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Número 65

El faro entre los árboles/editorial / Revista Malabia

Revista Malabia número 65

El faro entre los árboles/editorial / Revista Malabia

En abril de 2018 se publicó en Barcelona El faro de arena, muestra de literatura uruguaya contemporánea, de la que ahora damos noticia en una nueva edición de MALABIA. Si bien nuestro número 65 es (como en la mayor parte de la serie) un espacio dedicado a creadores y temas diversos, deseamos compartirlo bajo la estela de este libro, cuya recepción nos está sorprendiendo positivamente.

En estas líneas editoriales no nos extenderemos con las características de El faro de arena. Preferimos incorporar en páginas de la revista el prólogo, el texto de solapa, y varios enlaces que dan cuenta de la razón de ser del volumen y de la repercusión que viene suscitando. Lectores de muy diversas disciplinas nos han alentado con sus comentarios e incluso se han sumado a la difusión del título, lo que aquí agradecemos.

Mujica, El faro de arena
El ex presidente uruguayo José Mujica con un ejemplar del libro, en visita a España, agosto 2018.

Esta muestra de literatura uruguaya complementa la que publicamos en 2010, Los árboles sin bosque, ampliando la nómina de autores a un total de 38, cifra más que elocuente en un país que apenas supera los tres millones de habitantes.

Partiendo de un nivel literario que podría situarlos en culturas universales, estos escritores acreditan trayectoria, formación, reconocimiento crítico, premios y traducciones, entre otros atributos. De haber nacido en el primer mundo, la mayoría habría logrado una mejor proyección internacional.

MALABIA dedica su número 65 a estos títulos, y muy especialmente a dos escritores amigos (presentes en Los árboles sin bosque) que fallecieron hace muy pocos años, prematuramente: Roberto Genta y Enrique Bacci, poetas con voces propias y obra de significativo, largo recorrido.

Bacci y Genta, Los árboles sin bosque
Enrique Bacci y Roberto Genta en Montevideo, hacia 2011.

En próximos números aparecerán varios autores de los volúmenes citados. Aquéllos que no fueron publicados en MALABIA. En la mayoría de los casos con los textos incluidos en estos libros, dejando abierta la posibilidad de alternarlos con piezas inéditas o escogidas de otras fuentes.

Bienvenidos, una vez más, a vuestra revista.

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Referencias:

https://www.p21.es/presentacion-de-el-faro-de-arena/

http://loslibrosdemalabia.blogspot.com/2016/09/los-arboles-sin-bosque.html

https://letralia.com/243/entrevistas03.htm

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El faro de arena (texto inicial) / Héctor Rosales

Revista Malabia número 65

El faro de arena (texto inicial) / Héctor Rosales

Arena, polvo, ceniza. Al ritmo del tiempo, esos nombres describen la meta. Quienes viven y trazan huellas, llegan antes a ella. (Las piedras tardan más). En buena medida ese destino se ralentiza con la cultura. Algunas de sus señales quedan en la luz que da perfiles a una sociedad, sentido a su pasado y, en un presente difícil, senderos más visibles para atravesar la noche.

Un país joven, pequeño y recluido al sur de América Latina, con nombre heredado del río Uruguay, presenta uno de los porcentajes más altos del mundo en vocación literaria y artística. En la mayoría de los casos estas experiencias suceden bajo complejas circunstancias, asordinadas por un entorno indiferente, devoto de las referencias extranjeras.

Durante los últimos cincuenta o sesenta años, y en sus vertientes más profundas, la identidad uruguaya ha estado disgregándose por numerosos contravientos, derivando en un páramo donde sólo se agitan (al son de la llanura del territorio) aquellas propuestas que quedarán allí, sin otro objetivo que entretenerse y pasar con ojos cerrados las hojas de los calendarios.

Pero a la orilla de ese cauce supuestamente inexorable surgieron voces dispuestas a otros enfoques, empezando por el conocimiento crítico del presente, explorándolo, definiéndolo, comunicando qué significa transcurrir dentro y fuera de Uruguay.

Voces o luces sin medios para construir sus soportes. Con un horizonte callado y oscuro delante y a la espalda. Aun así, con la misma arena del páramo se fue formando un faro que, a pesar de múltiples intermitencias, intenta determinar rumbos, cruzar días y fronteras, dialogar con las realidades de otros semejantes enfrentados a tanto planetario aturdimiento.

El halo que llega hasta estas páginas revela una sociedad quizá más cercana de lo que un lector foráneo podría esperar. Y deja nombres y textos para demorar la ceniza.


Héctor Rosales

Barcelona, 18.03.2018

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El faro de arena (prólogo) / Federico Nogara

Revista Malabia número 65

El faro de arena (prólogo) / Federico Nogara

El importante movimiento cultural uruguayo de la primera mitad del siglo XX ha causado estupor y sorpresa en el mundo, sobre todo teniendo en cuenta las dimensiones del país, uno de los más pequeños de América Latina, y su escasa población (apenas llegó a superar los tres millones de habitantes). Una de las explicaciones de ese casi milagro podría estar en su historia contada por los historiadores revisionistas de los años sesenta, que encajaría perfectamente dentro de la obra de algún escritor del realismo mágico. Encontramos en ella enviados ingleses expertos en desestabilización, fuerzas extranjeras de diversos orígenes, una oligarquía reaccionaria, criollos ambiciosos, caudillos locales sin demasiados escrúpulos, religiosos retrógrados, los imperialismos, y por encima de todo un problema de identidad: ¿Es Uruguay un país inventado, es cierto lo del Estado tapón? ¿Artigas era en realidad uruguayo o se le endilgó la nacionalidad por intereses políticos? ¿Los uruguayos son latinoamericanos o europeos nacidos fuera del continente?

Con este panorama ya tenemos el caldo de cultivo para la ficción. Y todavía falta el aliciente de la masiva inmigración europea y, a principios de los sesenta, el impulso de la Revolución Cubana.

La cultura uruguaya, con su multitud de acontecimientos y su mezcla de gente de diferentes lugares, tenía que ser inexorablemente política y universal. También fue vanguardista.

Tres escritores destacan en el siglo XIX y principios de XX: Bartolomé Hidalgo, un guerrero de las luchas por la independencia, que inaugura la literatura gauchesca; Eduardo Acevedo Díaz ─otro hombre de acción─, quien nos cuenta las vicisitudes de su patria por escapar al poder español, argentino y portugués para caer víctima de sus propias guerras civiles; y Juan Zorrilla de San Martín con su Leyenda patria y Tabaré, dos libros emblemáticos (es importante destacar que Zorrilla era diplomático y representaba a Uruguay en España).

El “nacionalismo uruguayo” se termina de concretar en 1876 de forma curiosa. Un grupo de comerciantes, hacendados y extranjeros residentes en el país, liderados por el presidente de la primera Asociación Rural del Uruguay, todos ellos hartos de las luchas intestinas interminables, se dirigió al domicilio del general Latorre y lo colocó directamente en el sillón presidencial. En este período histórico ─llamado Militarismo, otro gobierno bonapartista─ se impone el orden de la oligarquía y las clases acomodadas: el respeto a la propiedad privada es máximo, el alambrado cerca los latifundios eliminando al gaucho (convertido en peón de estancia) y al productor mediano, y en el campo jurídico se realiza una verdadera revolución. Para los optimistas es la modernización del país, para los demás otra cosa.

El aspecto positivo del período está en la educación, de la que se hace cargo José Pedro Varela, cuya consigna era “educar, educar, educar”. Su reforma instaura en Uruguay una escuela gratuita, obligatoria y laica. Otra contradicción generadora de muchos ensayos.

El país se estabiliza totalmente durante el gobierno de Batlle y Ordóñez. Sus políticas sociales, pioneras en Occidente, marcaban la modernidad del país, a la cabeza de América Latina en todo. Se trataba más bien de un país europeo, “la Suiza de América” como fue llamado. Las escuelas harán durante años la apología de su gobierno. Batllismo en política, positivismo en filosofía, la cultura europea, en especial la francesa, como arquetipo. Dentro de esa atmósfera de tranquilidad y siesta la literatura apuesta por el Modernismo y aparecen tres figuras fundamentales: José Enrique Rodó, con varios textos que tendrían enorme difusión y serían estudiados y criticados (negativa y positivamente) fuera de fronteras, en especial su Ariel; Julio Herrera y Reissig, un escritor de precaria salud que vivía encerrado en el París inventado de su torre, llamando “Tontovideo” a su ciudad natal, y que recibía en sus tertulias literarias las novedades del París real de manos de Roberto de las Carreras; y Delmira Agustini con una poesía que en el momento en que se publica desafía lo que para las convenciones sociales era decoroso decir en una mujer. Rubén Darío opinaba que desde Santa Teresa de Jesús la poesía hispánica no había producido versos tan intensos. La poesía de Juana de Ibarbourou, «Juana de América», también se expande por todo el subcontinente. Horacio Quiroga llama la atención del lector internacional con sus cuentos escritos en plena selva, luego traducidos a diversos idiomas, entre ellos el ruso, el griego y el sueco y que todavía hoy se siguen editando en España. Felisberto Hernández pasa desapercibido, sobre todo por su posición política (un reaccionario en tiempos de cambio) y pese a sus esfuerzos por ser publicado en el exterior (incluso con la ayuda en Francia de Jules Supervielle, escritor uruguayo-francés) recién es valorado tras su muerte, cuando es considerado el buen escritor que era y se le traduce a varios idiomas.

Por los años cuarenta se publica un libro, El Pozo, que tardará diez años en vender sus primeros cien ejemplares. Su autor, Juan Carlos Onetti, se convertirá después en el escritor clave de la literatura uruguaya. Sus obras llegan a las universidades europeas y causan, una vez más, estupor y sorpresa. ¿Cómo un escritor del tercer mundo, ese lugar exótico, puede escribir sobre temas que parecen reservados a escritores de la Europa culta? Es importante recordar que en Francia comenzaba a germinar la revuelta estudiantil de los sesenta (un cambio generacional relevante en las costumbres), y Onetti, desde su tercer mundo europeo, les contaba cómo eran sus mayores. En la enorme ola generada por el autor se montan Benedetti y Galeano, dos escritores altamente politizados y muy cercanos al periodismo, que causan furor en Europa, donde sus textos son leídos con profusión en la época de las dictaduras latinoamericanas. Hasta hoy ambos son referencia para gran número de lectores en todo el mundo.

Refiriéndonos a escritores uruguayos, no debemos olvidarnos de Juan José Morosoli, Serafín J. García, Francisco Espínola, Armonía Somers, Álvaro Figueredo, Amanda Berenguer, Juan Cunha, Orfila Bardesio, Marosa di Giorgio, Idea Vilariño o Enrique Estrázulas, entre una lista tan diversa como digna de atención. Y conste que hemos citado a unos pocos autores ya fallecidos.

La cultura uruguaya no se ha limitado a la literatura. El filósofo Carlos Vaz Ferreira planteaba las escuelas en los parques, como en la antigua Grecia. Ochenta años después Islandia causa la admiración de Europa con la misma idea. Los pintores Barradas y Torres García destacan en Cataluña (un centro cultural barcelonés lleva el nombre del primero) y hasta hoy aparecen en los catálogos. Homero Alsina Thevenet, crítico cinematográfico, fue el primero en escribir elogiosamente sobre Ingmar Bergman, cuando el cineasta sueco era apenas reconocido en su país, mucho antes de que Europa reconociera su talento. Los críticos literarios Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal son reconocidos mundialmente aun hoy. Carlos Quijano, redactor responsable de Marcha, marcó una época en el periodismo. Rafael Barret, español afincado en Paraguay, buscó refugio en Uruguay y colaboró en diarios y revistas. Y José Zorrilla de San Martín, hijo del poeta ya citado, fue pintor y escultor, como también diplomático. En la década de los sesenta Uruguay entra en dificultades, la situación económica se deteriora, las protestas y movilizaciones se suceden y aparece la guerrilla urbana. El Parlamento es impotente para establecer el orden y se hace necesaria una solución drástica. En la democracia de casi cien años asoma el golpe militar como única salida posible. Esa era la parte visible de un problema internacional más complejo. No olvidemos que los Estados Unidos y Europa tenían, por primera vez desde el fin de la guerra, graves desafíos. Había que frenar una cultura desmadrada que reivindicaba todo aquello que desafiaba el pensamiento imperante y aceptado. En el tercer mundo se estaba poniendo en duda la esencia del capitalismo. tomando como ejemplo las revoluciones cercanas en el tiempo. Las medidas adoptadas por el gobierno de facto cívico-militar uruguayo, entre otros puntos, establecen: prohibición del uso de ciertas palabras, control de los programas educativos, limitación del derecho de reunión y censura a diarios y revistas, que culmina con el cierre del semanario Marcha, nexo entre los intelectuales uruguayos con los del resto del mundo. Y encima la Operación Cóndor, que empujó a miles de intelectuales al exilio. De ahí en adelante la cultura quedó en manos de los medios de comunicación adeptos al régimen.

Cuando acabó la dictadura Occidente ya entraba en una fase del capitalismo (muchos estudiosos opinan que ya no es capitalismo), iniciado por la escuela económica de Chicago y llevado a la práctica, en la nación imperial por excelencia, por Margaret Thatcher, que con sus políticas destruyó (o domesticó) los poderosos sindicatos británicos.

El poder de las corporaciones y bancos se alzó por encima de los parlamentos globalizando el planeta. La cultura quedó convertida entonces en cultura de masas: la combinación de la televisión, los grandes diarios, radios y editoriales, cuyos dueños son los mismos de todo el conjunto, grandes corporaciones o millonarios mesiánicos. Los ministerios de cultura occidentales, incluidos los “progresistas”, aceptaron hablar de industria cultural. El problema de esta denominación consiste en que el producto de cualquier industria (en este caso libros, pinturas, películas, etc.) es una mercancía cuyo valor se mide por las ventas. Ganar dinero es el objetivo de la cultura de masas y el dinero se obtiene fácil alienando a las clases populares de bajo nivel cultural con productos de ínfima calidad y a la mayoría de los seudointelectuales, que son legión, con la falsa libertad de las redes sociales, último paso de gigante de la cultura de masas.

Como consuelo quedaba la percepción de que en esa globalización las oportunidades serían iguales para todos los artistas de Occidente. Nada más lejos de la verdad. Un libro de un escritor español publicado por una editorial española importante es difundido en todo el ámbito de habla hispana, mientras que el de un uruguayo (editado por la sucursal uruguaya de esa misma editorial) no sale de aquel país.

La revolución cultural de finales del siglo XX (desde 1968 diría yo) y principios del XXI ha consistido en la victoria del individualismo sobre la sociedad. El director de cine italiano Roberto Rossellini decía: “La sociedad está basada en las leyes, la comunidad en el amor”. Primero perdimos la comunidad y ahora la sociedad.

Dentro de este panorama la literatura uruguaya tiene varios desafíos. El principal es salir al exterior, como hacían los escritores de antaño. Esto consiguen hacerlo hoy sólo algunos escritores aislados, pero sus esfuerzos, aunque logren formalizar alguna presentación testimonial, carecen de difusión. La aventura debería plantearse desde el colectivo, pero para fundar una literatura la condición esencial es tener un espacio donde obras y autores sean evaluados y discutidos, como nos dice Octavio Paz. El Uruguay actual carece de ese espacio y también de una tradición literaria, aunque la tradición se inventa (como la identidad nacional) partiendo de un escritor o de un grupo de escritores. El país, como hemos visto, los tiene, aunque en el olvido o cuestionados, sepultados por esa escritura de “use y tire” que plantea la cultura de masas. Ahí radica el otro punto fundamental: entrar en Europa para llamar la atención y ser difundido, como hizo la generación del boom, sólo se logra desde la vanguardia. Baste recordar que el libro que posibilitó el boom mencionado fue Ficciones de Borges.

En Barcelona se ha editado hace unos años una relevante muestra de literatura uruguaya, Los árboles sin bosque. El acertado título define perfectamente al buen escritor uruguayo actual: aislado, solo, limitado en lo material, rumiando en silencio su calidad creativa.

El faro de arena es una nueva muestra con otros autores que complementan a los del libro anterior.

¿Por qué decimos muestra? Porque antología es la elección de una serie de textos con un fin concreto, y cuando se dice “de antología” nos estamos refiriendo a algo magnífico, generalmente elegido por el gusto de los antólogos. La muestra no maneja ninguna idea predeterminada. Los autores seleccionados envían sus textos y nosotros, a manera de puente, comunicamos a los lectores: aquí lo que escriben los uruguayos en esta época, ustedes lean y, si quieren, juzguen. Por lo que respecta a los editores, nuestra verdadera intención es que ese faro surgido del páramo haga viable el camino de los árboles. Árboles únicos hacia un bosque que ya se advierte en estas páginas.

Federico Nogara
Barcelona, marzo de 2018

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Número 65

Memoria y poesía / Roberto Genta

Revista Malabia número 65

Memoria y poesía / Roberto Genta

Montevideo, 1957-2014. Poeta, narrador, editor, gestor cultural, director y locutor de radio. Ha sido director-fundador de la revista La Crítica y de Ediciones de la Crítica.

Sus textos han sido publicados en diversas revistas, periódicos y antologías uruguayas y extranjeras.

En poesía ha editado: De puño y letra (Montevideo, 1986), Geometrías y Elegías (Mdeo., 1987), Piedra Abierta (Mdeo., 1994), Caída Libre (Mdeo., 1996), Paraíso Breve (Mdeo., 1999, Segundo Premio de poesía inédita del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay), Sangre Sucia (Mención especial en poesía inédita 2002 y Segundo premio en poesía édita 2003 / MEC Uruguay), Salida de emergencia (Madrid, 2004), Fractal (Mdeo., 2008) y Desapalabrar (Mdeo., 2014).

En 2003 editó el CD Amecedario (Ed. Civiles Iletrados, Maldonado). Su novela El Cerco se publica en 1990 (Editorial Signos, Montevideo).

Durante siete años fue director del programa radial De puño y letra, un encuentro con la poesía y la cultura nacional (CX38 y CXA4, SODRE, Uruguay), declarado de interés cultural por el Ministerio de Educación y Cultura. Por tres años se desempeñó como columnista en CX30 Radio Nacional (Uruguay).

El grupo de rock noruego The Crest musicalizó en inglés y castellano textos de su penúltimo libro publicado.

Como gestor cultural, en los últimos diez años ha desarrollado ciclos semanales de lecturas en vivo en diversos lugares de Montevideo y Canelones, con la participación de figuras destacadas de la literatura uruguaya.

POEMAS

No está buscándote.
No sabe que lo buscas en el aire
en paredes
entre piedras ignoradas por el viento.
No sabe/ no está
no espera en ningún sitio/ a nadie espera
porque se aguarda a sí mismo
y hay todo lo que no es él
y debe esconderse de la sombra/ de extranjeros
de vísceras calientes/ de su propio esqueleto
de palabras.
No dice estoy en el vacío
Dice soy el vacío y apenas puedo distinguir mi cuerpo.

__________

Prepara la valija
llénala de nada
solamente un libro
una toalla
un revólver.
Tómate el primer ómnibus
bájate en cualquier parte
y camina entre desconocidos
hasta perder los zapatos
hasta que la valija pese
y con el arma en la mano
en otras direcciones
sigue hasta encontrarle
hasta saber qué rostro tiene el muerto
cuál es la cara del asombro —si hay asombro—
cómo será el grito —si es que hay grito—
antes del estampido.
Antes
de apoyar el metal en tu cabeza.

__________

No sabíamos madre.
No concurrimos al templo.
No sospechamos la sombra.
Fuimos enemigos de Dios
y entre píldoras y viento
nos fue desnudando lo siniestro
en el áspero gozo
de la vigilia.

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Nota actualizada y textos del libro Los árboles sin bosque. (HR)

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Memoria y poesía / Enrique Bacci

Revista Malabia número 65

Memoria y poesía / Enrique Bacci

Paso de los Toros, 1960 – Atlántida, 2015 (Uruguay). Poeta y narrador. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Residió en el balneario Las Toscas (Canelones), al este de la capital.

Bibliografía publicada en Uruguay: La flor difícil (1999), La luz ese río (2000), Midland (2002), Temprana bocanada (2004), Valdirio, maquinista (2006), Isabelas (2008), Lejanías (2009), Cimental, la culpa (2009), abrA (2011), aguas de Te Aroha (2011) y, póstumamente, Polcasola (2016).

Su poemario Midland se incluyó íntegramente en la antología Pulir huesos, 23 poetas latinoamericanos (1950-1967), preparada por Eduardo Milán para el sello Galaxia Gutemberg (España, 2007).

Ha colaborado en varias publicaciones, entre ellas la revista cultural Crítica (Universidad Autónoma de Puebla, México), y participado en lecturas poéticas y eventos literarios de Uruguay y el exterior.

TEMPRANA BOCANADA / fragmentos

El sueño es del hombre su habitante.
Pertrecho, manojo de viento salido de madre que mira, ah, larguísimo tren baja del aire y da con esto en esa noche, ¿verdad? y queda orilla de la piel soñando el otro lado.

Por estos días la imagen de la cruz levanta el pelerío de los santos. En vagones van llegando.
Ya te dije la otra vez, hace falta una iglesia de verdad, con sus campanarios altos, sus palomas y una cruz que convoque al rayo de la tarde y algún rezo, cierto.
El sueño es una oración desnuda.

_____

Llegas y siempre hay entreabierta alguna puerta, ni te digo un día de lluvia. Se dejan por si acaso para ver lo que pedimos y no hace falta más que tiempo entre el horario de los trenes. Para ver lo que buscamos está la sombra y allí entramos. Te dice enseguida que dejes de llorar por tanta espera (entendé que la otra lengua está pidiendo que no cese de llover).
Al ratito esa casa se desnuda
y adentro de la duda una mujer
de rodillas mojadas pero cierta
te arrastra a sus entrañas. Entreabierta a la cosecha, bien mujer, te enseñan a morder sin lastimar y a levantar el verbo cosechar, esas costillas de todo y ahí sí que deja de llorar la sed sin que cese de llover.

En esos casos sabes que los rasguños te acompañan a la vuelta.



VALDIRIO, MAQUINISTA / fragmentos

Sedentario. De lo que fue y será,
de lo que entró a salir al paso de la hiedra enamorada. Disecado, ese grito de lenguas sin hablar en la grava cenicienta.
Ah… esta boca en balde, pendenciera,
alerta en la sombra, vertical,
con la encía corroída por el gusto del silencio.
Con el hábito del padre de alejarse a masticar la mañana —sabandija— de un dirá.
Que será lo que se hunde, lo finado,
las volutas de la cosa, conversando, en espiral.

_____

Y no sin dolor se abrió. Una frase de la otra, una noche y su destino. Lo contiguo y lo conmigo.
El tener que precisar el asiento de las voces, de la idea. Enamorada, la hiedra. Quién no.
Disecada, la espera de la huella. Donde fuí.
Sedentario, di sediento o serenado, sitio a cuestas. De pesado ve a la silla un pensamiento.
Al paso, en bocanada, viene el viento,
ocupado en descansarte la palabra si es, entra
por afuera de esa puerta.



LEJANÍAS / fragmentos

Midland

Nada queda ante la puerta de la luz
nunca deja de ser el viejo la sombra
de un niño. Viento de puerta abierta
¿recuerdas este mundo?

_____

Ars moriendi

Tu decisión, solitaria, me acercó a los sapos ciegos que quedaron del cincuenta y nueve y su inundación, a esas casas cariadas de humedad, a los caminantes hundidos en su huella. Así veo afilarse tus uñas en el mármol, empujar a la vejez tus encordados. Persignarte, céntima, y venirte abajo por las noches, con el niño que no duerme pero duerme. Traslúcido tremendo venirse encima, perrerías de tormenta con sus presuntos, bordes negros, vello ajado de la yegua. Carro de pasto tierno.
―Dios ve -decían aquellos, y lo creíste. Pero cuál fue la pregunta.

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Nota actualizada y textos del libro Los árboles sin bosque. (HR)

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Poemas / Gustavo Wojciechowski

Revista Malabia número 65

Poemas / Gustavo Wojciechowski

en el último pabellón
aislado
               el uruguayo
juega con sus dedos rotos
desentendiéndose de la muerte

es esta incertidumbre
cara o cruz del destino
vivir pagando cuentas atrasadas
                                                     o vivir

alguien
             alguno
ha invertido toda la desgracia en nuestra cuenta
             corriente
o será
             que nos han invertido la cara
y andamos todos descarados
llevando la desgracia por esquinas impares
sin podernos encontrar
la cara
             y así
cómo la vamos a encarar

nos dejaron pagando
los cheques diferidos que
nos valleja la muy muerte

es esto de andar sin cara
con una cruz
X tal

SEGUNDA PUERTA

la cancel no cancela nada
el vidrio está roto
ya no hay dibujos ni flores ni cincel
los celos son vidrios rotos una puerta
que gira loca             la cancel
se da de portazos vez tras vez acaso el viento
lo supo tía la señora de la casa y la muchachita
que limpiaba los vidrios y un día
se cortó

prender la hornalla antes de encender el fósforo
perderse dentro de la casa el sillón parecer otro
pantalón manchado predecir perder
todas las conversaciones repetir la hornalla dos hijos
cada perder nombres de hijo en
cender el sillón dentro de cada perecer
la horna llama

             raya el silencio un grillo

el rojo de la flor después de la lluvia
no lo encontraré en caja alguna de colores

la u que estira el buque al salir del puerto
no tiene palabra

             ausencias que el grillo raya

flaca
/ otra tía tenía soltera / cada vez más hija única /
tampoco tenía apellido paterno creo / nunca
nadie comentara en la familia / solo
madre católica hasta el desprecio / cuidaba
sus contenciones / la limpieza controlabavbr> impecable / toda la vida / toda / del brazo
por cumpleaños bautismos comuniones y velorios /

visitaba con su madre a las primas del brazo / un paquetito
envuelto en colores y una cinta con moño / apenas
una pavadita /

/ una mantenía el silencio latía / el gesto de madre
tajantemente catoliquísima /
hasta el desprecio / despreciaba / la otra la tía mi tía
muy flaca / hablaba excitándose sin parar / hablaba
y hablaba / del tiempo hablaba / las cosas que están
pasando / recitaba nombre y fecha de cada santo / cada uno
de sus sobrinos / amaba
hasta la soledad / ustedes deben de haber tenido
una tía que hablaba sin parar / con su madre
dominantemente el gesto terrible / un par de pajarracas
grises / perfumadas / solteras las dos del brazo /
la vieja y la más vieja que su madre era / devota
hasta la soledad / inevitablemente / la madre murióse
una vez que estuvo segura / de que no contraería
abrazo alguno / hombre / otro apellido / una vez que
la hija mi tía ya tenía tantos años como la abuela /
inevitablemente adelgazaba aún más / cual pálido lirio
se fue marchitando / le merodeaban cangrejos
cangrejos cangrejos / gordos cargosos / cargaron
sus huesitos cuando ya no pesaba nada mi tía
ni lucecita

____________________

Gustavo Wojciechowski (Maca) nació en Montevideo en 1956.

Diseñador gráfico, escritor, editor. Ha publicado varios libros de poesía, una novela, un libro de pastiches, plagios y entretenimientos de palabras, un par de CDs, uno de ellos multimedia. Funda e integra el grupo de trabajo y sello editorial Ediciones de UNO (el cual integra desde 1982 hasta 1987). En 2004 crea su propio sello editorial: Yaugurú.

Los textos aquí presentados integran el volumen El faro de arena (Muestra de literatura uruguaya contemporánea, Federico Nogara, Editorial Pensódromo 21, Barcelona 2018), y pertenecen a los libros Segundas impresi(ci)ones (Ediciones de UNO, Montevideo 1984), (en)AJENA/ACCIÓN (Ed. de UNO, Mdeo. 1986) y De entonces acá (3a ed., Editorial Yaugurú, Mdeo. 2015). La selección es de Héctor Rosales.

Las fotos forman parte de la serie FotoPoetas, realizada por Paola Scagliotti. La exposición completa dedicada a Maca puede verse en este espacio de la web COOLTIVARTE:
http://cooltivarte.com/portal/fotorreportaje-a-gustavo-maca-wojciechowski/

Ficha del autor en Wikipedia:
https://es.wikipedia.org/wiki/Gustavo_Wojciechowski

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De poemas que son siempre cuerpos / Jorge Rodríguez Padrón

Revista Malabia número 65

De poemas que son siempre cuerpos / Jorge Rodríguez Padrón

RICARDO HERNÁNDEZ BRAVO (1966) es uno de los pocos poetas a los que vengo leyendo desde hace años, casi veinte, y a los que sigo con especial interés. Son muy pocos, insisto; y, cada vez más, son menos… La pobre poesía no está ya en manos de quienes la escriben, sino de desaprensivos que la utilizan con fines espúreos… Nada digamos si son esos adolescentes, encumbrados por los medios y por la que llaman crítica que nos los hacen pasar por deslumbrantes prodigios. Advierto; digo adolescentes no sólo por la edad (que también) sino en el sentido estricto del término. ¡Les falta tanto, tanto, para ser!… Pero yo estaba (estoy) con Ricardo Hernández Bravo, y no quiero desviarme de nuestro asunto: hoy estamos aquí por él, con él. Y decía que lo vengo leyendo desde hace mucho. Pero, ya en mi primera aproximación a su poesía, hice mi primer descubrimiento: con apenas veintipocos años, nuestro poeta escribe: «Cada palabra un palo de ciego,/ un movimiento de labios/ tras el cristal./ Ahonda/ en la mirilla el ojo entornado». Eso escribe; y resulta que ahí está todo dicho (todo lo que es poesía, se entiende). Aunque él ya sabe, en ese mismo momento, que –a partir de ahí- todo está por hacer. De entonces, también, ese «muro de pintadas», ese «frente de mina (…) veta/ de ojos que se resiste al picador». No sé yo, pero estoy convencido de que sí, por lo que luego viene, si nuestro escritor era del todo consciente entonces de lo que acababa de dejar escrito: el serio compromiso que, de ese modo, contraía con el oficio de la palabra; que no es broma, por cierto, como ahora nos hacen creer. En los versos citados, los tres vértices que sustentan su poesía, desde entonces a hoy: el ojo entornado, el mundo que se contiene y sucede en la pared de piedra, la mano que se aventura a rozarlo… Porque parecería que Ricardo Hernández Bravo es un poeta intelectual, cuyo pensamiento se adensa mucho en sus poemas; pero no podría ser quien es sin la sabia sensualidad que agita estos poemas que son siempre cuerpos.

Como adelanté, en aquel principio, todo queda dicho; pero allí todo está también por hacer. Así que el poeta incorpora a continuación, con rara madurez, el deslumbramiento que la memoria presta (no los recuerdos, subrayo siempre) para la explosión y expansión de una voz que se hace escritura: ritmo -sístole, diástole- de esa vitalidad a la cual también me he referido. Ahí radica -lo he pensado tantas veces- la rareza, que es singularidad, de nuestro escritor: con un plan como el enunciado en aquel primer envite, no le queda otra al poeta que ponerse en camino; y veremos cómo lo demás le será dado por añadidura. Eso sí, nunca de balde. La poesía -dejó escrito Gonzalo Rojas- es herida. Y no se me ha ido de la cabeza tal afirmación: un buen lío, sí; como, no hace mucho, dije en otro lugar. De modo que los poetas que lo son de verdad, esos que no andan por los escaparates (Ricardo Hernández Bravo es uno de ellos), lo confirman. El amor es un lujo, escribía Jürgen Theobaldy, y nuestro Ricardo lo trae a colación cuando ya se decide a excavar pozos donde los ojos mendigan y cada día pierdo; mira entonces la hierba crecer por una grieta herida en donde «reverdece el descarne». Cristóbal Cáceres me habla de la pérdida del pudor de nuestro poeta, al volcar su intimidad en sus versos… Quizá sea eso, y yo ande perdido; pero si me preguntan qué caracteriza, en pocas palabras, la poesía de Ricardo Hernández Bravo no dudaría en señalar que es extremadamente pudorosa: un rigor extremo se manifiesta en ella; nunca he visto que haya en sus poemas una sola palabra de más (¿no rondan por ahí Ungaretti y Rafael Cadenas?). Todo el esfuerzo de nuestro poeta es para que siempre -en el poema- «vaya de menos». Ni excesos, ni sobrantes: lo dicho debe quedar temblando ante el lector, de modo que éste se reconozca en aquella misma incertidumbre de ser. No hace concesiones nuestro poeta: él es quien escribe, quien respira, allí (¿por qué se mantiene al habla, si no, con Rimbaud?).

Anelio, admirado amigo, me descubre el secreto siguiente, que tanto tiene que ver con lo que intento explicar: el poeta Ricardo Hernández Bravo recorre -dice- «caminos y barrancos en busca de troncos resecos por el sol (hallos o jallos) para hacer verdaderas esculturas». Empiezo, entonces, a atar cabos y a comprender tantas cosas: la tierra, espacio primordial del origen; pero materia creciente, también, de lo que regresa: eterna transformación y disolución. Pero no se trata de cosas que sucedan porque sí; y si yo tengo a Ricardo Hernández Bravo por uno de los poetas de lengua española que merecen particular consideración es porque no elude, en ningún momento, ni la complejidad del mundo ni la dificultad para decirla: cercado como tienen hoy al lenguaje la corrección y la comunicación (nos lo han arrebatado, lo han deshecho y pretenden dejarlo en nada), Ricardo Hernández Bravo siempre halla salidas -como con sus restos de naturaleza reseca- y no para hacer las cosas más fáciles, para debatir, a verso partido, con las carencias del ser; sin ir a tontas y a locas, por donde hoy pretende ir nuestra poesía (y se celebra que lo haga: semejante aberración), y para encontrar ese camino que lo lleve «desde la realidad a la Realidad» – que así dice, con Jaime Siles. Pues bien, en este acarreo -no muy diferente del de los resecos troncos- reside la clave de su escritura. Así de sencillo. Pero…, a ver cómo. Con este aprendizaje hecho, con la voz del poeta tan próxima a lo que entiendo una poesía de verdad (con Rilke, Ricardo comparte el inquietante mirar de la palabra), puedo leer al poeta en ésta su desembocadura, límite también que habrá de afrontar a partir de este libro que hoy nos reúne.

La piedra habitada (que publica con todo esmero Ediciones La Palma, en su serie Ministerio del Aire) anda en el telar del poeta nada menos que desde 1997. Nuestro escritor se ha pensado mucho este libro; y confiesa, apenas comienza, su voluntad de abrirse desde la piedra -principio, fundamento: palabra- a la medición, meditación del mundo (espacio de la existencia), desde una exigida y exigente contención sintáctica que es precisión semántica. Palabra dicha, y dada, en la cual se manifiesta «el clamor emergido, insondable,/ las voces regresadas a su voz/ más allá del umbral,/ en el aire entornado». Hay, en la tensión de esta escritura, un deseo de conocer cuanto desborda los límites, cuanto pone a las carencias naturales del ser en disposición de ser superadas; para pasar hasta un más allá, más adentro. ¿A qué luz? Un ejemplo muy revelador: «una madre celosa de su orden/ volvió al polvo la piedra,/ su exacta redondez, su cálida ternura,/ toda aquella belleza codiciada/ que sólo en el destiempo poseímos». Y una imagen que resume la tensión y la dimensión poéticas que la palabra propone: «camuflada en su herrumbre,/ tras el umbral que sólo el aire cruza,/ como un resto de orden,/ en el dintel, la llave». Atendamos al léxico, al cuidadoso trato que el poeta le dispensa; cosas que ya nada parecen importar en la escritura literaria habitual: atento al adjetivo necesario, no almidona la frase con el primero que le viene; mimo para los diminutivos y la distancia que establecen, cuando es imprescindible. Todo ello contribuye a detener el descascaramiento, el descarnamiento del lenguaje para que diga nada, como quieren quienes buscan despojarnos de él, que es lo que somos.
Ricardo Hernández Bravo, por el contrario, lo conjura con una sabiduría para mí tan natural: no hay retórica sino verdad; la palabra tiene tal plenitud porque el poeta sabe cómo arraigarla en el tiempo; no para contar lo que pasa, como se ha hecho malinterpretando a Machado; para cargarla de memoria, la verdadera dimensión del tiempo, vencedora del cómputo convencional: que decimos historia y creemos decir progreso.

Entrar en la memoria, circular hacia el principio, fondo u origen («piedra viva angular»: de nuevo, el adjetivo y su oportunidad), la apuesta poética por naturaleza.
Hoy se desdeña porque exige pensar; peor, por ese inconsciente infantilismo que se detiene en lo banal del juego (que ni el riesgo de éste considera); y más grave aún: que se tenga por imprescindible para educar (¿recuerda alguien el fracaso de Summer Hill?). Esa ejercitación de la palabra poética para alcanzar los principios no impide a Ricardo Hernández Bravo ir también hasta lo más próximo, y con dedicación de miniaturista («viejos caminitos de cemento», «tercos malpaíses del origen»): una mirada tan particular, tan iluminadora de conocimiento. Esta mirada, como aquella memoria, nacen de su resistencia ante la que se denominó poesía del silencio; dejan el poema abierto a la perplejidad de su hallazgo («eterna infancia de la piedra») y no queda atado al artificio de la apariencia, a la exquisitez de la expresión que sólo reivindicaban la mezquina presunción del sujeto que la decía. Sin perder la exigente contención que su poema requiere, nuestro autor amplía la mirada y establece la distancia precisa (¡qué difícil, y qué bien lo hace!) hasta dar con la palabra exacta que hace poema, y no otra cosa. Entonces, su escritura se despliega a partir de aquella concisión, coteja su brevedad primera con su desarrollo ulterior, en el cual se completa la lectura; y hasta podemos ver ambos poemas, uno frente a otro, recíprocamente reflejados en las páginas que los acogen: un diálogo implícito entre ambos. Bastará un ejemplo:

     Llama junto al camino
     la piedra a la quietud,
     invita a diferir la urgencia,
     a saborear un dulce aplazamiento:
     ese dejarse estar,
     acogerse a su pulso
     escindido del tiempo,
     avenirse en el margen
     antesala del último deslinde.

     __________

     Me demoro
     en la sed del camino.
     En sus vueltas
     se hace albergue el paisaje,
     serventía a los ojos,
     agua ofrecida.

Ni retórica, ya dije; ni patetismo: una total naturalidad en la caligrafía del poema; incluso cuando deben aflorar los sentimientos (aquí, con Daniel Faria, poeta en quien concordamos); algo que me parece importante porque dará sentido a la ecuación padre que es isla que es abuelo. Dimensiones del límite y tensión de orilla, en donde una verdadera escritura insular se halla ante su propio ser, ajena a tanta simpleza geográfica, a tanto reduccionismo timorato. Por supuesto, el paisaje en la poesía de Ricardo Hernández Bravo es más que reconocible, y no lo disimula; pero debo advertir que no se trata de una simple presencia pintoresca: es el vértigo de un espacio que es tiempo, en donde el individuo se halla entre el permanecer y la memoria que lo reclama para darle verdadero sentido. Sigo pensando lo mal que se ha leído -sólo se ha utilizado a conveniencia- la reflexión de Pedro García Cabrera acerca del hombre en función del paisaje. Voy a unos versos de Ricardo Hernández Bravo, para ver si puedo decirlo mejor: «no sé,/ quizá por ser aún fiel a su memoria,/ quizá/ por contener un poco mi derrumbe». Su escritura toda, una reflexión muy seria: nada del fácil recurso a la anécdota (aunque la haya; o precisamente porque la trae al poema de modo consciente). La de Hernández Bravo, una mirada poética de limpieza absoluta. No digo pureza, con toda intención. La vida es, de suyo, impura; tal ve y reconoce nuestro escritor, una vez y otra, en su contacto con ella, tan directo (tacto físico de las cosas) que las imágenes, deslumbradoras siempre, no ocultan el temblor que las mueve y hace que el poema respire, sea materia verbal desde el silencio previo hasta el que queda después de haber sido dicha.

Si hasta ahora he dicho yo lo que debía, habrá quedado claro que la escritura poética de Ricardo Hernández Bravo tiene un fundamento oral de primera importancia; algo sin lo cual no hay poesía que tenga verdad, que sea verdadera entrega del sujeto que en ella da su palabra. Puede quedar en un más o menos aseado artificio; pero por sus versos no correrá la sangre y savia de la memoria. Por ello, no es casualidad que Ricardo Hernández Bravo permita que la suya se refleje, por ejemplo, en la escritura de las endechas. La oralidad, como decía, determina el ritmo de los poemas: una forma particular de respiración de la palabra y de la frase, del verso y del poema. Hagan la prueba, sin no me creen: lean dejando que la voz suene… Lo sorprendente será, entonces, cómo ese ritmo oral es también visual y otorga a la expresión una densidad más que notable: «como quien anda su alma» -escribe nuestro poeta. Y, por si no bastara, la continuidad propia de esta escritura adquiere el modo del caminar humano, y hasta el movimiento cuidadoso -como insinué más arriba- del tacto y del latido consecuente que se recibe del ser primordial (origen) del mundo; que es adonde el poeta nos ha llevado con su palabra. Comprensible, en este sentido, el extraordinario paralelismo -por ser tan natural- entre el movimiento tan cauteloso del ser en su búsqueda -contacto vivo con el mundo- y la tensión en el desarrollo de la misma, que puede observarse en versos como estos: «Bajo mi planta,/ ora cantos gastados,/ amplias lajas pulidas,/ ora calzos salientes,/ duras lascas filudas, moledoras./ En el apoyo,/ la traza de otros pasos en la piedra,/ en su firmeza un leve encogimiento,/ minúsculo acolcharse bajo el peso».

¿Y qué con el poema que cierra el libro? Del cual, yo diría, nos avisa el propio escritor, a medida que nos aproximamos al final y nos habla de la «antesala del último deslinde»… Aquí debo -y ya concluyo; aunque no sé si es acabar, y nada más- hacerles partícipes de mi experiencia como lector, de la implicación que no he podido eludir… Yo me pongo a escribir, creyendo que estoy a salvo, pero nada más lejos de la realidad.
Cuando se leen poemas como estos, un libro tan serio como éste, con tan sólida unidad, les puedo asegurar que no sale uno indemne. Al menos, esto me ha pasado con La piedra habitada: cuando menos lo esperaba, y estoy tan ricamente en la apacible tardecita, con los viejos sentados a la fresca bajo un grueso eucalipto; cuando seguía pensando en el vigor de memoria que, como he contado, atraviesa todo este libro, me doy de bruces con el vértigo que aguarda al otro lado de la «orilla del camino» en que los viejos quedan. Son apenas tres versos, pero con la intensidad, con la inminencia de un hai-kú:

     Sobre las aguas
     del aljibe sin techo,
     sombra de nubes.

Y este lector se queda mirando, absorto en la hipnótica superficie honda, allí quieta; pero es llevado, sin que lo note casi, por las nubes que pasan. Aún no me he repuesto de la impresión; por eso la comparto con todos ustedes. Allí, quieto. Con la pena de no seguir; con la evidencia de tener que arreglármelas ya sin ayuda, por mi cuenta y riesgo, en un silencio que queda balbuciendo… Tal cual. ¿Y tengo la osadía de seguir hablando?

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Número 65

Notas de viaje a Ouro Preto / Jules Supervielle

Revista Malabia número 65

Notas de viaje a Ouro Preto / Jules Supervielle

(Revista Sur, Año I, Buenos Aires, verano 1931)

Sábado 12 de julio de 1930

Desde la alta terraza del hotel contemplo en mi torno las luces de la bahía de Río y las de la montaña próxima, todavía más atrayentes. No se sabe a qué pueden estar prendidas esas estrellas terrestres, en la noche que profundizan.

Pienso: «¿Por qué este viaje al interior? ¿No es acaso lo peculiar del Brasil el entregarse empezando por sus costas? Las montañas y su vegetación, todo lo que hace habitualmente el interior de un país, vienen aquí al encuentro del viajero, en plena mar, lo interpelan y lo reclaman».

Aun antes de desembarcar se oye cómo dice la tierra al mar: «Te doy estas montañas, las mejores que tengo, mira sus formas suntuosas y extraordinarias, mira sus palmeras». Y el océano, sobre las playas, asiente con ruidosas protestas de amistad.

Sin embargo mañana dejaré esta ciudad que conozco tan mal todavía (sería preciso un mes para darse una idea). Rumbo a Ouro Preto con mi amigo Gerardo Seguel, amigo de Neruda y de Díaz Casanueva, notables poetas chilenos los tres. El viaje, mantenido hasta hoy en estado de proyecto, va a tomar forma de vagón, de un vagón determinado, distinto de las gentes que nos enfrentan con sus cabezas rotundas.


Domingo 13

Estamos en el tren. Las curvas no escasean y la locomotora se ve, por la ventanilla, como una extraña que se olvidara totalmente de nosotros. El paisaje responde a todas nuestras preguntas repitiendo: «Palma, palmas, bananas, bananeros, muy agradables montañas». Se tiene una impresión tal de sueño, en estas primeras horas de viaje, que no parece sino que se pudiera meter el índice sin peligro entre las alas de un ventilador. Y, de pronto, nos asombramos al ver por la ventanilla que ya no quedan bosques. Entramos en el estado de Minas Geraes. Las muchachas de las estaciones se suceden tomadas de la cintura. Tengamos aún confianza en lo futuro y comencemos por olvidar ese horrible ruido del tren que no había advertido hasta ahora. Sueño con un tren que sólo tuviera la sonoridad de un velero.

Nos detenemos todavía en una estación. Una niña besa en el andén la mano de su padre. Está bien: aún queda respeto en el mundo.

Comienza a hacer calor, sopla un viento norte. Un vecino acusa a los Estados Unidos de enviarnos esa ola caliente. Otro ríe: «No es necesario ir a buscarla tan lejos».

A la derecha y a la izquierda aparecen adorables montículos. Me dicen que son nidos de termitas. Es decir, que yo habré visto, que yo también habré visto, esos nidos de termitas de que tanto había oído hablar.

Seguel me tiende un diario y me señala un artículo. Se dice ahí que el explorador inglés Adem, al llegar al poblado de una tribu de indígenas, quiso darles pruebas evidentes de sus buenas intenciones. Tomó entre sus manos los senos de la mujer del cacique y los acarició con suma deferencia. El cacique se adelantó entonces hacia la mujer del explorador e hizo lo propio.

Trabamos relación con un vecino.

– ¿Sabe usted cuál es el país latino más poblado? -me pregunta en francés, con muy buen acento.

Busco ingenuamente. Pienso en Francia, en Italia. No es, a pesar de todo, Rumania, y olvido al Brasil, que tiene cerca de 44 millones de habitantes. ¿Pero son todos latinos?

Alguna vez he oído a una negra pronunciar graciosas palabras en francés, con el aire de decir: «Yo también soy latina», y no costaba trabajo creérselo.

En las calles de Río, y en las estaciones de la línea de Minas Geraes, los pocos negros que se encuentran al pasar, entre muchos blancos, son lo bastante numerosos como para que se puedan tener en la calle impresiones sucesivas.

– Hola, parece que sucede algo por ahí.

Es como una prueba negativa, una ausencia que toma cuerpo poco a poco y se vuelve singularmente presente a medida que avanza. Un rostro blanco se entrega siempre de golpe. Desde lejos dice lo que tiene que decir. A mí me gusta ese mensaje diferido de los negros, esa manera de no estar en el primer encuentro y de dar sin embargo valor al paisaje que los rodea. No vaya a creerse que me burlo. Confieso que hay en mí un poco de romanticismo negro y se diría que tengo en las venas algunas pintas de sangre muy morena…

Negros, amo vuestras canciones y vuestros lamentos: nada refresca de un modo semejante. Estáis cerca de la fuente y nosotros podemos también mirarnos en ella.

Ese inmenso deseo de reconfortamiento que hay en vosotros, esa invitación al consuelo, y después, de pronto, esa manera de olvidar, de creer que no es nada, que nadie ha advertido vuestro color diferente. Observad la tarjeta de visita de un negro: el mismo rectángulo, la misma cartulina, los mismos caracteres, el nombre, la profesión y el domicilio, lo mismo que si se tratara de un blanco. Nada indica al ojo advertido…

¡Felices las tierras donde también hay negros! Ver sólo blancos, qué tristeza: todos esos semblantes amarillentos a fuerza de sol de medianoche. Me gustan los países donde los negros llevan consigo sus árboles de hojas frescas y sus calurosas montañas y esos frutos que no es necesario endulzar en los platos. Si el sol del Brasil es, por veces, demasiado pegajoso, vale en cambio a ese país una naturaleza singularmente propicia a todas las necesidades. Y el poeta Alfonso Reyes ha podido así decir, con todo el aire de lo que se afirma con sangre fría y de un modo racional, que en esta tierra los claveles brotan solos en el ojal de los smokings.

Gran cortesía del clima. Son tan benévolos los hombres con el turista como la densa fronda y la tibieza del aire. Se me decía que esta cortesía del habitante, comparable a la de los japoneses o los chinos, a la de la vieja Francia, proviene de la educación de un gran número de brasileños por los hermanos y hermanas de los colegios cristianos. Pero yo creería más bien en una inclinación natural de la raza, sensible aun en los incultos. (Acaso para reaccionar contra la gentileza excesiva, unos jóvenes han fundado en San Pablo cierta revista titulada: “Antropófagos”).

Los brasileños reservan casi siempre sus asperezas para ellos mismos. ¿No lo dice uno de sus proverbios? «El Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileros». Y es perfectamente injusto tal decir. ¿No han llegado acaso a hacer de su capital una ciudad maravillosa, perfectamente sana a fuerza de vigilancia? ¿Quién dirá las victorias logradas por los 10.000 hombres de la policía sanitaria contra el mosquito negro y contra el blanco, que produce la fiebre amarilla? ¿Existe en el mundo otra ciudad de gran sol, fuera de Río, donde se pueda leer en la cama sin mosquitero?

Llegamos de noche a Ouro Preto y ya, al atravesar la ciudad, poco alumbrada sin embargo, tengo la impresión de no haber hecho un viaje inútil. ¡Esas fachadas de las casas! ¡Y en medio de la sombra, aquella iglesia!

Después de dieciocho horas de ferrocarril pienso complacido en la perspectiva de pasar la noche en un lecho amplio; pero apenas acostado advierto que sólo algunas tablas de madera realizan, obedeciendo al espíritu del propietario, sin duda, las funciones de colchón. Es un típico lecho de Bahía. Me levanto para que me cambien de alcoba. Llego a la estancia que hace las veces de salón y trato de hacerme comprender ante tres personas que no saben lo que pretendo de ellas.

Al fin me indican el cuarto del mozo. A medio vestir, éste no opone dificultades para mudarme de pieza, aunque me previene: «La cama será mejor, pero el cuarto menos bueno». ¿Menos bueno? ¿Por qué dice menos bueno?

¡Ah!, el viaje está hecho también de esos detalles y de mil interrogaciones que tienen la misma importancia, al menos para el viajero, que los monumentos y los paisajes.

¿Quién hablará de vosotros, pierna sin atractivos de la dama de enfrente, en el compartimiento, que nos impide estirar las nuestras, siquiera sea débilmente; ventana que desearíamos abrir o cerrar si no fuera por no perturbar al vecino; fatiga de los museos donde se agotan pronto las reservas de admiración con que nos despertamos cada mañana; sueño que nos apresa frente a las obras maestras?


Lunes 14: Paseo por Ouro Preto

Feliz impresión de lo imprevisto. Arquitectura barroca en este grave país de montañas. Calles que suben, bordeadas de alegres casas coloridas, llenas de niños blancos o negros, casi desnudos. Ciudad de provincia con el encanto que supone cuando la provincia está muy lejos del mar y las montañas la alejan aún más. Suburbios que se van con un descuido acariciante hacia alguna iglesia colonial, adonde mueren silenciosamente. Calles difíciles de subir, pero donde los ojos tienen siempre, a la izquierda y a la derecha, su recompensa.

Tierra del primer ímpetu humano hacia el oro. Millares de esclavos murieron aquí exhaustos, y de todas esas miserias y de esas epidemias, de todo aquel sufrimiento, nacieron bellas iglesias con sus torres y sus fachadas y un gran escultor, gloria de su país y del arte barroco, Alejadinho. Se quiere erigir un monumento a este artista con motivo del bicentenario de su nacimiento, pero el dinero es difícil de encontrar («debido a la angustia de los tiempos», dice el presidente del Comité).

La ciudad donde trabajó no es ya una ciudad rica. Tristeza de los habitantes de un país adonde hubo minas de oro. Se ha hecho ahora el vacío en estas plazas y estas calles. Ciudad muerta para todo lo que sea circulación, pero no para sus casas, cuyas fachadas viven frescamente. Y también las iglesias, sin penumbra, tan magníficas y luminosas en el interior como por fuera.

Son las gentes de la calle las que parecen turbadas entre todas esas piedras parlantes con un aire tan suntuoso. Como Rothenburg en Alemania y Toledo en España, Ouro Preto no parece gobernado por sus actuales habitantes, sino por bellas y poderosas abstracciones, por personajes muertos en siglos pasados. Aquí, por ejemplo, es el propio Alejadinho a quien en vano han creído enterrar en la cripta de la Buena Muerte, en la iglesia de Antonio Díaz, cerca del primer altar, a la derecha del que entra. Y sin embargo sus biógrafos disputan por saber si murió de escorbuto o de viruela, de encefalitis letárgica o de lepra nerviosa.

Lo único seguro es que apenas podía tenerse sobre los pies roídos por la enfermedad y que los dedos de su mano se atrofiaban y encogían. De dolor llegó a arrancarse uno con sus útiles de escultor. Alejadinho, el mulato colérico, con sus párpados atrozmente inflamados, con su boca sin dientes que torcía la parálisis.

Mariana

Todavía las altas iglesias como en Ouro Preto, en medio de un paisaje más abierto; aquí las montañas no forman parte de la ciudad. Frente a nosotros tenemos una plaza infinitamente graciosa donde los árboles, con un fondo de casas, tienen el aire de ser más árboles que en cualquier otra parte.

Entramos en un café donde no pasa nada, donde ni siquiera beben los clientes. Se tiene una impresión vaga de que es domingo. Pero esa impresión no obedece a nada. No debe haber aquí diferencia entre los días de la semana: no deben éstos parecer sino un domingo diluido.

Paseamos por la ciudad. Gentes de a pie o sentadas se contemplan sin placer ni curiosidad. A veces nos miran también a nosotros, pero como si siempre hubiéramos estado aquí. Falta de iniciativa de los negros, como si su color bastara para todo. Es cierto que lo mismo podríamos decir, al pasar, de los blancos, de los mulatos. Uno de ellos (poco importa su color) se deja crecer el bigote. Es, visiblemente, su única ocupación. Otro se satisface con mostrar una corbata encarnada. Pasan dos mujeres llevando una carga de leña al hombro. Todo esto es tedioso. Y, sin embargo, ¡cuántas lindas casas hay en el país, pintadas de tonos claros! ¡Cómo atrae esta arquitectura, esos balcones alegres y vivos con el júbilo de las líneas curvas!

Lo mismo que en Ouro Preto parece que los habitantes de aquí, de esta hermosísima ciudad, fuesen extranjeros. Ninguna unión. ¿Es posible que en un país nuevo estén ya tan aplastados por la historia? ¿O no será más bien la geografía, quiero decir, el clima? Con todo, no se puede decir que haga mucho calor.


Martes 15: Samara

A mediodía llegamos a un hotelito que hay detrás de la estación. Una vista hermosa de la ribera limosa en un marco de montañas.

Después de almorzar salimos a ver las iglesias. También ha pasado por aquí Alejadinho. A pie por la ciudad calurosa. Nos acompañan niños semidesnudos. En estos días pesados las iglesias se encuentran más lejos que nunca unas de otras. Buscamos un automóvil. Vemos uno que no está libre, pero el “chauffeur” nos hace señas de que va a dejar a su cliente no lejos de allí y que volverá para cargarnos. Todo esto a 40 la hora.

Ahora nos pasea por calles tan difíciles de escalar como de bajar. Estamos ante una iglesia. Nos acompaña un bedel negro. El “chauffeur” nos sigue pues no tiene cosa mejor que hacer. Ante un púlpito de madera tallada preguntamos:

– ¿Y esto…? ¿Es de Alejadinho?

– Sí, es de Alejadinho -responde el bedel.

– ¿Y esto otro…?

– Sí, es de Alejadinho.

Si le creyéramos, todo es de Alejadinho. ¿Y este cuadro también? Pero nuestro “chauffeur” contradice al bedel. En realidad, sucede que éste, por ignorancia, carga todo a cuenta del gran escultor. Quizá sea también por temor a contrariarnos. Y porque, indudablemente, nosotros merecemos que todo sea de Alejadinho.

Al salir, el “chauffeur” nos pregunta si hemos visto tal o cual iglesia. Las acabamos de ver.

– Pues bueno -dice el “chauffeur” -entonces ya no falta nada por ver.

– Pero aún quedan 25 minutos de paseo para completar la hora.

(Silencio del “chauffeur”).

– Pues bien, dedúzcanos usted los 25 minutos.

(Cálculo escrupuloso del “chauffeur”, al que pagamos).

A vosotros que, en viaje, amáis la honradez, os recomiendo cierto “chauffeur” de Samara…

Volvemos al hotel donde habíamos almorzado. Las negras que nos sirvieron lavan el piso del comedor. No acaban nunca; se diría que quieren borrar su sombra, demasiado negra para su gusto. Y la restriegan sin desesperar.

Existen canciones silenciosas que el alma dice para sí. Estas mujeres cantan, evidentemente, el himno al piso bien limpio. No hay nada más limpio que el negro cuando se lo propone.

¿Dónde meternos, mientras lavan el comedor, los corredores? No nos queda sino irnos de nuevo afuera. Costeamos la vía férrea que sigue al río.

Tengo calor con mi traje de invierno, pero prosigo no obstante mi paseo, saboreando el recuerdo que me quedará para algún día y que no cesará de embellecerse. La fatiga y el calor, tomados de la mano, habrán quedado rezagados por los caminos del olvido. Y este río cuyo nombre ignoro continuará siempre corriendo en mi memoria al dejar las montañas de Minas Geraes.


Miércoles 16: Bello Horizonte

Me habían dicho: «Es una ciudad nueva»; y yo no reaccionaba con mucho entusiasmo. Al salir de Ouro Preto, de Mariana, de Samara, ¿cómo podía interesarme una ciudad de almacenes nuevos y palacios recién construidos? Pero me equivocaba. Hay mucho que ver aquí y constituye un impresionante espectáculo el oír crecer esta ciudad que no está trazada en damero sino erguida en puntas, desordenadamente, a modo de estrellas.

– No deje de ver las hortensias de Bello Horizonte -me habían dicho.

– ¿Dónde se pueden ver las hortensias? -preguntamos varias veces.

Vana búsqueda de esas flores que nadie conocía. Sin duda no era la estación. Pero he aquí otros árboles de soberbias flores rojas. Yo nunca las había visto iguales.

Un día encontraré su nombre en algún libro y no sabré que me he inclinado sobre ellas, largamente.

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Número 65

Poesía inédita / Liliana Lukin

Revista Malabia número 65

Poesía inédita / Liliana Lukin

La edad es la puerta de la belleza *

Yo voy, estuve, ví, decidí pensar y mi pensamiento hizo viajes, lejos no supe hablar, materia de mis ojos esparcida en círculos habló de mí, traída por el amor estoy otra vez donde la marea de imágenes me pertenece.

Itinerarios repetitivos, deslizamientos en un espacio tan conocido como la página del libro, cada árbol suelta sus jugos, sombras sobre los rostros, sombra menor sobre la entrada del camino a la casa, sobre la cama, la mesa, las sillas alrededor un manto de luz.

Nada semejante a estar viendo permite que el nudo sea un perfecto lazo, que la presencia sea el presente.
……
Lo perdido visto no como pérdida: en una nostalgia inminente se incrusta la conciencia de saber sobre unas vidas en lo distinto, admirables en su separación del universo de lo materno.
……
Así lo imagino: que siempre necesite mi amor, digo, así lo imagino: que siempre esté cuando la necesite, dice ella.
……
Y yo sólo puedo llegar y volver a llegar, y volver, en un trenzado de palabras que convoquen, como campanas en la llamada.

Octubre 2014/ Marzo 2015

________

* De Morir por pensar, Pascal Quignard



1

qué ajenidad anida en ella,
esa crecida de madre,
la gran otra, y no se puede ver?

ella mira, desde el oído anudado
que es ancla y es amor llamado
necesidad,

mira desde el diapasón y
permanece ciertamente abierta,
estupefacta a la luz,

con ojos libres cauteriza allí
el aire frío, el viento pequeño, más
pequeño que el viento de su parición.

En la gravidez, la ebria, grávida
certeza de estar, embarazada de ideas,
la miro ser un punto de emoción
en el mundo de las repeticiones:
crece la carne de sus pupilas
hacia el centro de una forma llamada
ver, y cuando pestañea, sus ojos,
cayendo sobre sí mismos, producen
un intervalo en el fluir de lo llamado tiempo

incandescencia es lo que hay,
y ser amamantada como vivir único,
plétiro de la gran forma del Origen:

Con todos los ojos ve la criatura
lo Abierto*. Mira y ve puntos,
el pixel de un futuro conocimiento

transmuta sonidos, hace de lo criado
en la cueva del sentido, luz corpórea,
qué ajenidad que todavía no se ve?

“mirlos, qué son los mirlos?
y el coral? Qué son esas
reverberaciones que adoro como
poseída, y trago y muerdo
con encías curvas, leche y sangre,
costras para devorar en una sola
ingesta infinita, que desea infinita
mi demonio, en el llanto
de la madre que no sacia?

citronella, qué será en la partitura
que cantan mis memorias todas una
anudadas en este verde furor de mamar?”

qué ajenidad anida en ella
que deberé escrutar,
ambicionando ser parte de
su voracidad, su arañe
con manitas prensiles de huesos
largos mi ser gastado y deseante?

y amarlos, dice, “qué son los marlos?”
y picaflor, qué será en el titilar
de su cambiante ajenidad?

Agosto 2015.



2

Prescribe en su estar la carencia
de luces: las ‘lucciole’ en la cueva
de las arboledas, en los alrededores
blandos de follaje bailan, “eh”, “aquí”,
“por aquí”, “hacia allí”,
la supervivencia
de las luciérnagas provoca su risa,
ella ríe al verlas, estupefacta, y
entiendo la forma brillante y móvil
de su aumentada
felicidad: una señal
en lo oscuro, entre las hojas,
una minúscula partícula
que se desplaza en el vacío y hace de él
hogar inmune al tiempo, las tormentas
del cielo, las lluvias que lavan
la memoria del agua.



3

Yo le traigo a ella
el presente continuo de mi
conciencia para entrar
en su magnífico universo,
que ella, la que señala
los pájaros en el cielo antes
de que nadie recuerde mirar
hacia arriba, más allá del árbol
más alto, domina
antes que el habla.

Le traigo algo de
lo vivido como prenda,
ofrenda, donación: desde mí,
un recreo de la mente para
reciclar impulsos, propósitos,
oscilaciones, y verlas encarnar
en un lugar que es todos los
lugares: creencia sin vencimiento
para armar frente a sus ojos
otra partida de dados que me vuelva
imposible de olvidar.



4

Ella dice esa es
mi abuela y abre
una sombra que estaba
cerrada, una sombra
de vivacidad incandescente,
precipitada en el camino
a casa entre perros y verdes
obstáculos que son, ahora,
la piedra basal de la melancolía:
estar en ese filo de amor,
en la para siempre pura carne
inscripta ya, ser ésa, ‘mi abuela’,
y ser des dicha que da a las horas
su país de algarabía,
el palacio de coral.



5

Las hojas de las plantas
se mueven como sus piececitos
y yo bailo al son de sus deseos.

Qué más, qué otra capacidad
que recordar y repetir los
bordados hechos en el tiempo?
Qué otra virtud
que hacer reír a la
criatura?



Coda

Fotos, rostros pequeños de lo que fuimos,
las branquias que se abren y cierran
mientras los cuerpos sedosos golpean en la arena,
el agua lejos, apenas pasando su lengua en una
línea al atardecer después
de la caída, gris y plata
acumulándose en más y más recreaciones:
nosotros, copiando en la arena niños,
(volver con la última ola, muertos pronto,
ahogados en su propia reconstrucción)
un dedo basta para señalar, reconocer en el borde
algas o la basura
que deja el mar al retirarse las fotos,
sueltos, sin redes, nosotros,
pronto boqueando, aletas
al aire con la marea baja
……
……
y lo que esa luz que resplandece
en los rostros
dice de haber estado, pero
nada más, muda mira, y calla.


Enero 2016

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Número 65

El borde de plata de la nube negra / Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti

Revista Malabia número 65
Entrevista de Onetti a Galeano

El borde de plata de la nube negra / Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti

Entrevista de Eduardo Galeano a Juan Carlos Onetti
(tras el Premio Cervantes a Onetti en 1980)

– Mirá que cantidad de telegramas. Mirá qué pila.

– Elegí uno, a ver.

– Este: “Onetti que no ni no. La Pocha y el Pibe”, desde Montevideo. Pero el más lindo, el más lindo lo escribí yo. Resulta que el ministro español de Justicia, Fernández Ordóñez, me mandó un telegrama de felicitación; y yo que lo veo pelear tanto por la ley del divorcio, le contesté con otro. Le puse: “Las felicitaciones son para usted, por su lucha a favor de la civilización”.

– ¿Cuál fue la reacción oficial ante el Premio?

– Aquí en España, todos…

– No, no. En Uruguay.

– Hasta ahora, y va para tres días, nada. La Academia uruguaya y la argentina habían propuesto para el premio a Octavio Paz. Supongo que no habrá sido muy satisfactorio para él.

– ¿Y esperás alguna reacción oficial?

– A mí, las autoridades uruguayas me han invitado a no volver nunca.

– Y la prensa, ¿publicó algo?

– Parece que sí. Me telefonearon desde Montevideo, uno o dos periodistas, a las cuatro de la mañana. Yo les dije: “Muchos saludos para mis amigos. A los que están ahí, a los que ya no están y a los fantasmas”.

– ¿A los fantasmas?

– Sí, a los asesinados. Si les digo asesinados, no publican. Yo no podía nombrar a Julio Castro, a Michelini… Pero les dije: “¡Qué bien que les fue con el plebiscito, eh!”.

– ¿Los diarios uruguayos pueden publicar tu nombre?

– Ahora, parece que sí, desde hace un tiempo. Creo que fue desde que me dieron el “Premio de la Crítica”, aquí en España. Hasta no hace mucho, los libreros no se animaban a poner mis libros en los escaparates y en los diarios yo estaba negado. Negado. Los chicos de “El Día”, que es el único diario donde se puede decir algo, ponían: “Como el autor de “La vida breve…”; y los tipos pensaban que era Manuel de Falla, y entonces pasaba…

– Eso ocurre a la mayoría de los uruguayos. Quien más, quien menos, todos prohibidos.

– Pero yo, ¿qué pecado cometí? Presidir un jurado de literatura y premiar un cuento que la dictadura consideró pornográfico. Por eso me tuvieron tres meses preso. Y al pobre autor, le dieron como cuatro años. Llegaron telegramas de todo el mundo. Hasta el “New York Times” mandó un telegrama. El jefe de policía preguntó: “¿Pero quién mierda es este Onetti?”.

– ¿Cómo aguantaste la cárcel?

– Al principio, muy mal. Me tuvieron ocho días incomunicado. Yo muchas veces elijo la soledad, vos sabés; me meto en el cuarto y que nadie me joda. Pero cuando te obligan, es diferente. Y tenés que pedir permiso para ir al baño… Fue Dolly que me salvó de la claustrofobia. Ella consiguió meter en la celda unas cuantas novelas policiales.

– Vos sos el famoso devorador de novelas policiales. Buenas o malas, pero policiales. ¿Por qué te gustan tanto?

– Me atrae una trama que se desarrolla y me despierta curiosidad sin exigirme participación. Yo estoy ajeno mientras leo, no tengo que ponerme del lado de nadie; pero estoy atrapado por la curiosidad. Quiero saber adónde va a parar todo eso, cuál será el desenlace…

– Preferís, entonces, las policiales de enigma y suspenso. El tigre en el aire…

– Las otras, las de puro balazo, me hartan. Las de la banda de Jackson contra la banda de Mulligan, me hartan.

– ¿Autores nuevos?

– No… Hay una decadencia del género policial. Se lo está tragando la ciencia-ficción.

– ¿Y las no policiales?

– Hace tiempo que no encuentro una novela no policial que me apasione. A falta de cosas nuevas, releo. Releo mucho. Hasta “Rebeca”, he releído. Hasta eso he llegado.

– ¿Cuáles son los novelistas a los que siempre volvés?

– Faulkner, Balzac, que no se parecen en nada. Cuando pesco un Henry James, gran admiración. Admiración no te digo. Cariño. “La lección del maestro”, te pongo por caso. Y Melville. El “Bartleby”, de Melville. “Preferiría no hacerlo…” ¿Te acordás? “Preferiría no hacerlo…” La traducción es de Borges. Y otros, no sé… Es un entrevero. Depende de lo que me cae en las manos.

– Y entre todos, ¿cuál?

– Faulkner, Faulkner. Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…

– ¿”Absalón, Absalón”?

– Sí. Es la más Faulkner de todas. “El sonido y la furia” tiene demasiado Joyce para mi gusto.

– ¿No ha sido bastante maltratado Faulkner en las traducciones? Aquí publicaron, hace poco, “Light in August”. Le pusieron, como en la edición argentina, “Luz de agosto”.

– Sí, y es “Light” en el sentido de dar a luz, de alumbramiento, no de luz. Sí. También “Intruso en el polvo” es, en realidad, “Intruso en la disputa”. Estoy hecho un león con el inglés.

– Hablemos de escritores en lengua castellana.

– Mirá, no jodas.

– No; no es para hacerte quedar mal con nadie. Contestame con clásicos, si querés.

– Y bueno, claro, Cervantes, Quevedo… Algunas cosas de Quevedo. Otras son muy gongorianas, aunque él era enemigo a muerte de Góngora. Y más cerca, te puedo nombrar a Valle Inclán, Baroja…

– ¿Poesía, leés?

– Muy poco. Solamente cuando siento que detrás del poema hay alguien que tiene algo nuevo que decir o sufrir. Si no, me aburro.

– De tus libros, ¿cuál querés más?

– “Los adioses”. Y en música, prefiero a Tchaicowski y Gardel. ¿Para qué preguntás lo que ya sabés? Hace como veinte años que lo sabés.

– Esta es una entrevista, Juan.

– Ah. ¿Vos también?

– ¿Y vos? ¿O ahora vas a abandonar el periodismo?

– Y… Ahora podría, ¿no? Con diez millones de pesetas… Pero sería desleal, me parece.

– ¿Qué vas a hacer con el dinero del premio?

– Yo quiero una casa con jardín. Me han dicho que los escritores laureados tenemos derecho.

– ¿Para tomar aire?

– Estás loco. Para quedarme adentro. Escribiendo. Yo he dedicado toda mi vida a escribir, sin esperar ninguna recompensa. En mí, es un vicio.

– ¿A partir de qué escribís? ¿Recuerdos, imágenes, melodías?

– O a partir de un recorte de un diario usado, o de un chisme, o de algo que escuché ayer. Soy muy chismoso, yo. Y cuando escribo, veo los escenarios, los personajes, las situaciones. Al escribir, o antes. Por ejemplo, “El astillero”. Esa novela yo la vi, una noche, en Buenos Aires, mientras caminaba por el pasillo de mi apartamento. En veinte o treinta pasos la vi, entera, de punta a punta. El astillero en ruinas, todo…

– Y el exilio, ¿no te ha potenciado la memoria como fuente de atmósfera y de imágenes?

– A mi edad, sabés, yo ya no me entrevero. Ahora soy marido fiel. Por eso me refugio más en la memoria y le pido que me devuelva experiencias. La confusión de habitaciones en “Dejemos hablar al viento”, ¿te acordás?, viene de algo que me ocurrió, casi igualito. Y la memoria influye mucho en el novelón que ahora estoy escribiendo. Serán cien historias. Cien pantallazos. Por qué cien, exactamente cien, se sabrá en la última página.

– ¿Por el “Decamerón”?

-Nada que ver. Aguantate.

– ¿Y el sueño? ¿Soñás imágenes o situaciones que después escribís?

– “Un sueño realizado”. Soñé el final de ese cuento. Ella estaba sentada, tomando cerveza. Pasaba un automóvil y ella caía muerta. Pero en general, olvido los sueños no bien me despierto. Sé que he soñado algo que vale la pena y paf, lo olvido.

– A mí me pasa lo mismo. Se me escapan los sueños. Tengo envidia de Helena, que sueña cosas maravillosas y las recuerda enteras. En ella, es una forma de creación. La otra noche soñó que iba al mercado de sueños, a elegir sueños hermosos, y recorría los puestos de sueños, buscando aromas, colores…

– ¡Te jodiste! Ya te lo robé. Lo escribo mañana. Tomá. Tomate un vinito. Lo merecés.

– Gracias.

– No hay de qué.

– Otra pregunta. ¿Para quién escribís?

– Para mí. Para Onetti, que es mi mejor amigo.

– ¿Estás seguro?

– O para mis personajes. También para ellos.

– ¿Y para los lectores? Si escribieras para vos, no publicarías.

– Bueno, yo sé que hay alguien que me va a leer y va a entender las tristezas que escribo.

– Entonces…

– Pero yo escribo para mí, por el placer que siento.

– Al sentir placer, lo das. Lo trasmitís. Comunicás cosas.

– Lo doy o no lo doy. Yo qué sé. Sin voluntad de hacerlo. Sucede, simplemente. Una vez, una mujer me mandó una carta. Me dijo que quería suicidarse y que había leído “El astillero” y que “El astillero” le había levantado el ánimo. No pude entenderlo. Es increíble. Nena, dame una aspirina.

– ¿Qué te pasa?

– Estoy mareado.

– Las entrevistas. Muchas entrevistas.

– No, si yo aguanto.

– Será el vino.

– ¿Qué tenés contra el Cuné? Son los cigarrillos, me parece. Me despierto con un cigarrillo en los dedos.

– Y no caminás. Eso te pasa por vivir acostado.

– Si camino es peor. Ya probé. Una vez.

– ¿Te gustaría volver al Uruguay?

– ¿Cuándo?

– Cuando se pueda. Cuando cambien las cosas. Parece que están empezando a cambiar.

– ¿Por el plebiscito, decís? Sí, sí… Cómo se ensartaron, ¿eh? Pero el país donde yo nací, no existe más. La ciudad donde yo me enamoré a los quince años, no existe más. Esa ya no es mi Montevideo. Pasarán muchos años… Yo estoy viejo. Las cosas cambiarán, porque la dictadura ha fracasado. Pero la esperanza de ese cambio no me sirve. El borde de plata de la nube negra… Me gustaría… ¿Sabés qué?

– ¿Qué?

– No sé; estaba pensando…

– Sí.

– La muerte. La muerte es una cosa que me indigna.