Borges como oxímoron / Federico Nogara
Excelente definición para acercarse a Borges, uno de los escritores que sigue generando una gran polémica, porque no pasa un día sin que algún recién llegado descubra alguna dudosa actitud personal suya que parece no estar en consonancia con su calidad literaria. Este proceso viene dándose durante los últimos cuarenta años y tiene visos de no acabar nunca.
La idea del escritor (del artista) íntegro, de una sola pieza, que acompaña su buen hacer en las letras con una conducta intachable en lo personal, es una propuesta nueva, que surge en la última etapa del capitalismo, cuando el intelectual deja su sitio a la televisión y la cultura se mide por las ventas y el entretenimiento. Antes el escritor era un outsider, alguien que miraba la sociedad desde fuera y al que se aguantaba porque la escritura –una profesión marginal, femenina, sin sitio en la cadena de producción- ya estaba inventada. Ese escritor –hablo de principios y mediados del siglo XX- estaba asociado a la reivindicación de la libertad sexual, de las minorías, de la mujer; ponía en duda la familia, las instituciones, el poder, hasta la vida misma.
Mirada la situación actual con ese prisma podríamos hablar de una contrarrevolución, porque ahora el escritor es importante, está integrado, aparece en los medios y opina de todo, es un experto; y a los expertos, sobre todo si participan en medios de comunicación masivos, debe exigírseles una actitud moral, son el ejemplo a seguir, el faro de la sociedad.
Woody Allen ironizaba sobre el tema en su película Sweet Lowdown, en la que un guitarrista enormemente talentoso (Sean Penn) vivía en la piel de un auténtico canalla. El artista y su vida privada, sugería el director, son a menudo un oxímoron.
El oxímoron, combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto (amarga victoria, por ejemplo), también aparece en Borges, pero de una forma muy compleja. Se tiene las primeras noticias de su presencia en el Buenos Aires de finales de los años 20, formando parte de un comité de intelectuales jóvenes en apoyo a Yrigoyen y se sabe que unos años más tarde Homero Manzi lo invita a integrarse en FORJA, lo que indica a las claras que su posición política era, de principio, bastante diferente a la de años más tarde.
Por ese entonces la Argentina vivía el ascenso del nacionalismo, encarnado primero en Yrigoyen y luego en el peronismo, que en los 40 se llama justicialismo por la política de reformas sociales que implementa Perón desde la cartera de Trabajo.
En 1942, Borges ya tiene un cierto reconocimiento entre los sectores intelectuales. Lejanos empezaban a quedar los tiempos en los que aprovechaba las invitaciones de Reyes, cónsul mexicano, para deslizar sus libros en los bolsillos de los abrigos de los clientes de los restaurantes a los que concurrían. Es en ese año cuando la negativa de los miembros del jurado a otorgarle el premio nacional a los cuentos que había enviado, con el pretexto de que se trataba de textos fríos, lejanos, sin vida y propios de un escritor extranjerizante, causa un gran revuelo y genera algunos desagravios, entre ellos el de la revista Sur, donde colaboraba el escritor. Es, quizás, el primer punto de inflexión. El otro es en el año 46, cuando el gobierno peronista lo saca de la biblioteca municipal en la que trabajaba para encargarle la inspección de los mercados de aves de Buenos Aires.
Curiosamente, como nos cuenta Noé Jitrik, en ese momento de humillación comienza su fama: “…las declaraciones no estaban previstas en Borges; a ellas lo volcó Perón cuando lo sacó de una tranquila biblioteca para encomendarle la inspección de mercados y ferias francas (…) dio conferencias, habló y, milagro, consiguió transformar su balbuceo y vacilación en una carta de triunfo que le envió a la fama mundial: su fama, me parece, se origina en su dominio de la oralidad, no estrictamente en su escritura, aunque su escritura lo autoriza (…) su arte menor fue el vehículo que permitió que mucha gente se acercara a su arte mayor”.
Estamos en los sesenta en el Río de la Plata. Los movimientos guerrilleros, activos, fundamentales en la época, están abocados a la lucha contra el imperialismo, a cambiar el mundo. Aunque se ha creado una leyenda falsa al respecto, nunca desmentida, su base ideológica no es el marxismo (aunque muchos de sus integrantes simpaticen con esa filosofía), la abolición de las clases sociales y la distribución de la riqueza, sino la nacionalización de la economía. Por su parte, el insignificante Partido Comunista argentino y el más poderoso uruguayo, que dominaba los sindicatos y el movimiento estudiantil, estaban más preocupados en mantener el status quo de la Guerra Fría y en defender a la Unión Soviética que en dar pábulos a una revolución desestabilizadora. Y la intelectualidad de ambas orillas se integraba de forma casi masiva en esas corrientes de izquierda y otras.
Mal podía entenderse, en este contexto de contienda, a un autor que reivindicaba la universalidad y se iba por las ramas, por lo que se consideraba a Borges fuera de lugar, un europeo trasplantado. Y encima, reaccionario.
La izquierda literaria daba, en ese momento, prioridad al ensayo y a los textos o canciones con referencias concretas a la realidad, de protesta, como se le llamaba entonces. Era lógico, era histórico; todos conocemos las canciones de la revolución mexicana y de la guerra civil española, cuyo alcance estaba limitado a las contiendas y no buscaban trascender de ellas, y hemos leído los textos (casi siempre horribles) que generan las realidades sociales dramáticas. No estaban los tiempos como para buscar calidad literaria -la gente andaba ocupada en otras cosas- y si se la buscaba era en escritores afines a la causa. A nadie se puede culpar por ello.
Terminadas las dictaduras llega el tiempo de superar los traumas, de juntar los pedazos, de ver cómo se sigue. Todo ha cambiado. La televisión, ausente de las casas de los jóvenes hasta finalizados los años sesenta, es ahora una máquina de imágenes parlante instalada en cada casa y casi siempre encendida; más que medio educador –que lo es en el sentido que cada uno quiera darle -es una forma de entretenimiento, palabra extraña que irrumpe con fuerza desde finales de siglo: las clases en las escuelas deben ser entretenidas, el cine y los libros deben ser entretenidos, las charlas de cualquier tipo deben ser entretenidas; las nuevas generaciones tienen una gran necesidad de entretenimiento, y más que eso, es casi forzoso proporcionarles ese entretenimiento.
En ese contexto los escritores entran en crisis: ¿abrazamos la cultura de masas que genera la televisión, cuyos dueños son al mismo tiempo dueños de los diarios, las radios, las editoriales, o nos resistimos? El escritor, como bien se sabe, no es de piedra; necesita vender sus obras, comer, tener esperanzas. Vive de la palabra, y el poder, cual sirena, le regala las más bellas: progreso, democracia, oportunidades, éxito, fama. Por si fuera poco, tampoco le impide usarlas, hacerlas suyas. El escritor, pasado por ese tamiz, ha terminado hablándonos con el cuidado y el cálculo de los políticos profesionales, se ha puesto en su lugar, los entiende. Incluso él mismo se ha transformado en un político o en un funcionario bien remunerado. Ha comprendido, al fin, la política de lo posible.
“Tenemos una intelectualidad fútil, más propensa a buscar las remuneraciones de las multinacionales o las prebendas del estado que a pensar y a luchar por definir el proyecto latinoamericano” señalaba Darcy Ribeiro a mediados de los 90, poco antes de su muerte.
¿Qué hacer, cómo definir ese proyecto latinoamericano? Por suerte, oh casualidad, contamos con El escritor argentino y su tradición de Borges. Sí, Borges, el “reaccionario”, el “extranjerizante” Borges. Opina Piglia sobre el ensayo en un texto sobre Gombrowicz: “Basta pensar en uno de los textos fundamentales de la poética borgeana: “El escritor argentino y su tradición. ¿Qué quiere decir la tradición argentina? Borges parte de esta pregunta y el ensayo es un manifiesto que acompaña la construcción ficcional de El Aleph, su relato sobre la escritura nacional. ¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o “polaco”)? ¿Hay que ser “polaco” (o “argentino”) o resignarse a ser un “europeo exiliado” (como Gombrowicz en Buenos Aires)? En el Corán, ya se sabe, no hay camellos, pero el universo, cifrado en un Aleph (quizás apócrifo, quizás un falso Aleph), puede estar en el sótano de una casa de la calle Garay, en el barrio de Constitución, invadido por los italianos y la modernidad kitsch. La tesis central del ensayo de Borges es que las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las grandes tradiciones. Borges pone como ejemplo de esta colocación, junto con la literatura argentina (y sudamericana), a la cultura irlandesa y a la judía. Sin duda, podríamos agregar a esa lista a la literatura polaca y en especial a Gombrowicz. Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges (como para Gombrowicz) este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina (y sudamericana)”.
Uno de los problemas fundamentales es que la izquierda –fracturada, atomizada, siempre en el sillón del psicoanalista- ni cambió ni evolucionó, siguió considerando el valor de la escritura en relación directa con la cantidad de realidad que encerraba. La ficción no dejaba de ser algo imaginado, inventado. El realismo es, por lo tanto, el género literario ideal (y debe ser entretenido).
Aquí nos enfrentamos con un par de problemas: en primer lugar, la realidad no se muestra, se refleja, por lo que cada escritor, aunque sea fiel a los hechos, dará su propia versión de los mismos; y, en segundo lugar, vivimos en un mundo real pero sobre el que se ficciona, sobre todo los medios de comunicación (cualquier hecho político o social será presentado de forma distinta por dos diarios o radios de tendencias diferentes).
El ser humano es un ficcionador, pasa el día contando historias y las acomoda a su conveniencia o a su manera de pensar. Y hoy día, en una época en que la realidad se ha vuelto muy compleja, es difícil acomodarse a ella de forma objetiva.
Es por eso, entre otras cosas, que Borges sigue siendo un escritor poco apreciado (por vivir fuera de la realidad, por dedicarse a la filosofía, por no ser realista y abdicar del realismo) y algunas de las barbaridades que cometió, como escribir La fiesta del monstruo para denigrar al peronismo o aceptar una medalla de Pinochet (lo que le costó el premio Nobel), aparecen como imperdonables. Sin embargo, hay otros escritores que también han cometido y dicho barbaridades, por ejemplo García Márquez, el progresista por excelencia, a quien nunca se le reprochó su apoyo activo a la primera Guerra de Irak y algunas opiniones como “las ideologías han sido una lacra para la humanidad”, que olvidan que esas ideologías se fundan en un pensamiento filosófico imprescindible para tratar de entender la vida y para vivir y sin tener en cuenta, además, a qué mundo nos ha llevado la ausencia de ideologías. Y tampoco a Neruda, a quien todos idolatran por una coherencia política que lo llevó a ser un estalinista tan convencido que existen sospechas bastante fundadas de que haya estado envuelto en el asesinato de Trotski.
Y hay otro extremo que me parece importante: ¿Es justo que escritores que escriben obras entretenidas para poder venderlas, que buscan las remuneraciones de la multinacionales y las prebendas del estado (al decir de Ribeiro), o sea, que quieren sumarse al sistema, critiquen a Borges por haber apoyado ese sistema?
“Es bien conocido que la errónea posición filosófica o política de un autor no invalida necesariamente su obra literaria”, opina Fernández Retamar, uno de los más grandes intelectuales cubanos y lector ferviente de Borges (nunca mejor dicho por su admiración a Fervor de Buenos Aires), situado en la antítesis del pensamiento filosófico y político de Borges.
Pero existe en la obra de Borges algo que va más allá de esa sabia constatación. Si pudiéramos leer sus ensayos y parte de sus escritos sin la rémora de estar leyendo a un reaccionario, pensaríamos que se trata de un progresista, de un vanguardista, de alguien que señala caminos para un cambio y una elevación de la literatura.
Retamar, quien había criticado a Borges con dureza en el pasado, lo visitó en su casa de Buenos Aires en 1985. Escribiría luego un relato de aquel encuentro en su libro Recuerdo a… En el mismo señalaba que tenía la convicción de que, además de hombre de inmenso talento, Borges era un hombre bueno, modesto, parco en su vivir. Y tenía el buen gusto de dedicarle el poema que Auden escribió a raíz de la muerte de W. B.Yeats:
Time that is intolerant
Of the brave and innocent
And indifferent in a Hjek
To a beautiful physique.
Worships language and forgives
Everyone by whom it lives
Pardons cowardice, conceit
Lays its honours at their feet.
Time that with this strange excuse
Pardoned Kipling and his views,
And will pardon Paul Claudel
Pardons him for writing well.
El tiempo, que es intolerante
Con el bravo y el inocente
E indiferente en una semana
A un cuerpo bello.
Reverencia al lenguaje y perdona
A todos los que por él viven;
Disculpa cobardía, vanidad,
Deposita los honores a sus pies.
El tiempo que con esta extraña excusa
Disculpó a Kipling y a sus opiniones,
Y disculpará a Paul Claudel
Lo disculpa por escribir bien.
(Auden en memoria de W. B. Yeats)