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Número 70

La revolución cultural / Eric Hobsbawm

Revista Malabia número 70
La revolución cultural, por Eric Hobsbawm

La revolución cultural / Eric Hobsbawm

Las manifestaciones de más éxito no son necesariamente las que movilizan a más gente, sino las que suscitan más interés entre los periodistas. A riesgo de exagerar un poco, podría decirse que cincuenta tipos listos que sepan montar bien un happening para que salga cinco minutos por la tele pueden tener tanta incidencia política como medio millón de manifestantes.

Pierre Bourdieu (1994)

La mejor forma de acercarnos a esta revolución cultural es a través de la familia y del hogar, es decir, a través de la estructura de las relaciones entre ambos sexos y entre las distintas generaciones. En la mayoría de sociedades, estas estructuras habían mostrado una impresionante resistencia a los cambios bruscos, aunque eso no quiere decir que fuesen estáticas. Además, a pesar de las apariencias de signo contrario, las estructuras eran de ámbito mundial, o por lo menos presentaban semejanzas básicas en amplias zonas, aunque, por razones socioeconómicas y tecnológicas, se ha sugerido que existe una notable diferencia entre Eurasia (incluyendo ambas orillas del Mediterráneo), por un lado, y el resto de África, por el otro (Goody, 1990). Así, por ejemplo, la poligamia, que, según se dice, estaba o había llegado a estar prácticamente ausente de Eurasia, salvo entre algunos grupos, y en el mundo árabe, floreció en África, donde más de la cuarta parte de los matrimonios eran polígamos (Goody, 1990).

No obstante, a pesar de las variaciones, la inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio formal con relaciones sexuales privilegiadas para los cónyuges (el «adulterio» se considera una falta en todo el mundo), la superioridad del marido sobre la mujer («patriarcado») y de los padres sobre los hijos, además de la de las generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidades familiares formadas por varios miembros, etc. Fuese cual fuese el alcance y la complejidad de la red de relaciones de parentesco y los derechos y obligaciones mutuos que se daban en su seno, el núcleo fundamental —la pareja con hijos— estaba presente en alguna parte, aunque el grupo o conjunto familiar que cooperase o conviviese con ellos fuera mucho mayor. La idea de que la familia nuclear, que se convirtió en el patrón básico de la sociedad occidental en los siglos XIX y XX, había evolucionado de algún modo a partir de una familia y unas unidades de parentesco mucho más amplias, como un elemento más del desarrollo del individualismo burgués o de cualquier otra clase, se basa en un malentendido histórico, sobre todo del carácter de la cooperación social y su razón de ser en las sociedades preindustriales. Hasta en una institución tan comunista como la familia conjunta de los eslavos de los Balcanes, «cada mujer trabaja para su familia en el sentido estricto de la palabra, o sea, para su marido y sus hijos, pero también, cuando le toca, para los miembros solteros de la comunidad y los huérfanos» (Guidetti y Stahl, 1977). La existencia de este núcleo familiar y del hogar, por supuesto, no significa que los grupos o comunidades de parentesco en los que se integra se parezcan en otros aspectos.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX esta distribución básica y duradera empezó a cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales «desarrollados», aunque de forma desigual. Así, en Inglaterra y Gales —un ejemplo, lo reconozco, bastante espectacular—, en 1938 había un divorcio por cada cincuenta y ocho bodas (Mitchell, 1975), pero a mediados de los ochenta, había uno por cada 2,2 bodas (UN Statistical Yearbook, 1987). Después, podemos ver la aceleración de esta tendencia en los alegres sesenta. A finales de los años setenta, en Inglaterra y Gales había más de 10 divorcios por cada 1.000 parejas casadas, o sea, cinco veces más que en 1961 (Social Trends, 1980).

Esta tendencia no se limitaba a Gran Bretaña. En realidad, el cambio espectacular se ve con la máxima claridad en países de moral estricta y con una fuerte carga tradicional, como los católicos. En Bélgica, Francia y los Países Bajos el índice bruto de divorcios (el número anual de divorcios por cada 1000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre 1970 y 1985. Sin embargo, incluso en países con tradición de emancipados en estos aspectos como Dinamarca y Noruega, se duplicaron o casi triplicaron en el mismo período. Está claro que algo insólito le estaba ocurriendo al matrimonio en Occidente. Las pacientes de una clínica ginecológica de California en los años setenta presentaban «una disminución sustancial en el número de matrimonios formales, una reducción del deseo de tener hijos y un cambio de actitud hacia la aceptación de una adaptación bisexual» (Esman, 1990). No es probable que una reacción así en una muestra de población femenina de parte alguna del mundo, incluida California, se hubiese podido dar antes de esa década.

La cantidad de gente que vivía sola (es decir, que no pertenecía a una pareja o a una familia más amplia) también empezó a dispararse. En Gran Bretaña permaneció más o menos estable durante el primer tercio del siglo, en torno al 6% de todos los hogares, con una suave tendencia al alza a partir de entonces. Pero entre 1960 y 1980 el porcentaje casi se duplicó, pasando del 12 al 22% de todos los hogares, y en 1991 ya era más de la cuarta parte (Abrams, 1945; Carr-Saunders et al., 1958; Social Trends, 1993). En muchas de las grandes ciudades occidentales constituían más de la mitad de los hogares. En cambio, la típica familia nuclear occidental, la pareja casada con hijos, se encontraba en franca retirada. En los Estados Unidos estas familias cayeron del 44% del total de hogares al 29% en veinte años (1960-1980); en Suecia, donde casi la mitad de los niños nacidos a mediados de los años ochenta eran hijos de madres solteras (Ecosoc), pasaron del 37 al 25%. Incluso en los países desarrollados en donde aún representaban más de la mitad de los hogares en 1960 (Canadá, Alemania Federal, Países Bajos, Gran Bretaña) se encontraban ahora en franca minoría. En determinados casos, dejó de ser incluso típica. Así, por ejemplo, en 1991 el 58% de todas las familias negras de los Estados Unidos estaban encabezadas por mujeres solteras, y el 70% de los niños eran hijos de madres solteras. En 1940 las madres solteras sólo eran cabezas de familia del 11,3% de las familias de color, e incluso en las ciudades, sólo del 12,4% (Frazier, 1957). Todavía en 1970 la cifra era de sólo el 33% {New York Times, 5-10-92).

La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas acerca de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto oficiales como extraoficiales, los más importantes de los cuales pueden fecharse, de forma coincidente, en los años sesenta y setenta. Oficialmente esta fue una época de liberalización extraordinaria tanto para los heterosexuales (o sea, sobre todo, para las mujeres, que hasta entonces habían gozado de mucha menos libertad que los hombres) como para los homosexuales, además de para las restantes formas de disidencia en materia de cultura sexual. En Gran Bretaña la mayor parte de las actividades homosexuales fueron legalizadas en la segunda mitad de los años sesenta, unos años más tarde que en los Estados Unidos, donde el primer estado en legalizar ia sodomía (Illinois) lo hizo en 1961 (Johansson y Percy, 1990). En la mismísima Italia del papa, el divorcio se legalizó en 1970, derecho confirmado mediante referéndum en 1974. La venta de anticonceptivos y la información sobre los métodos de control de la natalidad se legalizaron en 1971, y en 1975 un nuevo código de derecho familiar sustituyó al viejo que había estado en vigor desde la época fascista. Finalmente, el aborto pasó a ser legal en 1978, lo cual fue confirmado mediante referéndum en 1981.

Aunque no cabe duda de que unas leyes permisivas hicieron más fáciles unos actos hasta entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas cuestiones, la ley reconoció más que creó el nuevo clima de relajación sexual. Que en los años cincuenta sólo el 1% de las mujeres británicas hubiesen cohabitado durante un tiempo con su futuro marido antes de casarse no se debía a la legislación, como tampoco el hecho de que a principios de los años ochenta el 21% de las mujeres lo hiciesen (Gillis, 1985). Pasaron a estar permitidas cosas que hasta entonces habían estado prohibidas, no sólo por la ley o la religión, sino también por la moral consuetudinaria, las convenciones y el qué dirán. Estas tendencias no afectaron por igual a todas las partes del mundo. Mientras que el divorcio fue en aumento en todos los países donde era permitido (asumiendo, por el momento, que la disolución formal del matrimonio mediante un acto oficial signifícase lo mismo en todos ellos), el matrimonio se había convertido en algo mucho menos estable en algunos. En los años ochenta siguió siendo mucho más permanente en los países católicos (no comunistas).

El divorcio era mucho menos corriente en la península ibérica y en Italia, y aún menos en América Latina, incluso en países que presumen de avanzados: un divorcio por cada 22 matrimonios en México, por cada 33 en Brasil (pero uno por cada 2,5 en Cuba). Corea del Sur se mantuvo como un país insólitamente tradicional teniendo en cuenta lo rápido de su desarrollo (un divorcio por cada 11 matrimonios), pero a principios de los ochenta hasta Japón tenía un índice de divorcio de menos de la cuarta parte que Francia y muy inferior al de los británicos y los norteamericanos, más propensos a divorciarse. Incluso dentro del mundo (entonces) socialista se daban diferencias, aunque más reducidas que en el mundo capitalista, salvo en la URSS, a la que sólo superaban los Estados Unidos en la propensión de sus habitantes a disolver sus matrimonios (UN World Social Situation, 1989). Estas diferencias no nos sorprenden. Lo que era y sigue siendo mucho más interesante es que, grandes o pequeñas, las mismas transformaciones pueden detectarse por todo el mundo «en vías de modernización». Algo que resulta evidente, sobre todo, en el campo de la cultura popular o, más concretamente, de la cultura juvenil. Y es que si el divorcio, los hijos ilegítimos y el auge de las familias monoparentales (es decir, en la inmensa mayoría, sólo con la madre) indicaban la crisis de la relación entre los sexos, el auge de una cultura específicamente juvenil muy potente indicaba un profundo cambio en la relación existente entre las distintas generaciones. Los jóvenes, en tanto que grupo con conciencia propia que va de la pubertad —que en los países desarrollados empezó a darse algunos años antes que en la generación precedente (Tanner, 1962) —hasta mediados los veinte años, se convirtieron ahora en un grupo social independiente. Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta, fueron las movilizaciones de sectores generacionales que, en países menos politizados, enriquecían a la industria discográfica, el 75-80% de cuya producción —a saber, música rock— se vendía casi exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años (Hobsbawm, 1993). La radicalización política de los años sesenta, anticipada por contingentes reducidos de disidentes y automarginados culturales etiquetados de varias formas, perteneció a los jóvenes, que rechazaron la condición de niños o incluso de adolescentes (es decir, de personas todavía no adultas), al tiempo que negaban el carácter plenamente humano de toda generación que tuviese más de treinta años, con la salvedad de algún que otro gurú. Con la excepción de China, donde el anciano Mao movilizó a las masas juveniles con resultados terribles, a los jóvenes radicales los dirigían —en la medida en que aceptasen que alguien los dirigiera— miembros de su mismo grupo. Este es claramente el caso de los movimientos estudiantiles, de alcance mundial, aunque en los países en donde éstos precipitaron levantamientos de las masas obreras, como en Francia y en Italia en 1968-1969, la iniciativa también venía de trabajadores jóvenes. Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones de la vida real, o sea, nadie verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadas pero manifiestamente absurdas consignas del mayo parisino de 1968 o del «otoño caliente» italiano de 1969: «tutto e súbito», lo queremos todo y ahora mismo (Albers/Goldschmidt/Oehlke, 1971).

La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente quedó simbolizada por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente parangón desde la época del romanticismo: el héroe cuya vida y juventud acaban al mismo tiempo. Esta figura, cuyo precedente en los años cincuenta fue la estrella de cine James Dean, era corriente, tal vez incluso el ideal típico, dentro de lo que se convirtió en la manifestación cultural característica de la juventud: la música rock. Buddy Holly, Janis Joplin, Brian Jones de los Rolling Stones, Bob Marley, Jimmy Hendrix y una serie de divinidades populares cayeron víctimas de un estilo de vida ideado para morir pronto. Lo que convertía esas muertes en simbólicas era que la juventud, que representaban, era transitoria por definición. La de actor puede ser una profesión para toda la vida, pero no la de jeune premier. No obstante, aunque los componentes de la juventud cambian constantemente —es público y notorio que una «generación» estudiantil sólo dura tres o cuatro años—, sus filas siempre vuelven a llenarse. El surgimiento del adolescente como agente social consciente recibió un reconocimiento cada vez más amplio, entusiasta por parte de los fabricantes de bienes de consumo y menos caluroso por parte de sus mayores, que veían cómo el espacio existente entre los que estaban dispuestos a aceptar la etiqueta de «niño» y los que insistían en la de «adulto» se iba expandiendo. A mediados de los sesenta, incluso el mismísimo movimiento de Baden Powell, los Boy Scouts ingleses, abandonó la primera parte de su nombre como concesión al espíritu de los tiempos, y cambió el viejo sombrero de explorador por la menos indiscreta boina (Gillis, 1974).

Los grupos de edad no son nada nuevo en la sociedad, e incluso en la civilización burguesa se reconocía la existencia de un sector de quienes habían alcanzado la madurez sexual, pero todavía se encontraban en pleno crecimiento físico e intelectual y carecían de la experiencia de la vida adulta. El hecho de que este grupo fuese cada vez más joven al empezar la pubertad y que alcanzara antes su máximo crecimiento (Floud et al, 1990) no alteraba de por sí la situación, sino que se limitaba a crear tensiones entre los jóvenes y sus padres y profesores, que insistían en tratarlos como menos adultos de lo que ellos creían ser. En los ambientes burgueses se esperaba de sus muchachos -a diferencia de las chicas- que pasasen por una época turbulenta y «hicieran sus locuras» antes de «sentar la cabeza».

La novedad de la nueva cultura juvenil tenía una triple vertiente. En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta, sino, en cierto sentido, como la fase culminante del pleno desarrollo humano. Al igual que en el deporte, la actividad humana en la que la juventud lo es todo, y que ahora definía las aspiraciones de más seres humanos que ninguna otra, la vida iba claramente cuesta abajo a partir de los treinta años. Como máximo, después de esa edad ya era poco lo que tenía interés. El que esto no se correspondiese con una realidad social en la que (con la excepción del deporte, algunos tipos de espectáculo y tal vez las matemáticas puras) el poder, la influencia y el éxito, además de la riqueza, aumentaban con la edad, era una prueba más del modo insatisfactorio en que estaba organizado el mundo. Y es que, hasta los años setenta, el mundo de la posguerra estuvo gobernado por una gerontocracia en mucha mayor medida que en épocas pretéritas, en especial por hombres -apenas por mujeres, todavía- que ya eran adultos al final, o incluso al principio, de la primera guerra mundial. Esto valía tanto para el mundo capitalista (Adenauer, De Gaulle, Franco, Churchill) como para el comunista (Stalin y Kruschev, Mao, Ho Chi Minh, Tito), además de para los grandes estados poscoloniales (Gandhi, Nehru, Sukarno). Los dirigentes de menos de cuarenta años eran una rareza, incluso en regímenes revolucionarios surgidos de golpes militares, una clase de cambio político que solían llevar a cabo oficiales de rango relativamente bajo, por tener menos que perder que los de rango superior; de ahí gran parte del impacto de Fidel Castro, que se hizo con el poder a los treinta y dos años.

No obstante, se hicieron algunas concesiones tácitas y acaso no siempre conscientes a los sectores juveniles de la sociedad, por parte de las clases dirigentes y sobre todo por parte de las florecientes industrias de los cosméticos, del cuidado del cabello y de la higiene íntima, que se beneficiaron desproporcionadamente de la riqueza acumulada en unos cuantos países desarrollados. A partir de finales de los años sesenta hubo una tendencia a rebajar la edad de voto a los dieciocho años -por ejemplo en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia- y también se dio algún signo de disminución de la edad de consentimiento para las relaciones sexuales (heterosexuales). Paradójicamente, a medida que se iba prolongando la esperanza de vida, el porcentaje de ancianos aumentaba y, por lo menos entre la clase alta y la media, la decadencia senil se retrasaba, se llegaba antes a la edad de jubilación y, en tiempos difíciles, la «jubilación anticipada» se convirtió en uno de los métodos predilectos para recortar costos laborales. Los ejecutivos de más de cuarenta años que perdían su empleo encontraban tantas dificultades como los trabajadores manuales y administrativos para encontrar un nuevo trabajo.

La segunda novedad de la cultura juvenil deriva de la primera: era o se convirtió en dominante en las «economías desarrolladas de mercado», en parte porque ahora representaba una masa concentrada de poder adquisitivo, y en parte porque cada nueva generación de adultos se había socializado formando parte de una cultura juvenil con conciencia propia y estaba marcada por esta experiencia, y también porque la prodigiosa velocidad del cambio tecnológico daba a la juventud una ventaja tangible sobre edades más conservadoras o por lo menos no tan adaptables. Sea cual sea la estructura de edad de los ejecutivos de IBM o de Hitachi, lo cierto es que sus nuevos ordenadores y sus nuevos programas los diseñaba gente de veintitantos años. Y aunque esas máquinas y esos programas se habían hecho con la esperanza de que hasta un tonto pudiese manejarlos, la generación que no había crecido con ellos se daba perfecta cuenta de su inferioridad respecto a las generaciones que lo habían hecho. Lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se invirtió. Los tejanos, la prenda de vestir deliberadamente humilde que popularizaron en los campus universitarios norteamericanos los estudiantes que no querían tener el mismo aspecto que sus mayores, acabaron por asomar, en días festivos y en vacaciones, o incluso en el lugar de trabajo de profesionales «creativos» o de otras ocupaciones de moda, por debajo de más de una cabeza gris. La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su asombrosa internacionalización. Los tejanos y el rock se convirtieronen las marcas de la juventud «moderna», de las minorías destinadas a convertirse en mayorías en todos los países en donde se los toleraba e incluso en algunos donde no, como en la URSS a partir de los años sesenta (Starr, 1990). El inglés de las letras del rock a menudo ni siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante hegemonía cultural de los Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares, aunque hay que destacar que los propios centros de la cultura juvenil de Occidente no eran nada patrioteros en este terreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales, y recibían encantados estilos importados del Caribe, de América Latina y, a partir de los años ochenta, cada vez más, de África. La hegemonía cultural no era una novedad, pero su modus operandi había cambiado. En el período de entreguerras, su vector principal había sido la industria cinematográfica norteamericana, la única con una distribución masiva a escala planetaria, y que era vista por un público de cientos de millones de individuos que alcanzó sus máximas dimensiones justo después de la segunda guerra mundial. Con el auge de la televisión, de la producción cinematográfica internacional y con el fin del sistema de estudios de Hollywood, la industria norteamericana perdió parte de su preponderancia y una parte aún mayor de su público. En 1960 no produjo más que una sexta parte de la producción cinematográfica mundial, aun sin contar a Japón ni a la India (UN Statistical Yearbook, 1961), si bien con el tiempo recuperaría gran parte de su hegemonía.

Los Estados Unidos no consiguieron nunca dominar de modo comparable los distintos mercados televisivos, inmensos y lingüísticamente más variados. Su moda juvenil se difundió directamente, o bien amplificada por la intermediación de Gran Bretaña, gracias a una especie de ósmosis informal, a través de discos y luego cintas, cuyo principal medio de difusión, ayer igual que hoy y que mañana, era la anticuada radio. Se difundió también a través de los canales de distribución mundial de imágenes; a través de los contactos personales del turismo juvenil internacional, que diseminaba cantidades cada vez mayores de jóvenes en téjanos por el mundo; a través de la red mundial de universidades, cuya capacidad para comunicarse con rapidez se hizo evidente en los años sesenta. Y se difundió también gracias a la fuerza de la moda en la sociedad de consumo que ahora alcanzaba a las masas, potenciada por la presión de los propios congéneres. Había nacido una cultura juvenil global. ¿Habría podido surgir en cualquier otra época? Casi seguro que no. Su público habría sido mucho más reducido, en cifras relativas y absolutas, pues la prolongación de la duración de los estudios, y sobre todo la aparición de grandes conjuntos de jóvenes que convivían en grupos de edad en las universidades provocó una rápida expansión del mismo. Además, incluso los adolescentes que entraban en el mercado laboral al término del período mínimo de escolarización (entre los catorce y dieciséis años en un país «desarrollado » típico) gozaban de un poder adquisitivo mucho mayor que sus predecesores, gracias a la prosperidad y al pleno empleo de la edad de oro, y gracias a la mayor prosperidad de sus padres, que ya no necesitaban tanto las aportaciones de sus hijos al presupuesto familiar. Fue el descubrimiento de este mercado juvenil a mediados de los años cincuenta lo que revolucionó el negocio de la música pop y, en Europa, el sector de la industria de la moda dedicado al consumo de masas. El «boom británico de los adolescentes», que comenzó por aquel entonces, se basaba en las concentraciones urbanas de muchachas relativamente bien pagadas en las cada vez más numerosas tiendas y oficinas, que a menudo tenían más dinero para gastos que los chicos, y dedicaban entonces cantidades menores a gastos tradicionalmente masculinos como la cerveza y el tabaco. El boom «mostró su fuerza primero en el mercado de artículos propios de muchachas adolescentes, como blusas, faldas, cosméticos y discos» (Alien, 1968), por no hablar de los conciertos de música pop, cuyo público más visible, y audible, eran ellas. El poder del dinero de los jóvenes puede medirse por las ventas de discos en los Estados Unidos, que subieron de 277 millones en 1955, cuando hizo su aparición el rock, a 600 millones en 1959 y a 2000 millones en 1973 (Hobsbawm, 1993). En los Estados Unidos, cada miembro del grupo de edad comprendido entre los cinco y los diecinueve años se gastó por lo menos cinco veces más en discos en 1970 que en 1955. Cuanto más rico el país, mayor el negocio discográfico: los jóvenes de los Estados Unidos, Suecia, Alemania Federal, los Países Bajos y Gran Bretaña gastaban entre siete y diez veces más por cabeza que los de países más pobres pero en rápido desarrollo como Italia y España. Su poder adquisitivo facilitó a los jóvenes el descubrimiento de señas materiales o culturales de identidad. Sin embargo, lo que definió los contornos de esa identidad fue el enorme abismo histórico que separaba a las generaciones nacidas antes de, digamos, 1925 y las nacidas después, digamos, de 1950; un abismo mucho mayor que el que antes existía entre padres e hijos. La mayoría de los padres de adolescentes adquirió plena conciencia de ello durante o después de los años sesenta. Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado, ya fuesen transformadas por la revolución, como China, Yugoslavia o Egipto; por la conquista y la ocupación, como Alemania y Japón; o por la liberación del colonialismo. No se acordaban de la época de antes del diluvio. Con la posible y única excepción de la experiencia compartida de una gran guerra nacional, como la que unió durante algún tiempo a jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña, no tenían forma alguna de entender lo que sus mayores habían experimentado o sentido, ni siquiera cuando éstos estaban dispuestos a hablar del pasado, algo que no acostumbraba a hacer la mayoría de alemanes, japoneses y franceses. ¿Cómo podía un joven indio, para quien el Congreso era el gobierno o una maquinaria política, comprender a alguien para quien éste había sido la expresión de una lucha de liberación nacional? ¿Cómo podían ni siquiera los jóvenes y brillantes economistas indios que conquistaron las facultades de economía del mundo entero llegar a entender a sus maestros, para quienes el colmo de la ambición, en la época colonial, había sido simplemente llegar a ser «tan buenos como» el modelo de la metrópoli?

La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta. ¿Cómo era posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen la experiencia de los años treinta, o viceversa, que una generación mayor entendiese a una juventud para la que un empleo no era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo que podía conseguirse en cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran ganas de irse a pasar unos cuantos meses al Nepal? Esta versión del abismo generacional no se circunscribía a los países industrializados, pues el drástico declive del campesinado produjo brechas similares entre las generaciones rurales y ex rurales, manuales y mecanizadas. Los profesores de historia franceses, educados en una Francia en donde todos los niños venían del campo o pasaban las vacaciones en él, descubrieron en los años setenta que tenían que explicar a los estudiantes lo que hacían las pastoras y qué aspecto tenía un patio de granja con su montón de estiércol. Más aún, el abismo generacional afectó incluso a aquellos —la mayoría de los habitantes del mundo— que habían quedado al margen de los grandes acontecimientos políticos del siglo, o que no se habían formado una opinión acerca de ellos, salvo en la medida en que afectasen su vida privada. Pero hubiese quedado o no al margen de estos acontecimientos, la mayoría de la población mundial era más joven que nunca. En los países del tercer mundo donde todavía no se había producido la transición de unos índices de natalidad altos a otros más bajos, era probable que entre dos quintas partes y la mitad de los habitantes tuvieran menos de catorce años. Por fuertes que fueran los lazos de familia, por poderosa que fuese la red de la tradición que los rodeaba, no podía dejar de haber un inmenso abismo entre su concepción de la vida, sus experiencias y sus expectativas y las de las generaciones mayores. Los exiliados políticos surafricanos que regresaron a su país a principios de los años noventa tenían una percepción de lo que significaba luchar por el Congreso Nacional Africano diferente de la de los jóvenes «camaradas» que hacían ondear la misma bandera en los guetos africanos. Y ¿cómo podía interpretar a Nelson Mandela la mayoría de la gente de Soweto, nacida mucho después de que éste ingresara en prisión, sino como un símbolo o una imagen? En muchos aspectos, el abismo generacional era mayor en países como estos que en Occidente, donde la existencia de instituciones permanentes y de continuidad política unía a jóvenes y mayores.



III

La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido más amplio de una revolución en el comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del ocio y en las artes comerciales, que pasaron a configurar cada vez más el ambiente que respiraban los hombres y mujeres urbanos. Dos de sus características son importantes: era populista e iconoclasta, sobre todo en el terreno del comportamiento individual, en el que todo el mundo tenía que «ir a lo suyo» con las menores injerencias posibles, aunque en la práctica la presión de los congéneres y la moda impusieran la misma uniformidad que antes, por lo menos dentro de los grupos de congéneres y de las subculturas.

Que los niveles sociales más altos se inspirasen en lo que veían en «el pueblo» no era una novedad en sí mismo. Aun dejando a un lado a la reina María Antonieta, que jugaba a hacer de pastora, los románticos habían adorado la cultura, la música y los bailes populares campesinos, sus intelectuales más a la moda (Baudelaire) habían coqueteado con la nostalgic de la boue (nostalgia del arroyo) urbana, y más de un Victoriano había descubierto que las relaciones sexuales con miembros de las clases inferiores, de uno u otro sexo según los gustos personales, eran muy gratificantes. Estos sentimientos no han desaparecido aún a fines del siglo XX. En la era del imperialismo las influencias culturales empezaron a actuar sistemáticamente de abajo arriba (véase La era del imperio, capítulo 9) gracias al impacto de las nuevas artes plebeyas y del cine, el entretenimiento de masas por excelencia. Pero la mayoría de los espectáculos populares y comerciales de entreguerras seguían bajo la hegemonía de la clase media o amparados por su cobertura. La industria cinematográfica del Hollywood clásico era, antes que nada, respetable: sus ideas sociales eran la versión estadounidense de los sólidos «valores familiares», y su ideología, la de la oratoria patriótica. Siempre que, buscando el éxito de taquilla, Hollywood descubría un género incompatible con el universo moral de las quince películas de la serie de «Andy Hardy» (1937-1947), que ganó un Oscar por su «aportación al fomento del modo de vida norteamericano» (Halliwell, 1988), como ocurrió con las primeras películas de gangsters, que corrían el riesgo de idealizar a los delincuentes, el orden moral quedaba pronto restaurado, si es que no estaba ya en las seguras manos del Código de Producción de Hollywood (1934-1966), que limitaba la duración permitida de los besos (con la boca cerrada) en pantalla a un máximo de treinta segundos. Los mayores triunfos de Hollywood -como Lo que el viento se llevó– se basaban en novelas concebidas para un público de cultura y clase medias y pertenecían a ese universo cultural en el mismo grado que La feria de las vanidades de Thackeray o el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand. Sólo el género anárquico y populista de la comedia cinematográfica, hija del vodevil y del circo, se resistió un tiempo a ser ennoblecido, aunque en los años treinta acabó sucumbiendo a las presiones de un brillante género de boulevard, la «comedia loca» de Hollywood. También el triunfante «musical» de Broadway del período de entreguerras, y los números bailables y canciones que contenía, eran géneros burgueses, aunque inconcebibles sin la influencia del jazz. Se escribían para la clase media de Nueva York, con libretos y letras dirigidos claramente a un público adulto que se veía a sí mismo como gente refinada de ciudad. Una rápida comparación de las letras de Cole Porter con las de los Rolling Stones basta para ilustrar este punto. Al igual que la edad de oro de Hollywood, la edad de oro de Broadway se basaba en la simbiosis de lo plebeyo y lo respetable, pero no de lo populista.

La novedad de los años cincuenta fue que los jóvenes de clase media y alta, por lo menos en el mundo anglosajón, que marcaba cada vez más la pauta universal, empezaron a aceptar como modelos la música, la ropa e incluso el lenguaje de la clase baja urbana, o lo que creían que lo era. La música rock fue el caso más sorprendente. A mediados de los años cincuenta, surgió del gueto de la «música étnica» o de rythm and blues de los catálogos de las compañías de discos norteamericanas, destinadas a los negros norteamericanos pobres, para convertirse en el lenguaje universal de la juventud, sobre todo de la juventud blanca. Anteriormente, los jóvenes elegantes de clase trabajadora habían adoptado los estilos de la moda de los niveles sociales más altos o de subculturas de clase media como los artistas bohemios; en mayor grado aún las chicas de clase trabajadora. Ahora parecía tener lugar una extraña inversión de papeles: el mercado de la moda joven plebeya se independizó, y empezó a marcar la pauta del mercado patricio. Ante el avance de los téjanos (para ambos sexos), la alta costura parisina se retiró, o aceptó su derrota utilizando sus marcas de prestigio para vender productos de consumo masivo, directamente o a través de franquicias. El de 1965 fue el primer año en que la industria de la confección femenina de Francia produjo más pantalones que faldas (Veillon, 1993). Los jóvenes aristócratas empezaron a desprenderse de su acento y a emplear algo parecido al habla de la clase trabajadora londinense. Jóvenes respetables de uno y otro sexo empezaron a copiar lo que hasta entonces no había sido más que una moda indeseable y machista de obreros manuales, soldados y similares: el uso despreocupado de tacos en la conversación. La literatura siguió la pauta: un brillante crítico teatral llevó la palabra fuck [«fornicar»] a la audiencia radiofónica de Gran Bretaña. Por primera vez en la historia de los cuentos de hadas, la Cenicienta se convirtió en la estrella del baile por el hecho de no llevar ropajes espléndidos.

El giro populista de los gustos de la juventud de clase media y alta en Occidente, que tuvo incluso algunos paralelismos en el tercer mundo, con la conversión de los intelectuales brasileños en adalides de la samba, puede tener algo que ver con el fervor revolucionario que en política e ideología mostraron los estudiantes de clase media unos años más tarde. La moda suele ser profética, aunque nadie sepa cómo. Y ese estilo se vio probablemente reforzado entre los jóvenes de sexo masculino por la aparición de una subcultura homosexual de singular importancia a la hora de marcar las pautas de la moda y el arte. Sin embargo, puede que baste considerar que el estilo populista era una forma de rechazar los valores de la generación de los padres o, más bien, un lenguaje con el que los jóvenes tanteaban nuevas formas de relacionarse con un mundo para el que las normas y los valores de sus mayores parecía que ya no eran válidos.

El carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil afloró con la máxima claridad en los momentos en que se le dio plasmación intelectual, como en los carteles que se hicieron rápidamente famosos del mayo francés del 68: «Prohibido prohibir», y en la máxima del radical pop norteamericano Jerry Rubin de que uno nunca debe fiarse de alguien que no haya pasado una temporada a la sombra (de una cárcel) (Wiener, 1984). Contrariamente a lo que pudiese parecer en un principio, estas no eran consignas políticas en el sentido tradicional, ni siquiera en el sentido más estricto de abogar por la derogación de leyes represivas. No era ese su objetivo, sino que eran anuncios públicos de sentimientos y deseos privados. Tal como decía la consigna de mayo del 68: «Tomo mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos» (Katsiaficas, 1987). Aunque tales deseos apareciesen en declaraciones, grupos y movimientos públicos, incluso en lo que parecían ser, y a veces acababan por desencadenar, rebeliones de las masas, el subjetivismo era su esencia. «Lo personal es político» se convirtió en una importante consigna del nuevo feminismo, que acaso fue el resultado más duradero de los años de radicalización. Significaba algo más que la afirmación de que el compromiso político obedecía a motivos y a satisfacciones personales, y que el criterio del éxito político era cómo afectaba a la gente. En boca de algunos, sólo quería decir que «todo lo que me preocupe, lo llamaré político», como en el título de un libro de los años setenta: Fat Is a Feminist Issue* (Orbach, 1978).

La consigna de mayo del 68 «Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor» habría desconcertado no sólo a Lenin, sino también a Ruth Fischer, la joven militante comunista vienesa cuya defensa de la promiscuidad sexual atacó Lenin (Zetkin, 1968). Pero, en cambio, hasta para los típicos radicales neomarxistas-leninistas de los años sesenta y setenta, el agente de la Comintern de Brecht que, como un viajante de comercio, «hacía el amor teniendo otras cosas en la mente» («Der Liebe pflegte ich achdos», Brecht, 1976) habría resultado incomprensible. Para ellos lo importante no era lo que los revolucionarios esperasen conseguir con sus actos, sino lo que hacían y cómo se sentían al hacerlo. Hacer el amor y hacer la revolución no podían separarse con claridad. La liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran el sexo y las drogas. El primero, en sus múltiples formas, no estaba ya por descubrir. Lo que el poeta conservador y melancólico quería decir con el verso «Las relaciones sexuales empezaron en 1963» (Larkin, 1988) no era que esta actividad fuese poco corriente antes de los años sesenta o que él no la hubiese practicado, sino que su carácter público cambió con -los ejemplos son suyos- el proceso a El amante de Lady Chatterley y «el primer LP de los Beatles». En los casos en que había existido una prohibición previa, estos gestos contra los usos establecidos eran fáciles de hacer. En los casos en que se había dado una cierta tolerancia oficial o extraoficial, como por ejemplo en las relaciones lésbicas, el hecho de que eso era un gesto tenía que recalcarse de modo especial. Comprometerse en público con lo que hasta entonces estaba prohibido o no era convencional («salir a la luz») se convirtió, pues, en algo importante. Las drogas, en cambio, menos el alcohol y el tabaco, habían permanecido confinadas en reducidas subculturas de la alta sociedad, la baja y los marginados, y no se beneficiaron de mayor permisividad legal. Las drogas se difundieron no sólo como gesto de rebeldía, ya que las sensaciones que posibilitaban les daban atractivo suficiente. No obstante, el consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el mismo hecho de que la droga más popular entre los jóvenes occidentales, la marihuana, fuese posiblemente menos dañina que el alcohol y el tabaco, hacía del fumarla (generalmente, una actividad social) no sólo un acto de desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido. En los anchos horizontes de la Norteamérica de los años sesenta, donde coincidían los fans del rock con los estudiantes radicales, la frontera entre pegarse un colocón y levantar barricadas a veces parecía nebulosa. La nueva ampliación de los límites del comportamiento públicamente aceptable, incluido el sexo, aumentó seguramente la experimentación y la frecuencia de conductas hasta entonces consideradas inaceptables o pervertidas, y las hizo más visibles. Así, en los Estados Unidos, la aparición pública de una subcultura homosexual practicada abiertamente, incluso en las dos ciudades que marcaban la pauta, San Francisco y Nueva York, y que se influían mutuamente, no se produjo hasta bien entrados los años sesenta, y su aparición como grupo de presión política en ambas ciudades, hasta los años setenta (Duberman er al., 1989). Sin embargo, la importancia principal de estos cambios estriba en que, implícita o explícitamente, rechazaban la vieja ordenación histórica de las relaciones humanas dentro de la sociedad, expresadas, sancionadas y simbolizadas por las convenciones y prohibiciones sociales. Lo que resulta aún más significativo es que este rechazo no se hiciera en nombre de otras pautas de ordenación social, aunque el nuevo libertarismo recibiese justificación ideológica de quienes creían que necesitaba esta etiqueta, sino en el nombre de la ilimitada autonomía del deseo individual, con lo que se partía de la premisa de un mundo de un individualismo egocéntrico llevado hasta el límite. Apenas suscitó un interés renovado la ideología que creía que la acción espontánea, sin organizar, antiautoritaria y libertaria provocaría el nacimiento de una sociedad nueva, justa y sin estado, o sea, el anarquismo de Bakunin o de Kropotkin, aunque éste se encontrase mucho más cerca de las auténticas ideas de la mayoría de los estudiantes rebeldes de los años sesenta y setenta que del marxismo tan en boga por aquel entonces.

Paradójicamente, quienes se rebelaban contra las convenciones y las restricciones partían de la misma premisa en que se basaba la sociedad de consumo, o por lo menos de las mismas motivaciones psicológicas que quienes vendían productos de consumo y servicios habían descubierto que eran más eficaces para la venta. Se daba tácitamente por sentado que el mundo estaba compuesto por varios miles de millones de seres humanos, definidos por el hecho de ir en pos de la satisfacción de sus propios deseos, incluyendo deseos hasta entonces prohibidos o mal vistos, pero ahora permitidos, no porque se hubieran convertido en moralmente aceptables, sino porque los compartía un gran número de egos. Así, hasta los años noventa, la liberalización se quedó en el límite de la legalización de las drogas, que continuaron estando prohibidas con más o menos severidad, y con un alto grado de ineficacia. Y es que a partir de fines de los años sesenta se desarrolló un gran mercado de cocaína, sobre todo entre la clase media alta de Norteamérica y, algo después, de Europa occidental. Este hecho, al igual que el crecimiento anterior y más plebeyo del mercado de la heroína (también, sobre todo, en los Estados Unidos), convirtió por primera vez el crimen en un negocio de auténtica importancia (Ariacchi, 1983).



IV

La revolución cultural de fines del siglo XX debe, pues, entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido social. Y es que este tejido no sólo estaba compuesto por las relaciones reales entre los seres humanos y sus formas de organización, sino también por los modelos generales de esas relaciones y por las pautas de conducta que era de prever que siguiesen en su trato mutuo los individuos, cuyos papeles estaban predeterminados, aunque no siempre escritos. De ahí la inseguridad traumática que se producía en cuanto las antiguas normas de conducta se abolían o perdían su razón de ser, o la incomprensión entre quienes sentían esa desaparición y quienes eran demasiado jóvenes para haber conocido otra cosa que una sociedad sin reglas. Así, un antropólogo brasileño de los años ochenta describía la tensión de un varón de clase media, educado en la cultura mediterránea del honor y la vergüenza de su país, enfrentado al suceso cada vez más habitual de que un grupo de atracadores le exigiera el dinero y amenazase con violar a su novia. En tales circunstancias, se esperaba tradicionalmente que un caballero protegiese a la mujer, si no al dinero, aunque le costara la vida, y que la mujer prefiriese morir antes que correr una suerte tenida por «peor que la muerte». Sin embargo, en la realidad de las grandes ciudades de fines del siglo XX era poco probable que la resistencia salvara el «honor» de la mujer o el dinero. Lo razonable en tales circunstancias era ceder, para impedir que los agresores perdiesen los estribos y causaran serios daños o incluso llegaran a matar. En cuanto al honor de la mujer, definido tradicionalmente como la virginidad antes del matrimonio y la total fidelidad a su marido después, ¿qué era lo que se podía defender, a la luz de las teorías y de las prácticas sexuales habituales entre las personas cultas y liberadas de los años ochenta? Y sin embargo, tal como demostraban las investigaciones del antropólogo, todo eso no hacía el caso menos traumático. Situaciones no tan extremas podían producir niveles de inseguridad y de sufrimiento mental comparables; por ejemplo, contactos sexuales corrientes. La alternativa a una vieja convención, por poco razonable que esta fuera, podía acabar siendo no una nueva convención o un comportamiento racional, sino la total ausencia de reglas, o por lo menos una falta total de consenso acerca de lo que había que hacer.

En la mayor parte del mundo, los antiguos tejidos y convenciones sociales, aunque minados por un cuarto de siglo de transformaciones socioeconómicas sin parangón, estaban en situación delicada, pero aún no en plena desintegración, lo cual era una suerte para la mayor parte de la humanidad, sobre todo para los pobres, ya que las redes de parentesco, comunidad y vecindad eran básicas para la supervivencia económica y sobre todo para tener éxito en un mundo cambiante. En gran parte del tercer mundo, estas redes funcionaban como una combinación de servicios informativos, intercambios de trabajo, fondos de mano de obra y de capital, mecanismos de ahorro y sistemas de seguridad social. De hecho, sin la cohesión familiar resulta difícilmente explicable el éxito económico de algunas partes del mundo, como por ejemplo el Extremo Oriente.

En las sociedades más tradicionales, las tensiones afloraron en la medida en que el triunfo de la economía de empresa minó la legitimidad del orden social aceptado hasta entonces, basado en la desigualdad, tanto porque las aspiraciones de la gente pasaron a ser más igualitarias, como porque las justificaciones funcionales de la desigualdad se vieron erosionadas. Así, la opulencia y la prodigalidad de los rajas de la India (igual que la exención fiscal de la fortuna de la familia real británica, que no fue criticada hasta los años noventa) no despertaba ni las envidias ni el resentimiento de sus subditos, como las podría haber despertado las de un vecino, sino que eran parte integrante y signo de su papel singular en el orden social e incluso cósmico, que, en cierto sentido, se creía que mantenía, estabilizaba y simbolizaba su reino. De modo parecido, los considerables lujos y privilegios de los grandes empresarios japoneses resultaban menos inaceptables, en la medida en que se veían no como su fortuna particular, sino como un complemento a su situación oficial dentro de la economía, al modo de los lujos de que disfrutan los miembros del gabinete británico —limusinas, residencias oficiales, etc.—, que les son retirados a las pocas horas de cesar en el cargo al que están asociados. La distribución real de las rentas en Japón, como sabemos, era mucho menos desigual que en las sociedades capitalistas occidentales; sin embargo, a cualquier persona que observase la situación japonesa en los años ochenta, incluso desde lejos, le resultaba difícil eludir la impresión de que, durante esta década de crecimiento económico, la acumulación de riqueza individual y su exhibición en público ponía más de manifiesto el contraste entre las condiciones en que vivían los japoneses comunes y corrientes -mucho más modestamente que sus homólogos occidentales- y la situación de los japoneses ricos. Y puede que por primera vez no estuviesen suficientemente protegidos por lo que se consideraban privilegios legítimos de quienes están al servicio del Estado y de la sociedad.

En Occidente, las décadas de revolución social habían creado un caos mucho mayor. Los extremos de esta disgregación son especialmente visibles en el discurso público ideológico del fin de siglo occidental, sobre todo en la clase de manifestaciones públicas que, si bien no tenían pretensión alguna de análisis en profundidad, se formulaban como creencias generalizadas. Pensemos, por ejemplo, en el argumento, habitual en determinado momento en los círculos feministas, de que el trabajo doméstico de las mujeres tenía que calcularse (y, cuando fuese necesario, pagarse) a precios de mercado, o la justificación de la reforma del aborto en pro de un abstracto «derecho a escoger» ilimitado del individuo (mujer). La legitimidad de una demanda tiene que diferenciarse claramente de los argumentos que se utilizan para justificarla. La relación entre marido, mujer e hijos en el hogar no tiene absolutamente nada que ver con la de vendedores y consumidores en el mercado, ni siquiera a nivel conceptual. Y tampoco la decisión de tener o no tener un hijo, aunque se adopte unilateralmente, afecta exclusivamente al individuo que toma la decisión. Esta perogrullada es perfectamente compatible con el deseo de transformar el papel de la mujer en el hogar o de favorecer el derecho al aborto.

La influencia generalizada de la economía neoclásica, que en las sociedades occidentales secularizadas pasó a ocupar cada vez más el lugar reservado a la teología, y (a través de la hegemonía cultural de los Estados Unidos) la influencia de la ultraindividualista jurisprudencia norteamericana promovieron esta clase de retórica, que encontró su expresión política en la primera ministra británica Margaret Thatcher: «La sociedad no existe, sólo los individuos».

Sin embargo, fueran los que fuesen los excesos de la teoría, la práctica era muchas veces igualmente extrema. En algún momento de los años setenta, los reformadores sociales de los países anglosajones, justamente escandalizados (al igual que los investigadores) por los efectos de la institucionalización sobre los enfermos mentales, promovieron con éxito una campaña para que al máximo número posible de éstos les permitieran abandonar su reclusión «para que puedan estar al cuidado de la comunidad». Pero en las ciudades de Occidente ya no había comunidades que cuidasen de ellos. No tenían parientes. Nadie les conocía. Lo único que había eran las calles de ciudades como Nueva York, que se llenaron de mendigos con bolsas de plástico y sin hogar que gesticulaban y hablaban solos. Si tenían suerte, buena o mala (dependía del punto de vista), acababan yendo de los hospitales que los habían echado a las cárceles que, en los Estados Unidos, se convirtieron en el principal receptáculo de los problemas sociales de la sociedad norteamericana, sobre todo de sus miembros de raza negra: en 1991 el 15 por 100 de la que era proporcionalmente la mayor población de reclusos del mundo —426 presos por cada 100.000 habitantes— se decía que estaba mentalmente enfermo (Walker, 1991; Human Development, 1991).

Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron un colapso en el tercio final del siglo. El cemento que había mantenido unida a la comunidad católica se desintegró con asombrosa rapidez. A lo largo de los años sesenta, la asistencia a misa en Quebec (Canadá) bajó del 80 al 20% y el tradicionalmente alto índice de natalidad francocanadiense cayó por debajo de la media de Canadá (Bernier y Boily, 1986). La liberación de la mujer, o, más exactamente, la demanda por parte de las mujeres de más medios de control de natalidad, incluidos el aborto y el derecho al divorcio, seguramente abrió la brecha más honda entre la Iglesia y lo que en el siglo XIX había sido su reserva espiritual básica (véase La era del capitalismo), como se hizo cada vez más evidente en países con tanta fama de católicos como Irlanda o como la mismísima Italia del papa, e incluso —tras la caída del stalinismo— en Polonia. Las vocaciones sacerdotales y las demás formas de vida religiosa cayeron en picado, al igual que la disposición a llevar una existencia célibe, real u oficial. En pocas palabras, para bien o para mal, la autoridad material y moral de la Iglesia sobre los fieles desapareció en el agujero negro que se abría entre sus normas de vida y moral y la realidad del comportamiento humano a finales del siglo XX. Las iglesias occidentales con un dominio menor sobre los feligreses, incluidas algunas de las sectas protestantes más antiguas, experimentaron un declive aún más rápido.

Las consecuencias morales de la relajación de los lazos tradicionales de familia acaso fueran todavía más graves, pues, como hemos visto, la familia no sólo era lo que siempre había sido, un mecanismo de autoperpetuación, sino también un mecanismo de cooperación social. Como tal, había sido básico para el mantenimiento tanto de la economía rural como de la primitiva economía industrial, en el ámbito local y en el planetario. Ello se debía en parte a que no había existido ninguna estructura empresarial capitalista impersonal adecuada hasta que la concentración del capital y la aparición de las grandes empresas empezó a generar la organización empresarial moderna a finales del siglo XIX, la «mano visible» (Chandler, 1977) que tenía que complementar «la «mano invisible» del mercado según Adam Smith.»

El modelo operativo de las grandes empresas antes de la época del capitalismo financiero («capitalismo monopolista») no se inspiraba en la experiencia de la empresa privada, sino en la burocracia estatal o militar; ejemplo, los uniformes de los empleados del ferrocarril. De hecho, con frecuencia estaba, y tenía que estar, dirigida por el estado o por otra autoridad pública sin afán de lucro, como los servicios de correos y la mayoría de los de telégrafos y teléfonos.

Pero un motivo aún más poderoso era que el mercado no proporciona por sí solo un elemento esencial en cualquier sistema basado en la obtención del beneficio privado: la confianza, o su equivalente legal, el cumplimiento de los contratos. Para eso se necesitaba o bien el poder del estado (como sabían los teóricos del individualismo político del siglo XVII) o bien los lazos familiares o comunitarios. Así, el comercio, la banca y las finanzas internacionales, campos de actuación a veces físicamente alejados, de enormes beneficios y gran inseguridad, los habían manejado con el mayor de los éxitos grupos empresariales relacionados por nexos de parentesco, sobre todo grupos con una solidaridad religiosa especial, como los judíos, los cuáqueros o los hugonotes.

De hecho, incluso a finales del siglo XX esos vínculos seguían siendo indispensables en el negocio del crimen, que no sólo estaba en contra de la ley, sino fuera de su amparo. En una situación en la que no había otra garantía posible de los contratos, sólo los lazos de parentesco y la amenaza de muerte podían cumplir ese cometido. Por ello, las familias de la mafia calabresa de mayor éxito estaban compuestas por un nutrido grupo de hermanos (Ciconte, 1992).

Pero eran justamente estos vínculos y esta solidaridad de grupos no económicos lo que estaba siendo erosionado, al igual que los sistemas morales que los sustentaban, más antiguos que la sociedad burguesa industrial moderna, pero adaptados para formar una parte esencial de esta. El viejo vocabulario moral de derechos y deberes, obligaciones mutuas, pecado y virtud, sacrificio, conciencia, recompensas y sanciones, ya no podía traducirse al nuevo lenguaje de la gratificación deseada. Al no ser ya aceptadas estas prácticas e instituciones como parte del modo de ordenación social que unía a unos individuos con otros y garantizaba la cooperación y la reproducción de la sociedad, la mayor parte de su capacidad de estructuración de la vida social humana se desvaneció, y quedaron reducidas a simples expresiones de las preferencias individuales, y a la exigencia de que la ley reconociese la supremacía de estas preferencias. Esa es la diferencia existente entre el lenguaje de los «derechos» (legales y constitucionales), que se convirtió en el eje de la sociedad del individualismo incontrolado, por lo menos en los Estados Unidos, y la vieja formulación moral para la que derechos y deberes eran las dos caras de la misma moneda.

La incertidumbre y la imprevisibilidad se hicieron presentes. Las brújulas perdieron el norte, los mapas se volvieron inútiles. Todo esto se fue convirtiendo en algo cada vez más evidente en los países más desarrollados a partir de los años sesenta. Este individualismo encontró su plasmación ideológica en una serie de teorías, del liberalismo económico extremo al «posmodernismo» y similares, que se esforzaban por dejar de lado los problemas de juicio y de valores o, mejor dicho, por reducirlos al denominador común de la libertad ilimitada del individuo.

Al principio las ventajas de una liberalización social generalizada habían parecido enormes a todo el mundo menos a los reaccionarios empedernidos, y su coste, mínimo; además, no parecía que conllevase también una liberalización económica. La gran oleada de prosperidad que se extendía por las poblaciones de las zonas más favorecidas del mundo, reforzada por sistemas de seguridad social cada vez más amplios y generosos, parecía haber eliminado los escombros de la desintegración social. Ser progenitor único (o sea, en la inmensa mayoría de los casos, madre soltera) todavía era la mejor garantía para una vida de pobreza, pero en los modernos estados del bienestar, también garantizaba un mínimo de ingresos y un techo. Las pensiones, los servicios de bienestar social y, finalmente, los centros geriátricos cuidaban de los ancianos que vivían solos, y cuyos hijos e hijas ya no podían hacerse cargo de sus padres en sus años finales, o no se sentían obligados a ello. Parecía natural ocuparse igualmente de otras situaciones que antes habían sido parte del orden familiar, por ejemplo, trasladando la responsabilidad de cuidar los niños de las madres a las guarderías y jardines de infancia públicos, como los socialistas, preocupados por las necesidades de las madres asalariadas, hacía tiempo que exigían.

Tanto los cálculos racionales como el desarrollo histórico parecían apuntar en la misma dirección que varias formas de ideología progresista, incluidas las que criticaban a la familia tradicional porque perpetuaba la subordinación de la mujer o de los niños y adolescentes, o por motivos libertarios de tipo más general. En el aspecto material, lo que los organismos públicos podían proporcionar era muy superior a lo que la mayoría de las familias podía dar de sí, bien por ser pobres, bien por otras causas; el hecho de que los niños de los países democráticos salieran de las guerras mundiales más sanos y mejor alimentados que antes lo demostraba. Y el hecho de que los estados del bienestar sobrevivieran en los países más ricos a finales de siglo, pese al ataque sistemático de los gobiernos y de los ideólogos partidarios del mercado libre, lo confirmaba. Además, entre sociólogos y antropólogos sociales era un tópico el que, en general, el papel de los lazos de parentesco «disminuye al aumentar la importancia de las instituciones gubernamentales». Para bien o para mal, ese papel disminuyó «con el auge del individualismo económico y social en las sociedades industriales» (Goody, 1968).

En resumen, y tal como se había predicho hacía tiempo, la Gemeinschaft estaba cediendo el puesto a la Gesellschaft; las comunidades, a individuos unidos en sociedades anónimas.

Las ventajas materiales de vivir en un mundo en donde la comunidad y la familia estaban en decadencia eran, y siguen siendo, innegables. De lo que pocos se dieron cuenta fue de lo mucho que la moderna sociedad industrial había dependido hasta mediados del siglo XX de la simbiosis entre los viejos valores comunitarios y familiares y la nueva sociedad y, por lo tanto, de lo duras que iban a ser las consecuencias de su rápida desintegración. Eso resultó evidente en la era de la ideología neoliberal, en la que la expresión «los subclase» se introdujo, o se reintrodujo, en el vocabulario sociopolítico de alrededor de 1980.

Los subclase eran los que, en las sociedades capitalistas desarrolladas y tras el fin del pleno empleo, no podían o no querían ganarse el propio sustento ni el de sus familias en la economía de mercado (complementada por el sistema de seguridad social), que parecía funcionar bastante bien para dos tercios de la mayoría de habitantes de esos países, por lo menos hasta los años noventa (de ahí la fórmula «la sociedad de los dos tercios», inventada en esa década por un angustiado político Socialdemócrata alemán, Peter Glotz). Básicamente, los «subclase» subsistían gracias a la vivienda pública y a los programas de bienestar social, aunque de vez en cuando complementasen sus ingresos con escapadas a la economía sumergida o semisumergida o al mundo del «crimen», es decir, a las áreas de la economía adonde no llegaban los sistemas fiscales del gobierno. Sin embargo, dado que este era el nivel social en donde la cohesión familiar se había desintegrado por completo, incluso sus incursiones en la economía informal, legales o no, eran marginales e inestables, porque, como demostraron el tercer mundo y sus nuevas masas de inmigrantes hacia los países del norte, incluso la economía oficial de los barrios de chabolas y de los inmigrantes ilegales sólo funciona bien si existen redes de parentesco.

Los sectores pobres de la población negra de los Estados Unidos, es decir, la mayoría de los negros norteamericanos, se convirtieron en el paradigma de los «subclase»: un colectivo de ciudadanos prácticamente excluido de ía sociedad oficial, sin formar parte de la misma o -en el caso de muchos de sus jóvenes varones- del mercado laboral. De hecho, muchos de estos jóvenes, sobre todo los varones, se consideraban prácticamente como una sociedad de forajidos o una antisociedad. El fenómeno no era exclusivo de la gente de un determinado color, sino que, con la decadencia y caída de las industrias que empleaban mano de obra abundante en los siglos XIX y XX, los «subclase» hicieron su aparición en una serie de países. Pero en las viviendas construidas por autoridades públicas socialmente responsables para todos los que no podían permitirse pagar alquileres a precios de mercado o comprar su propia casa, y que ahora habitaban los «subclase», tampoco había comunidades, y bien poca asistencia mutua familiar. Hasta el «espíritu de vecindad», la última reliquia de la comunidad, sobrevivía a duras penas al miedo universal, por lo común a los adolescentes incontrolados, armados con frecuencia cada vez mayor, que acechaban en esas junglas hobbesianas.

Sólo en las zonas del mundo que todavía no habían entrado en el universo en que los seres humanos vivían unos junto a otros pero no como seres sociales, sobrevivían en cierta medida las comunidades y, con ellas el orden social, aunque un orden, para la mayoría, de una pobreza desoladora. ¿Quién podía hablar de una minoría «subclase» en un país como Brasil, donde, a mediados de los años ochenta, el 20% más rico de la población percibía más del 60% de la renta nacional, mientras que el 40% de los más pobres percibía el 10% o menos? (UN World Social Situation,1984). Era, en general, una existencia de desigualdad tanto social como económica. Pero, para la mayoría, carecía de la inseguridad propia de la vida urbana en las sociedades «desarrolladas», cuyos antiguos modelos de comportamiento habían sido desmantelados y sustituidos por un vacío de incertidumbre. La triste paradoja del presente fin de siglo es que, de acuerdo con todos los criterios conmensurables de bienestar y estabilidad social, vivir en Irlanda del Norte, un lugar socialmente retrógrado pero estructurado tradicionalmente, en el paro y después de veinte años ininterrumpidos de algo parecido a una guerra civil, es mejor y más seguro que vivir en la mayoría de las grandes ciudades del Reino Unido.

El drama del hundimiento de tradiciones y valores no radicaba tanto en los inconvenientes materiales de prescindir de los servicios sociales y personales que antes proporcionaban la familia y la comunidad, porque éstos se podían sustituir en los prósperos estados del bienestar, aunque no en las zonas pobres del mundo, donde la gran mayoría de la humanidad seguía contando con bien poco, salvo la familia, el patronazgo y la asistencia mutua; radicaba en la desintegración tanto del antiguo código de valores como de las costumbres y usos que regían el comportamiento humano, una pérdida sensible, reflejada en el auge de lo que se ha dado en llamar (una vez más, en los Estados Unidos, donde el fenómeno resultó apreciable a partir de finales de los años sesenta) «políticas de identidad», por lo general de tipo étnico/nacional o religioso, y de movimientos nostálgicos extremistas que desean recuperar un pasado hipotético sin problemas de orden ni de seguridad. Estos movimientos eran llamadas de auxilio más que portadores de programas; llamamientos en pro de una «comunidad» a la que pertenecer en un mundo anónimo; de una familia a la que pertenecer en un mundo de aislamiento social; de un refugio en la selva. Todos los observadores realistas y la mayoría de los gobiernos sabían que la delincuencia no disminuía con la ejecución de los criminales o con el poder disuasorio de largas penas de reclusión, pero todos los políticos eran conscientes de la enorme fuerza que tenía, con su carga emotiva, racional o no, la demanda por parte de los ciudadanos de que se castigase a los antisociales.

Estos eran los riesgos políticos del desgarramiento y la ruptura de los antiguos sistemas de valores y de los tejidos sociales. Sin embargo, a medida que fueron avanzando los años ochenta, por lo general bajo la bandera de la soberanía del mercado puro, se hizo cada vez más patente que también esta ruptura ponía en peligro la triunfante economía capitalista. Y es que el sistema capitalista, pese a cimentarse en las operaciones del mercado, se basaba también en una serie de tendencias que no estaban intrínsecamente relacionadas con el afán de beneficio personal que, según Adam Smith, alimentaba su motor. Se basaba en «el hábito del trabajo», que Adam Smith dio por sentado que era uno de los móviles esenciales de la conducta humana; en la disposición del ser humano a posponer durante mucho tiempo la gratificación inmediata, es decir, a ahorrar e invertir pensando en recompensas futuras; en la satisfacción por los logros propios; en la confianza mutua; y en otras actitudes que no estaban implícitas en la optimización de los beneficios de nadie. La familia se convirtió en parte integrante del capitalismo primitivo porque le proporcionaba algunas de estas motivaciones, al igual que «el hábito del trabajo», los hábitos de obediencia y lealtad, incluyendo la lealtad de los ejecutivos a la propia empresa, y otras formas de comportamiento que no encajaban fácilmente en una teoría racional de la elección basada en la optimización. El capitalismo podía funcionar en su ausencia, pero, cuando lo hacía, se convertía en algo extraño y problemático, incluso para los propios hombres de negocios. Esto ocurrió durante las «opas» piráticas para adueñarse de sociedades anónimas y de otras formas de especulación económica que se extendieron por las plazas financieras y los países económicamente ultraliberales como los Estados Unidos y Gran Bretaña en los años ochenta, y que prácticamente rompieron toda conexión entre el afán de lucro y la economía como sistema productivo.

Por eso los países capitalistas que no habían olvidado que el crecimiento no se alcanza sólo con la maximización de beneficios (Alemania, Japón, Francia) procuraron dificultar o impedir estos actos de piratería. Karl Polanyi, al examinar las ruinas de la civilización del siglo XIX durante la segunda guerra mundial, señaló cuan extraordinarias y sin precedentes eran las premisas en las que esa civilización se había basado: las de un sistema de mercados universal y autorregulable. Polanyi argumentó que «la propensión al trueque o al cambio de una cosa por otra» de Adam Smith había inspirado «un sistema industrial que, teórica y prácticamente, implicaba que el género humano se encontraba bajo el dominio de esa propensión particular en todas sus actividades económicas, cuando no en sus actividades políticas, intelectuales y espirituales» (Polanyi, 1945). Pero Polanyi exageraba la lógica del capitalismo de su época, del mismo modo que Adam Smith había exagerado la medida en que, por sí mismo, el afán de lucro de todos los hombres maximizaría la riqueza de las naciones. Del mismo modo que nosotros damos por sentada la existencia del aire que respiramos y que hace posibles todas nuestras actividades, así el capitalismo dio por sentada la existencia del ambiente en el que actuaba, y que había heredado del pasado. Sólo cuando el aire se enrareció, descubrió lo esencial que era. En otras palabras, el capitalismo había triunfado porque no era sólo capitalista. La maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones necesarias para el éxito, pero no suficientes. Fue la revolución cultural del último tercio del siglo lo que comenzó a erosionar el patrimonio histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin ese patrimonio. La ironía histórica del neoliberalismo que se puso de moda en los años setenta y ochenta, y que contempló con desprecio las ruinas de los regímenes comunistas, es que triunfó en el momento mismo en que dejó de ser tan plausible como había parecido antes. El mercado proclamó su victoria cuando ya no podía ocultar su desnudez y su insuficiencia.

La revolución cultural se hizo sentir con especial fuerza en las «economías de mercado industrializadas» y urbanas de los antiguos centros del capitalismo. Sin embargo, las extraordinarias fuerzas económicas y sociales que se han desencadenado a finales del siglo XX, también han transformado lo que se dio en llamar el «tercer mundo».

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Número 70

Entrevista a Victoria Camps, filósofa / Anna Rossell

Revista Malabia número 70
Entrevista a Victoria Camps, por Anna Rossell

Entrevista a Victoria Camps, filósofa / Anna Rossell

Victoria Camps es una de las pensadoras más destacadas de España. Catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universitat Autònoma de Barcelona y ex presidenta del Comité de Bioética de España. Desde octubre de 2018 es Consejera Permanente del Consejo de Estado. En 2013 asumió la vicepresidencia de la Asociación Federalistes d’Esquerres que surgió a partir del documento Llamamiento a la Cataluña Federalista y de Izquierdas, del que Camps fue una de las impulsoras. Desde 2016 es Vocal de Honor de la asociación. Cuenta con un buen número de obras publicadas. Algunos de sus títulos más conocidos son Creer en la Educación (2008), El gobierno de las emociones (2011), por el que recibió el Premio Nacional de Ensayo, y Breve Historia de la Ética (2013). En sus artículos y publicaciones defiende la importancia de la filosofía, la ética y la educación en valores a la hora de formar futuros/as ciudadanos/as y profesionales. Hablamos con ella acerca de los profundos cambios que han experimentado en el mundo las sociedades a partir de la segunda mitad del siglo XX (Eric Hobsbawm, The Age of Extremes. The Short Twentieth Century 1914-1991, 1994, en español Historia del siglo XX; Fractured Times. Culture and Society in the 20th Century, en español Un tiempo de rupturas: sociedad y cultura en el siglo XX, 2013) y de las tendencias que se vislumbran a partir de estas transformaciones.

Anna Rossell

Entrevista a Victoria Camps, por Anna Rossell

La filósofa Victoria Camps

A partir de la segunda mitad del siglo XX hemos asistido a profundos cambios sociales estructurales; instituciones milenarias, como la familia, se han transformado, transformaciones que afectan en mayor o menor medida a todas las partes del mundo: el número de divorcios es enorme, aumentan las familias monoparentales, el modo de entender la sexualidad es ahora mucho más abierto (LGTBI)…

¿Cómo pueden afectar estos cambios al patriarcado?
Es evidente que la mujer ha adquirido una conciencia creciente de que es un sujeto de derechos igual que el hombre. El reciente revival del feminismo ha puesto de manifiesto que participan también de esa conciencia las mujeres más jóvenes, a las que, hace unos años, el feminismo parece que las interpelaba poco. Sin duda todos los cambios que mencionas son ejemplos de la independencia que han ido ganando las mujeres, lo cual tiene que influir en la perspectiva y el dominio patriarcal, para acabar con él. Creo que no hemos cambiado aún de paradigma, porque los cambios se hacen realidad con mucha lentitud. Formalmente, la igualdad está casi garantizada en los países más avanzados en la incorporación de un Estado de derecho, pero las costumbres, lo más difícil de cambiar, siguen siendo machistas. Si no fuera así, no tendríamos el gran problema de la violencia de género.

Gran parte de las funciones sociales y económicas que antes asumía la familia pasaron a ser asumidas por el Estado. ¿Podemos considerarlo un logro?
Gran parte, pero no todas, porque hay necesidades emergentes. Una de ellas es la responsabilidad por los cuidados, que sigue siendo una responsabilidad asumida en gran parte, por no decir en exclusiva, por las mujeres. Ellas son las primeras que dejan el trabajo asalariado cuando hay que atender a hijos pequeños o padres mayores. La conciliación no ha sido vista aún por el Estado como una necesidad perentoria. Los planes de igualdad empiezan ahora a ser pensados y ejecutados por las empresas. Otra cosa, relacionada con esta, a la que el Estado presta aún poca atención, son los problemas derivados del envejecimiento de la población. Con la pandemia hemos visto que el trato a los mayores dependientes deja mucho que desear. No es que el Estado deba ocuparse en exclusiva del problema que, en gran parte, corresponde a las familias, pero sí le corresponde repartir responsabilidades y no lo hace.

Según Eric Hobsbawm, ya a partir de los años 50 se impone la cultura juvenil: los/las jóvenes se convierten en un grupo social independiente: lideran la radicalización política, marcan las pautas de la moda…
Lo fomenta el culto a la juventud, el mejor nivel de vida y la libertad de que gozan. Contrasta, sin embargo, con un proteccionismo parental, un poco excesivo, y con una dificultad de los jóvenes para situarse y tener un plan de vida antes de los cuarenta años. Son independientes a medias, porque las distintas crisis que van sufriendo y que les afectan quizá en mayor medida que a los demás no les permite hacer mucho por su cuenta y a su cargo. Es una realidad que llegan a ser madres o padres muy tarde, que tardan en abandonar el hogar familiar. Hay ahí una contradicción con el deseo de independencia.

La pubertad empieza antes. Ello causa tensiones generacionales difíciles de gestionar (padres/madres e hijos/as; maestros/as y alumnos/as). ¿Qué consecuencias puede tener este hecho para la educación y la relación intergeneracional?
La educación se hace más difícil a medida que se han ido abandonando los métodos disciplinarios y que los fines de la educación son más difusos. Hoy, para educar, hay que contar con lo que ocurre en los medios de comunicación y, sobre todo, en las redes sociales. Conocerlo y enseñar a manejarlo adecuadamente. En este aspecto, ni las familias tienen muy claro lo que hay que hacer, ni la escuela, que considera que la responsabilidad recae en los padres.

El acento se ha desplazado: la juventud no se entiende como preparación para la vida adulta sino como la fase culminante del desarrollo humano. ¿A qué puede deberse este cambio?
La juventud dura mucho. También la preparación para la vida adulta se alarga cada vez más. A medida que los estudios superiores están al alcance de más gente, los jóvenes se forman mucho y bien, pero durante mucho tiempo, entre otras cosas, porque el trabajo no lo tienen a la vuelta de la esquina. La crisis del trabajo es un problema serio que no se analiza. No sabemos si habrá que reconocer que no hay trabajo para todos. El desempleo es sobre todo juvenil. Con esos mimbres, ¿qué condiciona a los jóvenes para iniciar una vida adulta?

Pero los/las jóvenes acceden al mundo laboral más tarde que antes: ¿no es una paradoja?
Suele decirse, y creo que tiene fundamento, que los jóvenes que encuentran trabajo más fácilmente son los que salen de la formación profesional. La enseñanza técnica es pragmática y realista; la otra creo que sigue aún esquemas que ya no valen para las necesidades de la sociedad actual. Como universitaria, y como testigo del abandono de muchos jóvenes antes de acabar los estudios, creo que la formación es demasiado teórica para lo que demanda el mercado laboral e incluso para lo que incentiva a los jóvenes cada vez menos dotados para la teoría. Los empresarios siempre se han quejado de la nula relación entre la universidad y la empresa. Hay mucho corporativismo también en el profesorado que impide abrirse al interés y necesidades de la sociedad.

Parece que el/la joven ya no ve en el/la adulto/a una referencia, menos aún en el/la anciano/a…
Algunas referencias hay, pero escasean. Por ejemplo, acaba de morir una jueza del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Ruth Bader Ginsburg, a la que los jóvenes precisamente habían convertido en un icono por las propuestas radicales y lo que trabajó por la igualdad. Pero es cierto que los modelos para la juventud hoy están, como mucho, en el deporte, no en otros campos. No tengo una explicación para ello. Quizá la rapidez con que transcurre todo hace más difícil detenerse en lo que hicieron otros. Además, la juventud como colectivo es autocomplaciente, creen que se bastan a sí mismos. También es cierto que una cierta rebeldía juvenil y rechazo del padre (o de la madre) ha existido siempre.

Hasta los años 70 del siglo pasado el mundo estuvo gobernado por una gerontocracia en mayor medida que en épocas anteriores; ¿cree que esto cambiará?
No lo creo porque, dado que crece la esperanza de vida, los mayores disponibles serán cada vez más. En Estados Unidos compiten por la presidencia dos «ancianos». La gerontocracia de antes tenía menos edad que la de ahora. Si analizamos la edad media de los dirigentes de todo el mundo, quizá comprobemos que no son tan jóvenes.

Aunque con diferencias según de qué parte del mundo se trata, el porcentaje de ancianos/as aumenta en todas las sociedades. ¿Cómo ve este desarrollo de cara a un futuro próximo?
Que la gente viva más años es una buena noticia, pero hay que contrastarla con la calidad de vida de las personas mayores. Uno de los temores más acuciantes de los ancianos y ancianas es el deterioro; diría que temen más la dependencia y la pérdida de facultades que la propia muerte. Por lo menos, este es mi caso y lo que escucho acerca de los sentimientos de la gente a mi alrededor cuando reconoce que va envejeciendo. Nuestro objetivo debe ser que la vida mantenga la máxima calidad posible incluso en la vejez. Cuando eso deja de ser posible, la ancianidad no representa un bien ni para la sociedad ni, por supuesto, para los individuos.

Los códigos de valores y las costumbres que durante mucho tiempo habían sostenido las sociedades se desintegraron con mucha rapidez. Es un fenómeno mundial. ¿Ha tenido ello consecuencias imprevisibles que haya que corregir?
Nunca he creído que la nuestra sea una sociedad que sufre una crisis de valores éticos (supongo que se trata de esos valores) mayor a la de otras épocas. La ética siempre ha estado en crisis porque la perfección no existe. Lo que sí ocurre es que las sociedades son cada vez menos homogéneas, más diversas, lo cual, en principio, es un valor añadido. Frente a la diversidad surgen reacciones que creíamos desaparecidas o dominadas. Por ejemplo, las migraciones hacen que rebroten el racismo, la xenofobia y los nacionalismos. Es más cómodo vivir con iguales que con diferentes. Por eso se impone volver a predicar la tolerancia y, más que la tolerancia, el respeto entre unos y otros.

Hobsbawm concluye que la revolución cultural de fines del s. XX es un triunfo del individuo sobre la sociedad…
Efectivamente. Pero creo que eso tenía que ser así desde que se empezó a pensar la modernidad desde la perspectiva del individuo como un ser libre con derecho a elegir cómo vivir y a perseguir sus intereses. Es la «libertad de los modernos», como la definió Benjamin Constant. Esa libertad, sin limitaciones autónomas o heterónomas, deviene en anarquía o atomización de la sociedad, donde cada uno va a su aire y se desentiende de los demás. Por eso añoramos comunidades o sociedades más homogéneas, porque las limitaciones que imponen están establecidas y nadie las discute. No es fácil ser libre, más bien da miedo, como escribió en un libro memorable Erich Fromm.

Hobsbawm afirma que a partir de los años 80 del siglo XX, ya bajo la soberanía del mercado puro, se hace patente que romper los antiguos sistemas de valores y los tejidos sociales tradicionales pone en peligro la triunfante economía capitalista. ¿Lo cree usted así? ¿Y si lo cree, en qué sentido?
A partir de los años 80 tenemos muchos problemas. Empieza a cuestionarse el Estado social y el neoliberalismo, con los gobiernos de Thatcher y Reagan lo impregnan todo. Hace tiempo que pensamos dos cosas contradictorias: que el capitalismo es inevitable y que el capitalismo está en una crisis irreversible. Yo soy optimista y pienso que todo es revisable y que es posible humanizar el capitalismo con más intervención estatal que obligue a redistribuir la riqueza. Si los gobiernos no sirven para ese fin, son superfluos; basta una organización policial que mantenga el orden.

¿Cómo prevé usted la evolución del planeta ante la amenazadora situación de crisis ecológica en la que nos encontramos?
Somos conscientes de que esa crisis es real, lo cual es un primer paso. Y sabemos que hay que frenar la depredación de la naturaleza en todas sus dimensiones. La pandemia del covid-19 ha contribuido a reafirmar esa idea. Otra cosa es que seamos capaces de anteponer ese interés, que es un bien común que nos concierne a todos, a los múltiples intereses individuales y partidistas de los poderosos. La política de confrontación en la que estamos desde hace años no ayuda ni permite abrigar grandes esperanzas.

Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) fueron un logro esencial que, si bien no se cumplen en los plazos acordados, sirven de referencia en algunos ambientes políticos. ¿Cree que realmente sirven de correctivo al desequilibrio Norte-Sur, y en el propio Norte, que ha acentuado en el mundo el neoliberalismo económico?
Hay ciertos objetivos que nunca se lograrán del todo, lo importante es que se mantengan como objetivos últimos. Kant se refirió a algo parecido cuando acuñó la expresión de “ideas reguladoras”. Son ideas que nunca se hacen realidad, pero sirven para regular la práctica. El desarrollo sostenible es una de ellas. Lo importante, valga la redundancia, es empeñarse en «sostener» esa idea y no dejar que decaiga.

¿Cree que los Estados-nación están en crisis?
Es evidente que no. Las crisis han dado lugar a nacionalismos emergentes, todos con el patrón del Estado-nación. No importa constatar que los Estados tienen cada vez menos poder para decidir lo más importante, que se decide desde instancias supra-estatales. La lucha nacionalista es una lucha por el poder que hoy sigue representando el Estado. El nacionalismo es una consecuencia del triunfo del individuo al que se refiere Hobsbawm, que se quiere corregir con propuestas de cohesión patriótica y cultural.

¿Cuáles son en su opinión los hechos más incisivos del s. XX y hasta la actualidad?
Uno de los más incisivos es, sin duda, la revolución de la mujer. Yo lo he llamado El siglo de las mujeres, pues el siglo XX fue decisivo para la emancipación de la mujer. No es un hecho que afecte solo a las mujeres. Es una revolución que, si persiste y se consiguen corregir las desigualdades y el machismo que todavía existe, nos llevará a una sociedad mejor para todos.

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Número 70

El particularismo español / Abelardo Ramos

Revista Malabia número 70

El particularismo español / Abelardo Ramos

1 Orígenes del particularismo español

La historia de España comprende dos grandes momentos. Uno de ellos es el feroz combate, que se prolonga durante siete siglos, contra la civilización árabe, incrustada en el territorio de la antigua Híspania romana. El otro, es el descubrimiento y colonización de América.

La caída de Granada, último bastión musulmán en suelo español, corona la soberanía territorial de las Españas. En 1492 queda eliminado el poder político de los árabes. En ese mismo año sorprendente, tan solo nueve meses más tarde, el Almirante de la Mar Océano incorpora América a la geografía mundial. Estos dos grandes acontecimientos se producen bajo el reinado de Isabel y Fernando, los insignes monarcas de Castilla y Aragón.

La pareja real encarna la hora más decisiva de la historia hispánica. De tal suerte, la ansiada unidad política de España, que apenas era un díscolo puñado de reyecías y baronías, había costado la sangre de generaciones sin cuento. La constitución del Estado Nacional, aún débil y aquejado de toda suerte de flaquezas, se había alcanzado, al fin, como fruto de una guerra de religión. La plena soberanía española se impuso bajo el signo de la cruz. Esa poderosa inspiración forjó un ideal heroico, que perduró como rasgo psicológico de los españoles a través de las edades, cuando ya todos los héroes habían desaparecido. Tal grandioso objetivo, la unión de los reinos con la fe, requirió un inmenso esfuerzo. Lo dicho permite explicar las causas que transformaron a España en una sociedad militar, capaz de velar y emplear sus armas durante setecientos años. Esa interminable guerra nacional y religiosa, dejaría huellas profundas en la sociedad, en sus particularidades regionales, en sus lenguas y en su estilo de vida. La historia de España, de alguna manera, nace en dicha cruzada y se impregna hasta la médula de esta agotadora prueba. Bajo la luz cruel de tal historia, nació la raza de hierro que descubrió, conquistó y colonizó las Indias, así llamadas por Colón bajo la influencia arcaica de los mapas de Ptolomeo.

El matrimonio de Isabel y Fernando constituía, a su vez, un paso más hacia la unidad nacional: Castilla y Aragón, por los azares dinásticos, constituían una diarquía, que reunía en la pareja real a reinos hasta entonces separados. Con los Reyes Católicos la monarquía feudal esbozó su voluntad de marchar hacia una monarquía absoluta. En otras palabras, a establecer la preeminencia de la monarquía sobre la insularidad feudal de la nobleza, opuesta a la constitución de la Nación. Estos particularismos y esta nobleza hundían sus raíces en la cruzada contra los moros. De esas luchas España había heredado un encarnizado individualismo. Ahí medraba un sistema de fueros que cada ciudad o reino defendía celosamente, tanto frente a la nobleza de espada como ante las tentativas reales de sujetar a los pequeños reinos a un poder centralizado.

Los reinados y baronías que componían la España del siglo XV se habían ido creando en la Reconquista contra los musulmanes sobre cada pedazo de tierra conquistada. Aquellos fragmentos étnicos que en el curso de los siglos llegarían a constituirse en el pueblo español, libraron con los moros una guerra de inigualable crueldad donde el derecho a la tierra y la fe jugaron el papel principal. El historiador Oliveira Martins escribe: «El movimiento de la Reconquista había empezado en Asturias de un modo cabalmente bárbaro; fue un retroceso a la vida primitiva. Las partidas de Pelayo no constituían un ejército ni se reunían en una corte; eran una horda, y he aquí como un cronista árabe describe al Rómulo español y a sus compañeros: ‘Viven como fieras, nunca se lavan ni cambian de ropa, que conservan hasta que de puro vieja se les cae apedazas’. La impresión que producirían a los árabes estos feroces y bárbaros campeones, sería análoga a la que sufrieron, sin duda, los galo-romanos refinados al ver a los salvajes compañeros de Atila».

Pero ya en los siglos X y XI, se incorporarán a la lucha elementos de civilización cristianas, nuevas técnicas de guerra y quedarán esbozados rasgos de clases sociales más definidas y el ideal heroico. Esa lucha secular adquiere o parece adquirir un sentido. Se entiende entonces el Poema del Cid y al Cid mismo, que prolongará por siglos en el alma española la visión caballeresca de la vida. El Quijote será su reencarnación tardía y burlesca.

Cada una de las reyecías católicas estaba separada de las demás: se erigían sobre los más diversos accidentes y relieves geográficos. La disgregación del latín medieval, entretanto, y el aislamiento de los pueblos cristianos, facilitó la creación de lenguas y dialectos regionales como el castellano, el portugués, el catalán y el gallego, que permanecieron individualizados hasta hoy, pese a la lenta y progresiva influencia de la lengua castellana. El triunfo general de esta última, traducía en la esfera idiomática la hegemonía de la monarquía castellana sobre las restantes, que, por lo demás, no retrocedían sin luchar. Así se formaron durante siglos, leyes y costumbres populares, al tiempo que un estilo militar de existencia, donde la nobleza adquirió privilegios nacidos de su papel en las guerras. Estas prerrogativas marcaron toda la historia posterior. El poder real se vio constantemente limitado por la resistencia armada de los dominios señoriales. «España se encontró en la época de la resurrección europea -escribe Marx-, con que prevalecían costumbres de los godos y vándalos en el norte y de los árabes en el sur».

Al mosaico racial y cultural de España, debía agregarse la presencia de los judíos. Poderoso grupo étnico-religioso, este pueblo-clase, según la definición de Abraham León, era actor dominante en la ciudad medieval, donde florecía el capital comercial. Análogamente, los árabes constituían la porción más laboriosa y técnicamente eficaz de su economía agrícola. Esa «aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a la cabeza», encontró la primera posibilidad de marchar hacia una unidad nacional gracias al poder central que comienzan a encarnar los Reyes Católicos. La misma monarquía expresaba claramente el precario carácter de esa unidad: mientras que en la Castilla de Isabel predominaban los intereses señoriales, en el Aragón y Cataluña de Fernando prosperaba la burguesía de los puertos marítimos, vinculados al comercio con Europa y Oriente. Así, en su propio seno, la monarquía que buscaba la organización de una sola nación, asumía simbólicamente un carácter bifronte. Las dos Españas se enlazaban y disputaban con Isabel y Fernando.

2 La nobleza enfrenta a la monarquía nacional

La oposición de la nobleza castellana a la unidad se había manifestado de manera inequívoca al difundirse la noticia de que la heredera del trono de Castilla, Isabel, contraería enlace con Fernando, heredero del trono de Aragón. La furia de Enrique el Impotente, rey castellano y hermano de Isabel, no tuvo límites. Los cortesanos, expertos intrigantes de Corte, sugieren al oído del Rey la idea de aprisionar a Isabel. Al mismo tiempo, la infanta demostraría su inteligencia política, luego proverbial, al decidirse, entre todos los pretendientes, por la persona de Fernando. Así podrían unirse las dos Coronas, incluida la poderosa Cataluña, asegurando, quizás de modo decisivo, la unidad de las Españas.

La conspiración de los feudales se puso en marcha; había que actuar rápidamente. Ante el peligro inminente que las tropas de su hermano el Rey pudieran aprisionar a Isabel, el Arzobispo Alonso Carrillo de Acuña, consejero de la infanta, rescata a la futura Reina de su Castillo de Madrigal de las Altas Torres. Protegida por 300 lanzas, Isabel huye de su castillo, escoltada hasta Valladolid. Desde allí, el Arzobispo convoca urgentemente a Fernando de Aragón. Es preciso celebrar la boda de inmediato. Los peligros que acechan a los futuros contrayentes son enormes. La levantisca nobleza se opone a todo poder centralizado que pueda recortar sus privilegios. Los Grandes de España, en su aturdida soberbia, y por el goce del verdadero poder alcanzado, consideraban al Rey, antes de Isabel y Fernando, «primum inter pares«. Hasta el rey de Francia, Luis XI, observaba con alarma el futuro gran poder español que podría nacer de la unión de Castilla y Aragón. Por cierto que, a su vez, poderosos intereses aragoneses trabajaban dentro de la nobleza castellana en favor del matrimonio, o sea de la unión de ambas coronas. Escribe Elliott: «Parece ser también que poderosas familias judías de Castilla y Aragón deseaban consolidar la vacilante posición de la judería castellana y trabajaban por el matrimonio de Isabel con un Príncipe que había heredado sangre judía a través de su madre».

El matrimonio, dictado por razones de Estado, adquiere, por imperio de las circunstancias, un sesgo romántico: disfrazado de arriero, el Príncipe Fernando avanza lentamente por la meseta castellana, conduciendo las muías que ocultan las insignias de su rango, mezclado a una caravana de comerciantes. Viajan de noche, por caminos poco transitados. Al llegar a las murallas del burgo de Osma, «no es reconocido y por poco lo matan si no se da a conocer».

Los novios no se habían visto nunca. Isabel sólo contaba 18 años; Fernando tenía uno menos. Parece que la muy juvenil infanta, y ya mujer de Estado, experimentó un flechazo al contemplar por primera vez a Fernando.

El matrimonio, tan azaroso, y tan rodeado de acechanzas y confusas pasiones, seguramente no sólo de pasiones políticas, se celebró el 18 de octubre de 1469, bendecido por el Arzobispo de Toledo. El pueblo de Valladolid bailó en las calles durante una semana. Amor a primera vista aparte, la naturaleza política de esta unión conyugal resulta evidente. Fernando de Aragón acepta sin chistar las condiciones del contrato matrimonial que le impone el círculo castellano de Isabel. Como la perspectiva de llegar al trono no era dudosa, escribe un historiador: «Fernando se comprometía a respetar las leyes y costumbres de Castilla, a residir con la infanta y a no abandonarla sin su consentimiento y a no hacer nombramientos militares o civiles sin contar con su aprobación. Igualmente dejaba en manos de la infanta los nombramientos de beneficios eclesiásticos y se comprometía a no enajenar las propiedades de la Corona, todo lo cual aludía directamente a la futura situación y jerarquía de Isabel de Castilla».

Asimismo, Fernando juró continuar la Cruzada contra los moros. Consintió, por añadidura, en que si Isabel sucediera a su hermano Enrique IV el Impotente en el reino, «Don Fernando ostentaría el título de Rey como una cortesía de su esposa».

Muy otras cortesías debería brindar la gran Isabel a su marido. Ya monarca, Fernando de Aragón despertaría frecuentes celos de la Reina por sus irresistibles galanteos a no pocas damas de la Corte. A lo largo del reinado de la célebre pareja, tales galanteos tuvieron felices consecuencias. Isabel la Católica hacía introducir en un convento, en el mayor de los secretos, a las nacidas fuera del lecho real cuando eran niñas. En cuanto a un hijo natural, Don Alfonso, habido con Doña Aldonza Iborra de Alamán, resuelta dama que solía acompañar en público al Príncipe Fernando vestida de hombre, el más tarde Rey (y amoroso padre) lo designó Arzobispo de Zaragoza a la tierna edad de 10 años.

Dejando de lado tales intimidades conyugales, conviene echar una mirada al estado político de los reinos españoles al día siguiente de la resonante boda. Isabel había desdeñado al Rey de Portugal, Alfonso V, el monarca portugués, un viudo otoñal, incomparable con el seductor adolescente aragonés. Rechazado por la infanta, Alfonso V volvió sus ojos hacia Juana, hija del rey Enrique el Impotente. La opinión pública, siempre piadosa, ponía en duda la paternidad del rey, cuya discutida virilidad clamaba al cielo. Por esa causa, se llamaba a la Princesa Juana, la Beltraneja, apellido de un atractivo cortesano, Beltrán de la Cueva, privado del rey. La pasión dinástica en la disputa sucesoria inventó otro apodo para la Beltraneja: algunos se referían a ella como «la hija de la Reina«.

La posibilidad de un matrimonio entre ambos, permitió establecer una alianza entre Portugal y el partido de la hija del Rey Enrique IV. El fallecimiento de este último, el 11 de diciembre de 1474, desencadenó una guerra civil. Isabel se proclamó reina de Castilla y la Beltraneja, por su lado, hizo lo propio algunos meses después. Con la ayuda de los Grandes de Castilla y las tropas portuguesas, Juana reclamó el trono castellano. Se hizo inevitable un enfrentamiento armado. En esa ocasión Fernando recibió un apoyo capital de los expertos militares de Cataluña. El partido de la nobleza castellana, en definitiva, resultó vencido.

Al fallecer, en ese mismo año de 1479, Juan II, rey de Aragón, Fernando ciñe la corona de su padre. Y de este modo, Isabel y Fernando unen, al fin, los dos grandes reinos, lo que no era poca cosa en la marcha hacia la unidad nacional de las Españas. Ahora bien, ¿quién era y cómo era Isabel la Católica?

Hernando del Pulgar, un intelectual converso o «marrano», secretario real y diplomático, autor del libro Claros varones de Castilla, recordó a la joven reina en estos términos: «Amaba mucho al Rey su marido e celábale fuera de toda medida… Era mujer muy aguda y discreta… hablaba muy bien y era de tan excelente ingenio, que en común de tantos e tan arduos negocios como tenía en la gobernación de sus Reynos, se dio el trabajo de aprender las letras latinas, e alcanzó en tiempo de un año saber en ellas tanto que entendía cualquier habla e escritura latina». Contaba la Reina en su biblioteca privada con 250 volúmenes, cantidad muy considerable para cualquier época. No sólo leía los libros de santos, o las obras de San Agustín, así como los textos bíblicos, sino que en su biblioteca se encontraban obras de historia y libros de derecho civil y eclesiástico. Un ejemplo notable son las Partidas -una especie de enciclopedia jurídica del siglo XIII que inspiró Alfonso X de Castilla. Si curioso resulta encontrar en la biblioteca personal de Isabel los grandes autores antiguos, como Tito Livio, Plutarco y Virgilio, todavía más sugerente y punzante aparece el atrevido y-sensual Renacimiento con la presencia de un libro de Bocaccio. El ruborizado biógrafo de la Reina Católica omite informarnos sobre su título. Isabel también pudo deleitarse con el Arcipreste de Hita -Juan Ruiz-, cuyos osados poemas amorosos corren parejos con su acida crítica a las costumbres de la época. En fin, recorrer el catálogo, en el que no faltan tratados de medicina y hasta de astrología, permite asomarse a la cultura intelectual y artística de esta mujer singular que España dio al mundo en la hora de su unidad nacional.

La gran Reina había nacido en 1451, casi con la invención de la imprenta. A Isabel se debe, precisamente, la incorporación a España de numerosos talleres de impresión, algunos de gran calidad tipográfica, como los importados del centro de Europa y de Venecia, destinados significativamente a imprimir las Partidas. Fue la Mecenas de su tiempo, protectora de humanistas como el siciliano Marineo Sículo, traído a España en 1484, y de Pedro Mártir de Anglería, natural de Milán, llegado a Castilla en 1487. Sacerdote mundano, humanista y letrado favorito de la corte vaticana, Anglería será el apuntador vivaz y curioso de todas las maravillosas novedades que los navegantes, aventureros y exploradores de América traen a la corte. Es el primer historiador del descubrimiento y creador de la feliz expresión del «Orbe Novo«. Designado cronista de Indias por la Reina, redacta las Décadas del Nuevo Mundo, en las que describe las «cosas nuevas” de América. En una carta al Conde de Borromeo, escrita el 14 de mayo de 1493 desde Barcelona, comenta a su amigo, como de paso, lo siguiente: «Ha vuelto de las antípodas occidentales cierto Cristóbal Colón, de la Liguria, que apenas consiguió de mis reyes tres naves para ese viaje, porque juzgaban fabulosas las cosas que decía. Ha regresado trayendo muestras de muchas cosas preciosas, pero principalmente oro, que crían naturalmente aquellas regiones».

El sibarítico prelado (el Pontífice, devotísimo lector de sus frecuentes cartas con novedades de Indias, lo designa Abad de Jamaica, isla paradisíaca que no visitará jamás) siempre se cuida de estar cerca del poder. Así, asiste a la toma de Granada y frecuenta a Cristóbal Colón. Con total desenvoltura y naturalidad, despojada de énfasis, narra las curiosidades de las gentes, la flora y la fauna de Indias, recogidas de primera fuente, que despertarán la estupefacción de toda Europa.

Pues bien, es en ese año simbólico de 1492, que el gran humanista Elio Antonio de Nebrija publica su Gramática castellana. La ofrece a Isabel la Católica como una demostración de que la lengua es el Imperio. Interrogado por la Reina respecto a la utilidad práctica de una gramática castellana, Nebrija le responde: «Después que Vuestra Alteza metiese debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas, e con el vencimiento aquellos tenían necesidad de recibir las leyes quel vencedor pone al vencido, e con ellas nuestra lengua; entonces por está mi Arte podrían venir en el conocimiento della, como agora nosotros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín». En suma, lengua e Imperio.

A fin de que el lector perciba la gravitación castellana en la inminente aventura americana, se tendrá en cuenta que Castilla abrazaba los dos tercios del territorio total de la Península Ibérica, o sea unos 350.000 kilómetros cuadrados. Contaba con una población calculada en 7 millones de habitantes. Después de 1492, incluyendo a Granada, ejercía su soberanía sobre León, Galicia, Asturias, el País Vasco, Extremadura y Murcia, además de los reinos de Sevilla, y Jaén. Por su parte, el reino de Aragón contaba con 110.000 kilómetros cuadrados, incluida Mallorca, con alrededor de 1 millón de habitantes. Quedaban fuera de la unión, Navarra (que será incorporada por Fernando después de la muerte de Isabel) con 10.000 kilómetros cuadrados y, finalmente, Portugal, con unos 90.000 kilómetros cuadrados.

Resultaba abrumadora la preponderancia de Castilla respecto a los otros reinos y baronías españolas. Esto explica el papel de Isabel en la pareja real, por lo menos al principio, y luego, el rol decisivo de los castellanos en el descubrimiento y conquista de América.

Aunque unidos en las personas de sus monarcas, en ambos reinos permanecían inalterables las instituciones administrativas, los fueros y las clases sociales. Ni los esfuerzos enérgicos de Isabel podían barrer con las costumbres y prerrogativas heredadas de la España medieval. En Castilla, aunque en voz baja, Fernando era llamado «el catalanote». Y lo era, sin duda, como lo atestigua su biblioteca personal y la formación recibida en sus años mozos. Pues Cataluña, con sus judíos, cartógrafos, burgueses, humanistas y artesanos, era la provincia capitalista por excelencia en la tradición española, el núcleo social dinámico de la Península.

Vencida la resistencia nobiliaria por el nuevo poder monárquico, todo parecía indicar que los castillos destruidos, las tierras señoriales confiscadas y la creación de un ejército nacional, iniciarían triunfalmente el período absolutista, cuya misión histórica debía poner término a la resistencia feudal. Isabel plena de juventud y resolución ardiente, estableció la autoridad de la Corona sobre las órdenes militares-religiosas. Herencia de la Edad Media, constituían un poderoso bastión político y económico de la nobleza castellana. Entre ellas se destacaba la Orden de Santiago, que mantenía bajo su control hasta un millón de vasallos. Prácticamente se había erigido como un Estado dentro del Estado.

Cuando la Orden, en manos de unos pocos grandes señores, se disponía a elegir en 1476 el reemplazante del gran maestre, con motivo del fallecimiento del anterior titular, llegó la noticia a Valladolid: «Isabel, con su audacia característica, tomó un caballo y salió hacia el convento de Uclés, donde los dignatarios de la Orden se disponían a elegir un sucesor. Después de tres días de duro galopar, llegó al convento justo a tiempo de ordenar que los preparativos fuesen suspendidos y que el cargo fuese concedido a su marido».

Empleó la misma energía para terminar con otras órdenes, tan arrogantes como vetustas, las de Calatrava y Alcántara, por ejemplo. Las Ordenes militares tenían detrás de sí, en la agotadora guerra de Reconquista contra la ocupación musulmana, un grande y heroico pasado, pero como siempre ocurre en la gran aventura humana, los antiguos héroes se habían vuelto anacrónicos.

Cabe añadir que al terminar la guerra de Sucesión, bien afirmada la pareja real en el trono, se imponía establecer el orden en toda España, asolada por el bandidaje más feroz. Los caminos y la seguridad de las aldeas se habían convertido en el dominio de bandas de incontrolables forajidos, entre los que figuraban no pocos hijosdalgos. De hecho, los malhechores habían establecido una anarquía agobiante y sembrado una intranquilidad general. Los Reyes Católicos tampoco vacilaron en este caso. La Corona organizó una vieja institución, ya olvidada: las Hermandades, milicias encargadas del orden público. Se llamó La Santa Hermandad. Financiada por las ciudades, derogó de hecho el antiguo privilegio de la nobleza de que los guardias del Rey no podían ejercer justicia ni penetrar en los dominios señoriales. La Santa Hermandad actuó directamente contra los nobles pendencieros y espadachines múltiples que alborotaban con sus reyertas ciudades y aldeas. Tales incidentes sangrientos, frecuentemente motivados por cuestiones de procedencia o por la investigación puntillosa del honor recíproco, para no hablar de las frecuentes rebeldías nobiliarias contra el poder central, habían desencadenado la proliferación del bandidaje general en todo el Reino.

Isabel actuó directamente con la fuerza así creada. Las normas fueron de dureza ejemplar. Así, por ejemplo, el robo de 500 a 5.000 maravedíes era castigado con la amputación de un pie. Otros delitos, con la pérdida de la nariz o de una mano. Los casos más graves, con la confiscación de bienes o la pena de muerte. Los pueblos de España respiraron con alivio: apreciaron en su valor la acción de una Reina que ponía en su sitio a los arrogantes matamoros y a su secuela de bandidos. En el orden de la política económica y ante la inquietud y disgusto de la parásita nobleza militar, Isabel y Fernando protegen desde 1484 a la industria manufacturera. No vacilan en otorgar facilidades a obreros italianos y flamencos. Además, los eximen de impuestos durante diez años, para estimular su radicación en España para que apliquen en ella sus artes mecánicas. Y tradicionales industrias españolas son revividas: las armas de Toledo, las papelerías y sedas de Jaén y los cueros de Córdoba, conocen una época de prosperidad. Durante dos años se prohíbe la importación de paños en el reino de Murcia y los hilados de seda napolitanos en el reino de Granada. En Barcelona recobran su impulso las industrias, en Zaragoza trabajan 16.000 telares. En Ocaña florecen las jabonerías y sus célebres guanterías. Andalucía era una huerta espléndida, creación exclusiva de los árabes, que con su laboriosidad e ingenio, habían establecido un notable sistema de riego. La pragmática de 1496 tendiente a unificar en todo el reino las pesas y medidas, en un país donde el ocio era dignificado y el trabajo envilecía, muestra bien a las claras la tendencia de los Reyes Católicos a transformar la España medieval y someter a los nobles ociosos.

3 El vuelco de la historia: 1492

Pocas veces la infatigable Clío resultó tan fecunda en prodigar acontecimientos asombrosos como en ese gran año de 1492. Enumeremos los hechos: en dicho año cae la Granada musulmana y se concluye la Reconquista española del suelo peninsular; se expulsa a la minoría judía; el humanista Antonio de Nebrija publica su «Gramática Castellana«, y la presenta a la Reina Isabel, y se descubren las tierras del Nuevo Mundo.

Conviene, a los fines del relato, describir la primera escena que tiene lugar en Granada. España es, en ese año, el teatro central de la historia del mundo. Entre las aclamaciones de una colorida multitud, rodeados de banderas y estandartes, estremecido el aire por chispeantes clarines, avanzaron a caballo, por sus calles, la bellísima y clara ciudad morisca, los juveniles Reyes de España. Era el 5 de enero de 1492. Las espléndidas mezquitas del Islam se elevaban en el horizonte como marco oriental de la victoriosa cristiandad. El propio Rey moro, Boabdil, debilitado por reyertas familiares, que facilitaron al hábil Rey Fernando las negociaciones preliminares de la rendición, entregó las llaves de la Alhambra a los Reyes Católicos. Momentos después, las insignias españolas, la Cruz y el estandarte real, subían a las altas torres de Granada. Con ese acto, concluía la guerra de Reconquista. La invasión árabe de la península, iniciada hacía siete siglos, había concluido. Pocas semanas más tarde, el 3 de marzo de 1492, los reyes católicos firmaban un decreto de expulsión de los judíos. El decreto se hizo público el 29 de abril del mismo año. Su texto era muy claro. Se otorgaba un plazo de cuatro meses a los devotos de la fe mosaica para abrazar la fe católica o para «vender su hacienda y salir para siempre del territorio español, bajo pena de confiscación de sus bienes«.

Después de la disolución del Imperio romano, los judíos llegaron a España y se consagraron a la artesanía, al comercio y a las finanzas. Al parecer, gozaron de la tolerancia de los reyes visigodos y se convirtieron en banqueros de los sucesivos dueños del poder peninsular. A pesar de la protección de los príncipes y monarcas, siempre necesitados de préstamos, los judíos despertaron el odio popular por la actividad de no pocos de ellos como recaudadores de impuestos, «agentes fiscales de la nobleza» o prestamistas. Aunque su papel económico en España era muy considerable, no lo era menos en la esfera del arte y de la ciencia, así como, particularmente, en la práctica de la medicina. No debe olvidarse que las leyes medievales establecían la prohibición de los matrimonios mixtos. Asimismo, las Partidas negaban a los judíos «yacer con cristianas ni tener siervos bautizados«. En la práctica, no obstante, muchos judíos se habían convertido al cristianismo, y hasta se habían integrado a la sociedad española como eclesiásticos, miembros de la aristocracia cortesana o administradores del Reino. Más aún, habían contraído eficaces matrimonios con familias aristocráticas, aunque arruinadas, cuyos «infanzones tronados» no tenían a menos casarse con hermosas judías ricas. Y así se «doraban los blasones«. A tales miembros de la comunidad judía se los conocía como conversos o «marranos». Pero las sospechas de la Inquisición, feroz guardiana de la fe, en un mundo peligroso para el catolicismo, no descansaba nunca. La unidad político-militar-dinástica, obtenida por Isabel y Fernando, se revelaba demasiado frágil en una sociedad rebajada por múltiples conflictos y tendencias hacia la desintegración: la nobleza conspirativa, la minoría musulmana, la minoría judía, los pequeños reinos aún no sometidos a la autoridad central, la rivalidad con Francia, la cercana lanza del Imperio Otomano, dominante en el Cercano Oriente desde la caída de Constantinopla, y cuya sombra amenazante llegaba hasta el Mediterráneo. Isabel vaciló durante años ante el rigor de esta medida. Su propio marido, Fernando, tenía sangre judía. El Tesorero de la Santa Hermandad, Abraham Senior, era judío practicante. No obstante, en el curso de las décadas anteriores habían tenido lugar violentas explosiones populares de carácter antisemita, frecuentemente de carácter sangriento. Según los tradicionalistas españoles, esta discriminación carecía de tinte racista, sino que era esencialmente religiosa. Se acusaba a sectores de la comunidad judía, convertidos bajo presión al cristianismo, de practicar en secreto su antigua fe. El decreto de expulsión conmovió a España e influyó en su historia posterior. Hasta muchos conversos, ante la medida, decidieron emigrar con sus capitales y la mayor parte de los judíos españoles hicieron lo propio. Los investigadores son muy prudentes en la evaluación del número real de expulsados. La estadística (más bien asimilable al arte que a la ciencia) justifica esa plausible actitud. Si nadie puede sensatamente fiarse de las estadísticas contemporáneas, mucho menos podría depositar gran confianza en las de hace 500 años. De todos modos, se estima en 120.000 los judíos que abandonaron España a raíz del decreto. Otros autores calculan más de 200.000 judíos expulsados. Los daños ocasionados a la economía española fueron enormes. Al recibir en su reino a numerosos judíos expulsados de España, el Sultán otomano Bayaceto dijo: «Este que llamáis rey político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra».

En cuanto a los árabes españoles, el proceso de su expulsión fue más complejo. Numerosos dignatarios, entre ellos Hernando de Talavera, primer Arzobispo de la Granada cristiana, profesaba una gran admiración por la civilización musulmana y sus obras de caridad. Era partidario de una asimilación gradual, en la cual los árabes adoptarían voluntariamente la fe cristiana y los cristianos incorporarían a su vida social instituciones caritativas creadas por los musulmanes. Pese a todo, el temor de la monarquía castellana-aragonesa ante el poder social, económico y religioso de los musulmanes radicados por siglos en el Sur de España, los decidió, después de muchas vacilaciones, a decretar la expulsión de los moros, en febrero de 1502.

El 12 de octubre de 1492, el ligur Cristóbal Colón descubre a Europa la existencia de un Orbis Novo. No sólo fue el eclipse de la tradición tolomeica y el fin de la geografía medieval, sino que hubo algo más: ese día nació la América Latina y con ella se gestaría un gran pueblo nuevo, fundado en la fusión con las culturas antiguas. Fuera el Descubrimiento de América, o doble Descubrimiento o Encuentro de dos Mundos, o genocidio, según los gustos, y sobre todo, según los intereses, no siempre claros, la proeza colombina parece brindar a España, por un momento, la posibilidad de consolidar la nación y dotarla de una formidable acumulación de capital. Errabunda, inesperada, sombría y deslumbrante a la vez, como siempre, la historia ofrecería a los ojos hipnotizados de la España medieval la tierra prometida, desbordante de dicha. Pero apenas entrevista, América, como una maligna Circe, precipitaría a la gran nación descubridora, casi inmediatamente, a una inexorable declinación.

Fernando el aragonés, por otra parte, había atacado la clásica autonomía de las ciudades españolas para moderar el poder creciente de la burguesía. Entre la Edad Media y la Edad Moderna, la pareja real encarnaba en sí misma la contradicción viva de dos épocas. En la lucha simultánea contra la nobleza y la burguesía de las ciudades, el absolutismo naciente de los Reyes Católicos encontró un aliado poderoso, al que debió pagar, sin embargo, un tributo: la Iglesia Católica. Los monarcas no podían unificar a España en nombre del capitalismo, ni de la Nación, ni del pueblo. Pero la unificación reclamada por la historia de ese siglo y de cuya consumación, en caso de realizarse, sólo podrían beneficiarse, ante todo, las clases modernas en formación, era también una exigencia íntima de la monarquía. Si quería elevarse por la gracia de Dios hacia el poder genuino, éste debía ser absoluto. En tal carácter, debía chocar contra el particularismo, los derechos personales y territoriales de la nobleza voraz. De este modo, las necesidades de la monarquía se combinaban con las aspiraciones de la Nación, que en esa época sólo podía alcanzar su unidad mediante el poder personal. Para lograrlo, sin embargo, Isabel y Fernando debían enfrentar un complejo universo de clases, castas, razas, nacionalidades y religiones, que eran la herencia de siete siglos de sangrienta historia. Sólo cabía en ese momento un método de unificación: la unificación religiosa.

La expulsión de los musulmanes y judíos demostró que la unidad de España se realizaba ante todo en el plano espiritual, aunque debiera sufrir, como efectivamente sufrió, un grave daño en su desarrollo económico y social. Si se expulsó a moros y judíos, no se eliminó a la nobleza ni se establecieron realmente las condiciones para un desenvolvimiento de la producción capitalista, único cimiento, en dicho período, de la unidad nacional. Al reducir la unidad española a la pura unidad religiosa, los reyes dejaron en pie los factores internos del particularismo feudal.

Como la historia inminente habría de probar, estos factores empujaron al Imperio español, desde su posición excepcional en la historia del mundo, hasta una trágica decadencia. La unidad consumada con la ayuda de la Inquisición, caracteriza el absolutismo real de los Reyes Católicos como un absolutismo religioso que multiplicará todos los problemas que pretendía resolver. Pero como la historia es lo que realmente es, y es todo lo contrario de la Ucronía, forzoso resulta concluir que la unidad religiosa, aún con los métodos crueles que se adoptaron para realizarla, echó los cimientos de la unidad nacional de España.

4 La casa de los Austria en el trono español

Los dos factores que conducirán a la paradójica decadencia española se producen simultáneamente y desencadenan efectos devastadores. El primero de ellos es el descubrimiento de América. El segundo es el ascenso al trono de España de Carlos I, hijo de Juana La Loca y de Felipe el Hermoso. Carlos de Gante, el muy joven heredero del trono de la gran Reina Isabel, muerta en 1503, había nacido en Flandes y recibido educación flamenca, por lo que ignoraba la lengua castellana. Estaba formado en la idea del Imperio Católico Universal, inspirado por su abuelo, el Emperador Maximiliano. Al morir sus abuelos españoles, el joven de 16 años, con su arrogante belfo húmedo, pisó el suelo español con el nombre de Carlos I. Marchaba rodeado rodeado de una banda rapaz de favoritos flamencos y borgoñones, de uñas largas y afilados dientes. Detrás, mezclados con los soldados alemanes, marchaban los banqueros Fugger y Welser, de Augsburgo, prestamistas y usureros.

Quince años después, habiendo sangrado las rentas de España y enajenado a los usureros el oro proveniente de América, pudo, muerto su abuelo, comprar los votos de los Príncipes Electores de Alemania, lo que le permitió asumir el título de Emperador de Alemania y rey de España bajo el nombre de Carlos V. El rey extranjero se convertía de esta forma en Emperador de un Imperio católico universal, que gobernaba varios Estados italianos y alemanes, además de Flandes y las Indias. España pasaba a ser un reino secundario aunque productivo, pues del fabuloso descubrimiento de América y de la sangre de sus indígenas, provenían los metales preciosos para alimentar las guerras religiosas del Emperador, fortalecer la estructura feudal europea en disolución y forrar los bolsillos de la banda flamenca. La nobleza castellana veía en Carlos V a su salvador, dispensador de sueldos y prebendas, a las que no había sido muy afecto el prudente Fernando. La idea de la «unidad cristiana universal» era mucho más satisfactoria al particularismo feudal que la idea de la «unidad nacional» española. ¡Esto era fácil de comprender!. Pero el pueblo español recibió al flamenco con una piedra en cada mano. Las Cortes comenzaron por negarle fondos, siguieron por rogarle que aprendiera el castellano «a fin de que Vuestra Majestad comprenda mejor a sus súbditos y sea mejor comprendido de ellos», continuaron por pedirle que respetase las leyes del reino y que no otorgase cargos a los extranjeros. Pero el Emperador universal, juguete en manos de los avariciosos flamencos, atropelló los fueros municipales e ignoró las tradiciones españolas. Nombró arzobispo de Toledo al sobrino de su favorito de Chevres, que ni siquiera se dignó viajar a España para hacerse cargo de su apetitosa diócesis. Los restantes cargos de la Corte fueron distribuidos entre los flamencos importados. Los tributos excesivos, para colmo, concluyeron por desencadenar un vasto movimiento de insurrección popular en 1520, conocido como el levantamiento de los Comuneros de Castilla. Encabezados por un noble, Juan de Padilla, el movimiento se dividió entre los elementos plebeyos y la pequeña nobleza y fue derrotado. Con las cabezas de los conspiradores desaparecieron las viejas libertades de España. Era la postrera rebelión de las ciudades burguesas contra la putrefacción feudal, extranjera por añadidura. Simultáneamente, se levantaban las Hermandades de Valencia, compuestas por artesanos. Fueron a su vez vencidas y exterminadas sin piedad por el cristiano Emperador del mundo. Pudo así reinar sobre una España desangrada, exprimir a las Indias, guerrear con Francia y presenciar la agonía de la sociedad española, nunca más grande que durante su funesto reinado, y nunca más miserable.

5 La influencia de las Indias en España

Con la caída de Constantinopla en manos musulmanas en 1453, la burguesía marítima de Cataluña veía cerradas las puertas para el desarrollo del comercio con Oriente. La búsqueda de un camino hacia el Asia era el resultado no sólo de esta necesidad española, sino de la creciente exigencia de metales preciosos y de una expansión del comercio mundial que se evidencia a fines del siglo XV. Las formas capitalistas de producción se abrían paso irresistiblemente. El descubrimiento de América se inserta en ese ciclo de aventuras geográficas de la época. El teatro marítimo de la historia se traslada al Atlántico. En la ciudad medieval europea se había engendrado una sociedad nueva: «En todos los Estados el orgullo crece cada vez más. Los burgueses de las ciudades quieren vestirse a la manera de los gentilhombres, los gentihombres tan suntuosamente como los príncipes. El labrador quiere hacer de su hijo un burgués. Todo obrero quiere comer carne, como los ricos».

La circulación del dinero adquiere una amplitud sin precedentes, al igual que el empleo de la letra de cambio, la fundación de bancos, el intercambio de productos industriales diversos, las relaciones comerciales. Es el Renacimiento, que se expresará en todas partes, desde el interior de la sociedad europea, a diferencia de España donde se manifiesta desde el exterior, con el descubrimiento de América.

A la dinámica capitalista de la economía europea, correspondía a fines del siglo XV una exigencia mayor de los medios de pago, al mismo tiempo que se manifestaba un relativo agotamiento de los metales preciosos. El oro y la plata se acumulaban en las grandes iglesias y catedrales, en los joyeros de la nobleza, en manos de los prestamistas y sobre todo, en el fondo del Oriente, hacia donde se escurrían a cambio de especias raras o de productos exquisitos.

A comienzos del siglo XVI el oro y la plata del Nuevo Mundo inundan Europa. Es una conmoción que conduce a la revolución de los precios y que trastorna la economía europea. España saquea, en primer lugar, el oro acumulado a lo largo de siglos en los palacios incaicos y aztecas. En los primeros años de la conquista atraviesan el Atlántico 200 toneladas de oro. Luego de la rapiña inicial, el descubrimiento hacia 1555 del procedimiento de la amalgama por el mercurio, permite extraer económicamente la plata. Comienza un sistema de remesas a Europa de unas 300 toneladas de plata anuales. De este modo, puede evaluarse la plata enviada por las Indias a España entre 1521 y 1660 en unas 18.000 toneladas.

Según cálculos de Alexander von Humboldt, fueron de las Indias a España 5.445.000.000 de pesos fuertes (plata) en tres siglos. Se omiten de esta cifra, por imposibles de verificar, los caudales de particulares, los que quedaron en poder legal o ilegal de españoles en las Indias y los que emigraron directamente de América a las Filipinas o al Oriente de contrabando. Afirma el historiador Manuel Colmeiro que: «el Asia y aún el África eran el sepulcro de las riquezas de nuestras Indias… ¡que iban a esconderse en los reinos de la China y del Japón, en la India oriental, la Persia, Constantinopla, Gran Cairo y Berbería, paradero de la mayor parte de la plata de España, porque apenas corría entre aquellas gentes remotas otra moneda que reales de a ocho y doblones castellanos. Gozábamos los tesoros de las flotas y galeones por tan poco tiempo, que humedecían nuestro suelo sin regarlo».

En 1618 se estimaba en más de 500 millones de ducados el oro y la plata recibidos por la Corona desde las Indias. El tesorero mexicano envía a España en 1587, 1.343.000 ducados, la mayor remesa del siglo XVI. El jesuita Pedro de la Gasea, al regresar a la metrópoli, llevó en ocho galeones un millón y medio de ducados. Es un río de metal restallante que inunda a la España estupefacta. ¿Cuáles son sus resultados?.

Carlos V derrama ese oro en sus interminables guerras religiosas o dinásticas. Pasea las legiones españolas por Europa, lo mismo que su hijo, el sombrío Felipe II, que hace de toda España un Escorial. La aristocracia despilfarra el oro importando del extranjero sus tapices, sedas, armas y hasta cereales. La decadencia de la industria española y de su agricultura, reanimados un instante por el descubrimiento de América, se acentúa profundamente y se prolonga durante tres siglos. Los Habsburgo y la estructura arcaica de la sociedad española sobre la que se apoyan, constituirán la maldición histórica de España. La corriente de oro de las Indias pasa por España sin detenerse. Va a parar a los bolsillos de los industriales de Inglaterra, Italia, Francia, Holanda y Hamburgo, que venden su quincallería y artesanías a los españoles. Los encajes de Lille y Arras dominan el mercado español; la loza de Talavera declina con la competencia extranjera. La industria textil está en ruinas.

El Emperador extranjero y extranjerizante (y su digno hijo, más tarde) aplastan económicamente a la burguesía española. Las Cortes de Castilla sólo piensan en asegurar un precio bajo para los productos que España consume. Mientras triunfa el mercantilismo en toda Europa, los españoles ignoran la economía. Se prohíbe la exportación de paños finos. Con Carlos V se prohíbe, asimismo, la fabricación de paños. Los ociosos espadachines del flamenco, sólo desean importar telas holandesas, tapices de Bruselas, brocados de Florencia. Esa enorme importación es preciso pagarla con el oro de los galeones rebosantes.

Ni siquiera con el martirio de los indios de América logra España retener y acumular su capital, como las potencias capitalistas de la época. La política de pillaje asiático llega a tal grado en la historia de España, que Carlos V y Felipe II confiscan a menudo los envíos de metales preciosos dirigidos desde América a capitalistas particulares; de este modo, en lugar de expropiar a los terratenientes feudales, la monarquía despoja a la burguesía en germen.

Castilla exportaba lana en lugar de paños. En el centro de este cuadro, alemanes, genoveses y franceses se apoderaban del monopolio virtual de las ferias españolas y de los asuntos rentísticos. Las remesas de oro de las Indias, tales eran los aprietos de los Austria, eran hipotecadas con anticipación a los banqueros y usureros extranjeros, los Fugger y los Grimaldi.

Los especuladores y comerciantes metropolitanos, enriquecidos con las Indias y la revolución de los precios, compraban tierras para colocar sus capitales. Dóciles a la época, los nuevos ricos buscaban adquirir un blasón, títulos de nobleza, hábito de alguna orden militar o alguna patente de hidalguía para elevarse en el nivel social de las viejas clases. Sólo podían hacerlo a condición de inmovilizar su capital en bienes inmuebles y vivir de sus rentas, pues hasta la era de los Borbones, en el siglo XVIII, todo aquél que se dedicase a la actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía.

Aquellos indómitos soldados de ocho siglos de guerra se habían trocado en parásitos de espada mellada. El odio al trabajo encuentra su eco en América. Recuérdase el caso de un caballero español, residente en Buenos Aires a fines del siglo XVIII, que inició en la Audiencia de Charcas un juicio por calumnias, pues el demandado había afirmado públicamente que el caballero trabajaba. En su demanda, y con justa indignación, sostenía que tenía recursos e hidalguía suficientes como para vivir sin degradarse trabajando.

Con semejante ideal de vida en España, la riqueza adquirida con la sangre americana, robustece la gran propiedad territorial y sustrae esos capitales de toda actividad económicamente productiva. Así se eleva el valor artificial del suelo y se consolida el latifundismo.

6 El régimen servil

En el período del descubrimiento de América la producción agrícola de España se fundaba básicamente en la condición servil o semiservil de los campesinos. Esto ocurría tanto en Castilla como en Aragón, reino este último del que formaba parte Cataluña, el sector más dinámico de la economía española. Con sus grandes sublevaciones periódicas, los siervos o semisiervos de Castilla habían originado la adopción de una nueva política. Los Reyes Católicos sancionaron una ley, en 1480, por la que se concedía a los campesinos de Castilla el derecho de cambiar de residencia con todos sus bienes, ganados y frutos. Este cambio de señorío constituía sin duda un avance, pero no existe todavía documentación fehaciente acerca del carácter generalizado y práctico que obtuvo esta medida. Es bastante dudoso que la liberación de los siervos castellanos y su transformación en campesinos libres se realizara en esa época.

Las disposiciones reales, como en su caso la inmensa literatura jurídica de Indias, rara vez tenía comienzos de ejecución, y para ser completamente ecuánimes, resulta bastante rara en el mundo, de ayer y de hoy, la aplicación escrupulosa de las leyes.

La arcaica sociedad española conservaba un poder orgánico cotidiano mucho mayor que la decisión personal de algún rey enérgico. Las insurrecciones de payeses en Cataluña y la floración del bandidaje, obligaron al rey a suprimir parte de los insoportables tributos que recaían sobre los campesinos, conocidos con el significativo nombre de malos usos. Por añadidura, se les permitió emanciparse mediante el pago de una suma de dinero, lo que facilitó la formación en el siglo XVII de una pequeña burguesía agraria.

Queda en pie, pese a todo, el carácter que presentaba el campo español cuando se produce la conquista y colonización americana. La sociedad colonizadora que se manifestará en las Indias, no difería del sistema de pillaje organizado que padecía el propio pueblo conquistador en su tierra de nacimiento.

7 Extranjerización del reino y ruina de la industria

En Sevilla había 3.000 telares que daban ocupación a 30.000 obreros. Cien años más tarde, sólo quedaban 60 telares. De aquella Toledo próspera en la que zumbaban 13.000 telares, nada quedaba en pie: las calles desiertas, las tierras incultas, las casas cerradas y sin habitantes. Los freneros, armeros, vidrieros y otros oficios que ocupaban calles enteras, habían desaparecido. Ni siquiera los artilleros e ingenieros al servicio de la monarquía eran españoles. Quedaban pocos hombres de aquella industriosa Sevilla del siglo XVI. ¡Ciudad de melancólicas mujeres pues los hombres emigraban a las Indias!

En 1655 un autor enumera 16 gremios que han desaparecido por completo de España. Mientras que en la Francia del mercantilista Colbert las telas españolas eran perseguidas hasta ser incineradas, de esta tarea se encargaban en España sus propios reyes.

«Toda herejía debía ser extirpada inmediatamente, pues si era ignorada, el mundo podría imaginarse que se trataba de la verdad, y si una doctrina falsa era verdadera, ¿no podían ser falsas todas las doctrinas verdaderas?».’

Felipe II, naturalmente, al intentar perseguir las creencias religiosas de los flamencos («Preferiría reinar en un desierto antes que en país poblado de herejes» era su piadoso aforismo) provocó la huida de miles de artesanos flamencos que se refugiaron en Inglaterra. Allí multiplicaron la industria inglesa con nuevas manufacturas. Si los monarcas ingleses castigaban con la pena de muerte a los artesanos y técnicos ingleses que llevaban sus artes y secretos de fabricación a otro país, los Austria practicaban exactamente el método inverso: más de 600 artífices emigraron de Sevilla y otras ciudades de España y se instalaron en Lisboa, donde el Príncipe de Portugal los protegió. Así fabricaron ricos paños, bayetas y sederías con materia prima que importaban de España, su propia y desventurada patria.

A los raros extranjeros que traían su industria a España no les iba mucho mejor que a los españoles industriosos. Sólo se admitían en la España de los Austria a dos clases de extranjeros: los comerciantes y usureros que traficaban con la riqueza española y los mendigos y peregrinos de Europa que habían hecho de España la Meca continental de la limosna.

España importaba cristales de Venecia, listonería de Génova.-armas de Milán, papel, libros y bujería de Holanda, tejidos, vinos y lienzos de Francia. Por el contrario, en Inglaterra, Enrique VIII prohibía la salida del oro y la plata y monopolizaba las letras de cambio, mientras Isabel impedía la extracción de lana y arrojaba de sus puertos a los hanseáticos.

Antes del descubrimiento de América era más importante en España el comercio interior que el exterior. Después, desaparecieron las ricas ferias de Castilla. Los comerciantes se trasladaron a la proximidad de los puertos. No era para menos. Felipe II quitó los negocios a los castellanos y los puso en manos de los genoveses: «Génova se edificaba de nuevo y con el dinero de los españoles se fundaban obras pías y mayorazgos».

En los pueblos de España no podía comerciarse libremente, pues los señores mantenían estancos a cargo de sus protegidos. Nadie podía abrir un mesón, comercio, hospedar a los caminantes o vender cualquier tipo de artículo por ese privilegio. Los Reyes Católicos abolieron los estancos que dificultaban la libre circulación de las mercancías por el mercado interno español, pero sus disposiciones no prosperaron.

La perduración de los gremios y corporaciones medievales también dificultaban la creación de la libre competencia y el desarrollo de una industria.

Reuníase en España en la época del Descubrimiento un feudalismo que no se resignaba a morir, abrazado a un capitalismo enclenque que sólo aspiraba a sobrevivir. Pero el absolutismo era tan impotente para concluir con el primero, como para infundirle oxígeno al segundo. De ahí el carácter de peculiar rapacidad que distingue a la monarquía española, fiel reflejo de la Nación en ruinas. Salvo raros períodos (los grandes Reyes Católicos, Carlos III), ese estigma rebrotará en la historia de España con Felipe II o Fernando VII.

Cerníase de este modo sobre el comercio interior de España una red mohosa de prohibiciones, aduanas interiores, tasas y gabelas, pesos y medidas diferentes, escasez de caminos y medios de comunicación, una moneda envilecida y frecuentemente adulterada por los monarcas.

Este sistema constituía en su conjunto la base de sustentación de la nobleza terrateniente y la palanca de su resistencia a la unidad nacional.

«A partir de 1580 -escribe Brennan-, las pocas fábricas de paños que existían en el país desaparecieron, y los españoles se convirtieron en un pueblo rentista, una nación de caballeros, que vivían en parasitaria dependencia del oro y la plata que les llegaba de las Indias y de la industria de los Países Bajos».

España se vio arrastrada por la política europea de los Habsburgo al borde de su destrucción nacional. Lejos de lograr un nuevo imperio carolingio, los Austria, después de cada derrota, entregaban mediante los tratados, jirones del imperio y aún de la propia España. La debilidad estructural de la Nación española se pone de relieve con la pérdida de Portugal y la tendencia separatista de Cataluña, que sólo logra ser vencida por una sangrienta guerra civil. Portugal, en cambio, pide ayuda a Inglaterra y queda destruida así la unidad ibérica. España reconoce esa independencia en 1668.

«Apenas rota la unidad ibérica, Portugal entró en la órbita anglo-holandesa», dice José Larraz.

Con el tratado de Methuen, firmado en 1703, Portugal renunciaba a industrializarse, prometía «admitir para siempre jamás los paños y demás manufacturas de lana de fábrica de la Gran Bretaña», mientras que el rey de Gran Bretaña «quedaba obligado por siempre jamás» a admitir los vinos de Portugal. Con el oro del Brasil y sus vinos, pagaba Portugal a su sórdido aliado las manufacturas inglesas. Adam Smith dijo que ese tratado leonino era «ventajoso en favor de Portugal y contra Gran Bretaña». ¡Como para confiar en ciertos clásicos!.

8 Auge de los arbitristas

Felipe II escribía a su hermana que estaba dispuesto a quemar 60.000 ó 70.000 hombres «si fuera necesario, para extirpar de Flandes la herejía». Además de esta absorbente preocupación del monarca por los herejes, característica de una época en que las guerras religiosas y conflictos dinásticos incesantes exhibían la historia de Europa bajo una luz poco envidiable, cabe añadir la importancia que Felipe II atribuía a los «arbitristas«.

La crisis crónica de la economía y las finanzas españolas engendró un género o profesión curiosa, la del «arbitrista«, o sujeto fecundo en «arbitrios» y fórmulas que ofrecía al rey como solución radical para curar tantas desgracias nacionales. En su inmensa mayoría, se trataba de maniáticos dominados por una idea, o apasionados mesiánicos, desesperados por su propia situación, que pretendían mitigarla mediante el recurso grandioso de mejorar los asuntos generales. De esta forma se produjo, durante tres siglos, una ingente literatura, por así decir, económica, que agobiaba las cámaras reales, el tiempo de los monarcas y de los ministros. Algunos reyes, como Felipe II, recibían con placer e interés los memoriales de los arbitristas, una moda que al parecer provino de Flandes y de Italia, pero que hizo escuela en España. Surgieron a mediados del siglo XVI y prosperaron a lo largo de los reinados de los Austria, como cabía esperar.

Un arbitrista, por ejemplo, proponía remediar la decadencia del erario español mediante la sustitución en la labranza de las mulas por bueyes. Otro sostenía la necesidad de establecer en toda España la piedad. Ofrecía otro engrosar las arcas reales mediante el establecimiento de una armada española en el Peñón de Gibraltar que cobrara un impuesto a todas las naves que atravesaran esas aguas. Otro, aún, imaginó remediar la escasez de numerario mediante el reemplazo de la moneda metálica por un grano de cacao; otro, en fin, sugería la idea de reemplazar la moneda de plata por moneda de hierro.

Cuando los ministros y consejeros de Felipe II le rogaban, respondiendo a! clamor público, que no perdiera su tiempo atendiendo los consejos de la legión de arbitristas y los arrojara a la calle, el monarca se excusaba en su necesidad de arbitrios. Tales eran los curanderos que la monarquía extranjera imponía a la mortal enfermedad de la postrada España. Los mejores ingenios de la nación no dejaron de afilar su sátira ante los arbitristas.

En su Coloquio de los perros Cervantes pone en boca de un personaje: ‘Yo señores, soy arbitrista, y he dado a S. M. en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; ahora tengo hecho una memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauración de sus empeños. Hase pedir en Cortes que todos los vasallos de S.M. desde edad de catorce a sesenta años sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que se han de gastar en aquel día, se reduzca a dinero y se dé a S.M. sin defraudalle un ardite so cargo de juramento; y con esto en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado».

Bien sabía Cervantes que gran parte de los españoles no necesitaban de ese arbitrio para ayunar. Tampoco escaparon los arbitristas a la mirada burlona de Quevedo, quien relata que un príncipe de Dinamarca, aquejado de males de dinero, pidió consejo a los arbitristas. Cuando platicaban, estalló un incendio en el palacio. Los arbitristas pidieron al príncipe no inquietarse, que ellos tenían la fórmula para sofocar el fuego. Comenzaron por arrojar los muebles por las ventanas, luego demolieron las paredes y terminaron por aniquilar el palacio hasta sus cimientos. El príncipe, dice Quevedo, en La fortuna con seso, los increpó así: «¡Infames! Vosotros sois el fuego; todos vuestros arbitrios son de esta manera; más quisiera, y me fuera más barato, haberme quemado que haberos creído; todos vuestros remedios son de esta suerte, derribar una casa, porque no se caiga un rincón. Llamáis defender la hacienda echarla en la calle y socorrer el rematar. Dais de comer al príncipe sus pies y sus manos, y decís que le sustentáis, cuando hacéis que se coma a bocados a sí propio. Si la cabeza se come todo su cuerpo, quedará cáncer de sí misma, y no persona. El anticristo ha de ser arbitrista: a todos os he de quemar vivos y guardar vuestra ceniza para hacer de ella cernada y colar las manchas de todas las repúblicas. Los príncipes pueden ser pobres; mas entrando con arbitristas, para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes».

Los arbitristas no han muerto con el paso de los siglos. Al releer a Quevedo, vemos sin estupor que los afamados técnicos del Fondo Monetario Internacional en el siglo XX, con sus tenebrosas y destructivas recetas, nada tienen que aprender de sus maestros, los arbitristas del Siglo de Oro.

9 Las clases improductivas

Gozando del espectáculo vivía la nobleza de España. «Los grandes son altaneros para con los extraños y menospreciadores de los que poseen un rango inferior al suyo; pero rastreros y aduladores de los Reyes y sus favoritos… sueñan con laureles guerreros, pero particularmente con los laureles de genefal, pues creen que ellos no han nacido para obedecer sino solamente para mandar. Pero lo que es más de admirar en todos ellos es el despilfarro y valentonería con que disipan sus haciendas», decía un embajador veneciano. El famoso Imperio engendra la picaresca, el hambre secular y místicos devorados por sus iluminaciones. Mientras Europa crea una economía burguesa moderna, la España de los Austria espiritualiza su miseria en un Quijote sarcástico y sueña con novelas de caballería. Nobleza y prestamistas dominan a sus tristes reyes: uno, enfermo de grandeza, sumido por alguna tara orgánica en un misticismo guerrero; su hijo, víctima de una hipocondría criminal. Por abajo, vaga una muchedumbre de campesinos sin tierra, artesanos sin artesanías, letrados sin pan y vagabundos sin destino.

La sociedad española refuerza sus rasgos más parasitarios con el descubrimiento del Nuevo Mundo. La preeminencia de los señores había inducido a los Reyes Católicos a reducir el poder de aquéllos. Limitaron a 20 familias el número de Grandes de España y se estableció una jerarquía nobiliaria. Pero con los Habsburgo sucesivos, la venta de hidalguías prosiguió sin cesar. Las necesidades militares de los Habsburgo eran inagotables.

Las aventuras bélicas de España hacían la desesperación de los Tesoreros Reales. Jamás faltaron arbitristas en la Corte del rey para sugerir nuevos medios de abastecer el Tesoro. Así, la venta de patentes de nobleza se reveló uno de los recursos favoritos de los monarcas. Mediante dicho expediente recreaban sin cesar las clases ociosas, a las que ingresaban los comerciantes o especuladores enriquecidos. Como la patente de nobleza eximía a su beneficiario de impuestos y diversas gabelas, el peso de la tributación Fiscal recaía invariablemente sobre las clases más humildes y productivas de la nación. Con una mano, Carlos V aplastaba la rebelión de los Comuneros y con la otra establecía una distinción entre Grandes y Títulos que llegaban a 63 en 1525 aunque alcanzaron el centenar en 1581.

En ese año los señores más prominentes de Castilla se clasificaban en 10 duques, 11 marqueses y 42 barones que sumaban entre todos 1.100.000 ducados de rentas anuales. En 1581, 22 duques, 47 condes y 36 marqueses gozaban de 3 millones de ducados de renta. Entre ellos, tan sólo el duque de Medina Sidonia embolsaba 150.000 ducados.

Este ejército de zánganos con títulos nobiliarios gozaba, a su vez, de un séquito innumerable de sirvientes y acólitos, que en su conjunto suponía la sustracción a la vida económica de centenares de miles de brazos. Para ofrecer un solo ejemplo demostrativo, diremos que en el siglo XVII figuraban adscriptos en el palacio de Oropesa 74 criados. El duque de Alburquerque, por su parte, sólo disfrutaba de 31, entre cocineros, lacayos, cocheros, enana, criada de la enana y otros parásitos del parásito magno. Más todavía, personas sin título nobiliario figuraban con nómina de 5 ó 10 criados. Por la mera pitanza, o semi pitanza, en la España imperial se reclutaban ejércitos de sirvientes más numerosos que los Tercios de Flandes.

De recurrirse a la literatura picaresca, evoquemos aquella patética escena del misérrimo Buscón de Quevedo, que viaja acompañado por su criado, tan hambriento como su amo. Esta inmensa servidumbre dependía de la nobleza, a la que servía como una verdadera clientela romana. Sus amos dependían, a su vez, de las tributaciones de los campesinos agobiados, o de los favores del rey. Este último, a su vez, alimentaba su boato gracias a las tributaciones de toda la España productiva y del martirio de las Indias. El sistema de pillaje era tan perfecto que las clases ricas, precisamente por privilegio de linaje, no pagaban impuesto.

A lo largo del siglo XVI se eleva el número de religiosos. Entre franciscanos y dominicos sumaban 32.000 individuos. Los clérigos de las diócesis de Calahorra y Pamplona eran 24.000; en la de Sevilla revistaban 12.000. De acuerdo a las Cortes de 1626, el número de conventos de religiosos se elevaba a 9.088. Entre el monarca, el clero y la nobleza poseían el 95% del suelo hispánico. Cuando finaliza el siglo XVII pesaban sobre esta desventurada tierra 625.000 nobles, cuatro veces el número de parásitos análogos a los que contaba Francia, que sumaba mayor población que España. Si Felipe II había multiplicado las aduanas interiores, Felipe III falsificaba moneda para procurarse recursos. Resulta curioso pensar que los Habsburgo buscaran demonios y herejes por toda Europa. Si algún demonio perverso debía buscarse en aquella España «donde no se ponía el sol», seguramente lo habrían encontrado en el más profundo rincón del Escorial, en el fanático coronado que estrujaba las entrañas de la Nación o en esos 600.000 duelistas de espada a la cintura, que luego de siglos de lucha intrépida para defender su religión habían degradado a una vida oscura.

Serían estos monarcas los que cederían a los ávidos Fugger el monopolio de la exportación de las lanas, de las maderas y el hierro españoles. José María Pemán sostiene la opinión contraria, desde el ángulo del tradicionalismo español: «Frente a los Comuneros, tenía toda la razón Carlos V. Con su acento extranjero, con su visión europea de las cosas, el Rey sentía mejor que los comuneros el verdadero destino de España, que no había de ser cosa pueblerina y estrecha, sino cosa ancha e imperial».

Los argentinos Rómulo Carbia y Vicente Sierra aprueban la naturaleza de la Conquista, y exaltan a los Habsburgo. Sierra sostiene una visión puramente religiosa de la historia española:

«España, con su vieja moral católica fortalecida por la Contrarreforma, no manifiesta nunca, a pesar de tener en sus manos el mayor poderío marítimo de Europa y el dominio sobre los nuevos mercados de América, es decir, a pesar de poseer mayores elementos técnicos que país alguno, interés por abandonar los rutas de la Teología para seguir las de la Economía… Para salvar su alma expulsa de su seno a los industriosos moriscos y judíos que eran el sostén de sus manufacturas. Inglaterra, en cambio, pierde el alma, pero se gana a esos y otros judíos. Las luchas de los siglos XVI y XVII arruinan a la madre patria tanto como las mismas guerras crean la preponderancia de la Gran Bretaña; y cuando ambas naciones entran a tratar, durante el siglo XVII, siempre es España la que concede Tratados comercialmente beneficiosos para la isla y en los que muestra la amplitud de concepto con que consideraba los problemas de la economía. Con ese Tratado, ya en 1604 consiguió Inglaterra poder colocar artículos de sus manufacturas en América a través de la península. Es el oro y la plata de América lo que creó el poderío económico de la Gran Bretaña. La manufactura fue el medio para captar toda esa riqueza que se escapaba de las manos de España por no tener industrias que le permitieran prescindir de las extranjeras y por creer que la colonización no era cuestión de ‘intereses’ sino tarea misional impuesta por la conciencia de una obligación y por los imperativos de una fe irrenunciable».

Es una singular e infrecuente defensa de la ruina nacional en nombre de la fe.

Aún en 1700, la municipalidad de Santander firma acuerdos particulares con armadores británicos, nación que ya poseía, con los alemanes y flamencos, tribunales especiales de comercio en Sevilla. Ni siquiera la burguesía catalana había podido disfrutar de tales categorías. Al iniciarse el siglo XVII, 160.000 extranjeros acaparaban el comercio exterior.

10 El privilegio de la Mesta

Si la nobleza apenas se interesa en explotar sus tierras, pues es ocupación de villanos y aún la menor productividad le asegura sus rentas, tampoco la Iglesia explota sus inmensas propiedades territoriales. Ese patrimonio eclesiástico no hace sino aumentar con los legados. Así se acumula en «manos muertas» una gigantesca renta potencial, que paraliza el desarrollo agrícola de España. Sobre la base de los dominios señoriales y eclesiásticos, de la indiferencia general hacia la legislación hidráulica y de la indefensión del pequeño campesino, otro flagelo castiga a España. Se llama la Mesta.

Desde los tiempos de la cruzada contra los moros regía en España una disposición que prohibía cercar las tierras, ni siquiera las tierras cultivadas. Era preciso preservar a los rebaños de carneros de todo peligro militar y permitir rápidamente desplazarlos ante la menor alarma. Posteriormente, los campos áridos y la incuria de los terratenientes, así como el atraso agrícola, permitió que perdurara dicha disposición. Desde el siglo XIV, los grandes ganaderos propietarios de rebaños se organizaron en una todopoderosa e implacable entidad llamada la Mesta, que impuso su ley en los campos españoles. Obtuvieron inauditos privilegios reales. Consistían, esencialmente, en el derecho de sus rebaños de atravesar el reino «bebiendo el agua, pisando la hierba», sin sujetarse a limitaciones de tierra cultivada alguna. La legislación protegía a los ganaderos contra las represalias de los campesinos, que vieron durante siglos arruinados sus cultivos por el paso del ganado trashumante. La Mesta poseía poderosas protecciones oficiales. Para colmo, contaba con sus propios tribunales, jueces y personal judicial. En la producción de lana y la protección de la Mesta, se resumió toda la ciencia económica de la España Imperial. Los ganaderos dominaban en las Cortes y las Cortes los eximían de todo impuesto. La Mesta se elevó como un formidable obstáculo para el desarrollo de la agricultura española, a la que destruyó con las patas de sus carneros y la benevolencia real hasta el siglo XVIII.

«Los pastores de la Mesta tenían el derecho de talar los bosques para sus necesidades y la construcción de puentes».

Según Colmeiro, la Mesta consideraba una usurpación manifiesta todo intento de extender y mejorar la labranza.

«La máxima de la hermandad era: sálvense nuestros ganados y perezcan todos los labradores del reino. Nunca las algaras de los moros hicieron tanto daño a la agricultura como el honrado Concejo de la Mesta».

La Mesta tenía el derecho de «formar una milicia disciplinada compuesta de alcaldes de cuadrilla, alzadas y mayores entregadores, contadores, procuradores fiscales, fiscal general, relatores comisarios, agentes, escribanos, alguaciles y otros oficios instituidos para velar sobre la custodia del sagrado depósito que llamaban cuaderno de la Mesta».

11 La España que no viajó a las Indias

El clima se vuelve más seco y árido. España está más desolada que nunca. No puede asombrar que la población descienda verticalmente en tres siglos de unos 10 millones de habitantes a 5 millones. Los que no emigran por hambre, se incorporan a los ejércitos que luchan en toda Europa, se lanzan a las Indias, mueren en tierra extraña o se radican para trabajar allí donde pueden. En cierto período, la emigración anual llega hasta 40.000 hombres jóvenes. Los españoles que se quedaban, tenían, sin embargo, un recurso final: refugiarse en la penumbra de un convento o entregarse a la mendicidad. Es el gran tema de la historia de España. Ya las Cortes de 1518 y 1523 suplicaban al bondadoso Carlos V que «no anduviesen pobres por el reino, sino que cada uno pidiese limosna en el pueblo de su naturaleza».

Los ricos, dice Colmeiro, gozaban el ocio «de las rentas de las casas y tierras» y los hidalgos pobres «remediaban su necesidad acogiéndose a la Iglesia con la esperanza de la prebenda o de la mita o seguían la profesión de las armas y tal vez alcanzaban una modesta pensión en premio de sus buenos servicios en las campañas de Italia o de Flandes».

En España había tantos hidalgos, que provincias enteras «blasonaban de hidalguía». Un autor cuenta que los mendigos de oficio celebraban sus juntas a manera de cofradías, donde hacían «sus conciertos y repartimientos». En la villa de Mallen se reunieron en cierta oportunidad 3.000 mendigos, hombres y mujeres, donde celebraron una especie de congreso, con grandes gastos y fiestas. No quedaba en Francia, Alemania, Italia y Flandes cojo, manco, tullido o ciego que no fuese a Castilla a mendigar «por ser grande la caridad y gruesa la moneda».

Alrededor de 70.000 pordioseros pasaban cada año por España. Y tan lucrativa era la temporada «alta» como la «baja». En el siglo XVII se calculaba que había en España 60.000 pobres legítimos, 200.000 vagabundos que vivían de limosna y «2 millones que no ganaban nada por falta de empleo o por su inclinación a la ociosidad».

Ante esta situación, el Estado puso orden y estableció una policía de mendigos. La agonía española había puesto a prueba la voluntad de sobrevivir a cualquier costo. Había mendigos que fingían un sinnúmero de enfermedades o inmundas llagas. Otros, en fin «se torcían los píes, se hinchaban las piernas, se desconyuntaban los brazos y con hierbas se abrían llagas asquerosas para ablandar los corazones más empedernidos y si alguna persona de lástima se ofrecía a recogerlos y curarlos, respondían: ¡No quiera Dios que tal consienta, que la llaga del brazo es una India y la de la pierna es un Perú.!

Algunos padres cuidadosos del porvenir de sus hijos, cegaban o tullían a los niños recién nacidos «para que los ayudasen a juntar dinero o quedasen con aquella… granjería después de su muerte, bien heredados».

Entre los vagabundos y pordioseros de la altiva España caballeresca, podían distinguirse, en algún rincón de una taberna, a covachuelistas o leguleyos, «oidores de ropa luenga y mangas arrocadas» junto a estudiantes sucios, sarnosos y hambrientos y filósofos cubiertos de harapos.

De aquella admirable España de hierro que descubrió América y recibió este premio, sólo agregaremos que el más ilustre de sus hijos era un aventurero fracasado de 58 años, que concibió su obra maestra en la cárcel mientras purgaba el crimen de una deuda. En 1590 habían rechazado su pedido de uno de los cuatro cargos vacantes en las Indias. En ese cubil de presidio nació Don Quijote y su triste risa es la sátira feroz del hijodalgo que no pudo viajar a América, y se quedó en España para retratarla.

(Del libro Historia de la Nación Latinoamericana)

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Número 70

España (1898-1936) Literatura y Sociedad / Federico Nogara

Revista Malabia número 70
España (1898-1936), literatura y sociedad

España (1898-1936) Literatura y Sociedad / Federico Nogara

«España pertenece, sin discusión, al grupo de los países más atrasados de Europa. Pero su atraso es peculiar, porque está determinado por el gran pasado histórico del país. Mientras que la Rusia de los zares siempre quedaba muy atrás comparada con sus vecinos occidentales, España conoció períodos de gran florecimiento, de superioridad sobre el resto de Europa y de dominio sobre la América del Sur. El poderoso desarrollo del comercio interior y mundial iba venciendo el aislamiento feudal de las provincias y el particularismo de las regiones nacionales del país. El aumento de la fuerza y de la importancia de la monarquía española se hallaba indisolublemente ligado en aquellos siglos con el papel centralizador del capital comercial y la formación gradual de la nación española.

El descubrimiento de América, que en un principio fortaleció y enriqueció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron de la península ibérica. La Holanda enriquecida se desgajó de España. Después fue Inglaterra la que se elevó por encima de Europa largo tiempo y a gran altura. Ya a partir del siglo XVI la decadencia es evidente. Después de la destrucción de la Armada Invencible (1588) esta decadencia toma, por así decirlo, carácter oficial. Es el advenimiento de ese estado de la España feudal-burguesa que Marx calificó de «putrefacción lenta e ingloriosa».

Las viejas y las nuevas clases dominantes -la nobleza latifundista, el clero católico con su monarquía, las clases burguesas con sus intelectuales- intentan tenazmente conservar sus viejas pretensiones, pero sin los antiguos recursos. En 1820 se separaron las colonias sudamericanas. Con la pérdida de Cuba en 1898, España quedó casi completamente privada de dominios coloniales. Las aventuras en Marruecos no han hecho otra cosa que arruinar el país y alimentar el descontento ya profundo del pueblo.

El retraso del desarrollo económico del país ha debilitado inevitablemente las tendencias centralistas inherentes al capitalismo. La decadencia de la vida comercial e industrial de las ciudades y de las relaciones económicas entre las mismas determinó inevitablemente la atenuación de la dependencia recíproca de las provincias. Tal es la causa que no le ha permitido hasta ahora a la España burguesa vencer las tendencias centrífugas de sus provincias históricas. La pobreza de recursos de la economía nacional y el sentimiento de malestar en todas las partes del país no podían hacer otra cosa que alimentar tendencias separatistas. El particularismo se manifiesta en España con especial fuerza, sobre todo en comparación con la vecina Francia, donde la Gran Revolución afirmó definitivamente la nación burguesa, una e indivisible, sobre las viejas provincias feudales» (*).


La situación política y social a principios del siglo XX

El período que se inicia en 1902, con el ascenso de Alfonso XIII al trono, y concluye en 1923 con la dictadura de Primo de Rivera, se caracterizó por una permanente crisis política. Las Cortes dependían del ministerio de turno y éste caía bajo la dependencia de la monarquía, elemento de unidad indispensable para unas clases dominantes desunidas y descentralizadas. Pero la monarquía, aterrorizada ante la posibilidad de una revolución social, prefería buscar apoyo en los sectores más conservadores del ejército, por eso fue cómplice del golpe de Estado, punto álgido de su desprestigio. El clero, en alianza con la monarquía, era otra fuerza centralizada y centralizadora. El catolicismo era la religión del Estado y desempeñaba un gran papel en el país, dominando la educación (impartida en escuelas controladas por la Iglesia) y los hospitales e instituciones de beneficencia. El Estado gastaba grandes sumas en su mantenimiento y las órdenes religiosas, muy numerosas, poseían grandes bienes terrenales. El número de curas y monjas doblaba, durante el primer tercio del siglo, el número de estudiantes, por lo que no resultaba sorpresivo que cerca del 50% de la población fuese analfabeta.

El ejército había adquirido una importancia enorme desde los tiempos de la guerra contra Napoleón, cuando la oficialidad había decidido meterse en política, convirtiéndose en sostenedor de la monarquía y en conductor del descontento de las clases dominantes. Su oficialidad se reclutaba entre los miembros de las clases acomodadas que, como los burócratas, exigían al Estado medios de vida. Como eran muchos, y el país no daba para tanto, los descontentos eliminados pasaban a engrosar las filas de los republicanos. El problema residía en que pese a ser una institución de gran poder, carecía de una dirigencia unida debido a la disgregación del país. Esa era la razón del triunfo final de la monarquía en cada complot militar.

Los campesinos fueron los más afectados por la decadencia del imperio. Durante muchos siglos arrastraron una existencia miserable y soportaron sobre sus espaldas el peso del Estado. En los primeros años del siglo XX constituían el 70% de la población del país. Protagonizaron numerosos levantamientos, aunque siempre de carácter local y restringido.

En cuanto a la clase obrera, la neutralidad del país durante la primera Guerra mundial posibilitó la demanda exterior y el consiguiente auge de la producción, con el resultado del surgimiento de centros y regiones industriales. Hasta que llegó la paz, desapareció la demanda de productos del extranjero y se acentuaron las dificultades. La caída de la demanda exterior obligó al gobierno a defender el mercado interior subiendo los aranceles aduaneros para neutralizar la avalancha de mercancías que venían de fuera, medida que hizo crecer los precios y disminuyó la ya muy reducida capacidad adquisitiva de la población. La industria volvió a caer en el marasmo, el cual provocó un paro forzoso crónico y encendió la mecha del levantamiento.

Durante años España vivió en un círculo vicioso: un país desunido con una monarquía que cuando no hallaba apoyo sólido en las clases dominantes lo buscaba en el ejército, que a su vez sacaba a la monarquía de dificultades pero no era capaz de instaurarse en el poder porque también estaba desunido; entonces volvía la monarquía a hacerse con la dirección del país para dársela a dos partidos –el liberal y el conservador- que sólo se preocupaban en perpetuarse y en acomodar a su familia y allegados. Hay un dato esclarecedor en este sentido: en el periódico La Voz (6 de marzo de 1922, año de elecciones) se presenta una curiosa estadí­stica de vinculaciones familiares de los candidatos: 59 hijos, 14 yernos, 16 sobrinos y 24 con otros parentescos relacionados con los fundadores de dinastí­as polí­ticas. De ellos, 52 conservadores y 61 liberales.


Los hechos históricos

El siglo XX se inicia con la coronación de Alfonso XIII como monarca. En 1907 gana las elecciones Antonio Maura, del Partido Conservador. Polí­ticamente el país no se ha recuperado del varapalo moral que supuso la pérdida de sus últimas colonias de ultramar y vive inmerso en un sistema de alternancia de dos partidos que obtienen el gobierno por medio de unas elecciones controladas por el caciquismo, sistema electoral en el que de antemano se conoce el partido vencedor de las elecciones. En Cataluña la formación ganadora de las elecciones resulta ser la nacionalista y burguesa Solidaritat Catalana. Socialmente, los obreros estaban comenzando a tomar conciencia sindical, especialmente en Barcelona, donde socialistas, anarquistas y republicanos eran muy numerosos. Esa conciencia, unida al rechazo al acercamiento de Solidaritat Catalana al Partido Conservador de Maura, hace surgir la confederación sindical Solidaritat Obrera.

Tras la pérdida de sus colonias, España había buscado una mayor presencia en el norte de África, logrando en el reparto colonial efectuado en 1904 y en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906, el control sobre la zona norte de Marruecos. En julio de 1909 los obreros españoles que trabajaban en la construcción de un ferrocarril que unirí­a Melilla con las minas de Beni-Buifur, propiedad de una sociedad controlada por el conde de Romanones y el marqués de Comillas, son atacados por los cabileños de la zona. Este pequeño incidente -inicio de la Guerra de Marruecos que se extenderá hasta 1927-, será utilizado por el gobierno de Maura para iniciar un proyecto colonialista en contra de la opinión popular española. Se ordena la movilización de los reservistas, medida muy mal acogida por las clases populares debido a la legislación de reclutamiento vigente que permitía quedar exento de la incorporación a filas mediante el pago de una canon de 6.000 reales (el sustento diario de un trabajador ascendí­a en la época aproximadamente a 10 reales). En Madrid se acuerda una huelga general para el 2 de agosto, pero en Barcelona, Solidaritat Obrera decide actuar por sorpresa y fija un paro de 24 horas para el 26 de julio, que desembocará en la Semana Trágica. El 27 de julio llegan noticias sobre el Desastre del Barranco del Lobo, donde perecieron 1.200 reservistas, en su mayor parte de Barcelona. La noticia provoca una insurrección con levantamiento de barricadas en las calles. De la inicial protesta antibélica se pasa rápidamente a la protesta anticlerical con el incendio de iglesias, conventos y escuelas religiosas. Este giro de los amotinados tiene su causa en varios motivos muy arraigados en el proletariado urbano al ser la Iglesia, a diferencia de los gobernantes, empresarios o banqueros (que no se vieron afectados directamente por el motín), la institución que estaba más en contacto con el pueblo. Y no olvidemos las características de la Iglesia española, ya reseñadas en este artículo.

El Gobierno proclama el estado de guerra en la ciudad y la ley marcial, cruzándose los primeros disparos en la zona de las Ramblas con el ejército, que abandona la actitud pasiva mantenida hasta entonces. El 28 de julio Barcelona amanece con numerosas columnas de humo procedentes de los edificios religiosos asaltados e incendiados. El comité de huelga se muestra incapaz de controlar a los obreros y la insurrección se desborda porque la guarnición y las fuerzas de seguridad se niegan a combatir a los huelguistas a quienes consideran sus compañeros. Pero en pocos días el motín popular inicia su declive debido a la ausencia de una dirección efectiva. La única esperanza que les quedaba a los sublevados a esa altura era lograr extender la situación al resto de la Pení­nsula, cosa que no se produjo al actuar el Gobierno aislando Barcelona y difundiendo la noticia de que los sucesos de la ciudad tenían carácter separatista. Este mismo dí­a llegan a Barcelona tropas de refuerzo procedentes de Valencia, Zaragoza, Pamplona y Burgos, las que finalmente dominan entre el viernes y el sábado los últimos focos de la insurrección. El balance de los disturbios supone un total de 78 muertos (75 civiles y 3 militares); medio millar de heridos y 112 edificios incendiados (80 religiosos). El gobierno Maura, por medio de su ministro de la Gobernación Juan de la Cierva y Peñafiel inicia de inmediato una represión durí­sima y arbitraria. Se detiene a varios millares de personas, de las que 2000 fueron procesadas resultando 175 penas de destierro, 59 cadenas perpetuas y 5 condenas a muerte. Además, se clausuraron los sindicatos y se ordenó el cierre de las escuelas laicas. Los cinco reos condenados fueron ejecutados el 13 de octubre en el castillo de Montjuic. Entre ellos se encontraba Francisco Ferrer Guardia, cofundador de la Escuela Moderna, a quien se acusó de ser el instigador de la revuelta basándose únicamente en una acusación formulada en una carta remitida por los prelados de Barcelona. Estos fusilamientos ocasionaron una amplia repulsa hacia Maura en España y en toda Europa, organizándose una gran campaña en la prensa extranjera así­ como manifestaciones y asaltos a diversas embajadas. El rey, alarmado por estas reacciones tanto en el exterior como en el interior, cesó a Maura.

Destituido Maura tras la Semana Trágica, era esperado que asumiera el gobierno Segismundo Moret, cabeza visible del frente antimaurista, pero Alfonso XIII, en una decisión sin precedentes, le negó el Decreto de Disolución de las Cortes (necesario para convocar elecciones) dejándole en situación provisional. El acceso de José Canalejas a la presidencia del Consejo de Ministros aclaró la situación. A él -preferido del monarca- se le otorga el Decreto, puede realizar elecciones y las gana de una forma un tanto dudosa. Canalejas gobernó durante más de dos años y medio, e impulsó desde el gobierno un programa de reformas: abolió la Contribución de Consumos, estableció el servicio militar obligatorio y limitó la instalación de órdenes religiosas (Ley del candado). Visitó Marruecos con el rey Alfonso XIII en 1911 y ordenó la ocupación de Larache, Arcila y Alcazarquivir en respuesta a la ocupación francesa de Fez; las negociaciones que inició con los franceses conducirí­an al establecimiento de un protectorado conjunto en Marruecos. En materia de orden público, hubo de emplear la fuerza para reprimir el intento de sublevación republicana de 1911 (motí­n del guardacostas Numancia y sucesos de Cullera) y la huelga ferroviaria de 1912. Nunca se llegaron a realizar las reformas polí­ticas que planteaba (acabar con el caciquismo y el fraude electoral) ya que fue asesinado el 12 de noviembre de 1912 por el anarquista Manuel Pardiñas Serrano delante de la librerí­a San Martí­n en la Puerta del Sol. Con su muerte se abrió una larga pugna por el liderazgo del Partido Liberal que le conduciría a su fin. Tras los gobiernos provisionales de García Prieto y el Conde de Romanones, el rey encargó formar gobierno a Dato (abogado y polí­tico conservador, ministro en 1899, 1902 y 1918) porque Maura habí­a puesto condiciones. Desde entonces el partido conservador se escindió entre los «idóneos» (el grupo mayoritario del partido) y los «mauristas«, más radicales en sus planteamientos. Durante su mandato como presidente del gobierno, Dato supo mantener a España neutral en la primera Guerra Mundial, a pesar de la división del país en germanófilos y partidarios de los aliados, y en polí­tica interior aceptó el gobierno autonomista de la Mancomunidad catalana. Pero como carecía de una mayoría suficiente para gobernar con comodidad, su gobierno se mantuvo inestable con apoyos cambiantes hasta 1915, cuando asume Romanones y convoca elecciones para 1916. Esa elección fue especialmente escandalosa: 35% de los diputados fueron elegidos sin votación y 54 diputados eran parientes de las figuras políticas, entre ellos el hijo y el yerno de Romanones.

Agotadas las posibilidades de los liberales, sobre todo por los primeros signos de recesión tras la bonanza de los años de la guerra, Dato reasume la presidencia en un clima de creciente conflictividad debido a la injerencia del ejército, las reivindicaciones nacionalistas catalanas, las repercusiones de la guerra y la oleada revolucionaria del 17.

En Barcelona, al tiempo que se reunía la Asamblea de Parlamentarios convocada por Cambó, estallaba la huelga general revolucionaria con el apoyo de los dos grandes sindicatos. Ante una crisis social de esta magnitud, Dato no dudó en legalizar las Juntas Militares y utilizar al ejército. En 1918 volvió a desempeñar la cartera de Estado en el gabinete de concentración nacional presidido por Maura. En los años crí­ticos de la posguerra, presidió el gobierno de 1921 cuando el ambiente en Barcelona entre patronal y centrales sindicales se hací­a insoportable. Su apoyo a la represión de la subversión social y a la llamada Ley de Fugas lo convirtieron en blanco de los anarquistas. Fue abatido por más de 20 disparos el 8 de marzo de 1921 en un atentado perpetrado por tres anarquistas catalanes desde un sidecar en marcha en la Puerta de Alcalá de Madrid.

Hasta 1923 hubo trece gobiernos distintos en seis años. El Desastre de Annual en Marruecos (donde murieron 2900 soldados españoles) terminará por llevar al gobierno de García Prieto en 1922 a un último intento de regeneracionismo que fracasa con las peticiones de la izquierda de responsabilidades polí­ticas.


La dictadura de Miguel Primo de Rivera

En 1909 fue destinado a la Guerra de Marruecos. En 1912 fue nombrado general de brigada, por sus méritos militares. Era el primer militar de su promoción en llegar al generalato. En 1915 volvió a la pení­nsula como gobernador militar de Cádiz. Posteriormente fue capitán general de Valencia, de Madrid y de Barcelona. Estos destinos le pusieron en contacto con los agudos problemas sociales y polí­ticos de la época. En noviembre de 1921, tras sus declaraciones a favor del abandono de las colonias norteafricanas («Yo estimo, desde un punto de vista estratégico, que un soldado más allá del Estrecho, es perjudicial para España»), fue destituido de su destino por el gobierno, ferviente partidario de la permanencia en África. En mayo de 1922 fue nombrado capitán general de Barcelona. Desde este puesto, tuvo que enfrentarse a la conflictividad social de la época en la ciudad (acciones de los anarquistas, pistoleros de la patronal, auge del nacionalismo), a la que acompañaba la descomposición del sistema de partidos de la Restauración, creando una situación insostenible de inestabilidad ministerial. En Barcelona se ganó el apoyo de los sectores más conservadores de la Lliga gracias a su polí­tica de mano dura contra la delincuencia y la conflictividad social. El Desastre de Annual, donde falleció su hermano, sumado al Expediente Picasso, le llevaron a dar un golpe de Estado (13 de septiembre de 1923) con el apoyo de diversos sectores de la sociedad española (el rey, los militares, los industriales y los sectores conservadores en general). Apenas asumió el poder el Directorio militar que dirigía y concentraba todos los poderes del Estado, suspendió la constitución de 1876, prohibió la libertad de prensa, disolvió el Gobierno y el Parlamento. Proclamaba actuar inspirado en los ideales de los regeneracionistas de principios de siglo (Joaquín Costa) con el fin de restaurar el orden social y terminar con el caciquismo. Por eso en un principio, y teniendo en cuenta el régimen desprestigiado que derrocó, la oposición fue tan mí­nima que hasta los socialistas aceptaron participar en los tribunales de arbitraje laboral. Durante la primera fase de su gobierno (1923 a 1925), persiguió a los anarquistas declarando ilegal la CNT, suprimió la Mancomunidad de Cataluña persiguiendo a los catalanistas, eliminó los partidos polí­ticos dejando sólo uno, la Unión Patriótica (1924), reforzó el proteccionismo estatal en favor de la industria nacional, fomentó la construcción de grandes obras públicas y prohibió el uso de las lenguas regionales en los actos públicos. Tras el acceso al poder abandonó sus anteriores posiciones contra la presencia española en África, consolidándola mediante una victoria militar, el desembarco de Alhucemas (1925), en el que comandó personalmente al ejército y a la flota en una operación combinada con el ejército francés para acabar con la rebelión de las cábilas del Rif. Fue un éxito tan significativo que animó a Primo de Rivera, condecorado por el rey con la Cruz Laureada de San Fernando, a institucionalizar su gobierno de forma duradera. El Directorio Militar dio paso a un Directorio Civil (1925-30) y se nombró una Asamblea Nacional (1927) que elaboró un anteproyecto de Constitución (1929). Aquel simulacro de Parlamento, sin embargo, sólo sirvió para desnudar las divisiones que habí­a entre los seguidores de la dictadura. Divididas las huestes y enrarecidas las relaciones del dictador con el rey, no fue posible afrontar el auge de la oposición, crecientemente unida y movilizada ante la amenaza de ver perpetuarse el régimen. Socialistas y republicanos se unieron en la campaña contra la dictadura (Pacto de San Sebastián), que amenazaba con arrastrar también a la Monarquí­a. Estudiantes, obreros e intelectuales se manifestaban en contra del régimen; los propios militares conspiraban (destaca la conspiración fallida de 1926, la Sanjuanada). Finalmente, desautorizado por el rey y los altos mandos militares, claudicante su salud, Primo de Rivera presentó su dimisión el 28 de enero en 1930 y se exilió en Parí­s, no sin antes recomendar a Alfonso XIII algunos nombres de militares que podí­an sucederle, entre ellos el general Dámaso Berenguer, que asumió la presidencia interina. Seis semanas más tarde morí­a en Parí­s, en medio de una gran amargura y decepción. Sus hijos José Antonio, fundador de la Falange Española,y Fernando, fueron ejecutados por los republicanos en 1936.


La segunda República

La historia de la Segunda República «en paz» (1931-1936) puede dividirse en tres etapas. Los dos primeros años el gobierno correspondió a la coalición republicano-socialista presidida por Manuel Azaña, que intentó diversas reformas. Los dos años siguientes se hizo cargo del gobierno la derecha a través del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, apoyado en el parlamento por la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). La caractéristica fundamental de este período, llamado por la izquierda «bienio negro», fue el intento de «rectificar» las reformas anteriores. Como resultado de este intento estalló la insurrección anarquista y socialista conocida como Revolución de 1934, que en Asturias tuvo características de revolución social y fue finalmente sofocada por el ejército. La tercera, que sólo duró cinco meses debido al golpe de Estado del 18 de juliode 1936, estuvo marcada por el triunfo del Frente popular, coalición de izquierdas, en las elecciones.


Los autores

España llega al fatídico año de 1898 con un país en franca decadencia, pobre y dividido. Para colmo, estalla una guerra dudosa con los Estados Unidos (parece probado que el ataque al buque norteamericano, excusa para desatar el conflicto, fue obra de los mismos estadounidenses, lo cual no es ninguna novedad) en la que debe ceder a ese país Puerto Rico y Filipinas y pierde Cuba, su última gran colonia. Así las cosas, el país queda convertido en el esqueleto de un gran gigante que se repliega sobre sí mismo. No es casual, dado el momento histórico, que la principal preocupación de la llamada generación literaria del 98 sea, como lo sintetiza Unamuno, “el fondo intrahistórico del pueblo español”, es decir, sus paisajes, sus costumbres, sus manifestaciones artísticas. Una especie de vuelta a los orígenes escapando de la dura realidad.

La búsqueda de la hispanidad no era nueva, ya la había intentado con anterioridad Ángel Ganivet, para quien el ser español es el resultado de la fusión del estoicismo senequista, el cristianismo y el temperamento árabe y tiene como defectos la abulia, la falta de energía y una voluntad débil.

Los integrantes de la generación del 98 (Miguel de Unamuno, Antonio Machado, José Martínez Ruiz “Azorín” Pío Baroja y Ramiro de Maeztu), tomados como grupo, interpretan, igual que Ganivet, el problema de España como un problema de mentalidad más que económico, político o social. Desde esa perspectiva, resulta lógico que imaginaran la literatura como una forma de indagar idealismos y creencias. Son pesimistas e individualistas, con un acercamiento filosófico a Schopenhauer y Kinkeegard, y vienen de las clases acomodadas, las únicas que podían plantearse el trabajo intelectual.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864) Estudió Filosofí­a y Letras en la Universidad de Madrid. En 1894 ingresaba en la Agrupación Socialista colaborando con su semanario, Lucha de clases. En 1901 es nombrado Rector de la Universidad de Salamanca y trece años más tarde es destituido por razones políticas. En 1920 es elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía y Letras y ese mismo año es condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey, sentencia que no llegó a cumplirse. En 1921 pasa a ser vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al dictador Primo de Rivera hacen que este último lo destituya nuevamente y lo destierre a Fuerteventura. Indultado poco después, marcha a Francia. A la caída del régimen de Primo de Rivera vuelve a Salamanca y es elegido concejal por la conjunción republicano-socialista en las elecciones del 31. Proclama entonces la República en Salamanca. Desde el balcón del ayuntamiento, el filósofo declara que comienza «una nueva era y termina una dinastí­a que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido«. El Gobierno de la República le repone en el cargo de Rector de la Universidad. En 1933, desencantado, no presentarse a la reelección. Al año siguiente se jubila de su actividad docente, es nombrado Rector vitalicio y en 1935 Ciudadano de honor de la República.

Durante el verano de 1936, de forma sorprendente, hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los militares sublevados, declarando que representaban la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana, lo que causa tristeza y horror en el mundo. Azaña lo destituye, pero el gobierno de Burgos le repone en el cargo. Sin embargo, el entusiasmo por la sublevación pronto se torna en desengaño. En sus bolsillos se amontonan las cartas de mujeres de amigos, conocidos y desconocidos, que le piden que interceda por sus maridos encarcelados, torturados y fusilados. A principios de octubre, Unamuno visita a Franco en el palacio episcopal para suplicar, sin éxito, clemencia para sus amigos presos. Entonces se arrepiente públicamente de su apoyo a la sublevación. Durante el acto de apertura del curso académico en la Universidad, el 12 de octubre de 1936, Día de la Raza, Unamuno critica duramente la rebelión diciendo: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque os falta la razón«. Le contesta el general José Millán-Astray (el cual sentí­a una profunda enemistad por Unamuno, que le habí­a acusado inopinadamente de corrupción) gritando «A mí­ la Legión, Viva la Muerte (lema de la Legión)” y «Abajo la inteligencia«. Unamuno responde «Viva la vida» (casi un insulto a la Legión). El general se retira indignado. La esposa de Franco, Carmen Polo, toma del brazo a don Miguel y le acompaña, rodeada de su guardia personal, a su casa.

Ese mismo dí­a la corporación municipal se reúne de forma secreta y expulsa a Unamuno. Franco firma su destitución como Rector vitalicio. Sus últimos dí­as de vida los pasa bajo arresto domiciliario en su casa, en un estado de desesperación y soledad.

Unamuno es el ejemplo más claro de la intelectualidad de su época. Su lucha personal con la idea de Dios y su búsqueda de España en su concepción más metafísica, lo llevan a una duda y a un cambio constantes en sus posiciones políticas. Su acercamiento al “problema vasco” es sumamente confuso, igual que su militancia política, ya que de socialista y republicano extremo pasa a apoyar el franquismo.

Las dudas son llevadas al escepticismo por Pío Baroja. Su idea del mundo es la de un lugar sin sentido y su falta de fe en el ser humano lo lleva, desde un marcado individualismo, a rechazar cualquier posible solución vital, ya sea religiosa, polí­tica o filosófica. A ello debemos agregar su descuido en la forma de escribir, basado en la intención de crear una “retórica de tono menor”, caracterizada por la sencillez y economí­a expresivas. Sus novelas están impregnadas del profundo pesimismo de Schopenhauer, aunque predica una especie de redención por la acción (causa de la admiración de Hemingway), en la línea de Friedrich Nietzsche, razón por la que mezcla en sus historias personajes abúlicos y desengañados con otros aventureros y vitalistas.

Su escepticismo y falta de fe en el ser humano no le impiden que termine identificándose con la clase social acomodada a la que pertenece y apoye las doctrinas liberales y el alzamiento militar del 36.

Azorín es miembro destacado de la generación del 98 y respetuoso de sus esencias. Como casi todos los demás integrantes de esta corriente, coquetea en su juventud con el anarquismo para instalarse luego en el conservadurismo extremo. Descendiente también de una familia acomodada (padre abogado, luego alcalde y militante en el partido conservador), su obra marcha paralela a su vida: si en sus primeros textos examina aspectos concretos de la realidad y analiza los graves problemas de España, en lo sucesivo su objetivo será profundizar en la tradición cultural a través de reflexiones espontáneas partiendo de observaciones del paisaje.

Antonio Machado es el poeta por excelencia de la generación del 98. Personaje un tanto atípico dentro de la corriente, su vida está marcada por los problemas económicos y la muerte de su mujer. Se mantuvo fiel a sus ideas hasta el fin de sus días y murió en el exilio en Francia. Su poesía se inicia con Soledades, libro que se puede encuadrar dentro de la corriente del Modernismo, aunque contiene muchos rasgos peculiares de su lírica posterior. Es en Campos de Castilla donde desaparecen los rasgos modernistas y se presenta el noventayochista, preocupado sobre todo por el espacio geográfico que le rodea y sus gentes. A ese libro seguirán una serie de poemas breves, reflexivos y sentenciosos que llamará Proverbios y Cantares y unos textos de crítica social a la España del momento.


Novecentismo

La generación del 98 se continúa con el denominado Novecentismo. El guía intelectual de esta corriente es José Ortega y Gasset, que no sólo fue escritor sino también profesor, conferenciante y fundador de la Revista de Occidente. Su pensamiento filosófico queda resumido en su frase: «Yo soy yo y mi circunstancia». La vida individual dentro de lo que la rodea: lo inmediato y lo remoto, lo físico, histórico y espiritual. El mundo no es propiamente una cosa o una suma de ellas, sino un escenario, porque la vida es tragedia o drama. Vivir es tratar con la realidad circundante, que «forma la otra mitad de mi persona«.

Ejerció gran influencia en pensadores y escritores como Antonio Machado, Francisco Ayala, Marí­a Zambrano, José López-Aranguren, Octavio Paz, Albert Camus.

Eugeni D´Ors es un destacado escritor, ensayista, periodista, filósofo y crítico de arte, formado en los ambientes literarios modernistas y animador de las tertulias de la época. Su sintonía con el arte clásico griego y romano le llevó a romper con el individualismo y el naturalismo de la estética modernista. Convencido de que el arte por el arte era inútil, propuso un proyecto educativo que llamó Noucentismo (“Novecentismo”), para trabajar en las vertientes artística y política. De ese concepto surge su obra fundamental, Glosas.

La posición económica desahogada –era hijo de un famoso jurista- permitió a Ramón Gómez de la Serna gozaba de una posición económica desahogada (hijo de un famoso jurista) lo que le permitió viajar por Europa y América. Su carrera literaria comienza en el periodismo (El Sol, La Voz, Revista de Occidente, El Liberal), donde destaca por su carácter original, ejerciendo una rebelión imaginativa y nihilista contra una sociedad anquilosada, burguesa y sin expectativas. Entre sus excentricidades se cuentan haber dado una conferencia montado sobre el trapecio de un circo en Madrid, desde el lomo de un elefante en Parí­s, subido a un farol de gas en Gijón y en un tugurio de gitanos y chulos de Granada. Fue uno de los tres miembros extranjeros de la Academia Francesa del Humor junto Charles Chaplin y Pitigrilli. Crea una celebérrima fórmula literaria opuesta al trascendentalismo, la greguerí­a, que él mismo definía como “humorismo + metáfora = greguería”. Con Azorín funda el Pen Club español, es secretario del Ateneo de Madrid y tiene una frecuentada tertulia en el Café de Pombo. Sorprendido por la Guerra Civil marcha a Buenos Aires donde vivirá hasta su muerte en 1963.

La poesía de Juan Ramón Jiménez fue influenciada al principio por los poemas de Rubén Darí­o. En 1956 la Academia Sueca le otorga el Premio Nobel de Literatura en Puerto Rico , donde ha vivido gran parte de su vida en el exilio y donde trabaja como profesor en la Universidad. La crí­tica divide su trayectoria en tres etapas: sensitiva, intelectual y suficiente y verdadera. La etapa sensitiva (1898 -1915 ) está marcada por la influencia de Bécquer, el Simbolismo y un Modernismo de formas tenues, rima asonante y verso de arte menor, en la que predominan las descripciones del paisaje como reflejo del alma del poeta y los sentimientos vagos, la melancolí­a, la música y el color desvaído, los recuerdos y ensueños amorosos. Se trata de una poesí­a emotiva y sentimental donde se trasluce la sensibilidad del poeta a través de una estructura formal perfecta. La segunda época se vierte en endecasí­labos y alejandrinos, la rima consonante, el estrofismo clásico (sonetos, serventesios) y denota una mayor impronta modernista del Simbolismo francés (Charles Baudelaire, Paul Verlaine) y del decadentismo anglofrancés (Walter Pater, fundamentalmente). En la tercera etapa el poeta realiza una poesía sin anécdota, sin los “ropajes del modernismo”, una poesí­a estilizada y depurada, donde admira todo lo que contempla. Este poemario surge como fruto de su viaje a América. Experimenta con los temas y las formas y abre una nueva corriente poética que será explotada por algunos miembros de la Generación del 27.

La pérdida temprana de su madre obliga a Ramón Pérez de Ayala a pasar la mayor parte del tiempo como interno en los colegios de la Compañía de Jesús. El anticlericalismo que le inspira la educación jesuí­tica está plasmado en su obra. En Oviedo, donde estudia derecho, entra en contacto con los pensadores del Krausismo. Le atrae el Regeneracionismo y el Decadentismo estético de la Europa de preguerra. Aborrece el conservadurismo burgués de la ciudad, que en su obra aparece bajo el nombre de «Pilares«. Viaja por Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Es corresponsal de guerra durante la guerra del 14 para La Prensa de Buenos Aires. En 1927 obtiene el Premio Nacional de Literatura . En 1928 es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua. En 1931 firma el manifiesto “Al servicio de la República”. El régimen republicano le encarga la dirección del Museo del Prado y recibe un ascenso administrativo y una diputación a Cortes. En 1932 es nombrado embajador en Londres, cargo del que dimite en 1936, descontento del rumbo político que impone el Frente Popular. Durante la Guerra Civil apoya el franquismo. Vive en París y Biarritz y más tarde en Buenos Aires. Visita varias veces España y en 1954 regresa para quedarse definitivamente. Muere en Madrid el cinco de agosto de 1962.

Pérez de Ayala cultiva todos los géneros y destaca en todos ellos menos en el teatro. En la lírica se aprecia la inspiración simbolista y culturalista del Modernismo: una poesía ideológica y conceptual, pero con emoción. Es uno de los cultivadores de la poesía filosófica en esa época, pero no desdeña la sonoridad en el verso.

Los crí­ticos suelen distinguir dos etapas en su actividad novelí­stica: en la primera, correspondiente a su época juvenil, aparece como un escritor realista con una visión pesimista de la vida, que se trasluce a través de una sutil ironí­a; en la segunda abandona el realismo en favor del simbolismo caricaturesco y el lenguaje se recarga con componentes ideológicos propios del ensayo.


La generación del 27

Si la Generación del 98 se caracterizó por la intrahistoria, el auge de las clases populares y la posibilidad de un cambio social llevaron a la generación del 27 al compromiso frente a la situación nacional e internacional. Su estética –que intentó hallar los elementos comunes entre la tradición literaria culta y popular española y las vanguardias estéticas europeas- evolucionó desde la poesía pura, las llamadas vanguardias deshumanizadas (Futurismo, Cubismo, Ultraísmo, Creacionismo) y la metáfora gongorina, al compromiso humano del Surrealismo.

Formaron parte de ella una serie de autores que surgieron en el panorama cultural español alrededor de esa fecha y que eligieron ese preciso año, en el que escritores, profesores e intelectuales rindieron homenaje, en el Ateneo de Sevilla, a Luis de Góngora al cumplirse el tricentenario de su fallecimiento, para fundar el grupo. De esa forma reivindicaban la poesía barroca, desprestigiada por la crí­tica decimonónica.

La nómina habitual de la generación del 27 se limita a Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda y Manuel Altoaguirre, pero hubo también muchos otros que de algún modo estuvieron en su órbita, algunos mayores, como Fernando Villalón, José Moreno Villa y León Felipe, y otros más jóvenes, como Miguel Hernández. También deberían agregarse los nombres de algunas mujeres que se incorporaron en esa época a la actividad literaria, unas casándose con autores y otras a través de una gran amistad con ellos. Son los casos de María Teresa León, Ernestina de Champurcín, Concha Méndez y Carmen Conde.

Los autores también se hicieron notar publicando en revistas como La Gaceta Literaria, dirigida por Ernesto Giménez Caballero; Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín; Litoral, impresa por Manuel Altolaguirre y Emilio Prados; Carmen creada en Santander por Gerardo Diego; Verso y prosa, de Murcia, Mediodí­a (Sevilla), Meseta, de Valladolid, Revista de Occidente, cuya editorial imprimió varios libros del grupo; Caballo verde para la poesía, dirigida por Pablo Neruda y en Octubre, dirigida por Rafael Alberti.

* Lev Davidovich (1879-1940) Periodista, escritor y ensayista ruso.

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Número 70

Los datos de la España actual / Nick Ravangel

Revista Malabia número 70

Los datos de la España actual / Nick Ravangel

«La implantación del Estado del Bienestar ha anestesiado a la sociedad española, al igual que ha ocurrido en otros países desarrollados. Hay un gran descontento social, pero pasar del descontento a la rebelión implica atravesar un trecho largo y complicado. En España, además, el Poder está en manos de una estructura partitocrática dominada por cuadros políticos, los cuales dificultan cualquier solución a las reivindicaciones ciudadanas. Esa partitocracia sólo puede superarse fortaleciendo la sociedad civil con ciudadanos bien informados y gran sentido de responsabilidad. Es difícil lograrlo porque la sociedad española está anestesiada por anti-valores que desmovilizan a la gente: la telebasura, los deportes, el hedonismo, el consumismo. Con una ciudadanía absorbida por estas realidades resulta muy complicado que surja una movilización para mejorar las estructuras políticas. El horizonte vital de la mayor parte de la gente consiste en disfrutar de la mejor forma posible. El español medio se ha convertido en un ser anestesiado y con pocas ambiciones trascendentales. Eso sorprende a muchos extranjeros que visitan el país, porque tienen la imagen del español exaltado de hace cien años y de la Guerra Civil. Pero aquello se acabó. La cultura se ha transformado. El español medio actual es un ser sosegado que no pide demasiado: pide algo, pero no mucho. Es modesto en sus apetitos. Acepta lo que tiene y trata de disfrutar lo mejor que pueda. Si acaso, en España se ha impuesto el “buenismo”, lo políticamente correcto. Pero este “buenismo” no busca azuzar grandes revueltas, sino al revés. El buenismo está en contra de las revueltas. Pretende dominar la sociedad, pero promoviendo conformismo

El PP y el PSOE se diferencian por el papel que cada uno atribuye al Estado en la economía. El PP quiere que intervenga poco y el PSOE lo contrario. El problema de estos años de crisis es que ni uno ni otro tienen margen de maniobra para cambiar la política económica. Como el PSOE necesita diferenciarse del PP, y no puede hacerlo por la parte económica, se ha volcado de lleno sobre la revolución cultural. Llamo revolución cultural a la ideología de género, el ecologismo, el lobby gay, la hostilidad contra la Iglesia, es decir, todo lo que sea incidir en un estilo de vida alternativo al tradicional y cosas así. España se ha convertido en un país de clase postmodernista. Los radicalismos políticos casi se han extinguido totalmente. Han sido sustituidos por expresiones de la revolución cultural, pero sin capacidad de movilizar a las masas. La expresión del nuevo radicalismo occidental es de tipo cultural. Al contrario de los antiguos revolucionarios políticos, estos nuevos revolucionarios culturales no pretenden cambiar las estructuras políticas, sino la identidad individual» (1).



Trabajo

Tasas de desempleo oficiales en España 2020: 16,4%. Hombres: 14,6%. Mujeres: 18,3%. Desempleo menores de 25 años: 41%. Hombres 39%. Mujeres 43,1%. Es el segundo más alto de Europa después de Grecia.

Tener un trabajo indefinido o a tiempo completo no es habitual en España, por lo que a la escasez se agrega la baja calidad del empleo. Y esa baja calidad genera trabajadores pobres excluidos de la sociedad.

Al comienzo de la crisis del 2008, España tenía 19 millones de afiliados a la Seguridad Social. La recesión llevó la cifra a 16 millones. En 2017 la cifra subió hasta 17,7 millones, pero el empleo ya no tenía nada que ver con el anterior a la crisis, era precario, con reducción de sueldos y proliferación de autónomos. El problema para la Seguridad Social es que este empleo precario sólo sirve para engordar las estadísticas y no la caja de las pensiones debido a la baja calidad contributiva de las bases reguladoras. Algo similar pasa con el IRPF, porque las bases imponibles son inferiores y la mayor parte de los contratados cobran menos de 12.000 euros al año y, por lo tanto, no tributan.

A finales de 2016 había actividades que generaban más empleo que antes de la crisis y otras que se habían estancado. El problema surgió a raíz del modelo de crecimiento económico, con preponderancia del sector servicios, lo que convirtió a España en un país de camareros, un sector donde proliferan la temporalidad, la rotación y los sueldos bajos. En él se han refugiado los excedentes laborales del fin del boom de la construcción y los licenciados que esperan una oportunidad mientras dudan si emprenden la huída a otros países.

La hostelería contaba antes de la pandemia con 1.585.850 afiliados, alrededor del 10% de la afiliación total de la Seguridad Social. (1.376.000 en 2008). Esto no quiere decir que cada cotizante tenga un empleo, puede tener varios con el mismo número de afiliación.

Sólo consultoría, programación e informática han acompañado el crecimiento de la hostelería. Los demás sectores están bastante mal. España ha cambiado el ladrillo por la hostelería.

La Sanidad, tanto pública como privada, ha perdido cotizantes, pasando del millón trescientos en 2008 a poco más del millón. En 2017 había 262.932 empleos menos en el sector con un efecto negativo para la salud pública.

En 2009 había 1.400.000 españoles residiendo en el extranjero. La cifra subió a dos millones y medio en 2007 y hoy llega a los tres millones según la ONU. Los destinos favoritos son Francia (21%) y Alemania (10%).

Durante el siglo XX el destino de la emigración española, tanto económica como política, era América Latina. A finales de siglo se produjo un fuerte retorno de españoles al país. En este siglo XXI el grueso de la emigración es de jóvenes universitarios, muchos de los cuales terminan sus estudios en el extranjero y no retornan.


Pobreza

Philip Alston, Relator de la ONU de Pobreza Severa, visitó España a comienzos de 2020. En su informe situó al país en la cola de Europa en redistribución de la riqueza, afirmando que la exclusión había subido 6 puntos en los últimos diez años como consecuencia de haber hecho política olvidando a los pobres para beneficiar a unos ricos que han aumentado un 25% su riqueza pagando menos impuestos. Aseguró haber encontrado en su gira por España barrios pobres en peores condiciones (sin agua corriente, electricidad o saneamiento) que algunos campamentos de refugiados. Se refería a los barrios de Los Pajaritos en Sevilla y de Cañada Real en Madrid.

En cuanto al trabajo en general, destacó la baja calidad del empleo (sin casi empleo indefinido o a tiempo completo y bajos sueldos) como causa de la alta tasa de trabajadores que son pobres. Alston describió las políticas sociales como «quebradas», porque las prestaciones de renta mínima son desiguales y con distintos criterios. La solución, a su criterio, sería una renta mínima única, a la que pudieran acceder las personas más vulnerables de forma unitaria.

El colectivo de las personas inmigrantes es uno de los que más han sorprendido al relator. Ha cargado contra las «injustas» pruebas de edad a las que se somete a los menores extranjeros no acompañados y contra las condiciones de «explotación laboral» en las que viven las mujeres migrantes que se dedican al trabajo doméstico. Sumó a esos problemas el negocio de la recogida de fruta (600 millones de ganancias al año) que contrata trabajadores inmigrantes a los que «trata como basura».

Por su parte, el Informe sobre el Estado Social de la Nación de 2017, elaborado por la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, advertía de una extensión y persistencia de la pobreza, precariedad, exclusión e incremento de las desigualdades en la sociedad española. La solución propuesta era derogar la Reforma Laboral para acabar con la precariedad, establecer una renta mínima, atender a las 340 mil personas dependientes que no recibían atención y rescatar a los parados de más de dos años. En lo relativo a la pobreza, aseguraban que se había instalado en la sociedad y alertaban de la dificultad que tendrían, a lo largo de su vida las nuevas generaciones nacidas en un ámbito empobrecido para salir del mismo: 700 mil hogares (1,3 millones de personas) no tenían ningún ingreso. Por ello los autores del informe consideraban imprescindible una renta básica no vinculada a los procesos de inclusión. Proponían, además, diseñar un plan para ofrecer a los desempleados de larga duración (2 millones) consistente en un empleo de al menos dos meses de duración.

En cuanto a la exclusión social, los autores del estudio precisaban la necesidad de distinguirla de la pobreza, pues hay más de 8 millones de trabajadores que no están excluidos pero viven bajo el umbral de la pobreza. Además, han alertado de la soledad, la nueva forma de exclusión social, que lleva a muchas personas mayores a vivir en «situaciones dramáticas». Según el redactor del capítulo Pobreza y Exclusión Social, Luis Barriga, existe el riesgo de caer en un proceso de «espiral acelerada» hacia la exclusión en los próximos años si no se toman medidas para evitarlo, y uno mayor, una verdadera «bomba de relojería»: la situación de los jóvenes sin futuro.

Sobre las desigualdades, el informe precisa que estas no sólo se están manteniendo tras la crisis sino que se están incrementando. El 1% de la población española con mayor patrimonio acaparaba en 2016 más de una cuarta parte de la riqueza del país, mientras que el 20% más pobre se quedaba con un 0,1%.


Educación

Es un proceso, obligatorio en España, para facilitar el aprendizaje y la adquisición de conocimientos, así como de valores y hábitos.

La Comisión Europea, en su informe de 2019, sitúa a España como el sexto país con menor gasto en el sector de toda la UE, tras Rumanía, Bulgaria, Italia, Eslovaquia y Grecia. Durante 2018-2021 se invirtió en la financiación de la educación pública un 3,7% del PIB (en 2017 era 3,89%), casi un punto menos que el promedio de la UE, el 4,6% (los países escandinavos rondan el 6%).

Ese gasto limitado genera problemas como la escasez de profesores para trabajar con grupos de un tamaño que permita desarrollar la educación personalizada, que ahora sabemos es básica para obtener buenos resultados. Con 25 niños por docente es complicado, por no decir imposible. Genera, también, un deficit de infraestructuras. Hay miles de alumnos recibiendo clase en barracones en todas las comunidades autónomas: 12000 en Cataluña, según el Govern, la misma cantidad en Valencia y 11000 en Andalucía, asegura la Junta.

La falta de inversión en educación en España tiene múltiples consecuencias: la deficiente formación y reciclaje del profesorado, la brecha entre comunidades, el deterioro del sistema de becas o la falta de plazas en la Formación Profesional. También una tasa de abandono escolar del 17,9%, que sitúa a España a la cabeza de este fenómeno en la Unión Europea, seguida de Malta (17,5%) y Rumanía (16,4%), y los inexistentes derechos sociales de los universitarios que hacen prácticas, esto último por la falta de acuerdo entre gobierno y universidades sobre quién ha de sufragar los costes. Tampoco destaca España en el Informe Pisa. Los últimos datos sitúa al país dentro de la media europea por los pelos y gracias a que el nivel general ha bajado mucho.

La Comisión Europea opina que la educación debería estar apartada de los avatares políticos. Afirma en el citado informe que en España las reformas fundamentales en el sector educativo se paralizan a causa de »la inestabilidad política». La solución pasaría, según los expertos, por blindar a través de la Constitución la financiación de la educación pública, para que se invierta como mínimo el 6% del Producto Interior Bruto y que, venga el gobierno que venga, no pueda recortar el gasto.

Desde los años 70 han entrado en vigor en España un total de siete leyes educativas que obligan a los gobiernos a ser cada vez más creativos con las siglas: la LGE (Ley General de Educación de 1970), la LOECE (Ley Orgánica Reguladora del Estatuto de Centros Escolares de 1980), la LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación de 1985), la LOGSE (Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de 1990), la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación de 2002), la LOE (Ley Orgánica de Educación de 2006) y la LOMCE (Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa de 2013). En estos momentos está pendiente la aprobación de la octava, la LOMLOE (Ley Orgánica de la Educación para la reforma de la Ley Orgánica de la Educación) -y no es una broma de Groucho Marx-, a la que se conoce también como Ley Celaá. De entrar en vigor, esta tumbaría la LOMCE del ministro del Gobierno de Mariano Rajoy José Ignacio Wert, que tanto revuelo generó al aprobarse en 2013, y aportaría, quizá, cierta estabilidad a la inversión en educación en España frente a los recortes -aplicados por ejecutivos de todos los colores- y los vaivenes políticos.

Otro problema es la educación concertada, a la que se destina mucho dinero. Este tipo de educación no existe en los países nórdicos (usados siempre como ejemplo), apenas existe en Europa (Bélgica es la excepción) y ha sido suprimida en Portugal, donde ha habido un claro repunte de la educación pública a raíz de tal medida.

Alston encontró «inasumible» que uno de cada tres niños españoles viva en riesgo de pobreza y encima sufra segregación escolar, porque hay escuelas para niños ricos y escuelas para niños pobres, lo que genera oportunidades de futuro diferentes, porque ese niño pobre será un adulto pobre cuando crezca si no se cambia la situación.


Vivienda

Alston puso el acento en su informe en la dificultad que tienen los ciudadanos españoles con el acceso y el mantenimiento de la vivienda, poniendo el énfasis en los «exponenciales» aumentos del precio del alquiler, en especial en las grandes ciudades, y en el drama de los desahucios. «La Constitución reconoce el derecho a la vivienda, el gobierno debe tomárselo seriamente», expuso.

Como soluciones propuso invertir en un parque de vivienda pública, sector en el que, mientras la media europea está en el 25%, España no llega al 3%. Pero como solución inmediata propuso regular el precio del alquiler: «No se puede dejar en manos del mercado en exclusiva el tema de garantizar una vivienda digna. Hay que abandonar la lógica empresarial y pensar en el derecho de las personas.


Consumo (Consumismo)

En la Unión Europea, según Greenpeace, casi el 40% de los plásticos son envases de un solo uso: bolsas, botellas, envoltorios, de los que se recicla un 30% siendo optimistas. ¿El resultado? 12 millones de toneladas llegan a los océanos afectando las especies marinas. La ganadería es responsable del 14% de los gases de efecto invernadero y la ganadería industrial agrava el problema con su objetivo de beneficios rápidos, que significa talar bosques para producir piensos y pastos para el engorde. El consumo de pescado crece a un ritmo incontrolado. la industria tecnológica, con su obsolescencia programada, que promueve la sustitución sobre la reparación, genera enormes cantidades de residuos peligrosos. El impacto negativo de la producción de vestimenta es cada vez mayor. Cada año se fabrican 100 mil millones de prendas y la gente compra un 60% más que hace 15 años y la conserva la mitad de tiempo. La moda «fast fashion» ha convertido la ropa en objetos de usar y tirar, generando un grave problema de uso de materias primas y de generación de residuos.


Cultura

El Ranking Mundial de Universidades (Shangai 2019), centrado en la excelencia investigadora, tiene una influencia indudable porque condiciona la política de los gobiernos y determina la concesión de muchas becas. En esta ocasión se determinó que las veinte mejores universidades del mundo son estadounidenses (17) y británicas (3). Todas son instituciones sólidas, reconocidas, de gran prestigio y con una enorme financiación pública y privada. La Universidad de Barcelona es la primera española que aparece y está situada en el puesto 170. Pero más allá de la calidad, hace tiempo que se viene denunciando que las universidades españolas generan técnicos en lugar de personas con profundo conocimiento cultural. Basta escuchar a sesudos profesores en las tertulias en radio y televisión sobre política, economía o sociedad, para comprender que algo no funciona bien.

Desde hace mucho tiempo, los voceros de los ministerios occidentales de cultura se refieren al fenómeno cultural como industria. No es necesario hilar muy fino para concluir que las producciones de cualquier industria son mercancías y su valor está directamente ligado a la venta y al consumo. Esta industria cultural se difunde a través de los medios masivos de comunicación, corporaciones gigantes que reúnen canales de televisión, productoras cinematográficas, radios, periódicos de gran tirada, revistas, editoriales y actualmente internet. Pongamos un ejemplo de los muchos que existen en España: Grupo Prisa (Promotora de Informaciones S.A.). Es el principal grupo multimedia Posee el periódico El País (el diario generalista líder de ventas en España), además de revistas y editoras de libros, plataforma de televisión de pago y más de 400 emisoras de radio en España y América Latina. Desde finales de 2010 el fondo especulativo de inversiones «Liberty Acquisition Holdings» posee, al menos, el 51% de la empresa.

Periódicos: As, Cinco Días, El País. Revistas: Gentleman, Rolling Stone, Cinemanía. Editoriales: Santillana, que agrupa varias editoriales punteras: Aguilar, El País Aguilar, Alfaguara, Suma y Taurus. Radio: Posee 434 emisoras bajo diferentes marcas: Cadena Ser, Los 40, Cadena Dial, Los 40 Classic, Los 40 Dance y Radiolé. Posee el 49,5 % de Sistema Radiópolis (México) y un 19,5 % de Caracol Radio (Colombia). Televisión: Prisa TV fue propietaria de Canal+ hasta 2016, cuando pasó a manos de Telefónica. Posee un 18 % del grupo Mediaset España. Cine: Sogecine, Sogepag.

Estos enormes grupos generan la Cultura de masas, cuyo objetivo es entretener al público y ganar con ello la mayor cantidad de dinero posible.

El entretenimiento, aunque pueda pensarse lo contrario de acuerdo a un criterio «moderno», pasa en primer lugar por la televisión. El 97% de los hogares españoles cuentan con un televisor como mínimo. El canal más visto es Telecinco (entre un 15 y un 20% de share). Para tener una idea concreta de audiencia podríamos compararlo con el canal 2, la televisión pública con más contenido «cultural»: un 3% de share. El programa más visto de telecinco en la actualidad es Supervivientes, al que siguen unos 5 millones de espectadores.

Un entretenimiento fundamental en la actual «cultura» española es el fútbol. Este inofensivo juego ha sido elevado a la pasión de masas por publicistas, inversionistas y especuladores. Los políticos también se aprovechan de la capacidad de este deporte para fundirse con cualquier identidad nacional. Así los títulos, que antes se festejaban en la calle, son ahora objeto de orgullo popular en dependencias públicas. Dada la situación, es lógico que en un país que no ha podido superar el enfrentamiento entre sus regiones durante siglos, la victoria de lo propio adquiera características de hazaña bíblica.

Por encima de todo, el fútbol es un negocio de enormes dimensiones. Como fenómeno de masas mueve unos 500 mil millones de dólares anuales, una cifra similar a la alcanzada por la rentable industria farmacéutica, las armas, las drogas y el sexo. España no es un país ajeno a esos negocios. Es el séptimo vendedor de armas del mundo con el 3,1% de las ventas globales. El gasto medio de los españoles en drogas, según el Instituto Nacional de Estadística en su informe de 2018, ronda los 7400 millones de euros al año. En lo referente a bebidas alcohólicas (otras drogas), el gasto alcanza los 8000 millones.


Violencia contra las mujeres

El Observatorio contra la Violencia Doméstica y de género en España ha contabilizado 1000 mujeres muertas a manos de sus parejas o ex parejas entre 2003 y abril de 2019, un asesinato por semana. Las características comunes entre los agresores, según los expedientes judiciales, nos señalan a un varón con una edad promedio de 46 años y de nacionalidad española en el 66.4 % de los casos.


Prostitución

España era el primer país de Europa en demanda de sexo de pago y el tercero del mundo según un informe de la ONU de 2008. La situación no ha cambiado, al contrario, ha empeorado. Los representantes policiales hace tiempo que vienen alertando de la «bajada escandalosa» de la edad media de quienes pagan a mujeres a cambio de sexo. «Nos imaginamos a un señor de corbata de 50 o 60 años, pero la realidad es que el cliente medio no pasa de 19 o 20«, señalaba en 2015 el inspector al frente del Centro de Inteligencia de Análisis de riesgo de la Policía Nacional.

El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ha realizado en total tres encuestas en las que ha abordado el tema de la prostitución (1986, 1994, 2008) revelando en ellas cómo la actitud de los españoles respecto al sexo de pago se ha ido suavizando con los años, hasta el punto de que en la última, cerca del 80% se mostraba «bastante o muy de acuerdo» con esta práctica porque es inevitable y, por lo tanto, debe legalizarse. Un sondeo de la Fundación Atenea de 2013 mostraba la visión particular de los jóvenes madrileños entre 16 y 23 años sobre la prostitución: una profunda indiferencia hacia las mujeres en esa situación y una opinión proclive a la legalización por el respeto a la libertad individual. La Delegada del Gobierno para la Violencia de Género, Pilar Llop, ha recordado, durante una conferencia sobre la prostitución en Madrid, que existe una clara relación entre prostitución, explotación sexual y trata de personas. De acuerdo a cifras oficiales la trata mundial se realiza con fines de explotación sexual y de ese porcentaje más del 90% de las víctimas son mujeres y niñas.

(*) Stanley Payne (1934) Historiador hispanista estadounidense.

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Número 70

Margarita Xirgu / Antonina Rodrigo

Revista Malabia número 70

Margarita Xirgu / Antonina Rodrigo

Mucho se ha dicho sobre la importancia de la figura de Margarita Xirgu en el teatro rioplatense, sobre todo en el uruguayo. Poco se sabe, en cambio, de su primera época, cuando luchaba en una España difícil por hacerse un lugar en el mundo del teatro. La escritora Antonina Rodrigo nos lo cuenta en el libro “Mujeres para la historia” de 1978, que fue reeditado por Ediciones Carena, Barcelona, en 2002. Transcribimos la contratapa de esta última edición:

«En los primeros tiempos de la transición, cuando ni siquiera se había refrendado el texto constitucional, la autora quiso recuperar para la memoria colectiva la labor y la palabra de catorce mujeres de singular trayectoria. Dos actrices y una bailarina (María Casares, Margarita Xirgu y Antonia Mercé “la Argentinita”), cuatro políticas (Victoria Kent, Margarita Nelken, Federica Montseny y Dolores Ibarruri “Pasionaria”), una periodista (María Luz Morales), una maestra y miliciana (Enriqueta Otero Blanco), una artista (María Blanchard) y cuatro universitarias con dedicación a la literatura y a la pedagogía (María Teresa León, Zenobia Camprubí, María Goyri y María de Maetzu) integraban aquella selección de 1978, prologada entonces por la desaparecida escritora Montserrat Roig y que ahora se publica revisada y puesta al día. Porque considerar la peripecia de estas mujeres, su esfuerzo para adquirir una preparación intelectual, sus dificultades para ver reconocido el ejercicio de su profesión, su lucha por la independencia, sus sacrificios, sus éxitos y sus fracasos, supone no sólo recordar etapas fundamentales en la lucha por la emancipación femenina, sino que nos sitúa ante unos valiosos ejemplos de actitud solidaria y comprometida en momentos muy difíciles de la vida del país».


La actriz lorquiana

El encuentro de Margarita Xirgu y Federico García Lorca constituyó ese maridaje escénico, ideal de todo binomio actriz-autor. Xirgu confesaría en repetidas ocasiones que su encuentro con el poeta granadino fue el suceso más trascendente de su vida, y Lorca vio en ella a «la actriz que rompe la monotonía de las candilejas con aires renovadores y arroja puñados de fuego y jarros de agua fría a los públicos adormecidos sobre normas apolilladas«. Fue en el verano de 1926. En el hall del madrileño hotel Ritz, la cubana Lydia Cabrera presentó a la actriz y al poeta. Los nombres de las dos mujeres quedarían unidos en el Romancero gitano. Lorca dedicó «a Lydia Cabrera y a su negrita» La casada infiel y a Margarita Prendimiento de Antoñito El Camborio en el camino de Sevilla. Ese mismo día le entregaron a la actriz el drama lorquiano Mariana Pineda. Estaba previsto que la obra la estrenaran Catalina Bárcenas y Gregorio Martínez Sierra, pero llegado el momento temieron que el exaltado canto lírico a la libertad que latía en la obra se tomase por un velado ataque a la dictadura de Primo de Rivera, por lo que desistieron de su propósito.

Mariana Pineda fue una gran figura que traspasó los linderos del mito y simbolizó las nobles luchas por la libertad durante el siglo XIX. Granadina como lorca, era la heroína una sombra amiga de la infancia del poeta, con la que se sentía en deuda.

«Los niños de mi edad, y yo mismo -declararía Lorca-, tomados de la mano, en corros que se abrían y cerraban rítmicamente, cantábamos en tono melancólico los populares romances dedicados a la heroica mujer.»

Margarita estrenó Mariana Pineda el 24 de junio de 1927 en el barcelonés teatro Goya. La admiración del poeta por la Xirgu la convirtió en su actriz predilecta. Luego seguirían los estrenos lorquianos de La zapatera prodigiosa, Yerma, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores y su obra póstuma La casa de Bernarda Alba. El poeta diría de la actriz:

«Es una mujer extraordinaria y de raro instinto para apreciar e interpretar la belleza dramática, que sabe encontrarla donde está. Va a buscarla con una generosidad inigualable, haciendo caso omiso de toda consideración que pudiéramos llamar de índole comercial.»

A lo largo de la fecunda amistad, el poeta le dedicó a la actriz los más expresivos elogios verbales, escritos y poemas.

Margarita fue una actriz conflictiva, pródiga en desplantes al convencionalismo imperante. No salía sólo a escena a declamar su papel, porque, como García Lorca, no creía en el arte por el arte:

“Ese concepto del arte por el arte –declaraba Lorca pocas semanas antes de ser asesinado- es una cosa que sería cruel si no fuera afortunadamente cursi. Ningún hombre verdadero cree ya en esa zarandaja del arte puro, del arte por el arte mismo. En este momento dramático del mundo, el artista debe reír y llorar con su pueblo. hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a quienes buscan azucenas.»

En honor a este concepto, a la actriz no le importó exponer su carrera ni su libertad, estrenando obras como Fermín Galán de Alberti, Yerma, o El malentendido de Camus en la Argentina de Perón.

«Yo soy un admirador ferviente de Margarita Xirgu. Soy un religioso fanático del Arte y, en el templo del Arte, entre los muchos altares que en él se erigen encuentro siempre el suyo, ante el que inclino la rodilla. Margarita ya no es una artista maravillosa, es una esclava, una servidora de su religión. Anteayer fue una obra moderna, ayer un Auto Sacramental, hoy un romance que en algunos sectores pueden restarle simpatías.»

Así se expresaba Rafael Alberti momentos antes de que se levantara el telón del madrileño teatro Español y diera comienzo el estreno de su obra dedicada al proto mártir de la República Fermín Galán y a su compañero García Hernández.

El comienzo se desarrolló con normalidad pese al arranque de la obra:

“Noche negra, siete años/de noche negra sin luna./ Primo de Rivera duerme/ su sueño de verde uva./ Su Majestad va de caza:/mata piojos y pulgas/y monta yeguas que pronto/ ni siquiera serán burras…/.

Pero en el segundo acto había un cuadro en que la Virgen aparecía con fusil y bayoneta calada, acudiendo en ayuda de los sublevados de Jaca y pidiendo a gritos la cabeza del Rey y del general Berenguer. El auditorio protestó con sorprendente unanimidad: los republicanos, en su mayoría ateos, porque nada querían saber con la Virgen y los monárquicos por parecerles irreverentes las intenciones atribuídas a la madre de Dios. Entre vivas protestas se reanudó la representación. El cuadro más conflictivo estaba aún por llegar: en él aparecía un personaje que encarnaba a un cardenal, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una fiesta en el palacio de los duques.

«Ante eso –escribe Alberti- los enemigos no pudieron contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre gritos y garrotazos avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre los bastidores ordenó que el telón metálico, ese que se usa en caso de incendio, cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de eso, como el público seguía dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo coronada, al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su extraordinario valor y ganado prestigio”

Xirgu diría:

«Me sentía moralmente obligada a exaltar la figura de unos hombres que habían dado su vida en defensa de la libertad.»

A los pocos días, paseando la actriz por el Retiro, se formó un grupo que, a juzgar por las miradas y gestos acusadores, hablaba de ella. De repente, del grupo se separó una mujer, que se acercó a Margarita y la abofeteó llamándola republicana y catalana de mierda.

Margarita Xirgu

HYERMA, OBRA POLÉMICA

Tres años más tarde, en el mismo teatro, estrenaría Yerma. Corría el rumor de que se preparaba un complot contra la obra. En realidad iba dirigido contra Margarita y Lorca. ¿Qué crimen de lesa patria habían cometido? García Lorca declaró a la prensa:

“Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega. Nosotros –me refiero a los hombres de significación intelectual y educados en el medio ambiente de las clases que podemos llamar acomodadas- estamos llamados al sacrificio. Aceptémoslo. En el mundo ya no luchan fuerzas humanas sino telúricas. A mí me ponen en la balanza el resultado de esa lucha: aquí tu dolor y tu sacrificio, y aquí la justicia para todos, aun con la angustia de un tránsito hacia el futuro que se presiente, pero que se desconoce, y descargo mi puño con toda su fuerza en este último platillo.»

Las declaraciones fueron consideradas intencionadamente políticas por un sector de derechas. Además, Xirgu había ofrecido hospitalidad a Manuel Azaña, ex jefe de gobierno acusado de favorecer el movimiento revolucionario de 1934, en su casa de Badalona a la salida de la cárcel.

“Cuando pusieron en libertad a Azaña –declararía Xirgu-, estuvo en mi casa con su mujer hasta que salieron para Madrid. Se Trataba de un acto solidario. Los que me atacaron sabían perfectamente esto, pero convirtieron aquel episodio, puramente sentimental y humano, casi en un delito político.»

El argumento de la tragedia es el drama íntimo de Yerma. Todo gira en torno a su esterilidad; del ansia de la maternidad que le niega la naturaleza. La angustiosa obsesión de ser estéril va cuajando la tragedia. El interés del poema dramático crece vivamente, acallando diferencias. Uno a uno van claudicando, sosegándose, los instigadores del complot, vencidos por la emoción y la belleza que brota del escenario. La fuerza del personaje es arrolladora. Carlos Morla, espectador de excepción aquella noche, nos ha transmitido el ambiente de la sala:

«Pero la inmensa mayoría del público -al margen de ideologías y tendencias- se indigna y a su vez protesta, y durante unos momentos se forma tal barahúnda que Margarita se ve obligada a abandonar el diálogo. El barullo es, afortunadamente, de poca duración y, una vez restablecida la calma, la representación sigue su curso. A medida que avanza en su desarrollo, la obra se va imponiendo en forma contundente, definitiva, aplastando literalmente a sus detractores.»

Cuando yerma, con su cuerpo seco para siempre, estrangula la esperanza de su hijo gritando: «No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi hijo«, el teatro se venía abajo era una apoteosis. El poeta tiene que salir al escenario. Margarita, tan dueña de sí misma en todo momento oculta su rostro entre las manos: llora, sostenida por Federico. El poeta se adelanta y pide un aplauso para ella sola. Es como un desagravio a la mujer valiente y un homenaje a la genial actriz. Ante las reiteradas ovaciones del público, que puesto en pie no abandona la sala, Lorca, con su generosidad habitual se adelanta y pronuncia unas palabras en honor de la actriz. Cuando cae el telón le dice:

«Tu mano me sacó a escena la primera vez. Tú me diste la mano entonces y sigues dándomela.»

No podía imaginar que la mano de Xirgu sería la última que lo sacara a escena.

UNA INFANCIA DIFÍCIL

Margarita Xirgu nació en 1888 en Molins de Rei, pueblo cercano a Barcelona. A los 8 años se traslada a Barcelona con su familia. Se instalan en el Casco Antiguo, laberinto de callejuelas y pasadizos lóbregos, donde escasea el sol. Es un barrio habitado por obreros y gente marginada. Las familias se hacinan en viviendas incómodas, en obligada promiscuidad y, sin embargo, los habitantes hablan casi siempre a gritos. Los problemas económicos, los conyugales, los de la mera convivencia, se explanan ante los atónitos ojos de los niños, pequeñuelos mal alimentados y sin escuela, que esperan el día en que, sin haber alcanzado la adolescencia, serán arrojados al deshumanizado mundo laboral. Xirgu nunca olvidará sus orígenes. Con motivo del estreno de Electra recordará:

“Lo esencial de este drama podría suceder en la calle triste y dramática de mi niñez”.

EL DESPERTAR DE UNA ACTRIZ

El siglo XX heredaría del anterior la irrupción de las fuerzas obreras en la vida política del país, organizadas en formaciones de clase y en los sindicatos. Pedro Xirgu, el padre de Margarita, era el prototipo del inquieto obrero catalán de finales del siglo XIX, en permanente lucha por plasmar en la realidad las justas aspiraciones de su clase. Autodidacta, republicano y convencido de que la cultura debía ser el vínculo primordial del progreso del mundo, reunía en su casa una tertulia formada por compañeros de trabajo para leerles pasajes de la obras de Zola, Galdós o Tolstoi, tan en boga en la época. Muy aficionado a los coros de Anselm Clavé, cantor del proletariado catalán, y al teatro, formaba parte de un cuadro de aficionados. En Cataluña, esos grupos amateurs dependían de sociedades culturales y recreativas que, integradas por la clase obrera, constituían los Ateneos, que tanto proliferaron en los barrios populares.

A los 8 años Margarita era una niña traviesa de inteligencia despierta, con esa precocidad natural de muchas de las criaturas que conocen una existencia difícil. El primer escenario que pisa es la mesa del comedor de su casa, donde su padre, para amenizar la lectura, la hace recitar poesía e incluso representar algún papel de comedias trenzadas por su propia fantasía. Una vez, en una taberna a la que acudía a comprar provisiones, Margarita sorprende en un cuartucho la reunión de unos obreros dedicados a imprimir unas hojitas de papel que, al caer en sus manos, con ruego de que las reparta, le revelan la preparación de un complot subversivo. Uno de los conspiradores, que la conoce, le pìde que lea una octavilla en voz alta. Margarita se sube a una silla y, más que leer, declama el texto con tal brío que recibe la primera ovasión pública de su vida y es sacada en hombros a la calle. Este fue, quizá, su debut.

LOS ATENEOS OBREROS

Los Ateneos polarizaron y encauzaron durante muchos años las actividades culturales de las clases modestas barcelonesas. Los había en cada barriada y disponían de biblioteca, de conjuntos musicales y danzas populares, así como de compañías de aficionados al teatro. Barcelona ha sido siempre una ciudad de gran tradición teatral. En aquella época el teatro ocupaba el lugar que hoy tienen el cine, la televisión o el fútbol. En las representaciones las mujeres escaseaban, por eso había que recurrir, muchas veces, a actrices profesionales. El Ateneo al que pertenecía Pedro Xirgu acordó poner en escena “Don Álvaro o la fuerza del sino”, una de las obras cumbres del teatro romántico. A la hora de distribuir los papeles no tenían quien hiciera de Curra, la sirvienta. Alguien se acordó de Margarita, pero su padre se negó alegando que aún era una niña. La futura actriz tenía doce años y era aprendiza en un taller de pasamanería. Al final el padre accedió y la convirtió en la actriz más jove del Ateneo. Poco después ingresa en un grupo juvenil, Gent Nova, que hacía teatro en Badalona. Del estado de ánimo de aquellos tiempos, declararía en 1936, antes de zarpar para América:

«Fueron aquellos mis primeros días felices. A veces, muerta de sueño, porque la noche anterior la pasé ensayando, me levantaba al amanecer para ir a mi taller de pasamanería y lo hacía tan contenta. Y yo iba repasando mentalmente mis parlamentos, y era dichosa, completamente dichosa.»

A pesar del sacrificio que suponían los ensayos, en Badalona, después de la jornada laboral:

«…havia de sopar de pressa per no perdre el tramvía d´anada; havia d´acabar rápidament els assaigs per no perdre el de retorn… Tot ho oblidava quan s´aixecava el teló y els llums del escenari il.luminaven. En aquells moments la vida em semblava bella i em sentia feliç.»

EL ESCÁNDALO DE SALOMÉ

La revelación de Xirgu en los medios intelectuales barceloneses fue con el drama Teresa Raquin de Emile Zola, en diciembre de 1906. El crítico de La Vanguardia profetizó: «Barcelona cuenta desde anoche con una primera actriz indiscutible«, y otros periódicos le dedicaron reseñas en términos parecidos. El empresario del teatro Romea no tardó en contratarla como primera actriz joven. Actuó en el teatro Intim de Adriá Gual. Ese gran hombre de teatro la elogió con emoción en sus Memorias.

En la temporada 1908-1909 estrenó Xirgu el poema Salomé de Oscar Wilde. Interpretaba a la princesa erótica cuyo estremecido deseo brotaba a flor de piel ante las desnudas carnes del Bautista. La mujer liviana que mata, con su desdén, al joven sirio; la que enloquece al tetrarca con sus danzas y brinda su cuerpo a las miradas de judíos y romanos para lograr la cabeza del insensible Precursor… Tan osada representación provocó un auténtico escándalo en la Barcelona del primer decenio del siglo XX, con gran revuelo polémico en la prensa local. El diario La Tribuna reconocía que Salomé era «una figura llena de peligros para ser exhibida en escena, especialmente en la nuestra, poco preparada para espectáculos de esta índole». Los mismos argumentos de siempre. La polémica adquirió tal magnitud que a los pocos días la dirección se vio obligada a retirar la obra. Pero las órdenes de la Junta eran terminantes: la empresa rescinde el contrato a la compañía y tienen que abandonar el teatro por ser la obra pornográfica.

Margarita Xirgu fue una mujer sin prejuicios y con un espíritu abierto a todas las innovaciones. Es la primera actriz catalana que sale a escena en bañador con todo lo que significaba entonces. Además, en Salomé luciría los clásicos velos y otro supremo atrevimiento: el vientre desnudo.

Estrenaría luego obras de los primeros dramaturgos: Guimerá, Iglesias, Rusiñol, Maragall, Folch i Torres, Pérez Galdós, Unamuno, Azaña, sin olvidar los mejores autores extranjeros de todas las épocas.

DIRECTORA DE ESCUELAS DRAMÁTICAS

En 1936 se abre la tercera etapa en su vida. Tiene por escenario América Latina y es, probablemente, la más fecunda. En ella la actriz catalana asumiría una labor pedagógica. Funda Escuelas de Arte Dramático, organiza seminarios, conferencias, charlas, representaciones y coloquios en centros universitarios.

A finales de abril de 1969 la prensa difundía la noticia del fallecimiento de la actriz en Montevideo a los ochenta y un años.

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Número 70

El tercer milenio (1992) / Roberto Fernández Retamar

Revista Malabia número 70

El tercer milenio (1992) / Roberto Fernández Retamar

El mero uso de la expresión “tercer milenio” indica que hemos aceptado, en algo tan fundamental como la articulación del tiempo, la perspectiva de una de las muchas culturas que ha conocido la historia, la occidental. Pregúntese hoy a un auténtico vietnamita, un auténtico maya o un auténtico hebreo y responderán lo que es obvio: que para ellos la Humanidad en su conjunto no está ante su tercer milenio, pues hay otras muchas formas de medir el tiempo. Nosotros, sin embargo, nos valemos normalmente de aquella expresión. Y también nos valemos normalmente de idiomas que en cierta forma tienen similares raíces. Bien sabemos que esos instrumentos intelectuales empezaron a ser trasvasados hace 500 años a este Hemisferio donde vivimos. Y aunque ello muestra nuestros inocultables orígenes coloniales, no nos corta del resto de los seres humanos. Por el contrario, nos vincula a ellos. Volvamos por un instante a la cuestión de los idiomas.

Español (que antes se llamó castellano) y portugués (que es la otra cara del gallego) fueron, como sabemos bien, dialectos que hace cosa de un milenio (es un decir) se desgajaron del latín. Y a su vez el latín se desgajó de una lengua previa, llamada a posteriori “indoeuropea”, de la que provienen la mayoría de los idiomas hablados hoy en Europa, con excepciones como el vasco (que probablemente ya se hablaba cuando llegó el “indoeuropeo”), el finés y el húngaro, cuyo antepasado fue llevado por las invasiones mongólicas: no en vano “Atila” es nombre simpático en húngaro. Del “indoeuropeo” provienen también lenguas asiáticas como el sánscrito y el persa. Ni siquiera sabemos cómo llamaban al “indoeuropeo” quienes lo tenían como idioma materno. En general, es bien poco lo que se conoce de él. Saussure, quien no sólo echó las bases de la lingüística moderna (lo que no hace culpable al pobre de las tonterías dichas después supuestamente en su estela), sino que además fue una especie de Mozart de esa disciplina. No había cumplido aún veinte años cuando dio a conocer su Memoria sobre el vocalismo indoeuropeo, que reveló el sistema vocal de aquel idioma. Y algún sabio imaginativo (como suelen serlo los mejores) se atrevería después a conjeturar cómo debió haber sido una fábula indoeuropea. Pero sabemos menos de esa lengua que de los dinosaurios. Sabemos, sí, que éstos existieron hace millones de años, y aquélla hace millares. Sólo que si unos se extinguieron, de la otra no puede decirse en rigor que se extinguió (como sí se extinguieron el hitita o el córnico, pues no dejaron descendencia conocida), sino que se transformó. ¿Qué fueron el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el germano, el sajón sino formas que, en épocas más recientes, asumió el “indoeuropeo”? Y el español o el portugués (como el gallego, el catalán, el francés, el italiano o el rumano), ¿qué son sino formas que asumió el latín? Por lo que, cuando en nuestra América nos valemos del español o el portugués, que durante la mitad de sus vidas hemos reelaborado también nosotros, no hay manera de que nos sintamos utilizando una lengua extraña. En ambas orillas del Atlántico tenemos el mismo derecho a decir que somos dueños de idiomas que, en última instancia, con respecto al muy añoso “indoeuropeo”, son para decirlo con un término del venerable sánscrito, avatares suyos.

Las lenguas en forma alguna están maridadas con etnias fijas. No sólo hay incontables ejemplos individuales de esto (el primer gran escritor ruso fue el mulato Pushkin, y ningún poeta actual escribe un inglés más puro e intenso que el del mulato Derek Walcott, mientras la poesía en español no tuvo acentos más hondos que los que le dieron los cholos Rubén Darío y César Vallejo), sino sobre todo incontables ejemplos colectivos: véase el caso del español, que en Europa, América, Asia y África es hablado por las comunidades más diversas. Por ello, el criterio según el cual la lengua “indoeuropea” habría sido hablada sólo por una supuesta raza “indoeuropea” (criterio que sirvió de base a las teorías racistas) carece de toda base científica. Por el contrario, como tantas otras realidades culturales, los idiomas se desentienden de esas estrecheces y ratifican la esencial unidad del ser humano.

Puesto que he utilizado el término “cultural”, me detendré en el vocablo “cultura”, tomado ahora como el sistema de producciones y relaciones de una determinada sociedad humana. En este sentido, es notorio que la Humanidad ha conocido varias grandes culturas, muy diversas entre sí, pero que en sus respectivos momentos de esplendor se estructuraron en torno a unas pocas formaciones económico-sociales. No perderé el tiempo repitiendo lo que todo el mundo sabe. Simplemente recordaré que una sola de esas grandes culturas alcanzó dimensión mundial: la cultura occidental. Y que, a diferencia de los casos anteriores, a su formación económico-social correspondiente, el capitalismo, tan sólo ella llegó de modo directo. Además, como tal formación requirió para su desarrollo el saqueo del resto del planeta (tal fue el procedimiento por el que alcanzó dimensión mundial), hizo imposible en éste, en general, desarrollos similares al suyo. En todos los continentes, numerosas culturas se erigieron en torno a modos de producción esclavista, feudal o “asiático”. Pero sólo Occidente, en Europa, accedió al modo de producción capitalista, y al hacerlo sofocó accesos similares en otros sitios. Fuera de Europa, grandes desarrollos capitalistas sólo conocerían países como los Estados Unidos, Canadá y Australia, que fueron colonias de Inglaterra, el país capitalista por excelencia hasta este siglo. Los colonizadores ingleses, en calidad de “pueblos trasplantados” (como diría Darcy Ribeiro), aniquilaron allí al grueso de las poblaciones aborígenes y trasladaron y a veces incrementaron las estructuras de la metrópoli. También esos países forman parte hoy de “Occidente” (que hace tiempo dejó de tener connotación geográfica), y están poblados en forma sustancial por “blancos”: las criaturas que ellos llaman “de color” han sido allí, si no exterminadas, marginadas. Hay, sin embargo, una gran excepción: la del Japón, el cual, debido a un involuntario equilibrio de las grandes potencias en torno suyo, logró escabullirse e impulsar una original evolución de su feudalismo hacia un capitalismo propio y fuerte. El interesante caso de los “dragones asiáticos” no permite aún, por cercano e indeterminado, un juicio suficiente. pero tanto Japón como esos “dragones”, y también Sudáfrica o Israel, dos “pueblos trasplantados”, forman parte de “Occidente”.

No así el resto de los países, donde vive la gran mayoría de la Humanidad. Hoy, más que “Occidente”, se tiende a llamar “Norte” a los escasos países de gran desarrollo capitalista, y “Sur” al conjunto numeroso de los otros. Como la explotación de estos últimos hizo (hace) posible la riqueza de los primeros, propuse hace un cuarto de siglo que a éstos se los llamara “subdesarrollantes”, ya que la ONU había bautizado a los segundos como “subdesarrollados”, e incluso (oh imaginación) “en vías de desarrollo«.

El Oeste (el capitalismo) ha significado enriquecimiento material para zonas de unos cuantos países que se pueden contar con los dedos de un ser humano (aunque incluso en esos países hay grandes áreas de explotación, pobreza y prejuicios), pero sobre todo ha significado violencia y opresión para la inmensa mayoría de la Humanidad. Aplastó en todas partes (América, África, Asia, Oceanía) culturas a veces grandes; sigue aplastando hoy a sus sobrevivientes. Mediante la imposición de un capitalismo degradado, periférico, ha sembrado el mundo de pobres: hoy lo son dos de cada tres personas; si las cosas no cambian, al comenzar el próximo siglo lo serán tres de cuatro, y a mediados de este siglo, nueve de cada diez. La inmensa mayoría vive y vivirá en el Sur, donde la delgada capa de ricos ha logrado ese nivel casi siempre por su complicidad con el Norte, del que se siente integrante, y no de sus pueblos.

Recordemos algunos rasgos del mundo de hoy: la presunta descolonización que siguió al segundo período de la Guerra Mundial, llevó a la gran mayoría de las colonias tradicionales de ayer a ser no países liberados sino neocolonias, explotadas gracias a mecanismos como el intercambio desigual y la deuda externa; en períodos cortos mueren de hambre o enfermedades curables muchos niños, mientras otros (millones) deambulan sin hogar, se les prostituye, se les compra para vender sus órganos o se les mata como ratas; epidemias que se creían medievales regresan a pasos agigantados, y se les suman otras nuevas; se multiplica el azote diabólico de las drogas, estimuladas por el mercado sin entrañas y consumidas para olvidar el oscuro presente; renacen xenofobias y racismos espantosos, vergüenzas que se creía haber dejado atrás; se extinguen incontables especies animales por el animal humano, sobre todo en su variedad occidental o norteña, quien por añadidura está provocando ambientes donde también a él la sobrevivencia amenaza con hacérsele imposible. Como es lógico, la gran mayoría de estos males aqueja sobre todo a los países del Sur. lo que explica que sus habitantes se estén trasladando de modo masivo al Norte (y ocurre incluso dentro de muchos países donde hay un Sur y un Norte locales). Es decir, que cuando el Norte se cree vencedor en todo, y hasta le dicen que ha llegado el fin de lo que Stephen Dedalus llamó “la pesadilla de la historia”, sus ciudadelas están rodeadas por millones de hambrientos que vienen del Sur. En vano el Norte levanta barreras para impedir su entrada u organiza pogroms cuando ésta ha ocurrido.

Parecería, digo, que la Humanidad se encuentra ante un callejón sin salida, pero ello no sólo no nos exime de mirar de frente la gravísima situación, sino que nos obliga imperiosamente a hacerlo. ¿Será posible que, ante el lamentable estado en que ha venido a parar la cultura occidental, podamos poner nuestras esperanzas en otra cultura distinta, que le sucedería en el planeta? Ante esta pregunta, y con el inevitable carácter conjetural que están obligadas a tener las palabras en un caso así, mi respuesta es tanto afirmativa como negativa. Paso a explicarme.

Occidente ha resultado ser la última gran cultura parroquial de la Historia. Después de ella, ya no será posible ninguna otra cultura parroquial. La llamo así porque, como todas las anteriores, surgió en una comarca limitada; y, como aquellas culturas, ha vivido tomado en consideración los intereses de unos pocos, e incluso ha establecido barreras férreas entre sus escasos beneficiarios y las grandes mayorías de cuya explotación inmisericorde se ha nutrido y se nutre. No en balde si la horrible e inconclusa guerra mundial encendida en Europa es acaso su gran aporte práctico, entre sus más conspicuos aportes intelectuales se cuenta su implacable exposición y defensa del racismo; éste sería desarrollado a partir del siglo XVI, como alibi de la presunta misión civilizadora con que disfrazó el despojo de la Tierra a fin de amasar sus riquezas.

En este sentido, lo único que distinguió su terrible faena de las de otras civilizaciones fue la cantidad. Pero cantidad tan enorme que le dio horizonte mundial. Y por ello, a partir del actual imperio de Occidente (que ahora se perfila trifronte, con extremos en los Estados Unidos, Japón y Alemania), no podrá haber más que una sociedad postoccidental, que deberá asumir un rostro realmente ecuménico. En relación con esa futura sociedad ecuménica, las zonas del mundo que han sido explotadas por Occidente y que, por supuesto, no forman parte de su cogollo, como es el caso de nuestra América, sólo tienen un destino posible. Este destino es el de colaborar al advenimiento de la sociedad del mañana. Y ello lo haremos sin abandonar torpemente (lo que por otra parte es imposible) las numerosas conquistas intelectuales de la Humanidad, la mayoría de las cuales nos llegaron a través de occidente, o incluso fueron producidas en su seno, pero son ya tan nuestras como suyas. ¿No se ha visto así en lo tocante a los idiomas? Que en esto, como en otras cosas, nos sirva de guía el propio Occidente, el cual, por ejemplo, conoció el pensamiento griego gracias al mundo árabe, lo que no le impidió proclamar luego a Grecia (no al mundo árabe) como su antepasado orgánico, cosa que por supuesto no es cierta: es otra invención occidental.

Extractos del artículo América Latina: El desafío del tercer milenio (Ediciones del Sol) Buenos Aires

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Número 70

Piyama party / Ivonne Trías

Revista Malabia número 70

Piyama party / Ivonne Trías

Eran doce. Como los nidanas del budismo, como las avenidas de la plaza de l’Étoile, como las puertas de Jerusalén.

Al atardecer, cuando el sol entraba sesgado por el filo derecho de las ventanas, las cabecitas de las doce destellaban castaños, ocres y amarillos y sus pies –a esa hora ellas se descalzaban– reaparecían con cierta sorpresa, pálidos de frío.

Dos grandes rituales aguardaban cumplimiento: la limpieza de humores y el cambio de ropajes. El primero para desintoxicar el alma de las furias, las penas y las rutinas impuestas en régimen de esclavitud. El segundo, para recuperar por un momento la visión de la piel, de la forma, del tacto. En invierno el ritual de desnudarse era breve, pero polisémico.

Doce, como las uvas de la suerte, como los grados del vino, como los cantos de La Eneida.

Si se las miraba de lejos, se tenía la impresión de que ellas se comunicaban como los delfines. Tal vez la sincronía de sus movimientos y el acompasamiento físico estaban dados por la estrechez del espacio en que se movían o por algún antiguo acuerdo guardado en la memoria, casi instintivo ya. Esa noche helada todas, sin discusión previa, sabían que había que jugar “a las palabras”.

Doce, como las sílabas de un alejandrino, como los discípulos de Cristo, como los trabajos de Hércules.

Empezaba como un juego de palabras cruzadas común y corriente pero, sin que mediara orden de cambiar, se deslizaba a un dinámico juego oral. Nadie marcaba el inicio ni el fin de cada juego, nadie establecía las reglas. Era el placer de decir, una ludoteca en la que ellas elegían asociaciones, neologismos, mamarrachos de desinencias de un idioma pegadas a raíces de otro, con rigurosa norma. Rimas. Antigüedades.

—¡Qué soez! —Y tú qué falaz. —Sea, mas no procaz. —Yo soy veraz. —Terminarás en Alcatraz. —¡Calla incapaz! —¡Ay, qué locuaz! —Como un alfaraz… —¡No, esa no vale, es un invento! —No es un invento, alfaraz es un caballo, preguntale al diccionario. —No te creo, tramposa, no juego más.

Entonces recurrían al diccionario viviente, ella emitía su fallo y se plegaba al siguiente juego.

—¡Vamos, no te obligues de tus olvidaciones! —Otra vez ese chiste, es tu batallito de caballa. —Ja, te salió el culo por la tirata.

La risa restablecía la distensión de los músculos. Velocidad, ironía y lógica. Notas, dimensiones, claves. No había techo. Tenían sed de lenguaje y habían encontrado una fuente en medio del desierto. Más rápido cada vez, las que no podían seguir el veloz cambio de reglas se iban retirando. No puede ocultarse que no todas disfrutaban por igual de aquella afición.

Y las doce, como los satélites de Júpiter, como los giros anuales de la luna, como las tribus de Israel, iban apartándose una a una para esperar el sueño.

Sentadas en la cama hacían prestidigitación sin apartarse de los dos rituales observados. Para cambiar ropajes, algunas se sacaban una media y se enfundaban otra con velocidad de rayo. Dos segundos de exposición. Se sacaban un saco y se ponían otro, se sacaban un gorro y se ponían otro. Algunas se ponían guantes sin dedos (sin puntitas de dedos) para leer. Otras en cambio querían verse, recordarse. Entonces se sacaban toda la ropa y quedaban tiritando unos minutos mientras el color de la piel estallaba, como fuera de lugar en aquel ámbito monacal. Estaban habituadas a verse –se bañaban todas juntas– y sin embargo allí, en ese espacio diario, la desnudez hablaba en otro idioma. A veces se quedaban calladas y se tocaban las rodillas, los brazos, como recordando otros modos de empleo de la piel, otras sensaciones… Como si no les gustara recordar, preferían reírse, bromear con los cuerpos, con lo que le faltaba a una y le sobraba a otra. Y cuando a la vasca se le ocurría desenfundar lo suyo se cortaba hasta la respiración. ¡Qué tetas, pero qué tetas tenía! Ella era bajita y usaba unos corpiños (así los llamaba) de tela cuyos breteles se le incrustaban en los hombros. Alguna bromeaba: ¡Cuerpo a tierra que nos apuntan con cañones!, y ella se reía como una niña. Estaba habituada a esas cosas y vivía su exuberancia sin sensualidad ni pudor.

Doce, como los imams chiitas, como los meses, como los grados de la escala Beaufort.

Las fanáticas mientras tanto siguen con las palabras pero ahora en una curiosa forma muda: cada una en su cama, tendidas de costado parecen sólo mirarse, como en duelo de hipnotizadoras. Pero no. Si se observa con atención se ve que ellas mueven los dedos de una mano a gran velocidad, por turnos. El brazo y la muñeca inmóviles, sólo los dedos se agitan. Están hablando por señas. Se cuentan historias, imaginan historias. Tienen veinte y pocos años y muchas historias en la punta de la lengua y en la punta de los dedos.

Doce, como los altares que erigió Alejandro el Grande antes de batirse en retirada, como los del patíbulo, como los años de la dictadura.

Mientras unas se frotan los pies para devolverles el color rosado, y otras anuncian “no te hablo más porque se me congelaron los dedos”, se oye en off:

—¡Celda 7, es hora de silencio!

Ivonne Trías

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Ivonne Trías – Wikipedia, la enciclopedia libre

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La razón del deslumbre / Diego R. Cubelli

Revista Malabia número 70
Diego Cubelli

La razón del deslumbre / Diego R. Cubelli

En esta mesa de febrero conviven tres colecciones de textos poéticos, un primer recuerdo ─ya alejándose en el tiempo─ de un muy joven poeta en Montevideo, y el deseo de presentarlo ahora, cuando se ha consolidado su voz y trayectoria, en el presente número de Malabia.

Para ello recurrimos a una breve selección de textos de su libro más reciente, “La razón del deslumbre” (escrito en 2016 y publicado en Montevideo el año pasado), de cuya edición reproducimos la ficha biobibliográfica al final de estas páginas.

Diego Rodríguez Cubelli pertenece a una promoción de autores, críticos y editores uruguayos nacidos entre mediados de los años setenta y noventa. Sin pretender ninguna proclama generacional en común, desde la publicación de sus primeras obras se están distanciando de otros coetáneos, cuyos lenguajes más directos, basados en la oralidad, la performance, las emociones intensas, y a veces la pura provocación sin más, les ha dado mayor difusión en lo que llevamos de siglo.

Tanto Cubelli como los jóvenes que coinciden en sus objetivos, parten de una revisión amplia y cuidadosa del acervo cultural de su sociedad, sin desatender ningún referente nacional o internacional que aporte obras valiosas. No priorizan estilos ni épocas, ni quedan presos de las tendencias y/o caprichos del tiempo actual. Les importa la calidad en sus fundamentos más sustanciales. Y a partir de esa formación, siempre en curso, ponen en marcha sus proyectos creativos y sus enfoques hacia cualquier otra propuesta que les interese.

Para el análisis de la obra de Cubelli hemos recuperado un trabajo del profesor, crítico, ensayista y poeta Ricardo Pallares, que se ocupa de un título anterior: “Trabajo para el silencio” (Editorial Yaugurú, Montevideo 2015), con una precisa exposición sobre la escritura del autor.

Pallares también selecciona textos de aquel título como ilustración de su artículo, ambos están juntos al final de este número de Malabia.

Barcelona, febrero 2021

La razón del deslumbre

descosido tumulto sobre luz tenue
calor fisurado
antro de saliva bendecida

hay orillas que exploran
forma y descendencia

_________

ninguna hora piso entre baldosas

el riesgo es perder la voz

retrato mudo entre antenas
requiere entendimiento
y no entiende

piedra ni ceniza
la piel del tacto

_________

nombré tu cuerpo como destino
y harina fue el contorno de las manos y los patios

es dormido incienso
el pájaro y la noche

tibias paredes
donde habita el tránsito de fuego

razón del sentido
que pregunta el silencio

_________

inventa cerrazón
alas o espanto

tierra de color
de agua en el viento

derrumbe del tiempo

_________

la mitad de tus palabras vuelven como lluvia

no importa el límite del verbo
las vocales de la historia

la carne extrema y dividida

_________

hasta el llamado del perfume
brevedad del laurel
historia del instinto
del pájaro de las horas

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Diego R. Cubelli

Nació en Montevideo a las 17:32 horas del 9 de mayo de 1990.

Sus múltiples intereses lo han llevado a cursar estudios sobre diversas materias, aunque fundamentalmente es autodidacta. Estudió gestión cultural, restauración de muebles, tuvo una editorial y dirigió dos revistas de poesía. Fue impresor, diseñador gráfico y archivista en una orquesta.

Es músico, bandoneonista y arreglador. En esa área, es docente y ayudante de dirección en la Escuela de Tango Destaoriya.

Como poeta publicó su primer libro en 2008, aunque la primera publicación oficial es la plaqueta Poema con zapato de 2011. Le siguieron los libros Reino del apóstata, con prólogo de Alfredo Fressia, editado por LoQueVendrá en 2014 y Trabajo para el silencio, editado por Yaugurú en 2015. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y portugués. Parte de su obra fue publicada en diversas revistas y antologías especializadas. Desde 2018 coordina el ciclo de lectura sitio de poesía en la Fundación Mario Benedetti.

A partir de 2018 y por dos períodos consecutivos ejerce como Secretario en la Casa de los Escritores del Uruguay.

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HR. / nota inicial y selección de textos.

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Número 70

Trabajo para el silencio / Ricardo Pallares

Revista Malabia número 70
Entrevista a Roberto Juarroz, por Alejandra Pizarnik

Trabajo para el silencio / Ricardo Pallares

Este segundo libro (1) de Rodríguez Cubelli confirma rasgos definitorios del primero (2) como por ejemplo intensa condensación, verso libre, poco relieve metafórico o figural, escasa sonoridad a favor de una música conceptual, sintaxis con dislocaciones cuya función expresiva favorece los silencios generados por la demanda interpretativa que hace el texto. También cabe señalar que hay un léxico estándar y una adjetivación restringida. En ambos libros el tema tiene una compleja configuración no obstante la mayor claridad aportada en esta obra por elementos del contexto como el título del poemario, el epígrafe, el texto inaugural, los títulos de las dos secciones y los títulos de las composiciones.

Asimismo, en ambos libros las imágenes cobran fuerza e importancia en una textura escasa y opuesta a toda forma de neobarroquismo. La puntuación registrada solo al final de cada texto libera las posibilidades de la interpretación para que el lector complete al texto como producción significante y a su eventual sentido.

En el discurso que configuran estos dos primeros libros de Diego Rodríguez Cubelli se advierte la supresión de segmentos oracionales, de nexos y la presencia de severos hipérbatos que coadyuvan a la referida dislocación sintáctica y que de alguna manera generan los ya referidos silencios en la cadena significante y en la de los significados por lo que acentúan la sugerencia y lo connotado.

Es probable que en muchas situaciones el título del libro conduzca a los lectores a ubicarse en un sitio epistémico, ya que si esta obra se autorrefiere en el sustantivo “trabajo” y el hablante lo hace para el silencio, sería un decir para nada. Pero si es el yo elíptico quien trabaja para lograr ese silencio se nos plantea algún asunto más. Por de pronto si esta es una poesía experimental que se aproxima al límite con el anonadamiento. El título genera duda entre una y otra posible interpretación, pero además conduce a lo paradojal: se escribe para el silencio, para un no decir, se escribe en procura de la ausencia de sonido y de sentido en las palabras.

El sentido de esta probable verdad paradojal bien podría no ser tan radical y podría significar la necesidad del extremo cuidado en el uso del lenguaje para poder decir solo lo necesario, lo verdaderamente sustantivo en tiempos de proliferación discursiva de los poetas de nuestro tiempo.

En el sentido de lo dicho precedentemente se podría encontrar alguna yuxtaposición con algunas zonas de la poesía austera, a veces lacónica, de Clemente Padín, Nancy Bacelo, Enrique Fierro y algunos registros de Luis Bravo.

Sea como fuere hay también un ademán experimental que por momentos recuerda por ejemplo algunos pasajes de Altazor de Vicente Huidobro y de Ganas de decir, de Eduardo Milán. No decimos que Rodríguez Cubelli venga desde allí, del magisterio de estos poetas, sino que en los complejos procesos de la deriva del discurso literario y de sus imantaciones, que para los creadores son conscientes o no, podrían rastrearse ciertas aproximaciones eventualmente casuales.

Las dieciséis composiciones del libro ─que carecen de título y son señaladas por un número─ se hayan dispuestas en dos secciones tituladas “Dirá el olvido” y “Dirá el tiempo”, precedidas por una primera poesía a la manera de pórtico. El primer verso de este primer texto es a la manera de comentario del título del libro, un anticipo del mismo y seguramente aporta alguna clave. Dice:

hoy serán mis manos las que trabajen para el silencio

La imagen de las manos remite a la poesía y al libro como objetos textual y material respectivamente. Si la poesía es resultado de la creación de las manos (metonimia del poeta), es un producto concreto, un resultado audible que en este caso es el silencio que se procura. Se trataría de un silencio como el de la música: constitutivo y expresivo. Por tanto, en el trabajo de las manos “dirá el olvido / o dirá el tiempo”, tal como afirman los dos últimos versos de los que nacen las dos secciones ya referidas.

El olvido poético del que aquí se trata es, como ya se dijo, casi un anonadamiento. Una anulación de todo lo que se considera superfluo, una sabiduría centrada en lo que queda después de ese silencio que se piensa y siente como una plenitud. Sin él no hay música ni palabra y por consecuencia tampoco habrá poesía.

En el texto V de esta primera parte se lee:

robé el olvido
y las palabras

siglos para imitar
lo que nadie sabe

trabajo para el silencio.

El hablante dice haberse apropiado del olvido y las palabras que llevan siglos de imitación con las que no se llega a saber nada. Por contraste u oposición, opta trabajar por y para el silencio. Pero es el olvido opuesto a la memoria y su “áspero fingir” subjetivo, el que busca la sustancia primera. Lo buscado no es la esencia que nos conduciría a lo trascendental sino una propuesta operativa, fática y fáustica, una aproximación a la orilla donde termina el significado, donde están sus límites y puede nacer la audición de lo otro.

En la segunda sección el tiempo es algo así como un arcano y una convocatoria al centro concebido no en un sentido antropológico sino como un tránsito hacia el nosotros posible. En efecto, el silencio como propósito y aspiración de una poesía absoluta también da el tiempo en y con su duración. Y el tiempo no será más que “la brisa que recorre una voz” o “un canto casi despierto” (poesía I y II, 2ª p.). También como forma de la duración es un continuo retorno connatural, un “vuelve / mientras tanto”. (poesía IV, 2ª p.)

El agua del tiempo con su vieja bisemia será la que lleve la voz, el canto nacido del silencio en caso que nadie diga y solo queden gestos.

Dice la poesía III de esta última sección:

y si nadie dice nada
todo gesto
puro vino
de todas maneras
llevará el agua
el canto
de una espera.

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(1) Rodríguez Cubelli, Diego. Trabajo para el silencio. Editorial Yaugurú, Montevideo, 2015.
(2) Rodríguez Cubelli, Diego. Reino del apóstata. LoQueVendrá, Montevideo, 2014.

Algunos poemas de Trabajo para el silencio

hoy serán mis manos las que trabajen para el silencio

el olvido es mala palabra cuando viene de lejos
y el terror vence al poeta
como quien futuro el tiempo

inicia el camino
que mis manos serán las que trabajen para el silencio

dirá el olvido
o dirá el tiempo.

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Dirá el olvido

III

no hay líneas en el cuerpo
ni en las cosas

hay límites entre la piel
y los otros

entiende la mirada.

VI

razón de existencia

todo
es según
el rojo con que se mire.

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Dirá el tiempo

I

dirá el tiempo
casi ancestral forma de reconocer el centro

una lástima piedra esqueleto si camina
la brisa recorre una voz
un canto casi despierto

el eco de todos.

V

rojo vivo

la siesta de un domingo

pies al sol

silencio
poco

una silla apolillada sostiene
pared pintura y andamio

no será lo mismo.

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Ricardo Pallares es docente, ensayista y poeta. Como profesor de Literatura tuvo trayectoria a través de cuatro concursos de méritos y oposición en la Educación Secundaria donde también desempeñó dirección e inspecciones en efectividad. En formación y perfeccionamiento docentes fue profesor en el Instituto de Filosofía Ciencias y Letras, en el Instituto de Profesores “Artigas”, y tuvo a su cargo consultorías pedagógicas. Es conferencista, jurado en concursos literarios, colaborador en el periodismo cultural, miembro de Número de la Academia Nacional de Letras desde 1999 donde fue su secretario y es director alterno del Departamento de Lengua y Literatura, miembro de la Comisión de Literatura y colaborador asiduo de la Revista de la Academia. Es Correspondiente de la Real Academia Española. Fue directivo en la Casa de los Escritores del Uruguay e integra el Consejo Director de la Fundación Vivian Trías.

Web oficial: www.ricardopallares.com