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Número 70

El particularismo español / Abelardo Ramos

Revista Malabia número 70

El particularismo español / Abelardo Ramos

1 Orígenes del particularismo español

La historia de España comprende dos grandes momentos. Uno de ellos es el feroz combate, que se prolonga durante siete siglos, contra la civilización árabe, incrustada en el territorio de la antigua Híspania romana. El otro, es el descubrimiento y colonización de América.

La caída de Granada, último bastión musulmán en suelo español, corona la soberanía territorial de las Españas. En 1492 queda eliminado el poder político de los árabes. En ese mismo año sorprendente, tan solo nueve meses más tarde, el Almirante de la Mar Océano incorpora América a la geografía mundial. Estos dos grandes acontecimientos se producen bajo el reinado de Isabel y Fernando, los insignes monarcas de Castilla y Aragón.

La pareja real encarna la hora más decisiva de la historia hispánica. De tal suerte, la ansiada unidad política de España, que apenas era un díscolo puñado de reyecías y baronías, había costado la sangre de generaciones sin cuento. La constitución del Estado Nacional, aún débil y aquejado de toda suerte de flaquezas, se había alcanzado, al fin, como fruto de una guerra de religión. La plena soberanía española se impuso bajo el signo de la cruz. Esa poderosa inspiración forjó un ideal heroico, que perduró como rasgo psicológico de los españoles a través de las edades, cuando ya todos los héroes habían desaparecido. Tal grandioso objetivo, la unión de los reinos con la fe, requirió un inmenso esfuerzo. Lo dicho permite explicar las causas que transformaron a España en una sociedad militar, capaz de velar y emplear sus armas durante setecientos años. Esa interminable guerra nacional y religiosa, dejaría huellas profundas en la sociedad, en sus particularidades regionales, en sus lenguas y en su estilo de vida. La historia de España, de alguna manera, nace en dicha cruzada y se impregna hasta la médula de esta agotadora prueba. Bajo la luz cruel de tal historia, nació la raza de hierro que descubrió, conquistó y colonizó las Indias, así llamadas por Colón bajo la influencia arcaica de los mapas de Ptolomeo.

El matrimonio de Isabel y Fernando constituía, a su vez, un paso más hacia la unidad nacional: Castilla y Aragón, por los azares dinásticos, constituían una diarquía, que reunía en la pareja real a reinos hasta entonces separados. Con los Reyes Católicos la monarquía feudal esbozó su voluntad de marchar hacia una monarquía absoluta. En otras palabras, a establecer la preeminencia de la monarquía sobre la insularidad feudal de la nobleza, opuesta a la constitución de la Nación. Estos particularismos y esta nobleza hundían sus raíces en la cruzada contra los moros. De esas luchas España había heredado un encarnizado individualismo. Ahí medraba un sistema de fueros que cada ciudad o reino defendía celosamente, tanto frente a la nobleza de espada como ante las tentativas reales de sujetar a los pequeños reinos a un poder centralizado.

Los reinados y baronías que componían la España del siglo XV se habían ido creando en la Reconquista contra los musulmanes sobre cada pedazo de tierra conquistada. Aquellos fragmentos étnicos que en el curso de los siglos llegarían a constituirse en el pueblo español, libraron con los moros una guerra de inigualable crueldad donde el derecho a la tierra y la fe jugaron el papel principal. El historiador Oliveira Martins escribe: «El movimiento de la Reconquista había empezado en Asturias de un modo cabalmente bárbaro; fue un retroceso a la vida primitiva. Las partidas de Pelayo no constituían un ejército ni se reunían en una corte; eran una horda, y he aquí como un cronista árabe describe al Rómulo español y a sus compañeros: ‘Viven como fieras, nunca se lavan ni cambian de ropa, que conservan hasta que de puro vieja se les cae apedazas’. La impresión que producirían a los árabes estos feroces y bárbaros campeones, sería análoga a la que sufrieron, sin duda, los galo-romanos refinados al ver a los salvajes compañeros de Atila».

Pero ya en los siglos X y XI, se incorporarán a la lucha elementos de civilización cristianas, nuevas técnicas de guerra y quedarán esbozados rasgos de clases sociales más definidas y el ideal heroico. Esa lucha secular adquiere o parece adquirir un sentido. Se entiende entonces el Poema del Cid y al Cid mismo, que prolongará por siglos en el alma española la visión caballeresca de la vida. El Quijote será su reencarnación tardía y burlesca.

Cada una de las reyecías católicas estaba separada de las demás: se erigían sobre los más diversos accidentes y relieves geográficos. La disgregación del latín medieval, entretanto, y el aislamiento de los pueblos cristianos, facilitó la creación de lenguas y dialectos regionales como el castellano, el portugués, el catalán y el gallego, que permanecieron individualizados hasta hoy, pese a la lenta y progresiva influencia de la lengua castellana. El triunfo general de esta última, traducía en la esfera idiomática la hegemonía de la monarquía castellana sobre las restantes, que, por lo demás, no retrocedían sin luchar. Así se formaron durante siglos, leyes y costumbres populares, al tiempo que un estilo militar de existencia, donde la nobleza adquirió privilegios nacidos de su papel en las guerras. Estas prerrogativas marcaron toda la historia posterior. El poder real se vio constantemente limitado por la resistencia armada de los dominios señoriales. «España se encontró en la época de la resurrección europea -escribe Marx-, con que prevalecían costumbres de los godos y vándalos en el norte y de los árabes en el sur».

Al mosaico racial y cultural de España, debía agregarse la presencia de los judíos. Poderoso grupo étnico-religioso, este pueblo-clase, según la definición de Abraham León, era actor dominante en la ciudad medieval, donde florecía el capital comercial. Análogamente, los árabes constituían la porción más laboriosa y técnicamente eficaz de su economía agrícola. Esa «aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a la cabeza», encontró la primera posibilidad de marchar hacia una unidad nacional gracias al poder central que comienzan a encarnar los Reyes Católicos. La misma monarquía expresaba claramente el precario carácter de esa unidad: mientras que en la Castilla de Isabel predominaban los intereses señoriales, en el Aragón y Cataluña de Fernando prosperaba la burguesía de los puertos marítimos, vinculados al comercio con Europa y Oriente. Así, en su propio seno, la monarquía que buscaba la organización de una sola nación, asumía simbólicamente un carácter bifronte. Las dos Españas se enlazaban y disputaban con Isabel y Fernando.

2 La nobleza enfrenta a la monarquía nacional

La oposición de la nobleza castellana a la unidad se había manifestado de manera inequívoca al difundirse la noticia de que la heredera del trono de Castilla, Isabel, contraería enlace con Fernando, heredero del trono de Aragón. La furia de Enrique el Impotente, rey castellano y hermano de Isabel, no tuvo límites. Los cortesanos, expertos intrigantes de Corte, sugieren al oído del Rey la idea de aprisionar a Isabel. Al mismo tiempo, la infanta demostraría su inteligencia política, luego proverbial, al decidirse, entre todos los pretendientes, por la persona de Fernando. Así podrían unirse las dos Coronas, incluida la poderosa Cataluña, asegurando, quizás de modo decisivo, la unidad de las Españas.

La conspiración de los feudales se puso en marcha; había que actuar rápidamente. Ante el peligro inminente que las tropas de su hermano el Rey pudieran aprisionar a Isabel, el Arzobispo Alonso Carrillo de Acuña, consejero de la infanta, rescata a la futura Reina de su Castillo de Madrigal de las Altas Torres. Protegida por 300 lanzas, Isabel huye de su castillo, escoltada hasta Valladolid. Desde allí, el Arzobispo convoca urgentemente a Fernando de Aragón. Es preciso celebrar la boda de inmediato. Los peligros que acechan a los futuros contrayentes son enormes. La levantisca nobleza se opone a todo poder centralizado que pueda recortar sus privilegios. Los Grandes de España, en su aturdida soberbia, y por el goce del verdadero poder alcanzado, consideraban al Rey, antes de Isabel y Fernando, «primum inter pares«. Hasta el rey de Francia, Luis XI, observaba con alarma el futuro gran poder español que podría nacer de la unión de Castilla y Aragón. Por cierto que, a su vez, poderosos intereses aragoneses trabajaban dentro de la nobleza castellana en favor del matrimonio, o sea de la unión de ambas coronas. Escribe Elliott: «Parece ser también que poderosas familias judías de Castilla y Aragón deseaban consolidar la vacilante posición de la judería castellana y trabajaban por el matrimonio de Isabel con un Príncipe que había heredado sangre judía a través de su madre».

El matrimonio, dictado por razones de Estado, adquiere, por imperio de las circunstancias, un sesgo romántico: disfrazado de arriero, el Príncipe Fernando avanza lentamente por la meseta castellana, conduciendo las muías que ocultan las insignias de su rango, mezclado a una caravana de comerciantes. Viajan de noche, por caminos poco transitados. Al llegar a las murallas del burgo de Osma, «no es reconocido y por poco lo matan si no se da a conocer».

Los novios no se habían visto nunca. Isabel sólo contaba 18 años; Fernando tenía uno menos. Parece que la muy juvenil infanta, y ya mujer de Estado, experimentó un flechazo al contemplar por primera vez a Fernando.

El matrimonio, tan azaroso, y tan rodeado de acechanzas y confusas pasiones, seguramente no sólo de pasiones políticas, se celebró el 18 de octubre de 1469, bendecido por el Arzobispo de Toledo. El pueblo de Valladolid bailó en las calles durante una semana. Amor a primera vista aparte, la naturaleza política de esta unión conyugal resulta evidente. Fernando de Aragón acepta sin chistar las condiciones del contrato matrimonial que le impone el círculo castellano de Isabel. Como la perspectiva de llegar al trono no era dudosa, escribe un historiador: «Fernando se comprometía a respetar las leyes y costumbres de Castilla, a residir con la infanta y a no abandonarla sin su consentimiento y a no hacer nombramientos militares o civiles sin contar con su aprobación. Igualmente dejaba en manos de la infanta los nombramientos de beneficios eclesiásticos y se comprometía a no enajenar las propiedades de la Corona, todo lo cual aludía directamente a la futura situación y jerarquía de Isabel de Castilla».

Asimismo, Fernando juró continuar la Cruzada contra los moros. Consintió, por añadidura, en que si Isabel sucediera a su hermano Enrique IV el Impotente en el reino, «Don Fernando ostentaría el título de Rey como una cortesía de su esposa».

Muy otras cortesías debería brindar la gran Isabel a su marido. Ya monarca, Fernando de Aragón despertaría frecuentes celos de la Reina por sus irresistibles galanteos a no pocas damas de la Corte. A lo largo del reinado de la célebre pareja, tales galanteos tuvieron felices consecuencias. Isabel la Católica hacía introducir en un convento, en el mayor de los secretos, a las nacidas fuera del lecho real cuando eran niñas. En cuanto a un hijo natural, Don Alfonso, habido con Doña Aldonza Iborra de Alamán, resuelta dama que solía acompañar en público al Príncipe Fernando vestida de hombre, el más tarde Rey (y amoroso padre) lo designó Arzobispo de Zaragoza a la tierna edad de 10 años.

Dejando de lado tales intimidades conyugales, conviene echar una mirada al estado político de los reinos españoles al día siguiente de la resonante boda. Isabel había desdeñado al Rey de Portugal, Alfonso V, el monarca portugués, un viudo otoñal, incomparable con el seductor adolescente aragonés. Rechazado por la infanta, Alfonso V volvió sus ojos hacia Juana, hija del rey Enrique el Impotente. La opinión pública, siempre piadosa, ponía en duda la paternidad del rey, cuya discutida virilidad clamaba al cielo. Por esa causa, se llamaba a la Princesa Juana, la Beltraneja, apellido de un atractivo cortesano, Beltrán de la Cueva, privado del rey. La pasión dinástica en la disputa sucesoria inventó otro apodo para la Beltraneja: algunos se referían a ella como «la hija de la Reina«.

La posibilidad de un matrimonio entre ambos, permitió establecer una alianza entre Portugal y el partido de la hija del Rey Enrique IV. El fallecimiento de este último, el 11 de diciembre de 1474, desencadenó una guerra civil. Isabel se proclamó reina de Castilla y la Beltraneja, por su lado, hizo lo propio algunos meses después. Con la ayuda de los Grandes de Castilla y las tropas portuguesas, Juana reclamó el trono castellano. Se hizo inevitable un enfrentamiento armado. En esa ocasión Fernando recibió un apoyo capital de los expertos militares de Cataluña. El partido de la nobleza castellana, en definitiva, resultó vencido.

Al fallecer, en ese mismo año de 1479, Juan II, rey de Aragón, Fernando ciñe la corona de su padre. Y de este modo, Isabel y Fernando unen, al fin, los dos grandes reinos, lo que no era poca cosa en la marcha hacia la unidad nacional de las Españas. Ahora bien, ¿quién era y cómo era Isabel la Católica?

Hernando del Pulgar, un intelectual converso o «marrano», secretario real y diplomático, autor del libro Claros varones de Castilla, recordó a la joven reina en estos términos: «Amaba mucho al Rey su marido e celábale fuera de toda medida… Era mujer muy aguda y discreta… hablaba muy bien y era de tan excelente ingenio, que en común de tantos e tan arduos negocios como tenía en la gobernación de sus Reynos, se dio el trabajo de aprender las letras latinas, e alcanzó en tiempo de un año saber en ellas tanto que entendía cualquier habla e escritura latina». Contaba la Reina en su biblioteca privada con 250 volúmenes, cantidad muy considerable para cualquier época. No sólo leía los libros de santos, o las obras de San Agustín, así como los textos bíblicos, sino que en su biblioteca se encontraban obras de historia y libros de derecho civil y eclesiástico. Un ejemplo notable son las Partidas -una especie de enciclopedia jurídica del siglo XIII que inspiró Alfonso X de Castilla. Si curioso resulta encontrar en la biblioteca personal de Isabel los grandes autores antiguos, como Tito Livio, Plutarco y Virgilio, todavía más sugerente y punzante aparece el atrevido y-sensual Renacimiento con la presencia de un libro de Bocaccio. El ruborizado biógrafo de la Reina Católica omite informarnos sobre su título. Isabel también pudo deleitarse con el Arcipreste de Hita -Juan Ruiz-, cuyos osados poemas amorosos corren parejos con su acida crítica a las costumbres de la época. En fin, recorrer el catálogo, en el que no faltan tratados de medicina y hasta de astrología, permite asomarse a la cultura intelectual y artística de esta mujer singular que España dio al mundo en la hora de su unidad nacional.

La gran Reina había nacido en 1451, casi con la invención de la imprenta. A Isabel se debe, precisamente, la incorporación a España de numerosos talleres de impresión, algunos de gran calidad tipográfica, como los importados del centro de Europa y de Venecia, destinados significativamente a imprimir las Partidas. Fue la Mecenas de su tiempo, protectora de humanistas como el siciliano Marineo Sículo, traído a España en 1484, y de Pedro Mártir de Anglería, natural de Milán, llegado a Castilla en 1487. Sacerdote mundano, humanista y letrado favorito de la corte vaticana, Anglería será el apuntador vivaz y curioso de todas las maravillosas novedades que los navegantes, aventureros y exploradores de América traen a la corte. Es el primer historiador del descubrimiento y creador de la feliz expresión del «Orbe Novo«. Designado cronista de Indias por la Reina, redacta las Décadas del Nuevo Mundo, en las que describe las «cosas nuevas” de América. En una carta al Conde de Borromeo, escrita el 14 de mayo de 1493 desde Barcelona, comenta a su amigo, como de paso, lo siguiente: «Ha vuelto de las antípodas occidentales cierto Cristóbal Colón, de la Liguria, que apenas consiguió de mis reyes tres naves para ese viaje, porque juzgaban fabulosas las cosas que decía. Ha regresado trayendo muestras de muchas cosas preciosas, pero principalmente oro, que crían naturalmente aquellas regiones».

El sibarítico prelado (el Pontífice, devotísimo lector de sus frecuentes cartas con novedades de Indias, lo designa Abad de Jamaica, isla paradisíaca que no visitará jamás) siempre se cuida de estar cerca del poder. Así, asiste a la toma de Granada y frecuenta a Cristóbal Colón. Con total desenvoltura y naturalidad, despojada de énfasis, narra las curiosidades de las gentes, la flora y la fauna de Indias, recogidas de primera fuente, que despertarán la estupefacción de toda Europa.

Pues bien, es en ese año simbólico de 1492, que el gran humanista Elio Antonio de Nebrija publica su Gramática castellana. La ofrece a Isabel la Católica como una demostración de que la lengua es el Imperio. Interrogado por la Reina respecto a la utilidad práctica de una gramática castellana, Nebrija le responde: «Después que Vuestra Alteza metiese debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas, e con el vencimiento aquellos tenían necesidad de recibir las leyes quel vencedor pone al vencido, e con ellas nuestra lengua; entonces por está mi Arte podrían venir en el conocimiento della, como agora nosotros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín». En suma, lengua e Imperio.

A fin de que el lector perciba la gravitación castellana en la inminente aventura americana, se tendrá en cuenta que Castilla abrazaba los dos tercios del territorio total de la Península Ibérica, o sea unos 350.000 kilómetros cuadrados. Contaba con una población calculada en 7 millones de habitantes. Después de 1492, incluyendo a Granada, ejercía su soberanía sobre León, Galicia, Asturias, el País Vasco, Extremadura y Murcia, además de los reinos de Sevilla, y Jaén. Por su parte, el reino de Aragón contaba con 110.000 kilómetros cuadrados, incluida Mallorca, con alrededor de 1 millón de habitantes. Quedaban fuera de la unión, Navarra (que será incorporada por Fernando después de la muerte de Isabel) con 10.000 kilómetros cuadrados y, finalmente, Portugal, con unos 90.000 kilómetros cuadrados.

Resultaba abrumadora la preponderancia de Castilla respecto a los otros reinos y baronías españolas. Esto explica el papel de Isabel en la pareja real, por lo menos al principio, y luego, el rol decisivo de los castellanos en el descubrimiento y conquista de América.

Aunque unidos en las personas de sus monarcas, en ambos reinos permanecían inalterables las instituciones administrativas, los fueros y las clases sociales. Ni los esfuerzos enérgicos de Isabel podían barrer con las costumbres y prerrogativas heredadas de la España medieval. En Castilla, aunque en voz baja, Fernando era llamado «el catalanote». Y lo era, sin duda, como lo atestigua su biblioteca personal y la formación recibida en sus años mozos. Pues Cataluña, con sus judíos, cartógrafos, burgueses, humanistas y artesanos, era la provincia capitalista por excelencia en la tradición española, el núcleo social dinámico de la Península.

Vencida la resistencia nobiliaria por el nuevo poder monárquico, todo parecía indicar que los castillos destruidos, las tierras señoriales confiscadas y la creación de un ejército nacional, iniciarían triunfalmente el período absolutista, cuya misión histórica debía poner término a la resistencia feudal. Isabel plena de juventud y resolución ardiente, estableció la autoridad de la Corona sobre las órdenes militares-religiosas. Herencia de la Edad Media, constituían un poderoso bastión político y económico de la nobleza castellana. Entre ellas se destacaba la Orden de Santiago, que mantenía bajo su control hasta un millón de vasallos. Prácticamente se había erigido como un Estado dentro del Estado.

Cuando la Orden, en manos de unos pocos grandes señores, se disponía a elegir en 1476 el reemplazante del gran maestre, con motivo del fallecimiento del anterior titular, llegó la noticia a Valladolid: «Isabel, con su audacia característica, tomó un caballo y salió hacia el convento de Uclés, donde los dignatarios de la Orden se disponían a elegir un sucesor. Después de tres días de duro galopar, llegó al convento justo a tiempo de ordenar que los preparativos fuesen suspendidos y que el cargo fuese concedido a su marido».

Empleó la misma energía para terminar con otras órdenes, tan arrogantes como vetustas, las de Calatrava y Alcántara, por ejemplo. Las Ordenes militares tenían detrás de sí, en la agotadora guerra de Reconquista contra la ocupación musulmana, un grande y heroico pasado, pero como siempre ocurre en la gran aventura humana, los antiguos héroes se habían vuelto anacrónicos.

Cabe añadir que al terminar la guerra de Sucesión, bien afirmada la pareja real en el trono, se imponía establecer el orden en toda España, asolada por el bandidaje más feroz. Los caminos y la seguridad de las aldeas se habían convertido en el dominio de bandas de incontrolables forajidos, entre los que figuraban no pocos hijosdalgos. De hecho, los malhechores habían establecido una anarquía agobiante y sembrado una intranquilidad general. Los Reyes Católicos tampoco vacilaron en este caso. La Corona organizó una vieja institución, ya olvidada: las Hermandades, milicias encargadas del orden público. Se llamó La Santa Hermandad. Financiada por las ciudades, derogó de hecho el antiguo privilegio de la nobleza de que los guardias del Rey no podían ejercer justicia ni penetrar en los dominios señoriales. La Santa Hermandad actuó directamente contra los nobles pendencieros y espadachines múltiples que alborotaban con sus reyertas ciudades y aldeas. Tales incidentes sangrientos, frecuentemente motivados por cuestiones de procedencia o por la investigación puntillosa del honor recíproco, para no hablar de las frecuentes rebeldías nobiliarias contra el poder central, habían desencadenado la proliferación del bandidaje general en todo el Reino.

Isabel actuó directamente con la fuerza así creada. Las normas fueron de dureza ejemplar. Así, por ejemplo, el robo de 500 a 5.000 maravedíes era castigado con la amputación de un pie. Otros delitos, con la pérdida de la nariz o de una mano. Los casos más graves, con la confiscación de bienes o la pena de muerte. Los pueblos de España respiraron con alivio: apreciaron en su valor la acción de una Reina que ponía en su sitio a los arrogantes matamoros y a su secuela de bandidos. En el orden de la política económica y ante la inquietud y disgusto de la parásita nobleza militar, Isabel y Fernando protegen desde 1484 a la industria manufacturera. No vacilan en otorgar facilidades a obreros italianos y flamencos. Además, los eximen de impuestos durante diez años, para estimular su radicación en España para que apliquen en ella sus artes mecánicas. Y tradicionales industrias españolas son revividas: las armas de Toledo, las papelerías y sedas de Jaén y los cueros de Córdoba, conocen una época de prosperidad. Durante dos años se prohíbe la importación de paños en el reino de Murcia y los hilados de seda napolitanos en el reino de Granada. En Barcelona recobran su impulso las industrias, en Zaragoza trabajan 16.000 telares. En Ocaña florecen las jabonerías y sus célebres guanterías. Andalucía era una huerta espléndida, creación exclusiva de los árabes, que con su laboriosidad e ingenio, habían establecido un notable sistema de riego. La pragmática de 1496 tendiente a unificar en todo el reino las pesas y medidas, en un país donde el ocio era dignificado y el trabajo envilecía, muestra bien a las claras la tendencia de los Reyes Católicos a transformar la España medieval y someter a los nobles ociosos.

3 El vuelco de la historia: 1492

Pocas veces la infatigable Clío resultó tan fecunda en prodigar acontecimientos asombrosos como en ese gran año de 1492. Enumeremos los hechos: en dicho año cae la Granada musulmana y se concluye la Reconquista española del suelo peninsular; se expulsa a la minoría judía; el humanista Antonio de Nebrija publica su «Gramática Castellana«, y la presenta a la Reina Isabel, y se descubren las tierras del Nuevo Mundo.

Conviene, a los fines del relato, describir la primera escena que tiene lugar en Granada. España es, en ese año, el teatro central de la historia del mundo. Entre las aclamaciones de una colorida multitud, rodeados de banderas y estandartes, estremecido el aire por chispeantes clarines, avanzaron a caballo, por sus calles, la bellísima y clara ciudad morisca, los juveniles Reyes de España. Era el 5 de enero de 1492. Las espléndidas mezquitas del Islam se elevaban en el horizonte como marco oriental de la victoriosa cristiandad. El propio Rey moro, Boabdil, debilitado por reyertas familiares, que facilitaron al hábil Rey Fernando las negociaciones preliminares de la rendición, entregó las llaves de la Alhambra a los Reyes Católicos. Momentos después, las insignias españolas, la Cruz y el estandarte real, subían a las altas torres de Granada. Con ese acto, concluía la guerra de Reconquista. La invasión árabe de la península, iniciada hacía siete siglos, había concluido. Pocas semanas más tarde, el 3 de marzo de 1492, los reyes católicos firmaban un decreto de expulsión de los judíos. El decreto se hizo público el 29 de abril del mismo año. Su texto era muy claro. Se otorgaba un plazo de cuatro meses a los devotos de la fe mosaica para abrazar la fe católica o para «vender su hacienda y salir para siempre del territorio español, bajo pena de confiscación de sus bienes«.

Después de la disolución del Imperio romano, los judíos llegaron a España y se consagraron a la artesanía, al comercio y a las finanzas. Al parecer, gozaron de la tolerancia de los reyes visigodos y se convirtieron en banqueros de los sucesivos dueños del poder peninsular. A pesar de la protección de los príncipes y monarcas, siempre necesitados de préstamos, los judíos despertaron el odio popular por la actividad de no pocos de ellos como recaudadores de impuestos, «agentes fiscales de la nobleza» o prestamistas. Aunque su papel económico en España era muy considerable, no lo era menos en la esfera del arte y de la ciencia, así como, particularmente, en la práctica de la medicina. No debe olvidarse que las leyes medievales establecían la prohibición de los matrimonios mixtos. Asimismo, las Partidas negaban a los judíos «yacer con cristianas ni tener siervos bautizados«. En la práctica, no obstante, muchos judíos se habían convertido al cristianismo, y hasta se habían integrado a la sociedad española como eclesiásticos, miembros de la aristocracia cortesana o administradores del Reino. Más aún, habían contraído eficaces matrimonios con familias aristocráticas, aunque arruinadas, cuyos «infanzones tronados» no tenían a menos casarse con hermosas judías ricas. Y así se «doraban los blasones«. A tales miembros de la comunidad judía se los conocía como conversos o «marranos». Pero las sospechas de la Inquisición, feroz guardiana de la fe, en un mundo peligroso para el catolicismo, no descansaba nunca. La unidad político-militar-dinástica, obtenida por Isabel y Fernando, se revelaba demasiado frágil en una sociedad rebajada por múltiples conflictos y tendencias hacia la desintegración: la nobleza conspirativa, la minoría musulmana, la minoría judía, los pequeños reinos aún no sometidos a la autoridad central, la rivalidad con Francia, la cercana lanza del Imperio Otomano, dominante en el Cercano Oriente desde la caída de Constantinopla, y cuya sombra amenazante llegaba hasta el Mediterráneo. Isabel vaciló durante años ante el rigor de esta medida. Su propio marido, Fernando, tenía sangre judía. El Tesorero de la Santa Hermandad, Abraham Senior, era judío practicante. No obstante, en el curso de las décadas anteriores habían tenido lugar violentas explosiones populares de carácter antisemita, frecuentemente de carácter sangriento. Según los tradicionalistas españoles, esta discriminación carecía de tinte racista, sino que era esencialmente religiosa. Se acusaba a sectores de la comunidad judía, convertidos bajo presión al cristianismo, de practicar en secreto su antigua fe. El decreto de expulsión conmovió a España e influyó en su historia posterior. Hasta muchos conversos, ante la medida, decidieron emigrar con sus capitales y la mayor parte de los judíos españoles hicieron lo propio. Los investigadores son muy prudentes en la evaluación del número real de expulsados. La estadística (más bien asimilable al arte que a la ciencia) justifica esa plausible actitud. Si nadie puede sensatamente fiarse de las estadísticas contemporáneas, mucho menos podría depositar gran confianza en las de hace 500 años. De todos modos, se estima en 120.000 los judíos que abandonaron España a raíz del decreto. Otros autores calculan más de 200.000 judíos expulsados. Los daños ocasionados a la economía española fueron enormes. Al recibir en su reino a numerosos judíos expulsados de España, el Sultán otomano Bayaceto dijo: «Este que llamáis rey político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra».

En cuanto a los árabes españoles, el proceso de su expulsión fue más complejo. Numerosos dignatarios, entre ellos Hernando de Talavera, primer Arzobispo de la Granada cristiana, profesaba una gran admiración por la civilización musulmana y sus obras de caridad. Era partidario de una asimilación gradual, en la cual los árabes adoptarían voluntariamente la fe cristiana y los cristianos incorporarían a su vida social instituciones caritativas creadas por los musulmanes. Pese a todo, el temor de la monarquía castellana-aragonesa ante el poder social, económico y religioso de los musulmanes radicados por siglos en el Sur de España, los decidió, después de muchas vacilaciones, a decretar la expulsión de los moros, en febrero de 1502.

El 12 de octubre de 1492, el ligur Cristóbal Colón descubre a Europa la existencia de un Orbis Novo. No sólo fue el eclipse de la tradición tolomeica y el fin de la geografía medieval, sino que hubo algo más: ese día nació la América Latina y con ella se gestaría un gran pueblo nuevo, fundado en la fusión con las culturas antiguas. Fuera el Descubrimiento de América, o doble Descubrimiento o Encuentro de dos Mundos, o genocidio, según los gustos, y sobre todo, según los intereses, no siempre claros, la proeza colombina parece brindar a España, por un momento, la posibilidad de consolidar la nación y dotarla de una formidable acumulación de capital. Errabunda, inesperada, sombría y deslumbrante a la vez, como siempre, la historia ofrecería a los ojos hipnotizados de la España medieval la tierra prometida, desbordante de dicha. Pero apenas entrevista, América, como una maligna Circe, precipitaría a la gran nación descubridora, casi inmediatamente, a una inexorable declinación.

Fernando el aragonés, por otra parte, había atacado la clásica autonomía de las ciudades españolas para moderar el poder creciente de la burguesía. Entre la Edad Media y la Edad Moderna, la pareja real encarnaba en sí misma la contradicción viva de dos épocas. En la lucha simultánea contra la nobleza y la burguesía de las ciudades, el absolutismo naciente de los Reyes Católicos encontró un aliado poderoso, al que debió pagar, sin embargo, un tributo: la Iglesia Católica. Los monarcas no podían unificar a España en nombre del capitalismo, ni de la Nación, ni del pueblo. Pero la unificación reclamada por la historia de ese siglo y de cuya consumación, en caso de realizarse, sólo podrían beneficiarse, ante todo, las clases modernas en formación, era también una exigencia íntima de la monarquía. Si quería elevarse por la gracia de Dios hacia el poder genuino, éste debía ser absoluto. En tal carácter, debía chocar contra el particularismo, los derechos personales y territoriales de la nobleza voraz. De este modo, las necesidades de la monarquía se combinaban con las aspiraciones de la Nación, que en esa época sólo podía alcanzar su unidad mediante el poder personal. Para lograrlo, sin embargo, Isabel y Fernando debían enfrentar un complejo universo de clases, castas, razas, nacionalidades y religiones, que eran la herencia de siete siglos de sangrienta historia. Sólo cabía en ese momento un método de unificación: la unificación religiosa.

La expulsión de los musulmanes y judíos demostró que la unidad de España se realizaba ante todo en el plano espiritual, aunque debiera sufrir, como efectivamente sufrió, un grave daño en su desarrollo económico y social. Si se expulsó a moros y judíos, no se eliminó a la nobleza ni se establecieron realmente las condiciones para un desenvolvimiento de la producción capitalista, único cimiento, en dicho período, de la unidad nacional. Al reducir la unidad española a la pura unidad religiosa, los reyes dejaron en pie los factores internos del particularismo feudal.

Como la historia inminente habría de probar, estos factores empujaron al Imperio español, desde su posición excepcional en la historia del mundo, hasta una trágica decadencia. La unidad consumada con la ayuda de la Inquisición, caracteriza el absolutismo real de los Reyes Católicos como un absolutismo religioso que multiplicará todos los problemas que pretendía resolver. Pero como la historia es lo que realmente es, y es todo lo contrario de la Ucronía, forzoso resulta concluir que la unidad religiosa, aún con los métodos crueles que se adoptaron para realizarla, echó los cimientos de la unidad nacional de España.

4 La casa de los Austria en el trono español

Los dos factores que conducirán a la paradójica decadencia española se producen simultáneamente y desencadenan efectos devastadores. El primero de ellos es el descubrimiento de América. El segundo es el ascenso al trono de España de Carlos I, hijo de Juana La Loca y de Felipe el Hermoso. Carlos de Gante, el muy joven heredero del trono de la gran Reina Isabel, muerta en 1503, había nacido en Flandes y recibido educación flamenca, por lo que ignoraba la lengua castellana. Estaba formado en la idea del Imperio Católico Universal, inspirado por su abuelo, el Emperador Maximiliano. Al morir sus abuelos españoles, el joven de 16 años, con su arrogante belfo húmedo, pisó el suelo español con el nombre de Carlos I. Marchaba rodeado rodeado de una banda rapaz de favoritos flamencos y borgoñones, de uñas largas y afilados dientes. Detrás, mezclados con los soldados alemanes, marchaban los banqueros Fugger y Welser, de Augsburgo, prestamistas y usureros.

Quince años después, habiendo sangrado las rentas de España y enajenado a los usureros el oro proveniente de América, pudo, muerto su abuelo, comprar los votos de los Príncipes Electores de Alemania, lo que le permitió asumir el título de Emperador de Alemania y rey de España bajo el nombre de Carlos V. El rey extranjero se convertía de esta forma en Emperador de un Imperio católico universal, que gobernaba varios Estados italianos y alemanes, además de Flandes y las Indias. España pasaba a ser un reino secundario aunque productivo, pues del fabuloso descubrimiento de América y de la sangre de sus indígenas, provenían los metales preciosos para alimentar las guerras religiosas del Emperador, fortalecer la estructura feudal europea en disolución y forrar los bolsillos de la banda flamenca. La nobleza castellana veía en Carlos V a su salvador, dispensador de sueldos y prebendas, a las que no había sido muy afecto el prudente Fernando. La idea de la «unidad cristiana universal» era mucho más satisfactoria al particularismo feudal que la idea de la «unidad nacional» española. ¡Esto era fácil de comprender!. Pero el pueblo español recibió al flamenco con una piedra en cada mano. Las Cortes comenzaron por negarle fondos, siguieron por rogarle que aprendiera el castellano «a fin de que Vuestra Majestad comprenda mejor a sus súbditos y sea mejor comprendido de ellos», continuaron por pedirle que respetase las leyes del reino y que no otorgase cargos a los extranjeros. Pero el Emperador universal, juguete en manos de los avariciosos flamencos, atropelló los fueros municipales e ignoró las tradiciones españolas. Nombró arzobispo de Toledo al sobrino de su favorito de Chevres, que ni siquiera se dignó viajar a España para hacerse cargo de su apetitosa diócesis. Los restantes cargos de la Corte fueron distribuidos entre los flamencos importados. Los tributos excesivos, para colmo, concluyeron por desencadenar un vasto movimiento de insurrección popular en 1520, conocido como el levantamiento de los Comuneros de Castilla. Encabezados por un noble, Juan de Padilla, el movimiento se dividió entre los elementos plebeyos y la pequeña nobleza y fue derrotado. Con las cabezas de los conspiradores desaparecieron las viejas libertades de España. Era la postrera rebelión de las ciudades burguesas contra la putrefacción feudal, extranjera por añadidura. Simultáneamente, se levantaban las Hermandades de Valencia, compuestas por artesanos. Fueron a su vez vencidas y exterminadas sin piedad por el cristiano Emperador del mundo. Pudo así reinar sobre una España desangrada, exprimir a las Indias, guerrear con Francia y presenciar la agonía de la sociedad española, nunca más grande que durante su funesto reinado, y nunca más miserable.

5 La influencia de las Indias en España

Con la caída de Constantinopla en manos musulmanas en 1453, la burguesía marítima de Cataluña veía cerradas las puertas para el desarrollo del comercio con Oriente. La búsqueda de un camino hacia el Asia era el resultado no sólo de esta necesidad española, sino de la creciente exigencia de metales preciosos y de una expansión del comercio mundial que se evidencia a fines del siglo XV. Las formas capitalistas de producción se abrían paso irresistiblemente. El descubrimiento de América se inserta en ese ciclo de aventuras geográficas de la época. El teatro marítimo de la historia se traslada al Atlántico. En la ciudad medieval europea se había engendrado una sociedad nueva: «En todos los Estados el orgullo crece cada vez más. Los burgueses de las ciudades quieren vestirse a la manera de los gentilhombres, los gentihombres tan suntuosamente como los príncipes. El labrador quiere hacer de su hijo un burgués. Todo obrero quiere comer carne, como los ricos».

La circulación del dinero adquiere una amplitud sin precedentes, al igual que el empleo de la letra de cambio, la fundación de bancos, el intercambio de productos industriales diversos, las relaciones comerciales. Es el Renacimiento, que se expresará en todas partes, desde el interior de la sociedad europea, a diferencia de España donde se manifiesta desde el exterior, con el descubrimiento de América.

A la dinámica capitalista de la economía europea, correspondía a fines del siglo XV una exigencia mayor de los medios de pago, al mismo tiempo que se manifestaba un relativo agotamiento de los metales preciosos. El oro y la plata se acumulaban en las grandes iglesias y catedrales, en los joyeros de la nobleza, en manos de los prestamistas y sobre todo, en el fondo del Oriente, hacia donde se escurrían a cambio de especias raras o de productos exquisitos.

A comienzos del siglo XVI el oro y la plata del Nuevo Mundo inundan Europa. Es una conmoción que conduce a la revolución de los precios y que trastorna la economía europea. España saquea, en primer lugar, el oro acumulado a lo largo de siglos en los palacios incaicos y aztecas. En los primeros años de la conquista atraviesan el Atlántico 200 toneladas de oro. Luego de la rapiña inicial, el descubrimiento hacia 1555 del procedimiento de la amalgama por el mercurio, permite extraer económicamente la plata. Comienza un sistema de remesas a Europa de unas 300 toneladas de plata anuales. De este modo, puede evaluarse la plata enviada por las Indias a España entre 1521 y 1660 en unas 18.000 toneladas.

Según cálculos de Alexander von Humboldt, fueron de las Indias a España 5.445.000.000 de pesos fuertes (plata) en tres siglos. Se omiten de esta cifra, por imposibles de verificar, los caudales de particulares, los que quedaron en poder legal o ilegal de españoles en las Indias y los que emigraron directamente de América a las Filipinas o al Oriente de contrabando. Afirma el historiador Manuel Colmeiro que: «el Asia y aún el África eran el sepulcro de las riquezas de nuestras Indias… ¡que iban a esconderse en los reinos de la China y del Japón, en la India oriental, la Persia, Constantinopla, Gran Cairo y Berbería, paradero de la mayor parte de la plata de España, porque apenas corría entre aquellas gentes remotas otra moneda que reales de a ocho y doblones castellanos. Gozábamos los tesoros de las flotas y galeones por tan poco tiempo, que humedecían nuestro suelo sin regarlo».

En 1618 se estimaba en más de 500 millones de ducados el oro y la plata recibidos por la Corona desde las Indias. El tesorero mexicano envía a España en 1587, 1.343.000 ducados, la mayor remesa del siglo XVI. El jesuita Pedro de la Gasea, al regresar a la metrópoli, llevó en ocho galeones un millón y medio de ducados. Es un río de metal restallante que inunda a la España estupefacta. ¿Cuáles son sus resultados?.

Carlos V derrama ese oro en sus interminables guerras religiosas o dinásticas. Pasea las legiones españolas por Europa, lo mismo que su hijo, el sombrío Felipe II, que hace de toda España un Escorial. La aristocracia despilfarra el oro importando del extranjero sus tapices, sedas, armas y hasta cereales. La decadencia de la industria española y de su agricultura, reanimados un instante por el descubrimiento de América, se acentúa profundamente y se prolonga durante tres siglos. Los Habsburgo y la estructura arcaica de la sociedad española sobre la que se apoyan, constituirán la maldición histórica de España. La corriente de oro de las Indias pasa por España sin detenerse. Va a parar a los bolsillos de los industriales de Inglaterra, Italia, Francia, Holanda y Hamburgo, que venden su quincallería y artesanías a los españoles. Los encajes de Lille y Arras dominan el mercado español; la loza de Talavera declina con la competencia extranjera. La industria textil está en ruinas.

El Emperador extranjero y extranjerizante (y su digno hijo, más tarde) aplastan económicamente a la burguesía española. Las Cortes de Castilla sólo piensan en asegurar un precio bajo para los productos que España consume. Mientras triunfa el mercantilismo en toda Europa, los españoles ignoran la economía. Se prohíbe la exportación de paños finos. Con Carlos V se prohíbe, asimismo, la fabricación de paños. Los ociosos espadachines del flamenco, sólo desean importar telas holandesas, tapices de Bruselas, brocados de Florencia. Esa enorme importación es preciso pagarla con el oro de los galeones rebosantes.

Ni siquiera con el martirio de los indios de América logra España retener y acumular su capital, como las potencias capitalistas de la época. La política de pillaje asiático llega a tal grado en la historia de España, que Carlos V y Felipe II confiscan a menudo los envíos de metales preciosos dirigidos desde América a capitalistas particulares; de este modo, en lugar de expropiar a los terratenientes feudales, la monarquía despoja a la burguesía en germen.

Castilla exportaba lana en lugar de paños. En el centro de este cuadro, alemanes, genoveses y franceses se apoderaban del monopolio virtual de las ferias españolas y de los asuntos rentísticos. Las remesas de oro de las Indias, tales eran los aprietos de los Austria, eran hipotecadas con anticipación a los banqueros y usureros extranjeros, los Fugger y los Grimaldi.

Los especuladores y comerciantes metropolitanos, enriquecidos con las Indias y la revolución de los precios, compraban tierras para colocar sus capitales. Dóciles a la época, los nuevos ricos buscaban adquirir un blasón, títulos de nobleza, hábito de alguna orden militar o alguna patente de hidalguía para elevarse en el nivel social de las viejas clases. Sólo podían hacerlo a condición de inmovilizar su capital en bienes inmuebles y vivir de sus rentas, pues hasta la era de los Borbones, en el siglo XVIII, todo aquél que se dedicase a la actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía.

Aquellos indómitos soldados de ocho siglos de guerra se habían trocado en parásitos de espada mellada. El odio al trabajo encuentra su eco en América. Recuérdase el caso de un caballero español, residente en Buenos Aires a fines del siglo XVIII, que inició en la Audiencia de Charcas un juicio por calumnias, pues el demandado había afirmado públicamente que el caballero trabajaba. En su demanda, y con justa indignación, sostenía que tenía recursos e hidalguía suficientes como para vivir sin degradarse trabajando.

Con semejante ideal de vida en España, la riqueza adquirida con la sangre americana, robustece la gran propiedad territorial y sustrae esos capitales de toda actividad económicamente productiva. Así se eleva el valor artificial del suelo y se consolida el latifundismo.

6 El régimen servil

En el período del descubrimiento de América la producción agrícola de España se fundaba básicamente en la condición servil o semiservil de los campesinos. Esto ocurría tanto en Castilla como en Aragón, reino este último del que formaba parte Cataluña, el sector más dinámico de la economía española. Con sus grandes sublevaciones periódicas, los siervos o semisiervos de Castilla habían originado la adopción de una nueva política. Los Reyes Católicos sancionaron una ley, en 1480, por la que se concedía a los campesinos de Castilla el derecho de cambiar de residencia con todos sus bienes, ganados y frutos. Este cambio de señorío constituía sin duda un avance, pero no existe todavía documentación fehaciente acerca del carácter generalizado y práctico que obtuvo esta medida. Es bastante dudoso que la liberación de los siervos castellanos y su transformación en campesinos libres se realizara en esa época.

Las disposiciones reales, como en su caso la inmensa literatura jurídica de Indias, rara vez tenía comienzos de ejecución, y para ser completamente ecuánimes, resulta bastante rara en el mundo, de ayer y de hoy, la aplicación escrupulosa de las leyes.

La arcaica sociedad española conservaba un poder orgánico cotidiano mucho mayor que la decisión personal de algún rey enérgico. Las insurrecciones de payeses en Cataluña y la floración del bandidaje, obligaron al rey a suprimir parte de los insoportables tributos que recaían sobre los campesinos, conocidos con el significativo nombre de malos usos. Por añadidura, se les permitió emanciparse mediante el pago de una suma de dinero, lo que facilitó la formación en el siglo XVII de una pequeña burguesía agraria.

Queda en pie, pese a todo, el carácter que presentaba el campo español cuando se produce la conquista y colonización americana. La sociedad colonizadora que se manifestará en las Indias, no difería del sistema de pillaje organizado que padecía el propio pueblo conquistador en su tierra de nacimiento.

7 Extranjerización del reino y ruina de la industria

En Sevilla había 3.000 telares que daban ocupación a 30.000 obreros. Cien años más tarde, sólo quedaban 60 telares. De aquella Toledo próspera en la que zumbaban 13.000 telares, nada quedaba en pie: las calles desiertas, las tierras incultas, las casas cerradas y sin habitantes. Los freneros, armeros, vidrieros y otros oficios que ocupaban calles enteras, habían desaparecido. Ni siquiera los artilleros e ingenieros al servicio de la monarquía eran españoles. Quedaban pocos hombres de aquella industriosa Sevilla del siglo XVI. ¡Ciudad de melancólicas mujeres pues los hombres emigraban a las Indias!

En 1655 un autor enumera 16 gremios que han desaparecido por completo de España. Mientras que en la Francia del mercantilista Colbert las telas españolas eran perseguidas hasta ser incineradas, de esta tarea se encargaban en España sus propios reyes.

«Toda herejía debía ser extirpada inmediatamente, pues si era ignorada, el mundo podría imaginarse que se trataba de la verdad, y si una doctrina falsa era verdadera, ¿no podían ser falsas todas las doctrinas verdaderas?».’

Felipe II, naturalmente, al intentar perseguir las creencias religiosas de los flamencos («Preferiría reinar en un desierto antes que en país poblado de herejes» era su piadoso aforismo) provocó la huida de miles de artesanos flamencos que se refugiaron en Inglaterra. Allí multiplicaron la industria inglesa con nuevas manufacturas. Si los monarcas ingleses castigaban con la pena de muerte a los artesanos y técnicos ingleses que llevaban sus artes y secretos de fabricación a otro país, los Austria practicaban exactamente el método inverso: más de 600 artífices emigraron de Sevilla y otras ciudades de España y se instalaron en Lisboa, donde el Príncipe de Portugal los protegió. Así fabricaron ricos paños, bayetas y sederías con materia prima que importaban de España, su propia y desventurada patria.

A los raros extranjeros que traían su industria a España no les iba mucho mejor que a los españoles industriosos. Sólo se admitían en la España de los Austria a dos clases de extranjeros: los comerciantes y usureros que traficaban con la riqueza española y los mendigos y peregrinos de Europa que habían hecho de España la Meca continental de la limosna.

España importaba cristales de Venecia, listonería de Génova.-armas de Milán, papel, libros y bujería de Holanda, tejidos, vinos y lienzos de Francia. Por el contrario, en Inglaterra, Enrique VIII prohibía la salida del oro y la plata y monopolizaba las letras de cambio, mientras Isabel impedía la extracción de lana y arrojaba de sus puertos a los hanseáticos.

Antes del descubrimiento de América era más importante en España el comercio interior que el exterior. Después, desaparecieron las ricas ferias de Castilla. Los comerciantes se trasladaron a la proximidad de los puertos. No era para menos. Felipe II quitó los negocios a los castellanos y los puso en manos de los genoveses: «Génova se edificaba de nuevo y con el dinero de los españoles se fundaban obras pías y mayorazgos».

En los pueblos de España no podía comerciarse libremente, pues los señores mantenían estancos a cargo de sus protegidos. Nadie podía abrir un mesón, comercio, hospedar a los caminantes o vender cualquier tipo de artículo por ese privilegio. Los Reyes Católicos abolieron los estancos que dificultaban la libre circulación de las mercancías por el mercado interno español, pero sus disposiciones no prosperaron.

La perduración de los gremios y corporaciones medievales también dificultaban la creación de la libre competencia y el desarrollo de una industria.

Reuníase en España en la época del Descubrimiento un feudalismo que no se resignaba a morir, abrazado a un capitalismo enclenque que sólo aspiraba a sobrevivir. Pero el absolutismo era tan impotente para concluir con el primero, como para infundirle oxígeno al segundo. De ahí el carácter de peculiar rapacidad que distingue a la monarquía española, fiel reflejo de la Nación en ruinas. Salvo raros períodos (los grandes Reyes Católicos, Carlos III), ese estigma rebrotará en la historia de España con Felipe II o Fernando VII.

Cerníase de este modo sobre el comercio interior de España una red mohosa de prohibiciones, aduanas interiores, tasas y gabelas, pesos y medidas diferentes, escasez de caminos y medios de comunicación, una moneda envilecida y frecuentemente adulterada por los monarcas.

Este sistema constituía en su conjunto la base de sustentación de la nobleza terrateniente y la palanca de su resistencia a la unidad nacional.

«A partir de 1580 -escribe Brennan-, las pocas fábricas de paños que existían en el país desaparecieron, y los españoles se convirtieron en un pueblo rentista, una nación de caballeros, que vivían en parasitaria dependencia del oro y la plata que les llegaba de las Indias y de la industria de los Países Bajos».

España se vio arrastrada por la política europea de los Habsburgo al borde de su destrucción nacional. Lejos de lograr un nuevo imperio carolingio, los Austria, después de cada derrota, entregaban mediante los tratados, jirones del imperio y aún de la propia España. La debilidad estructural de la Nación española se pone de relieve con la pérdida de Portugal y la tendencia separatista de Cataluña, que sólo logra ser vencida por una sangrienta guerra civil. Portugal, en cambio, pide ayuda a Inglaterra y queda destruida así la unidad ibérica. España reconoce esa independencia en 1668.

«Apenas rota la unidad ibérica, Portugal entró en la órbita anglo-holandesa», dice José Larraz.

Con el tratado de Methuen, firmado en 1703, Portugal renunciaba a industrializarse, prometía «admitir para siempre jamás los paños y demás manufacturas de lana de fábrica de la Gran Bretaña», mientras que el rey de Gran Bretaña «quedaba obligado por siempre jamás» a admitir los vinos de Portugal. Con el oro del Brasil y sus vinos, pagaba Portugal a su sórdido aliado las manufacturas inglesas. Adam Smith dijo que ese tratado leonino era «ventajoso en favor de Portugal y contra Gran Bretaña». ¡Como para confiar en ciertos clásicos!.

8 Auge de los arbitristas

Felipe II escribía a su hermana que estaba dispuesto a quemar 60.000 ó 70.000 hombres «si fuera necesario, para extirpar de Flandes la herejía». Además de esta absorbente preocupación del monarca por los herejes, característica de una época en que las guerras religiosas y conflictos dinásticos incesantes exhibían la historia de Europa bajo una luz poco envidiable, cabe añadir la importancia que Felipe II atribuía a los «arbitristas«.

La crisis crónica de la economía y las finanzas españolas engendró un género o profesión curiosa, la del «arbitrista«, o sujeto fecundo en «arbitrios» y fórmulas que ofrecía al rey como solución radical para curar tantas desgracias nacionales. En su inmensa mayoría, se trataba de maniáticos dominados por una idea, o apasionados mesiánicos, desesperados por su propia situación, que pretendían mitigarla mediante el recurso grandioso de mejorar los asuntos generales. De esta forma se produjo, durante tres siglos, una ingente literatura, por así decir, económica, que agobiaba las cámaras reales, el tiempo de los monarcas y de los ministros. Algunos reyes, como Felipe II, recibían con placer e interés los memoriales de los arbitristas, una moda que al parecer provino de Flandes y de Italia, pero que hizo escuela en España. Surgieron a mediados del siglo XVI y prosperaron a lo largo de los reinados de los Austria, como cabía esperar.

Un arbitrista, por ejemplo, proponía remediar la decadencia del erario español mediante la sustitución en la labranza de las mulas por bueyes. Otro sostenía la necesidad de establecer en toda España la piedad. Ofrecía otro engrosar las arcas reales mediante el establecimiento de una armada española en el Peñón de Gibraltar que cobrara un impuesto a todas las naves que atravesaran esas aguas. Otro, aún, imaginó remediar la escasez de numerario mediante el reemplazo de la moneda metálica por un grano de cacao; otro, en fin, sugería la idea de reemplazar la moneda de plata por moneda de hierro.

Cuando los ministros y consejeros de Felipe II le rogaban, respondiendo a! clamor público, que no perdiera su tiempo atendiendo los consejos de la legión de arbitristas y los arrojara a la calle, el monarca se excusaba en su necesidad de arbitrios. Tales eran los curanderos que la monarquía extranjera imponía a la mortal enfermedad de la postrada España. Los mejores ingenios de la nación no dejaron de afilar su sátira ante los arbitristas.

En su Coloquio de los perros Cervantes pone en boca de un personaje: ‘Yo señores, soy arbitrista, y he dado a S. M. en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; ahora tengo hecho una memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauración de sus empeños. Hase pedir en Cortes que todos los vasallos de S.M. desde edad de catorce a sesenta años sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que se han de gastar en aquel día, se reduzca a dinero y se dé a S.M. sin defraudalle un ardite so cargo de juramento; y con esto en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado».

Bien sabía Cervantes que gran parte de los españoles no necesitaban de ese arbitrio para ayunar. Tampoco escaparon los arbitristas a la mirada burlona de Quevedo, quien relata que un príncipe de Dinamarca, aquejado de males de dinero, pidió consejo a los arbitristas. Cuando platicaban, estalló un incendio en el palacio. Los arbitristas pidieron al príncipe no inquietarse, que ellos tenían la fórmula para sofocar el fuego. Comenzaron por arrojar los muebles por las ventanas, luego demolieron las paredes y terminaron por aniquilar el palacio hasta sus cimientos. El príncipe, dice Quevedo, en La fortuna con seso, los increpó así: «¡Infames! Vosotros sois el fuego; todos vuestros arbitrios son de esta manera; más quisiera, y me fuera más barato, haberme quemado que haberos creído; todos vuestros remedios son de esta suerte, derribar una casa, porque no se caiga un rincón. Llamáis defender la hacienda echarla en la calle y socorrer el rematar. Dais de comer al príncipe sus pies y sus manos, y decís que le sustentáis, cuando hacéis que se coma a bocados a sí propio. Si la cabeza se come todo su cuerpo, quedará cáncer de sí misma, y no persona. El anticristo ha de ser arbitrista: a todos os he de quemar vivos y guardar vuestra ceniza para hacer de ella cernada y colar las manchas de todas las repúblicas. Los príncipes pueden ser pobres; mas entrando con arbitristas, para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes».

Los arbitristas no han muerto con el paso de los siglos. Al releer a Quevedo, vemos sin estupor que los afamados técnicos del Fondo Monetario Internacional en el siglo XX, con sus tenebrosas y destructivas recetas, nada tienen que aprender de sus maestros, los arbitristas del Siglo de Oro.

9 Las clases improductivas

Gozando del espectáculo vivía la nobleza de España. «Los grandes son altaneros para con los extraños y menospreciadores de los que poseen un rango inferior al suyo; pero rastreros y aduladores de los Reyes y sus favoritos… sueñan con laureles guerreros, pero particularmente con los laureles de genefal, pues creen que ellos no han nacido para obedecer sino solamente para mandar. Pero lo que es más de admirar en todos ellos es el despilfarro y valentonería con que disipan sus haciendas», decía un embajador veneciano. El famoso Imperio engendra la picaresca, el hambre secular y místicos devorados por sus iluminaciones. Mientras Europa crea una economía burguesa moderna, la España de los Austria espiritualiza su miseria en un Quijote sarcástico y sueña con novelas de caballería. Nobleza y prestamistas dominan a sus tristes reyes: uno, enfermo de grandeza, sumido por alguna tara orgánica en un misticismo guerrero; su hijo, víctima de una hipocondría criminal. Por abajo, vaga una muchedumbre de campesinos sin tierra, artesanos sin artesanías, letrados sin pan y vagabundos sin destino.

La sociedad española refuerza sus rasgos más parasitarios con el descubrimiento del Nuevo Mundo. La preeminencia de los señores había inducido a los Reyes Católicos a reducir el poder de aquéllos. Limitaron a 20 familias el número de Grandes de España y se estableció una jerarquía nobiliaria. Pero con los Habsburgo sucesivos, la venta de hidalguías prosiguió sin cesar. Las necesidades militares de los Habsburgo eran inagotables.

Las aventuras bélicas de España hacían la desesperación de los Tesoreros Reales. Jamás faltaron arbitristas en la Corte del rey para sugerir nuevos medios de abastecer el Tesoro. Así, la venta de patentes de nobleza se reveló uno de los recursos favoritos de los monarcas. Mediante dicho expediente recreaban sin cesar las clases ociosas, a las que ingresaban los comerciantes o especuladores enriquecidos. Como la patente de nobleza eximía a su beneficiario de impuestos y diversas gabelas, el peso de la tributación Fiscal recaía invariablemente sobre las clases más humildes y productivas de la nación. Con una mano, Carlos V aplastaba la rebelión de los Comuneros y con la otra establecía una distinción entre Grandes y Títulos que llegaban a 63 en 1525 aunque alcanzaron el centenar en 1581.

En ese año los señores más prominentes de Castilla se clasificaban en 10 duques, 11 marqueses y 42 barones que sumaban entre todos 1.100.000 ducados de rentas anuales. En 1581, 22 duques, 47 condes y 36 marqueses gozaban de 3 millones de ducados de renta. Entre ellos, tan sólo el duque de Medina Sidonia embolsaba 150.000 ducados.

Este ejército de zánganos con títulos nobiliarios gozaba, a su vez, de un séquito innumerable de sirvientes y acólitos, que en su conjunto suponía la sustracción a la vida económica de centenares de miles de brazos. Para ofrecer un solo ejemplo demostrativo, diremos que en el siglo XVII figuraban adscriptos en el palacio de Oropesa 74 criados. El duque de Alburquerque, por su parte, sólo disfrutaba de 31, entre cocineros, lacayos, cocheros, enana, criada de la enana y otros parásitos del parásito magno. Más todavía, personas sin título nobiliario figuraban con nómina de 5 ó 10 criados. Por la mera pitanza, o semi pitanza, en la España imperial se reclutaban ejércitos de sirvientes más numerosos que los Tercios de Flandes.

De recurrirse a la literatura picaresca, evoquemos aquella patética escena del misérrimo Buscón de Quevedo, que viaja acompañado por su criado, tan hambriento como su amo. Esta inmensa servidumbre dependía de la nobleza, a la que servía como una verdadera clientela romana. Sus amos dependían, a su vez, de las tributaciones de los campesinos agobiados, o de los favores del rey. Este último, a su vez, alimentaba su boato gracias a las tributaciones de toda la España productiva y del martirio de las Indias. El sistema de pillaje era tan perfecto que las clases ricas, precisamente por privilegio de linaje, no pagaban impuesto.

A lo largo del siglo XVI se eleva el número de religiosos. Entre franciscanos y dominicos sumaban 32.000 individuos. Los clérigos de las diócesis de Calahorra y Pamplona eran 24.000; en la de Sevilla revistaban 12.000. De acuerdo a las Cortes de 1626, el número de conventos de religiosos se elevaba a 9.088. Entre el monarca, el clero y la nobleza poseían el 95% del suelo hispánico. Cuando finaliza el siglo XVII pesaban sobre esta desventurada tierra 625.000 nobles, cuatro veces el número de parásitos análogos a los que contaba Francia, que sumaba mayor población que España. Si Felipe II había multiplicado las aduanas interiores, Felipe III falsificaba moneda para procurarse recursos. Resulta curioso pensar que los Habsburgo buscaran demonios y herejes por toda Europa. Si algún demonio perverso debía buscarse en aquella España «donde no se ponía el sol», seguramente lo habrían encontrado en el más profundo rincón del Escorial, en el fanático coronado que estrujaba las entrañas de la Nación o en esos 600.000 duelistas de espada a la cintura, que luego de siglos de lucha intrépida para defender su religión habían degradado a una vida oscura.

Serían estos monarcas los que cederían a los ávidos Fugger el monopolio de la exportación de las lanas, de las maderas y el hierro españoles. José María Pemán sostiene la opinión contraria, desde el ángulo del tradicionalismo español: «Frente a los Comuneros, tenía toda la razón Carlos V. Con su acento extranjero, con su visión europea de las cosas, el Rey sentía mejor que los comuneros el verdadero destino de España, que no había de ser cosa pueblerina y estrecha, sino cosa ancha e imperial».

Los argentinos Rómulo Carbia y Vicente Sierra aprueban la naturaleza de la Conquista, y exaltan a los Habsburgo. Sierra sostiene una visión puramente religiosa de la historia española:

«España, con su vieja moral católica fortalecida por la Contrarreforma, no manifiesta nunca, a pesar de tener en sus manos el mayor poderío marítimo de Europa y el dominio sobre los nuevos mercados de América, es decir, a pesar de poseer mayores elementos técnicos que país alguno, interés por abandonar los rutas de la Teología para seguir las de la Economía… Para salvar su alma expulsa de su seno a los industriosos moriscos y judíos que eran el sostén de sus manufacturas. Inglaterra, en cambio, pierde el alma, pero se gana a esos y otros judíos. Las luchas de los siglos XVI y XVII arruinan a la madre patria tanto como las mismas guerras crean la preponderancia de la Gran Bretaña; y cuando ambas naciones entran a tratar, durante el siglo XVII, siempre es España la que concede Tratados comercialmente beneficiosos para la isla y en los que muestra la amplitud de concepto con que consideraba los problemas de la economía. Con ese Tratado, ya en 1604 consiguió Inglaterra poder colocar artículos de sus manufacturas en América a través de la península. Es el oro y la plata de América lo que creó el poderío económico de la Gran Bretaña. La manufactura fue el medio para captar toda esa riqueza que se escapaba de las manos de España por no tener industrias que le permitieran prescindir de las extranjeras y por creer que la colonización no era cuestión de ‘intereses’ sino tarea misional impuesta por la conciencia de una obligación y por los imperativos de una fe irrenunciable».

Es una singular e infrecuente defensa de la ruina nacional en nombre de la fe.

Aún en 1700, la municipalidad de Santander firma acuerdos particulares con armadores británicos, nación que ya poseía, con los alemanes y flamencos, tribunales especiales de comercio en Sevilla. Ni siquiera la burguesía catalana había podido disfrutar de tales categorías. Al iniciarse el siglo XVII, 160.000 extranjeros acaparaban el comercio exterior.

10 El privilegio de la Mesta

Si la nobleza apenas se interesa en explotar sus tierras, pues es ocupación de villanos y aún la menor productividad le asegura sus rentas, tampoco la Iglesia explota sus inmensas propiedades territoriales. Ese patrimonio eclesiástico no hace sino aumentar con los legados. Así se acumula en «manos muertas» una gigantesca renta potencial, que paraliza el desarrollo agrícola de España. Sobre la base de los dominios señoriales y eclesiásticos, de la indiferencia general hacia la legislación hidráulica y de la indefensión del pequeño campesino, otro flagelo castiga a España. Se llama la Mesta.

Desde los tiempos de la cruzada contra los moros regía en España una disposición que prohibía cercar las tierras, ni siquiera las tierras cultivadas. Era preciso preservar a los rebaños de carneros de todo peligro militar y permitir rápidamente desplazarlos ante la menor alarma. Posteriormente, los campos áridos y la incuria de los terratenientes, así como el atraso agrícola, permitió que perdurara dicha disposición. Desde el siglo XIV, los grandes ganaderos propietarios de rebaños se organizaron en una todopoderosa e implacable entidad llamada la Mesta, que impuso su ley en los campos españoles. Obtuvieron inauditos privilegios reales. Consistían, esencialmente, en el derecho de sus rebaños de atravesar el reino «bebiendo el agua, pisando la hierba», sin sujetarse a limitaciones de tierra cultivada alguna. La legislación protegía a los ganaderos contra las represalias de los campesinos, que vieron durante siglos arruinados sus cultivos por el paso del ganado trashumante. La Mesta poseía poderosas protecciones oficiales. Para colmo, contaba con sus propios tribunales, jueces y personal judicial. En la producción de lana y la protección de la Mesta, se resumió toda la ciencia económica de la España Imperial. Los ganaderos dominaban en las Cortes y las Cortes los eximían de todo impuesto. La Mesta se elevó como un formidable obstáculo para el desarrollo de la agricultura española, a la que destruyó con las patas de sus carneros y la benevolencia real hasta el siglo XVIII.

«Los pastores de la Mesta tenían el derecho de talar los bosques para sus necesidades y la construcción de puentes».

Según Colmeiro, la Mesta consideraba una usurpación manifiesta todo intento de extender y mejorar la labranza.

«La máxima de la hermandad era: sálvense nuestros ganados y perezcan todos los labradores del reino. Nunca las algaras de los moros hicieron tanto daño a la agricultura como el honrado Concejo de la Mesta».

La Mesta tenía el derecho de «formar una milicia disciplinada compuesta de alcaldes de cuadrilla, alzadas y mayores entregadores, contadores, procuradores fiscales, fiscal general, relatores comisarios, agentes, escribanos, alguaciles y otros oficios instituidos para velar sobre la custodia del sagrado depósito que llamaban cuaderno de la Mesta».

11 La España que no viajó a las Indias

El clima se vuelve más seco y árido. España está más desolada que nunca. No puede asombrar que la población descienda verticalmente en tres siglos de unos 10 millones de habitantes a 5 millones. Los que no emigran por hambre, se incorporan a los ejércitos que luchan en toda Europa, se lanzan a las Indias, mueren en tierra extraña o se radican para trabajar allí donde pueden. En cierto período, la emigración anual llega hasta 40.000 hombres jóvenes. Los españoles que se quedaban, tenían, sin embargo, un recurso final: refugiarse en la penumbra de un convento o entregarse a la mendicidad. Es el gran tema de la historia de España. Ya las Cortes de 1518 y 1523 suplicaban al bondadoso Carlos V que «no anduviesen pobres por el reino, sino que cada uno pidiese limosna en el pueblo de su naturaleza».

Los ricos, dice Colmeiro, gozaban el ocio «de las rentas de las casas y tierras» y los hidalgos pobres «remediaban su necesidad acogiéndose a la Iglesia con la esperanza de la prebenda o de la mita o seguían la profesión de las armas y tal vez alcanzaban una modesta pensión en premio de sus buenos servicios en las campañas de Italia o de Flandes».

En España había tantos hidalgos, que provincias enteras «blasonaban de hidalguía». Un autor cuenta que los mendigos de oficio celebraban sus juntas a manera de cofradías, donde hacían «sus conciertos y repartimientos». En la villa de Mallen se reunieron en cierta oportunidad 3.000 mendigos, hombres y mujeres, donde celebraron una especie de congreso, con grandes gastos y fiestas. No quedaba en Francia, Alemania, Italia y Flandes cojo, manco, tullido o ciego que no fuese a Castilla a mendigar «por ser grande la caridad y gruesa la moneda».

Alrededor de 70.000 pordioseros pasaban cada año por España. Y tan lucrativa era la temporada «alta» como la «baja». En el siglo XVII se calculaba que había en España 60.000 pobres legítimos, 200.000 vagabundos que vivían de limosna y «2 millones que no ganaban nada por falta de empleo o por su inclinación a la ociosidad».

Ante esta situación, el Estado puso orden y estableció una policía de mendigos. La agonía española había puesto a prueba la voluntad de sobrevivir a cualquier costo. Había mendigos que fingían un sinnúmero de enfermedades o inmundas llagas. Otros, en fin «se torcían los píes, se hinchaban las piernas, se desconyuntaban los brazos y con hierbas se abrían llagas asquerosas para ablandar los corazones más empedernidos y si alguna persona de lástima se ofrecía a recogerlos y curarlos, respondían: ¡No quiera Dios que tal consienta, que la llaga del brazo es una India y la de la pierna es un Perú.!

Algunos padres cuidadosos del porvenir de sus hijos, cegaban o tullían a los niños recién nacidos «para que los ayudasen a juntar dinero o quedasen con aquella… granjería después de su muerte, bien heredados».

Entre los vagabundos y pordioseros de la altiva España caballeresca, podían distinguirse, en algún rincón de una taberna, a covachuelistas o leguleyos, «oidores de ropa luenga y mangas arrocadas» junto a estudiantes sucios, sarnosos y hambrientos y filósofos cubiertos de harapos.

De aquella admirable España de hierro que descubrió América y recibió este premio, sólo agregaremos que el más ilustre de sus hijos era un aventurero fracasado de 58 años, que concibió su obra maestra en la cárcel mientras purgaba el crimen de una deuda. En 1590 habían rechazado su pedido de uno de los cuatro cargos vacantes en las Indias. En ese cubil de presidio nació Don Quijote y su triste risa es la sátira feroz del hijodalgo que no pudo viajar a América, y se quedó en España para retratarla.

(Del libro Historia de la Nación Latinoamericana)