre”, a “sentido” y a “alma” toda sustancialidad y toda positividad, convirtiéndolos en Dios y en Verdad, ya que tanto Dios como Verdad están ahí como operaciones negativas para señalar el carácter dañado o agujereado de “hombre”, de “sentido” o de “alma”. El dualismo es, desde el comienzo, un triángulo (tesis, antítesis, síntesis): sinsentido-sentido (Verdad, como desdoblamiento negativo del sentido con respecto al sinsentido), animal-hombre (Dios, como desdoblamiento negativo del hombre), res extensa-res cogitans (Dios y Verdad, como desdoblamientos negativos del cogito). Si nos ponemos más finos, podemos ver que hombre, sentido o alma provienen de un exceso inherente de animal, sinsentido o cuerpo, que obliga a una problematización, a una simbolización o a un lenguaje —ya que la existencia o la vida no se piensan espontáneamente. Pero eso es otro asunto.

Cuando sentido coincide plenamente con Verdad, o cuando hombre coincide con Dios, es decir, cuando Verdad o Dios recaen en la sustancia y encarnan plenamente en sus singularidades históricas, estamos en casos de verdad excesiva, dogmática o delirante. Y podemos considerar que en cierto modo esto es lo que combate Nietzsche. Y así, en este punto no podemos dejar de ser nietzscheanos. Pero, por otro lado, ante el exceso de Verdad o el exceso de Dios, Nietzsche reacciona con un exceso del exceso y quiere, en una especie de acting out, demoler todo el edificio de la metafísica, de la dialéctica o de la crítica: lo que nos hace recaer en la coincidencia entre verdad y sentido (no hay verdad sino múltiples sentidos positivos, etc.), y por tanto, entre sentido y sinsentido. Y aquí no podemos dejar de ser antinietzscheanos. Pero la aporía entre ser nietzscheanos (combatir el exceso dogmático o nihilista de la verdad) o ser antinietzscheanos (no alinearnos en su llamado radical a desfondar la trama significante de la historia) no debe ser resuelta. La solución del problema es su propio planteo.

Montevideo, octubre de 2013.

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NOTA:
* Intervención realizada en Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación sobre la presentación del libro Actualidad de Nietzsche: a propósito de los fragmentos póstumos. Andrea Díaz, Robert Calabria (compiladores). Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, Montevideo, 2012.