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«¿Qué se muere de entierro?» Vida y obra del poeta Jorge Meretta (1940-2012) / Juan Pablo Pedemonte

Vida y obra del poeta Jorge Meretta

«¿Qué se muere de entierro?» Vida y obra del poeta Jorge Meretta (1940-2012) / Juan Pablo Pedemonte

La muerte es un detalle: el aforismo onettiano surge inevitablemente frente a la pérdida física de uno de los más grandes creadores uruguayos del último medio siglo. Pero la pérdida es solamente física, porque Jorge Meretta, además de su entrañable recuerdo, ha dejado una obra tan sólida como extensa, que apenas ha sido sopesada con justicia por la crítica.

Decía Meretta: “Las vanguardias serán las retaguardias del mañana”. Por eso, su búsqueda fue la de una sensibilidad renovada (así decía citando a Vallejo) valiéndose del arsenal clásico y de la multiplicidad de lecturas. La suya es una poesía por momentos erótica, por momentos desoladora, por momentos ensimismante, pero sobre todo, una poesía que se presenta ante el drama existencial como un posible asidero de acogimiento.

Sin desprenderse de las raíces clásicas, su poesía es a la vez moderna; dialoga transversalmente con las distintas vanguardias y, no obstante, es auténtica, vital, personalísima.

meretta

La obra de Meretta es tan vasta -más de una setentena de títulos entre libros y plaquettes- como refinada. Desatenderla es desoír una de las expresiones de mayor sensibilidad artística de los últimos tiempos. Como sonetista tal vez no se encuentren referentes comparables desde la ausencia de Álvaro Figueredo, Juan Cunha o Concepción Silva Bélinzon, por citar algunos de los autores que hicieron culto de la forma endecasílaba.


Laberinto clave

Entrar en la poética merettana es abrir la puerta hacia un misterio tan exquisitamente concertado que ni siquiera el autor debe haber tenido entera conciencia del constructo de belleza universal que estaba pergeñando.

Por momentos, leer a Meretta es entrar en un laberinto. El lector avanza en un poema y, de pronto, se encuentra en un punto sin soluciones lógicas. La sensación es la de haber avanzado inocentemente hacia una emboscada; la de haber entrado por la puerta del sentido a un sinsentido aparente; un metasentido. Es la impresión de hallarse en una trampa epistemológica; o simplemente, la de verse deslumbrado frente al misterio. Como Meretta alguna vez dijo: “El problema es estar entre las palabras para llegar a ese enigma”.

Algunos de sus poemas muestran, a la manera de un símbolo urbórico, la delicada unión de los extremos, construyendo un corpus en el que las primeras palabras reaparecen -y no redundan- en el remate de la obra: “La palabra vil, por ejemplo / me cae a violín partido al medio / porque hay sonidos que debieran / cuidarse de contexto de lenguaje, / de fonemas y alófonos / que un día puedan / salvar al violín de la palabra”, dice el poema “Violín”, en Después de las puertas.

Es que en Meretta hay una preocupación formal sobresaliente. Además de la rítmica interna, hay un manejo preciso de las zonas de tensión -a la manera de una estructura narrativa- donde el autor es notoriamente consciente, por ejemplo, de la importancia del desenlace. Es destacable el carácter sentencioso y a la vez abierto de muchos de los finales de sus textos; por ejemplo, el poema VII de Laberinto clave: “También debería nombrarte / con un paso tardío / como en aquel patio perdido / a la deriva por tu piel; / sólo allí, como ayer, / sigues desnuda: / brillan tus hombros, arde tu cintura. / Sí, debería llamarte otra vez / o dejaría un hueco vacío para siempre, / un desamparo sin consuelo y unos claros cabellos. / Pero olvido hasta tu nombre para que nada te cubra”.

O el poema IX de Escrito en casa: “Me he tumbado en la cama y eso es todo. / Fumo esperando a nadie si esperar / es escuchar cómo un reloj martilla / sobre el clavo del tiempo. Me desnudo / Regreso hasta mi cuerpo. Estoy mirándome / a los pies que reposan como piedras caídas en el charco de la noche. / Quiero dormir y fumo. Tengo frío. / Tiro de mí. Recojo mis cobijas. / Y me cubro de toda transparencia”. En la composición de Meretta impera un gran sentido de orden. La sucesión de fonemas está orquestada bajo tal concepto de equilibrio, que pareciese existir en el poeta un dominio magistral del lastre de cada palabra sobre el sopeso general de la obra. Nada es indeliberado, sino producto de la rigurosidad y de cierta obsesión estética.

Por otro lado, hay un Meretta aporístico que entreteje en los límites del lenguaje; un Meretta que aprieta y deshuesa la palabra interpelando su sentido. Es el del poema “A caballo”: “Gasto la piel / rascándome / a espaldas de mis uñas”; o el de “Del blanco”: “Padre: sólo el mirar / del no ver lo que se mira / es ojo”; o el de “El pozo”: “Cavo un pozo / y escarbo sin llegar al pozo/ el escondite del vacío”; o el del libro Basta, el poema IV: “Por una grieta / el tiempo escapa de una pared / Nadie puede saber cómo lo hace, cómo puede dejar a una pared tan sola / y no ser la grieta en la pared del tiempo”.


Premiado e ignorado

Quizá la médula rítmica, musical, de la poesía de Meretta tenga parte de su explicación en un oído cultivado por el jazz. Meretta fue ejecutante de vibráfono. Pero su carácter polifacético se extendió en múltiples actividades.

Durante cinco años fue panelista del programa De puño y letra en CX 26. Fue, además, un intervencionista editorial, habiendo participado en cada una de las tapas de sus libros, muchas de ellas bajo la estampa de otra de sus aficiones: la fotografía. Además de fotógrafo, fue presidente del Foto Club Uruguayo. Incursionó en cine como director y guionista del cortometraje Muñeca rota. Todo esto sin desatender su profesión de odontólogo, que le valió integrar el profesorado de la Facultad de Odontología de la Universidad de la República.

Comenzó a publicar a los 18 años de edad y ya desde entonces nos encontramos con un creador importante. Su poemario Ufanía del sueño (1958) revela esta calidad en sonetos como “Por la eternidad de tu imagen”: “Dime dónde está el mármol o el granito / que perdure la sabia de tu albura / y el cincel que burile tu figura / para plasmarte eterna como un grito”.

Entre Ufanía del sueño (1958) y Los espejos del fuego (2010) hay, por lo menos, 68 títulos, sin tener en cuenta algunos no registrados. Determinar la cantidad exacta es difícil, porque el poeta se había desprendido físicamente de más de la mitad de sus libros y en el archivo de la Biblioteca Nacional tampoco se encuentra la totalidad. En diferentes antologías y artículos se incurre repetidamente en el error de mencionar apenas una treintena de títulos editados.

Llama la atención que Meretta no proviniera de una familia vinculada a las artes. Su padre, Juan Pedro Meretta, registraba los cuadernos contables de la empresa textil Campomar & Soulas, y su madre, María Dolores Pomodoro, era un ama de casa dedicada a las labores domésticas. La primera vinculación de Meretta con la poesía fue por intermedio de su tío, Santiago Pomodoro, que le hizo llegar los sonetos de Julio Herrera y Reissig. Ahí surge un idilio entre él y la poesía, como si ambos se atrajesen desde tiempos inmemoriales. Si se puede hablar de ser poeta de raza, sin dudas Meretta lo fue.

Al mismo tiempo, fue refractario a los círculos literarios, quizá porque su vocación no fue otra que la de escribir. Pero lo que resulta sorprendente, por decirlo de una forma eufemística, es el escaso conocimiento que hay de su obra y la falta de atención o indiferencia que demuestra la crítica vernácula. Recién a fines de la década del 90 se le prestó cierta atención. Era inevitable: en esos años Meretta se había llevado prácticamente todos los premios otorgados por el Ministerio de Educación y Cultura (1992, 1993, 1994, 1997, 1998, 1999), así como el Premio Internacional La Porte des Poètes (Francia, 1998). En 2008 la Biblioteca Nacional publicó su Obra selecta y en 2010 fue distinguido por la Academia Nacional de Letras como uno de los mejores poetas uruguayos vivos. Sin embargo, su nombre siguió faltando en muchas antologías de autores, más allá de que críticos como Gerardo Ciancio, Hebert Benítez Pezzolano, Rafael Courtoisie y el ya fallecido Hugo Emilio Pedemonte lo hayan señalado como un poeta fundamental. Sus libros, por supuesto, prácticamente no se difundieron ni, en consecuencia, se vendieron.

Es inexorable -imposible decir inminente- que exista una revisión de su obra; en todos los casos, el tiempo es soberano. O, para decirlo en Meretta, “durar sólo es dominio de los dioses”. Porque, acaso, “¿Qué se muere de entierro? / ¿Qué se entierra de un muerto?”.


“El tiempo es como el viento”

El paisaje de los últimos años de Meretta ha sido desolador. He sido -no me place en absoluto jactarme de esto- testigo como nadie de su abandono. Salvador Puig fue de los pocos que timaron la soledad del cuarto piso de la calle Garibaldi. Ya cuando yo lo conocí, Salvador no estaba entre nosotros, y no es un juego de palabras aunque parezca (yo no fui a salvar a nadie). Me acerqué a Jorge con la más honda admiración, y el tiempo -y ciertos vientos a favor- nos convirtieron en amigos entrañables. Lo acompañé como pude, lo ayudé como pude, lo difundí como pude; siempre un hombre puede cuando la entraña aprieta. Pero siempre van a quedar cortas y pretenciosas las palabras cuando se trata de hablar de la amistad.

Lo que siguió a Garibaldi fue el sanatorio médico Villa Carmen y luego un residencial que nunca fue su residencia. Ya no esperaba otra cosa que la muerte. Me lo dijo y respondí jorobándolo: “Eso no es un problema: se resuelve solo”.

El 28 de junio organicé un homenaje, en el que presenté por primera vez el documental Jorge Meretta: la magia evolucionada. Fue una noche de lluvia y ausencias. Había invitado a cientos de personas; fuimos cinco. Finalmente no hubo discursos ni ceremonias (también había faltado uno de los disertantes ), pero Jorge igual se notó feliz y miramos en silencio la película. Sé que hubo un pequeño homenaje a Jorge después de fallecido. Sé que reunió gente. Decir lo que pienso por este medio sería recurrir a un eufemismo.

En los últimos años, había rejuvenecido tanto que parecía ir a contramarcha del tiempo. Sin embargo, como una premonición, la última vez que conversamos me dijo: “Me queda poco”. A la semana, el 7 de julio de 2012, me llamó Eliana, su hija, mi amiga: “Papá y mamá tuvieron un accidente”. Al día siguiente Jorge ya no estaba entre nosotros. No quiero hablar de ese dolor.

Un día, sentados en un banco, me dijo: “El tiempo es como el viento; lo liviano se lo lleva”. Él sabía algo que Selva Casal (otra gran creadora que merece más atención) había anticipado en su poesía: “Ya hay el reposo necesario para perdurar”. Es que Jorge Meretta, véase o no, ha sembrado un grano de luz para la eternidad.

Juan Pablo Pedemonte

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En la foto que ilustra este trabajo aparece su autor junto a Jorge Meretta. La imagen fue tomada durante una pausa en el rodaje del documental de Juan Pablo Pedemonte: “Jorge Meretta. La magia evolucionada” (Montevideo, 2012).  http://vimeo.com/45313613

Pedemonte, poeta, artista visual y documentalista, ya había publicado una versión previa en el blog muertosenflor.blogspot.com, como también en la publicación uruguaya La Diaria (sección Cultura, 21.07.2012).

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Intemperie y otros poemas / Juan Pablo Pedemonte

Intemperie y otros poemas

Intemperie y otros poemas / Juan Pablo Pedemonte

Textos para MALABIA. Montevideo, agosto de 2012.

Juan Pablo Pedemonte

MANO SOBRE HOMBRO


derrumbarse todo el vitral de polvo en mi pecho.
Tu mano fue un domingo atrasado de campanas
que no supo cómo empezar
a ahorcar las húmedas palomas.
Solamente se arrodilló en mi hombro
con el disfraz de la misericordia.

No hay piedad
cuando urge la ceniza en un adiós.


DICIEMBRE

Aquella copa tenía su noviembre fracturado;
tenía a mi hermana sangrando bajo un árbol de locura.
La luna, adentro, anegaba
junto a un animal pariendo su sombra.

Aquel cristal –cáscara de lluvia–
repetía su rostro, el mío,
el de la muerte haciendo un leve giro en el aire.

Pero brindamos.


VARIACIONES DEL RÍO DE LA SAL

Montevideo, todo el polvo atrasado
deslunándose en los espejos;
todos tus muertos ladrando hacia el sur
de una plaza enterrada en la costilla de un puerto;
todo es, Montevideo, apenas
la navaja del viento,
una rosa clausurada
en el cemento turbulento del Río de la Plata.

Montevideo: playa acuchillada de palomas.
El silencio es la rama más profunda
en la hora lastimada de tu llanura. Oigo
el rocío quebrando el paisaje
como un sucio sudario de grises. Todo es apenas.
Y en los muros tiembla la mano fría de la noche
auscultando letanías.

Hay sombras que ningún dios comprende.
Montevideo, todo es apenas
tu penar.


LAS MORAS

El desamor y las moras
ruedan la escalera de los huesos.
Arriba, un ángel evita
el derrumbe de la osamenta. Espera,
teje un manto de cenizas en silencio.
¿Pero qué hay para los presos, sin cipreses,
sin preseas? ¿Qué hay de su presura espesa?
¿Bajo qué rama, qué aroma, tienden su hueso?
¿Bajo qué cuerda teje el amor el ángel de su muerte?

El amor demora. Sin aroma se encharca
en la arena de los relojes. Agrisa el cuerpo, enloda
el cielo de los apresados. ¿Pero qué ángel
los condena a sentencia de vida? ¿Bajo qué espalda cargan las moras
los amantes enramados en el cuerpo del día?

¿Cómo hay tanta muerte entretejida
en el racimo morado de la noche?


ÁGAPE DE CUERVOS
(a Jorge Meretta)

Una mujer cosiendo postigos abre la boca de los muertos
Selva Márquez
Las bocas se deszuman
Maestro,
los cuervos de la menopausia
son perros que muerden los cristales.
Ambos sabemos que hay bravos
asaltando las praderas.

Pero cuando abrevamos la piel
a flor de tinta,
cuando somos el revés a oscuras
por un plato de luz,
¿quién apuesta su colmillo ante nuestras voces?
¿quién soporta su vacío sino con las uñas?

Las bocas se despuntan
como noches derramadas en nuestras espaldas.
Puede que se replieguen las palabras
copiando el deber de los cuchillos; puede la luna
vendarse con un manto de cenizas. Pero,
¿quién se hace cargo del fuego
ahora que crece más allá de los tropos? ¿Quién
levanta el entrecejo sobre el filo de las escrituras?

Las falsas campanas redoblan
su ruido ajado de mármol, su tripa anestesiada.
Resuenan bajo el frío de sus badajos
rompiendo el silencio de las velas.
Los filisteos arrecian la borrasca de su talante.
Pero todo tiene siempre una vena de la cual soltarse,
un ayer para huir o quemar a todo viento.

A flor de tinta,
siempre somos el revés a oscuras.


INTEMPERIE

Cuando todo hombre se haga insecto
al rezar un Padre Vuestro para entrar
en la misericordia de los otros;

cuando duelan las rodillas
y todo sea derrota santa,

habrá Poema.

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Juan Pablo Pedemonte (Montevideo, 1981). Reside en Uruguay. Allí los estudios, galardones, trabajos y proyectos mencionados en esta síntesis.

Licenciado en Comunicación (Universidad ORT, 2004), diseñador gráfico (Escuela de Comunicación Social, 2003) y artista plástico (Taller Clever Lara). Director general de Tremendo films y Minimal Ideas & producciones. Primer premio Fundación Zitarrosa a la creación artística 2008. Primer premio Serafín J. García 2010.

Ha publicado Almajara (Caracol al galope, Montevideo, 2003) y participado en publicaciones colectivas y antologías de autores nacionales. Mantiene inédita la obra Muertos en Flor, mientras trabaja sobre tres poemarios: Los cristales del vientre, Los vitrales del cristo y Poema de blanco. Actualmente dirige la serie de documentales Los Pájaros Ocultos (FCC, 2011), orientada a la difusión de artistas nacionales.

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La casa asesinada / Federico Nogara

La casa asesinada

La casa asesinada / Federico Nogara

El timbre del teléfono sonaba repetido a su derecha, pero él no lo escuchaba, seguía sentado mirando caer la lluvia sobre el pavimento de la calle cercana y regodeándose con el olor triste a humedad mientras oía, lejana, una voz cálida que estaba ahí y le pertenecería de nuevo con sólo extender el brazo. Lo hizo. Recién al aferrar el auricular comprendió su error: aquella tarde había muerto hacía mucho y ya sólo era un hombre maduro solitario atrapado entre las cuatro paredes de una vivienda impersonal. Muerto el sueño debía acomodarse a la realidad habitual, la de quienes estaban al otro lado de la línea. ¿Para qué podían necesitarlo un domingo? El tono de las primeras palabras –el de los informativos y las condolencias-, que no invitaba precisamente al optimismo, lo llevó a su hija envuelto en un escalofrío. Toboganes, un pony junto a un lago en un parque, la primera salida, los consejos, el primer baile, el doloroso adiós, el no haber podido, el sentimiento de culpa por haber sido un mal padre. Una persona va urdiendo su fracaso durante muchos años y de repente lo asume en un segundo, para terminar después viviendo de las hilachas, recuerdos de pequeñas batallas ganadas, insuficientes como justificativo o acto de contrición.

Sin embargo se equivocaba, la llamada no estaba relacionada con su paternidad, era el trabajo integrándolo a las viejas rutinas olvidadas, a un tiempo sin días libres, la génesis de su desgracia. Desde la sorpresa atinó a decir que llegaría en media hora y cortó la comunicación. El tiempo había pasado demasiado deprisa amontonándose en una cantidad de años excesiva, superior a los cincuenta. A esa edad un hombre no sirve para nada si no es un ser excepcional, había escrito alguien. Se levantó del sillón aturdido. Al menos lo necesitaban, podía engañarse en la mentira de seguir siendo útil, necesario.

Se cambió de ropa, salió y subió al coche. A los pocos minutos deambulaba como un autómata por la ciudad, su ciudad, si podía llamar así a ese lugar de nacimiento casi irreconocible, convertido, por esa extraña cosa llamada progreso, en un conglomerado de viviendas anónimas. Las antiguas casas que fueran el decorado de sus juegos infantiles –jardines, fondos con árboles, huertos- habían sufrido el mismo destino de sus moradores: habían envejecido, se habían deteriorado y la mayor parte de ellas había sido sustituida por altos y esbeltos edificios sin categoría ni personalidad. Los cambios sucesivos van haciendo desaparecer las seguridades. Detuvo el coche junto a la acera, sacó el mapa de la guantera, lo extendió y trazó el recorrido con el dedo índice. Sus ojos pasaron, mientras resbalaban hacia fuera del mapa, por el sitio de la costa donde estaba la casa asesinada -como la bautizara el niño que le indicó el camino- y luego se detuvieron en el retrato de su hija sonriendo en la foto junto al volante para terminar en la calle, en los hombres con pinta de extranjeros merodeando en busca de un motivo para seguir adelante. Aclarado el camino y terminada la observación, volvió a ponerse en marcha. El atardecer tenía un sabor triste a cosa terminada, a decadencia. No lo alegraban el par de adolescentes que se empujaban riendo junto a la puerta de una tienda de ropa de segunda mano ni la chica con el ombligo al aire y un peinado de peladuras y mechones de diferentes colores que los acompañaba. Unos años atrás los hubiera mirado con simpatía y optimismo, en la seguridad de que superada la época de las tonterías, la edad del pavo, se convertirían en el germen de una nueva era de realizaciones; a esa altura de su vida, habiendo aprendido a desconfiar del futuro, no le importaban, eran seres extraños poblando un territorio cada vez más hostil, por el que andaba poco y cada vez le importaba menos. En el fondo le venía bien mantenerse apartado, no mezclarse, así soportaba mejor los tragos duros, como una visita a la morgue el domingo a la tarde. En épocas pretéritas, cuando era un verdadero policía, podía soportar mejor la visión de los cuerpos inertes, a menudo mutilados, dándose ánimo con el manido cuento del servicio prestado a la comunidad; en su situación actual eso carecía de sentido, observar la desgracia ajena imaginándose a sí mismo como solución tenía mucho de broma macabra, quien no puede arreglar sus propios problemas difícilmente consiga incidir en los de los demás. Y su soledad no se mitigaba en la constatación de que todos estamos condenados, tarde o temprano, al dolor y a la muerte.

Anduvo corredores grises, desolados, sin cuadros, sillas o revisteros -el final requiere austeridad-, hasta una sala enorme donde había gente reunida alrededor de una mesa metálica: un par de batas blancas, algunos trajes raros, como tristes, corbatas pasadas de moda, zapatos de goma, y esas miradas impersonales de quienes se obligan a la insensibilidad para poder continuar con sus trabajos. Se metió entre ellos, cerró los ojos, llenó sus pulmones de doloroso aire frío y cuando creyó estar preparado, miró. Justo en ese momento el doctor levantaba el paño blanco con un rápido movimiento de la muñeca. A la vista de los presentes quedó una desnuda estatua joven llena de moretones y cruzada de cicatrices. Lo sorprendió la sonrisa leve en el rostro, tanto que quedó sumergido en ella hasta ser rescatado por una voz carente de matices:

– Antes de matarla la golpearon, le hicieron cortes y la quemaron con cigarrillos. Para ella el final fue un alivio.

Enseguida de leerle parte de los pensamientos y hacerlos públicos, el médico bajó la cabeza y la sacudió apretando los labios, gesto que profundizó el silencio general. A él le dio vergüenza, porque había imaginado, antes de ver el cuerpo, que en realidad no lo necesitaban para nada, lo habían llevado hasta allí engañado para mostrarle el cadáver de su hija, y ahora que descubría su error sentía un gran alivio; se estaba convirtiendo en un ser anónimo despreciable al que ya no le importaban los demás y cuya única manera de seguir adelante era aferrándose a una muchacha a la que había abandonado siendo una niña después de haber cometido la barbaridad de traerla a un mundo horrible. Y en plena huída hacia ninguna parte ella se aparecía a recordárselo en los sitios más insólitos.

El ruido metálico de la puerta del nicho al cerrarse dio por concluido el corto encuentro con la muerte. Fue como un anuncio; las voces volvieron a oírse enseguida y a superponerse; rescató una entre todas y no le costó demasiado trabajo colocarle el rostro de su jefe. Entonces vinieron a su mente las últimas palabras que le dedicara antes del largo silencio: “Los niños no hablaron en todo este tiempo debido al choque emocional. Al fin lo hicieron. Corroboraron, palabra por palabra, la versión del muchacho. Usted persiguió con saña a un inocente hasta matarlo. Y todavía hay más. El educador del reformatorio opina que estaba en condiciones de normalizar su vida”.

Ahora esa misma voz se acercaba y parecía dispuesta a levantarle el veto.

– Hansen, vamos a necesitarlo para esta investigación. Andamos bastante cortos de efectivos. El discurso actual era menos contundente pero igualmente doloroso. Lamentó no haber devuelto la placa después del primer viaje a la lona; quedarse en un esfuerzo supremo de rehabilitación había sido una terquedad en la que acabó deteriorando sus relaciones y perdiéndolo todo. ¿Por qué no se había pegado un tiro? Ese dilema del pasado había perdido toda relevancia: era tarde para hacerlo, ya tenía más de cincuenta años y una mala reputación.

El edificio gris agujereado de ventanas era el principio de un fin que podía ser, en cierta manera, honorable, o el desastre total. En el camino, tratando de distraerse, había terminado recordando a sus ancestros. Nunca pensaba en aquella gente de las fotos amarillentas de su infancia, hombres de largos bigotes, generalmente de pie junto a mujeres de talante grave y sombreros raros, siempre sentadas. Inmigrantes dedicados a tareas menores, trabajadores en la ciudad o en el campo, carne de cañón que había parido, como colofón final, como último miembro, a un policía fracasado. Alguien le había dicho, en cierta ocasión, que Hansen quería decir el hijo de Hans. Lo sintió por ese habitante del frío norte que un día tuvo la ilusión de comenzar a construir un grupo humano; nunca pasaría a la historia, jamás tendría estatua, nadie lo recordaría, donde quiera que estuviese debería conformarse con la pobre ilusión de haber puesto el hombro para llegar a construir el mundo actual. El principio y el fin se tocaban después de haber recorrido un círculo. Pero más lo sintió por quienes habían tenido menos suerte, como por ejemplo aquel muchacho sin plan alguno, que de repente vio una ventana abierta en una casa y decidió meterse con su amigo a robar. Lo que parecía un simple episodio más de su vagabundear diario por la ciudad en busca de dinero, comida o diversión, pura rutina, acabó en tragedia: media hora después huía despavorido con las manos vacías, dejando atrás a su amigo muerto de un navajazo, a dos niños traumatizados por lo que habían presenciado y a su cuidadora desnucada tras rodar por las escaleras. La policía lo encontró, horas después, acurrucado en la playa, temblando de frío y miedo. Su versión, el único relato con que se contaba para reconstruir los hechos, era, por supuesto, exculpatoria: música, una chica con poca ropa, un intento de violación, una navaja como arma de defensa, pánico, carreras y al final la escalera. El pobre diablo había insistido en repetirla creyendo que encontraría a alguien tan estúpido como para creerle. Y tuvo suerte, el juez decidió dejarlo libre bajo vigilancia. Pero para su desgracia, no contaba con el hijo de Hans, quien, desconforme, decidió dedicar su vida a cerrar el círculo familiar haciendo justicia.

La cara pálida con los ojos hinchados de una mujer –copia envejecida de la joven de la morgue-, se asomó a la puerta apenas golpeó, como si hubiera estado detrás esperando. Seguramente la llamaron de comisaría para ponerla en antecedentes de la clase de tipo que iría a visitarla, pensó mientras balbuceaba un pésame tardío –recién la conocía y ya había pasado casi un mes desde el asesinato-, un par de disculpas y hacía el esfuerzo mental de armar las primeras frases, tarea difícil para quien ha perdido la práctica. Ella le ganó de mano musitando un “gracias por preocuparse, pero ya hemos sufrido bastante” que lo desarmó por completo haciéndole bajar el mentón casi hasta el pecho; entonces la situación le pareció conmovedora: un hombre con la cabeza gacha y una mujer destrozada por el dolor parados en medio de un pasillo lleno de puertas de un edificio colmena de un barrio suburbano de una ciudad de un mundo poblado por miles de millones de personas parecidas a ellos tratando de un hecho que había perdido importancia porque detener a un degenerado o a un paranoico no le devolvería a ella la hija ni a él su perdida confianza. No tenía sentido, pero sin embargo seguirían adelante, como sigue adelante la gente pensando que mañana se presentará la felicidad anhelada. Vivir es, simplemente, una cuestión de esperanza.

– Mire, quiero ser justo con usted. Me asignaron este caso porque no hay pruebas ni móvil y en la comisaría soy el único con tiempo para perder. La verdad es que deberían haberme jubilado, pero mi jefe piensa que la jubilación anticipada sería como un premio para un tipo como yo, por eso me tiene ahí, reservado por si aparece este tipo de cosas. Tengo que llevarle algo, si no me hará volver cada día. Es mejor terminar de una vez.

El resumen lo hizo sentirse bien, no apelaba a la lástima que despierta un hombre maduro golpeando puertas, estaba acercándose a la verdad, y esa nueva faceta de su personalidad –había sido siempre un mentiroso- lo impulsó a seguir sincerándose:

– No es sólo eso. Hace algún tiempo un joven murió por mi culpa y tengo una hija. Ella sigue viva. Unas frases rápidas, pronunciadas a través de unos labios apenas abiertos, que se apretaron al terminarlas como si hubieran dicho una indecencia.

El cuerpo de ella, flojo hasta entonces, sostenido apenas por el quicio de la puerta, pareció cobrar súbita energía y luego de enderezarse se echó hacia atrás invitando a entrar. Hansen conocía esa repentina vehemencia, tenía que ver con la incomodidad de dejar hurgar a un desconocido en las pertenencias de un ser amado desaparecido, era una manera de terminar rápido. La mano señaló una habitación a la derecha y luego siguió al cuerpo camino a la cocina entrevista a lo lejos.

Se sintió incómodo al abrir los cajones del escritorio de la joven asesinada. Todavía peor fue revolver en sus papeles y su ropa. Convencido de haber perdido toda aptitud para realizar ese tipo de trabajo, decidió darlo por finalizado. Sentado en la cama enjugó la frente sudorosa con un pañuelo de papel y se quedó quieto mirando el vacío. El muchacho no tenía miedo, eso lo sorprendió y le hizo temblar el pulso. Debía controlarse, estaba eliminando una alimaña, un mal ejemplo a quien nadie extrañaría. Su respiración se serenó, el arma dejó de moverse, era sólo cuestión de apretar el gatillo y acabar con la sonrisa irónica y con los labios moviéndose en el dibujo de palabras de seguro recriminatorias.

– La encontraron en un callejón lejos de aquí.

Lo sorprendió la inesperada frase y sobre todo la voz, no pertenecía a un joven de cuyo nombre no quería acordarse, venía de una madre desesperada y encontraba eco en una habitación vacía, triste, que había perdido al ser humano que le daba una razón de ser.

– Es extraño.

Apenas lanzar las dos palabras comprendió su desacierto, no hay nada raro en la aparición de un cadáver en cualquier sitio de una ciudad, es sólo una cuestión de transporte.

– Mi hija no andaba por ahí, si es eso lo que piensa.

Hansen estaba cansado de estudiar documentos, de interrogar gente, de haber perdido el tiempo deteniendo e interrogando a todos los pederastas de la región, a los camellos, a cualquiera que tuviera conexiones con el mundo de la prostitución y la pornografía sin sacar nada en limpio. Sus entradas en comisaría, acompañado de alguien que pronto se probaría inocente, generaban sacudidas de cabeza y bromas. Su impopularidad, poco necesitada de alicientes, crecía sin descanso. El día anterior su jefe había cortado por lo sano ordenándole dar carpetazo y dedicarse a algo útil, por eso estaba allí, jugando la carta desesperada de visitar a la madre de la víctima por si descubría un cabo suelto. Estaba cansado, pero por encima de todo estaba harto de pensar, llevaba mucho tiempo haciéndolo sin resultados concretos.

– Le pido disculpas, ya me voy.

Giraba hacia la salida cuando se topó con la sonrisa de su hija, la misma del coche, pero esta vez rodeada de cuatro jóvenes de su edad delante de un pastel de cumpleaños con las velas encendidas. Cuando reaccionó de la sorpresa apretaba el marco de madera con fuerza ante la atónita mirada de la mujer; su hija ya no estaba, había sido suplantada por la chica de la morgue. De nuevo sintió alivio y vergüenza. Tratando de salir del paso pidió permiso para llevársela. Los pequeños redondeles sin vida, hundidos en dos cuencos negros, apenas pestañearon: ¿para qué podía servirles, a esa altura, la imagen de una fiesta irrepetible? Hizo un movimiento con la cabeza en forma de agradecimiento y se encaminó hacia la puerta de salida. La mujer retiró el cuerpo de la pared que lo aguantaba y lo detuvo poniéndole la mano sobre el antebrazo. Enseguida, como la cosa más natural del mundo, reclinó la frente en su pecho. El llanto empezó a derramarse desde una fuente inextinguible de dolor. Por un largo rato, quietos, abrazados, ambos volvieron a sentirse humanos.

Los tres días siguientes fueron de descanso, necesitaba una tregua para definir los pasos a siguientes y en la comisaría podían pasar sin él. La mañana del cuarto, muy temprano, comenzó a preparar el borrador del informe final para presentarlo junto con la carta de renuncia. Hubiera querido traspasar la puerta por la que entrara y saliera durante tantos años con la frente alta, dejando claro que fracasado no es sinónimo de inútil; no sería posible, el tiempo de rectificar se había agotado y sus decisiones equivocadas acababan en derrota y exilio. Disimulando su abatimiento comenzó a vaciar los cajones ante la indiferencia general. Iba por el primero cuando recordó la foto del cumpleaños. Algún detalle le llamaba la atención y no conseguía determinarlo.

La sacó del bolsillo de la chaqueta y la puso delante suyo para observarla detenidamente. Una escena pura, inocente, alejada del mundo atormentado en que se había hundido abrazado a un joven ladronzuelo. ¿Por qué no le había permitido normalizar su vida, por qué lo había empujado a delinquir? ¿Se podía caer tan bajo? Las niñas no contestaban, pertenecían a una parte de la sociedad alejada de tanta miseria. Hansen dudó; aun aceptando este hecho le quedaban preguntas sin respuesta: ¿Por qué no se habían ofrecido a colaborar en la investigación? Siendo tan amigas de la chica asesinada debían tener alguna sospecha aunque fuera remota. ¿Y por qué no las habían interrogado? Cerró los ojos y apretó el gatillo; cuando volvió a abrirlos el joven con mala suerte que un día encontrara, para su desgracia, una ventana abierta y se arruinara la vida, estaba tirado en el suelo, mientras un niño señalaba una casa y una joven regresaba a la suya a recoger las llaves olvidadas y encontraba a su padre con otra mujer. En el preciso instante de volver a colocarse, por enésima vez, en el dormitorio de su casa pidiendo disculpas a su vociferante hija, comprendió claramente el problema de su vida: había actuado siempre como aquel borracho que buscaba las llaves no en el lugar donde las había perdido sino debajo de un farol porque había luz. Su drama no radicaba en la barbaridad que había cometido sino en las equivocadas valoraciones de la realidad que le llevaran a cometerla. Sus compañeros de trabajo no eran santos, aceptaban sobornos y propinas por hacer la vista gorda y si se les iba la mano buscaban taparlo como fuera; tenían claro que eso no era lo correcto, pero también sabían que su papel no consistía en corregir, actuar por encima de sus atribuciones o convertirse en sociólogos. Tenían una tarea dura, riesgosa, mal pagada y, por encima de todo, se sabían la parte más débil del engranaje. Si un inocente iba a parar a la cárcel o un culpable quedaba libre se encogían de hombros, no era su problema, habían cumplido su parte del trato y de complicarse las cosas se llevarían la peor parte. Él no había asumido esas simples reglas no escritas, prefería creerse todos los cuentos y jugar a redentor, en el fondo le servía para tapar sus errores personales. Pero esta vez estaba decidido, no buscaría debajo del farol.

El colegio hacía juego con el barrio, de bellas casas con jardín. El recuerdo del suyo, el lugar donde realizara el simulacro de estudiar, helado en invierno y un horno en verano, lo hizo dudar, las diferencias seguían siendo muchas y, como siempre, no estaban de su parte, de meter de nuevo la pata podía acabar muy mal, y aunque estuviera en lo cierto y pudiera probarlo no conseguiría torcer el rumbo de la historia, era mejor abandonar y retirarse a descansar en algún paraje lejano donde pudiera pasar desapercibido. El cerebro se lo pedía con insistencia, pero una fuerza irresistible lo arrastraba hacia la parte trasera del edificio, donde destacaban las copas de una cantidad considerable de árboles. Caminó hacia ella. Cuando llegó y vio el alambrado el corazón comenzó a latirle con fuerza. Buscó hasta encontrar, detrás de unos arbustos, el boquete que permitía pasar un cuerpo. Desde ese punto arrancaba un holladero –cicatriz dibujada en el pastizal por miles de pasos- hacia el bosque cercano, un lugar a salvo de las miradas indiscretas, ideal para lo prohibido.

En medio de la maleza encontró un claro. No necesitaba ser un genio para adivinar la razón por la que los estudiantes se reunían allí. Entre un montón de restos –bolsas de plástico, botellas, colillas- descubrió la piedra manchada de lo que supo enseguida –tenía vasta experiencia- era sangre. La levantó y la sopesó en la palma de la mano. Siempre se perseguía a los más débiles y desgraciados, por eso los demás habían llegado a considerarse impunes hasta el extremo de no preocuparse por ocultar las posibles pruebas.

Era viernes. Hansen se duchó, se afeitó, desayunó y al salir dejó la llave en el buzón. En una florería cercana compró dos ramos de flores y en un taxi se dirigió al cementerio. Se había propuesto depositarlos en las tumbas de los dos jóvenes inocentes que marcaran su errático paso por el mundo. Necesitaba hablarles, explicarles sus tardíos esfuerzos por entender. El interrogatorio a las dos chicas y sus posteriores derivaciones habían sido patéticos. Las dos habían confesado enseguida sin manifestar el menor arrepentimiento, no las alarmaba lo que habían hecho sino la posibilidad –que consideraban descabellada- de poder recibir un castigo por torturar a una compañera y luego machacarle la cabeza. Ellas habían actuado con la mejor de las intenciones, como un experimento, buscando conocer qué se siente en una situación extrema. Con la pistola aún humeante en la mano miró el cuerpo del muchacho, el hilo de sangre que comenzaba a formar un charco en la calle, al niño señalando la casa, a su hija gritando no entiendes nada y sintió que tenían razón, él era un intruso en un mundo prestado. Había intentado sin éxito razonar con los padres de las chicas buscando explicaciones que sirvieran como atenuantes antes de detenerlas y éstos habían llegado a la ridiculez de amenazarlo con abogados caros que arruinarían su carrera. En la comisaría no le fue mucho mejor. La pérdida de la relación con quienes fueran sus seres queridos, principalemente su hija, aunque a veces echara a faltar a sus parejas y a sus padres, muertos hacía bastante tiempo, le habían obligado a desarrollar otros hábitos atados a nuevas circunstancias. El hombre anterior había muerto en más de un sentido, apareciendo resucitado en un nuevo ser, más decidido y vehemente pero menos seguro de sí mismo, sin esa certeza que otorga el poder intercambiar, sopesar y compartir opiniones y juicios día a día, y decididamente más solitario. En su vida anterior sus superiores eran los dueños de verdades indiscutibles, sobre todo en lo referente a la lucha sin cuartel contra quienes contravenían las leyes, y además poseían una personalidad intachable, alejada de cualquier trato de favor o excepción. Ver a su jefe haciendo inclinaciones de cabeza y casi pidiendo disculpas a los padres de dos asesinas despiadadas culminaba un proceso de decepción que fuera creciendo a medida que comprobara, lenta y dolorosamente, la debilidad de aquellas verdades indiscutibles. Ya no le dolían las frases hirientes ni las miradas duras, no era mejor que todos ellos –padres, autoridades, su jefe, sus compañeros de trabajo- pero tampoco peor. Tiró la placa sobre la mesa y se fue sin hacer el mínimo comentario ni saludar, sintiéndose por primera vez en muchos años, una persona libre.

Caía la tarde cuando dejó el cementerio y dirigió sus pasos hacia la casa asesinada, el lugar donde el muchacho había comenzado su huída hacia la nada arrastrándolo con él, principio de muchas heridas y fin de muchos sueños. Llegó cuando sobre ella caían los postreros rayos de sol, insuficientes para insuflar vida al cuerpo agónico, chorreado de humedad y rodeado de hierbas y malezas crecidas a su antojo. A un costado de la puerta un cartel certificaba el derribo y anunciaba la construcción de apartamentos de lujo. Hansen escuchó el mar, rugiendo cerca de la espera de bañistas. Pronto llegarían cargando sus sillas de playa, sus sombrillas, su alegría a plazo fijo, y de la casa y su historia quedaría un recuerdo borroso durante unas temporadas, tiempo suficiente para que cada uno fabricara su propia desgracia atada al mismo lugar y a otros problemas. La suya seguía estando ahí, unida por sutiles lazos al día en que dos adolescentes casi niños entraran a robar. Toda su existencia había quedado marcada por ese hecho, incluso la resolución del asesinato de la joven.

Huyendo de esa pesadilla entró en la vivienda abandonada. Después de acostumbrarse a la penumbra del interior subió la escalera deteniéndose en el lugar donde encontraran el cuerpo inerte de la cuidadora. Después de unos segundos de meditación continuó hacia la habitación principio del drama. Todavía podían verse las manchas negruzcas en la alfombra deteriorada. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared. De la maleta sacó una botella, un vaso y su arma, la misma que acabara con una vida inocente. Las sombras, en su avance, parecían apagar los sonidos del exterior. Pronto el silencio y la oscuridad lo cubrirían todo.

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Número 53

Aquellos días / Javier Seguer

Aquellos días

Aquellos días / Javier Seguer

– Por fin se acabó.

– No, Juan, no te equivoques, hace tiempo que se acabó.

Atardece en la playa de Argelès-sur-mer mientras las sombras comienzan a estirarse sobre la arena. Al sur, casi al alcance de la mano, los Pirineos imponen su presencia de cimas nevadas como si fueran gendarmes que velan por la paz del pequeño pueblo. Juan recorre con la mirada el horizonte marino, es un día frío y despejado, sin pájaros ni barcos, parece que el tiempo se ha detenido en algún punto de esa lejanía en la que esta orilla no tiene importancia, donde esta realidad no existe más allá del eco incansable que cada ola esculpe desdibujando las huellas de la anterior, una lejanía cercana, tras un abismo de ceguera de ojos que no quieren ver…

– ¿Te acuerdas de Barcelona? Esos sí fueron buenos tiempos.

– Sólo hubo una insurrección militar, no se me ocurre un momento mejor…

– Cuando te conocí en el Bar Kunin… Perdí el tranvía después de trabajar como un imbécil más horas que un reloj por dos perras, y entré a emborracharme a ver si con un poco de suerte había alguien a quien dar en el hocico para quitarme de encima la mala leche que se me iba agarrando cada día más a los huevos. Estabas al fondo, había tanto humo que casi no te veía, parecía que nadie más podía hablar allí y pensé que ya había encontrado a quien partirle la cara con tanto discursito. Parecías un cuervo dando el sermón…

– Debatiendo.

– ¡Qué coño debatiendo! Nadie decía ni pío, hasta a mí me liaste con tus palabrejas. Al principio no me enteraba de nada, que si el estado opresor, que si la revolución de las clases oprimidas, que si la acción directa…, pensé que le partiríamos todos la jeta a alguien y me pareció más desahogo que partírtela yo. Confiaban en ti, en eso que decías. Nunca había visto algo igual, ni en la parroquia cuando chico y mi madre me arrastraba los domingos y fiestas de guardar. Me abriste los ojos, joder, empecé a entender y se notaba que algo iba a pasar, en las calles, en las fábricas… hasta los bebés mamando de las tetas secas de sus madres sindicalistas lo sabían. Nos enseñaste a ser libres, a leer y escribir, ¡a pensar, cago en dios! Lo peor para un burgués capitalista cabrón. Íbamos a hacer un mundo mejor, pero no nos iban a dejar, nos perseguían, pero los mandamases no podrían con nosotros. Por cada compañero asesinado o preso salían diez más, qué digo diez, cien, ¡mil! Lo de los militares era algo que todos esperábamos, si todo el jodido país sabía el día y la hora, coño. Pensaban que saldríamos corriendo como gallinas descabezadas y les teníamos una buena zurra preparada. ¿Te acuerdas de los barcos y las fábricas sonando cuando los fascistas salieron de las cochineras? Qué poco esperaban que nos defendiéramos. Apenas teníamos armas, pero nos sobraban cojones.

– Eso no suele ser demasiado útil.

– Lo que tú quieras, pero les paramos los pies a esos hijos de mala madre –la oscuridad se va entrometiendo en la conversación, el cielo se tiñe de los colores que usurpa al día, dejando la propina de los grises a los que aguardan la madrugada para confesar un último secreto. El frío empezaba a dejarse sentir por dentro de la piel y Juan, agarrándose las piernas para obillarse con la esperanza de conseguir algo de calor, regresaba de su silencio–. Menuda carnicería, sólo de pensar en la Plaza Cataluña me coge un no se qué…, murieron muchos, críos que apenas tenían pelo en el pecho con los sesos desparramados agarrando los adoquines con sus manos, muertos y todo. ¿Y eso lo hacían en nombre de dios? No podíamos hacer otra cosa que luchar. Yo no tuve una pistola hasta que tumbaron cinco delante mío que la llevaban, y sólo tenía dos balas, ya me dirás, ¡contra un ejército! La Historia, esa que tú siempre dices que va con mayúscula, echó a galopar y hubo que subirse a su lomo, algo así ponía una pintada de la calle Tallers y se me quedó a fuego, parece tuya la frase, ¿eh? ¿Y de la artillería en Pau Claris con Gran Vía, te acuerdas? Cómo no te vas a acordar, allí te vi cuando os lanzasteis a toda leche contra las jodidas ametralladoras que protegían los cañones. Saltasteis en el último momento tirando las bombas de mano, qué huevos, amigo. No sabía si los chupatintas de café os mojaríais, pero cuando os vi en primera fila estaba claro, aplastaríamos a esos malnacidos. ¿De dónde venías tú?

– De Pueblo Nuevo, quedamos en agruparnos en el campo del Júpiter, por allí vivían muchos líderes del sindicato.

– Yo vivía en Pueblo Seco. Tiré para la Brecha de San Pablo, pero como iba con las manos peladas me mandaron para arriba. En todas partes caían esos fascistas, nada se puede contra el pueblo en armas. Nada más acabar con el último puerco, mandé a María al pueblo con los chicos, me subí al primer camión que salía y ¡hala!, a liberar Aragón con lo puesto, a apoyar a nuestros hermanos. Ni en la comida pensamos, tuvimos que buscarnos la vida por los pueblos porque los camiones de abastos todavía no se habían organizado, ja, ja, menuda locura. Morir sólo parecía un paso más hacia nuestro sueño. Ésta sí es tuya, pero de tanto decirla ya es un poco mía también. Caspe, El Frago, Bujaraloz… no nos andábamos por las ramas, donde llegaba la columna, llegaba la revolución. Dimos tierras a quien las trabajaba y si faltaban manos ahí estábamos los milicianos, con el espinazo retorcido, total, no había pistolas para todos. Y dicen de la guerra, hostias si era duro aquello del campo, camarada. Menudos éramos, con Buenaventura a la cabeza, no se escurría nunca el bulto, se estaba para la guerra y para la paz. Si no nos hubieran hecho parar a 20 kilómetros de Zaragoza… eso nos costó caro.

– No acabar con la Generalitat fue lo que nos salió caro. –La memoria reclama su silencio, tanto uno como otro están avergonzados de no haber sido suficiente, de tener que seguir con los lamentos del pasado. Siempre hay algo que podría haberse hecho de otra manera, o que no se hizo. Siempre del lado de la derrota, de las miradas bajas, de los hombros caídos porque todo lo que se hace nunca basta. Ofrece un cigarrillo a Juan, cuyos temblores empiezan a dejarse ver, pero al menos a la luz del fósforo podrá recordar lo que ha quedado atrás, al otro lado de esas montañas que queremos pensar que siguen ahí durante la oscuridad.

– Solos no podíamos defender todo el país, teníamos que acabar con los fachas o esas cucarachas se meterían por todas partes.

– Al cuerno con el mundo, la anarquía no puede encamarse con el Estado, es contranatura, su fin. Tras ese pacto empezó la agonía de la revolución. La guerra no era nuestro objetivo, únicamente la circunstancia necesaria para nuestros fines. Pero si los republicanos encarcelaron a más sindicalistas que Primo de Rivera, ¿qué nos podía interesar de esos burgueses? El problema es que todos son unos burócratas, peor aún, unos aprendices de burócratas.

– No me jodas, apenas teníamos armas ni comida, teníamos que encargarnos de todo, ¿qué querías hacer? Había que parar a los nacionales. No hubiéramos durado ni un mes. ¡Ni un mes!

– Pero hubiera sido un mes de victoria. Companys suplicando, Madrid más lejos que nunca… no tendremos otra oportunidad así. La sociedad, nuestra sociedad, estaba preparada, sabíamos qué hacer. Teníamos el control de las calles, pero les dio vértigo y en ese mismo momento se inició la cuenta atrás. También Buenaventura calló en el Pleno Regional, sólo Xena mantuvo seguir adelante hasta el final y no la pantomima del Comité Central de Milicias Antifascistas. Las decisiones se tomaban entre cuatro, y decidieron que la CNT dejara de ser anarquista para ser antifascista, se acabó el funcionamiento horizontal y federativo de la lucha, pero claro, los de a pie no sabíais nada.

– Teníamos las milicias, los comités locales, las fábricas, la Telefónica… se colectivizó para un futuro justo, todo eso lo vi con mis propios ojos –mirada que poco a poco se va acristalando al calor de las décimas, en una lucha biológica por devolver el cuerpo a su estado normal, como si ese estado no fuera el más anormal de todos.

– Nuestra labor fue tan grande que no podían eliminarla de un plumazo, además, tenían que conseguir buenos sillones a cambio. Entraron en el gobierno de la Generalitat y a nuestro querido García Oliver le faltó tiempo para decretar la militarización de las milicias, eliminar los comités locales, nacionalizar las industrias colectivizadas… Si hasta a Durruti no le quedó más remedio que protestar, entendió tarde lo que significó su silencio en el Pleno Regional, pero su dignidad no le permitió pasar por esa humillación callado de nuevo. ¿Recuerdas su discurso por la radio? Ese mismo día se anunció en prensa la entrada de cuatro anarquistas en el gobierno de Madrid, ya no bastaba con Cataluña, ¿se te ocurre algo más disparatado? Federica Montseny, Juan López, Joan Peiró y el insaciable García Oliver, al que Buenaventura recordó que venían juntos de Nosotros. Cito de memoria sus palabras, perdona si no son exactas: “El enemigo es también aquel que se opone a las conquistas revolucionarias y que se encuentra entre nosotros…”, o “la política es el arte de zancadilla”, entre otras muchas. Seguro que tú también lo escuchaste. Curiosamente lo sacaron del frente de Aragón, donde estaba con su gente, para llevarlo a Madrid, bajo manejo de los comunistas. A los quince días del discurso ya estaba muerto. No quiero decir que hayan sido los republicanos, puede que fuera una bala perdida, o quizás un fascista campeón de tiro, o a lo mejor fue él mismo quien se reventó con su fusil, o incluso una vieja beata que escupió un hueso de aceituna. Si es que además nos toman por idiotas. ¿Y quién tuvo el valor de hablar en su entierro?

– Si no te conociera diría que eres un perro quintacolumnista. ¿Es que no luchábamos todos en el frente? ¿Acaso no nos salvávamos el culo unos a otros?

– Sigues sin entender nada. La guerra la perdíamos en el frente y la revolución en la retaguardia. ¿No viste qué pasó cuando empezaron a salir voces disidentes?

– Había que mantenerse unidos por encima de todo, joder, que los fachas nos ganaban terreno. A ti te pilló lo de mayo en Barcelona, ¿no? ¿Qué pasó? Joder qué frío, estoy tiritando… ¿No tendrás una manta? Qué vas a tener, si vienes con lo puesto. Me arde la frente… pero dime, ¿qué pasó? Nunca supe qué creer.

– Cuando la Guardia de Asalto nos intentó tomar la Telefónica por la fuerza yo estaba en el Sindicato de la Madera, y allí mismo nos atrincheramos contra los del Casal Carlos Marx, del PSUC. Había comunistas por todas partes, cuando en el 36 no había ninguno, así que tuvimos que volver a tomar las calles, una agresión así era inaceptable. Aún estaba viva la revolución y parecía no estar todo perdido. Companys estaba aterrado de nuevo, pero esta vez no se vistió de cordero. Pidió a la aviación republicana que nos bombardeara, ¡en plena ciudad de Barcelona!, no le importaban los civiles ni su propia gente, sólo quería acabar con nosotros. No aceptaron su petición, aunque sí mandaron al ejército desde Valencia, y lo único que consiguió fue que el control de Cataluña pasara a manos del Gobierno español y lo perdiera la Generalitat. Renunció al control del territorio para aplastarnos. Ésa era su obsesión desde el comienzo de la revolución, pero no tenía poder suficiente para eliminarnos, quien acabó con el nuevo brote fueron, una vez más, nuestros propios dirigentes del sindicato. Comenzaron a distribuir bandos impresos y a emitir comunicados por radio para la rendición de las barricadas anarquistas. Los afiliados les volvieron a creer, pobre gente. Fue el canto del cisne, tras las jornadas de mayo desapareció el último rastro de dignidad y comenzó la persecución de los verdaderos anarquistas.

– ¿Qué hiciste?

– Ya no hice nada, la guerra había terminado para mí. Me salí de la línea y ya sabes qué pasa entonces.

–Pues a mí me quedaban unos cuantos tiros por pegar todavía. Pasamos a ser la 26 División del Ejército Popular Republicano, y cada vez íbamos a peor, la cosa estaba muy jodida. Madrid aguantaba, pero perdíamos terreno en todas partes, ya nadie creía que ganaríamos esta asquerosa guerra. Nos mandaron al Ebro y aquélla fue la peor matanza de todas, nos mandaron a morir. Conseguí salvar el pellejo por poco, y cuando empezó la retirada fui a casa, a buscar a María y los niños que estaban en El Vendrell. Al llegar no había nadie, todo estaba quemado o saqueado. El Mochuelo me dijo que creía que habían ido a Francia hacía unos días, así que tiré para arriba como pude, a ver si llegaba a Cerbère antes que los fachas, y buscarles allí.

La madrugada gélida invade ya sin resistencia todos los rincones de Juan, lo que era castañeteo empieza a ser un temblor incontrolable, pero la fiebre mantiene su mente más allá de todo lo que ha perdido, de lo que han perdido todos, siguiendo el rastro de los últimos días de la guerra. Algunas luces centellean aquí y allá sobre la playa apenas por unos instantes, quizás un cigarrillo, quizás el intento vano por quemar el rastrojo de lo que fue un zapato. La arena se esconde bajo una capa de hielo que iguala con su manto todo lo que hay en la playa. Ya no hay manera de encontrar calor ni en la nostalgia.

– Ni arrastrarnos en paz nos dejaron… Los hijos de su putísima madre de la Legión Cóndor nos bombardeaban a cada rato sabiendo que eran niños, mujeres y viejos los que llenaban los caminos. Más mal que bien, llegué a donde los gabachos como un civil más y pude cruzar la frontera. He preguntado por todas partes por los chicos y mi María, pero ni rastro… ¿Sabes lo que es mirar la cara de todos los muertos de la carretera por si eran ellos? Seguramente es mejor que estuvieran muertos, o estarlo yo…

– Lo siento, Juan. Ya no hay lucha, ni esperanza, y esto no es nada con lo que está por venir. Nunca volverán aquellos días. No hay resistencia posible. Vente conmigo, ya no tenemos camino…

– No puedo más –las lágrimas se mezclan con el sudor frío que baña todo su cuerpo, y baja los brazos, derrotado finalmente. Su vida, como tantas muertes, al final no ha bastado. Las convulsiones van remitiendo entre los espasmos del llanto, hasta que cesan del todo y, ya ligero, entra en el último silencio.

Sobre la playa de Argelès-sur-mer amanece un nuevo día, el frío oscuro empieza a deshacerse y el trasiego de las personas va tomando el protagonismo. Todos van de un lado a otro del campo de refugiados como si hubiera algo que hacer en medio de ese silencio resignado. Un viejo tropieza con Juan y se disculpa según las buenas maneras, se aleja unos pasos, mirándole dubitativo, hasta que tiene la certeza y vuelve para robarle su alianza y el reloj, puede que hoy coma caliente. Después alerta a los guardias senegaleses que custodian el campo. Dos de ellos llegan con una carretilla en la que lanzan sin miramientos el cadáver, llevándolo, sobre el leve contoneo de la arena, a la fosa del otro lado de la alambrada, donde montones de refugiados ya no tendrán que huir de nada. Sigue llegando gente al campo, rebosando el hueco que otros van dejando entre el rumor del oleaje.

– Deben ser ya los últimos –comenta el jefe del campo a un subordinado–, Franco está a punto de llegar a la frontera y ya no entrarán más pordioseros. –Pero eso a Juan ya no le importa. Por fin se acabó.

Escultura Miguel Sánchez

Escultura: Miguel Sánchez

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Número 53

Gemas / Alicia Silva Rey

Dos lecturas foráneas del Quijote

Gemas / Alicia Silva Rey

La araucaria no daría sus frutos felices este año. Enero

había iniciado bodas con el verano y crudamente

comenzaba

a deshacerse de lo austero y discreto y ocre de la estación

pasada. Los ropajes

deshechos se acumulaban

dentro de la caja de gemas que una

mano había posado

sobre los cajoncitos del espejo del dormitorio.

Madera clara bajo cristal; reflejos del jardín interior

sobre la superficie limpia y dual: cuarzo verde, aguamarina, coral,

cristal de roca, heliotropo, lapislázuli, ónix,

malaquita, perla, turmalinas, piel de leopardo, selenita,

turquesa, ágata, calcedonia, cuarzo azul, esmeralda, ojo de gato,

kunsita, jaspe, azabache, olivina, dolomita, obsidiana, larimar,

de la cruz, hematite, piedra shaman, alice.

Cada piedra elaborada y dura –en sus distintos

grados de rusticidad, de frialdad-,

constituía en sí misma un don. De ese don susurrado

de uno a otro y de éste a aquél, apenas advertible en las horas

arrimadas –como piedritas o gemas-a ese

enero preliminar a cualquier otro enero por venir,

provendrían los sueños que las habitaciones de estío

cobijarían tras sus persianas: piedra del equilibrio;

piedra de mantener quieta la espalda en el escalón más elevado

de la quietud; piedra de aquietamiento del corazón –las palabras guardan un

orden, ningún defecto-; piedra de la constante perseverancia

–aquietamiento de los

dedos

de los pies-;

piedra que aplaca la inquietud de los nervios espinales – posición abisal,

sin

falta-;

piedra de no dejar caer el cucharón sacrificial ni el cáliz;

piedra del trueno controlado, del pesar controlado, del temor y temblor

controlado;

piedra de lo no mancillado –gran ventura, el caldero lleva argollas de jade-;

piedra de las cien

mil

maneras de no envilecer los tesoros, de aprender a distribuir los tesoros;

piedras

de no sentir el cuerpo, de no dejar ir el cuerpo sin haber contemplado la imagen

de

un patio;

piedra de aquietamiento de las pantorrillas –porque no se

puede intentar dar aliento a nadie de corazón descontento-;

piedra del alimento –la grasa del faisán no se come-;

piedra de hacerse como una pantera, un tigre;

piedra

de la revuelta, de la noble cronología, de la clarificación de las aguas de la

época;

piedra de limpiar el pozo pero de no acercarse a beber en él;

piedra de la fuente

clara que vive en ese pozo y de la que es preciso beber.

La veladura en los ojos, los colores

que las gemas suscitarían

en el interior de la cajita laqueada,

apartadas de la bondad de la luz.

Bajo el velo de la tapa de la cajita,

el padre proyectaría su visión de las gemas,

reconocería sus dones,

anticiparía los veranos por venir.

Puesto de pie a causa del enero triunfante,

vacilaría un momento ante la blancura de la ventana impregnada,

caminaría por el pasillo transido

de esa puesta de luz.

Pronto tendré su edad

y él

no volverá para reconocerme

porque

no estaré reflejándome como hija en sus ojos.

¿Vas a tenderme

en algún instante de la larguísima despedida,

la palma de tus

manos, papá?



4

Portal de ramas y hojas de bambú secasque había levantado, no sola, en la costa del río.

Pónganla ahí debajo, con su túnica de trama de red

contra el cielo púrpura

como si el texto de la túnica

de su cuerpo y

del nombre del padre,

fuera sólo uno e indivisible.

Lo uno del amor

que recogerá dividido

y dará dividido.

Pero antes hubo eso en su vida:

un padre.



5

Y cuando de mí no queden sino

hilachas

de ser des-advenido,

todavía tu palabra,

que supiste hundir en el silencio

como si hubieras conmigo hablado,

palabra

insistentemente

no dicha

anhelada

en vida

por mí,

vendrá

y

vendrá

una y otra vez

impronunciada

en lo incierto

de una materia

oscura

declinada

como el sereno

desnudo

de Modigliani

o la cabeza de mujer

atribuida

a un discípulo de Giotto

vistas

como detalle

de un fresco

en el Museo de Bellas Artes

de Budapest,

que me recuerda

a la monja portuguesa

y asocio a la mirada

del ángel

en la Melancolía de Durero.

Alicia Silva Rey, enero de 2012.

____________________

Alicia Silva Rey nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1950.
Es docente de enseñanza primaria (maestra y bibliotecaria escolar).
Escribió: La mujercita del espejo (1985); Fragmento de correspondencias (1996-2003); Partes del campo (1998); (circa) (2004-2007); Orillos (2006).
Publicó La solitudine (Bs. As., CILC, 2009). Colaboró con Gustavo Fontán en el guión de su película La madre (2010). Escribe en del Sur, agenda cultural de Quilmes, que dirige Sonia Otamendi.

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Fábio Lucas, um mestre aos 80 anos / Aricy Curvello

Fabio Lucas

Fábio Lucas, um mestre aos 80 anos / Aricy Curvello

O HOMEM

“…na época em que meus colegas alvejavam vidraças e passarinhos, eu já me encaminhava para os livros ¬ minha mais remota paixão e o objeto de quase todas as horas de que disponho…” ¬ (1) afirmava em seu discurso de posse na Academia Mineira de Letras, em 19 de outubro de 1961, para a qual fora eleito no ano anterior.

Assumia a cadeira 22, cujo patrono é Júlio Ribeiro, autor do polêmico romance “A Carne”, mineiro nascido em Sabará. Tomava posse, saudado pelo poeta Emílio Moura, sendo o mais jovem escritor a ingressar, aos 30 anos, na Casa de Alphonsus de Guimaraens. Já residindo em São Paulo, no ano de 1987 assumia a sua cadeira na Academia Paulista de Letras.

Não se trata de um homem comum, muito menos de um escritor comum.

O Professor Fábio Lucas Gomes nasceu na cidade de Esmeraldas (MG), aos 27 de Julho de 1931. Bem cedo transferiu-se para Belo Horizonte, que sempre foi e continua sendo um dos cenários mais permanentes de sua biografia. O homem e o escritor que estamos homenageando, ao completar os seus 80 anos de vida, é um dos principais membros da geração literária mineira que fundou, em Belo Horizonte, as revistas “Vocação” (1951) e “Tendência” (1956), em cujas equipes participaram, entre outros, o poeta Affonso Ávila e o romancista Rui Mourão. Data, portanto, da década de 50 do século passado, o começo do seu exercício da crítica literária, em revistas e jornais mineiros.

Sua ligação com Minas é mais profunda do que se julga, mais do que admitiu ele na abertura de seu livro “Mineiranças”:- “ Algumas vezes, ao falar bem ou mal de temas e autores estou a dizer de mim mesmo, em contínua interação com o meio de onde provenho. Aqui estão muitos atores, políticos, escritores, personagens, poemas, frases, exclamações que formam o pátio reservado chamado Minas…” (2)

Em obra em que estuda Guimarães Rosa, buscando analisar parte do principal da fortuna crítica do mineiro autor de Grande Sertão: Veredas, registrou que: “Por aí é que se nota que são múltiplos os caminhos do sertão, dos Gerais, de Minas e da mente. Por todos eles transitou a fala de Riobaldo”. (3) Por todos eles transitou a Crítica de Fábio Lucas. O que se torna mais claro, quando se atenta o quanto FL ressaltou o capítulo “Minas Gerais”, da antologia de Guimarães Rosa organizada por Paulo Rónai com o título Seleta de Guimarães Rosa. (4) Paulo Rónai recolheu de Ave, palavra (obra póstuma, 1970) esse capítulo, em que se procura descrever os vários aspectos do Estado, bem como “os contornos biológicos, psíquicos e fisionômicos dos habitantes. Daí falar ora dos acidentes geográficos, ora do mineiro na sua individualidade. Diz Guimarães Rosa a certo momento: ‘pois Minas é muitas. São, pelo menos, várias Minas”. (5)

Como se definiria “o mineiro”? Vejamos o que FL destacou do texto de GR: “Sua feição pensativa e parca, a seriedade e interiorização que a montanha induz ¬ compartimentadora, distanciadora, isolante, dificultosa. Seu gosto do dinheiro em abstrato. Sua desconfiança e cautela […] o permanente perigo, àquela gente vigiadíssima, que cedo teve de aprender a esconder-se. Sua honesta astúcia meandrosa, de regato serrano, de mestres da resistência passiva ( p.141)”. (6)

E mais adiante, ainda RG sobre o mineiro: “ Não tem audácias visíveis. Tem a memória longa. Ele escorrega para cima (p.143)”. (7)

CARREIRA UNIVERSITÁRIA

Fábio Lucas graduou-se em Direito pela Universidade Federal de M. Gerais, turma de 1953. Doutor em Direito Público (abril de 1963). Doutor em Economia e História das Ciências Econômicas pela Fafich/UFMG (novembro de 1963). Na mesma Universidade, foi professor de História da Renda e Repartição da Renda Social, na Faculdade de Ciências Econômicas, em que teve mestres como Emílio Moura e Francisco Iglésias como colegas. Sofreu perseguições durante os mais sombrios anos da ditadura militar (1964-1975), quando lhe retiraram a Cadeira em que lecionava, em 1969, e ele teve de partir para o exterior. A respeito desse fato há o registro em entrevista concedida ao editor Carlos Augusto Viana, do “Diário do Nordeste”:

“Viana – Por que o exílio?

F. Lucas – Em verdade, a gente nunca sabe. O que eu sei é que tirara uma licença-prêmio na UFMG, fizera uma reforma na minha casa e estava sem dinheiro. Então, usei esse tempo para dar um curso na Universidade de Brasília, ocasião em que, em 69, cassaram os meus direitos de magistério. Aí eu tive que me desfazer de meu patrimônio e, juntamente com a família, partir para o exterior, uma vez que não podia mais trabalhar no Brasil”. (8)

Professor, ensaísta, tradutor, crítico e teórico da literatura, lecionou em seis universidades norte-americanas, cinco universidades brasileiras e uma portuguesa. Dirigiu o Instituto Nacional do Livro em Brasília, bem como a Faculdade Paulistana de Ciências e Letras por dez anos.

Foi bolsista pelo Social Sciences Research Council, de Nova York, e pela Fundação Calouste Gulbenkian, de Lisboa.

CARREIRA LITERÁRIA

Membro da Associação Brasileira de Crítica Literária, nosso homenageado é autor de mais de 50 obras de crítica e ciências sociais, entre as quais se destacam, entre outros : O caráter social da literatura brasileira (1970), Vanguarda, história e ideologia da literatura (1985), Do barroco ao moderno (1989), Mineiranças (1991), Fontes literárias portuguesas (1991), Luzes e trevas, Minas Gerais no séc. XVIII (1998), Murilo Mendes, poeta e prosador (2001), Literatura e comunicação na era da eletrônica (2001), Expressões da identidade brasileira (2002), O poeta e a mídia: Carlos Drummond de Andrade e João Cabral de Melo (2003) e Ficções de Guimarães Rosa: perspectivas (2011). Na ficção, produziu o romance A mais bela história do mundo (1996).

Considerado um dos mais importantes críticos e conferencistas internacionais de literatura brasileira. Quando da comemoração de seu aniversário, em 1997, em homenagem prestada pela grande imprensa de Minas Gerais, o escritor e jornalista Roberto Drummond definiu Fábio Lucas como o que há de melhor na Crítica no Brasil, ao lado de Antônio Cândido e de Wilson Martins.

PRÊMIOS E TÍTULOS HONORÍFICOS

• 1960: Prêmio Cidade de Belo Horizonte / Erudição.
• 1960: Prêmio Pandiá Calógeras/ Erudição.
• 1962: Personagem do ano no setor de Literatura, em inquérito realizado pelo semanário O Binômio entre jornalistas e intelectuais de Belo Horizonte, MG.
• 1966: Professor honorário de “The American for Foreign Trade” de Phoenix, Arizona, USA.
• 1970: Prêmio Jabuti, da Câmara Brasileira do Livro, em S. Paulo, setor de “Estudos Brasileiros”, concedido ao livro O Caráter Social da Literatura Brasileira.
• 1981: Personalidade cultural do ano, título concedido pelo Prêmio Fernando Chinaglia da União Brasileira de Escritores, seção do Rio de Janeiro.
• 1982: Prêmio Crítica, Os melhores do ano da Associação Paulista de Críticos de Arte (APCA) pela obra Razão e Emoção Literária.
• 1983: Medalha da Inconfidência, pelo então Governador do Estado de Minas Gerais Tancredo Neves.
• 1991: Prêmio Juca Pato, como Intelectual do Ano, conferido pela União Brasileira de Escritores (UBE), juntamente com o jornal Folha de São Paulo.
• 2005: Prêmio FCV de Arte, Ciência e Cultura 2005, na categoria Literatura. O Prêmio é conferido pela Fundação Conrado Wessel, de S. Paulo, a intelectuais, artistas e cientistas que mais se destacam em suas respectivas áreas de trabalho, abrangendo sete categorias de premiação.

UBE –SÃO PAULO

Fábio Lucas foi presidente da UBE- União Brasileira de Escritores, de São Paulo, durante cinco mandatos:

1º) – De 1982 a 1984;
2º) – De 1984 a 1986;
3º) – De 1994 a 1996;
4º) – De 1996 a 1998;
5º) – De 1998 a 2000.

A UBE-SP conta com mais de três mil associados, sendo uma das maiores organizações de escritores da América Latina.

ESTUDIOSOS E FUTUROS BIÓGRAFOS

Diante de uma obra literária tão vasta e importante, bem como de uma existência que, felizmente para nós, vai se tornando longa, julgamos que os estudiosos da obra e os futuros biógrafos do Professor Fábio Lucas terão de se defrontar com um imenso trabalho.

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NOTAS:

1.- O livro : minha mais remota paixão. In Revista da Academia Mineira de Letras, Belo Horizonte, vol. 46, out./nov./dez. 2007, pp. 97-109.

2.- Belo Horizonte : Oficina do Livro, 1991, p. 9.

3.- Ficções de Guimarães Rosa : perspectivas. Barueri (SP): Amarilys, 2011, p. 31.

4.- Seleta de Guimarães Rosa. Coleção Brasil Moço, vol. 10. Rio de Janeiro: Livraria José Olympio Editora, 1973.

5.- Guimarães Rosa : perspectivas, p. 34.

6.- Idem, p. 34.

7.- Ib., p. 35.

8.- A criação literária e o papel da Crítica – uma conversa de Fábio Lucas com o poeta Carlos Augusto Viana, in Diário do Nordeste, Fortaleza (CE), 19 jul. 1999.

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Aricy Curvello é poeta, ensaísta e tradutor.

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Número 52

El hotel Azul / Blaseotto / Eduardo Molinari

Revista Malabia número 52 con sombra

El hotel Azul / Blaseotto / Eduardo Molinari

¿Dónde se alojan los planes e ideas que determinan el curso social, político, económico y cultural de un pueblo? ¿Existe acaso un lugar que los cobije a todos juntos?

El Hotel

El Hotel Carrasco es una arquitectura emblemática de Montevideo y de Uruguay, construído a principios del siglo XX. Hoy, a principios del siglo XXI, está a punto de ser reinaugurado. Aún en proceso de restauración, al rodear el edificio y espiar entre las vallas su “puesta en valor”, se distinguen las capas casi invisibilizadas de la construcción original. El el pasillo hay ecos de la historia del país. El movimiento de una cortina descubre la agenda secreta del Plan Cóndor perpetrado allí. Los cimientos se alzan sobre un campo de fuerzas tensionado por los intereses públicos y los negocios privados. Al borde del mar, los vientos que se arremolinan en el hotel son los mismos que soplan en toda América Latina.

Suelen exaltarse las construcciones de cemento, conocidas como edificios, independizándolas de su correlato simbólico, entendido como el imaginario y las ideas a las que los mismos deben su existencia. Hay de hecho una comunicación íntima y necesaria entre la planificación arquitectónica y urbanística y la planificación de un modelo social. El hotel Carrasco nace en 1907 como un emprendimiento privado de la clase alta y pudiente. En las lecturas históricas oficiales se llama a estos agentes “visionarios”. Suelen ser blancos, alfabetizados en la tradición burguesa europeizante, hombres y de “buen gusto”. Lo que visionan, sin embargo, es casi siempre un negocio redituable y un reducido espacio lindante, bello pero excluyente de la mayoría. Cuando las previsiones fallan, los visionarios acuden a los Estados Nacionales o a las reservas de las ciudades para organizar su salvataje. Así, las mayorías acceden finalmente a la visión en el pago de las deudas imprevistas.

El tango es un estuche

La construcción de un nuevo imaginario americano no es posible sin memoria, verdad y justicia. Nos interesa por ello visibilizar también los hechos de nuestra historia regional para llegar a las raíces de aquel modelo excluyente.

En Octubre de 1975 el hotel Carrasco fue la sede de la “XI Conferencia de ejércitos americanos”. En un contexto opaco pero de lujosa atmósfera se sellaron acuerdos militares y políticos estratégicos a nivel intercontinental. Entre ellos, la implementación del Plan Cóndor, que articuló la persecución, secuestro, tortura y asesinato de miles de personas por parte de las dictaduras imperantes. Sólo a partir del terrorismo de Estado fue posible urdir la trama neoliberal cuyos hilos nos tironean hasta el presente.

En Octubre de 1975 el hotel Carrasco fue la sede de la “XI Conferencia de ejércitos americanos”. En un contexto opaco pero de lujosa atmósfera se sellaron acuerdos militares y políticos estratégicos a nivel intercontinental. Entre ellos, la implementación del Plan Cóndor, que articuló la persecución, secuestro, tortura y asesinato de miles de personas por parte de las dictaduras imperantes. Sólo a partir del terrorismo de Estado fue posible urdir la trama neoliberal cuyos hilos nos tironean hasta el presente.

El Hotel

El actual urbanismo, globalizado y basado en la replanificación y refuncionalización turística de las ciudades-capitales (y esto es “la puesta en valor” del patrimonio de épocas pasadas, previamente saqueado y abandonado) corporiza los objetivos e intereses del actual sujeto político dominante: una nueva elite transnacional.

Como en las fotografías de archivo, una historia se revela en las imágenes del hotel Carrasco: la que expone a la luz el funcionamiento de las maquinarias políticas, económicas y sociales hegemónicas del período entre 1907 y 2011.

¿Podríamos sin embargo encontrar allí cobijo para nuevos imaginarios?

Azul Blaseotto / Eduardo Molinari, septiembre de 2011.

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El hotel es una investigación e instalación de Azul Blaseotto y Eduardo Molinari en colaboración con el Archivo Municipal de Fotografía de Montevideo, Uruguay, en el marco de la muestra Memoria Fotográfica, Salas Municipales de Exposiciones SUBTE, Plaza Fabini-Avda 18 de Julio y Herrera y Obes. Del 21-09 al 23-10-2011.
Curaduría: Santiago Tavella. Asistencia de montaje: Amaral García.

Fuentes consultadas: Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, Montevideo. Informe final y secreto “XI Conferencia de ejércitos americanos”, versión completa 1975. Archivo CMDF. Archivo Caminante. Sofitel Luxury Hotels.

www.azulblaseotto.blogspot.com
www.archivocaminante.blogspot.com

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Número 52

Las Auras / Enric Mora / Esculturas: Miguel Sánchez

Revista Malabia número 52 con sombra

Las Auras / Enric Mora / Esculturas: Miguel Sánchez

Las auras 1

Está a punto de caer sobre mí, la veo, bueno, no es que la vea porque no se ven, las auras no se ven, aunque a veces se sienten llegar y otras veces no sientes nada y de repente la tienes encima, pringándote con su sustancia viscosa. Pero ésta la he visto (bueno, no es que la vea, pero… ya me habéis entendido, ¿no?), se está acercando pero la he visto y eso es un paso. Estoy intentando aprender a verlas. Algunos saben verlas desde siempre y otros aprenden con los años, y otros ni saben ni aprenden y de vez en cuando se sienten como unos pringados. (Sabedlo: esa ocasional sensación de ser un pringado es porque te ha atrapado un aura viscosa.) Yo era de éstos últimos pero estoy luchando por aprender, ¡estoy luchando!, y al menos he aprendido a reconocerlas, aunque sea cuando ya las tengo encima. ¡AY!, la he sentido aletear cerca y doy manotazos al aire para ahuyentarla. Los transeúntes se apartan de mí.

Hay varias clases de auras. Las más frecuentes son las auras viscosas como la que me persigue ahora, que no hacen ningún daño pero son un engorro, su viscosidad dificulta tus movimientos y es cuando todo te sale mal, te sientes torpe y todo se te cae al suelo, y por las mañanas te despiertas lleno de legañas (sustancia viscosa del aura) y parece que todo lo haces muy despacio y el tiempo corre y tú no avanzas. Son un fastidio. Y como son viscosas y se pegan, son las que más cuesta de quitar. Me va pisando los talones. Me muevo constantemente para que no me atrape, me sacudo furiosamente aunque me miren como a un psicótico.

Luego están las opuestas, las auras deslizantes, que son aquéllas que agilizan tus movimientos y te vuelves veloz y hábil y todo te sale fácil y bien. Éstas son muy útiles en el trabajo, los hay que saben cazarlas y ponérselas como una camiseta justo antes de entrar en el trabajo y entonces son muy profesionales, y al salir del trabajo se las quitan y vuelven a ser torpes e idiotas otra vez. ¡Ahí viene de nuevo!, la hija de puta. Driblo, hago un amago hacia un lado y luego voy hacia otro, y la siento pasar de largo. Doy un suspiro de alivio.

Luego están las que yo llamo auras pedo, que no es que huelan mal pero lo parece, porque la gente empieza a apartarse de ti o a mirar para otro lado con una leve expresión de disgusto, y sin que entiendas por qué todo el mundo deja de llamarte y de invitarte a fiestas, por no hablar de las mujeres, que aunque vayas hecho un figurín huyen de ti como de… ¡como de un pedo, ya digo! Las opuestas a éstas serían las auras pintonas y las auras brillantes. Ahora la siento detrás de mí, cruzo la calle justo cuando se cierra el semáforo para que ella no pueda seguirme y organizo un caos circulatorio, los cláxons de los coches estallan en mi espalda.

Las auras pintonas son aquéllas que aunque te vistas fatal te hacen parecer como si llevases un traje de Armani, no sabes por qué pero todo el mundo parece fijarse en ti y detectas una especie de aprobación en su mirada, como si dijeran “¡mira qué tío más apañao!” mientras tú te sacas pelotillas de la nariz. Todos conocemos algún tipo más vulgar que un semáforo y que sin embargo parece quedar bien con todo el mundo, especialmente con las mujeres. Esto es porque tiene la suerte o la habilidad de atraer siempre a las auras pintonas. Y las auras brillantes son lo mismo pero en grado superlativo; son ésas que te confieren un magnetismo irresistible y te erigen protagonista de todas las fiestas aunque seas más feo que Klaus Kinsky. De hecho, Klaus Kinsky debía llevar siempre encima un aura brillante, el muy cabrón. Otra vez, ¡FUERA, HIJA DE PUTA, FUERA! Se llaman brillantes porque los que las llevan parecen brillar como el oro (hay quien las llama doradas en lugar de brillantes; los parapsicólogos no se ponen de acuerdo), y cualquier movimiento que uno haga parece envuelto en una luz áurea y fascinante, incluso el de rascarse los huevos.

En fin, la mayoría de personas participan alternativamente de todos los tipos de auras; éstas simplemente sobrevuelan la ciudad y caen sobre la gente, y de ello depende cómo le irá el día a cada uno. Irrumpo en una tienda de ropa porque sé que tiene salida trasera. A mi paso voy poniendo en medio todos los percheros que encuentro para que el aura tropiece con ellos. La encargada me chilla histérica. Le grito: “¡ME PERSIGUE UN AURA VISCOSA!” Algunos elegidos saben cazar a las auras buenas y mantenerlas consigo, dios sabe cómo; otros en cambio parecen tener un imán de auras pedo y no hace falta explicar cómo les va la vida a éstos. Pero la gente común simplemente deja que le caiga encima lo que sea y si es un aura brillante espera que le dure, y si es un aura pedo que se pase pronto.

Pero yo estoy aprendiendo a manejarlas, sí, ¡estoy aprendiendo! Por de pronto he sido capaz de advertir que me persigue un aura viscosa, ya hace días que me está rondando, llevaba una buena racha con las mujeres y ahora esta hija de puta me viene a joder, no, no quiero… ¡Pero la oigo atacar de nuevo!, planeando en el aire, cerniéndose sobre mí, lanzándose vertiginosamente como un kamikaze sobre Pearl Harbour. Viene a pringarme entero, a convertirme en un pelele, no porque me odie ni nada parecido, ni siquiera le merezco eso; lo hace simplemente porque es su naturaleza, su instinto vital, puro depredador sin conciencia, como un cojonero mosquito gigante que no puede vivir sin acribillarte a picadas. No la dejaré. Me arrojo al suelo y la siento pasar por arriba en vuelo rasante, rozándome la espalda y dejando en ella un hilo de baba de su asquerosa sustancia. Al no alcanzarme, el impulso de su vuelo la lleva a estrellarse contra la pared de enfrente, desparramándose como un enorme moco y salpicándome de nuevo. Me había puesto un suéter limpio. Hija de puta. Aprovechando que está momentáneamente fuera de combate (las auras nunca mueren, se regeneran constantemente), saco unos tablones de un contáiner que hay al lado y empiezo a azotarla con ellos, con todas mis fuerzas, dando rienda suelta a mi rabia acumulada. Sé que no conseguiré matarla, pero me da igual. No paro hasta romperle encima todos los tablones, lo dejo todo hecho añicos por el suelo y me largo de ahí entre miradas consternadas antes de que me detengan por alterar el orden, o peor aún, de que se regenere el aura. Echo a correr sin rumbo fijo, me siento libre y excitado por la acción, eufórico por la puntual victoria, pero a la vez me sobreviene el vértigo de no saber cuánto tiempo me queda antes de que el aura me ataque de nuevo, y cuál es la mejor manera de aprovecharlo. Rápido, ¿adónde voy? ¡¿Adónde voy?!

Las auras 1
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Número 52

Poemas / Lisandro González

Revista Malabia número 52 con sombra

Poemas / Lisandro González

Poemas de Lisandro González

Escultura: Miguel Sánchez

De refilón

En el velorio de la tarde
cae una rodaja, se corta un péndulo.
Alguien
en el último espejo
escribe. Tersos baldíos.
Todo sucede
en el pequeño tamaño de las horas.
Hasta brotan cigarrillos
en rosas de cobre.
Umbrales alambran
otras memorias.
Y un tango. Cuelga
de una pieza con aliento a polvo.
Y el cielo, que deja de lado
algunas nubes.


Difícil
     d
     e
     t
     e
     n
     e
     r
el día


Atardecía.
Como otras veces,
como demasiadas veces.
Nada parecía poder detener
este sol.
Ya sólo resta
un ciego sonido de lumbres.
La boca del cielo
se cierra
y solo, un rastrojo de las sombras.
El encrespado batido de luces
se pierde
en un atardecer violeta.
Esta música
abanica
cualquier corazón.


intervalo lúcido

el aire en movimiento
arrastra con beatitud
los elementos de la belleza

a veces abre
las bolsas olvidadas del mundo
con displicencia
pero con encanto

nos acaricia
y enreda el pelo
y entonces intentamos
guardar en cajitas de agua
esos intervalos


Primer plato

especie de eternautas
mecidos por el viento
de lejanas explosiones

cada mañana hacen brotar
de la aurora
alguna clase de lágrima

y sazonan los días
con residuos líricos
de largas jornadas

a veces
ni el mantel encuentran
pero intentan lo mismo

____________________

1 y 2 – Poemas pertenecientes al libro Esta música abanica cualquier corazón.
3 y 4 – Poemas pertenecientes al libro Intervalo lúcido.

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Número 52

Poemas / Alexandra Laudo

Revista Malabia número 52 con sombra

Poemas / Alexandra Laudo

Poemas de Alexandra Laudo

Rehuir el equilibrio,
corromper lo neutro.
No ahondar en lo lento
ni en lo apacible.
Temer lo quieto.
No merecer.

Rechazar,
con buenas formas,
la seducción de algo tibio.
Soportar
la opacidad de la sombra,
la presión de lo propio.

Releer la belleza
con los tiempos verbales.
Decir lo discordante,
lo cacofónico.

Abandonar el desierto,
aunque ello suponga
llorar cada amanecer.

Y no rezar,
no ser fósil.
Socavar lo llano.
Tenerse en pie.

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Tras este rato que se declina,
habita en nosotros
una condición de extranjería.
Fonemas impronunciados
que se han quedado en los resquicios;
y una distancia
a veces próxima, a ratos infinita,
hasta el sentido de lo hablado.

El sentido de lo hablado.
No he dormido y ahora despierto
y tengo un hueco
entre la forma y el significado.

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Hoy descanso
porque lo más difícil es octubre.
La dignidad no admite concesiones,
y sin embargo, tampoco tengo ánimo
para los grandes esfuerzos.

A veces doblo una esquina
y es como si la vida
me pillara en precario.
Y quiero ir a casa,
mi pelo está sucio.

A veces creo
suspender lo ordinario
andando deprisa
en ciudades ajenas.
En mi recuerdo está
la intensidad de los parques.
Pero al volver me resguardo,
aborto los días,
contradigo en el suelo
las voluntades.

Mis anhelos se alojan en las madrigueras
y toman el nombre de los ratos necios.
Los cambios se van por la puerta trasera
y yo no me atrevo.

Espío el rojo de las flores
con disimulo incauto.
Y todos notan
que es posible
tener envidia de un color.

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Me sonrojo estos días
a pesar del frío.
Presto atención
a la humedad de las cosas
y lloro fácilmente.

Me emocionan, por ejemplo,
las tristezas ajenas,
una intención,
cualquier esfuerzo.

Voy a sitios vacíos, estos días,
y nazco en las casas llenas.

Mi nombre tiene agujeros.

La ciudad empequeñece mis pies.

Los pasillos bostezan
en este invierno alargado
y voy perdiendo zapatos
cual cenicienta tardía.