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Número 65

El borde de plata de la nube negra / Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti

Revista Malabia número 65
Entrevista de Onetti a Galeano

El borde de plata de la nube negra / Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti

Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti
(tras el Premio Cervantes a Onetti en 1980)

– Mirá que cantidad de telegramas. Mirá qué pila.

– Elegí uno, a ver.

– Este: “Onetti que no ni no. La Pocha y el Pibe”, desde Montevideo. Pero el más lindo, el más lindo lo escribí yo. Resulta que el ministro español de Justicia, Fernández Ordóñez, me mandó un telegrama de felicitación; y yo que lo veo pelear tanto por la ley del divorcio, le contesté con otro. Le puse: “Las felicitaciones son para usted, por su lucha a favor de la civilización”.

– ¿Cuál fue la reacción oficial ante el Premio?

– Aquí en España, todos…

– No, no. En Uruguay.

– Hasta ahora, y va para tres días, nada. La Academia uruguaya y la argentina habían propuesto para el premio a Octavio Paz. Supongo que no habrá sido muy satisfactorio para él.

– ¿Y esperás alguna reacción oficial?

– A mí, las autoridades uruguayas me han invitado a no volver nunca.

– Y la prensa, ¿publicó algo?

– Parece que sí. Me telefonearon desde Montevideo, uno o dos periodistas, a las cuatro de la mañana. Yo les dije: “Muchos saludos para mis amigos. A los que están ahí, a los que ya no están y a los fantasmas”.

– ¿A los fantasmas?

– Sí, a los asesinados. Si les digo asesinados, no publican. Yo no podía nombrar a Julio Castro, a Michelini… Pero les dije: “¡Qué bien que les fue con el plebiscito, eh!”.

– ¿Los diarios uruguayos pueden publicar tu nombre?

– Ahora, parece que sí, desde hace un tiempo. Creo que fue desde que me dieron el “Premio de la Crítica”, aquí en España. Hasta no hace mucho, los libreros no se animaban a poner mis libros en los escaparates y en los diarios yo estaba negado. Negado. Los chicos de “El Día”, que es el único diario donde se puede decir algo, ponían: “Como el autor de “La vida breve…”; y los tipos pensaban que era Manuel de Falla, y entonces pasaba…

– Eso ocurre a la mayoría de los uruguayos. Quien más, quien menos, todos prohibidos.

– Pero yo, ¿qué pecado cometí? Presidir un jurado de literatura y premiar un cuento que la dictadura consideró pornográfico. Por eso me tuvieron tres meses preso. Y al pobre autor, le dieron como cuatro años. Llegaron telegramas de todo el mundo. Hasta el “New York Times” mandó un telegrama. El jefe de policía preguntó: “¿Pero quién mierda es este Onetti?”.

– ¿Cómo aguantaste la cárcel?

– Al principio, muy mal. Me tuvieron ocho días incomunicado. Yo muchas veces elijo la soledad, vos sabés; me meto en el cuarto y que nadie me joda. Pero cuando te obligan, es diferente. Y tenés que pedir permiso para ir al baño… Fue Dolly que me salvó de la claustrofobia. Ella consiguió meter en la celda unas cuantas novelas policiales.

– Vos sos el famoso devorador de novelas policiales. Buenas o malas, pero policiales. ¿Por qué te gustan tanto?

– Me atrae una trama que se desarrolla y me despierta curiosidad sin exigirme participación. Yo estoy ajeno mientras leo, no tengo que ponerme del lado de nadie; pero estoy atrapado por la curiosidad. Quiero saber adónde va a parar todo eso, cuál será el desenlace…

– Preferís, entonces, las policiales de enigma y suspenso. El tigre en el aire…

– Las otras, las de puro balazo, me hartan. Las de la banda de Jackson contra la banda de Mulligan, me hartan.

– ¿Autores nuevos?

– No… Hay una decadencia del género policial. Se lo está tragando la ciencia-ficción.

– ¿Y las no policiales?

– Hace tiempo que no encuentro una novela no policial que me apasione. A falta de cosas nuevas, releo. Releo mucho. Hasta “Rebeca”, he releído. Hasta eso he llegado.

– ¿Cuáles son los novelistas a los que siempre volvés?

– Faulkner, Balzac, que no se parecen en nada. Cuando pesco un Henry James, gran admiración. Admiración no te digo. Cariño. “La lección del maestro”, te pongo por caso. Y Melville. El “Bartleby”, de Melville. “Preferiría no hacerlo…” ¿Te acordás? “Preferiría no hacerlo…” La traducción es de Borges. Y otros, no sé… Es un entrevero. Depende de lo que me cae en las manos.

– Y entre todos, ¿cuál?

– Faulkner, Faulkner. Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…

– ¿”Absalón, Absalón”?

– Sí. Es la más Faulkner de todas. “El sonido y la furia” tiene demasiado Joyce para mi gusto.

– ¿No ha sido bastante maltratado Faulkner en las traducciones? Aquí publicaron, hace poco, “Light in August”. Le pusieron, como en la edición argentina, “Luz de agosto”.

– Sí, y es “Light” en el sentido de dar a luz, de alumbramiento, no de luz. Sí. También “Intruso en el polvo” es, en realidad, “Intruso en la disputa”. Estoy hecho un león con el inglés.

– Hablemos de escritores en lengua castellana.

– Mirá, no jodas.

– No; no es para hacerte quedar mal con nadie. Contestame con clásicos, si querés.

– Y bueno, claro, Cervantes, Quevedo… Algunas cosas de Quevedo. Otras son muy gongorianas, aunque él era enemigo a muerte de Góngora. Y más cerca, te puedo nombrar a Valle Inclán, Baroja…

– ¿Poesía, leés?

– Muy poco. Solamente cuando siento que detrás del poema hay alguien que tiene algo nuevo que decir o sufrir. Si no, me aburro.

– De tus libros, ¿cuál querés más?

– “Los adioses”. Y en música, prefiero a Tchaicowski y Gardel. ¿Para qué preguntás lo que ya sabés? Hace como veinte años que lo sabés.

– Esta es una entrevista, Juan.

– Ah. ¿Vos también?

– ¿Y vos? ¿O ahora vas a abandonar el periodismo?

– Y… Ahora podría, ¿no? Con diez millones de pesetas… Pero sería desleal, me parece.

– ¿Qué vas a hacer con el dinero del premio?

– Yo quiero una casa con jardín. Me han dicho que los escritores laureados tenemos derecho.

– ¿Para tomar aire?

– Estás loco. Para quedarme adentro. Escribiendo. Yo he dedicado toda mi vida a escribir, sin esperar ninguna recompensa. En mí, es un vicio.

– ¿A partir de qué escribís? ¿Recuerdos, imágenes, melodías?

– O a partir de un recorte de un diario usado, o de un chisme, o de algo que escuché ayer. Soy muy chismoso, yo. Y cuando escribo, veo los escenarios, los personajes, las situaciones. Al escribir, o antes. Por ejemplo, “El astillero”. Esa novela yo la vi, una noche, en Buenos Aires, mientras caminaba por el pasillo de mi apartamento. En veinte o treinta pasos la vi, entera, de punta a punta. El astillero en ruinas, todo…

– Y el exilio, ¿no te ha potenciado la memoria como fuente de atmósfera y de imágenes?

– A mi edad, sabés, yo ya no me entrevero. Ahora soy marido fiel. Por eso me refugio más en la memoria y le pido que me devuelva experiencias. La confusión de habitaciones en “Dejemos hablar al viento”, ¿te acordás?, viene de algo que me ocurrió, casi igualito. Y la memoria influye mucho en el novelón que ahora estoy escribiendo. Serán cien historias. Cien pantallazos. Por qué cien, exactamente cien, se sabrá en la última página.

– ¿Por el “Decamerón”?

-Nada que ver. Aguantate.

– ¿Y el sueño? ¿Soñás imágenes o situaciones que después escribís?

– “Un sueño realizado”. Soñé el final de ese cuento. Ella estaba sentada, tomando cerveza. Pasaba un automóvil y ella caía muerta. Pero en general, olvido los sueños no bien me despierto. Sé que he soñado algo que vale la pena y paf, lo olvido.

– A mí me pasa lo mismo. Se me escapan los sueños. Tengo envidia de Helena, que sueña cosas maravillosas y las recuerda enteras. En ella, es una forma de creación. La otra noche soñó que iba al mercado de sueños, a elegir sueños hermosos, y recorría los puestos de sueños, buscando aromas, colores…

– ¡Te jodiste! Ya te lo robé. Lo escribo mañana. Tomá. Tomate un vinito. Lo merecés.

– Gracias.

– No hay de qué.

– Otra pregunta. ¿Para quién escribís?

– Para mí. Para Onetti, que es mi mejor amigo.

– ¿Estás seguro?

– O para mis personajes. También para ellos.

– ¿Y para los lectores? Si escribieras para vos, no publicarías.

– Bueno, yo sé que hay alguien que me va a leer y va a entender las tristezas que escribo.

– Entonces…

– Pero yo escribo para mí, por el placer que siento.

– Al sentir placer, lo das. Lo trasmitís. Comunicás cosas.

– Lo doy o no lo doy. Yo qué sé. Sin voluntad de hacerlo. Sucede, simplemente. Una vez, una mujer me mandó una carta. Me dijo que quería suicidarse y que había leído “El astillero” y que “El astillero” le había levantado el ánimo. No pude entenderlo. Es increíble. Nena, dame una aspirina.

– ¿Qué te pasa?

– Estoy mareado.

– Las entrevistas. Muchas entrevistas.

– No, si yo aguanto.

– Será el vino.

– ¿Qué tenés contra el Cuné? Son los cigarrillos, me parece. Me despierto con un cigarrillo en los dedos.

– Y no caminás. Eso te pasa por vivir acostado.

– Si camino es peor. Ya probé. Una vez.

– ¿Te gustaría volver al Uruguay?

– ¿Cuándo?

– Cuando se pueda. Cuando cambien las cosas. Parece que están empezando a cambiar.

– ¿Por el plebiscito, decís? Sí, sí… Cómo se ensartaron, ¿eh? Pero el país donde yo nací, no existe más. La ciudad donde yo me enamoré a los quince años, no existe más. Esa ya no es mi Montevideo. Pasarán muchos años… Yo estoy viejo. Las cosas cambiarán, porque la dictadura ha fracasado. Pero la esperanza de ese cambio no me sirve. El borde de plata de la nube negra… Me gustaría… ¿Sabés qué?

– ¿Qué?

– No sé; estaba pensando…

– Sí.

– La muerte. La muerte es una cosa que me indigna.