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Número 70

España (1898-1936) Literatura y Sociedad / Federico Nogara

Revista Malabia número 70
España (1898-1936), literatura y sociedad

España (1898-1936) Literatura y Sociedad / Federico Nogara

«España pertenece, sin discusión, al grupo de los países más atrasados de Europa. Pero su atraso es peculiar, porque está determinado por el gran pasado histórico del país. Mientras que la Rusia de los zares siempre quedaba muy atrás comparada con sus vecinos occidentales, España conoció períodos de gran florecimiento, de superioridad sobre el resto de Europa y de dominio sobre la América del Sur. El poderoso desarrollo del comercio interior y mundial iba venciendo el aislamiento feudal de las provincias y el particularismo de las regiones nacionales del país. El aumento de la fuerza y de la importancia de la monarquía española se hallaba indisolublemente ligado en aquellos siglos con el papel centralizador del capital comercial y la formación gradual de la nación española.

El descubrimiento de América, que en un principio fortaleció y enriqueció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron de la península ibérica. La Holanda enriquecida se desgajó de España. Después fue Inglaterra la que se elevó por encima de Europa largo tiempo y a gran altura. Ya a partir del siglo XVI la decadencia es evidente. Después de la destrucción de la Armada Invencible (1588) esta decadencia toma, por así decirlo, carácter oficial. Es el advenimiento de ese estado de la España feudal-burguesa que Marx calificó de «putrefacción lenta e ingloriosa».

Las viejas y las nuevas clases dominantes -la nobleza latifundista, el clero católico con su monarquía, las clases burguesas con sus intelectuales- intentan tenazmente conservar sus viejas pretensiones, pero sin los antiguos recursos. En 1820 se separaron las colonias sudamericanas. Con la pérdida de Cuba en 1898, España quedó casi completamente privada de dominios coloniales. Las aventuras en Marruecos no han hecho otra cosa que arruinar el país y alimentar el descontento ya profundo del pueblo.

El retraso del desarrollo económico del país ha debilitado inevitablemente las tendencias centralistas inherentes al capitalismo. La decadencia de la vida comercial e industrial de las ciudades y de las relaciones económicas entre las mismas determinó inevitablemente la atenuación de la dependencia recíproca de las provincias. Tal es la causa que no le ha permitido hasta ahora a la España burguesa vencer las tendencias centrífugas de sus provincias históricas. La pobreza de recursos de la economía nacional y el sentimiento de malestar en todas las partes del país no podían hacer otra cosa que alimentar tendencias separatistas. El particularismo se manifiesta en España con especial fuerza, sobre todo en comparación con la vecina Francia, donde la Gran Revolución afirmó definitivamente la nación burguesa, una e indivisible, sobre las viejas provincias feudales» (*).


La situación política y social a principios del siglo XX

El período que se inicia en 1902, con el ascenso de Alfonso XIII al trono, y concluye en 1923 con la dictadura de Primo de Rivera, se caracterizó por una permanente crisis política. Las Cortes dependían del ministerio de turno y éste caía bajo la dependencia de la monarquía, elemento de unidad indispensable para unas clases dominantes desunidas y descentralizadas. Pero la monarquía, aterrorizada ante la posibilidad de una revolución social, prefería buscar apoyo en los sectores más conservadores del ejército, por eso fue cómplice del golpe de Estado, punto álgido de su desprestigio. El clero, en alianza con la monarquía, era otra fuerza centralizada y centralizadora. El catolicismo era la religión del Estado y desempeñaba un gran papel en el país, dominando la educación (impartida en escuelas controladas por la Iglesia) y los hospitales e instituciones de beneficencia. El Estado gastaba grandes sumas en su mantenimiento y las órdenes religiosas, muy numerosas, poseían grandes bienes terrenales. El número de curas y monjas doblaba, durante el primer tercio del siglo, el número de estudiantes, por lo que no resultaba sorpresivo que cerca del 50% de la población fuese analfabeta.

El ejército había adquirido una importancia enorme desde los tiempos de la guerra contra Napoleón, cuando la oficialidad había decidido meterse en política, convirtiéndose en sostenedor de la monarquía y en conductor del descontento de las clases dominantes. Su oficialidad se reclutaba entre los miembros de las clases acomodadas que, como los burócratas, exigían al Estado medios de vida. Como eran muchos, y el país no daba para tanto, los descontentos eliminados pasaban a engrosar las filas de los republicanos. El problema residía en que pese a ser una institución de gran poder, carecía de una dirigencia unida debido a la disgregación del país. Esa era la razón del triunfo final de la monarquía en cada complot militar.

Los campesinos fueron los más afectados por la decadencia del imperio. Durante muchos siglos arrastraron una existencia miserable y soportaron sobre sus espaldas el peso del Estado. En los primeros años del siglo XX constituían el 70% de la población del país. Protagonizaron numerosos levantamientos, aunque siempre de carácter local y restringido.

En cuanto a la clase obrera, la neutralidad del país durante la primera Guerra mundial posibilitó la demanda exterior y el consiguiente auge de la producción, con el resultado del surgimiento de centros y regiones industriales. Hasta que llegó la paz, desapareció la demanda de productos del extranjero y se acentuaron las dificultades. La caída de la demanda exterior obligó al gobierno a defender el mercado interior subiendo los aranceles aduaneros para neutralizar la avalancha de mercancías que venían de fuera, medida que hizo crecer los precios y disminuyó la ya muy reducida capacidad adquisitiva de la población. La industria volvió a caer en el marasmo, el cual provocó un paro forzoso crónico y encendió la mecha del levantamiento.

Durante años España vivió en un círculo vicioso: un país desunido con una monarquía que cuando no hallaba apoyo sólido en las clases dominantes lo buscaba en el ejército, que a su vez sacaba a la monarquía de dificultades pero no era capaz de instaurarse en el poder porque también estaba desunido; entonces volvía la monarquía a hacerse con la dirección del país para dársela a dos partidos –el liberal y el conservador- que sólo se preocupaban en perpetuarse y en acomodar a su familia y allegados. Hay un dato esclarecedor en este sentido: en el periódico La Voz (6 de marzo de 1922, año de elecciones) se presenta una curiosa estadí­stica de vinculaciones familiares de los candidatos: 59 hijos, 14 yernos, 16 sobrinos y 24 con otros parentescos relacionados con los fundadores de dinastí­as polí­ticas. De ellos, 52 conservadores y 61 liberales.


Los hechos históricos

El siglo XX se inicia con la coronación de Alfonso XIII como monarca. En 1907 gana las elecciones Antonio Maura, del Partido Conservador. Polí­ticamente el país no se ha recuperado del varapalo moral que supuso la pérdida de sus últimas colonias de ultramar y vive inmerso en un sistema de alternancia de dos partidos que obtienen el gobierno por medio de unas elecciones controladas por el caciquismo, sistema electoral en el que de antemano se conoce el partido vencedor de las elecciones. En Cataluña la formación ganadora de las elecciones resulta ser la nacionalista y burguesa Solidaritat Catalana. Socialmente, los obreros estaban comenzando a tomar conciencia sindical, especialmente en Barcelona, donde socialistas, anarquistas y republicanos eran muy numerosos. Esa conciencia, unida al rechazo al acercamiento de Solidaritat Catalana al Partido Conservador de Maura, hace surgir la confederación sindical Solidaritat Obrera.

Tras la pérdida de sus colonias, España había buscado una mayor presencia en el norte de África, logrando en el reparto colonial efectuado en 1904 y en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906, el control sobre la zona norte de Marruecos. En julio de 1909 los obreros españoles que trabajaban en la construcción de un ferrocarril que unirí­a Melilla con las minas de Beni-Buifur, propiedad de una sociedad controlada por el conde de Romanones y el marqués de Comillas, son atacados por los cabileños de la zona. Este pequeño incidente -inicio de la Guerra de Marruecos que se extenderá hasta 1927-, será utilizado por el gobierno de Maura para iniciar un proyecto colonialista en contra de la opinión popular española. Se ordena la movilización de los reservistas, medida muy mal acogida por las clases populares debido a la legislación de reclutamiento vigente que permitía quedar exento de la incorporación a filas mediante el pago de una canon de 6.000 reales (el sustento diario de un trabajador ascendí­a en la época aproximadamente a 10 reales). En Madrid se acuerda una huelga general para el 2 de agosto, pero en Barcelona, Solidaritat Obrera decide actuar por sorpresa y fija un paro de 24 horas para el 26 de julio, que desembocará en la Semana Trágica. El 27 de julio llegan noticias sobre el Desastre del Barranco del Lobo, donde perecieron 1.200 reservistas, en su mayor parte de Barcelona. La noticia provoca una insurrección con levantamiento de barricadas en las calles. De la inicial protesta antibélica se pasa rápidamente a la protesta anticlerical con el incendio de iglesias, conventos y escuelas religiosas. Este giro de los amotinados tiene su causa en varios motivos muy arraigados en el proletariado urbano al ser la Iglesia, a diferencia de los gobernantes, empresarios o banqueros (que no se vieron afectados directamente por el motín), la institución que estaba más en contacto con el pueblo. Y no olvidemos las características de la Iglesia española, ya reseñadas en este artículo.

El Gobierno proclama el estado de guerra en la ciudad y la ley marcial, cruzándose los primeros disparos en la zona de las Ramblas con el ejército, que abandona la actitud pasiva mantenida hasta entonces. El 28 de julio Barcelona amanece con numerosas columnas de humo procedentes de los edificios religiosos asaltados e incendiados. El comité de huelga se muestra incapaz de controlar a los obreros y la insurrección se desborda porque la guarnición y las fuerzas de seguridad se niegan a combatir a los huelguistas a quienes consideran sus compañeros. Pero en pocos días el motín popular inicia su declive debido a la ausencia de una dirección efectiva. La única esperanza que les quedaba a los sublevados a esa altura era lograr extender la situación al resto de la Pení­nsula, cosa que no se produjo al actuar el Gobierno aislando Barcelona y difundiendo la noticia de que los sucesos de la ciudad tenían carácter separatista. Este mismo dí­a llegan a Barcelona tropas de refuerzo procedentes de Valencia, Zaragoza, Pamplona y Burgos, las que finalmente dominan entre el viernes y el sábado los últimos focos de la insurrección. El balance de los disturbios supone un total de 78 muertos (75 civiles y 3 militares); medio millar de heridos y 112 edificios incendiados (80 religiosos). El gobierno Maura, por medio de su ministro de la Gobernación Juan de la Cierva y Peñafiel inicia de inmediato una represión durí­sima y arbitraria. Se detiene a varios millares de personas, de las que 2000 fueron procesadas resultando 175 penas de destierro, 59 cadenas perpetuas y 5 condenas a muerte. Además, se clausuraron los sindicatos y se ordenó el cierre de las escuelas laicas. Los cinco reos condenados fueron ejecutados el 13 de octubre en el castillo de Montjuic. Entre ellos se encontraba Francisco Ferrer Guardia, cofundador de la Escuela Moderna, a quien se acusó de ser el instigador de la revuelta basándose únicamente en una acusación formulada en una carta remitida por los prelados de Barcelona. Estos fusilamientos ocasionaron una amplia repulsa hacia Maura en España y en toda Europa, organizándose una gran campaña en la prensa extranjera así­ como manifestaciones y asaltos a diversas embajadas. El rey, alarmado por estas reacciones tanto en el exterior como en el interior, cesó a Maura.

Destituido Maura tras la Semana Trágica, era esperado que asumiera el gobierno Segismundo Moret, cabeza visible del frente antimaurista, pero Alfonso XIII, en una decisión sin precedentes, le negó el Decreto de Disolución de las Cortes (necesario para convocar elecciones) dejándole en situación provisional. El acceso de José Canalejas a la presidencia del Consejo de Ministros aclaró la situación. A él -preferido del monarca- se le otorga el Decreto, puede realizar elecciones y las gana de una forma un tanto dudosa. Canalejas gobernó durante más de dos años y medio, e impulsó desde el gobierno un programa de reformas: abolió la Contribución de Consumos, estableció el servicio militar obligatorio y limitó la instalación de órdenes religiosas (Ley del candado). Visitó Marruecos con el rey Alfonso XIII en 1911 y ordenó la ocupación de Larache, Arcila y Alcazarquivir en respuesta a la ocupación francesa de Fez; las negociaciones que inició con los franceses conducirí­an al establecimiento de un protectorado conjunto en Marruecos. En materia de orden público, hubo de emplear la fuerza para reprimir el intento de sublevación republicana de 1911 (motí­n del guardacostas Numancia y sucesos de Cullera) y la huelga ferroviaria de 1912. Nunca se llegaron a realizar las reformas polí­ticas que planteaba (acabar con el caciquismo y el fraude electoral) ya que fue asesinado el 12 de noviembre de 1912 por el anarquista Manuel Pardiñas Serrano delante de la librerí­a San Martí­n en la Puerta del Sol. Con su muerte se abrió una larga pugna por el liderazgo del Partido Liberal que le conduciría a su fin. Tras los gobiernos provisionales de García Prieto y el Conde de Romanones, el rey encargó formar gobierno a Dato (abogado y polí­tico conservador, ministro en 1899, 1902 y 1918) porque Maura habí­a puesto condiciones. Desde entonces el partido conservador se escindió entre los «idóneos» (el grupo mayoritario del partido) y los «mauristas«, más radicales en sus planteamientos. Durante su mandato como presidente del gobierno, Dato supo mantener a España neutral en la primera Guerra Mundial, a pesar de la división del país en germanófilos y partidarios de los aliados, y en polí­tica interior aceptó el gobierno autonomista de la Mancomunidad catalana. Pero como carecía de una mayoría suficiente para gobernar con comodidad, su gobierno se mantuvo inestable con apoyos cambiantes hasta 1915, cuando asume Romanones y convoca elecciones para 1916. Esa elección fue especialmente escandalosa: 35% de los diputados fueron elegidos sin votación y 54 diputados eran parientes de las figuras políticas, entre ellos el hijo y el yerno de Romanones.

Agotadas las posibilidades de los liberales, sobre todo por los primeros signos de recesión tras la bonanza de los años de la guerra, Dato reasume la presidencia en un clima de creciente conflictividad debido a la injerencia del ejército, las reivindicaciones nacionalistas catalanas, las repercusiones de la guerra y la oleada revolucionaria del 17.

En Barcelona, al tiempo que se reunía la Asamblea de Parlamentarios convocada por Cambó, estallaba la huelga general revolucionaria con el apoyo de los dos grandes sindicatos. Ante una crisis social de esta magnitud, Dato no dudó en legalizar las Juntas Militares y utilizar al ejército. En 1918 volvió a desempeñar la cartera de Estado en el gabinete de concentración nacional presidido por Maura. En los años crí­ticos de la posguerra, presidió el gobierno de 1921 cuando el ambiente en Barcelona entre patronal y centrales sindicales se hací­a insoportable. Su apoyo a la represión de la subversión social y a la llamada Ley de Fugas lo convirtieron en blanco de los anarquistas. Fue abatido por más de 20 disparos el 8 de marzo de 1921 en un atentado perpetrado por tres anarquistas catalanes desde un sidecar en marcha en la Puerta de Alcalá de Madrid.

Hasta 1923 hubo trece gobiernos distintos en seis años. El Desastre de Annual en Marruecos (donde murieron 2900 soldados españoles) terminará por llevar al gobierno de García Prieto en 1922 a un último intento de regeneracionismo que fracasa con las peticiones de la izquierda de responsabilidades polí­ticas.


La dictadura de Miguel Primo de Rivera

En 1909 fue destinado a la Guerra de Marruecos. En 1912 fue nombrado general de brigada, por sus méritos militares. Era el primer militar de su promoción en llegar al generalato. En 1915 volvió a la pení­nsula como gobernador militar de Cádiz. Posteriormente fue capitán general de Valencia, de Madrid y de Barcelona. Estos destinos le pusieron en contacto con los agudos problemas sociales y polí­ticos de la época. En noviembre de 1921, tras sus declaraciones a favor del abandono de las colonias norteafricanas («Yo estimo, desde un punto de vista estratégico, que un soldado más allá del Estrecho, es perjudicial para España»), fue destituido de su destino por el gobierno, ferviente partidario de la permanencia en África. En mayo de 1922 fue nombrado capitán general de Barcelona. Desde este puesto, tuvo que enfrentarse a la conflictividad social de la época en la ciudad (acciones de los anarquistas, pistoleros de la patronal, auge del nacionalismo), a la que acompañaba la descomposición del sistema de partidos de la Restauración, creando una situación insostenible de inestabilidad ministerial. En Barcelona se ganó el apoyo de los sectores más conservadores de la Lliga gracias a su polí­tica de mano dura contra la delincuencia y la conflictividad social. El Desastre de Annual, donde falleció su hermano, sumado al Expediente Picasso, le llevaron a dar un golpe de Estado (13 de septiembre de 1923) con el apoyo de diversos sectores de la sociedad española (el rey, los militares, los industriales y los sectores conservadores en general). Apenas asumió el poder el Directorio militar que dirigía y concentraba todos los poderes del Estado, suspendió la constitución de 1876, prohibió la libertad de prensa, disolvió el Gobierno y el Parlamento. Proclamaba actuar inspirado en los ideales de los regeneracionistas de principios de siglo (Joaquín Costa) con el fin de restaurar el orden social y terminar con el caciquismo. Por eso en un principio, y teniendo en cuenta el régimen desprestigiado que derrocó, la oposición fue tan mí­nima que hasta los socialistas aceptaron participar en los tribunales de arbitraje laboral. Durante la primera fase de su gobierno (1923 a 1925), persiguió a los anarquistas declarando ilegal la CNT, suprimió la Mancomunidad de Cataluña persiguiendo a los catalanistas, eliminó los partidos polí­ticos dejando sólo uno, la Unión Patriótica (1924), reforzó el proteccionismo estatal en favor de la industria nacional, fomentó la construcción de grandes obras públicas y prohibió el uso de las lenguas regionales en los actos públicos. Tras el acceso al poder abandonó sus anteriores posiciones contra la presencia española en África, consolidándola mediante una victoria militar, el desembarco de Alhucemas (1925), en el que comandó personalmente al ejército y a la flota en una operación combinada con el ejército francés para acabar con la rebelión de las cábilas del Rif. Fue un éxito tan significativo que animó a Primo de Rivera, condecorado por el rey con la Cruz Laureada de San Fernando, a institucionalizar su gobierno de forma duradera. El Directorio Militar dio paso a un Directorio Civil (1925-30) y se nombró una Asamblea Nacional (1927) que elaboró un anteproyecto de Constitución (1929). Aquel simulacro de Parlamento, sin embargo, sólo sirvió para desnudar las divisiones que habí­a entre los seguidores de la dictadura. Divididas las huestes y enrarecidas las relaciones del dictador con el rey, no fue posible afrontar el auge de la oposición, crecientemente unida y movilizada ante la amenaza de ver perpetuarse el régimen. Socialistas y republicanos se unieron en la campaña contra la dictadura (Pacto de San Sebastián), que amenazaba con arrastrar también a la Monarquí­a. Estudiantes, obreros e intelectuales se manifestaban en contra del régimen; los propios militares conspiraban (destaca la conspiración fallida de 1926, la Sanjuanada). Finalmente, desautorizado por el rey y los altos mandos militares, claudicante su salud, Primo de Rivera presentó su dimisión el 28 de enero en 1930 y se exilió en Parí­s, no sin antes recomendar a Alfonso XIII algunos nombres de militares que podí­an sucederle, entre ellos el general Dámaso Berenguer, que asumió la presidencia interina. Seis semanas más tarde morí­a en Parí­s, en medio de una gran amargura y decepción. Sus hijos José Antonio, fundador de la Falange Española,y Fernando, fueron ejecutados por los republicanos en 1936.


La segunda República

La historia de la Segunda República «en paz» (1931-1936) puede dividirse en tres etapas. Los dos primeros años el gobierno correspondió a la coalición republicano-socialista presidida por Manuel Azaña, que intentó diversas reformas. Los dos años siguientes se hizo cargo del gobierno la derecha a través del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, apoyado en el parlamento por la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). La caractéristica fundamental de este período, llamado por la izquierda «bienio negro», fue el intento de «rectificar» las reformas anteriores. Como resultado de este intento estalló la insurrección anarquista y socialista conocida como Revolución de 1934, que en Asturias tuvo características de revolución social y fue finalmente sofocada por el ejército. La tercera, que sólo duró cinco meses debido al golpe de Estado del 18 de juliode 1936, estuvo marcada por el triunfo del Frente popular, coalición de izquierdas, en las elecciones.


Los autores

España llega al fatídico año de 1898 con un país en franca decadencia, pobre y dividido. Para colmo, estalla una guerra dudosa con los Estados Unidos (parece probado que el ataque al buque norteamericano, excusa para desatar el conflicto, fue obra de los mismos estadounidenses, lo cual no es ninguna novedad) en la que debe ceder a ese país Puerto Rico y Filipinas y pierde Cuba, su última gran colonia. Así las cosas, el país queda convertido en el esqueleto de un gran gigante que se repliega sobre sí mismo. No es casual, dado el momento histórico, que la principal preocupación de la llamada generación literaria del 98 sea, como lo sintetiza Unamuno, “el fondo intrahistórico del pueblo español”, es decir, sus paisajes, sus costumbres, sus manifestaciones artísticas. Una especie de vuelta a los orígenes escapando de la dura realidad.

La búsqueda de la hispanidad no era nueva, ya la había intentado con anterioridad Ángel Ganivet, para quien el ser español es el resultado de la fusión del estoicismo senequista, el cristianismo y el temperamento árabe y tiene como defectos la abulia, la falta de energía y una voluntad débil.

Los integrantes de la generación del 98 (Miguel de Unamuno, Antonio Machado, José Martínez Ruiz “Azorín” Pío Baroja y Ramiro de Maeztu), tomados como grupo, interpretan, igual que Ganivet, el problema de España como un problema de mentalidad más que económico, político o social. Desde esa perspectiva, resulta lógico que imaginaran la literatura como una forma de indagar idealismos y creencias. Son pesimistas e individualistas, con un acercamiento filosófico a Schopenhauer y Kinkeegard, y vienen de las clases acomodadas, las únicas que podían plantearse el trabajo intelectual.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864) Estudió Filosofí­a y Letras en la Universidad de Madrid. En 1894 ingresaba en la Agrupación Socialista colaborando con su semanario, Lucha de clases. En 1901 es nombrado Rector de la Universidad de Salamanca y trece años más tarde es destituido por razones políticas. En 1920 es elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía y Letras y ese mismo año es condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey, sentencia que no llegó a cumplirse. En 1921 pasa a ser vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al dictador Primo de Rivera hacen que este último lo destituya nuevamente y lo destierre a Fuerteventura. Indultado poco después, marcha a Francia. A la caída del régimen de Primo de Rivera vuelve a Salamanca y es elegido concejal por la conjunción republicano-socialista en las elecciones del 31. Proclama entonces la República en Salamanca. Desde el balcón del ayuntamiento, el filósofo declara que comienza «una nueva era y termina una dinastí­a que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido«. El Gobierno de la República le repone en el cargo de Rector de la Universidad. En 1933, desencantado, no presentarse a la reelección. Al año siguiente se jubila de su actividad docente, es nombrado Rector vitalicio y en 1935 Ciudadano de honor de la República.

Durante el verano de 1936, de forma sorprendente, hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los militares sublevados, declarando que representaban la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana, lo que causa tristeza y horror en el mundo. Azaña lo destituye, pero el gobierno de Burgos le repone en el cargo. Sin embargo, el entusiasmo por la sublevación pronto se torna en desengaño. En sus bolsillos se amontonan las cartas de mujeres de amigos, conocidos y desconocidos, que le piden que interceda por sus maridos encarcelados, torturados y fusilados. A principios de octubre, Unamuno visita a Franco en el palacio episcopal para suplicar, sin éxito, clemencia para sus amigos presos. Entonces se arrepiente públicamente de su apoyo a la sublevación. Durante el acto de apertura del curso académico en la Universidad, el 12 de octubre de 1936, Día de la Raza, Unamuno critica duramente la rebelión diciendo: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque os falta la razón«. Le contesta el general José Millán-Astray (el cual sentí­a una profunda enemistad por Unamuno, que le habí­a acusado inopinadamente de corrupción) gritando «A mí­ la Legión, Viva la Muerte (lema de la Legión)” y «Abajo la inteligencia«. Unamuno responde «Viva la vida» (casi un insulto a la Legión). El general se retira indignado. La esposa de Franco, Carmen Polo, toma del brazo a don Miguel y le acompaña, rodeada de su guardia personal, a su casa.

Ese mismo dí­a la corporación municipal se reúne de forma secreta y expulsa a Unamuno. Franco firma su destitución como Rector vitalicio. Sus últimos dí­as de vida los pasa bajo arresto domiciliario en su casa, en un estado de desesperación y soledad.

Unamuno es el ejemplo más claro de la intelectualidad de su época. Su lucha personal con la idea de Dios y su búsqueda de España en su concepción más metafísica, lo llevan a una duda y a un cambio constantes en sus posiciones políticas. Su acercamiento al “problema vasco” es sumamente confuso, igual que su militancia política, ya que de socialista y republicano extremo pasa a apoyar el franquismo.

Las dudas son llevadas al escepticismo por Pío Baroja. Su idea del mundo es la de un lugar sin sentido y su falta de fe en el ser humano lo lleva, desde un marcado individualismo, a rechazar cualquier posible solución vital, ya sea religiosa, polí­tica o filosófica. A ello debemos agregar su descuido en la forma de escribir, basado en la intención de crear una “retórica de tono menor”, caracterizada por la sencillez y economí­a expresivas. Sus novelas están impregnadas del profundo pesimismo de Schopenhauer, aunque predica una especie de redención por la acción (causa de la admiración de Hemingway), en la línea de Friedrich Nietzsche, razón por la que mezcla en sus historias personajes abúlicos y desengañados con otros aventureros y vitalistas.

Su escepticismo y falta de fe en el ser humano no le impiden que termine identificándose con la clase social acomodada a la que pertenece y apoye las doctrinas liberales y el alzamiento militar del 36.

Azorín es miembro destacado de la generación del 98 y respetuoso de sus esencias. Como casi todos los demás integrantes de esta corriente, coquetea en su juventud con el anarquismo para instalarse luego en el conservadurismo extremo. Descendiente también de una familia acomodada (padre abogado, luego alcalde y militante en el partido conservador), su obra marcha paralela a su vida: si en sus primeros textos examina aspectos concretos de la realidad y analiza los graves problemas de España, en lo sucesivo su objetivo será profundizar en la tradición cultural a través de reflexiones espontáneas partiendo de observaciones del paisaje.

Antonio Machado es el poeta por excelencia de la generación del 98. Personaje un tanto atípico dentro de la corriente, su vida está marcada por los problemas económicos y la muerte de su mujer. Se mantuvo fiel a sus ideas hasta el fin de sus días y murió en el exilio en Francia. Su poesía se inicia con Soledades, libro que se puede encuadrar dentro de la corriente del Modernismo, aunque contiene muchos rasgos peculiares de su lírica posterior. Es en Campos de Castilla donde desaparecen los rasgos modernistas y se presenta el noventayochista, preocupado sobre todo por el espacio geográfico que le rodea y sus gentes. A ese libro seguirán una serie de poemas breves, reflexivos y sentenciosos que llamará Proverbios y Cantares y unos textos de crítica social a la España del momento.


Novecentismo

La generación del 98 se continúa con el denominado Novecentismo. El guía intelectual de esta corriente es José Ortega y Gasset, que no sólo fue escritor sino también profesor, conferenciante y fundador de la Revista de Occidente. Su pensamiento filosófico queda resumido en su frase: «Yo soy yo y mi circunstancia». La vida individual dentro de lo que la rodea: lo inmediato y lo remoto, lo físico, histórico y espiritual. El mundo no es propiamente una cosa o una suma de ellas, sino un escenario, porque la vida es tragedia o drama. Vivir es tratar con la realidad circundante, que «forma la otra mitad de mi persona«.

Ejerció gran influencia en pensadores y escritores como Antonio Machado, Francisco Ayala, Marí­a Zambrano, José López-Aranguren, Octavio Paz, Albert Camus.

Eugeni D´Ors es un destacado escritor, ensayista, periodista, filósofo y crítico de arte, formado en los ambientes literarios modernistas y animador de las tertulias de la época. Su sintonía con el arte clásico griego y romano le llevó a romper con el individualismo y el naturalismo de la estética modernista. Convencido de que el arte por el arte era inútil, propuso un proyecto educativo que llamó Noucentismo (“Novecentismo”), para trabajar en las vertientes artística y política. De ese concepto surge su obra fundamental, Glosas.

La posición económica desahogada –era hijo de un famoso jurista- permitió a Ramón Gómez de la Serna gozaba de una posición económica desahogada (hijo de un famoso jurista) lo que le permitió viajar por Europa y América. Su carrera literaria comienza en el periodismo (El Sol, La Voz, Revista de Occidente, El Liberal), donde destaca por su carácter original, ejerciendo una rebelión imaginativa y nihilista contra una sociedad anquilosada, burguesa y sin expectativas. Entre sus excentricidades se cuentan haber dado una conferencia montado sobre el trapecio de un circo en Madrid, desde el lomo de un elefante en Parí­s, subido a un farol de gas en Gijón y en un tugurio de gitanos y chulos de Granada. Fue uno de los tres miembros extranjeros de la Academia Francesa del Humor junto Charles Chaplin y Pitigrilli. Crea una celebérrima fórmula literaria opuesta al trascendentalismo, la greguerí­a, que él mismo definía como “humorismo + metáfora = greguería”. Con Azorín funda el Pen Club español, es secretario del Ateneo de Madrid y tiene una frecuentada tertulia en el Café de Pombo. Sorprendido por la Guerra Civil marcha a Buenos Aires donde vivirá hasta su muerte en 1963.

La poesía de Juan Ramón Jiménez fue influenciada al principio por los poemas de Rubén Darí­o. En 1956 la Academia Sueca le otorga el Premio Nobel de Literatura en Puerto Rico , donde ha vivido gran parte de su vida en el exilio y donde trabaja como profesor en la Universidad. La crí­tica divide su trayectoria en tres etapas: sensitiva, intelectual y suficiente y verdadera. La etapa sensitiva (1898 -1915 ) está marcada por la influencia de Bécquer, el Simbolismo y un Modernismo de formas tenues, rima asonante y verso de arte menor, en la que predominan las descripciones del paisaje como reflejo del alma del poeta y los sentimientos vagos, la melancolí­a, la música y el color desvaído, los recuerdos y ensueños amorosos. Se trata de una poesí­a emotiva y sentimental donde se trasluce la sensibilidad del poeta a través de una estructura formal perfecta. La segunda época se vierte en endecasí­labos y alejandrinos, la rima consonante, el estrofismo clásico (sonetos, serventesios) y denota una mayor impronta modernista del Simbolismo francés (Charles Baudelaire, Paul Verlaine) y del decadentismo anglofrancés (Walter Pater, fundamentalmente). En la tercera etapa el poeta realiza una poesía sin anécdota, sin los “ropajes del modernismo”, una poesí­a estilizada y depurada, donde admira todo lo que contempla. Este poemario surge como fruto de su viaje a América. Experimenta con los temas y las formas y abre una nueva corriente poética que será explotada por algunos miembros de la Generación del 27.

La pérdida temprana de su madre obliga a Ramón Pérez de Ayala a pasar la mayor parte del tiempo como interno en los colegios de la Compañía de Jesús. El anticlericalismo que le inspira la educación jesuí­tica está plasmado en su obra. En Oviedo, donde estudia derecho, entra en contacto con los pensadores del Krausismo. Le atrae el Regeneracionismo y el Decadentismo estético de la Europa de preguerra. Aborrece el conservadurismo burgués de la ciudad, que en su obra aparece bajo el nombre de «Pilares«. Viaja por Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Es corresponsal de guerra durante la guerra del 14 para La Prensa de Buenos Aires. En 1927 obtiene el Premio Nacional de Literatura . En 1928 es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua. En 1931 firma el manifiesto “Al servicio de la República”. El régimen republicano le encarga la dirección del Museo del Prado y recibe un ascenso administrativo y una diputación a Cortes. En 1932 es nombrado embajador en Londres, cargo del que dimite en 1936, descontento del rumbo político que impone el Frente Popular. Durante la Guerra Civil apoya el franquismo. Vive en París y Biarritz y más tarde en Buenos Aires. Visita varias veces España y en 1954 regresa para quedarse definitivamente. Muere en Madrid el cinco de agosto de 1962.

Pérez de Ayala cultiva todos los géneros y destaca en todos ellos menos en el teatro. En la lírica se aprecia la inspiración simbolista y culturalista del Modernismo: una poesía ideológica y conceptual, pero con emoción. Es uno de los cultivadores de la poesía filosófica en esa época, pero no desdeña la sonoridad en el verso.

Los crí­ticos suelen distinguir dos etapas en su actividad novelí­stica: en la primera, correspondiente a su época juvenil, aparece como un escritor realista con una visión pesimista de la vida, que se trasluce a través de una sutil ironí­a; en la segunda abandona el realismo en favor del simbolismo caricaturesco y el lenguaje se recarga con componentes ideológicos propios del ensayo.


La generación del 27

Si la Generación del 98 se caracterizó por la intrahistoria, el auge de las clases populares y la posibilidad de un cambio social llevaron a la generación del 27 al compromiso frente a la situación nacional e internacional. Su estética –que intentó hallar los elementos comunes entre la tradición literaria culta y popular española y las vanguardias estéticas europeas- evolucionó desde la poesía pura, las llamadas vanguardias deshumanizadas (Futurismo, Cubismo, Ultraísmo, Creacionismo) y la metáfora gongorina, al compromiso humano del Surrealismo.

Formaron parte de ella una serie de autores que surgieron en el panorama cultural español alrededor de esa fecha y que eligieron ese preciso año, en el que escritores, profesores e intelectuales rindieron homenaje, en el Ateneo de Sevilla, a Luis de Góngora al cumplirse el tricentenario de su fallecimiento, para fundar el grupo. De esa forma reivindicaban la poesía barroca, desprestigiada por la crí­tica decimonónica.

La nómina habitual de la generación del 27 se limita a Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda y Manuel Altoaguirre, pero hubo también muchos otros que de algún modo estuvieron en su órbita, algunos mayores, como Fernando Villalón, José Moreno Villa y León Felipe, y otros más jóvenes, como Miguel Hernández. También deberían agregarse los nombres de algunas mujeres que se incorporaron en esa época a la actividad literaria, unas casándose con autores y otras a través de una gran amistad con ellos. Son los casos de María Teresa León, Ernestina de Champurcín, Concha Méndez y Carmen Conde.

Los autores también se hicieron notar publicando en revistas como La Gaceta Literaria, dirigida por Ernesto Giménez Caballero; Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín; Litoral, impresa por Manuel Altolaguirre y Emilio Prados; Carmen creada en Santander por Gerardo Diego; Verso y prosa, de Murcia, Mediodí­a (Sevilla), Meseta, de Valladolid, Revista de Occidente, cuya editorial imprimió varios libros del grupo; Caballo verde para la poesía, dirigida por Pablo Neruda y en Octubre, dirigida por Rafael Alberti.

* Lev Davidovich (1879-1940) Periodista, escritor y ensayista ruso.