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Número 70

El tercer milenio (1992) / Roberto Fernández Retamar

Revista Malabia número 70

El tercer milenio (1992) / Roberto Fernández Retamar

El mero uso de la expresión “tercer milenio” indica que hemos aceptado, en algo tan fundamental como la articulación del tiempo, la perspectiva de una de las muchas culturas que ha conocido la historia, la occidental. Pregúntese hoy a un auténtico vietnamita, un auténtico maya o un auténtico hebreo y responderán lo que es obvio: que para ellos la Humanidad en su conjunto no está ante su tercer milenio, pues hay otras muchas formas de medir el tiempo. Nosotros, sin embargo, nos valemos normalmente de aquella expresión. Y también nos valemos normalmente de idiomas que en cierta forma tienen similares raíces. Bien sabemos que esos instrumentos intelectuales empezaron a ser trasvasados hace 500 años a este Hemisferio donde vivimos. Y aunque ello muestra nuestros inocultables orígenes coloniales, no nos corta del resto de los seres humanos. Por el contrario, nos vincula a ellos. Volvamos por un instante a la cuestión de los idiomas.

Español (que antes se llamó castellano) y portugués (que es la otra cara del gallego) fueron, como sabemos bien, dialectos que hace cosa de un milenio (es un decir) se desgajaron del latín. Y a su vez el latín se desgajó de una lengua previa, llamada a posteriori “indoeuropea”, de la que provienen la mayoría de los idiomas hablados hoy en Europa, con excepciones como el vasco (que probablemente ya se hablaba cuando llegó el “indoeuropeo”), el finés y el húngaro, cuyo antepasado fue llevado por las invasiones mongólicas: no en vano “Atila” es nombre simpático en húngaro. Del “indoeuropeo” provienen también lenguas asiáticas como el sánscrito y el persa. Ni siquiera sabemos cómo llamaban al “indoeuropeo” quienes lo tenían como idioma materno. En general, es bien poco lo que se conoce de él. Saussure, quien no sólo echó las bases de la lingüística moderna (lo que no hace culpable al pobre de las tonterías dichas después supuestamente en su estela), sino que además fue una especie de Mozart de esa disciplina. No había cumplido aún veinte años cuando dio a conocer su Memoria sobre el vocalismo indoeuropeo, que reveló el sistema vocal de aquel idioma. Y algún sabio imaginativo (como suelen serlo los mejores) se atrevería después a conjeturar cómo debió haber sido una fábula indoeuropea. Pero sabemos menos de esa lengua que de los dinosaurios. Sabemos, sí, que éstos existieron hace millones de años, y aquélla hace millares. Sólo que si unos se extinguieron, de la otra no puede decirse en rigor que se extinguió (como sí se extinguieron el hitita o el córnico, pues no dejaron descendencia conocida), sino que se transformó. ¿Qué fueron el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el germano, el sajón sino formas que, en épocas más recientes, asumió el “indoeuropeo”? Y el español o el portugués (como el gallego, el catalán, el francés, el italiano o el rumano), ¿qué son sino formas que asumió el latín? Por lo que, cuando en nuestra América nos valemos del español o el portugués, que durante la mitad de sus vidas hemos reelaborado también nosotros, no hay manera de que nos sintamos utilizando una lengua extraña. En ambas orillas del Atlántico tenemos el mismo derecho a decir que somos dueños de idiomas que, en última instancia, con respecto al muy añoso “indoeuropeo”, son para decirlo con un término del venerable sánscrito, avatares suyos.

Las lenguas en forma alguna están maridadas con etnias fijas. No sólo hay incontables ejemplos individuales de esto (el primer gran escritor ruso fue el mulato Pushkin, y ningún poeta actual escribe un inglés más puro e intenso que el del mulato Derek Walcott, mientras la poesía en español no tuvo acentos más hondos que los que le dieron los cholos Rubén Darío y César Vallejo), sino sobre todo incontables ejemplos colectivos: véase el caso del español, que en Europa, América, Asia y África es hablado por las comunidades más diversas. Por ello, el criterio según el cual la lengua “indoeuropea” habría sido hablada sólo por una supuesta raza “indoeuropea” (criterio que sirvió de base a las teorías racistas) carece de toda base científica. Por el contrario, como tantas otras realidades culturales, los idiomas se desentienden de esas estrecheces y ratifican la esencial unidad del ser humano.

Puesto que he utilizado el término “cultural”, me detendré en el vocablo “cultura”, tomado ahora como el sistema de producciones y relaciones de una determinada sociedad humana. En este sentido, es notorio que la Humanidad ha conocido varias grandes culturas, muy diversas entre sí, pero que en sus respectivos momentos de esplendor se estructuraron en torno a unas pocas formaciones económico-sociales. No perderé el tiempo repitiendo lo que todo el mundo sabe. Simplemente recordaré que una sola de esas grandes culturas alcanzó dimensión mundial: la cultura occidental. Y que, a diferencia de los casos anteriores, a su formación económico-social correspondiente, el capitalismo, tan sólo ella llegó de modo directo. Además, como tal formación requirió para su desarrollo el saqueo del resto del planeta (tal fue el procedimiento por el que alcanzó dimensión mundial), hizo imposible en éste, en general, desarrollos similares al suyo. En todos los continentes, numerosas culturas se erigieron en torno a modos de producción esclavista, feudal o “asiático”. Pero sólo Occidente, en Europa, accedió al modo de producción capitalista, y al hacerlo sofocó accesos similares en otros sitios. Fuera de Europa, grandes desarrollos capitalistas sólo conocerían países como los Estados Unidos, Canadá y Australia, que fueron colonias de Inglaterra, el país capitalista por excelencia hasta este siglo. Los colonizadores ingleses, en calidad de “pueblos trasplantados” (como diría Darcy Ribeiro), aniquilaron allí al grueso de las poblaciones aborígenes y trasladaron y a veces incrementaron las estructuras de la metrópoli. También esos países forman parte hoy de “Occidente” (que hace tiempo dejó de tener connotación geográfica), y están poblados en forma sustancial por “blancos”: las criaturas que ellos llaman “de color” han sido allí, si no exterminadas, marginadas. Hay, sin embargo, una gran excepción: la del Japón, el cual, debido a un involuntario equilibrio de las grandes potencias en torno suyo, logró escabullirse e impulsar una original evolución de su feudalismo hacia un capitalismo propio y fuerte. El interesante caso de los “dragones asiáticos” no permite aún, por cercano e indeterminado, un juicio suficiente. pero tanto Japón como esos “dragones”, y también Sudáfrica o Israel, dos “pueblos trasplantados”, forman parte de “Occidente”.

No así el resto de los países, donde vive la gran mayoría de la Humanidad. Hoy, más que “Occidente”, se tiende a llamar “Norte” a los escasos países de gran desarrollo capitalista, y “Sur” al conjunto numeroso de los otros. Como la explotación de estos últimos hizo (hace) posible la riqueza de los primeros, propuse hace un cuarto de siglo que a éstos se los llamara “subdesarrollantes”, ya que la ONU había bautizado a los segundos como “subdesarrollados”, e incluso (oh imaginación) “en vías de desarrollo«.

El Oeste (el capitalismo) ha significado enriquecimiento material para zonas de unos cuantos países que se pueden contar con los dedos de un ser humano (aunque incluso en esos países hay grandes áreas de explotación, pobreza y prejuicios), pero sobre todo ha significado violencia y opresión para la inmensa mayoría de la Humanidad. Aplastó en todas partes (América, África, Asia, Oceanía) culturas a veces grandes; sigue aplastando hoy a sus sobrevivientes. Mediante la imposición de un capitalismo degradado, periférico, ha sembrado el mundo de pobres: hoy lo son dos de cada tres personas; si las cosas no cambian, al comenzar el próximo siglo lo serán tres de cuatro, y a mediados de este siglo, nueve de cada diez. La inmensa mayoría vive y vivirá en el Sur, donde la delgada capa de ricos ha logrado ese nivel casi siempre por su complicidad con el Norte, del que se siente integrante, y no de sus pueblos.

Recordemos algunos rasgos del mundo de hoy: la presunta descolonización que siguió al segundo período de la Guerra Mundial, llevó a la gran mayoría de las colonias tradicionales de ayer a ser no países liberados sino neocolonias, explotadas gracias a mecanismos como el intercambio desigual y la deuda externa; en períodos cortos mueren de hambre o enfermedades curables muchos niños, mientras otros (millones) deambulan sin hogar, se les prostituye, se les compra para vender sus órganos o se les mata como ratas; epidemias que se creían medievales regresan a pasos agigantados, y se les suman otras nuevas; se multiplica el azote diabólico de las drogas, estimuladas por el mercado sin entrañas y consumidas para olvidar el oscuro presente; renacen xenofobias y racismos espantosos, vergüenzas que se creía haber dejado atrás; se extinguen incontables especies animales por el animal humano, sobre todo en su variedad occidental o norteña, quien por añadidura está provocando ambientes donde también a él la sobrevivencia amenaza con hacérsele imposible. Como es lógico, la gran mayoría de estos males aqueja sobre todo a los países del Sur. lo que explica que sus habitantes se estén trasladando de modo masivo al Norte (y ocurre incluso dentro de muchos países donde hay un Sur y un Norte locales). Es decir, que cuando el Norte se cree vencedor en todo, y hasta le dicen que ha llegado el fin de lo que Stephen Dedalus llamó “la pesadilla de la historia”, sus ciudadelas están rodeadas por millones de hambrientos que vienen del Sur. En vano el Norte levanta barreras para impedir su entrada u organiza pogroms cuando ésta ha ocurrido.

Parecería, digo, que la Humanidad se encuentra ante un callejón sin salida, pero ello no sólo no nos exime de mirar de frente la gravísima situación, sino que nos obliga imperiosamente a hacerlo. ¿Será posible que, ante el lamentable estado en que ha venido a parar la cultura occidental, podamos poner nuestras esperanzas en otra cultura distinta, que le sucedería en el planeta? Ante esta pregunta, y con el inevitable carácter conjetural que están obligadas a tener las palabras en un caso así, mi respuesta es tanto afirmativa como negativa. Paso a explicarme.

Occidente ha resultado ser la última gran cultura parroquial de la Historia. Después de ella, ya no será posible ninguna otra cultura parroquial. La llamo así porque, como todas las anteriores, surgió en una comarca limitada; y, como aquellas culturas, ha vivido tomado en consideración los intereses de unos pocos, e incluso ha establecido barreras férreas entre sus escasos beneficiarios y las grandes mayorías de cuya explotación inmisericorde se ha nutrido y se nutre. No en balde si la horrible e inconclusa guerra mundial encendida en Europa es acaso su gran aporte práctico, entre sus más conspicuos aportes intelectuales se cuenta su implacable exposición y defensa del racismo; éste sería desarrollado a partir del siglo XVI, como alibi de la presunta misión civilizadora con que disfrazó el despojo de la Tierra a fin de amasar sus riquezas.

En este sentido, lo único que distinguió su terrible faena de las de otras civilizaciones fue la cantidad. Pero cantidad tan enorme que le dio horizonte mundial. Y por ello, a partir del actual imperio de Occidente (que ahora se perfila trifronte, con extremos en los Estados Unidos, Japón y Alemania), no podrá haber más que una sociedad postoccidental, que deberá asumir un rostro realmente ecuménico. En relación con esa futura sociedad ecuménica, las zonas del mundo que han sido explotadas por Occidente y que, por supuesto, no forman parte de su cogollo, como es el caso de nuestra América, sólo tienen un destino posible. Este destino es el de colaborar al advenimiento de la sociedad del mañana. Y ello lo haremos sin abandonar torpemente (lo que por otra parte es imposible) las numerosas conquistas intelectuales de la Humanidad, la mayoría de las cuales nos llegaron a través de occidente, o incluso fueron producidas en su seno, pero son ya tan nuestras como suyas. ¿No se ha visto así en lo tocante a los idiomas? Que en esto, como en otras cosas, nos sirva de guía el propio Occidente, el cual, por ejemplo, conoció el pensamiento griego gracias al mundo árabe, lo que no le impidió proclamar luego a Grecia (no al mundo árabe) como su antepasado orgánico, cosa que por supuesto no es cierta: es otra invención occidental.

Extractos del artículo América Latina: El desafío del tercer milenio (Ediciones del Sol) Buenos Aires